A los generales les incomodan los frentes estáticos. No es ésta la guerra de lucimiento, de resonantes victorias con la que ellos sueñan para ascender en el escalafón e incluso labrarse un nicho marmóreo en la Historia. Romper el frente, ésa es la obsesión; o sea: asaltar la trinchera enemiga, conquistarla, irrumpir en su retaguardia, conquistar extensos territorios... La gloria.
Ametralladoras y alambradas parecen haberse confabulado para quebrantar esos sueños. ¿Cómo anularlas? Mediante una adecuada preparación artillera. Durante casi tres años, los generales repetirán la misma táctica: primero acumulan considerables cantidades de artillería, cañones de todos los calibres, reservas inmensas de granadas; después, bombardean las trincheras enemigas durante horas o, mejor, durante días: cientos de miles de granadas si fuera necesario, un auténtico despilfarro. El resultado son algunos kilómetros de tierra abrasada a uno y otro lado del frente en los que no crece vegetación alguna, un yermo sembrado de restos de metralla y de casquería humana o animal: hombres y bestias de carga despedazados.
Los globos cautivos o los aviones de reconocimiento aportan fotografías de un devastado paisaje, hectáreas de tierra revuelta en las que apenas se distinguen las líneas de las trincheras.
Cada ataque se hace preceder de una preparación artillera que puede durar días o solamente horas. Guiada desde los globos cautivos, la artillería castiga la primera línea de trincheras para destrozar sus alambradas y aniquilar a sus defensores, o al menos dejarlos tan conmocionados que no ofrezcan resistencia. La metralla mutila y produce heridas espantosas, pero incluso aquellos a los que no alcanza pueden morir por el aplastamiento de la onda expansiva, que no produce ninguna herida visible.
Secuela lógica del horror de los bombardeos es la neurosis de trinchera, o neurosis de guerra, que trastornará a muchos hombres. Dado que la psicología, la ciencia del alma, está en mantillas, los tribunales militares tienden a tratar a los afectados como simples cobardes, por lo que algunos acaban ante un pelotón de fusilamiento. Como es natural, con los oficiales aquejados del mismo mal se observan mayores miramientos.89
En cuanto la artillería termina la preparación previa, alarga el tiro para que la infantería ocupe la trinchera castigada. El bombardeo de la inmediata retaguardia dificulta al enemigo la llegada de refuerzos.
Como teoría es impecable, pero en la práctica la preparación artillera pierde efectividad, porque el enemigo se guarece en sus refugios, a metros bajo tierra, y en cuanto amaina el bombardeo vuelve a ocupar sus puestos para repeler el asalto. Por otra parte, la imprecisión de la artillería y las deficientes comunicaciones entre la primera línea y la retaguardia permiten que a menudo la artillería bombardee a las tropas propias y cause bajas debido a eso que eufemísticamente se conoce como «fuego amigo».
No se termina ahí el peligro. Cuando el sufrido infante logra llegar, y conquistar, la primera trinchera del adversario, detrás encuentra otra y después otra (especialmente en las líneas alemanas, donde los ingenieros no dan abasto en la tarea de trazar trincheras y refugios).
Cuando se acerca la hora del asalto, pasan los furrieles repartiendo coñac barato que sustente el valor suicida necesario para exponerse en campo abierto a las ametralladoras. Se obedece en silencio sacramental la sobrecogedora orden de calar bayonetas. Inmediatamente después, sin espacio para la reflexión, suenan los silbatos de los suboficiales. ¡Al ataque! Los hombres escalan torpemente el talud de la trinchera o trepan por improvisadas escaleras de mano para exponerse a las primeras balas de los francotiradores enemigos. Alguno recibe el balazo nada más asomar y cae de espaldas en la zanja. Sus compañeros se sobreponen al pánico, azuzados por los sargentos que los insultan y les advierten que matarán como a un perro al que se retrase o titubee en lugar de acompañar a sus valientes camaradas. Enloquecidos de terror, los hombres se esfuerzan en sortear las alambradas propias por senderos previamente señalados por los zapadores. Avanzan como autómatas, insensibles a los desgarros de las púas aceradas, mientras desde la trinchera enemiga hacen puntería en ellos como en patos de una caseta de feria. Cuando por fin dejan atrás las alambradas deben correr, a la máxima velocidad que les permitan el miedo y los más de veinte kilos de equipo que cargan a la espalda, por un terreno irregular de tierra abrasada, plagada de embudos, entre chatarra bélica y restos humanos o equinos en distinto grado de putrefacción, testimonio del inútil sacrificio de anteriores asaltos.
La artillería remueve la tierra, sepulta a los vivos, desentierra a los muertos y modifica el paisaje hasta dejarlo irreconocible. El frente termina reducido a una larga franja gris de tierra torturada, un paisaje lunar de cráteres y cenizas. Al principio, los soldados se aferran a la superstición de que una granada no cae jamás en el mismo punto donde haya caído otra. Hasta que descubren que la nueva explosión borra el embudo de la anterior después de destripar o sepultar a los que se han refugiado en él.
No hay más opción que cruzar esa tierra de nadie a cuerpo descubierto, porque la salvación consiste en refugiarse en la trinchera enemiga después de aniquilar a sus defensores. Mientras tanto, el enemigo, que no está tan castigado como el alto mando piensa (ha soportado la preparación artillera a salvo en sus profundos refugios o en la segunda línea), termina de instalar sus ametralladoras y abre fuego sobre los atacantes. Al monótono concierto de las ametralladoras se suma el de las granadas de fragmentación, que liberan rociadas de postas.
Cada ataque se resuelve en una terrible e inútil mortandad. Regimientos enteros se sacrifican sin avance significativo: apenas unos cientos de metros que el contraataque enemigo recupera casi inmediatamente.
El frente se convierte en una trituradora. Literalmente. Después de cada asalto, la tierra de nadie queda sembrada de cadáveres. Como escribe Jünger:
El amasado campo de batalla era espantoso. Los muertos se mezclan con los vivos. Al cavar agujeros descubrimos muertos unos sobre otros en capas superpuestas. Compañías que aguantan metidas en sus agujeros el bombardeo de la artillería que las aniquila y las sepulta bajo las masas de tierra que remueven las explosiones.90
Los cadáveres más próximos a la trinchera pueden recogerse por la noche, pero el resto queda sin enterrar y expuesto a los elementos y a las ratas durante días o meses. El hedor de tanto cadáver descompuesto, amasado con el barro removido una y otra vez por la artillería, empieza a percibirse a unos tres kilómetros de las trincheras. Compañero inseparable de los soldados, lo impregna todo: ropas, utensilios, alimentos, incluso el papel de las cartas.
Cuando oscurece, piquetes de soldados aprovechan la forzosa inactividad de los francotiradores para renovar las alambradas destruidas por la artillería. Es también el momento de municionar las posiciones y de arrimar vituallas a las cocinas.

A veces, los contendientes de un sector llegan al acuerdo tácito de no dispararse a determinadas horas, esas que pueden utilizarse para hacer las necesidades fuera de la trinchera sin agobio de francotiradores enemigos. La connivencia con el enemigo está severamente perseguida, pero a veces se cuenta con oficiales razonables que hacen la vista gorda.
En algunos sectores, los soldados permiten que los camilleros del enemigo recojan cadáveres y heridos después del asalto. Incluso a veces los camilleros de un bando acercan los cadáveres a las posiciones del otro, para facilitarles la labor (y de paso mitigar la hedentina en las proximidades de su trinchera). Como queda dicho, esos intercambios están terminantemente prohibidos, pero los oficiales de primera línea los consienten de modo tácito. Claro, el alto mando que dicta las normas permanece confortablemente instalado en palacetes campestres o en las alcaldías de los pueblos de retaguardia, lejos de las trincheras, adonde no alcanza el hedor de la putrefacción.
Los generales se procuran tropas de refresco antes de intentarlo de nuevo. La pérdida de un tercio de los efectivos significa el relevo de la compañía. Unos días de asueto en retaguardia mientras la tropa se completa con las nuevas levas de reclutas o por fusión con otras compañías igualmente diezmadas.
Las condiciones higiénicas son deplorables. La abundancia de carne insepulta favorece la proliferación de ratas. Los hombres de las trincheras se acostumbran a convivir con ellas como conviven con los piojos, la humedad, la suciedad y la miseria. Esas atroces condiciones de vida, agravadas por la alimentación deficiente, favorecen la disentería, el cólera, la tuberculosis, el tifus y la pulmonía, a los que hay que sumar la congelación en invierno y el pie de trinchera en las estaciones lluviosas. Faltos de antibióticos, la más pequeña herida puede infectarse y causar la muerte.
La metralla provoca gran cantidad de mutilados cuyo tratamiento hará progresar notablemente la cirugía plástica, aunque de esos remiendos apresurados resulten rostros horribles que, a menudo, deben ocultarse detrás de máscaras que los afectados usarán de por vida. Otra consecuencia de la despiadada guerra de trincheras es la gran cantidad de adictos a la morfina o al alcohol, que después de la contienda tendrán graves problemas de adaptación en la sociedad civil.

Los generales tardarán un tiempo en encontrar una táctica alternativa a la inútil y onerosa guerra de trincheras. Como siempre, serán los alemanes los primeros en probarla con sus Sturmtruppen o tropas de asalto, que veremos páginas adelante.

Alambradas delante de una trinchera.