Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen.
Este relato comenzó a escribirse el 16 de febrero de 2009, aunque estuviera yo entonces lejos de poder llegar a imaginarlo.
El móvil vibró a muy primera hora de la mañana y mostró en la pantalla iluminada el nombre de Ana, mi hermana. Era, con toda probabilidad, alguna urgencia relacionada con la salud de nuestros ancianos padres, en Bilbao.
El abismo largamente esperado.
Y así fue. Al amanecer de ese día de febrero de 2009 mi padre, que tenía ochenta y nueve años, sufrió un serio asalto de la muerte.
Había sobrevivido a otros tres antes, a lo largo de las décadas, y eso sin contar el azar asombroso que salvó su vida durante la guerra civil: una complicada operación de estómago en su juventud, un destino de náufrago en alta mar que pudo haber sido trágico durante su madurez y una grave caída cuando ya era anciano. Los tres superados sin pagar más precio que el estremecimiento ante un final súbito, de diferente envergadura en cada caso, y las respectivas convalecencias razonablemente llevaderas, aunque me pregunto hoy si no podrían estar muy calculados por parte de la muerte esos cortejos, ser en realidad premuertes lanzadas en avanzadilla con objeto de sondear las flaquezas de la presa futura, prospecciones de algún siniestro protocolo destinadas a calibrar los puntos débiles de cada carne, cada osamenta o cada cerebro.
Aquella mañana mi madre, a pesar de su sordera, oyó desde la cama un ruido anómalo que la impulsó como un resorte hacia el pasillo. Más tarde razonaría que no había oído nada, que al ser sorda no pudo en realidad haber oído nada. Sin embargo, en el acto supo por instinto que ocurría algo muy grave, y sostiene todavía hoy que su mente inventó el ruido para despertarla y permitirle acudir en auxilio de su compañero. Si ella no hubiese reaccionado así mi padre habría muerto ese día, llevándose, entre tantas otras cosas más importantes, el motor de este libro.
Yacía en el pasillo sobre un vómito de sangre, y ella contó luego, con sobrecogedora claridad, que al verlo caído sobre la alfombra supo que su larga y buena vida de pareja terminaba ahí, justo ahí, justo en ese instante, para ceder paso al recto camino hacia el fin. Fue exacto: diagnóstico de cáncer, extirpación de estómago y bazo, pronóstico de pocos meses de vida que la fortaleza física de mi padre, o su secreta voluntad, alargó hasta cuatro años.
Sus genes, nos dijo el médico a mis hermanos y a mí, son como el mejor premio de la lotería.
Pero desde entonces cuido mi estómago como nunca antes, lo vigilo y lo mimo, temo por él más que por cualquier otro de mis órganos. Porque si mis rasgos, como compruebo cada día, van pareciéndose cada vez más a los del rostro que tuvo mi padre, debo pensar también que mis células, hojas del mismo árbol o páginas del mismo cuaderno, podrían estar concebidas, desde antes incluso de que yo existiera, para desembocar en idéntico final. Si el cáncer de estómago viene algún día a mi encuentro no me pillará por sorpresa. Lo espero, y al esperarlo le pierdo el miedo. Mientras, sigo la recomendación que mi padre señalaba antes y sobre todo después de su premuerte, y, por reducirlo a una representación simplificada, consumo más frutas y verduras que nunca. Tal vez este consejo suyo me esté regalando minutos que con humildad se van acumulando para ir sumando horas y días. Aunque no haya forma de verificarlo, nadie puede refutar que esta precaución podría acabar por sumar, por ejemplo, cinco años, seis meses y ocho días de vida a mi periplo por la Tierra.
Lo invisible es. No seamos ciegos ante tal evidencia.
Su cuerpo anciano no pereció en el quirófano, como el cirujano había advertido que con toda probabilidad ocurriría, y enseguida pudimos visitarlo en su habitación, extenuado y consumido, pero resuelto a recuperarse.
El día de mi última visita antes de regresar a Madrid nos hallábamos solos en la habitación del hospital, una cuarta o quinta planta desde la que se divisaba la calle.
Somos hormigas, recuerdo que dijo en un hilo de voz.
Era por completo dueño de su lucidez. Desde la ventana, distante unos metros de su cama, contemplaba a los transeúntes que se apresuraban por una de las calles principales de Bilbao, en la mitad de la mañana de ese día laborable. Me fui acercando hacia él. En silencio, para no perturbar el hilo de su pensamiento. Con una mano sostenía el visillo apartado. Con la otra se apoyaba en la pared. Recorrer esos metros era el único ejercicio que su debilidad le permitía, de la cama a la ventana y de la ventana a la cama dos veces al día, por la mañana y por la tarde, pero lo cumplía con determinación inexorable, como si fuera ese el precio pactado entre mente y cuerpo para acelerar la recuperación.
¿Para qué correrá tanto esa gente?, elucubraba. ¿Adónde irán? Tanta prisa para acabar muriendo.
Soltó el visillo y regresó a la cama sin apoyarse en mí. Parecía, a lo sumo, que me permitía custodiarlo, incluso que me acompañaba hasta la puerta para despedirme. Su nieta Irene, hija mayor de Ana, estaba a punto de llegar para quedarse con él cuando yo marchara hacia la estación, pero avisó mediante un sms que se retrasaba unos minutos. Por eso me senté otra vez junto a la cama y observé el desvalimiento exhausto de mi padre, su resuello todavía agitado por la expedición hasta la ventana. Con su expresión también agotada me miraba a mí y miraba la maleta apoyada contra la pared. Su zurda reposaba sobre el muslo, y mantenía la diestra apoyada sobre el pecho. Mostraba cierto afán de solemnidad, como si temiera que pudieran fotografiarlo de repente y captar algún matiz indigno en su convalecencia. Hablábamos con voz suave, muy despacio, con notables pausas entre las frases cortas. Su desfallecimiento imponía esa cadencia, que interpreté como confusión mental, somnolencia, ensimismamiento... Le conté, de la forma superficial que parecía reclamar el momento, mis planes laborales y las dificultades que podían implicar, suponiendo que su lasitud le impediría adentrarse en los detalles. Sin embargo, cuando al poco Irene llegó, desplegando por la habitación otro ritmo lleno de energía y pura vida, y yo me dispuse a marchar, mi padre, en apariencia sumido todavía en su letargo, dijo una sola palabra sin dejar de mirarme a los ojos:
Ánimo.
Esa palabra. Torre sin adjetivos ni verbos que él solía usar en ocasiones muy contadas. La sigo escuchando hoy, como un eco generoso, y cada vez que la escucho me siento más hondamente consciente de su esencia: legado sencillo, legado grande. Un hombre abierto en canal y mutilado por el bisturí no tiene tiempo para retóricas. Su aliento es mínimo, puede que terminal, y sabe que debe racionarlo. Un moribundo debe elegir sus palabras con mayor rigor que un poeta. Tal vez sus lánguidos susurros previos habían pretendido ahorrar fuerzas para entregarlas por entero a la pronunciación de esa única palabra, mientras, a la vez, la mente meditaba si la palabra debía ser esa y no otra. Por primera vez pensé que, pese a su aparente convicción de recuperarse, tenía miedo de no volver a verme una vez saliese por la puerta. Entonces también yo fui consciente de que podía no volver a verlo. Me acerqué para darle un beso y repetirle, sintiendo dentro una inesperada fragilidad, que regresaba cuatro días después.
Habló de nuevo:
Un día, en cuanto salga del hospital, subimos tú y yo al Pagasarri.
Fue un hachazo emocional seco y limpio. Se me humedecieron los ojos de golpe, casi a traición, aunque a la vez con una naturalidad que me desconcertó. Desde hacía mucho creía que ya nunca volvería a ser capaz de conmoverme por escuchar una frase. Los años merman de forma lamentable nuestra capacidad de emoción pura, y a veces podría pensarse que ese regalo de los sentidos acontece solo en la infancia, o en la inexperta y apasionada juventud. Pero nuestra mente atesora recovecos ocultos que no imaginamos. Y esta frase, susurrada de forma lastimosa, abrió de repente todas las puertas secretas. Mi padre, me consta, fue consciente de mi emoción. Los dos sabíamos que los dos sabíamos que ese podía ser nuestro último encuentro. Yo me emocioné por el impacto sorpresivo de sus palabras y él porque sus palabras habían pulsado la tecla exacta. Esa hermosa certeza, compartida por ambos en una mirada tan breve que Irene fue incapaz de captarla, no fue sin embargo lo más trascendente que ocurriría aquel día.
Salí del hospital con tal tesoro dentro, y caminé hacia la estación con los ojos húmedos, todo el trayecto abiertas las venas del sentimiento en un impúdico júbilo emocional espoleado por la sencilla frase de mi padre moribundo.
Porque, ¿desde hacía cuánto no le había oído nombrar el Pagasarri?
Décadas, tal vez. Largos años, en todo caso, desde que subir a ese monte cercano a Bilbao, ese monte de Bilbao, se convirtió en la costumbre de muchas mañanas de domingo. El motor y alma de aquellas excursiones de primavera o verano fue desde el principio él. Mis hermanos y yo lo acompañábamos en distintas combinaciones, los tres, dos de nosotros o solo uno, pero el capitán, siempre, era él. El ascenso, sobre una carretera mal asfaltada por la que de vez en cuando circulaba, como una extravagancia del paisaje, algún coche despistado, era accesible pero nos resultaba agotador. A mitad de camino había una fuente, de la que con toda premeditación no bebíamos para aumentar así el deseo por el refresco que nos aguardaba dos curvas después, en un establecimiento donde reponíamos fuerzas antes del último tramo. Arriba, en la cima, podía divisarse desde la explanada la ciudad a nuestros pies. Yo me preguntaba, y supongo que mis hermanos también, cuál era el sentido de hacer ese camino para, al final, encontrar el mismo panorama, poco sugerente para nuestra percepción infantil. Pero no compartíamos entre nosotros esa renovada decepción, porque de alguna forma intuíamos la importancia que nuestro padre concedía al hecho de coronar con él ese objetivo. El descenso se hacía más fácil y, al llegar a casa con el hambre feroz desatada por el ejercicio, la comida familiar se convertía en un placer sencillo y enorme, aunque entonces no lo valorábamos como merecía. Parecía tan natural que hubiese comida apetitosa sobre la mesa... Claro, ¿por qué no habría de haberla? Parecía tan natural que nosotros la disfrutáramos... Claro, ¿por qué no íbamos a hacerlo? De aquellos días recuerdo a nuestra madre en pie ante los fogones, terminando de elaborar los platos justo cuando nosotros llegábamos. Había una pieza predilecta de nuestro apetito, unos huevos duros a los que ella, haciendo juegos de magia con atún, aceitunas negras y tiras de pimiento rojo, convertía en ficticias figuras de pingüinos, o así lo veíamos nosotros, que alineaba sobre una bandeja cubierta de mayonesa y bordeada de huevo hilado. Tras tanto esfuerzo, mis hermanos y yo invadíamos la cocina como potros desbocados y atacábamos sin piedad al indefenso ejército de pingüinos de atún y huevo, devorando en cuestión de segundos el trabajo de toda una mañana de nuestra madre, que observaba extasiada la devastación, en la lejana cocina henchida de luz. Mientras, nuestro padre, sin emitir un ruido, se duchaba, se cambiaba de ropa y se incorporaba a la mesa fresco y relajado... Nos preguntábamos por qué hacía todo eso sin prisa alguna y en silencio, como si disfrutara de la lentitud.
Toda una larga cadena de recuerdos alrededor del Pagasarri comenzó a retornar a mí aquel día, durante el viaje en tren a Madrid. Aunque la urgencia de las actividades que me aguardaban, además de la propia capacidad abductora de la ciudad, que siempre acaba por colocar curvas en las más rectas intenciones, desdibujaron en parte el breve reinado de mi memoria infantil, no quise olvidar el impacto emocional provocado por la frase de mi padre.
Un impulso irracional pero sereno me hizo escribir la palabra Pagasarri en el cuaderno que siempre tengo junto al ordenador. La miré durante un rato, garabateada al pie de las rutinarias notas sobre una mesa redonda en la que pronto iba a participar, y a los dos o tres minutos, inmerso todavía en esa sensibilidad especial que me resistía a abandonar, pasé la hoja del cuaderno y en la siguiente, virgen e inmaculada, volví a escribir, esta vez con letra cuidadosa, la misma palabra única. El título de algo que aún no existía.
Pagasarri.
Mirar durante largos minutos un folio blanco con una sola palabra escrita en él es una epopeya íntima agotadora, aunque también puede deparar enigmática plenitud. Yo no sabía que entonces, justo entonces, estaba concibiéndose este libro, sin embargo sentí la necesidad de forzarme a evocar momentos importantes que recordase haber vivido junto a mi padre durante aquellas excursiones, los primeros que viniesen a mi mente de forma espontánea. Surgieron tres, que anoté representados por sendas palabras únicas. Árbol fue la primera. Luego surgió la segunda: Aurora. Y al poco la última: Temblores. Árbol era una escena de mi infancia, y Temblores, una de mi madurez, en la época dura y calamitosa: la última vez que subí al Pagasarri con mi padre, allá por diciembre de 1984. Y, en medio, correspondiente a la adolescencia, Aurora. Tras estos tres resueltos recuerdos, la memoria arrojó de forma nebulosa la idea de un cuarto, que elegí concretar con una sola letra.
H.
Representaba el indefinido nombre propio, o el apellido, de un amigo de mi padre algunos años mayor que él, también marino. Se llamaba Hansley, o Hartley, o Hantlerby... Encarnaba para mí todos los mitos posibles que mi padre, de carne y hueso, no podía materialmente ser. En mi etapa adolescente jamás pregunté por H, porque temía que mi padre pudiera sentir celos, pero cuando él contaba alguna anécdota de su amigo yo escuchaba con toda la sed de mi imaginación desplegada. En nuestro idioma privado el nombre de H alcanzó rango de palabra con significado propio, acuñado en secreto para denominar todo lo ignoto y misterioso, todo lo excitante que podía acontecer en las inabarcables aventuras del mar atemporal.
Pagasarri.
Árbol.
Aurora.
Temblores.
H.
Supe que estas cinco palabras eran todas las que necesitaba cuando, al cabo de otro rato más de esforzado ensimismamiento, no acudió ninguna otra.
Entonces arranqué la hoja del cuaderno y la guardé en el interior de una carpeta de cartulina roja sobre la que no escribí nada. Tengo varias carpetas con ideas y proyectos, todas ellas identificadas por el correspondiente título. No escribir nada sobre esta era darle un rango especial, la identidad más importante concebible, aquello que no necesita ser nombrado para resultar único e insustituible.
Sin embargo, el tiempo transcurrió sin que me detuviera de nuevo, ni siquiera una vez más, para seguir asomándome tras las importantes puertas contenidas dentro de la carpeta roja o, saltando de la metáfora a la realidad, sobre la cima del monte Pagasarri. En parte se debió a la asombrosa recuperación de mi padre, al que semanas después de la operación vi hacer tímidas flexiones en el centro del pasillo de la casa, entre otras actividades inconcebibles para un anciano retornado de un paseo con la muerte. La cotidiana normalidad recuperada, una rutina con fecha de caducidad, se certificaba de alguna manera, y permitía ir eludiendo la idea del fin.
El médico había pronosticado poco tiempo de vida para nuestro padre, pero él aguantó cuatro años y tres meses más, si bien en los últimos la demencia senil devoró primero y reemplazó luego su cerebro que, desamparado de pensamientos y espíritu, fue contagiando languidez al cuerpo entero hasta traer la muerte.