CAPITULO PRIMERO

—¿No te sientas?

—No merece la pena. Pasaba por aquí y me dije: “Subiré a ver a Rock”, y aquí estoy,

—Fuma.

Y Rock Kaish, uno de los más ricos financieros de Filadelfia, alargó una caja de grandes habanos.

Mickey Williams tomó uno, lo encendió y fumó con fruición.

—¿Tienes plan para hoy?

Rock arrellanóse en el sillón giratorio y contempló distraído el cigarrillo que bailaba entre sus dedos.

—¿Sabes, Mickey, que estoy un poco cansado de esta vida? Estos días estoy pensando que merece la pena casarse. Uno llega a cierta edad en que se harta de todo.

—A los treinta años, un hombre empieza a vivir.

Rock dibujó en sus labios una sarcástica sonrisa. Era moreno y tenía los ojos azules. Alto y flaco, tenía fama en la alta sociedad de Filadelfia, de ser uno de los hombres más elegantes y mejor vestidos. A decir verdad, a Rock le tenía muy sin cuidado aquella fama. Él no era un vanidoso, ni un presumido. Era serio, hablaba poco y trabajaba mucho. Las “niñas bien” lo deseaban para marido. Los padres, cuando hablaban a sus hijas de encontrar marido, decían por lo regular: “Rock Kaish es el hombre al que debías pescar”. Rock no lo ignoraba, y si bien se dejaba querer, no se dejaba “pescar”.

Descansó la mano en el tablero de la mesa y exclamó:

—A los dieciocho años me senté ante esta mesa, Mickey. Y alterné mis estudios con el trabajo y el amor. Tres cosas que me proporcionaron la experiencia suficiente para sentirme a los treinta años harto de todo.

—Déjate de tonterías y vayamos los dos a pasarlo bien esta noche.

Rock volvió a sonreír sin mover los ojos.

—¿Y cuándo lo pasamos mal, Mickey?

Este relajó la boca en una divertida sonrisa. Era más bajo de estatura que Rock, pero poseía distinción y fortuna, y como el financiero, era codiciado por las niñas casaderas.

—Llama a Anna por teléfono. Que vayan las tres…

Y una pícara sonrisa animaba su anguloso rostro. Rock se apoyó en el respaldo del sillón y comentó:

—Te aseguro, Mickey, que tus hallazgos me van cansando.

—¡Oh, oh! No me vengas ahondando, Rock. ¿A nosotros qué nos importa que no sean demasiado virtuosas? Lo esencial es que lo pasamos bien, no llamamos la atención, las jóvenes de Filadelfia (las que no) interesan —añadió burlón— nos consideran hombres formales, y lo que es mejor, nos ponen de ejemplo.

—Pero no por ello dejamos de ser unos canallitas.

—Las mujeres tienen la culpa —añadió inocentemente el despreocupado Mickey Williams.

Funcionó el dictáfono.

—Míster Kaish —dijo una voz femenina—, mister Loren espera ser recibido. El ingeniero de la nave central pide la nota de la mañana. Mister Walter espera su respuesta. De la compañía eléctrica hemos recibido un aviso urgente.

—Bien, bien. Vayamos por orden. Haga pasar a mister Loren —miró a Mickey—. Ya lo ves, no puedo atenderte.

—¿A qué hora te espero?

—A las once de la noche en Dorado. ¿Los cuatro?

—Los cuatro.

—Perfectamente, amigo. Reservado, ¿no?

—Desde luego. Y sé discreto. No tengo interés alguno en perder mi fama de hombre sesudo y formal.

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Rock Kaish salió de los astilleros con paso firme. Era aquella su visita matinal, que efectuaba a pie como un ingeniero más. Saludaba aquí y allá, y a cada obrero que hallaba en su camino le sonreía con el habitual saludo.

“Buenos días, mister Kaish”. Rock respondía regularmente con una sonrisa afable. A veces nombraba al obrero. Conocía a casi todos aquellos hombres. En vida de su padre lo acompañaba. Los ingenieros le regalaban barquitos, los obreros cigarrillos, que luego fumaba a escondidas. Los capataces y altos empleados le enseñaban las naves y los barcos en esqueleto, considerándolo un hombre. Esto hizo a Rock Kaish amigo de todos. Cuando ocupó el puesto de su padre, todos le respetaron. Cuando la gran crisis, le ayudaron. Cuando terminó su carrera y pasó a ser director general, siendo casi un jovencito, nadie trató de abusar de su juventud; muy al contrario, le quisieron y respetaron.

Era inteligente, noble, considerado, de ahí su gran humanidad para juzgar las necesidades de sus obreros y empleados. Era uno de los hombres más ricos del país. En sus astilleros se construían barcos para todos los puertos importantes del mundo, barcos de gran tonelaje, de guerra y de recreo.

Aquella mañana atravesó el patio y subió al “Rolls Royce” de color negro. No tenía chófer. Conducía él. Sentía verdadera pasión por la velocidad, el volante le atraía tanto como los negocios, y Rock Kaish era uno de los más sagaces e inteligentes financieros de Filadelfia.

Puso el auto en marcha y mientras conducía atravesando calles y calles en dirección a las afueras, donde tenía enclavada su principesca residencia, se detuvo a pensar.

Él era un hombre con sus vicios, sus pasiones y sus debilidades. Muy al contrario, lo creían un hombre serio y decente. Era decente y serio, pero… en su vida particular había cosas sucias, como en la vida de muchos ciudadanos. Los papás lo ponían como ejemplo, las mamás se lo recomendaban a sus hijas. Las solteras románticas suspiraban soñadoras.

Él estaba un poco harto de todo, y había algo en su vida que, tras desconcertarlo, lo hastió, si bien por ello no desperdició la ocasión y se aprovechó del descubrimiento que tanto le decepcionara, lo que sirvió a la vez, para hacerle pensar que en la vida la mitad era falso y la mitad de la otra mitad también, y el resto que quedaba había que discutirlo.

Aquel descubrimiento fue así: Él conoció a tres muchachas. Él y Mickey. Mickey era su mejor amigo. Pertenecía a una opulenta familia de renombrados abogados, que en todos los asuntos legales representaba a la firma Kaish.

Conocieron a aquellas chicas cuando tenían veinte años. Las chicas eran un poco más jóvenes. Pertenecían a la clase media, pero alternaban lo bastante para que Rock y Mickey las toparan en su camino. Las encontraron en distintas ocasiones. Las respetaban. Fueron buenos amigos. Dejaron de verse y volvieron a encontrarse. Así transcurrieron algunos años. Ni él ni Mickey dudaron de la honradez de Anna, Eleonora y Belinda. Pero un día (y Rock aún no sabía cómo había sido) se dieron cuenta de que aquellas tres jóvenes vivían a costa de la generosidad masculina, y lo que más irritó a Rock fue que las tres jóvenes eran consideradas en la sociedad como personas decentes. Ellos, tanto Rock como el amigo Mickey, se dieron cuenta de que no eran los primeros hombres en la vida de las tres jóvenes, y si bien esto los desconcertó, no por ello rompieron aquella amistad. Muy al contrario, la estrecharon. E indudablemente, era cómodo pasar por hombres formalísimos y tener amores con mujeres que la sociedad daba por decentes. Así era todo, falso, sin sentido.

—Bueno —exclamó alzándose de hombros—. ¿Y por qué me preocupo? Después de todo, yo lo paso bien con ellas. Son simpáticas, no me comprometo a nada, y pagando de vez en cuando un modelo caro, me veo libre de compromisos; No estoy enamorado de ninguna de, las tres, mi me producen dolor de cabeza. Es, en cierto modo, una ventaja…

Se abrió la gran verja y entró el auto. Lo detuvo junto al garaje. Descendió sin prisas. Era un hombre calmoso. Nunca se precipitaba, y su padre, a veces le decía:

“No pareces americano. Tienes la flema de un inglés.”

Él se reía. Le había ido muy bien en la vida sin precipitarse. Tenía su método.

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Yuri Hargitay colocaba flores en los búcaros del vestíbulo. Había dos sobre una larga y retorcida consola, bajo un ancho espejo de marco dorado. El espejo le devolvía su imagen, y Yuri lo contempló con vaguedad. Era rubia, tenía los ojos azules, de cálida expresión. Mistress Mildred siempre decía al referirse a aquellos ojos:

—Son como dos turquesas, pero nunca sé si están alegres o no. Su expresión cálida es grata.

Ella se limitaba a sonreír.

—Buenos días, miss Hargitay saludó Rock, pasando junto a ella.

—Buenos días, mister Kaish.

El joven financiero cruzó el vestíbulo y se perdió tras una ancha puerta. Yuri continuó su trabajo.

—¿Rock? —preguntó una voz suave, desde el saloncito.

—Sí, mamá.

—Ven, querido.

Era mistress Mildred una dama alta, distinguida, de señorial aspecto. Al ver a su hijo le sonrió. Este avanzó hacia ella, la besó en la frente y se sentó a su lado.

—¿Mucho trabajo, querido?

—Me gusta.

—¿No te ocupas demasiado de todo eso? Tu padre dirigía, pero no se fatigaba.

—Cuando mi padre vivía, eran otros tiempos —adujo sonriente—. Imperaba la esclavitud. Hoy somos todos iguales.

—¡Rock!

—Casi iguales, mamá. Con la diferencia de que unos tienen más dinero que otros. Pero si vas a divertirte, te encuentras a veces con el obrero más humilde que alterna contigo.

—Exageras.

—Me gusta la influencia que la actividad actual proporciona a la vida de cada ciudadano.

—Te estás volviendo un revolucionario.

—No creas. Me agrada ser amigo de todos. Descubro grandes cosas en el ser humano más insignificante. Eso no ocurría antes, ¿sabes? Había señores y esclavos. Hoy hay jefes y obreros, pero después del trabajo hay hombres inteligentes nada más. —Hizo una rápida transición—. ¿No comemos luego?

—En seguida.

—¿Me necesitas para algo esta tarde?

—Yuri me acompañará.

—Simón estaba limpiando tu coche. ¿Piensas salir?

—Voy a un desfile de modelos. He de cuidar mi guardarropa. ¿Sabes, Rock? Me gustaría hacer un viaje a Francia. Hace muchos años que no visito París.

—¿Solo?

—Con Yuri.

—¡Ah! Es verdad. Se me olvidaba que no podrás vivir sin tu amiguita. ¿No alterna nada esa chica? Siempre la encuentro entre búcaros y flores, o desempolvando libros en la biblioteca.

—Es muy joven. No me gusta que se lance a la vorágine de la vida tan pronto.

Rock cruzó una pierna sobre otra y encendió un cigarrillo. Indiferente, dijo:

—Te has echado una tremenda responsabilidad sobre la espalda.

—Era mi deber. Y no me pesa. Siempre deseé una hija. Dios no me la concedió. En Yuri la hallo.

—Me alegro. Vivo más tranquilo sabiéndote acompañada por una persona leal.

—La comida está servida —dijo desde el umbral una voz monótona.

Madre e hijo se pusieron en pie. Rock dio el brazo a su madre y ambos cruzaron el salón.

—¿Dónde estará Yuri?

—Cuando entré, estaba colocando flores en los búcaros del vestíbulo.

—Tiene un gusto exquisito. No en vano mi querida amiga Diana, la educó en un gran pensionado.

—No me lo explico… No poseía fortuna y la educó como una princesa.

—Si ella no hubiera muerto, Yuri hubiera disfrutado de una posición desahogada. Has de saber que Diana era usufructuaria de la gran fortuna de su esposo.

—¿Y por qué no la heredó la joven?

—Sencillamente, porque era sobrina de Diana y no hija. Diana no tuyo hijos, y la fortuna de su esposo, a la muerte de éste, pasaba a sus sobrinos carnales.

—Comprendo. ¿Y no ofrecieron apoyo a la huérfana?

—No. Diana, antes de morir, recurrió a mí. Fuimos muy amigas —añadió nostálgica—. Intimas amigas.

—Ya conozco la historia —rió Rock.

En el comedor entraba Yuri. Fría, callada, frágil y distinguida, muy bien vestida, les sonrió.

—Hola, querida. Hace un día espléndido, ¿verdad? Por la tarde iremos de compras.

Yuri asintió en silencio. Comían los tres servidos por dos uniformadas doncellas. La conversación la llevaba Rock, y respondía su madre. Yuri, como siempre, callaba y asentía cuando era interrogada. Rock comentaba a veces con su madre “No me gustan las personas tan modositas. Todas llevan caretas”. A lo que la dama replicaba sonriente: “¿Y quién no la tiene?”

Yuri ocupaba, desde hacía un año, el cargo de secretaria, señorita de compañía y lectora de la gran dama, pero ésta nunca la presentó a sus amigas, ni parecía dispuesta a ello. Lo cual, dicho en verdad, no inquietaba a la joven, toda vez que conocía el lugar que ocupaba en el seno de la familia aristocrática.

Cuando mistress Mildred se refería al futuro de la sobrina de su amiga muerta, lo hacía en estos términos: “La dotaré y encontrará un buen marido.” Y con esto creía cumplir con su deber. Y sin duda cumplía con creces, puesto que no le unía a la joven, parentesco alguno.