II

Porque sí.

Eso me ocurrió.

El dolor de aquella primera noche. El desgarro, la brutalidad masculina de Santiago. La proximidad de mis suegros... ¡Qué sé yo! El caso es que no he sentido jamás un orgasmo con mi marido. Puede parecer estúpido, absurdo, falto de lógica, pero es la purísima verdad.

Me quedé, podría decir, traumatizada.

Psicológicamente detenida en la iglesia donde dije sí, porque todo lo que me ocurrió después fue como un brutal atropello a los principios más sagrados de una mujer sensible y emotiva.

Y lo era.

Lo creía ser y, sin embargo, pienso que mis relaciones con Santiago, al no sentir goce o placer alguno, lo que empecé a sentir fue miedo, asco, indiferencia.

Porque es que pienso que el asco y el miedo son dos términos que significan algo, pero cuando llegas a la indiferencia ya no puedes esperar más de la persona que la provoca en ti.

Nuestro matrimonio fue un desastre y Santiago notó en seguida mi frialdad y no sé cuándo empezó a fumar porros.

Pero los fumaba.

Su olor perfumado y otras veces apestoso, pegajoso, empezó a meterse en mi casa, en cada rincón de mi vida, en mis propias ropas y en mi lecho.

No estoy hablando de un día o de dos semanas, sino de tres años. No sé cuando pasó Santiago del porro a la droga dura. Ni cuando empecé a ver agujas hipodérmicas por las mesitas de noche.

Pero entonces mi matrimonio estaba tan acabado como si nunca empezase, como si nunca existiese y me convertí, no en una amargada no, en una escéptica.

En una indiferente.

Hasta Susi yo la notaba como temerosa al dirigirse a mí, y es que la respondía con acritud sin darme cuenta.

El hombre adicto ya no era el hombre en la cama. Era un poste, un objeto. Cuando la droga le era necesaria y no la tenía, la casa parecía levantarse de sus cimientos.

Lo que más me dolía era ver a Susi encogida, así que como la consideraba como una hija, decidí poner las cosas en su sitio. Ya que no era sólo indiferencia, pues esa resultaba cómoda, sino la vida y la tranquilidad de mi existencia y la de Susi.

Así que planteé la papeleta.

Se lo dije a Santiago un día que estaba completamente drogado.

Porque no había dicho aún que además de gastar mi dinero, gastaba el suyo y andaba debiendo a todos sus amigos. Y en cuanto a sus clases era un verdadero desastre, pues se dormía sobre su mesa o se quedaba inmóvil, baboso, de pie en cualquier esquina o perdido en un sillón del bar del Instituto.

Lo despidieron, claro.

No, no fui piadosa, lo reconozco.

Y no lo fui porque mi vida de mujer era un desastre a su lado y más que alegrías (no tenía ninguna) lo que yo sufría eran alucinaciones debidas a mi íntima desesperación.

El planteamiento ante Santiago fue simple y no tuve necesidad de ser siquiera persuasiva. Él lo estaba deseando.

—Debes dejar la casa o de lo contrario la dejaré yo.

La dejó.

Ese mismo día. Con un expediente encima, un vicio irreversible y una curación a toda luces negativa y, por supuesto, nada más marcharse, presenté demanda de separación y por eso me convertí en una mujer separada. Pero yo me pregunto si estuve casada alguna vez.

Me fue concedida la separación y más tarde la nulidad. Motivos para ello tenía de sobra y además Santiago tan embebido estaba en su droga, que ni siquiera opuso resistencia a nada. Cierto es también que nunca volví a saber de él.

Digo esto para que se entienda mejor lo posterior.

No tuve amores, ni amoríos, ni liviandades.

Había quedado harta de matrimonio y de las babas de los hombres. No quise probar tampoco, si con otro hombre podía realizarme.

De hacerlo me exponía a dos cosas. Que me pudiera realizar y quisiera continuar, o que no me realizase en modo alguno y me convirtiera en algo peor de lo que soy ahora.

Porque ahora soy tan sólo una profesora seria, que ha llegado a los veintiocho años, escéptica y más bien fría.

Pero creo ser honrada con mis alumnos y noto que ellos me aprecian, y no quisiera por nada del mundo ser injusta con esta juventud que lucha a brazos partidos contra un montón de problemas internos y externos. Que están ahora sorprendidos, viendo como muchas cosas que les fueron tabúes, se abren y se muestran con la mayor naturalidad del mundo, como el sexo por ejemplo.

Ese señor misterioso que tanto nos intrigó en nuestra propia juventud, a la sazón no era más que un asunto utópico en el cual nadie reparaba ya porque se posee cuando se desea.