Vivían en una pensión de señoritas. El ambiente era alegre, se reía constantemente. Nadie parecía tener preocupaciones. Muy de mañana, marchaban al trabajo dinámicas, el rostro resplandeciente y la sonrisa en los labios. Cuando llegaban, el bullicio y la alegría se introducía en la casa, donde la patrona se encogía, temiendo que la felicidad desbordante, la alegría, el reír loco de aquellas mujercitas y la bella juventud alocada, anulara su autoridad de dueña.
No era así, sin embargo. Una voltereta un hurra estrepitoso y doña Gene se veía por las nubes, temiendo que su cuerpo regordete viniera a hacerse papilla sobre el largo pasillo por el cual cruzaba bulliciosa su querida juventud, la juventud de aquellas muchachas felices que no temían enfrentarse con la vida y se plantaban orgullosas ante la existencia azarosa que les tocara vivir.
Eran guapas, valientes, decididas y honradas. Estaban, pues, seguras de sí mismas y no les costaba esfuerzo sonreír abiertamente, aunque la vida se les mostrara dura y penosa.
Pero aquella mañana, Meli no sonreía. Estaba seria. Cruzó el pasillo y penetró silenciosamente en el alegre comedor lleno de flores. Sus compañeras, al principio, no tomaron en cuenta la seriedad de Meli. Y fue preciso que ésta se dejara caer sobre un sillón lanzando un hondo suspiro antes de que las demás fijaran en ella su atención.
—Pero Meli —gritó Tussy, yendo rápidamente hacia ella—, ¿qué demonios te ha sucedido? ¿Te riñó el jefe? ¿Has perdido la colocación? ¿Has tenido un mal encuentro? ¿Continúa el pelmazo de Tom haciéndote el amor?
Meli alzó su maravillosa cabeza y volvió a suspirar.
—¡Oh, Meli! ¿Tan negro es lo que tienes que contarnos?
Todas la habían rodeado. La señora Gene también asomaba su rostro coloradote sobre las cabezas juveniles de sus pupilas. Todas esperaban ansiosas las explicaciones de Meli, pero nadie como la señora Gene, quien por querer terriblemente a la dulce Meli, temía que le hubiera sucedido algo espantoso que ella no pudiera solucionar.
—¿Recordáis a aquel aviador rubio que tenía unos ojos verdes como las aguas de un lago? —preguntó, temblorosa—. ¿Recordáis cuando el verano pasado me hizo el amor?
—Naturalmente —dijo Tussy, como si se pusiera en guardia—. Tú lo desdeñaste, no precisamente porque no te gustara, sino porque temías que se burlara de ti.
—Exacto —suspiró Meli ansiosamente—. Lo temía, aún hoy le sigo temiendo.
—Pero...
Aquel «pero» lo había lanzado doña Gene, al tiempo de hacer un esfuerzo, y a tirones adelantó hasta plantarse ante la angustiada Meli.
—Sí, doña Gene, le temo como jamás temí a nadie.
—¿Y por qué? ¿No eres una muchacha buena, honrada, trabajadora y hermosa? Supongo que a ese hombre no se le ocurrirá pedir más.
—¡Oh, doña Gene, qué sabe usted de esas cosas! Los hombres de hoy no son como los de antes. El hombre actual no busca cualidades en la mujer. Le interesa tan sólo que sea bonita, rica y despreocupada.
—¡Eso es horrible Meli!
Y la pobre mujer, al hablar abría unos ojos enormes, como si no diera crédito a las palabras de aquella muchachita, que siempre había sido la preferida.
—Claro que lo es —dijo Rosa, una de las muchachas, rubia y con unos ojos azules, grandes y expresivos—. Yo, en el lugar de Meli, también hubiera estado temblando. ¿Te ha seguido hoy, Meli?
—Sí. Lo encontré en el «metro». Me miró de una forma muy rara y cuando iba a salir me acompañó hasta casa.
—¿Y cómo se lo has permitido?
—Qué sé yo, Tussy. Creo que caminó inconsciente. Me dijo que durante su vuelo no había pensado en nadie más que en mí. Me pareció sincero pero tengo miedo, mucho miedo porque es un hombre rico, elegante y guapo. No soy tan ambiciosa como para aspirar a un hombre tan encumbrado —suspiró, temblorosa—. Tengo aspiraciones, pero son más modestas. Me basta un hombre que sepa comprenderme y que jamás se burle de mí. Todas tenéis novio —añadió, alzando la linda cabeza—. Son chicos trabajadores y honrados. Un día cualquier formaréis un hogar sencillo y seréis muy felices. Yo quisiera ser como vosotras...
—Nunca podrás ser como nosotras, Meli... —dijo Marga, una chica morena de ojos inmensamente grandes—. Has nacido en otra cuna, tienes una educación muy diferente y eres más guapa que ninguna de nosotras.
—¡Bah! Poco importan la cuna, la educación y la cultura, cuando el Destino destrozó mi felicidad. Ahora, amigas mías soy una más, una chica sacrificada como la primera de todas las que a las nueve de la mañana están en la calle, camino de su trabajo. Todo lo demás pertenece a un pasado, y ya sabéis que el pasado no vuelve. ¡No, nunca vuelve!
Y como si toda su vida anterior acudiera a torturarla de nuevo, cerró los ojos para olvidar lo que ya no tenía remedio.
—Ea, dejaros de conversaciones tontas y a comer —gritó doña Gene, empujándolas hacia la mesa.
Minutos después, todas se hallaban sentadas en torno a la gran mesa llena de flores.
Meli, con su belleza un tanto melancólica, fue a sentarse al lado de Tussy, su compañera de cuarto. Se generalizó la conversación.
Meli tomaba la sopa casi sin saber lo que hacía. La cuchara, iba a la boca automáticamente, como si la empujara una fuerza superior. La mente, entre tanto, continuaba pensando, como evocando los días felices, cuando en su hogar era dichosa...
* * *
Vivían en un hogar fantástico, lleno de comodidad y lujo. Sus padres, siempre en fiestas y reuniones. Gastaban sin tasa. Ella tuvo una señorita de compañía mientras fue pequeñita, después la llevaron a un lujoso colegio de Londres.
Un día, cuando había cumplido los dieciséis años, su padre vino a buscarla. Ya no era el hombre arrogante en cuya compañía siempre se sintió orgullosa. Ahora su figura parecía empequeñecida y sus ojos no miraban con aquella expresión optimista de los lejanos tiempos.
—¿Qué te sucede, papá? —preguntó angustiada, mirando fijamente la faz desencajada de su padre—.¿Y mamá? ¿Por qué no ha venido?
Los ojos del caballero esquivaron la mirada penetrante de su hija, y fue entonces cuando Meli clavó sus pupilas en el traje que cubría el cuerpo encorvado de su padre. Era negro, negro y fúnebre. Lanzó luego una mirada sobre la faz pálida y se abrazó apasionadamente a él.
—Se ha ido, ¿verdad?
No hubo respuesta. Un abrazo y ambos permanecieron silenciosos.
Ya en el tren que los conducía a su ciudad natal, la voz temblorosa del padre explicó lo sucedido. Su madre había muerto de una forma brusca, sin dejarle margen para pensar que se iba a quedar sin ella.
—Fue terrible, Meli —dijo muy bajo—. Una noche se acostó contenta y feliz y a la mañana siguiente estaba fría y muda. Sus ojos estaban abiertos y el rostro completamente morado. Estamos solos, hijita. ¡Solos!
Meli lloró mucho, tanto que terminó por quedarse dormida. Cuando abrió los ojos de nuevo, estaban ya en el hogar silencioso qué había dejado ella.
La vida continuó evolucionando. Su padre permanecía horas y horas dentro del despacho. Los criados caminaban silenciosas y un día cualquiera supo que no se levantaría jamás de aquella mesa donde, con la cabeza entre las manos, había permanecido tantas horas como inconsciente de cuanto le rodeaba.
Meli se abrazó al cuerpo inanimado y lloró mucho, tanto que los ojos terminaron por secarse. Fue espantoso. Su padre estaba allí muerto.
Bastó que el cadáver de su padre saliera del hogar, para que un señor de rostro frío e impenetrable apareciera en su casa, acompañado de dos abogados.
—¿Es usted la hija del difunto Morris? —preguntó, indiferente al dolor retratado en la faz de aquella muchacha vestida de luto, que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Sí —repuso, con voz temblorosa.
—¿Usted no me conoce, verdad?
—No tengo idea de haberlo visto jamás.
—Ya. Se ha criado usted en el colegio. Sus padres eran egoístas, claro...
—¡Calle! —pidió fuerte, con los ojos brillantes—. ¡Calle! El recuerdo de mis padres será siempre sagrado para mí y para todos los que en mi presencia pronuncien sus nombres.
Los ojos de aquel individuo brillaron retadores. Hubo en su mirada un destello extraño, como si pensara que aquella muchacha no se parecía en nada al confiado Alberto Morris.
—Perdone si la he ofendido —dijo, inclinándose profundamente—. De todas formas, voy a presentarme. Me llamo Pedro Watling y era el administrador de su señor padre. Le ruego nos conduzca al despacho, donde le pondremos al corriente de sus asuntos financieros.
Meli iba como atontada. No sabía que su padre hubiera tenido nunca un administrador.
Vio cómo aquel hombre ocupaba el lugar que había pertenecido a su padre. Abriendo una gruesa cartera dijo dirigiéndose a sus dos mudos acompañantes:
—Siéntense, por favor. Señorita Morris, uno de estos señores es el abogado de su padre. El otro es el de mi mujer.
—Bien.
Aun no entendía. Vio como el abogado de su padre la envolvía en una mirada conmiserativa, llena de simpatía, y la invitaba a ocupar un lugar a su lado.
Meli no se sentó. No pensó en nada. Tenia la mente vacía y un dolor infinito en el corazón.
La voz de aquel hombre atronó el silencio que reinaba en el despacho.
—Como usted sabe —dijo, dirigiéndose al abogado de Meli—, su cliente dejó en mi poder las riendas de su negocio. Me dio amplios poderes con los cuales me he visto obligado a salir de viaje muchas veces en dirección a las minas, de las cuales era su cliente el único dueño. Muchas veces, y a solas en este despacho, le hice saber que los negocios no iban bien. Usted sabe, como yo, la despreocupación que existía por parte del señor Morris en lo que respecta a sus negocios. Un día le advertí que me veía precisado a hipotecar su hacienda del valle con objeto de hacer frente a las necesidades económicas de las minas. En principio se rió de mí. Me dijo que su capital era inmenso y que le tenía sin cuidado mi pesimismo. La verdad es que terminé por dejarlo tranquilo, viviendo feliz sin pensar que la catástrofe se avecinaba. Se lo advertí muchas veces y siempre me respondía de la misma forma: «Soy inmensamente rico» —sonrió, desdeñoso.
Meli sintió un pinchazo en el corazón y terminó por sentarse. Apretó el corazón con ambas manos y se dispuso a prestar mayor atención.
—Señores míos, de esta forma fue menguando el capital del señor. Morris, y cuando murió su mujer, yo mismo y en este despacho le hice saber la fatal verdad. Todo su capital lo había consumido la mina. No quedaba absolutamente nada. Le hice comprender que era preciso venderla y así lo hizo. Dicha mina es de mi mujer. Yo no tengo nada, ¿comprende usted? Absolutamente nada.
—Ha sido usted muy hábil —dijo fríamente el abogado—. Tan hábil que no me extraña que el señor Morris haya creído en su honradez.
—Caballero...
El abogado hizo caso omiso de aquella exclamación. Se puso en pie, y dijo serenamente:
—Usted sabe muy bien que hace más de dos años que el señor Morris prescindió de mis servicios. Ignoro los motivos, pero creo saberlos en este momento. A usted le estorbaba un hombre honrado al lado del señor Morris. Fue usted envolviéndolo tan sutilmente que cuando quiso darse cuenta se vio completamente arruinado. Le felicito, señor Watling. Ha sido usted sumamente hábil. Dígame y perdone que le haga esta pregunta —dijo, con cruda ironía—. ¿Dónde se halla el capital adquirido a cambio de la mina?
El señor Watling no pareció incomodarse por los insultos. Se sentó más cómodamente y la sonrisa que floreció en sus labios fue más bien una mueca de burla.
—Señor mío, las cosas, cuando vienen mal, no hay quien las detenga. Dicho capital lo colocamos en un negocio que creímos lucrativo. En realidad lo era, pero el señor Morris quiso ponerse al frente y fracasó de tal forma, que fue entonces cuando quedó totalmente arruinado.
—Dicho negocio se lo proporcionó usted.
—Naturalmente.
—Bien, supongo que ha terminado mi cometido. La verdad es que aun ignoro por qué me ha rogado usted que lo acompañara hasta aquí, cuando sabe que mis servicios hace mucho que no se hallan a disposición de su víctima.
Watling no pareció darse cuenta del insulto. Abrió más ampliamente la cartera y mostró varios pliegos.
—Tengo en orden todos los documentos. Esta es la escritura de la mina firmada y sellada por el difunto señor Morris. Esta otra, la de esta casa con todo lo que tiene dentro y esta última de la hacienda.
—O sea, que todo lo ha adquirido usted.
—No —sonrió, cínicamente—. Yo no tengo capital. Todo lo ha comprado mi mujer.
—Enterado. —Se volvió hacia Meli, que permanecía quieta como una estatua y dijo muy bajo, al tiempo de envolverla en una mirada conmiserativa: —Señorita, ya lo oye usted. No le aconsejo un pleito con este hombre, porque todo sería inútil. Cuando un desalmado como éste hace una cosa, la hace tan bien que no existe persona humana que pueda deshacerla. Siento mucho lo sucedido. Se lo advertí a su padre antes de que prescindiera de mis servicios. Después, ya supe que era muy tarde. Cuando su padre vino a verme uno de estos días, le dije sencillamente lo que iba a suceder y no me equivoqué. Fue a solicitar mi ayuda, pero era demasiado tarde. La catástrofe estaba ya encima y no habría fuerza humana que hiciera desistir al señor Watling. No, éste no podría devolver jamás lo que había adquirido de mala manera. Señorita Morris, le presento mis respetos y le hago constar que a no ser por su presencia y su reciente luto, habría arremetido a bofetadas contra este truhán.
Y cogiendo el sombrero, salió de la estancia, luego de haberse inclinado profundamente ante la muda muchacha, cuyos ojos estaban bajos.
Cuando tras de unos minutos Watling se puso en pie, Meli pareció salir de un profundo sueño. Alzó la cabeza con arrogancia y se plantó ante aquel hombre odioso que había engañado a su confiado padre y ahora trataba de dejarla en la miseria.
—Tiene que marchar de esta casa —dijo Watling sin alteración en la voz, que sonó en los oídos de Meli como un trallazo—. Siento mucho lo sucedido, se lo aseguro. Yo no soy culpable como asegura el señor abogado. Ha sido el Destino, señorita, y ese es implacable.
Meli pareció crecer. Sus ojos brillaron de una forma intensa.
—Me iré —dijo, digna—. Me iré, pero no olvide jamás que estamos en el mundo y que tan pronto pueda le haré saber que yo no soy tan confiada como lo ha sido mi padre. Es usted un ladrón y le juro por la memoria de mi padre que me vengaré. Aun ignoro en la forma que he de hacerlo, pero tenga la completa seguridad de que me vengaré. Y lo veré a usted a mis pies, arrastrándose cómo un reptil pidiendo clemencia, le haré tan infeliz como en este momento lo estoy siendo yo. No crea que me importa la riqueza — añadió, fríamente, tan digna que por un momento, sólo por un momento, Watling se sintió empequeñecido ante el orgullo de aquellos ojos soberbios—. Soy fuerte, estoy preparada para la lucha y no me costará esfuerzo adaptarme al trabajo. Lo que no olvidaré jamás es la muerte de mi padre. Ahora comprendo muchas cosas: la muerte de mi madre la amargura de aquel hombre bueno que creyó que todos eran honrados porque lo era él. ¡Oh, señor Watling! Le aseguro que no quisiera ser usted, porque mi venganza será espantosa, se lo juro por la memoria de los dos muertos. ¡Se lo juro!
Y en su boca se dibujó una mueca tan cruel a la par que amarga, que Watling sintió que un frío glacial le traspasaba las venas.
—Ahora puede llevárselo todo — añadió fuerte—. Todo menos los retratos de mis padres. Algún día se los mostraré para que su tortura sea mayor. No crea que olvidaré esto. No, no. No lo olvidaré jamás.
Y dando media vuelta, se alejó lentamente.
Ambos hombres se miraron. Después, Watling se encogió de hombros y comenzó a dar órdenes.
Aquella misma tarde, Meli dejaba para siempre la casa de sus padres, donde tan feliz había sido y donde se creyó la reina del hogar dichoso.
* * *
Al llegar aquí con sus pensamientos, alzó la cabeza y miró a sus compañeras de pensión. Comían en silencio, parecían asociadas a los pensamientos que en aquel momento ocupaban la mente de su compañera. Meli sonrió agradecida y dijo, en alta voz:
—Me gustaría saber dónde anda Watling. ¿Habéis oído alguna vez ese apellido?
—No —dijo doña Gene—. Ni nadie. Olvida todo eso y piensa en otra cosa. Diríase que estás obsesionada, Meli, obsesionada con una idea absurda, porque cuando un hombre quiere ocultarse no hay fuerza humana que lo alcance.
—Ya lo veremos.
Se puso en pie. Todas la imitaron. Eran las dos y media de la tarde y tenían que volver al trabajo.
Meli recordó cuando por casualidad vino a casa de doña Gene. Preguntó por un pensión de señoritas y un guardia le dio aquellas señas. Le gustó el ambiente, pues aunque muy diferente del que había dejado, iba bien con su juventud. La alegría de aquellas muchachas pronto la contagió y la dulzura de doña Gene le hizo pensar que su madre no había muerto. Un día que todas se hallaban en vena de confidencias, Meli contó lo que ya sabemos. Cuando terminó todos lloraban, y doña Gene le pidió por Dios que olvidara la venganza.
—Ea, chicas, que ya es tarde —gritó ahora Tussy—. Voy a prepararme y me largo. El jefe tiene malas pulgas cuando se retrasa una empleada.
Salió corriendo. Rosa y Meli trabajaban juntas en una oficina importante. Todas salieron en grupo hasta la parada del autobús. Más tarde, Rosa y Meli salieron solas.
—Meli, esta tarde Juan no viene a buscarme porque tienen balance. Así es que iré contigo de regreso y podré conocer a tu enamorado aviador.
—¡Bah! Te aseguro que me tiene sin cuidado.
—Pero si todas dicen que es un mozo arrogantísimo.
—¿Y qué? La arrogancia me tiene sin cuidado.
—Eres muy rara.
—Tal vez.
—Oye, Meli ¿nunca te has enamorado?
—Nunca. Ni quiero saber lo que es el amor. Creo que soy partidaria del cariño, el cariño comprendido, claro, pero no creo en esas cosas absurdas que cuentan tus compañeras. Grandes amores, pasiones absorbentes... ¡Bah!
El autobús se detuvo. Meli tocó en el brazo de su amiga y dijo, serenamente:
—Ahí lo tienes. ¿No ves a ese chico que viste uniforme de marino? Es oficial de la aviación naval. El galán que me persigue.
—¿Estás segura?
—Naturalmente.
—Pues, chica, no sé qué pero le pones.
—El de no creer en sus palabras. ¿Vamos hacia el trabajo?
—Eres fría como un témpano.
—O demasiado apasionada.
Y sin mirar al hombre que clavaba en ella sus pupilas, pasó ante él y penetró en el amplio portal del edificio.