Las tensiones de la habitación eran adecuadas a pocas empresas aparte de la mía, la empresa de sondear las profundidades del silencio. O bien la voluntad de guardar silencio.
La nieve de la cornisa se puso marrón. Cuando la vieja cocina funcionaba había sopa para comer. Unas cosas funcionaban de forma esporádica; otras cosas funcionaban todo el tiempo pero nunca del todo. De noche me pasaba muchos ratos largos sentado con el abrigo de Opel sobre los hombros. La pequeña radio emitía sus ruidos, feroz como un bebé, sin escucharse nunca a ella misma. Era la voz mecánica de América, su voz de muñeca, espetándole eslóganes al amanecer, poniéndose a prueba por si se presentaba una emergencia, emisora tras emisora desvaneciéndose bajo el aliento sufriente del himno nacional. Los bomberos no se movían del cuartel.
Oí un ruido en el pasillo y asomé la cabeza por la puerta. Volvía a estar allí, sentado en el peldaño superior, otra vez Fenig, contemplándome desde el otro lado de la penumbra.
—No podía escribir —me dijo—. Empecé una cosa de ciencia ficción pero se me ha empantanado a las primeras de cambio. He intentado pasear un poco a ver qué pasaba. Ya sabes, caminar un poco. A veces ayuda, algo tan sencillo como pasear por la habitación. Cuando la inspiración se agota, yo lo que hago es ponerme las pilas y echar a andar. La manera de caminar depende de la situación. Esta vez he estado caminando cinco pasos al norte, ocho al sudeste, de vuelta al punto de partida y otra vez cinco pasos al norte. Parece una idiotez pero funciona. Haz algo una y otra vez y pronto empezarán a aparecer pequeñas irregularidades en la rutina. Inconscientes, espontáneas. Y ésa es la señal de que vuelves a estar por la labor. Pero sube, hombre. Te enseño mi apartamento.
Su habitación apenas tenía muebles. Estaba dominada por un baúl enorme, pulido por el paso del tiempo, provisto de unas enormes hebillas oxidadas y de otros accesorios metálicos. Había una alfombra enrollada y apoyada en una pared. Fenig tenía la máquina de escribir en una mesilla metálica con ruedas. Cerca de ella había una lámpara con dibujos de tazas y platillos en la pantalla.
—Aquí es donde vivo y trabajo —dijo.
Era la primera vez que le echaba un buen vistazo a Fenig. Por culpa quizá de la capucha, su nariz parecía más grande de lo que era en realidad, y como la gente que tiene la nariz grande lleva asociada cierta sensación de destino trágico, Fenig con su sudadera me recordaba a un profesor de gimnasia plantado en un patio bajo la lluvia mientras los chavales, entre risas, le rajan los brazos con cuchillos improvisados. Nos sentamos en sendas sillas viejas de madera; en ambas se podían distinguir fácilmente los estratos geológicos de las sucesivas capas de pintura. A Fenig se lo veía atildado, llevaba la ropa pulcra y lavada recientemente.
—No me conoce ni Dios —dijo—, pero tengo dos nominaciones al Premio de Novela de Misterio y Crimen Laszlo Piatakoff. Mis obras de un solo acto se estrenan sin excepción en una universidad agrícola muy a la última de Arkansas. Estoy en la mediana edad pero voy más fuerte que nunca. He participado en antologías de tapa dura, de bolsillo y hasta de papel vitela, joder. Conozco el mercado de la literatura como pocos. El mercado es algo extraño, casi un organismo vivo. Cambia, palpita, crece y excreta. Absorbe cosas y luego las escupe. Es una rueda viva que gira y crepita. El mercado acepta y rechaza. Ama y mata.
La luz entraba con timidez: el único tributo que los inviernos del norte le pagan a la moderación. Una esquina de la habitación empezó a reverberar, el sol se puso a levantar polvo en forma de columnas titubeantes y yo me di cuenta de que todavía llevaba puesto el abrigo de Opel. Fenig llevaba su capucha de algodón con acrílico. Yo la camisa metida por dentro, las muñecas huesudas al descubierto.
—Abajo vive una mujer —dijo—. En la primera planta. Micklewhite, se llama. Tiene un chaval de unos veinte años, deforme y retrasado. Nació con algún problema en el cráneo. Por alguna razón lo tiene blando. Tiene la cabeza llena de abolladuras y formas extrañas. Su familia tuvo vergüenza y por eso nunca hizo nada. Se limitaron a esconderlo en la habitación. Ahora el padre ha muerto y la madre está chiflada y el chaval sigue en la habitación con esa cabeza maleable suya. No puede ni hablar ni vestirse ni nada. Ni siquiera sé si puede gatear. Yo nunca lo he visto. Ella no lo enseña. Pero me lo ha contado todo. Micklewhite y su típico chaval americano. Los he puesto en cuatro historias, sin que ellos lo sepan.
El radiador se parecía al de la habitación de abajo: un objeto alto, encorvado y situado en el rincón, completamente reconciliable con su entorno o ausencia del mismo, agradable a la vista e incluso al oído, uno de esos radiadores que tienen un recipiente de metal enganchado a la parte de atrás para poner agua dentro y humedecer el aire. Nuestros radiadores a juego. Algo que regar de vez en cuando.
—La fama —dijo—. No me llegará nunca. Pero si me llega... Pero no me llegará. Pero si llega... Pero no llegará.
El edificio fue golpeado por la onda expansiva de una explosión provocada en una obra cercana. Vi cómo a Fenig le temblaban un poco los carrillos: el temblor le agitó toda la piel sobrante de la cara, un trastorno en el centro de su pulcritud y su calma. No había ni rastro de radio, teléfono ni televisor.
—Conocí a Laszlo Piatakoff en una cena que celebró la Sociedad Baskerville en el Hilton.
—¿Quién es? —dije.
—Laszlo Piatakoff es la Marjorie Pace Kimball del género policiaco. No te exagero.
En la calle alguien estaba usando un martillo. Emitía un ruido vibrante, acompañado de unos ecos líquidos, y pronto se le unió el ruido de otro martillo, tal vez a una manzana de distancia, provisto de una vibración densa en cada uno de sus golpes pulverizadores, probablemente en la calle Bond. El más pesado de los dos ruidos era el más lejano, y entre los dos formaban una estela que se iba expandiendo lentamente, una estela de tiempo, silencio y reverberación, que reblandecía el aire petrificado, hasta que por fin uno de los martillos descansó y el otro se volvió brutal.
—Todo el mundo se sabe lo de la cantidad infinita de monos —dijo Fenig—. Se pone a trabajar a una cantidad infinita de monos con una cantidad infinita de máquinas de escribir y al final uno de ellos reproduce una gran obra literaria. No sé en qué idioma. Pero ¿qué me dices de una cantidad infinita de escritores metidos en una cantidad infinita de jaulas? ¿Acaso emitirían un ruido de mono? ¿Un ruido auténtico de chimpancé? ¿Acaso terminarían colgados por los dedos de los pies de una cantidad infinita de trapecios? ¿Acaso cagarían mierda de mono? Es una cosa académica, dirás tú. Y puede que tengas razón. Yo no lo sé. Pero una cosa sí sé. Todo se basa en estar en el sitio correcto y en el momento adecuado. En conocer el mercado. En adivinar sus fluctuaciones. En medirle el temperamento. Yo he escrito millones de palabras. Y hasta la última de ellas está en ese baúl.
Cuando bajé las escaleras me tuve que contentar con llevar a cabo una imitación del sueño, a base de ojos cerrados, el cuerpo laxo y una respiración estudiadamente regular. Esto al final se volvió cansino, de manera que comí algo y fui a sentarme a la ventana. El aire traía un hedor terrible, una especie de gas subterráneo liberado por las detonaciones. Volví a cerrar los ojos. Cuando los abrí ya era de noche. La habitación estaba oscura detrás de mí. Se me ocurrió abrir la ventana y gritar:
—¡Fuego! ¡Eh, fuego!
Los portones del cuartel de bomberos se abrirían lentamente. Yo podría vislumbrar el camión enorme, de color rojo camión de bomberos y atiborrado de accesorios relucientes. A continuación aparecerían unos hombrecillos diminutos con botitas negras, que saldrían poquito a poco a la acera y levantarían los ojillos hasta mi ventana.
—¡Fuego! —les gritaría yo—. ¡Fuego, fuego!
Uno de los hombrecillos daría varios pasos y se adentraría en el resplandor de una farola. Se daría un tirón breve de las botitas. Y por fin volvería a levantar la vista hacia mi ventana.
—Agua —diría él, con una vocecilla apenas audible.
Pasaría un momento y luego sus pequeños camaradas, todos de pie alrededor de él, se pondrían a cuchichear, como si siguieran una señal preestablecida.
—Agua, agua, agua, agua, agua.
Al final todos los hombrecillos regresarían al cuartel de bomberos y los portones abovedados se cerrarían lentamente detrás de ellos.