Todos andaban nerviosos por la casa.
Bea más que nadie aunque lo disimulara. Pero es que Bea intentaba por todos los medios que Esteban y Oliva participaran de su íntima alegría, porque si bien reconocía que la de ellos era mucha, infinitamente más la suya.
Y no es que ignorara ella que ambos sabían, tanto Esteban como Oliva, qué clase de relaciones tenía ella con Tomás, no. Pero nunca alcanzarían a saber hasta qué punto fueron íntimas aquellas relaciones, y de eso escapaba ella, de que ellos pudieran adivinar la verdad.
Compartía la alegría de ambos sin alardes, sin voces, sonriendo a medias, asintiendo a todo. Regresaba Tomás de su largo viaje de estudios fin de carrera.
Cierto que fue un viaje muy largo y que después de los primeros tiempos apenas si escribía, y cuando lo hacía sus cartas eran breves como telegramas.
Aparte de ser breves, casi no decían nada significativo, y nunca recordaba en absoluto que en Marbella había dejado a su novia y casi a sus padres.
Eran cartas que decían sobre poco más o menos: «Estoy bien. Lo paso divinamente. Estoy enterándome de cosas que ni siquiera sabía que existiesen.»
Por eso ella estaba doblemente nerviosa. Puede que los padres no alcanzaran a intuir algo raro en todo aquello. Pero ella pensaba demasiado.
Tenía la mala fortuna de pensar con exceso.
Esteban y Oliva andaban siempre demasiado ocupados y no siempre recordaban que tenían un hijo por el mundo.
En aquel momento se hallaban los tres en el salón. Esteban apoltronado en un butacón, con un habano entre los dientes. Oliva en el diván cuidadosamente vestida y arreglada. Ella, Bea, no tenía parada. Estaba más nerviosa de lo debido, pensaba, y tan pronto se sentaba como andaba de pie por el salón fumando un cigarrillo.
—De todos modos —decía Esteban satisfecho— ya era hora de que Tom supiera o se diera cuenta de que tiene padres en un lugar determinado del globo. Habrá aprendido mucho en dos años y seguro que viene con ganas de trabajar. Se pondrá al tanto de mis negocios hoteleros a todo lo largo de la Costa del Sol, y apuesto a que puedo descansar un poco y dejar de viajar tanto de un lado para otro.
—Lo raro es —decía su esposa— que Tom en estos dos años no haya pedido ningún dinero.
Esteban arrugó la frente. Su mente parecía hacer cálculos.
—Llevó lo suyo cuando se fue. Cierto que no se fue por dos años, sino por tres meses.
—Tendría que ponerse a trabajar, ¿no crees? El dinero que llevó para vivir tres meses no podía alcanzarle para dos años.
—En sus cartas nunca mencionó el dinero —adujo el esposo—. Claro que tampoco nosotros tuvimos ocasiones de escribirle, porque si bien enviaba una carta de vez en cuando, jamás nos dio una dirección concreta para responderle —alzó la cara y miró a Bea—. Supongo que tú tampoco habrás podido escribirle. ¿O nos equivocamos?
Bea parpadeó.
Fumaba. Aplastó el cigarrillo en el cenicero próximo.
—No, claro. Nunca me daba dirección para responderle, de modo que no pude hacerlo.
Olivia asió un papel azul y lo levantó hasta los ojos.
—«Llego mañana. Abrazos, Tom» —leyó—. Sólo eso. Tomás siempre fue más expresivo, pero desde que se marchó, sólo los primeros meses escribía a diario y sabíamos adónde contestarle. Después, ya las cartas se espaciaron y además no eran nada largas —meneó la cabeza—. Dos años me parece mucho tiempo para andar por esos mundos —suspiró—. Pero el caso es que al fin regresa.
—Y esta vez —dijo Esteban— esperemos que se quede para siempre, se case y en paz —lanzó otra mirada sobre Bea—. Porque seguiréis siendo novios...
Bea se agitó.
La verdad es que no lo sabía.
Aquellos dos años en blanco la habían desconcertado. Cierto que jamás se quejó con los padres de Tom, pero ella pensaba.
En dos años tuvo tiempo de muchas cosas.
De terminar la carrera, por ejemplo, y buscar empleo y tener la suerte de conseguir uno en un instituto mixto donde, como adjunto, impartía clases de literatura. Tuvo tiempo también de reflexionar y de conocer a otras personas.
Los Ponte nunca estuvieron de acuerdo en que se pusiera a trabajar, pero ella ya estaba harta de vivir a costa de ellos. Los amaba y se sabía igualmente correspondida, y nada satisfacía más a Esteban y a Oliva que ella terminara casándose con su hijo Tomás.
Pero ese no era el caso.
El caso, realmente, no era ella, era Tomás.
Tal vez los padres no se dieran cuenta, pero ella pensaba, que en dos años una persona puede cambiar mucho y el mundo que sin duda había recorrido Tomás, le habría enseñado lo suyo.
—Parece que no has oído, Bea —dijo Oliva.
Sí, sí que había oído. ¿Pero quién podía decir que Tomás siguiera sintiendo por ella lo mismo que sentía cuando se fue para tres meses?
En dos años una persona cambia hasta de fisonomía, cuanto más de sentimientos.
* * *
Encendió otro cigarrillo.
—Os queríais mucho —adujo Esteban pensativo—. Un cariño así no se evapora.
Eso era lo que ella ignoraba.
En realidad ella quería a Tomás como el primer día que le declaró su amor. ¿Cuánto tiempo de eso? Mucho.
Ella llegó a aquella casa a los dieciséis años. Le faltaba un año para terminar el bachillerato cuando su padre falleció y la dejó en poder de la tutoría de Esteban. Buena gente aquella. Adinerada, cariñosa, amante... La recibieron con alegría.
Le fue fácil hacerse a ellos.
Tomás cursaba Económicas, era un buen estudiante, un chico aplicado y alegre, pero en el fondo serio.
Cuando ella inició la carrera de filosofía se iban juntos en el auto de Tomás. Los sentimientos nacieron pronto. Fueron hondos y arraigados.
Tomás no sabía disimular.
Un día se lo dijo:
«Estoy sintiendo por ti algo más que afecto.»
Así empezaron a cortejarse, y los padres se dieron cuenta en seguida, lo cual les llenó de satisfacción porque siempre temían que un día Tomás se prendara de cualquier chica desconocida que no fuera merecedora de él. En Marbella las oportunidades se multiplicaban, el desmadre era absoluto, abundan las turistas y Tomás siempre fue mocero, amigo de chicas, faldero, diría mejor. Por eso, sabiéndolo ya en vías de compromiso formal, respiraron.
Las relaciones entre ellos fueron in crescendo... llegaron a un punto peligroso, pero ella no pudo evitar ni el peligro, ni la caída, y, además, era lo bastante inocente para escapar de aquel lazo que cada día se estrechaba más.
—Realmente —decía Oliva sin esperar respuesta de Bea— Tomás vendrá con ganas de hogar, de formar una familia. Yo pienso que no le haría daño viajar y conocer mundo durante dos años... Eso siempre es bueno para un hombre, para retornar al hogar y formalizar la vida.
—Por otra parte —decía el marido—, hay mucho trabajo aquí. Tomás tendrá que ocuparse de muchas cosas... La cadena de hoteles que poseemos ocupa tiempo. Hay que vigilarlo todo. Ya lo dice el refrán: «Hacienda, tu amo te vea». Tomás es el llamado ahora a ocupar mi lugar. De ese modo, y cuando os caséis, Oliva y yo nos daremos un garbeo por esos mundos. Nos hace mucha falta un crucero de descanso y desintoxicación...
Vestía el batín corto sobre la camisa sin corbata y aún con los pantalones de calle.
Miró la hora.
—Me retiro a descansar. Mañana llegará Tomás. No sabemos a qué hora exactamente, pero seguramente que será en uno de los aviones del mediodía.
Oliva miró lo que no había mirado aún.
—¿De dónde procede el telegrama? —y lanzó una mirada sobre el papel que aún sostenía en la mano—. De Ibiza... ¡Vaya! Si está cerca...
—No creo que se haya pasado los dos años en Ibiza —dijo el marido besándola en el pelo y después acercándose a Bea y palmeándole la mejilla—. Hijita, mañana llega tu novio.
—Sí, padrino.
—Espero que os caséis pronto y que nosotros podamos respirar tranquilos. Realmente estos dos años no fueron muy tranquilizadores para mí, y, si he de ser sincero, Tomás no se comportó demasiado bien, sabiendo que yo le necesito para el negocio. Pero pelillos a la mar. El caso es que al fin regresa —miró de nuevo a su mujer—. Me largo a la cama, Oli. ¿Tardarás mucho en venir?
—Me quedo un rato con Bea.
—Entonces, hasta luego. Bea, hasta mañana. ¿Irás a clase?
—Sí, por supuesto.
—Debieras esperar aquí el regreso de Tomás.
—Tampoco es para tanto —terció Oliva—, Si no está aquí, Tomás cogerá el auto e irá a buscarla a la salida del instituto.
—¿Sabe Tomás que trabajas?
—No —dijo ella—. Nunca tuve ocasión de decírselo.
—Es verdad que Tomás siempre escribía poco y nunca decía dónde estaba. Cosas de chicos con afán de ver cosas y palparlas todas. Mejor, mejor que se corra la vida antes que después. Los muchachos de hoy gustan de esos viajes bohemios —meneó la cabeza yéndose hacia la puerta—. Lo que no acabo de entender es de qué ha vivido durante este tiempo. Tiene razón Oliva, llevó dinero para tres meses. Mucho tuvo que estirarlo para que le alcanzara.
Se fue al fin.
Oliva se movió en el diván y lanzó una mirada hacia Bea, la cual, dentro de sus pantalones blancos y su camisa azul celeste de manga corta, parecía más esbelta por lo ajustado de los pantalones y lo holgado de la blusa.
En dos años había cambiado, pensaba Oliva.
La quería como si realmente fuera su hija. Bea era una muchacha cariñosa, delicada, siempre atenta y correcta, sumamente educada y discreta.
No fue ella la que les dijo que estaba en relaciones con Tom, fue Tom mismo, y cuando ellos le hablaron de ello, se ruborizó como una colegiala. A la sazón era más madura. Había más solidez en su mirada, en la mueca de sus labios. Más experiencia en toda ella.
—Siéntate un poco junto a mí, Beatriz.
La joven titubeó.
Prefería no hablar de Tomás.
Mejor esperar a que llegara.
En dos años ella pensaba que Tomás pudo escribirle cartas amorosas, referirle cómo se encontraba, qué hacía, preguntarle incluso qué cosa hacía ella, si pensaba en él.
No, salvo los dos o tres primeros meses que hablaba de su desorientación por el mundo, después eran parcos sus escritos y eso cuando se le ocurría escribir.
Oliva podía pensar que las cosas entre ellos volverían al punto de partida.
Pero ella tenía su presentimiento, su corazonada.
Su intuición personal. Ese sexto sentido que tiene una mujer enamorada.
Ella lo estaba.
Realmente no conoció en profundidad más hombre que Tomás.
A la sazón conocía muchos, profesores del instituto, amigos comunes, incluso en tertulias literarias hacía amigos.
Pero nunca en profundidad.
Personas con las cuales tienes una conversación intelectual, de política, del tiempo en las clases.
Bueno, había algo más. Gabriel, el profesor de historia, catedrático del instituto y al mismo tiempo director del mismo, le hacía la corte. Ella lo veía. Pero prefería no darse cuenta. Ni era su tipo, ni era su hombre, ni ella podía casarse después de lo ocurrido con Tomás...