II

Elisa Miyán fumaba un cigarrillo apoyada en la baranda de la terraza. Vestía un simple pantalón negro con despuntes blancos y lo llevaba arremangado hasta la media pierna. El busto lo apretaba bajo un suéter de color indefinido, ya bastante usado. A su lado dormitaba un gran perrazo lobo, y Elisa lo miraba de vez en cuando con una suave expresión de ternura.

–¡Oh, qué tarde más simple! –se levantó una voz desde el fondo de una hamaca.

Elisa dio la vuelta en redondo y, presurosa, fue hacia aquella hamaca.

–¿Te sientes mal, mamá?

–No me siento nada bien, hijita.

Elisa se arrodilló a su lado y tomó la mano de Esther entre las dos suyas. El perro estaba a su lado y las miraba tristemente, con la lengua colgando de su enorme cabeza.

–No sé cómo puedes soportar a ese animalucho –rezongó la dama –. Es insoportable.

–Pero, mamá...

–Te lo he dicho muchas veces, hija mía. Lo tolero por ti.

Y su mano pálida se posó en la cabeza inclinada de Elisa. La acarició y dijo:

–Perdóname.

–Eres tú la que me tiene que perdonar a mi, mamá.

–¡Oh, oh!

–¿Te sientes bien?

–Me duele tanto la cabeza... Ha de ser esta tarde, ¿sabes? Las tardes de primavera me producen una tristeza... ¿No ha venido Vicente?

–No.

–¿Ha ido a pescar?

–Sí.

–¡Qué manía de ir a pescar! Muchas veces pienso que esta vida no es para Vicente. Lo mejor de todo... Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Siéntate, hija, la baldosa está fría.

Elisa se sentó. Tenia expresión pensativa. Sus hermosos ojos claros, de un gris perla, grandes y rasgados, rehuyeron el rostro de su madre, y cayeron sobre el perro. Este fue hacia ella y se arrimó a sus piernas.

–¡Quieto, «Sultán»! –dijo muy bajo –. Quieto.

La dama era de baja estatura, menuda y frágil. Era rubia, de hermosos ojos azules. Se pasaba la vida sentada en aquella hamaca cuando el día era espléndido, y en el saloncito azul, junto a la chimenea encendida en invierno. Su hija la adoraba y ella lo sabía...

–Mamá, María Eugenia Escudero me ha escrito.

La dama perdió por un instante su laxitud. Clavó los azules ojos en el bello semblante de su hija, y al ver como ésta la miraba a su vez, trató de esbozar una cálida –sonrisa.

–¿Sí? María Eugenia Escudero... No recuerdo ahora mismo, queridita.

–Fue mi mejor compañera de pensionado. Vive en Santander.

–¡Oh, sí, creo que recuerdo! ¿Qué te dice?

–Pues me invita a su casa. Dice que le gustaría que pasara este verano con ellos en Santander...

–¡Oh, me siento tan mal! Ha de ser este tiempo.

–¡Mamá!

Y corrió de nuevo hacia ella. Esther extendió su delicada mano y la posó tibiamente sobre la cabeza de su hija.

–Dices –murmuró lánguidamente –que María Eugenia te invita... Sí, claro. Hijita, me duele tanto quedarme sola... Ya sabes que Vicente... ¡Oh! Ya sabes, ¿verdad?

El rostro de la hija se atirantó.

–Lo sé, mamá. No te preocupes, No te abandonaré.

–Gracias, hija mía...

–Le diré que por ahora no puedo aceptar su invitación.

–No quiero que te sacrifiques por mí...

–No es sacrificio, mamá...

Vicente entraba en el parque en aquel momento. Elisa se puso en pie. Sus ojos tenían un destello indefinido.

–Voy a cambiarme de ropa, mamá.

–Sí, hijita, sí...

*   *   *

Esther se paseaba agitadamente por la regia alcoba. Vestía un elegante salto de cama y, por supuesto, su aspecto era inquieto, pero no enfermizo.

Su marido se hallaba sentado en una butaca con las piernas extendidas y un cigarrillo ladeado en la boca. Vestía traje gris, de corte impecable. Su cabello gris daba a su persona una rara sensación de teatralidad. Tenía cuarenta y cinco años, como su esposa, pero no aparentaba más, pese al color gris de su pelo, del que, en secreto, estaba muy orgulloso.

–Vicente, ¿no lo comprendes?

Vicente se limitó a alzar los hombros. De pronto dijo con rudeza:

–Si esperas encerrarla como una joya, lo conseguirás durante un tiempo determinado, pero... Aunque ella no se deje ver, ya lo verás –y con irritación –: Es demasiado hermosa.

–Esa Eugenia...

–Ya lo has zanjado, ¿no?

–Por ahora.

–No creo –dijo el marido con cinismo –que hayas acertado al venir aquí...

–¿Por qué no? Esto no es un pueblo grande. No hay hombres sobrantes.

–Los hay en abundancia.

–Mejor es esto que Barcelona. Allí tenía. sus amistades.

Vicente se puso en pie y se cuadró ante el ventanal, mirando hacia el parque. Con su teatralidad habitual, dijo:

–No podrás ocultarla toda la vida... Y... –se volvió bruscamente. Sus ojos despedían llamaradas –. Tú y yo nos haremos viejos. ¿Te enteras? Necesito volar y tú también. ¿Por qué tuviste que tener una hija?

Esther dijo, apaciguándolo.

–Si no tuviera hija, la chocha de mi cuñada no nos dejaría el dinero.

–¡Dinero! –bramó fuera de sí –. ¿Acaso lo tenemos? Te quiere mucho, te adora, eso se ve, pero nunca has logrado que te firme un cheque por un valor aceptable. Aquí dependemos de ella, de su maldita generosidad. Y es humillante. ¿Me entiendes?

–Cálmate, querido.

Se calmó. Empezó a pasear la estancia de un lado a otro con las manos tras la espalda.

–Un día encontrará un hombre que la ame. Y ella le corresponderá. Me gustaría saber qué va a ser de nosotros después.

–Nunca la has querido, Vicente –reprochó ella de pronto.

–¿Por qué tengo que quererla?

–Es mi hija y tú eres mi marido.

–Pero no soy el padre de ella.

–¡Vicente! ¡Cuánto me disgustas!

Vicente salió dando un portazo. Y Esther se dejó caer sobre la cama con un suspiro de desaliento.

¿Cuánto tiempo en aquella lucha...? ¡Oh, cuánto tiempo! Años y años.

–¿Puedo pasar, mamá?

Se sobresaltó.

–Pasa, hija mía, pasa.

Elisa entró y tras ella el perro.

–He visto salir a Vicente, mamá. Parecía tan enojado. ¿Te sientes mal?

–¡Me duele tanto la cabeza! ¡Estoy tan inquieta, hija mía!

–¿Ocurre algo grave?

–Ya sabes que Vicente fue actor de teatro. Un gran actor, Elisa. Tú eras muy niña y no puedes recordar. Yo le he visto... Era un actor de primera. Nos amamos. ¿Lo comprendes, querida?

Elisa no comprendía gran cosa. Ella adoraba a su madre, y su madre sufría, y quien la hacía sufrir era Vicente. Lo odiaba. Ella jamás sintió odio por nadie. Pero a Vicente sí lo odiaba.

–Él quisiera montar una compañía. Lo comprendes, ¿no?

Alzóse de hombros. ¿Cuántas veces le había dicho aquello su madre? A ella no le importaba. Que la montase, si quería. Nunca pudo pensar, ni lo pensó aquella tarde, que Esther, su madre, lo que esperaba era que ella le ofreciera su dinero. No, nunca pensó eso.

–Tú cuídate, mamá –dijo inocente –. Es lo único que importa.

Esther se mordió los labios. Su hija la atendía, renunciaba a todo por ella, pero, en cambio, nunca cogía las indirectas que le eran lanzadas con respecto a su dinero.

*   *   *

Estaba sentada en el acantilado. El perro junto a ella. Contemplaba el mar con expresión soñadora.

Qué triste vivir allí, en la gran casona años y años. ¿Cuántos? Dos ya, y se preguntaba cuántos le quedarían aún. ¡Si no fuera por su madre! Pero por ella... Tenía poca salud y, además, Vicente no la hacía feliz. ¿Por qué se habría casado su madre? No recordaba a su padre, pero en la sala de retratos había un cuadro suyo. Había sido un hombre arrogante, de negro pelo y semblante altivo. ¿Cómo pudo su madre olvidar a aquel hombre para casarse con Vicente? Era algo inaudito.

Recordó... ¡Recordaba tantas veces...! Hasta entonces ella había sido una muchacha feliz. Fue aquel golpe como si de súbito le hundiera el cráneo. Y continuaba con él hundido... Recibió carta de su madre. Adoraba a su madre. Era lo único que tenía y contaba los meses cada día. salir del pensionado y volver al lado del ser querido. También quería a tía Elisa... ¡Pero era tan distinto! En aquella carta su madre le decía que se sentía muy sola, y que había decidido casarse. La contestó en seguida. Le pedía como un grito desesperado que no lo hiciera, que la tenía a ella. Que dejaría el pensionado e iría a su lado. Que le consagraría su vida hasta morir. Esther no contestó. Pero un día, muy pocos después, se presentó con su marido. Lo odió desde aquel momento. Escribió a su tía Elisa y se lo dijo. Elisa le contestó a vuelta de correo. Le decía que ya conocía la locura de su madre.

Lloró mucho y, a partir de entonces, apenas si veía a su madre. Pasaba los veranos en aquella casona, junto a su tía Elisa... Ya no era la niña juguetona, bulliciosa. No volvería a serlo jamás.

Después murió la tía y la dejó heredera universal de sus bienes. Y aquella cláusula que aún ahora no le importaba. Ella no era apasionada por el dinero. No le importaba. Lo que deseaba era cariño. Y tenía el de su madre, sí, pero... compartido con aquel hombre que jamás le habló de ternura.

Sentada sobre la roca, pensó de nuevo en aquella cláusula. La sabía de memoria. «Elisa, querida mía, podrás tener tu dinero. Y tienes mucho, todo el que yo poseo es para ti, pero lo que no podrás es desprenderte de él en favor de tu madre o tu padrastro. Vivirán bajo tu techo, bajo tu protección, pero no podrán enriquecerse a costa tuya. Y un día, cuando encuentres un hombre y te cases, pongo por condición que formes tu hogar y ellos formen el suyo lejos de ti. Mientras no te cases..., pueden vivir contigo. Después, no. Si quebrantaras mis últimos deseos mi administrador, que lo será también tuyo, está autorizado para despojarte de todos mis bienes...»

Nadie conocía aquella cláusula, excepto ella y don Alberto Miranda, su abogado y administrador. Nunca tuvo necesidad de menguarse haciéndola saber. Su madre no era exigente. Vicente nunca pedía nada.

Suspiró, y a la vez el perro gruñó ligeramente.

–¿Qué te pasa, «Sultán»?

El perro volvió a gruñir, como si algo le molestara. Elisa levantó los ojos hacia el muro. Arqueó una ceja. Un hombre moreno, alto y flaco, la miraba a través de unos prismáticos.

Se puso en pie con presteza y salió, presurosa. Al llegar a lo alto de la escalera se volvió y miró hacia el muro con curiosidad. El hombre continuaba allí, con los prismáticos ante los ojos, y, sin duda, la enfocaba a ella.

Giró en redondo y cerró de golpe la puerta que daba acceso a las rocas. Atravesó el parque seguida de «Sultán», y, acariciando el lomo de éste, murmuró:

–Detesto a los mirones, «Sultán».

El perro gruñó como si comprendiera a su ama.