2

El edificio se fue llenando de voces. De vez en cuando atravesaba los tabiques alguna risotada. En los pasillos y escaleras menudeaban los abrazos, los besos y expresiones de alegría y afecto por el reencuentro. Por todas partes florecían alabanzas.

—Precisamente hemos venido hablando de tu blog. Para mí, de los dedicados a la poesía, el mejor de España. En serio.

—Tu último libro es una maravilla. Y ya sabes que yo no elogio por elogiar.

La madre superiora esperaba con sonrisa de circunstancias en la sala de plenos. Iba para tres cuartos de hora que debían haber comenzado las terceras Jornadas Poéticas de Morilla del Pinar. Entró Juanjo Changa creyendo que.

Llevaba el pelo mojado, pues acababa de ducharse, y se había puesto una llamativa camisa de flores. Vio a la jefa de las espinosas, como contó más tarde, sola al costado presidencial de la mesa (un rectángulo de dieciséis mesas más pequeñas en torno a un hueco) y se salió dejándola no sabía si con un saludo o un bisbiseo de plegarias en los labios.

¿Temió que la monja le preguntara por el coche fúnebre o que le adivinara en el aliento que se había pimplado media botella de ginebra antes de salir de la habitación? A los amigos:

—Quien me conoce sabe que disto de ser alcohólico. Bebo por timidez.

A pocos pasos de la recepción encontró al organizador de las Jornadas, José Manuel Agüero, llamado Lope por su segundo apellido, Lopetegui, de solera vasca, aunque él sólo ejerce de regional patriotismo a la hora de complacer al paladar.

Lope, amigo de diputados y ministros, antólogo, reseñista, miembro vitalicio del jurado de incontables concursos literarios, gozaba de gran predicamento entre la poetada nacional. Llevaba un programa de radio en Madrid desde el que hundía y encumbraba. Las Jornadas eran su idea, su proyecto, su criatura. Nadie habría participado jamás en ellas sin su visto bueno. Nadie. Jamás. Lo comparaban con un cometa que surcase el firmamento seguido de una larga cola de aduladores. Versificador prolífico, corrían rumores de que una vez, hacía muchos años, le salió un soneto pasable, su obra cumbre. Esta era una de esas verdades que no conviene decir en voz alta. Lope tenía y sigue teniendo muchos recaderos.

Cuando Changa, servil, ardillesco, se arrancó a saludarlo, Lope estaba de palique amable con la espinosa de la recepción. Al parecer se le había escapado un requiebro un tanto subido de temperatura y lo andaba puntualizando con aplomo febrífugo para que la del hábito, hembra al fin, aunque metida en años y paños, no creyese que.

Changa lo acometió con exceso de afecto por detrás.

—Pensaba que me agredías.

—Es que la jefa está esperando.

—Entretenla, Juanjo, haz el favor. Dile que ya vamos, que hemos tenido diversas dificultades por el camino. Háblale de tu estupendo coche negro. Eso sí, echa la cara hacia atrás, no mucho, dos o tres metros, porque la vas a marear como me estás mareando a mí.

Changa juntó tropa lírica por los pasillos del centro de estudios hasta formar un grupo en el que camuflarse. Llevó a los compañeros de género literario a la sala de plenos, donde hallaron a la madre superiora sumida en santa paciencia. La entretuvieron con parla insulsa. El tiempo, los avatares del viaje, elogios a la vida conventual que el setentón de Teodoro Sanz, por decir algo, calificó de envidiable. Changa se extrañó.

—Oye, pues métete a cartujo.

Teodoro Sanz replicó como si le hubieran clavado de improviso un alfiler:

—¿Estás loco?

Y la monja intervino conciliadora, benevolente:

—Piénselo con detenimiento, señor Sanz. Conviene que no desaprovechemos las ocasiones de agradar al Señor.

Iban entrando en la sala nuevos asistentes a las Jornadas Poéticas, ojerosos y mal dormidos algunos de ellos. Se repartían en torno a la gran mesa con criterio común de alejarse de responsabilidades presidenciales y del engorro de dar conversación a la monja. Entró, a todo esto, Lope. Nada más verlo, a la madre superiora se le iluminaron las facciones. Por fin llegaba algo de autoridad, de orden y sentido. A Lope, única corbata de la concurrencia, no le faltaban mañas de lisonjero.

—Está usted igual de guapa que hace un año.

La monja le salió quejica.

—Ay, señor Agüero, ¡si yo le contara! Tengo días en que los cálculos biliares no me dejan respirar. Me consuelo pensando que Dios Padre me pone a prueba.

Lope sacudió una campanilla que se sacó de un bolsillo de la americana. Hecho el silencio, mandó sentar de una mirada torva a los pocos que aún permanecían de pie.

—Tiene la palabra la madre María Antonia.

La monja le sacaba palmo y medio al chaparro de Lope. Enlazó manos; comprobó que el crucifijo, en la pechera del hábito, colgaba del lado correcto; saludó y dio la bienvenida con lenguaje pulido, sazonando su intervención con muecas bondadosas, una cita de la Vida de Jesús, de Fray Luis de Granada, y dos de San Juan de la Cruz; empezó a aburrir, debió de notarlo, pues sin mayores rodeos abordó el desenlace del discurso. Fue entonces cuando, a modo de despedida, comparó la vocación poética con la sacerdotal, añadiendo que a semejanza de los ministros del Señor los poetas se dirigen al alma de las personas; por último deseó a los concurrentes unas jornadas fructíferas y una agradable estancia en la casa. La poetada le manifestó reconocimiento mediante golpes de nudillo sobre el tablero de la mesa. Visiblemente complacida, la madre superiora abandonó la sala.

Tomó a este punto Lope la palabra. Bien oiréis lo que decía:

—Ruego a todos los presentes, por este orden, silencio, contención y más silencio, pero sobre todo calma. ¿Recordáis que el primer año las Jornadas empezaron con un ligero retraso? Si mi memoria no falla, catorce minutos tarde. No quiero exagerar: trece. La vez última, media hora, nos perdimos el café matinal, reconfortante. Hoy nos hemos superado en punto a impuntualidad. Tal vez el año que viene lleguemos para la cena y otros un día después. Va un poco de información antes de emprender tareas. Aunque seamos poetas venimos a trabajar. Se han apuntado veintiocho de diez mil que hay en España. Alguno está por llegar. Tiempo habrá en los días próximos de conocer a los nuevos y estrechar quizá amistad. ¿Hay preguntas? ¿No? Prosigo. Veis que vamos en aumento. Seríamos muchedumbre si dejáramos venir a todo el que lo pretende, pues ha corrido la voz que estamos de vacaciones bebiendo y comiendo gratis, lo cual no es del todo cierto si bien en parte es verdad. Me llamaron al móvil unos cuantos presuntos genios sin obra propia que avale su talento y vocación, pero a mí no me la dan. Distingo un poeta auténtico a cien metros de distancia con sólo verle los ojos, los andares y la ropa, y se me acaban las dudas si además se pone a hablar. ¿Hay preguntas? ¿No? Prosigo. Gastos de viaje y bebida se los paga cada cual, más un fondo de diez euros para la tradicional, la suculenta paella que preparará mañana por la noche, hacia las diez, como en años anteriores, el compañero Balboa, gran poeta del arroz, del pollo y del azafrán, que para eso nació en Burgos. La paella y la sangría, más la fiesta posterior con la venia de las monjas, obligatorias no son. A quien no asista lo espera oscura noche de ayuno, a menos que se abastezca por su cuenta de comida o salga a cazar al bosque, donde hay ricos saltamontes, víboras, lagartos, grillos y lo que dejen las aves carroñeras de la zona. La cocina está cerrada por motivos paelliles; las ollas, aletargadas, y el servicio, dispensado. El pago de los diez euros es no obstante obligatorio, se haga aprecio o no se haga del arroz del chef Balboa, para subvenir a gastos de material de oficina, fotocopias y otras cosas. ¿Hay preguntas? ¿No? Prosigo. Como nadie ignora, creo, mas me place repetirme, entre la casa de estudios destinada a las Jornadas y el convento de las monjas media un ameno jardín con dos muros laterales y otro idéntico en el centro. Pisar el jardín se puede, recorrerlo, meditar entre las rosas fragantes, hablar con los estorninos, fumar un porro y por mí, con la debida decencia o, si queréis, disimulo, darles placer a los cuerpos. Menos risas, por favor. En cambio, quien salte el muro o solamente lo intente y saque de su sosiego a las madres espinosas, me las incordie o asuste con su mundana presencia donde no ha sido llamado, verá la senda que nunca va a volver a pisar y tendrá que despedirse, con un puntapié en el culo, de las Jornadas Poéticas hasta el año treinta mil ochocientos veintitrés. ¿Hay preguntas? ¿No? Prosigo. Los jornaleros poéticos no perciben honorarios. Ministerio de Cultura y gobierno regional corren a partes iguales con los gastos derivados de la cama y el condumio de los ilustres poetas. Piden pruebas de asistencia activa para evitar parásitos y gandules, por lo que hay que presentar en forma fotocopiada, antes de acabar el mes, versos, ponencias, etcétera, con firma mía y el sello del convento validado por la madre María Antonia. Quien no figure con nombre de pila y dos apellidos en la suma de trabajos recibirá una factura. Ignoro la cantidad, tampoco me importa mucho pues no tengo la intención de tumbarme a la bartola los días de las Jornadas. El que quiera que se esconda, no pienso buscar a nadie. ¿Hay preguntas? ¿No? Prosigo, aunque ya voy terminando. Desde el otoño pasado se han producido debates, con intercambio de insultos, reproches y acusaciones, en revistas y periódicos, en internet y la radio, entre adeptos de las dos corrientes que el panorama poético actual de España dominan, según parece. Si hubiera bajo este techo metafísicos poetas o de los comprometidos, motejados realitas, les mando un severo aviso: no quiero guerras aquí que estropeen las Jornadas. Quien quiera promocionarse, armar bronca o promover rencillas y enemistades, que se suba a la montaña esa que tenemos fuera y dé gritos a la aurora; que se tire finalmente de cabeza al precipicio, que seguro lo recogen en el aire sus amigos. Y acabo mi intervención cediéndole la palabra al profesor catedrático don José Luciano Mínguez, nuestro ponente invitado, a quien doy la bienvenida. El tema, como sabéis, es la belleza poética. ¿Un concepto, una ilusión, una patraña de artistas? ¿Quién se atreve a definirla? ¿Cómo la reconocemos? ¿Se puede vivir sin ella? Trabajaremos en grupos esta tarde y expondremos las diversas conclusiones antes de tomar la cena o después, si es necesario. Escuchemos lo primero de todo las enseñanzas que nos transmita al respecto don José Luciano Mínguez, entendido en la materia. Adelante, profesor.

Mínguez, rechoncho, calvo, miope, entró en el hueco central sacando pecho por la vía de hundir la barriguilla y subirla con decidida resolución de apretujarla detrás de los pulmones, lo que habría conseguido si no fuera porque se le bajó de repente a su sitio cuando tuvo que respirar. Comenzó su disertación con voz de pito:

—Buenos días a todos. Permítanme, a modo de preámbulo, que me remonte a los tiempos prehistóricos, en concreto a la época de las pinturas rupestres. Como sabrán...

Juanjo Changa había levantado la mano. Mínguez calló. A su espalda, Lope, mirada severa, preguntó:

—¿Qué pasa, Juanjo? ¿Por qué interrumpes?

—No, es que quería saber a qué hora es la comida.