4

Al salir de la habitación, Brunetti encontró a Paola y, en el pasillo donde había estado esperando en la camilla a que lo atendiesen, los zapatos. Poco después, la pareja salió del brazo a la luz deslumbrante y el calor abrasador de una tarde de mediados de julio y, al dejar atrás el ambiente fresco del enorme vestíbulo del Ospedale, Brunetti se sintió como si lo hubieran envuelto en una manta eléctrica tras derramarle un cubo de agua caliente encima. En la sala de interrogatorios donde había fingido el ataque hacía calor, pero no tanto como allí.

Se volvió hacia Paola.

—Debería haber reservado billete de vuelta con la ambulancia.

—¿Y regresar a la questura? —preguntó ella, y abrió el bolso para buscar las gafas de sol.

No las encontró a la primera, así que se refugió en la sombra hasta que dio con ellas y pudo ponérselas y salir.

—Vámonos a casa —propuso Brunetti—. Esto es insoportable.

Escogieron la ruta más corta, emprendieron el camino a paso lento y cruzaron Campo della Fava con la intención de evitar el gentío de Calle della Bissa. Cuando llegaron a los pies del puente de Rialto, lo miraron horrorizados. Hormiguero, termitas, avispas. Haciendo caso omiso de esos pensamientos, se cogieron del brazo y empezaron a subir sin mirar más allá de sus pies y de la zona que los rodeaba. Arriba, arriba, arriba, mientras otros pies descendían en su dirección, aunque ellos no se detuvieron. Arriba, arriba, arriba hasta llegar al punto más alto, donde tuvieron que abrirse paso a empujones entre los que estaban allí plantados sin moverse, sin prestar atención a sus expresiones de admiración. Y entonces abajo, abajo, abajo, y el impulso del descenso los hizo más formidables: vieron cómo los pies que subían en su dirección se apartaban a su paso y, sin atender a protestas, el matrimonio continuó adelante sin parar. Entonces giraron a la izquierda y se detuvieron en el pasadizo, Brunetti con el pulso acelerado y Paola buscando apoyo en el brazo de su marido, indefensa.

—No lo soporto más —se quejó, y descansó la frente en el hombro de Brunetti—. Quiero que Il Gazzettino publique un titular diciendo que hay un brote de cólera en la ciudad. O de peste.

Brunetti le dio un beso en la cabeza.

—¿Quieres que rece por un tsunami? —le preguntó.

Sintió que ella se reía, y enseguida se separó de él y respondió como si nada:

—No, no quiero que pase nada que pueda dañar los edificios.

Cuando llegaron al portal, Brunetti había empapado la camisa y la chaqueta de sudor, y Paola tenía mechones de pelo mojado pegados a la frente. Subieron las escaleras en silencio, sin más deseo que el de llegar arriba, a la corriente de aire que fluía de un extremo del apartamento al otro.

Una vez en casa, Brunetti se quitó la chaqueta, convencido de haber oído cómo la tela mojada se separaba de la de la camisa. Fue al salón y se colocó justo donde la corriente de aire más fresco del norte fluía hacia el sur. Se desabrochó la camisa y la agitó en la brisa, y cuando se volvió hacia Paola vio que estaba pasándose los dedos por el pelo para recogérselo y refrescarse con la misma corriente.

—«La pastorella alpestra et cruda / posta a bagnar un leggiadretto velo, / ch’a l’aura il vago et biondo capel chiuda» —recitó sin pensar.

Paola se soltó la melena y le sonrió.

—Si puedes contemplar a la pastora lavar el velo que le protege el pelo del viento, espero que el calor ardiente del día te llene con el frío del amor —repuso ella, completando el poema.

—¿Es que no puedo citar algo que tú no conozcas? —se quejó Brunetti.

—Tendrás que probar con algo más oscuro que Petrarca —contestó con afabilidad, y enseguida añadió—: Pero ¿por qué no te duchas antes? Has pasado toda la mañana en el hospital.

—Y me lo merezco, por idiota —sentenció, y fue al dormitorio a buscar ropa limpia.

De la ducha salió un hombre nuevo, uno que durante un tiempo breve se había sometido a un chorro de agua tan caliente como era capaz de soportar para después abrir el grifo de agua fría y aguantar estoico, aunque durante mucho menos rato. Ese mismo hombre halló a su esposa tumbada a sus anchas en el sofá, bebiendo de una copa de líquido claro que, viendo la condensación que se había acumulado en el cristal, debía de estar frío. En cuanto se percató de que delante del sofá había una bandeja con otra copa, se felicitó en silencio por su capacidad de observación.

—¿Es para mí? —preguntó.

Demasiado cansada o acalorada para responder con una broma, Paola se contentó con asentir. Él se sentó a su lado y cogió la copa, pero la posó después del primer trago.

—¿Es limonada? —preguntó, tratando de no sonar como un policía.

—¿No te gusta? —quiso saber ella—. Ahora mismo no soporto la idea de tomar otra cosa.

Brunetti bebió otro sorbo.

—Tienes razón. Lo preguntaba porque me ha sorprendido.

—¿Que no fuese vino?

La pregunta lo incomodó, como si ella estuviera insinuando que él no bebía nada que no tuviera alcohol.

—No importa —resolvió Brunetti, y continuó bebiendo, a pesar de que aquello tampoco fuera un spritz.

Cuando Paola se acabó la limonada, dejó la copa en la mesa.

—¿Y bien?

Brunetti reflexionó.

—Me ha recomendado dos o tres semanas de reposo total —le contó al final.

—¿Y vas a hacerle caso?

—Sí —respondió él sin dudarlo—. Sí.

—Bien —afirmó ella—. Es lo que necesitas.

—Aunque sólo sea para evitar que siga haciendo estupideces, ¿no? —inquirió él.

—Lo que has hecho no es una estupidez, Guido. En absoluto —dijo Paola—. Imprudente o impulsivo, quizá, pero ni mucho menos estúpido.

Brunetti se preguntó si sus hijos reaccionaban de igual modo a la aprobación de Paola; si ellos también sentían que la incertidumbre o el sentimiento de culpa se desvanecían en el instante en que ella certificaba que lo que habían hecho estaba bien.

—Me alegro de que pienses así —contestó él, pero no pudo evitar que sonara algo torpe.

Paola no hizo caso del comentario.

—¿Qué vas a hacer durante esas dos o tres semanas?

Brunetti se dio cuenta de que no lo había pensado, no más allá de tener claro que se dedicaría ese tiempo a sí mismo. Se quitó los zapatos y apoyó los pies en la mesa. Pensó en lo agradable que sería tomarse un spritz, y se arrellanó en el sofá.

—Me gustaría ir a algún sitio desde donde se vea el agua —respondió.

—¿Aquí en Venecia o en otra parte? —quiso saber ella, como si la respuesta no le extrañase en absoluto.

—Aquí. Me gustaría ir a remar.

La idea, que acababa de ocurrírsele, no sólo lo sorprendía, sino que era fruto de un impulso, igual que su reacción a la acción de Pucetti.

—¿Con este calor?

—En la laguna es distinto —explicó Brunetti.

Se acordó de cuando era más joven y tenía los músculos y la mollera más duros, y puede que también el corazón, aunque eso sólo se lo admitiese a sí mismo.

—El calor no se nota tanto, porque siempre hay brisa.

—Y corrientes y mosquitos, y jóvenes que van como locos con las lanchas.

—Con perros felices en la proa —contrarrestó él—. Y la luz que refleja el agua, la sensación de la barca bajo los pies y, cuando llegas a los canales más estrechos, el silencio.

Consciente de que Paola aún no caía rendida ante la magia y el misterio de la laguna, añadió:

—Y chicas jóvenes en bikini.

—Y tú con camiseta, marcando músculos.

Brunetti se acercó a ella, dobló el codo cual luchador y apretó el puño.

—Vamos, toca —la instó, y cuando ella alargó la mano hacia él, añadió—: Ve con cuidado, no vayas a hacerte daño.

En lugar de palparle el músculo, Paola le dio un golpecito en las costillas.

—¡Venga, ya, Guido! Ahora en serio: ¿adónde quieres ir?

Sin embargo, a Brunetti le pareció que lo preguntaba como si ya tuviera una alternativa en mente.

—No lo sé, aún no lo he pensado. Pero supongo que podría pasar unos días en Burano o ir hasta Torcello. Allí hay menos gente.

—¿Te alojarías en un hostal? —preguntó ella en modo fiscal, cosa que reforzó la idea de Brunetti de que ya tenía una solución—. ¿Y esa barca que te tiene en plan rapsoda, dónde la tienes escondida?

Brunetti se levantó y fue a la cocina. Sacó unos cubitos de hielo del congelador, los metió en dos vasos y, pensando en el calor, añadió una buena cantidad de agua con un chorrito de Campari y después abrió una de las botellas de prosecco que había en la puerta del frigorífico. Llenó los vasos casi hasta el borde y regresó al salón.

Le dio uno a Paola, se sentó a su lado y dio un largo trago.

—Ahora ya estoy listo.

—¿Para qué? —quiso saber Paola antes de beber un traguito de señorita.

—Para lo que sea que tengas en mente. Tu idea de adónde podría ir y dónde dispondría de una embarcación.

Ella posó la copa casi intacta en la mesa y se recostó a su lado.

—Pues al chalet de la zia Costanza —respondió, como si fuera lo más obvio del mundo—. Bueno, supongo que es más bien una casa de campo.

Brunetti se tomó un momento para tratar de recordar a la tía Constanza, y al final lo consiguió: una prima de su suegro que se había casado y enviudado multitud de veces, y tenía un hijo y una gran cantidad de propiedades en tierra firme, en Venecia y en las islas circundantes.

A lo largo de los años había oído hablar de apartamentos, de algún que otro palazzo y de unas cuantas tiendas, pero no se acordaba de ninguna casa de campo.

—¿Dónde está?

—En una punta de Sant’Erasmo. Es una casa con terreno.

Hacía tanto tiempo que pertenecía a la familia Falier que ya no se le escapaba la necesidad de aclarar expresiones como terreno o, como había oído mencionar en el pasado, unos cuantos apartamentos.

—¿Está vacía?

—Más o menos —respondió Paola—. El guardés y su familia ocupan la otra vivienda de la finca y siempre tienen la casa lista para recibir a cualquiera que la zia envíe a pasar una temporada.

—Tal como lo cuentas, parece el lugar perfecto para una cura de reposo —comentó Brunetti con una sonrisa en la cara.

Bebió unos sorbitos de spritz, dejó el vaso medio vacío junto al de Paola y asintió.

—¿La casa es muy grande?

Ella recostó la cabeza en el sofá y cerró los ojos.

—Cuando iba al colegio, casi todos los veranos me enviaban allí unas semanas, y entonces me parecía enorme. Los campos de alrededor eran como una alfombra de alcachofas.

—¿Por qué te mandaban allí? —preguntó Brunetti.

—Mi padre pensaba que me iría bien saber cómo era la vida en una granja.

—¿Como a María Antonieta?

Paola tuvo la cortesía de reírse. Abrió los ojos y lo miró.

—Supongo que sí. Quería que viese cómo vivía y trabajaba la gente corriente.

—¿Y lo viste?

—Bueno... —vaciló Paola—. Las alcachofas más o menos se cuidaban solas y crecían sin ayuda de nadie.

—¿Y tú qué hacías?

—Pues iba a nadar y me tumbaba en el sofá a leer.

—¿Y después?

—Después llegaba el momento de volver al colegio.

Se llevó la mano a la frente como si hubiera recordado algo.

—De eso hace más de treinta años —dijo, y agitó la cabeza como si quisiera aclarar las ideas—. Dios Santo, parece una eternidad.

—¿Has ido alguna vez más?

—Sí, una. Estuve allí una semana, durante el verano del tercer curso de la universidad.

—¿A qué fuiste? —preguntó Brunetti.

Ella se volvió hacia él y lo miró.

—A algo parecido a lo que tú quieres hacer: mirar el agua sin estar rodeada de ruido.

—¿Te sirvió de algo?

Ella lo miró un buen rato antes de contestar.

—No tanto como conocerte en la biblioteca de la facultad unos meses después.

—Ah.

Brunetti no se permitió decir nada más.

Después de que ambos dejasen —sin duda por motivos distintos— que la interjección de Brunetti se disipase, retomaron la cuestión de la casa de la zia Costanza. La casa de campo, según le explicó Paola, era una de las más antiguas de la isla y la había construido en el siglo XVIII la rama de la familia Falier a la que Costanza pertenecía, como refugio del calor infernal y del aire pestilente del verano veneciano. Sin embargo, la inundación de 1966 les enseñó que no había dónde guarecerse del agua, que llegó hasta el primer piso y lo destruyó todo menos las paredes y el tejado. La zia Costanza, como prueba de que era capaz de dominar el arte de perder, se deshizo de todo lo que se había estropeado, limpió lo que había sobrevivido y esperó la llegada de la primavera para empezar a secar la casa. Hicieron falta dos años para llevar a cabo la restauración, en la cual se dejó el exterior intacto y el interior se convirtió en el hogar confortable donde la joven Paola se alojaba mientras se familiarizaba con la vida campestre. Desde entonces, era ofrecida a los miembros de la familia como residencia de veraneo.

—¿Hay alguien allí ahora? —preguntó Brunetti.

—No, sólo el guardés. Lleva allí una eternidad, aunque cuando yo iba de joven él aún no estaba y sólo lo he visto una vez. La verdad es que imponía mucho, pero dicen que es de su total confianza. Vive en la casa del jardinero, en la parte trasera de la finca, con su hija y la familia de ella.

—Tu zia Costanza debe de tener noventa años, ¿verdad? —recordó Brunetti.

Paola se echó a reír.

—Esa rama de la familia es indestructible. Tiene noventa y seis, y vive en Treviso con su hijo Emilio, que ya pasa de los setenta. Según me cuenta él, sale todos los días a pasear sola. Lleva bastón, pero dice que sólo es para pegar a los perros que se le acercan demasiado.

—¿Y se ocupan de la casa aunque nadie viva allí?

—Según Emilio, sí. Davide llevará allí unos veinte años. —Antes de que él pudiese hablar, continuó—: Emilio me llama todos los años para preguntarme si quiero ir. Dice que no le gusta verla vacía todo el tiempo.

—¿Crees que habla en serio? —preguntó Brunetti, a quien incomodaba sentirse en deuda con la familia de su esposa.

—Yo leo libros, Guido, no mentes. No es que me suplique que vaya, pero me ha preguntado si me gustaría ir contigo y con los niños más veces de las que podría contar. Y siempre que le digo que estamos ocupados, contesta que ya me lo preguntará otra vez. Y lo hace.

—Pues parece que quiere que vayamos.

Paola cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en el sofá el rato suficiente para dar un buen suspiro antes de incorporarse para hablar.

—Supongo que no servirá de nada que te recite las palabras de la ceremonia nupcial, ¿verdad?

—¿Las que hablan de estar unidos en un único corazón y un alma? —dijo Brunetti.

—Esas mismas.

—Si no recuerdo mal, en la ceremonia no se especificó que el marido tuviera derecho a pasar unos días en una casa que le hubiesen ofrecido a su esposa.

El tema siempre lo había preocupado tanto que sólo podía hablar de ello en broma.

—Guido —dijo Paola con el tono que él reconoció como el que usaba para lidiar con sus inseguridades de carácter social—, también tenemos un contrato legal según el cual las propiedades son de ambos, si me permites que deje de lado la poesía de la boda. Todo es de ambos. Así que deja de preocuparte tanto por aceptar la oferta de Emilio.

Paola miró el reloj y cambió de tema.

—Creo que tenemos más posibilidades de sobrevivir si comemos en la terraza, ¿no te parece?

Sus hijos iban a almorzar con los abuelos, y eso propició que Paola resolviese que hacía demasiado calor para cocinar. En consecuencia, tomaron una insalata caprese con el aceite de oliva que habían traído de la Toscana el otoño anterior. Brunetti se quejó de que ya no había manera de encontrar pan bueno en la ciudad, mientras Paola movía por el plato las hojas de basilico que había cogido de la maceta de la terraza. Al final, posó el tenedor.

—Esto no me había pasado nunca, pero tengo demasiado calor para comer —admitió.

Miró el plato de su marido, donde los trozos de mozzarella di bufala estaban sudando en un charco de aceite.

—¿Quieres que llame a Emilio? —preguntó con resolución—. No hace falta que escuches la conversación —añadió al ver que él no respondía.

Apartó la silla, entró en el apartamento, y Brunetti se quedó rezongando con una ensalada que no le apetecía comerse.

Al cabo de un momento, oyó la voz de Paola por la ventana abierta del despacho. Recogió los platos, los llevó a la cocina, los dejó en la encimera y fue al dormitorio a por la Historia natural de Plinio, un libro que hacía mucho tiempo que quería leer.

Estaba llegando al final de la dedicatoria lisonjera al emperador Vespasiano, avergonzado por que un escritor que él admiraba tanto fuese un adulador de tal categoría, cuando Paola apareció en el salón y se sentó delante de él.

—Ya está todo solucionado —anunció—. Emilio va a llamar a Davide para decirle que llegarás mañana o el jueves y que te quedarás unas semanas. Dice que en la casa hay cualquier cosa que puedas necesitar, y la hija de Davide pondrá sábanas limpias en la cama y se asegurará de que haya suficiente comida en la cocina.

Brunetti, que pensaba que lo que a él le hacía más falta en la cocina era Paola, se abstuvo de decirlo por miedo al grito con el que ella reaccionaría a semejante comentario.

—¿Qué harás tú?

—Quedarme en mi casa, con nuestros hijos, y seguir con mis asuntos.

—¿Como por ejemplo?

—Leeré los libros que me reservo para el verano, prepararé las clases del próximo trimestre, escucharé a mis hijos y hablaré con ellos, los alimentaré, visitaré a mis padres, leeré.

Dibujó una sonrisa ante la simplicidad de la lista.

—¿Y eso no puedes hacerlo en Sant’Erasmo?

—Supongo que la mayoría de las cosas sí, pero eso implicaría convencer a los críos de acompañarnos.

—¿Crees que no querrían ir? —preguntó Brunetti.

Reflexionó sobre lo que sabía de la isla y se dio cuenta de que los chicos estarían aislados en un rincón donde no conocían a nadie, con dos únicos pasatiempos: nadar y remar. Estarían enclaustrados en una casa con la compañía de sus padres.

—Quizá lo mejor es que vaya solo —concluyó antes de que Paola respondiese.

Sin esperar a que ella dijese nada más, miró el libro, lo levantó y leyó en voz alta lo que Plinio le había escrito al emperador:

Soy plenamente consciente de que, dado que cuenta con la condición social más alta y tiene el don de la más espléndida elocuencia y la inteligencia más consumada, incluso aquellos que acuden a presentarle sus respetos lo hacen con auténtica veneración.

Apartó la mirada de la página para ver su reacción y la descubrió boquiabierta junto a la puerta, así que fue a un parágrafo anterior:

El alcance de su prosperidad tampoco ha producido en su persona cambio alguno, salvo para otorgarle el poder de hacer el bien hasta colmar todos sus deseos de bondad. Y si bien dichas circunstancias no hacen sino acrecentar la veneración que los demás le profesan, en lo que a mí respecta me han envalentonado hasta el punto de buscar una cercanía muy superior.

Esa vez la miró y enarcó las cejas con aire interrogante, habiendo decidido ahorrarle el servilismo repugnante de la frase siguiente: «Qué fertilidad de ingenio la vuestra».

—¿Eso qué es, el prefacio de la carta a Patta para pedirle la baja? —preguntó Paola cuando se hubo repuesto del asombro.