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TRAS LA PISTA DE TOBY

 

 

 

El coche se detuvo ante una tapia de piedra alta tras la que asomaban frondosas copas indicativas de haber tras ella el anchuroso y bien cuidado jardín de una mansión. Nos encontrábamos en una calle, empinada y solitaria, del distinguido y por mí apenas hollado barrio de Pedralbes. A uno y otro lado, la calle estaba flanqueada de idénticas tapias, celadoras de idénticos jardines y mansiones, y acababa en la parte superior de la cuesta ante la puerta de entrada de un parque público. El conductor apagó el motor y en el interior del vehículo reinó un silencio sólo interrumpido por las voces de los dos agentes, una de las cuales tenía un timbre grave y la otra agudo, lo que daba una vivacidad a la perorata que no sé cómo transcribir.

—Aquí, en el número 9 de esta calle, defendido por esta tapia de miradas profanas —empezó diciendo uno de los agentes mientras señalaba con el pulgar la tapia—, se encuentra la mansión Los Carlitos, residencia de don Carlos Linier, propietario de electrodomésticos Linier y Fornells, hombre de ilustre cuna, preeminencia social y considerable fortuna. Casó don Carlos siendo mozo con mujer de rancio abolengo y menguados caudales, llamada Carlota, de cuya unión nacieron tres varones, bautizados respectivamente Carlos, Charles y Karl, como corresponde a personas políglotas de escasa imaginación. Hará unos diez años, la relación matrimonial se vio alterada por causa natural y razonable: el señor Linier se lio con una chavala de veinte que, casualmente, también se llamaba Carlota. Instado por ésta a regularizar la situación y como por entonces todavía no existía el divorcio en España, el señor Linier interpuso demanda de anulación eclesiástica alegando conducta inmoral y escandalosa de uno de los cónyuges, en este caso la del propio demandante. Al punto fue disuelto el vínculo con efectos retroactivos, quedando exonerado el señor Linier de toda obligación para con su hasta entonces esposa, ahora simplemente fulana, la cual, repudiada por la sociedad, abandonada de familiares y amigos y sin blanca, fue hallada muerta poco tiempo después de pronunciada la sentencia, en una sórdida pensión del Barrio Chino, en circunstancias que hacían sospechar suicidio, pues se halló en la mesilla de noche una nota dirigida a su marido que decía: «Pendejo».

Tomó en este punto el otro agente el hilo del relato en los siguientes términos:

—Despachada la difunta y casado de nuevo el señor Linier con la segunda señora Linier, ahora la primera, continuó como si nada la vida en Los Carlitos, convertida la mansión en escenario de una animada vida social, lugar de encuentro de magnates, dignatarios, intelectuales, artistas y deportistas de élite, que acudían atraídos por el encanto arrollador de la nueva señora Linier y por la suntuosidad y animación de los eventos. Sólo enturbiaba la alegría de la casa la presencia de los tres hijos de la anterior unión, ahora bastardos, que no ocultaban el odio que les inspiraba su madrastra, la cual se lo devolvía con creces, sin escatimar insultos y humillaciones, tanto en privado como en público. Pese a ello, los tres hijos de don Carlos seguían y siguen viviendo en el domicilio familiar, en parte porque ninguno de los tres pega sello, y en parte porque, según rumores no confirmados, la cruel madrastra se entiende con uno de los tres a espaldas de su marido, sin que sepa con cuál.

—Ya ves tú qué panorama —concluyó el primero de los agentes.

—Con estos ingredientes y un poco de talento, se podría escribir una novela de Agatha Christie —apuntó el otro.

—O una miniserie —sugirió el anterior.

Hice ademanes de asentimiento mientras trataba de memorizar unos datos que juzgué vitales para esclarecer los entresijos del crimen. Cuando hube organizado mentalmente aquel turbio organigrama, y como mis acompañantes no agregaran ningún elemento nuevo a una trama tan clásica como sugestiva, pregunté:

—¿Y quién es el muerto?

Los dos agentes me miraron fijamente, se miraron entre sí, bajaron las ventanillas y echaron por ellas sendos escupitajos sincronizados. Luego exclamaron al unísono:

—¿Tú deliras o qué te pasa? Aquí no hay muerto que valga.

—Entonces, ¿yo qué pinto?

—Toma nota: la actual señora Linier tiene un perrito. Anoche una criada lo sacó a pasear y se le escapó. Desesperada, la señora Linier llamó al ministro de Defensa y éste a nosotros.

—Con gusto nos haríamos cargo del caso, pero esta misma mañana alguien ha asesinado a una chica en el barrio de San Gervasio y hemos de ponernos a investigar. Mal asunto: un crimen sin móvil aparente. Al parecer la víctima era una modelo. Joven, guapa, ligera... Esas chicas siempre se meten en líos y a menudo acaban mal —dijo el primero de los agentes.

—Pero todo esto a ti no te concierne —se apresuró a agregar el segundo—. Tu misión es encontrar al perrito y devolverlo sano y salvo a su dueña. Si lo haces antes del anochecer, te darán de merendar y contarás con la gratitud efímera y seguramente rácana, pero nunca desdeñable, de gente influyente. De lo contrario, te moleremos a palos antes de devolverte al loquero. Tú verás.

—¿Dónde se produjeron los hechos? —pregunté resignado.

—El perro se perdió en el parque que hay al final de esta calle. Lo más probable es que aún esté escondido ahí. Será un mimado, incapaz de buscarse la vida. De acuerdo con el retrato robot enviado por los expertos, es pequeño, marrón y se llama Toby.

Desbloquearon las puertas, abrí, salí y, sin mediar fórmula de cortesía, eché a andar calle arriba en dirección a la entrada del parque, constituida por un muro de piedra y una verja de hierro alta, rematada por aguzados pinchos. Un letrero indicaba que la verja se cerraba al oscurecer. Ahora estaba abierta de par en par.

Llevaba recorridos unos metros cuando oí al coche arrancar, maniobrar y paulatinamente perderse el ruido del motor en la lejanía. Entonces me di la vuelta: en la calle vacía sólo se oía el piar de los pajaritos y el susurro del follaje mecido por la suave brisa de que gozan los barrios donde vive la gente acomodada. Dirigí nuevamente mis pasos hacia el parque, llegué a la puerta y la crucé. Una escalinata conducía a un primer nivel o planicie, destinada a la infancia y sus juegos inocentes, dotada de columpios, balancines y toboganes y alfombrada de cagarrutas, botellas rotas y jeringuillas. Luego un sendero ascendía serpenteando hasta una segunda planicie que constituía el parque propiamente dicho, con extensos parterres, sinuosos senderos y multitud de árboles que con su noble función clorofílica hacían del conjunto ornato del paisaje, bálsamo del espíritu y amigo de los pulmones. Desde aquel promontorio el visitante podía contemplar la conurbación de Barcelona, el puerto y los barcos atracados en las dársenas, las playas luminosas, los hacendosos complejos fabriles y, más allá, los fértiles campos de labor, los abigarrados bloques de viviendas baratas y la plácida y guarra desembocadura del río Llobregat. En el mar centellaba el sol, ya alto. Dediqué dos segundos a saborear el espectáculo y otros dos a considerar la conveniencia de deshacer el camino tan deprisa como me lo permitieran las piernas hasta llegar al núcleo urbano y perderme en el laberinto de insalubres callejas y oscuros rincones donde no se ve ni se oye ni se comenta lo que allí sucede. Pero no lo hice. No tenía sitio a donde ir ni persona a quien recurrir ni una triste peseta en los bolsillos. En estas condiciones muy poco le costaría a la policía dar conmigo y entonces se extinguiría para siempre la posibilidad de ver mi caso reabierto, mi condena revocada, mi libertad recobrada y mi honor restablecido. Por el contrario, si encontraba al perrito y lo restituía a su dueña, seguramente me darían una gratificación suculenta con la que podría, bien agilizar el lento curso de la justicia untando a quien procediere, bien darme el piro con un poco de parné en la faltriquera. Y si al caer la tarde no había encontrado al perro, siempre estaba a tiempo de darme a la fuga al amparo de la escasa luz crepuscular.

En los barrios ricos la actividad no empieza de madrugada. Debían de ser las diez y en el parque no había un alma, salvo la mía, algo pocha por no haber desayunado. Me congratulé de aquella soledad, que favorecía mi búsqueda, pero no podía perder tiempo si no quería que la afluencia de visitantes la obstaculizara. Di por buena la teoría del agente respecto de la apocada idiosincrasia de un perrito faldero y me puse a recorrer los vericuetos del parque, hurgando entre los arbustos y escudriñando posibles escondrijos, mientras repetía en tono melifluo:

¡Toby! ¡Toby!

Al cabo de una hora sólo había conseguido pincharme y rasguñarme y meter el pie en un estanque cubierto de nenúfares.

Empezaba a perder la fe en el método elegido cuando vi venir hacia mí por un sendero a un hombre de mediana edad vestido con ropa deportiva que a todas luces participaba en una carrera, si bien no parecía tener competidores ni prisa por coronar la meta. Me interpuse en su camino para preguntarle si había visto un perro y él, al advertir mis intenciones, me hizo señas enérgicas para que me apartara. Así lo hice y pasó por mi lado sin aminorar ni incrementar el ritmo de su trote. Supuse que sería un orate y proseguí la búsqueda. Al cabo de muy poco rato vi venir a otro corredor que actuaba del mismo modo, pero en dirección opuesta a la del corredor anterior. Sin tratar de detenerle, le pregunté qué hacía.

—Footing —respondió.

En aquellos años se había impuesto la moda de correr solo y, a decir verdad, algo de eso había llegado a mi conocimiento en el sanatorio, pero nunca había tenido ocasión de contemplar de cerca el fenómeno y menos aún de practicarlo, toda vez que entre mis compañeros de reclusión no gustaban los deportes que no incluían un rival al que vencer a bastonazos.

Pensando que podía sacar partido de aquella insólita afición, me protegí de la curiosidad ajena tras un seto y me quité los pantalones. Los calzoncillos habían sido blancos en sus orígenes, pero sucesivas lavadas y otras desventuras los habían vuelto de un color gris marengo que les permitía pasar por prenda deportiva. El resto de la indumentaria no gozaba de la misma prerrogativa. Pero no tuve tiempo de reflexionar sobre el particular, porque apenas había ocultado los pantalones entre la fronda cuando hizo su aparición un tercer corredor. Lo dejé pasar y le di alcance a grandes zancadas.

—¡Me encanta el footing! —exclamé mientras trataba de ajustar mi velocidad a la suya.

—¡Y a mí! —repuso el corredor con voz entrecortada—. ¿Cuántas millas llevas?

—Ciento veinte —dije al albur, porque no estoy puesto en equivalencias—, y habría hecho más si no se me hubiera interpuesto en el camino un perrito. ¿Usted no habrá sufrido una incidencia similar, por un casual?

—No.

—Pues aquí me quedo.

Paré a recuperar el aliento. La misma operación se repitió dos veces más. El cuarto corredor era un hombre gordo y apoplético que tampoco había encontrado un perro en su esforzado recorrido. El quinto era una chica joven. Como llevaba una camiseta ajustada y el paso ligero imprimía una acentuada oscilación a sus melones, no me enteré de nada de lo que me dijo. El que vino a continuación me halló derrengado. Las zapatillas de fieltro se habían resentido de la fricción y los dedos de los pies asomaban impertinentes por las rasgaduras, y la goma de los calzoncillos se había dado y me veía obligado a correr sujetándolos con una mano. Eso por no hablar del nimbo de sudor, babas, mocos y otros jugos que me circundaba.

—¡Me encanta el footing! —acerté a farfullar.

—¿Y a mí qué? —respondió.

—¿No habrá visto un perro que me ha impedido hacer más millas?

—Sólo he visto uno pequeño atado con una cuerda.

—¿A un poste de la luz?

—No. Al conjunto escultórico.

Se me cayeron los calzoncillos y a renglón seguido me caí yo. Cuando me incorporé, mi interlocutor se había perdido en una revuelta del sendero. Escupí la grava que se me había metido en la boca y decidí ir a comprobar si el perro del conjunto escultórico era el que yo buscaba.

No me costó mucho encontrar ambos objetos. El conjunto escultórico era un monumento formado por tres bloques irregulares de hormigón y una placa de bronce que rezaba:

 

EL 8 DE MARZO DE 1980

EL CONSISTORIO MUNICIPAL EN PLENO

INAUGURÓ ESTA ESCULTURA

ORINANDO CONTRA EL PEDESTAL

 

En la parte posterior vi un perro pequeño atado a un saliente con una cuerda. Descartada la hipótesis de que él mismo hubiera intentado ahorcarse, deduje que alguien lo había encontrado vagando por el parque y lo había amarrado para evitar que saliera y fuera arrollado por un vehículo a motor. El perro no llevaba collar y la cuerda era una guita ordinaria. Me acerqué con lentitud y dije:

¿Toby?

Por toda respuesta, el perro abrió la boca y dejó colgar la lengua por un lado mientras agitaba el rabo. Me acerqué más y movió el rabo con más energía. Antes de desatarlo estimé conveniente dejar las cosas claras:

—Mira, Toby —le dije—, tú a mí me traes sin cuidado y aborrezco a los perros, pero estoy en apuros y tú también, de modo que nos trae a cuenta colaborar. Si te portas bien, te devuelvo a tu casa y a cambio doy un paso tal vez modesto pero no insustancial hacia la reapertura del procedimiento judicial cuyos errores de interpretación así como de forma estoy padeciendo.

Pareció escucharme con interés y al terminar mi excurso la lengua le llegaba al suelo. Desaté la cuerda del monumento y eché a andar tirando de ella. Toby me seguía con alacridad. Como primera medida, regresamos al lugar donde había ocultado los pantalones y estuve un rato buscándolos en balde. O alguien se los había apropiado o yo me confundía de arbusto. Se acercaba el mediodía y el parque se iba llenando de mujeres y niños de corta edad, unos en brazos, otros en su cuco o moisés, otros en cochecitos y otros, por último, en precario equilibrio sobre sus pinreles. No podía seguir pasando por atleta ante aquel colectivo, por lo que decidí prescindir de los pantalones y rematar lo antes posible la faena. En menos de tres minutos perro y yo llamábamos al interfono de la mansión de los señores Linier.