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EL GRITO DE LA GAVIOTA

Daba gritos, muchos gritos, y gritos verdaderos.

No porque tuviera hambre o sed, o miedo, o dolor, sino porque empezaba a querer «hablar», porque quería escucharme y los sonidos no me salían.

Vibraba. Sabía que gritaba, pero los gritos no querían decir nada para mi madre o mi padre. Eran, según decían, gritos agudos como de ave marina, como los de una gaviota cerniéndose sobre el océano. Entonces me apodaron la gaviota.

Y la gaviota gritaba por encima de un océano de ruidos que ella no oía, y ellos no comprendían el grito de la gaviota.

Mamá explica: «Tú eras un bebé muy hermoso, naciste sin dificultades, pesabas tres kilos quinientos gramos, llorabas cuando tenías hambre, reías, balbucías como los otros bebés, te divertías. Nosotros no lo comprendimos en seguida. Te habíamos considerado buena porque dormías a pierna suelta en una habitación situada al lado del salón donde la música sonaba a todo volumen las noches de fiesta con los amigos. Y nos sentíamos orgullosos de tener un bebé tranquilo. Te habíamos considerado “normal”, porque volvías la cabeza cuando hacía ruido una puerta. No sabíamos que notabas la vibración por el suelo sobre el que jugabas y por los desplazamientos de aire. Igualmente, cuando tu padre ponía un disco, bailabas allí mismo, en tu parque, balanceándote y agitando las piernas y los brazos».

Estoy en la edad en la que los bebés se divierten jugando en el suelo, a gatas, y comenzando a querer decir mamá o papá. Pero no digo nada. Percibo, pues, las vibraciones a través del suelo. Noto las vibraciones de la música y la acompaño soltando mis gritos de gaviota. Eso es lo que me han dicho.

Soy una gaviota perceptiva, tengo un secreto, un mundo para mí.

Mis padres vienen de familia de marinos. Mi madre es hija, nieta y hermana de marinos de los últimos que cruzaban el Cabo de Hornos. Por consiguiente, me llamaron gaviota. ¿Era muda o gaviota? Este curioso parecido fonético me hace sonreír ahora.*

El primero que dijo: «Emmanuelle grita porque no oye» fue mi tío Fifou, el hermano mayor de mi padre.

Mi padre explica:

—Fue el primero que nos puso la mosca detrás de la oreja.

—Una escena se fijó para siempre en mi memoria, como una imagen que se detiene —dice mi madre.

Mis padres prefirieron no creerlo. Hasta tal punto que, por ejemplo, no supe hasta muy tarde que mis abuelos paternos se casaron en la capilla del Instituto nacional de jóvenes sordos de Burdeos, del cual era director ¡el suegro de mi abuela! ¡Lo habían olvidado! Para esconder su inquietud, quizás para no mirar la verdad a la cara. En resumen, estaban orgullosos de no tener una pequeña «fastidiosa» que les despertase a primera hora de la mañana. Entonces tomaron la costumbre de bromear llamándome la gaviota, para no expresar su temor por mi diferencia.

Dicen que se grita lo que se quiere callar. Yo debía de gritar para intentar oír la diferencia entre el silencio y mi grito. Para compensar la ausencia de todas esas palabras que yo veía moverse sobre los labios de mi madre y de mi padre, y cuyo sentido ignoraba. Y como mis padres callaban su angustia, yo tenía que gritar también por ellos. ¡Quién sabe!

Mamá explica:

—El pediatra me tomó por loca. Él tampoco lo creyó. Siempre esta historia de las vibraciones que tú percibías. Pero cuando se daba una palmada a tu lado o detrás de ti, no volvías la cabeza en la dirección del ruido. Se te llamaba y tú no respondías. Y yo, yo me daba cuenta muy bien de estas cosas extrañas. Parecías sorprendida hasta el punto de sobresaltarte cuando yo llegaba a tu lado, como si me hubieras visto en el último segundo. Pensé de entrada en problemas psicológicos, porque el pediatra no quería creerme cuando te visitaba todos los meses.

»Yo le había pedido una entrevista para participarle mis temores una vez más. Él me dijo brutalmente: «¡Señora, le aconsejo muy de veras que se haga visitar!».

»Y en este punto cerró la puerta expresamente, y como tú te volviste, por casualidad o porque habías notado esas vibraciones, o simplemente porque su comportamiento te parecía curioso, gritó: «¡Ya ve que es absurdo lo que dice!».

»Le tengo rabia. Y me tengo rabia a mí misma por haberle creído. Después de esta visita comenzamos con tu padre un período de angustia y de observación permanentes. Silbábamos, te llamábamos, se daban portazos, se te miraba cuando palmoteabas, cuando te agitabas como si bailaras con la música... Creíamos que sí, después creíamos que no. Estábamos perplejos.

»A los nueve meses te llevé a ver a un especialista que dijo inmediatamente que habías nacido sorda profunda. El choque fue brutal. Yo no podía admitirlo y tu padre tampoco. Nos dijimos: «Es un diagnóstico equivocado. Es imposible». Fuimos a ver a otro especialista, y teníamos tantas esperanzas de que éste sonriera y nos mandara a casa tranquilizándonos...

»Nos encontramos con tu padre en el hospital Trousseau. Tú estabas sobre mis rodillas, y allí comprendí. En la sesión de tests se te hizo escuchar sonidos muy fuertes que me destrozaron los tímpanos y a ti te dejaron impasible como el mármol.

»Le planteé tres preguntas al especialista.

»—¿Hablará?

»—Sí, pero tardará mucho tiempo.

»—¿Qué hay que hacer?

»—Ponerle un aparato, una reeducación ortofónica precoz, sobre todo nada de lenguaje de gestos.

»—¿Podemos reunirnos con adultos sordos?

»—Eso no sería aconsejable. Ellos pertenecen a una generación que no ha conocido la reeducación precoz. Usted quedaría desmoralizada y decepcionada.

»Tu padre estaba abrumado y yo lloré. ¿De dónde venía esa «maldición»? ¿Herencia genética? ¿Una enfermedad padecida durante el embarazo? Me sentía culpable, y tu padre también. Buscamos en vano quién había podido ser sordo en la familia, de una u otra parte.

Comprendo el shock que mis padres recibieron. Los padres culpabilizan siempre, siempre buscan un culpable. Pero hacer responsable al otro, el padre o la madre, de la sordera del hijo es terrible para éste. No debe hacerse. Para mí sigue sin saberse. No se sabrá nunca. Seguramente es mejor así.

Mi madre explica que no sabía qué hacer conmigo. Me miraba, incapaz de inventar lo que fuera para crear un lazo entre nosotras. A veces ni siquiera llegaba a jugar. No me decía nada. Mi madre pensaba: «No puedo decirle te quiero porque ella no me oye».

Se encontraba en un estado de conmoción. Como tetanizada. Ya no podía reflexionar.

Desde mi infancia los recuerdos son extraños. Un caos en mi cabeza, una serie de imágenes sin relación entre sí, como secuencias de una película puestas una tras otra, con largas bandas negras, grandes espacios perdidos.

Entre los cero y los siete años mi vida está llena de lagunas. No tengo más recuerdos que los visuales. Como los flashbacks, imágenes cuya cronología ignoro. Creo que no hubo en absoluto idea del tiempo en mi cabeza en ese período. Porvenir, pasado, todo se encontraba en una misma línea del espacio-tiempo. Mamá decía ayer... y yo no comprendía dónde estaba el ayer, qué cosa era el ayer. El mañana, tampoco. Y no podía preguntarlo. Me sentía impotente. No era nada consciente del tiempo que pasaba. Había la luz del día, lo negro de la noche, eso era todo.

No consigo poner fechas en este período hasta los siete años. Ni poner en orden lo que hice.

El tiempo estaba inmóvil. Yo percibía las situaciones en el mismo lugar. Quizás hay recuerdos enterrados en mi cabeza, pero sin nexos de antigüedad entre ellos, y no puedo encontrarlos. Los acontecimientos, debo decir las situaciones, las escenas, porque todo era visual, las vivía como una situación única, la del ahora. Al intentar resolver el rompecabezas de mi tierna infancia para escribir, no encontré, pues, más que trozos de imágenes.

Las otras percepciones se encuentran en un caos inaccesible al recuerdo. Estaban enterradas en ese período en el cual me fui defendiendo, no sé cómo, con la ausencia de lenguaje, el desconocimiento de las palabras, la soledad y el muro del silencio. Mamá explica:

—Tú estabas sentada en la cama, me veías, con sorpresa, desaparecer y volver. No sabías adónde iba, a la cocina, por ejemplo; era una imagen de mamá que desaparecía, después de mamá que volvía, sin relación entre las dos.