E1 avión volaba hacia Madrid, para hacer corta escala y continuar a Sevilla.
Jaly fumaba entretanto leía la prensa del día. A su lado Matilde se limitaba a mirar en torno sin demasiado entusiasmo.
Jaly pensaba que Matilde no tenía mucha conversación, y en dialéctica estaba perfectamente bien, pero la recortaba de tal modo que era capaz de pasarse en silencio horas.
Tampoco eso la pillaba de sorpresa. La discreción y Matilde eran casi la misma cosa.
Para comprarle ropa en una boutique de Ginebra hubo de recurrir a toda su persuasión. Matilde lo aceptaba todo, pero no era fácil saber si le agradaba o no, así que terminó por vestirla como le gustaba a ella. Moderna y bien.
No necesitó llevarla a la peluquería. Tenía un pelo rubio, liso, natural, que peinaba con sencillez y le tapaba parte de la mejilla.
Unos ojos azules enormes y muy expresivos.
Jaly pensaba que Matilde no necesitaba hablar demasiado para hacer saber lo que pensaba, le gustaba o le disgustaba. Sus ojos hablaban por ella.
Alta y delgada, resultaba muy fácil vestirla y además tenía una elegancia propia y una clase que sin duda adquirió a través de doce años de internado o quizá, pensaba para ser justa, nació con ella.
Le había ofrecido fumar y Mat (ella siempre la llamaba así) le dijo sencillamente que nunca había fumado y no le interesaba aprender.
—Vivirás en una enorme finca. Ya no te acordarás de ella.
Las frases de Jaly rompieron un poco el silencio existente.
Mat dio una cabezadita.
—Poco.
—¿Recuerdas si te agradaba vivir allí?
—No demasiado.
—Tampoco has conocido nunca a Carlos Estévez.
Meneó la cabeza denegando.
Lo lógico, pensaba Jaly, sería que le preguntase quién era, pero Mat mantuvo los labios sellados.
Eran rojos y húmedos y no los había querido pintar cuando en la boutique le cambiaron el uniforme impersonal por aquellas ropas que parecían (cosa rara) haber estado siempre sobre su cuerpo. Es decir, pensaba Jaly, que tiene estilo.
Que es agradable, que todo le sienta bien.
—Carlos Estévez es ahora el dueño de la finca y todo el patrimonio.
—Ah.
—Perteneció a su abuelo y fue pasando de padres a hijos, pero como resulta que tu abuela no los tuvo...
—No era mi abuela —dijo Mat sin atormentarse.
Jaly dio una cabezadita.
—Pero se comportó como si lo fuera.
—Cierto.
—¿Te gusta el campo o no te gusta el campo?
Mat hizo un gesto vago.
—De momento, no sé aún lo que realmente me gusta.
—No entiendo cómo has pasado en un convento doce años y no has estudiado una carrera.
—La abuela Inés lo decidió así.
—Pensaba con los pies, Mat. Yo con mis cuarenta y dos, a los veinte escasos ya era veterinario —sonrió apenas como si pretendiera darle confianza a Mat—. En aquella época estudiar una mujer y encima una carrera era un desafío social. Pero a mí me gustaba desafiar.
Matilde la miraba algo sonriente.
—Has hecho bien, Jaly.
—¿Y por qué tú no te rebelaste?
—Hay situaciones que te obligan y té sujetan. Yo aprendí idiomas. Domino cuatro.
Jaly casi dio un salto.
—¿Tantos?
—Sí. Y los escribo y leo correctamente.
La azafata decía por el micro que dejaran de fumar y se abrocharan los cinturones. Que el avión se detendría en los vuelos internacionales veinte minutos y que continuarían hacia Sevilla.
—Allí tengo el auto —murmuró Jaly—. De Sevilla a la finca hay unos quince kilómetros; por la autopista se llega en menos de un cuarto de hora sin apurar el acelerador. —Y sin transición—: ¿Sabes conducir?
—No.
—Y además de los cuatro idiomas, ¿qué más cosas sabes?
—Pinto, toco el piano bastante bien, tengo la carrera de piano, pero no me gusta demasiado. Monto a caballo y sé llevar una conversación discreta y elegante en una reunión.
Jaly pensó que todo eso lo aprendía una dando patadas por la vida y que no hacía falta para saberlo encerrarse en un convento doce años interminables.
—Las monjas dicen que no tienes vocación de monja.
Matilde distendió los labios en una sutil sonrisa.
—Tengo vocación de madre, de esposa.
Jaly se asombró.
—¿Sí? —interrogó casi divertida.
—Me gustan los niños —le explicó Mat con brevedad—. Últimamente el convento se iba abriendo a la vida moderna y montaron una guardería. Yo era la encargada.
—Es decir, que si quisieras te hubieras podido quedar en Ginebra trabajando de puericultora.
—Sí.
—Pero has preferido otra cosa.
El avión aterrizaba y se pegaba a los vuelos internacionales.
—¿Quieres bajar? —preguntó Jaly—. Si te apetece estiramos las piernas.
—Bueno.
Salieron y dieron paseos por el aeropuerto internacional.
—Si se te antoja algo para comprar, aquí todo es más barato.
—No necesito nada.
Jaly se fijaba en que miraban a Matilde.
Los hombres en particular.
Era una chica que sin ser guapa tenía algo que llamaba la atención.
Su pelo, su esbeltez, sus ojos...
Cuando veinte minutos después se acomodaron en el avión y aquél remontó vuelo, Jaly dijo:
—Los colonos tienen hijos y siempre nos faltan maestros.
—¿Sí?
—Como te gustan los niños... Hay una escuela y la maestra falta cada dos días.
—La supliré si no os importa.
—Nos encantará.
—¿Te importará vivir con unas personas que no conoces?
Matilde la miró desconcertada.
—A ti te conozco y te aprecio.
—Lo sé, hijita, lo sé. Pero yo allí soy una trabajadora.
—Yo también lo seré. Si no me gusta vivir en el campo te lo diré. Yo no suelo mentir nunca.
—Pero te puedes sacrificar sin necesidad.
—A ti te diré la verdad.
Jaly se calló porque entendía que Matilde era así, como era y a ella le gustaba cómo era Matilde.
Cuando más tarde el avión tomó tierra, descendieron las dos. Jaly no portaba más que un maletín de viaje y Matilde otro algo mayor, de una tela de colores agabardinada.
Ya en el auto, Jaly, al volante, comentaba tomando la autopista.
—Desde mañana te enseñaré a conducir. En el campo sin auto, no se hace nada. Además a una le gusta trasladarse a Sevilla. Es una ciudad divina, llena de flores y limpieza.
* * *
Carlos había tomado sus deberes en serio.
La finca rendía mucho, producía buenas aceitunas y mucha uva, amén del trigo y la patata.
Estaba harto de recorrer el mundo, de vivir y de gozar.
Aquel trabajo en la finca al aire y al sol le tonificaba.
La verdad es que él nunca deseó la muerte de la anciana para hacerse con aquel patrimonio.
Pero puesto que había muerto y heredaba todo el imperio como Ingeniero Agrónomo y como trotamundos cansado, el campo era casi, casi un sedante.
No se hallaba en el gran palacete cuando retornó Jaly con la interna.
Pero sí vio el auto bajo el cobertizo y apresuradamente se perdió en la casa y buscó a la veterinario.
La topó en el salón sirviéndose un refresco y aún con ropas de viaje.
Carlos la admiró toda la vida y reconocía que pese a las duras faenas, a los partos de las vacas y a los contratiempos de los toros de lidia, Jaly era una persona muy femenina y tenía una elegancia natural que no se desprendía nunca de ella aunque usara su lenguaje abierto y desenfadado.
Porque Jaly era persona de este mundo.
Moderna, enterada y desdeñando represiones y morbosidades.
—Ya estás aquí—miraba en torno—. ¿Y Matilde?
—Ah, hola, Carlos. ¿Qué tal andas? ¿Cómo te las arreglas?
Venía sudoroso.
Su camisa a cuadros se le pegaba al cuerpo.
Su pantalón de pana y sus leguis debían de producirle un calor insoportable y eso que en la casa funcionaba el aire acondicionado.
Se fue a mover el termostato farfullando:
—Bien, pero afuera se asa uno. Esto está poco frío.
—No me hieles, Carlos.
—¿Dónde está la chica?
—Luego la conocerás. Es muy atractiva, ¿sabes?
—Eso ya me lo has dicho más veces.
—Hemos venido hablando en el avión —se servía otro refresco—. Lo poco o mucho que habla Matilde, que no es precisamente demasiado. Domina cuatro idiomas.
Pensó que iba a asombrar a Carlos, pero éste comentó tranquilamente:
—Después de doce años en un convento internacional, es lo menos que podía saber.
—Dice que su vocación es la de madre y esposa.
Eso sí desconcertó a Carlos.
—¿Sí?
—Eso dijo. Y yo le propuse ocuparse de la escuela cuando falta la maestra. Y a propósito de ésa, ¿por qué diablos toleramos que desaparezca cada dos por tres?
—Porque no a todas les gusta el campo y se van de fines de semana de cinco días.
—No estoy para gracias tontas, Carlos.
—Perdona. Quiero decir que tal vez consideran que una vez a la semana es más que suficiente sacrificio para ellas.
—Pues lo mejor es darle a Matilde la escuela en propiedad.
—¿Pero es maestra?
—¿Y que importa? Esto te pertenece y nadie te obliga a que busques una maestra cualificada. Una maestra por vocación y gustándole los niños, puede ser más importante, digo yo.
—¿Y quiere ella?
—¿No te digo que le encantan los críos? Estuvo últimamente a cargo de la guardería del convento.
—Hablaremos con ella sobre el particular.
Se oían pasos y Jaly dijo siseante:
—Me parece que viene ahí.
Carlos se miró todo aturdido.
No era presumido, pero tenía pinta de labriego y el sudor casi le empapaba el pelo negro y la camisa.
—¿Sabe que lo he heredado yo todo?
—Supongo. No hablamos de eso en profundidad, pero por lo poco que dijo no lo ignora.
—¿Y se quedará aquí?
—Pregúntaselo a ella.
Matilde aparecía en el salón mirando aquí y allí. Al ver a Jaly se le alegraron los ojos.
—Me gusta el cuarto —dijo con voz armoniosa.
—Me alegro, Mat. Mira, te presentó a Carlos Estévez. De momento vive con nosotros.
Ella volvió la cara y sus ojos azules tropezaron con los de Carlos.
—Hola —dijo avanzando y estirando la mano.
Carlos, algo aturdido, limpió la suya en el pantalón de pana antes de asir los dedos femeninos.
—Hola, Mat. Espero que te encuentres aquí mejor que en el convento.
—Gracias. Eso espero.
—¿Quieres tomar algo?
—No gracias. Daré una vuelta por el campo.
—Si me esperas, me daré un baño, me cambiaré de ropa y te acompaño.
—No te preocupes —dijo ella sonriente—. Prefiero captar la hermosura del campo en soledad.
Con otra media sonrisa, se alejó a paso corto.