Después de ducharme, vestirme y pintarme —tardé en total cinco minutos y medio—, fui corriendo, nerviosa, a la puerta, donde Jannis me puso en la mano un exprés doble. Me lo bebí de un trago y dije, loca de contenta:
—Con un trabajo así seguro que me saco cinco mil euros. Por fin podré comprarme ropa nueva.
—Y ¿qué más? —repuso él.
—Muebles.
—Y ¿qué más? —repitió, aún más insistente.
—Seguro que encuentro algunas cosas divertidas.
—El alquiler —apuntó en tono de reproche.
—Ah, sí, sí..., claro, el alquiler —balbucí—. No veas las ganas que tengo de pagarlo.
—Me gustaría seguir compartiendo piso contigo —afirmó con rotundidad Jannis.
—No te preocupes, viviremos juntos toda la vida —contesté.
Jannis esbozó su melancólica sonrisa, que siempre me incomodaba un poco. Me temía que seguía enamorado de mí en secreto, como en el colegio. El día que murió mi madre me dio un ataque de llanto en sus brazos. Y cuando por fin corrieron las últimas lágrimas por mis mejillas, me las quitó besándome con ternura. Pero yo no le devolví el beso, porque entonces estaba con Tom, campeón mundial de la empatía. Desde que lo rechacé esa vez, Jannis no había vuelto a hacer ningún avance.
—Nos vemos —dije, y me di la vuelta para marcharme y, como tantas otras veces, hice a un lado la idea de que aún pudiera sentir algo por mí. Porque si de verdad me quería, le haría daño, puesto que yo no lo quería a él. Y esa idea era sencillamente insoportable. Jannis era la única persona del mundo a la que no quería hacer daño nunca.[2] [3]
Bajé la escalera de nuestro antiguo edificio berlinés a la velocidad del rayo, salí corriendo por la puerta y me subí a toda prisa a mi viejo Volkswagen escarabajo, que había conocido tiempos mejores. Y también había pasado hacía mucho la última ITV. Pero funcionaba. Y ¿qué más daba si tenía rota una de las luces largas?
Atravesé zumbando un Berlín que no dejaba nunca de fascinarme. Se respiraba historia en todas partes; por desgracia una historia a menudo desagradable. Por ejemplo, Hitler seguía estando presente en cierto modo con monstruosidades arquitectónicas de piedra como el Ministerio de Hacienda. Cada vez que algo me recordaba a Hitler, sentía que se confirmaba mi opinión de que Dios no existía. Si Dios existía, ¿por qué no dejó caer sobre Hitler mil kilos de pesados bombones de chocolate y merengue?
Mi madre intentó una y otra vez meterme a Dios en la cabeza, pero ya en la adolescencia era incapaz de imaginar que existiera un poder superior. Es algo que cuesta creer cuando tu madre está en el hospital con cáncer y tu padre anda por ahí magreándose con su Elseasesora. Poco antes de morir, mi madre se refugió de repente en el budismo, porque su enfermera, que era de la India, le habló maravillas de él. Pero a mí esa religión no me resultaba mucho menos absurda que la idea de que existiera un Dios. Que uno se reencarnaba en un animal si no había sido bueno... ¿Qué clase de lógica era ésa? ¿Cómo iba eso a hacer que una persona fuera mejor? Y si, en efecto, todos los hombres acababan siendo animales, ¿no sería preferible que todos nos volviéramos vegetarianos? No, lo de que había vida después de la muerte era una patraña. Lo único que había, garantizado, era la nada. Igual que antes de la vida. Si hubiese algo, lo más probable es que lo recordáramos.
—Daisy —me dijo entonces en el hospital mi madre, muy delgada y frágil debido a la enfermedad—, tú lo que tienes es miedo de creer en algo superior.
—¿Por qué iba a tener miedo de eso? —pregunté, un tanto tozuda.
—Si creyeras en algo superior, también sabrías que en ti hay algo grande.
—Y ¿qué se supone que es?
—Eso tendrás que averiguarlo tú.
No entendí a qué se refería, y hoy por hoy seguía sin entenderlo. Sencillamente no había nada grande en mí.
Mientras conducía no paraba de mirar el móvil, intentaba leer en la destrozada pantalla —seguro que Apple debía más de la mitad de su volumen de negocio a la reparación de iPhones que se caían al suelo— la página del guion que ya me había mandado Schmohel por e-mail. Madre mía: ¡no era una escena cualquiera! Actuaba con Bond, James Bond. Interpretado por el nuevo agente 007 Marc Barton, un hombre al que se consideraba el actor más ambicioso de Hollywood y al que ese año la revista People había nombrado Sexiest Man Alive, nada menos que el hombre más sexy del mundo. Barton estaba casado con la actriz Nicole Kelly, que a su vez había sido elegida Sexiest Woman Alive, la mujer más sexy del mundo, por Esquire. Vivían en un apartamento supercuco en Nueva York, ni más ni menos que en Central Park, y formaban una pareja en cuya presencia incluso Angelina Jolie y Brad Pitt parecían carcas de adosado de Bremerhaven. Entonces, ¿como qué sería yo, que en la elección de Sexiest Woman Alive acabaría en el puesto 2.782.346.338?
Mientras se me pasaban todas estas cosas por la cabeza, seguía leyendo en el móvil: si no entendía mal, se suponía que debía hacer de una informadora francesa que da pistas a Bond sobre el paradero de un terrorista que, para ser mentalmente inestable, se había apoderado de demasiadas cabezas nucleares. Y sí, por desgracia en esa escena tenía que intercambiar unas frases en francés con Bond. Tonta de mí, no sabía lo que decían esas frases, y menos cómo se pronunciaban. Así que me pondría en ridículo con todas las de la ley delante de la superestrella internacional Barton.
Sin embargo, no me entró el pánico, porque confiaba en que todo se solucionara sobre la marcha. A fin de cuentas, era una gran defensora de la tesis de que la mayoría de los problemas debían solucionarse, a ser posible, solos. Por de pronto quería aprenderme el resto del texto. Y llegar a los estudios de Babelsberg. Y dejar atrás al policía que me hacía señas subido a su moto.
¿Un policía que me hacía señas?
Vaya por Dios, era verdad, tenía un policía a mi lado que me indicaba que fuese a la izquierda y parase.
Hice lo que me ordenaba y bajé la ventanilla. El poli cachas, que en otras circunstancias sin duda me habría parecido mono con su uniforme de cuero, me preguntó:
—¿Podemos ir mirando el móvil cuando vamos conduciendo?
—Bueno, no sé si usted puede, pero yo... —repuse.
—La respuesta correcta sería: no, no podemos —me cortó el agente. Dio la vuelta a mi coche y pedí a Dios que no viera la pegatina caducada de la ITV.
—Su coche no ha pasado la ITV.
¿Hacen falta más pruebas de la inexistencia de Dios?
—Iba ahora mismo a pasarla —sonreí.
—Y ¿quién se supone que se tiene que creer eso?
—Eh... ¿Usted?
Su mirada se oscureció, y yo decidí cambiar de estrategia, abordé al agente mirándolo fijamente a sus oscuros ojos. Sería de risa si el encanto de la buena de Daisy no me ayudara a salir de ésta:
—¿No podría usted hacer su maravillosa vista gorda?
—Ahórrese las molestias, soy homosexual.
Adiós al encanto de la buena de Daisy.
—Podría presentarle a un amigo mío bailarín muy majo que es superdivertido... —propuse.
—Y usted podría salir del coche y darme su carné de conducir.
—El bailarín este que conozco es miembro de los Chippendales. Va de bombero y hace unas cosas con la manguera que...
El agente me dirigió una mirada más sombría aún.
—... que por lo visto a usted no le interesan —concluí, suspirando.
—Bien visto.
Me bajé del coche abatida, entregué las llaves y el carné de conducir, me cayeron una multa y varios consejos, los pasos que debía dar si quería volver a conducir mi coche, que se llevaría la grúa. Por último, el policía se fue en su moto. Frustrada, me apoyé en el escarabajo, miré la pantalla rota del iPhone y constaté que había perdido diez valiosos minutos. Presa del pánico, me planteé coger el cercanías. Pero si lo hacía —aun cuando por una vez se aviniera a salir a la hora prevista— llegaría al rodaje con media hora de retraso nada menos, es decir, con un retraso inadmisible. Y no tenía pasta para un taxi. Al menos no para recorrer más de setecientos metros. Así y todo me planté en la calzada y paré al primero que apareció. Me subí y le pedí al taxista que me llevase a Babelsberg. Lo de cómo le pagaría sería un problema más que a ser posible tendría que resolverse por sí solo en el transcurso del tiempo.
Sin embargo, como no tardé en darme cuenta, quizá debería haberme fijado más en él. En Berlín uno se podía topar con taxistas muy especialitos, y ese hombre tatuado parecía un combatiente checheno que se alimentaba a base de pitbull. Cuando el tipo se enterara más tarde de que no podía pagar la carrera, no creo que se pusiera como loco de contento y se marcara una danza típica chechena.
Con el objeto de crear buen ambiente, le pregunté qué ponía en el tatuaje que lucía en el afeitado pescuezo de toro:
—Su tatuaje parece muy interesante. ¿Qué significa?
—Sangre y honor —repuso con un marcado acento.
Más me valdría no haber preguntado.
—Yo hacer en cárcel.
—Y ¿por qué estuvo en la cárcel? —quise saber, curiosa de mí.
—Por homicidio que hacer.
«Homicidio que hacer» no sonó muy bien. No sonó nada bien. La verdad es que me pareció una mierda.
—Médicos decir que tener trastorno del control de los impulsos.
—¿Cómo dice?
—Querer decir que no poder controlar mi agresión.
—Eso me temía.
—¿Qué? —bramó.
—Nada, nada —me apresuré a decir.
—Pero ahora tener mejor control —afirmó, un pelín más tranquilo.
—¿Significa eso que ya no pierde los nervios por tonterías? —pregunté, tan nerviosa como esperanzada.
—¿Tonterías? ¿Qué tonterías?
—A ver, un ejemplo cualquiera... Pongamos por caso que alguien no le paga la carrera...
—No —respondió—, entonces no perdería los nervios.
—Bien —respiré aliviada.
—Sólo rompería piernas.
Y ese instante ocupó el octavo puesto de los peores momentos del día.