CAPÍTULO II

RECUERDO que a los diez años me recogió una tía gruñona y altanera. Viví con ella como si me hallara en el infierno. Tenía un marido que se pasaba todos los días del año con el vaso de vino ante sus ojos y la palabra agria a flor de labio.

Me enseñaron a coces y a los doce años iba de un lado a otro con el cesto bajo el brazo a repartir los trapos que otras lucían. No me interesaba demasiado colocarlos sobre mi cuerpo porque jamás fui envidiosa, pero mi femineidad crecía a medida que transcurrían los años y sentía vivos deseos de convertirme en una de aquellas señoras que, altaneras y soberbias, acudían al probador como si fueran reinas... ¡Bah!. Hasta entonces no había deseado nada de nadie. Pero un día me vi convertida en una mujer y sentí el anhelo infinito de salir de casa de mi tía para ser feliz en un lugar cualquiera, donde no se permaneciera todas las horas del día con el grito agrio en los labios. Mi tía no se opuso cuando se lo participé. Tal vez lo estaba deseando.

Me instalé en una pensión para señoritas y fui bastante feliz. Todo lo feliz que puede ser una muchacha de diecisiete años que sin remedio ha de trabajar para vivir. Un día cualquiera me propusieron ir con una señora en calidad de señorita de compañía. Fui. La costura era un martirio para mí. Si siendo niña, me causaba indiferencia, ahora era un martirio.

Y fue entonces cuando conocí a Roberto Mendizábal. Era un muchacho vulgar. Trabajaba en la fábrica de automóviles y se lucía en uno, haciéndome ver que era un caballero. No le quise porque me lo hubiera parecido. ¡Bah!. Había vivido siempre en la miseria y no me deslumbraban los millones. Un día me propuso que me casara con él y acordamos hacerlo para el invierno próximo. Pero antes tenía que acompañar a mi señora a un balneario...

No amaba a Roberto con ese amor intenso y loco de la juventud irreflexiva. Era sensata por naturaleza y detestaba las novelerías. Le quise como se quiere a un hombre que algún día puede convertirse en el compañero ideal de un hogar tranquilo. Estaba tan harta de sufrir, de no tener algo que me perteneciera exclusivamente, que la idea de formar un hogar con aquel muchacho me ilusionaba.

En aquel entonces él dio muestras de quererme. Pero después de todo fue muy diferente. Era un egoísta como todos los hombres, con sus deseos canallescos y sus pasiones mal encauzadas... ¡Le vi tan bajo, tan despreciable!. Pero cuando me di cuenta ya no tenía remedio.

***

Un día cualquiera llegué al balneario con la señora Villá.

Le vi en seguida. Se hallaba de pie en la terraza y fumaba incansablemente una larga pipa. Le miré con curiosidad, porque era un hombre como jamás había visto otro. Alto, muy alto. Esbeltísimo y tan elegante, tan sumamente distinguido, que mis pocos años lo consideraron un rey destronado o algo parecido. Poseía una cabeza arrogantísima coronada por cabellos rubios peinados hacia atrás un poco al descuido, porque sus cabellos rebeldes se empeñaban en caer un poco hacia delante, aunque el peine tratara de dominarlos. Se hallaba de espaldas y no pude ver su rostro. Él no se fijó en mí. Miraba con obstinación hacia la lejanía, como si estudiara detenidamente sus más íntimos rincones.

Cuando hube instalado a la señora Villá en su lujoso departamento, volví a la terraza. Era la primera vez que mis ojos contemplaban aquellos lugares elegantes donde se reunía lo más selecto de todas las sociedades, y también, ¿por qué no decirlo?, los seres más maniáticos del Universo...

La señora Villá había hecho confeccionar para mí un buen equipo, y si algún día pude pasar inadvertida, entonces no era así, porque las elegantes ropas que vestía me hacían más distinguida y hermosa.

Con el cabello negro, suelto y brillante, enfundada en un modelito blanco y calzada con sandalias rojas, salí a la terraza. Se hallaba solitaria. Tan sólo y en el mismo lugar, mis ojos contemplaron la figura arrogante de aquel hombre que, entusiasmado, contemplaba afanosamente el panorama.

Al sentir mis pisadas dio la vuelta lentamente y fue entonces cuando me estremecí por primera vez a la vista de un hombre. Los ojos pardos, acerados, como si fueran estiletes, se clavaron en mí con audacia, me recorrieron toda y después la boca de firme trazo emitió una mueca sardónica. Creí que iba a dejar de mirarme, pero no fue así. Nada me dijo, pero sus ojos continuaban clavados en mi figura con descaro y cinismo, como si desnudaran mi cuerpo y penetraran en mi alma, hurgando en ella y haciéndose con todos los secretos que pudieran existir dentro de mi ser.

Nerviosa, desasosegada e intranquila, di la vuelta precipitadamente y corrí hasta mi cuarto. Pensé que no volvería a importunarme con sus ojos, pero me equivoqué una vez más.

Los días transcurrieron uno tras otro precipitadamente. Los ojos pardos de aquel hombre me clavaban en el sitio porque no tenía fuerzas suficientes para hurtarle los míos. Era un tontería. Ahora me lo digo constantemente; y sin embargo, entonces no lo consideraba así, porque incluso llegué a ver sus ojos hasta dominada por el sueño.

Una noche... Y esto no lo sabe nadie porque incluso cuando puse mi corazón al descubierto ante Begoña, no pude saber jamás el motivo, pero lo cierto es que le oculté este incidente...

Eran las doce. Hacía una noche fría y desagradable. Una llovizna pertinaz caía constantemente tiñendo el cielo de oscuro. No se veía nada. La luna se hallaba oculta tras una nube y las estrellas parecían que temían enfrentarse con el frío y se ocultaban también.

De pie tras la balaustrada de la terraza permanecí muchas horas, nunca supe cuántas. Cuando me di cuenta estaba completamente empapada y el agua chorreaba por mi rostro. Sentí frío y me estremecí. Di la vuelta y caminé lentamente hacia el interior.

Él estaba allí. Fumaba impasible su blanca pipa y sus ojos me contemplaban con los párpados un tanto entornados. Se hallaba recostado sobre la puerta del jardín por donde yo tenía que cruzar sin remedio. A través de la oscuridad pude ver sus ojos brillar y tuve un poco de miedo.

Intenté serenarme y caminé más aprisa. Y entonces, al cruzar a su lado, me cogió por la cintura y me besó fuertemente en la boca.

-No lo olvidarás jamás, ¿verdad?. Es grato que los labios de una mujer conserven el calor de los míos. Gracias.

Quedé anonadada y dolorida. Nunca había imaginado que pudiera sucederme cosa parecida. Además..., y eso era lo peor, comparé casi inconscientemente los besos de Roberto con aquel otro que aún quemaba mis labios. ¡Pobre de mí!. Roberto salió tan malparado que desde aquel día me sentí menos ligada a él. ¡Y después me enorgullecía de no ser novelera!. Y me atrevía a soñar con el beso de un hombre. Era espantoso e inconcebible. Miré al desconocido y le vi sonreír. Apreté los dientes. Hice un esfuerzo y alcé mi mano. La cogió en el aire, la apretó entre las suyas y después la llevó a sus labios. Besóla en la palma con tanto mimo que después de estremecerme di un tirón y como loca me aparté de su lado, corriendo hasta mi alcoba, donde me encerré.

Nunca había pasado una noche tan sobresaltada como aquella. Estaba como enloquecida porque me hallaba prometida a Roberto y deseaba serle fiel con el pensamiento, con el alma y el corazón. Roberto era un hombre vulgar, exento de complicaciones sicológicas. Era un hombre tan sólo y yo creía que me haría feliz. No deseaba prender mi pensamiento en otra cosa ni en otro amor. Le quería a él. Al menos me hallaba convencida de ello y no quería que la figura de aquel hombre se interpusiera entre los dos.

Pasé la noche con los ojos abiertos. En los labios tenía el calor de aquellos otros y en los ojos una lágrima cuajada. ¡Lloré tanto aquella noche!. ¡Tanto y casi sin saber por qué!...

A la mañana siguiente conocí a Begoña y todo cambió de tal forma que una vez más quedé desconcertada...

***

La vi hundida en una butaca y me sentí conmiserativa. Era rubia y tenía unos ojos azules de mirada apagada y triste. Sobre su rostro pálido y demacrado me pareció que los ojos no decían nada.

Iba atormentada pensando en la noche anterior. Temía encontrarme con él y que sus ojos volvieran a decirme todas aquellas cosas mudas que eran una tortura para mí. No le vi, sin embargo, por la mañana ni por la noche ni en los tres días siguientes. Cuando le tuve de nuevo ante mis ojos con la pipa en la boca y la fina sonrisa de ironía en los ojos, me pareció que era un hombre diferente. Entonces sus ojos no hablaron. Miraban inexpresivamente y se apartaban para no encontrarse con los míos. ¿Acaso se hallaba avergonzado de aquello?. No, imposible. Aquel hombre no se hubiera avergonzado de nada. Era fuerte y tenía valor en las pupilas. Parecía que su espíritu recio se hallaba incrustado en ellas...

Cuando le vi de nuevo, Begoña y yo ya éramos amigas. Nos habíamos conocido de una forma extraña. Sin embargo, desde entonces ambas nos sentimos atraídas una hacia la otra.

Era una noche clara y diáfana. No podía dormir. No tenía sueño y además sentía los nervios alterados, como si me pincharan la piel. Coloqué una chaqueta sobre el traje de suave tela y salí a la terraza. A aquella hora creí encontrarla solitaria, pero me equivoqué.

Di unas vueltas por la terraza y de pronto me encontré con Begoña. Se hallaba hundida en una butaca y tenía el rostro entre las manos. Estaba llorando. La toqué en el hombro y ella alzó el rostro. Sentí que me estremecía porque la cara de aquella joven muchacha se hallaba transfigurada por el dolor.

-Buenas noches –saludé un poco tímidamente.

-Buenas noches –repuso muy bajo-, le causa risa ver llorar a una mujer, ¿verdad?.

-¿Risa?. ¡Dios me libre!. Me impresiona, eso sí.

El rostro de aquella muchacha esbozó una mueca como si quisiera sonreír, pero la sonrisa murió en sus labios apenas iniciada.

-Lloro muy pocas veces –murmuró como si, a su entender, fuera preciso una explicación-. Ahora es diferente. Salí al jardín y pensando en mi vida destrozada comencé a llorar. En otro momento cualquiera hubiera sabido sobreponerme, pero esta noche, no sé por qué, no tuve fuerzas para contener el llanto.

Sentí frío en las venas. Aquella muchacha que apenas tendría diecisiete años hablaba de la muerte como si se refiriera a un paseo voluntario.

Después alzó más la cabeza y sus ojos azules me miraron dulcemente.

No supe qué decir. Estaba tan impresionada que el don de la palabra escapó de mis labios. Fue ella la que habló. Me contó sus penas, me dijo que no temía a la muerte. Sabía que tenía que llegar y la esperaba pacientemente, dispuesta a sonreírle incluso. Acudía al balneario con objeto de olvidar un tanto su próxima marcha, pero ajena por completo al deseo de curar porque sabía que era de todo punto imposible. Tenía un hermano por toda única familia y era tan raro que no le comprendía. No había conocido a sus padres y toda la vida la había pasado en el colegio. Poseía mucho dinero y un lugar maravilloso que no le interesaba porque en él no podía disfrutar de la tranquilidad ambicionada. Su hermano estaba casado y su mujer era una déspota. No se entendían. Se hallaba más feliz en el balneario que en su hogar. Al menos allí tenía tranquilidad y en casa de su hermano jamás disfrutaba de ella.

Yo la oía en silencio, muy conmovida. Cuando Begoña hubo terminado hablé yo. En mi voz había un deje de amargura tal que aquella muchacha me contempló suspensa, porque tal vez creyó que sólo ella sufría.

-La salud es una cosa, querida, que se pierde un día cualquiera y de la forma más tonta e inesperada. Es lo único que tengo, si es que tengo algo. Después de todo nos hallamos en igualdad de condiciones. Yo tengo que ganar para vivir, sacrificada y dolorida toda la existencia. Tú puedes hacer lo que quieras porque tus medios económicos te lo permiten; yo tan sólo lo que me mandan... Mi porvenir, como ves, no es nada halagüeño.

-¿No amas?. Eres una mujer hermosa e inteligente.

-Sí, amo. Voy a casarme.

-¿Y te consideras desgraciada?.

-¡Bah!. ¿Crees acaso que el amor ahuyenta toda otra pena?.

-Al menos puede menguarlas.

-¡Menguarlas! –repetí estúpidamente.

Aquella muchacha no sabía lo que decía. Las penas no puede menguarlas un amor, salvo en raras excepciones. Si hubiera sido un gran amor... ¡Un gran amor!. Pero aquella simple atracción que me guiaba hacia Roberto no pasaba de ser un débil cariño, tan frágil que el menor soplo de viento podía derrumbarlo.

Continuamos hablando por espacio de varias horas. Era muy tarde cuando nos retiramos. Me llevó a su departamento y siguió hablándome de su vida, de sus penas y de sus menguadas alegrías.

Después los días fueron transcurriendo. No tuve secretos para ella. Me gustaba su compañía y había puesto en ella toda mi confianza. Le conté mi vida, mis luchas y mis muchas desesperanzas.

-Te escribiré –me dijo un día -. Te escribiré hasta la última hora de mi muerte.

Pero no me escribió. Nunca recibí una carta de ella.

El día que nos separamos creo que fue la última vez que nos hemos visto, porque ella llevaba la muerte retratada en el rostro y supe que no volvería a verla...

Desde aquel día, a partir de la noche que nos conocimos, los ojos de aquel hombre no volvieron a posarse en los míos. Parecía que me huía. ¿Por qué?. ¿Acaso Begoña tenía algo que ver con todo aquello?. Nunca lo supe. No me atrevía a preguntarle y ella nada me dijo a este respecto.

***

Era la víspera de nuestra marcha. Begoña se había marchado dos días antes, con la promesa de que me escribiría. No lo hizo. Nunca más volví a saber de ella. Quedé en el balneario como si el mundo terminara para mí. Me había compenetrado con ella de tal forma que llegué a pensar que aquella enferma y melancólica muchacha formaba parte de mi propio ser.

Aquella noche salí al jardín. Me había encariñado con todos sus rincones y sentía una melancólica nostalgia al pensar que a la mañana siguiente me hallaría muy lejos de allí.

Pisé con fuerza el reluciente mosaico de la terraza y me recosté sobre la balaustrada. Mis ojos lanzaron una mirada dulcísima sobre la noche misteriosa que me impresionaba y quedé quieta y estática contemplando su luminoso poder.

De pronto sentí pasos. No volví la cabeza. Tuve miedo, un miedo extraño que en principio no supe a qué atribuir. Después, sí, pero entonces ya sentía la respiración de él muy cerca de mi rostro.

-¿Te gusta la noche?. ¿Qué ves en ella?. ¿Qué te dice?.

Poseía una voz bronca y tan personal, tan varonil, que más que nunca sentí rabia y despecho porque mi corazón se hubiera enamorado locamente de un hombre así y, sin embargo, iba a entregarse a otro que no formaba el ideal forjado en mis noches locas...

-Me han dicho que marchas mañana. ¿Por qué?. Esto se sentirá triste sin tu presencia, porque ahora lo iluminas todo y cuando nos dejes...

Me volví violentamente. Creo que mis ojos despidieron llamaradas porque él me contempló suspenso y su mirada brilló de admiración.

-Eres muy bella –dijo lentamente, casi sin abrir los labios-. Tus ojos tiene poder y tu boca es una tentación.

Brusca, rabiosa y desesperada me aparté de su lado. Sentí que su mano ardorosa se posaba sobre mi brazo y mi cuerpo dio la vuelta en redondo impulsada por aquellos dedos nerviosos.

-¡Si no fuera él! –murmuró intensamente-. No quiero interponerme de nuevo en su vida porque...

¿De qué hablaba?. ¿A quién se refería?. Me sentí más nerviosa si cabe. Lancé una mirada penetrante sobre su rostro y encontré sus ojos insondables que miraban sin expresar nada.

-Eres muy bonita –musitó muy bajo-. Eres muy bonita y no serás feliz.

Di un brusco tirón y me alejé apresuradamente. No quería verlo jamás porque estaba envenenando mi corazón y mis ansias de ser dichosa con el hombre que tenía mi palabra de casamiento...

Me alcanzó en la puerta. Me cogió fuertemente por la cintura y me apretó sobre su corazón.

-Eres la única mujer que puede conseguir que la quiera. Eres la única que...

-¡Déjeme! –grité angustiada-. Quiero ser feliz y lo seré.

-No, no lo serás. No puedes serlo porque tu corazón aún no encontró ese otro corazón gemelo que le enseñe a sentir.

-¿Quién es usted?.

-¿Yo?. ¡Bah!. Soy yo y eso lo dice todo. Soy un hombre que hubiera llegado a amarte con toda el alma. Pero no merece la pena. De nuevo me han ganado la partida. ¿Dónde te has metido, muchacha, que no te he visto jamás?. Si no fuera así. ¡Si no fuera él!.

¿Quién era él?. ¿Acaso Roberto?. ¡Imposible!. ¿Quién entonces?. Desprendíme de él con rabia. No quise volver a mirarle a los ojos porque tuve miedo, un miedo extraño que lastimaba mi corazón.

Corrí hacia mi cuarto y le dejé de pie, tieso y rígido en mitad de la terraza. No supe qué pensar de todo aquello, no acerté a comprender el significado que deseaba darle a sus palabras enigmáticas.

Sé tan solo que a la mañana siguiente salí del balneario y que su figura quedó de pie en mitad del jardín, con los ojos clavados en el auto que se alejaba. La última visión que tuve de aquel hombre fue su rostro rígido y sus ojos que me miraban de una forma enigmática.

Aquel mismo año me casé con Roberto...