II

Negel vestía de oscuro. Un traje impecable. Camisa blanca, corbata discreta. Zapatos negros, muy brillantes.

Tenía un cigarrillo en los labios y entró en la boîte, sin prisas, con aquel andar suyo indolente, que parecía no apurarse jamás.

Algunas chicas se volvieron para mirarlo. Era un hombre que nunca pasaba inadvertido, por el color cetrino de su piel, por el claro de sus ojos, que hacían un extraño y exótico contraste, y por la negrura de su pelo, muy liso, peinado hacia atrás con toda sencillez.

Peggy y Alice se hallaban sentadas ante una pequeña mesa, en un rincón del lujoso local.

Alice decía a Peggy en aquel momento:

—Aquí me quedaré sola todo el verano. Mis padres no quieren ni oír hablar de salir de la capital.

—Helen se fue esta mañana. ¿No piensas ir a su casa a pasar un mes? ¿O a la mía?

—Papá siempre tiene miedo que me ocurra algo. Además, él no puede moverse de Londres, según asegura. Sus negocios en la City lo tienen prisionero, dice. Pero a mi se me antoja que está encantado de su prisión.

En aquel instante Peggy alzó la mano y por encima de la mesa asió los dedos de su amiga y los oprimió nerviosamente.

—El chico —dijo ahogadamente.

Alice dio un respingo.

—¿Qué chico?

—Parece mulato, pero sus ojos verdes dan una luminosidad magnifica a su rostro moreno. Mira. Está detrás de nosotros.

Alice miró disimuladamente y quedó un poco suspensa.

—¡Vaya tipo!

—Lo tropecé ayer cuando iba hacia la cafetería. Entonces vestía vulgarmente. Ahora parece un reyezuelo de incógnito.

—¿No lo conoces?

—Claro que no. Ni siquiera me dijo su nombre, ni yo el mío.

—¡Oh! ¿Cómo hacemos para que nos vea?

—Por favor, no te muevas. Me da mucha vergüenza. Tiene una mirada que desnuda a una.

—Esos son los chicos que me gustan —adujo Alice feliz—. ¿Qué te parece si dejara caer el bolso?

Peggy torció el gesto.

—Sería un truco vulgar que no encajaría. Me daría más vergüenza aún.

—Se va.

Peggy miró en redondo y pudo ver la ancha espalda del hombre moreno que se alejaba en dirección al bar.

Lo vio apoyarse en la barra y quedar contemplando la pista con la mirada oculta casi bajo el peso perezoso de los párpados.

En aquel instante sus ojos se encontraron. Peggy no pudo por menos de mover los labios en una sonrisa muy tenue, muy ingenua.

Él pareció un tanto asombrado. Se enderezó, metió las manos en los bolsillos del pantalón, las volvió a sacar, encendió un cigarrillo y fumó aprisa. Sin duda alguna estaba indeciso.

Alice cuchicheó casi sin abrir los labios:

—Te ha visto y le has puesto nervioso.

—No me parece hombre que se apure.

—Yo me largo con Jimmy. Viene ahí. Me voy a bailar con él para que el desconocido tenga la oportunidad de sacarte a ti.

—¡No!

Jimmy ya estaba allí.

—¿Cuál de las dos beldades baila conmigo?

Alice se puso en pie rápidamente.

—Oscar vendrá por ti, Peggy —dijo Jimmy enlazando la cintura de su amiga.

—Dile que no venga —cortó Alice.

—¡Ali!

Esta rió, mirando a la aturdida Peggy.

—Tenemos otros planes. ¿No es cierto, Peggy? A Oscar lo conocemos de memoria.

Casi inmediatamente de marchar la pareja, y antes de que Oscar pudiera llegar a la mesa de Peggy, Negel avanzó resueltamente.

—Por favor..., ¿seria tan amable de concederme este baile?

Peggy se puso en pie.

Tenía una voz agradable aquel muchacho, tanto como su físico. Era pastosa, un poco ronca, muy lenta.

—Perdone mi atrevimiento... —empezó él, enlazándola delicadamente por la cintura—. Creo que nos hemos conocido ayer junto a la glorieta, ¿verdad?

—Sí.

—Tropezamos.

—Sí.

—Me llamo Negel.

—Yo, Peggy.

Bailaba bien. Se acoplaban uno al otro perfectamente. Él olía a hombre sano. A loción cara. A masculinidad, que parecía rebosarle por todos los poros. Peggy no era enamoradiza, pero sí era una sentimental, y aquel chico, ¡cielos!, era guapísimo.

Durante un rato bailaron en silencio. Fue él quien lo rompió.

Era más alto, bastante más. A su lado, Peggy parecía una cosita frágil. Negel hubo de inclinar el busto para mirarla a los ojos.

—¿Viene mucho por aquí?

—Apenas.

Se lo figuraba. Aquél era un lugar elegante, pero ella lo parecía mucho más. No creía equivocarse si pensaba que era una aristócrata. Sus modales, su voz, sus manos, sus movimientos...

—Si le he de decir verdad, hoy es la primera vez que piso esta boîte —dijo él optimista—. Marcho pasado mañana y quise echar una canita al aire.

—¿Se marcha... de Londres?

—Sí. Así es. Pero volveré el año próximo. Me falta un curso para terminar arquitectura.

—¡Ah!

No se atrevió a preguntarle adónde se iba. Supuso que a la India. Si, parecía indio.

Sonrió, aturdida. Mejor que se fuera y mejor no verle más. Su padre nunca la consentiría salir con un hombre de distinta raza. Para eso su padre, y también su madre, eran intransigentes.

Suspiró sin darse cuenta.

Negel se inclinó hacia ella y preguntó con dulzura:

—¿Se siente mal?

—¡Oh, no, me siento pefectamente!

Suspiró...

Peggy parpadeó bajo el mirar de sus ojos y movió la boca, de largos labios sensuales, en un mohín.

Suspiró muchas veces y sin saber por qué.

El bailable terminaba. Sin atreverse a pedirle que siguiera bailando con él. la llevó a la mesa. Alice llegaba en aquel momento acompañada de Jimmy. Este se despidió y Negel también.

—¿Qué tal?

—Si mis padres saben que estuve bailando aquí —dijo Peggy ahogadamente—, me castigarán dos semanas sin salir. ¿Por qué no nos marchamos?

Y ambas, asidas del brazo, salieron del lujoso local.

Negel la siguió con los párpados un poco entornados.

Un compañero de estudios se le acercó.

—Muy pronto soltaste la pareja.

Negel rió. Era una risa un poco forzada.

—¡Bah! —y de repente, con doblegado interés—: ¿La conoces?

—Ni idea. Se me antoja que no es asidua al local. Vengo casi todos los días y es la primera vez que la veo.

Negel fumó aprisa, sin decir palabra.

—Te dejo —cuchicheó—. Tengo un plan formidable. Oye..., me sobra una chica. ¿Quieres aprovecharla?

—No.

—Tú siempre tan puritano.

—No tengo por qué engañar a una mujer si no voy a llegar a nada serio con ella.

Arthur se echó a reír de buena gana.

—Tú serias mejor moralista que arquitecto, pero se me antoja que vas a ser las dos cosas, y vas a serlas bien.

Se alejó tras palmearle el hombro.

Él pagó y salió del local.

Atravesó la calle con las manos hundidas en los bolsillos. A pocos metros vio a Peggy y a su amiga manipulando en un auto deportivo color azul claro.

Se acercó presuroso.

—¿Les ocurre algo?

Peggy, que se hallaba sofocada buscando la avería, se incorporó y lanzó una exclamación ahogada. Había poca luz allí y pudo disimular su rubor.

—¡Oh!, pues... no arranca. Eso es. No sabemos qué le pasa.

—Permítame que yo lo averigüe —dijo Negel introduciéndose dentro del auto.

Manipuló en unos botones, dio la llave de marcha y tras un carraspeo del motor éste empezó a funcionar.

—¡Oh! —exclamó Alice—. Es usted magnifico.

—No lo crea —rió Negel enseñando dos hileras de perfectísimos dientes—. El motor estaba inundado. Ya pueden marchar sin ningún temor.

Peggy, que se hallaba de pie en la acera, le tendió la mano espontáneamente.

—Gracias, Negel —dijo bajo—. Ha sido usted muy amable.

Negel apretó aquellos dedos de modo raro. Fuerte y cálido a la vez.

No pensaba decirlo, pero lo dijo:

—¿Podré verla mañana?

Peggy titubeó. Alice lanzó un carraspeo.

De repente, Peggy dijo:

—Gracias.

Nada más. Peggy subió al auto, puso éste en marcha y se alejó calle abajo.

Negel encendió un cigarrillo y fumó aprisa, muy aprisa.