Un café cercano al Arco de Triunfo. Yo estaba sentada al fondo a la izquierda, detrás de la barra. No estaba leyendo, no decía una palabra, no le sacaba brillo al móvil, esperaba a Julie.
Mi compañera de piso, la que curra en el BNP (ella dice BNP Paribas) y calcula, muy aplicadita ella, todo lo que se puede dividir entre las tres (alquiler, gastos, aguinaldos, tarifas planas, propinas, pastillas de detergente, calendario de pared, rollos de papel higiénico, gel de ducha, felpudo y demás lindezas que os ahorro).
Habíamos quedado ese viernes a última hora de la tarde en un café cerca de su trabajo.
Me tocó un poco las narices tener que cruzarme París de una punta a otra porque a ella le daba la gana, pero sabía que tenía que coger un tren, y al fin y al cabo yo era la más..., cómo diríamos..., la menos atareada de las tres.
Julie tenía que darme sus dos tercios de pasta para el marrullero de nuestro contratista, con el que yo había quedado al día siguiente por la mañana, o sea, un sobre abultadito, o sea, diez mil euros en metálico.
Sí, sí... Qué queréis..., no por nada vivíamos en Versalles.
Había aprovechado esa tarde de pellas para irme de compras —por aquel entonces era aún una morenita de lo más normal, tonta, alegre, superficial y manirrota—, y la esperaba rodeada de bolsas llenas de trapos, accesorios, productos de belleza y zapatos inútiles amontonadas a mi lado en el asiento del café.
Había recorrido kilómetros de escaparates y saboreaba un mojito para recuperarme de tantas emociones.
Estaba molida, sin un céntimo, llena de remordimientos por haber gastado tanto y feliz a la vez.
Las chicas me entenderán.
Julie llegó superpuntual con su trajecito de chaqueta gris clarito. No tenía tiempo de tomar nada, bueno, sí, vale, pero sólo un agua mineral. Esperó a que se alejara el camarero, lanzó unas miradas desconfiadas alrededor y por fin sacó de su cartera de documentos un sobre y me lo entregó con ese aire apenado que ponen todos los banqueros cuando no tienen más remedio que darte un poquito de dinero.
—¿No te lo guardas en el bolso? —me preguntó preocupada.
—Sí, sí. Claro. Perdona.
—Es que lo que hay en ese sobre no son cuatro perras...
No se quedó muy tranquila al verme remover como si nada mis hojitas de hierbabuena.
—Oye, tendrás cuidado, ¿verdad?
Asentí con gravedad (la pobre, si ella supiera, como si me fuera a marear por tomarme tres dedos de ron con lima...) antes de guardarme su pasta en el bolso, que me dejé en el regazo para que se quedara tranquila.
—Todo en billetes de cien... En un primer momento los había puesto en un sobre del banco, pero luego he pensado que era poco discreto. Por el logo, ¿sabes?... Así que lo he cambiado.
—Has hecho bien —contesté, asintiendo con la cabeza.
—Además, habrás visto que no lo he cerrado, para que puedas añadir tu parte...
—¡Perfecto!
Y, como no se relajaba:
—Venga, Julie, tía... Ya está bien... —suspiré, colgándome el bolso en bandolera—. ¡Mira! ¡Parezco un perro san bernardo! Le daré su dinero al sinvergüenza de Antonio. Estate tranquila.
Hizo una muequita con la boca, una sonrisa o un suspiro, no sabría deciros, y acto seguido se puso a examinar la cuenta.
—Déjalo, invito yo. Hala, vete, que vas a perder el tren. Dales recuerdos a tus padres de mi parte y dile a Pauline que ha llegado el paquete que estaba esperando.
Se levantó, lanzó una última mirada angustiada a mi viejo bolso, se ajustó el cinturón de la gabardina y se marchó, como a regañadientes, a pasar el fin de semana en casita con sus papis.
Sólo después, en ese café cerca del Arco de Triunfo, sentada al fondo, etcétera, busqué el móvil. Marion me había dejado un mensaje, quería saber si al final me había comprado el vestidito azul tan mono que habíamos visto juntas la semana anterior, cómo andaban mis números rojos y si tenía plan para esa noche.
Le devolví la llamada, y nos reímos un montón. Le describí mi botín con todo detalle: no me había comprado el vestidito azul pero sí unos tacones de caerte de espaldas, unas horquillas superbonitas y una ropa interior que te mueres, sí, tía, un sujetador como los de Eres, con las copas así y los tirantes asá, unas braguitas preciosas, que no, que no, te lo juro, nada caras, y preciosas, de verdad, de esas supersexis con puntillitas, y blablablá y jijijí y jajajá.
Después le describí la pinta de estreñida de mi compañera de piso, la historia del sobre sin logo y cómo me había tenido que colgar el bolso en bandolera, en plan monitora de los scouts de Francia, para que se quedara tranquila, y, claro, con eso nos partimos de risa más todavía.
Por fin pasamos a hablar de cosas serias, a saber: el plan para esa noche, quién iba a venir y qué íbamos a ponernos. Sin olvidar pasar revista a todos los machos jóvenes que quizá vinieran y su perfil detallado: kilometraje, estado de los neumáticos, estado civil e informe de competencias y fiabilidad.
Tanta charla me dio sed, y me pedí otro mojito para aguantar el tipo hasta la noche.
Pero ¿qué estás masticando?, se extrañó mi amiga de repente. Hielo picado, le confesé. Huy, ¿cómo puedes?, replicó horrorizada, y yo hice un comentario tonto de fuerte connotación sexual sobre la ventaja de que te gustara masticar hielo en según qué circunstancias de la vida.
Estaba fardando, claro. No era más que una tontería que había leído en una novelita medio porno de esas que les gustan a los chicos. La solté sólo para hacer reír a mi amiga del alma y enseguida la olvidé, pero unos días más tarde la recordaría y me sumiría en un espanto terrible.
Más adelante veremos por qué.
Marion colgó por fin, dejé un par de billetes sobre la mesa, recuperé mi impedimenta y, sólo cuando fui a coger el llavero para quitarle el candado a la bici, se me cayó el alma a los pies.
Tenía todo lo demás, los zapatos, las cremas antiarrugas y las braguitas de lunares, pero me faltaba lo único que de verdad importaba: el bolso.
Mierda, murmuré, seré imbécil... Y deshice el camino andado a todo correr insultándome sin parar.