CAPÍTULO 1

«¡MUUU!» puede querer decir muchas cosas. Cuando una vaca de lo más normal como yo, por ejemplo, muge atemorizada puede significar: «El ganadero tiene otra vez las manos frías», o: «Socorro, el ganadero conduce la cosechadora borracho» o, incluso: «¡Oh, no, nos quieren castrar al toro!»

Las vacas podemos mugir cabreadas: «¡Maldita cerca electrificada!»; o regañonas: «Niños, dejad de reíros de los bueyes»; o simplemente de pura, absoluta felicidad: «Tenemos hierba y sol y el cuerpo sin una sola lombriz. ¿Qué más queremos?»

Naturalmente también podemos mugir por tristeza: «Mi madre ha muerto»; inquisitivas: «¿Qué harán los hombres con el cuerpo de mamá?»; y con absoluto escepticismo: «Me da que el Big Mac ese del que hablaba el ganadero no es nada bueno.»

Cuando estamos rumiando en los pastos somos capaces incluso de mugir filosóficamente: «¿En qué estaría pensando nuestra hacedora, la diosa Naia, cuando creó a las personas? ¿O a las puñeteras moscas? Sería mucho mejor que a nuestro alrededor volaran mariposas de colores en lugar de moscas. O que al menos las moscas supieran bien. Desde luego lo mejor sería mariposas que además supieran bien.»

Y a veces, sí, a veces, las vacas mugimos profundamente conmocionadas.

Como lo hice yo cuando lancé el mugido más horrendo de mi vida hasta entonces. Fue una tarde de primavera: estaba en los pastos, vi los nubarrones cargados de lluvia que se acercaban y no quise esperar a que el ganadero llevase a la vacada al establo, ya que de un tiempo a esa parte el tontaina se olvidaba de nosotras a menudo. Ya no era el de siempre: cada vez bebía más de un líquido que su mujer —a la que hacía mucho que no veíamos— llamaba aguardiente de mierda, y cuando lo hacía no paraba de echar pestes de cosas con nombres curiosos como cuotas lácteas, subvenciones agrícolas y prostatitis.

Sea como fuere, no me apetecía lo más mínimo volver a mojarme, así que eché a trotar hacia el establo, donde descubrí, para mi sorpresa, que el gran amor de mi vida, el gallardo toro negro Champion, ya estaba en su cubículo. Al verlo mugí la frase que probablemente a ninguna vaca le guste mugir a su amado:

—Dime, ¿estás montando a Susi?

Champion volvió deprisa la cabeza hacia mí, puso cara de susto un instante y balbució:

—Esto..., esto no es lo que parece, Lolle.

Sí, las vacas también podemos soltar pretextos absurdos.

—Estás sobre las patas traseras y tienes las pezuñas delanteras apoyadas en su lomo —repuse con voz temblorosa—. ¿Qué otra cosa podría ser?

Al encontrarme con semejante espectáculo tuve la sensación de que el corazón me estallaría en mil pedazos. Al mismo tiempo se me encogieron los cuatro estómagos, por no hablar de la panza.

—Lolle, te lo puedo explicar —prometió Champion con su preciosa voz grave, mientras me miraba con sus todavía más preciosos y graves ojos negros.

Estoy segura de que me habría quedado embobada con esos ojazos, como de costumbre, de no haberlo pillado así con Susi. Esa vaca asquerosa tenía muchas cosas malas: era taimada, vanidosa y —lo peor de todo— increíblemente atractiva. Mucho más que yo. Susi tenía muy buena planta, la piel brillante, y más de un toro se había dado sin querer con la cerca electrificada por mirarle las ubres. En cambio, mi piel blanquinegra era mate, nada en mí me incitaba a mirarme encantada en un charco durante horas. Y ningún toro se había salido jamás del buen camino por mis ubres.

Susi le había echado el ojo a Champion hacía tiempo, pero yo confiaba en que su amor por mí fuese más fuerte que las artes de seducción de ella. Está claro que en el fondo yo sabía que estaba siendo una ingenua, y decir ingenua es quedarse muy corta, ni siquiera pavitonta es la palabra exacta. (Y eso que los pavos son tontos de capirote, están convencidos de que el mundo se reduce únicamente a nuestra finca, mientras que nosotras, las vacas, alcanzamos a ver desde nuestra dehesa los árboles del fin del mundo, esos árboles cuyo límite no se puede rebasar, puesto que uno se precipitaría a un abismo y estaría cayendo días y días hasta aterrizar en la leche infinita de la perdición.)

Aunque las ubres de Susi eran mucho más tentadoras que las mías y la escena que se desarrollaba ante mis ojos no parecía dejar lugar a dudas, yo esperaba con toda mi alma que Champion dijera la verdad. Que, en efecto, no fuera lo que parecía y que podía darme una explicación plausible. Si no podía hacerlo, el sueño de mi vida se haría añicos. El sueño con el que soñaba desde el último verano: por aquel entonces aún era una vaca joven (tenía dos veranos) y en mi corazón reinaba una gran inquietud. Me moría de ganas de averiguar cuál era el sentido de la vida, pero cuando se lo preguntaba a las vacas viejas de la dehesa lo único que escuchaba era: «Bueno, pastar está pero que muy bien.»

Una respuesta que desde luego no me bastaba. La vida, pensaba yo, tenía que ser algo más que pastar, rumiar y contarles a las demás vacas la boñiga colosal que una había expulsado.

Un día especialmente caluroso, dos moscas efímeras me enseñaron lo que podía ser ese «algo más». A primera hora de la mañana fui testigo de cómo salían de un charquito que se había formado tras una tormenta. Las dos criaturitas parecían sumamente frágiles en los primeros minutos que pasaban en este mundo. Ya a tan temprana edad se sentían atraídas la una hacia la otra. Decidí observarlas, y las llamé Zumbi y Pumbi. Las dos monadas se pasaron volando y dando vueltas juntas toda la infancia, es decir, una media hora.

A mediodía se convirtieron en marido y mujer. Zumbi fecundó a su Pumbi, un proceso durante el cual, como es lógico, aparté la vista discretamente. Tuvieron hijos. Un millar. Opté por no darles nombre a los pequeños.

Las dos efímeras educaron con amor a su prole, lo que resultó bastante agotador, sobre todo a primera hora de la tarde cuando los mil retoños se volvieron adolescentes desbocados: al parecer ésa era una etapa de la vida en la que uno sólo era responsable de sus actos hasta cierto punto.

A media tarde, los hijos finalmente alcanzaron la edad adulta. A partir de ese momento Zumbi y Pumbi disfrutaron de la vida en pareja, y no pararon de hacer excursiones a otros charcos. Hacia la puesta de sol su vida se tornó nuevamente agotadora, pero de una manera hermosa, satisfactoria, pues ayudaron a sus hijos a cuidar del millón de nietos. Cuando la luna ya había salido, los enamorados comenzaron a volar de acá para allá por última vez, rendidos debido a la edad pero felices, ala con ala, hasta que cayeron al suelo. Allí se quedaron dormidos apaciblemente, bañados por la luz de las estrellas, las alas amorosamente entrelazadas.

Después de ver eso lo supe: ésa era la vida que yo quería tener.

Algo más larga, claro.

Y con algunos hijos menos.

Y también podía pasar perfectamente sin que en mi cuerpo muerto aterrizara una boñiga de vaca, como les pasó a ellas dos. Pero por lo demás quería que mi vida fuera igual que la suya. Y siempre pensé que Champion sería mi Zumbi.

Pero ahora mi sueño estaba a punto de hacerse pedazos, a no ser que Champion tuviese una explicación plausible de por qué estaba en esa postura con Susi.

—Lolle, la cosa fue que a Susi le picaba el lomo —empezó diciendo—, y me preguntó si se lo podía rascar.

Ésa no era lo que se dice la explicación plausible que yo esperaba.

—¿Tan tonta crees que soy? —pregunté mientras se me saltaban las primeras lágrimas.

Champion no supo qué decir, en cambio Susi repuso risueña:

—Bueno, está claro que lista, lo que se dice lista, no cree que seas.

Era evidente que le divertía provocarme, pero no quería darle la satisfacción de perder los estribos delante de ella o —peor aún— echarme a llorar. De manera que respiré hondo, contuve las lágrimas haciendo gala de una fuerza sobrevacuna y repuse toda serena:

—En cambio, está claro que a ti Champion te aprecia por tu ingenio.

—Exactamente.

—Y por tu gran personalidad.

—Eso es.

—Por eso lo tienes subido a las nalgas.

Susi, picada, cogió aire. Champion se volvió hacia mí y aclaró compungido:

—Lolle, esto no significa nada para mí...

—Vaya, muchas gracias —rezongó Susi, ofendida.

Por desgracia, en ese momento para mí sólo era un pobre consuelo que su infidelidad no significara nada para él.

Champion siguió intentando apaciguarme:

—Sabes de sobra que los hombres no nos tomamos tan en serio hacer el amor con una mujer...

Esta vez fui yo quien dijo, molesta:

—Vaya, muchas gracias.

—Uy. —Champion se dio cuenta de su error y trató de enmendarlo acto seguido—: Contigo es distinto, Lolle. Ya sabes lo que siento por ti.

Su voz vibró al decirlo. A lo mejor sentía de verdad algo por mí. Seguro, incluso. Desgraciadamente no tanto como para poder resistirse a las nalgas de Susi.

—Lolle, ¿qué puedo hacer para subsanar mi error? —preguntó contrito.

—Dos cosas —repliqué yo.

—¿Cuáles? —se interesó Champion.

—Para empezar una cosita de nada.

—¿Cuál?

—¡HAZ EL FAVOR DE BAJARTE DE SUSI CUANDO HABLES CONMIGO!

—Eso mismo opino yo —apuntó Susi, que estaba visiblemente enervada al ver que Champion se desvivía por mí.

Champion se separó en el acto de Susi, que se fue trotando a su cubículo ofendidísima. Mientras se alejaba le gritó:

—Montármelo contigo es tan divertido como una indigestión en la panza.

Él la siguió con la mirada un instante, pero por lo visto no le importaba tanto como para responder a su insulto. En lugar de eso, se dirigió de nuevo a mí e inquirió:

—Y ¿qué es lo segundo que tengo que hacer?

—¡No volver a acercarte a mí en la vida!

Cuando pronuncié esas duras palabras me temblaba todo el cuerpo. A continuación di media vuelta y salí del establo, bajo la lluvia que caía a base de bien. Las demás vacas del grupo vinieron a mi encuentro, pero no les hice el menor caso. Mi sueño se había hecho añicos. Champion no era mi mosca efímera. Nunca viviría con él una vida tan feliz como la de Zumbi y Pumbi.

Apenas fui consciente de ello, no pude contenerme más: rompí a llorar y salí a galope, lo más deprisa posible, hacia la dehesa, con la esperanza de que nadie me viera. Las lágrimas se me mezclaban en el morro con las gotas de lluvia, y supe que me moriría de pena a menos que encontrara pronto otro sueño con el que ser feliz.

CAPÍTULO 2

Las vacas tenemos unas glándulas lacrimales tremendamente grandes: no sabía cuánto tiempo estuve tumbada a la orilla del arroyuelo que discurría junto a la linde de nuestra dehesa, sollozando. Los nubarrones se habían disipado casi por completo y solamente chispeaba, pero yo seguía llorando. Entonces se acercó Hilde, una de mis dos mejores amigas, y me preguntó:

—¿Hay algún motivo especial por el que quieras pillarte aquí un resfriado, Lolle?

—Ssssammmpionnn —berreé.

—¿Te importaría berrear vocalizando un poco más?

—Sssampion... Sssusi... Montánnndoselo.

Ahora Hilde sí lo entendió, y suspiró:

—Hombres, con ellos sólo hay dos alternativas: odiarlos u odiarlos.

Mi amiga tenía una piel áspera bajo la cual se escondía un..., bueno..., un corazón duro. Pero en el interior de ese corazón duro había algo blando, un anhelo de amor y cercanía. Sin embargo, Hilde preferiría meter la lengua en una trituradora a confesar a los demás —y sobre todo a ella misma— ese anhelo.

Era la única vaca de nuestra dehesa que tenía manchas marrones, razón por la cual las demás la evitaban desde pequeña. Las únicas a las que nos daba lo mismo el color de esas manchas éramos mi otra mejor amiga, Rabanito, y yo. A mí el color me daba igual, ya que me fascinaba todo lo que era diferente, y a Rabanito no le importaba, porque era la vaca más encantadora y para ella cuanto más variopinto fuese el mundo, mejor.

Mientras mis glándulas lacrimales y la llovizna se iban calmando poco a poco, llegó Rabanito y comentó agitada:

—¿Os habéis enterado? Antes el ganadero no ha venido porque se ha quedado dormido en casa. Otra vez delante de esa caja tonta brillante en la que viven las personas pequeñas que siempre hablan con él sin que les responda, algo que, dicho sea de paso, es de muy mala educación y... Pero Lolle, ¿qué pasa? Estás llorando...

—Sssampion... Sssusii... —le expliqué.

—No me digas, ¿se lo han montado? —preguntó asombrada Rabanito.

—No —respondió, mordaz, Hilde—. Han estado jugando a «tú llevas la boñiga».

—¿En serio? —preguntó Rabanito—. Entonces, ¿por qué está Lolle tan triste?

Aunque Rabanito tenía muy pocas manchas en la piel, y por ello era prácticamente blanca, no era de las vacas con más luces de la dehesa.

Hilde torció los ojos:

—Pues claro que se lo han montado.

—¿Y por qué dices que han estado jugando al «tú llevas la boñiga»?

Rabanito estaba muy confusa.

Hilde soltó un resoplido por toda respuesta, ligeramente irritada.

Rabanito se volvió hacia mí y dijo con ternura:

—Lo siento mucho por ti.

Y me dio lametones por el morro para consolarme, lo cual me tranquilizó un poco.

Mientras tanto, Hilde intentaba consolarme a su manera:

—De todas formas siempre hemos sabido que Champion es un idiota.

—Sí, pero era mi idiota. —Me soné.

—Bah, Lolle —susurró con suavidad Rabanito—, seguro que hay muchos más idiotas.

Rabanito siempre era capaz de ver algo bueno en cualquier circunstancia. Siempre veía el comedero medio lleno, mientras que Hilde lo veía medio vacío. Y Champion se encargaba de vaciarlo del todo.

Pero yo no era como Rabanito. Para ser más exactos: nadie era como ella. Y Hilde tenía la firme convicción de que la actitud positiva de Rabanito guardaba una estrecha relación con el hecho de que al nacer se golpeó la cabeza contra el suelo del establo.

Sin embargo, ¿y si Rabanito tenía razón? Tal vez no tuviese por qué morir de pena. ¿Y si mi nuevo sueño de una vida feliz era ése: encontrar otro toro? ¿Y si me enamoraba otra vez? ¿Pero cómo, doliéndome como me dolía el corazón? ¿Y cuando en realidad sólo quería a Champion? Pero a él ya no podría volver a tocarlo con naturalidad, y menos aún podría dejar que él me tocara, después de haberlo visto así con Susi.

—Ningún toro da la felicidad —objetó Hilde—. Los toros son la prueba de que nuestra diosa Naia no existe. Pero en caso de que sí exista y de verdad creara a los toros, es muy rara. Y cuando digo rara quiero decir que está como una auténtica cabra.

Hilde tenía toda la razón, los demás toros de la finca daban la impresión de ser una creación menos divina aún que Champion. Los toros de nuestra edad eran de la opinión de que para hacer el amor no hacía falta tener sentimientos, lo que a mi juicio no los volvía muy atractivos. Aparte de ellos también estaba el viejo Kuno, al que el ganadero llamaba «la futura sopa de rabo de buey», sin que yo supiera a ciencia cierta a qué se refería. Aunque sonaba más o menos igual de mal que «Big Mac», «chuletón» o «sandalias de piel». Y, por último, en la dehesa también teníamos al toro Tío, cuyas digestiones no eran lo que se dice las mejores. Siempre que Tío Pedo tenía flato, moría un enjambre de moscas. O una ardilla.

Para dar ánimos, Rabanito propuso:

—Bueno, siempre puedes esperar a que nazca otro toro, uno bueno de verdad.

—Claro —argumentó Hilde—, y cuando crezca se enamorará precisamente de una vaca vieja.

—Bueno, ¿y por qué no? —quiso saber Rabanito.

—Porque a los novillos no les pone naaaada una vaca con arrugas, que mastica con la boca llena y que tiene las ubres tan caídas que rozan el suelo al andar.

Ante esa idea de la vejez me entraron ganas de echarme a llorar de nuevo.

Y desde luego de no envejecer.

Rabanito se dio cuenta de que estaba al borde de las lágrimas y volvió a darme lametones en el morro.

—Ya verás como pronto te sientes mejor, te lo prometo, Lolle.

—Sí —confirmó Hilde—, cuando entienda de una vez por todas que no necesita un toro para ser feliz.

¿Era ésa la solución? ¿Vivir una vida feliz sola? ¿Sin ser amada por un hombre?

Rabanito le preguntó:

—¿Tú eres feliz sola?

—Claro —replicó Hilde en un tono demasiado decidido que revelaba que ese «claro» no correspondía del todo a la verdad.

Si ni siquiera la fuerte Hilde conseguía ser feliz sola, ¿cómo iba yo a encontrar la felicidad sin un toro? Antes de juntarme con Champion, la vida, que consistía sólo en pastar y digerir, ya me parecía demasiado poco.

Pedí mentalmente a Naia que me enviara una señal. Apenas empecé a rezar, alguien gritó:

—Attenzione!

Vi que un gato pardo venía corriendo hacia nosotras, no, más bien cojeando, tambaleándose. Le sangraba una pata y sus ojos eran la viva imagen del pánico. Era un animal perseguido. Que huía de algo. O de alguien. En cualquier caso de algo definitivamente pavoroso.

Si ésa era la señal, la diosa vacuna no sólo era rara o estaba como una cabra, sino que además era escasamente considerada.

CAPÍTULO 3

El gato cayó al arroyo ante nosotras. Salió a la superficie, emitió un sonido gutural e intentó mantenerse a flote, pero con la pata herida era absolutamente imposible.

Hilde fue la primera en recuperar el habla.

—Yo a ése no lo he visto en mi vida. ¿De dónde habrá salido?

—Quizá de los árboles del fin del mundo, donde vive la vaca loca —aventuró Rabanito.

—La vaca loca no existe —espetó Hilde—, eso sólo son cuentos que les cuentan las madres a los terneros.

—No son cuentos.

—Rabanito, eres más ingenua que las gallinas, que no entienden que los huevos que les quitan son sus hijos.

—Puede que sí lo entiendan —repuso Rabanito— y lo que pasa es que a las gallinas no les gustan mucho los niños.

—Ahora mismo las gallinas no son importantes —declaré—. ¡Tenemos que sacar al gato de ahí!

Entré con resolución en la fría agua del arroyo, que me llegaba por la rodilla. Pero antes de que pudiera agarrarlo con el morro, el gato volvió a hundirse haciendo ruiditos, con la angustia escrita en los ojos. Metí la cabeza deprisa en el agua y vi que el gato agitaba como un loco las tres patas sanas para salvarse, mientras de su boca salían burbujas de aire. Pero todo su pataleo fue en vano: se hundió hasta el fondo y se dio contra las piedras.

Hundí más el morro y me di cuenta de que el gato ya había cerrado los ojos y que de su boca salían las últimas burbujas de aire, minúsculas. Le mordí el mojado pelaje deprisa y lo saqué del agua. Mientras salía del arroyo, el gato se balanceaba en mi morro e iba escupiendo agua y jadeando. Cuando por fin fue capaz de respirar de nuevo, balbució:

—Signorina, io le doy las gracias de tutto corazone.

—Habla un poco raro —susurró Rabanito.

—Puede que no le llegue mucho aire al cerebro —especuló Hilde.

—Io sono de la bella Italia —explicó el gato.

—Y eso ¿qué significa? —inquirió Hilde.

—Mi tía abuela se llamaba Bella —contestó Rabanito—, pero desde luego de ella no es.

El gato hizo caso omiso de ambas y se centró nuevamente en mí:

—Por regla generale non me atraen las mujeres voluminosas, pero usted... A usted podría besarla, signorina.

Iba a decirle al gato que, lo primero, no sabía lo que significaba «signorina» y, lo segundo, no quería ningún beso —no creo en las carantoñas entre animales distintos—, cuando Rabanito, al ver que aún tenía al gato en la boca, me advirtió:

—Si le respondes, irá directo al suelo.

Tenía razón, claro está, así que deposité con cuidado al herido en la hierba, donde miró a un lado y a otro apresuradamente y al final constató, aliviado:

—Le he dado esquinazo.

—¿A quién? —pregunté.

—Créame, è mejor que non lo sepa.

Le miré la pata destrozada y respondí con desazón:

—Sí, la verdad es que te creo.

Rabanito miró la herida con más detenimiento y observó preocupada:

—Tiene muy mala pinta.

El gato sonrió con amargura.

—Me alegro de que lo diga, signorina, de non ser por usted non me habría dado cuenta.

Intentó enderezarse, pero no lo consiguió. Soltó un suspiro dolorido:

Fuck!

Fuck? —repitió Rabanito—. Y esto otro ¿qué significa?

—Signorina —contestó el gato—, «fuck» è cuando un gato conoce a una gata bellísima y la desea tanto que la flauta mágica se le empina...

—¿La «flauta mágica»? —inquirió, desconcertada, Rabanito.

—El oboe de amore, sí.

—¿El oboe de amore?

—¿El acordeone della diversione?

—No sé de qué estás hablando.

—¡El rabo! —El animal torció los ojos.

—¿El rabo? —repitió Rabanito, confusa.

—Questo —espetó el gato, enervado, al tiempo que se señalaba el miembro.

Rabanito se quedó abochornada, y de ser capaces las vacas de taparnos los ojos, sin duda lo habría hecho.

El gato respiró hondo.

—Io non tengo tiempo para quedarme a dar clases de educacione sessuale a vacas. Debo seguir, de lo contrario io sono finito.

—Pero con la pata así no llegarás muy lejos —constató Hilde.

—Io non tengo eleccione —replicó el gato, y se enderezó y echó a andar cojeando, transido de dolor. Sin embargo, a los pocos pasos se mareó, empezó a dar traspiés y finalmente se desplomó. Cuando caía soltó—: Fuck, fuck, fu... —Y cayó de bruces contra el barro.

—Se lo he dicho —observó Hilde con sequedad—. Que no llegaría muy lejos.

Fuckedifuckediefucke —balbució el gato por último en el barro, antes de perder el conocimiento.

—Este gato habla peor que los cerdos —comentó asombrada Rabanito.

(Se refería a que los cerdos tienen una forma de hablar entre sí que a las vacas nos abochorna y nos da rabia no poder meternos unas zanahorias en las orejas.)

—Me pregunto quién o qué le habrá hecho eso —tercié yo.

—Puede que haya sido yo —retumbó una voz grave a nuestras espaldas, una voz cuya frialdad nos recorrió el lomo y las cuatro patas.

Antes incluso de volverme, pensé: vaca tonta, ¿por qué hago siempre unas preguntas tan estúpidas?

CAPÍTULO 4

Me di la vuelta despacio y al otro lado del arroyo vi a un pastor alemán gris inmenso. Era viejo, pero no parecía nada débil, sino todo lo contrario, daba la impresión de tener una fuerza hercúlea. El hocico enorme, los dientes ferozmente afilados y allí donde debería estar el ojo izquierdo, una cicatriz. El ojo derecho lo tenía inyectado en sangre y con un brillo malicioso. Hasta entonces nunca había visto a un asesino, pero lo supe sin lugar a dudas: ése de ahí lo era.

Mi instinto me dijo: creo que éste es un gran momento para largarse.

Mis dos amigas ya se habían vuelto hacia el perro. Rabanito se quedó helada al ver a la inquietante criatura.

—Creo que me acabo de hacer pis en una pata.

Hilde balbució, como si reconociera al pastor alemán:

—Espero que no sea...

No pudo decir más, pues el perro dijo:

—Lo es; después de todos estos años he vuelto a casa.

—¡Oh, no, es él! —exclamó Hilde—. Es Old Dog.*

—Me alegro de que aún se me conozca aquí —repuso, la sonrisa aún más ancha.

Entonces todo empezó a darme vueltas literalmente de puro miedo. Old Dog era una leyenda en nuestra finca. Una leyenda inquietante. Aunque ninguna de nosotras tres lo había visto nunca, todos y cada uno de los terneros de la vacada había oído hablar de él: en su día, hacía muchos solsticios, Old Dog guardaba nuestra finca. Por aquel entonces, cuando era joven, también atendía al nombre de Rex. Era bueno con todos y nos protegía de los zorros, las martas y otros animales salvajes. Rex amaba a Tinka, una encantadora perra de aguas, y eran una pareja feliz, como ninguna otra en la finca. Pero un día aciago Tinka comió la carne envenenada que el ganadero había puesto para las ratas y tuvo una muerte dolorosa. Rex sufrió lo indecible a lo largo de las semanas que siguieron, dejó de comer y de ocuparse de sus obligaciones en la finca. Finalmente el dolor se le hizo tan insoportable que no quiso seguir viviendo ni un solo día más, así que decidió comer la misma carne envenenada. Se la tragó, se desplomó, escupió espumarajos y, tras pasar unos minutos debatiéndose entre la vida y la muerte, el corazón se le paró, como le sucediera a su amada Tinka. Pero el ganadero no quiso enterrar a Rex de inmediato, primero pretendía dormir la borrachera, de modo que dejó el cadáver del perro tirado fuera. A medianoche Rex abrió de pronto los ojos: había resucitado de entre los muertos. Pero no era el mismo. Tenía los ojos rojos y el pelaje gris como el de un perro viejo; sin embargo, no era débil como un perro viejo, sino que a partir de ese momento pasó a tener una fuerza enorme, sobrenatural. Aunque, sobre todo, ya no era bueno, sino malo. Y no un poco malo, como Tío Pedo, al que de vez en cuando le divertía plantarse en medio de nosotras y tirarse un pedo... No, Rex, que a partir de ese momento pasó a llamarse únicamente Old Dog, era malo de verdad. Ya no vigilaba la finca y protegía a los animales, sino que los atormentaba a la menor ocasión. Ocurriera lo que ocurriese cuando su corazón dejó de latir, fuera a donde fuese su alma, había cambiado. Los animales de la finca supusieron que había ido en busca de su Tinka al reino de los muertos y no la había encontrado. Otros supusieron que el reino de los muertos no quería allí a nadie que se quitara la vida y que por eso él ahora era inmortal. En cualquier caso, un día especialmente aciago, Old Dog mató con brutalidad a una cerda. No para comérsela ni porque la cerda lo hubiese ofendido. Cuando el cerdo viudo le preguntó al pastor alemán con voz lacrimosa: «¿Por qué mataste a mi mujer?», él se limitó a responder con frialdad: «Porque era feliz.»

Pero cuando vio el cuerpo cruelmente desgarrado del animal, el ganadero le saltó un ojo al perro con una pala y lo echó de la finca. Desde entonces no se lo había vuelto a ver..., hasta ahora.

—Entonces... —balbució Rabanito—, entonces, ¿eres de verdad Old Dog?

—El mismo que viste y calza —contestó él sonriendo desde su orilla del arroyo, y el ojo inyectado en sangre despidió un destello perverso.

—Me acabo de hacer pis en la otra pata —susurró Rabanito.

—A mí la vejiga también me está dando algún que otro problemilla —coincidió Hilde.

—Vacas, no os pasará nada si me entregáis al gato —afirmó Old Dog con una fría sonrisa.

Mi instinto me dijo: eso suena pero que muy bien.

Miré el gato desmayado, que sangraba. No podía abandonar a su suerte a esa pobre criatura desvalida, razón por la cual mandé a la porra a mi instinto y le dije a Old Dog con toda la valentía de que fui capaz:

—Ni hablar.

Sorprendida, Hilde preguntó a Rabanito:

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Creo que ha dicho que ni hablar —repuso la no menos sorprendida Rabanito.

—Mierda, con lo que me habría gustado haber oído mal. —Hilde suspiró.

Old Dog me sonrió.

—Vaya, vaya, pero ¿qué tenemos aquí? Una vaca valiente. ¿Sabes lo que les pasa a las vacas valientes?

Tal y como formuló la pregunta, seguro que no les pasaba nada bueno.

—Que acaban siendo un cadáver. Un cadáver sanguinolento, hecho pedazos —contestó el perro, lanzando una sonora carcajada.

—Creo que su humor no tiene nada que ver con el mío. —Oí decir en voz baja a Rabanito.

Y mi instinto preguntó: ¿no podríamos volver un momentito a lo que he dicho de largarnos?

A mí también me habría encantado volver. Mucho, muchísimo. Pero ¿cómo iba a vivir sabiendo que había abandonado a su suerte, a una muerte segura, a una criatura indefensa como ese gato? Si hacía algo así, mi conciencia me remordería de tal modo que ya no podría ser feliz nunca más.

Así que repuse osadamente:

—Si quieres el gato, tendrás que vértelas con las tres.

Hilde se quedó pasmada.

—Esta vez sí que me gustaría haber oído mal.

—Y a mí me gustaría ser un pájaro —empezó a decir Rabanito, atemorizada—, o un topo o una lombriz de tierra, a poder ser invisible, aunque las lombrices invisibles no existan, o puede que sí existan, sólo que no podemos verlas, como son invisibles...

Pero, por mucho miedo que tuvieran las dos, no salieron corriendo, permanecieron a mi lado. Porque eran mis amigas. O porque tenían las patas paralizadas por el miedo. Lo más probable es que fuese una mezcla de las dos cosas.

Old Dog no podía dejar de reír.

—Eres muy valiente, muchacha.

Mientras él lanzaba una risa tan fría que me hizo tiritar, mi instinto volvió a tomar la palabra: a ver, si tengo que elegir entre la vida de un gato y la mía, la decisión está más que clara...

Pero seguí desoyendo valerosamente a mi estúpido instinto y no me moví del sitio. Y las otras dos se quedaron conmigo.

De pronto, Old Dog dejó de reírse y se colocó a nuestro lado tras salvar de un salto el ancho arroyo con una facilidad con la que ni un perro joven habría podido hacerlo.

Rabanito nos dijo entre susurros:

—Ha sido un placer conoceros.

A lo que Hilde repuso:

—Igualmente, aunque no pueda decir lo mismo del resto del mundo.

Mi instinto me imploró: no me gusta nada ser un listillo, pero ¿quién acaba de decir exactamente eso?

Old Dog se me encaró. Aunque era más pequeño que yo, parecía poderoso. El pelo le olía a podrido; el aliento, a muerte. Me atacaría de un momento a otro, no cabía la menor duda. Y me mataría. ¿Cómo iba a defenderme de semejante monstruo? Yo sólo era una vaca y nunca me había peleado con ningún animal, sólo con las moscas, con el rabo, y ni siquiera les daba.

El pastor alemán se me quedó mirando unos segundos que me parecieron eternos, yo tenía el corazón desbocado, pero ya no podía escapar, las patas me temblaban demasiado. Mi vida terminaría y no había conocido la felicidad. ¿Se podía sufrir una muerte más triste?

Sin embargo, Old Dog dijo de pronto:

—No vale la pena que le quite tres vacas a mi antiguo amo.

Apenas daba crédito a mis oídos, no me atrevía ni a respirar.

El perro me lanzó una mirada penetrante con su ojo enrojecido y siseó en voz baja:

—Hoy es tu día de suerte, muchacha...

Si ése era mi día de suerte, no quería ni pensar cómo sería el aciago.

—Pero la próxima vez que nos veamos, morirás. Será una muerte lenta. Muy, muy lenta. Y muy, muy dolorosa.

Se volvió, salvó de nuevo el arroyo de un salto enorme y se alejó a una velocidad sobrenatural. Ni mi instinto ni yo teníamos la menor duda de que cumpliría su amenaza. Y la sola idea hizo que yo también me hiciera pis en la pata trasera.

CAPÍTULO 5

Nos quedamos paralizadas, mirando hacia el punto del horizonte por el que había desaparecido Old Dog. Durante un rato sólo se oyó el entrechocar de nuestras temblorosas patas. Rabanito fue la primera de las tres en recuperar el habla, y constató:

—Las patas me huelen a moho.

Por mi parte me estaba preguntando cuánto podría tardar en irse semejante miedo cerval cuando oímos decir a nuestra espalda:

—Mamma mia, qué oscuridade.

El gato seguía con la cara hundida en el barro.

—¿Será questa la oscuridade eterna? —se lamentó.

—No, es que estás mirando hacia donde no debes —le respondí, y me acerqué a él y le di la vuelta con el morro delicadamente. El pobre tenía muy mal aspecto, algo que no tenía que ver únicamente con que toda su cara estuviera llena de barro. Le toqué con cuidado la frente con el morro y comprobé que estaba más caliente que un pájaro que se hubiera enredado en la cerca electrificada.

—Ahora hay más claridade —aseguró—. Io veo la luz. Arrivederci, Francesca.

—Será su mujer —aventuró Hilde.

—Arrivederci, Alessandra.

—Su otra mujer —añadí yo, y no pude evitar pensar en Champion, lo cual desencadenó en mí un dolor que fue como si me atravesaran el corazón con algo ardiente y punzante. Por lo menos, gracias al encontronazo con Old Dog, había estado unos instantes sin pensar en Champion y Susi.

—Arrivederci, Karla... Véronique... Kathy... Gruscha... —continuó lamentándose el gato.

—Nuestro amigo no pierde el tiempo —aseveró Hilde.

—Luigi...

—Y se lo hace todo.

—En lugar de quedarnos aquí pasmadas deberíamos ayudarlo —opiné yo.

—Y ¿cómo? ¿Se te ocurre algo? —quiso saber Hilde.

—Eh... La verdad es que no... —contesté. No tenía la menor idea de cómo curar a una criatura tan gravemente herida, ni tan siquiera de cómo aliviarle el dolor.

—Pues yo sí tengo una idea —dijo Rabanito.

—¿? —preguntamos a coro Hilde y yo.

—¿Por qué piensa siempre todo el mundo que no tengo buenas ideas? —inquirió, ofendida, Rabanito.

Hilde fue a responder, pero antes de que pudiera decir: precisamente porque tú eres tú, cariño, el gato siguió gimoteando:

—Arrivederci, Bello, teckel precioso...

—Se lo hace todo mucho más de lo que pensábamos —opinó, asombrada, Hilde.

—Y está a punto de morir. Tenemos que hacer algo —insistí—. A ver, ¿qué idea es ésa, Rabanito?

—¿Sabéis lo que solía decir la abuelita HammHamm? —repuso Rabanito.

Abuelita Hamm-Hamm era el mote de su abuela, una mujer un tanto extravagante con la que creció Rabanito, ya que su propia madre no se interesaba mucho por ella.

—No, no lo sabemos. ¿Qué decía la abuelita HammHamm? —inquirí.

—Que si una herida está abierta, es bueno orinarle encima.

Al oír eso, el gato abrió los ojos horrorizado y gritó:

—¡Non lo dirás en serio!

Lo que proponía Rabanito ciertamente sonaba algo disparatado, pero al menos era una idea. Y una idea era mejor que dejar morir al gato sin más en el barro. Por eso le pregunté a éste:

—¿Se te ocurre algo mejor? Aparte de morir, vamos.

El gato se dio cuenta de que no tenía elección, de modo que musitó:

—A veces la vita non è sólo una merda, sino también una meada.

Rabanito hizo lo que tenía que hacer mientras el gato decía cosas raras entre dientes:

—Stronzo, Certino, Berlusconi...

Después Rabanito contó que su abuela aconsejaba también untar las heridas graves con pasta de caléndula. Por consiguiente, las tres vacas nos pusimos en marcha, mascamos caléndulas, las trituramos en la boca y a continuación escupimos la pasta en la pata del gato. Luego se la extendí suavemente en la herida con el morro. El gato comentó entre suspiros:

—Questo puré sería la cosa más asquerosa que me habría pasado en la mía vita de non haberme meado ésa encima hace un minuto.

Rabanito observó la pata untada de amarillo y dijo:

—O esto sirve de algo...

—¿O? —quise saber yo.

—Es otra muestra del humor absurdo de mi abuela.

El gato no lo oyó, ahora gemía de un modo desgarrador.

—Io siento molto haberte dejado en la estacada...

Después perdió el sentido.

—¿A quién habrá dejado en la estacada? —Rabanito sentía curiosidad.

—Ni idea —repliqué—. Y ahora tampoco tiene importancia. No lo podemos dejar aquí fuera toda la noche.

Tomé nuevamente al gato con el morro por el pescuezo y me lo llevé hacia el establo mientras el sol se ponía tras las nubes. Con cada paso que daba, no podía evitar pensar más en Champion y Susi, y el dolor caliente y punzante que sentía en el corazón aumentó. Me habría gustado dar media vuelta y no volver jamás al establo, pero el que nos ocupaba era un caso de vida o muerte. En su estado, el gato no podía pasar de ninguna manera la noche en la hierba mojada. Cuando llegamos a la puerta, me sentía tan mal que casi deseé que volviera Old Dog para poder aplacar el dolor.

Del establo salió a nuestro encuentro el ganadero, que apenas reparó en nosotros, a todas luces había vuelto a beber el aguardiente ese de mierda, y se limitó a farfullar: «Ya falta poco, ya falta poco.»

Naturalmente no supe para qué faltaba poco, y en ese momento tampoco es que me importara, ya que nada más entrar vi a Champion. A punto estuve de dejar caer de la boca al gato, porque me puse malísima. Pero Champion se quitó de en medio, no preguntó por el animal que llevaba colgando, sino que respetó mi deseo de no volver a acercárseme nunca. Hilde, por supuesto, se dio cuenta de lo que me pasaba y me dijo al oído:

—Si quieres, lo convierto en buey de una patada.

Pero no quería eso. No quería nada. Sólo irme a mi rincón del establo y llorar tranquilamente. En el cubículo dejé al gato en la paja, delante de mí, y lo envidié: en ese momento a mí también me habría gustado estar inconsciente.

Cuando oscureció por completo, las demás vacas se quedaron dormidas apaciblemente, sus ronquidos interrumpidos sólo de vez en cuando por las ventosidades de Tío Pedo. Sin embargo, a mí me resultó absolutamente imposible pegar ojo. Por un lado, no se me había olvidado el encuentro con Old Dog; por otro, las imágenes de Champion montando a Susi daban vueltas en mi cabeza. Por la ventana del establo contemplé la Luna llena, que brillaba en lo alto del cielo y a la que en su día diera forma la diosa vaca Naia a partir del queso que ella misma hizo, tal y como se celebraba en nuestros cantos sagrados:

De cómo Naia creó la Luna

Naia miró todo cuanto había creado y vio que podría estar mucho mejor. Cierto, había creado muchas cosas hermosas: las mariposas, las flores y la hierba. Pero había otras que no le habían salido tan logradas: las malas hierbas, los cerdos, las garrapatas. No obstante, dado que no era demasiado propensa a la tristeza, a la diosa vaca le satisfizo su creación. ¿Qué otra cosa se podía esperar después de tan sólo seis días de trabajo?

De repente se hizo la noche. La diosa miró la negrura del cielo y advirtió que no veía nada. Todavía no había creado las estrellas y la Luna. Las criaturas que poblaban la nueva tierra de Naia se quejaban amargamente de la oscuridad. Las mariposas tanto como los cerdos, las aves cantoras tanto como las nutrias. Los únicos que se alegraban eran los murciélagos, ya que en la oscuridad podían tomarles el pelo alegremente a los otros animales.

Para desterrar la oscuridad, Naia se ordeñó a sí misma y con su leche hizo un queso enorme que lanzó con todas sus fuerzas al cielo. Y a partir de ese instante la Luna brilló en el firmamento y bañó la tierra con su luz. Todas las criaturas celebraron que ahora pudiera verse por la noche, salvo los murciélagos.

Con el objeto de deparar más alegría aún a sus criaturas, la diosa vaca lanzó unas gotitas de su pipí al cielo, y a partir de ese instante junto a la Luna también relucieron las estrellas más bellas.

Naia miró expectante a sus criaturas, a las que sin duda satisfarían las estrellas tanto como la Luna. Sin embargo, sus criaturas se limitaron a mirar con fijeza a la diosa. Finalmente una lombriz de tierra se aclaró la garganta y dijo: «Lo del pipí ha sido un poco asqueroso.» Y los demás animales se apresuraron a darle la razón. Ésa fue la primera vez que Naia barruntó que no lo tendría tan fácil con sus criaturas.

Sí, pensé yo, si uno no estaba solo en el mundo, podían herirle otros. Como Champion a mí. Puestos a elegir, habría preferido bañarme a solas en la leche infinita a exponerme a este dolor.

Seguí contemplando la Luna y me pregunté por qué no enmohecía, si era de queso. De repente oí que el gato se reía con suavidad. Dejé que la luna de queso fuera de queso y lo miré: deliraba. Y empezó a hablar dormido de cosas extrañas de las que yo no había oído hablar nunca: «Calamari... Sushi... Ménage à trois...»

¿Qué sería todo eso?

Siguió hablando, con una sonrisa beatífica: «Ménage à quatre... Ménage à neuf...»

Sonaba raro. ¿De qué hablaría el gato? Algo había dicho de la bella Italia. Y por su forma de sonreír debía de ser un lugar muy, muy bonito. Deseé conocer un lugar bonito. Un lugar donde pudiera ser feliz, sin Champion, sin Susi, sin el corazón roto.

Mucho tiempo después —ya amanecía—, el gato dejó de parlotear y se quedó dormido apaciblemente. Volví a tocarle con cuidado la frente con el morro: la fiebre parecía remitir. ¡Gracias a Naia!

Cuando nuestro viejo gallo cantó al alba, el gato abrió mucho sus ojos gatunos:

—He tenido un sueño horribile: io soñé que una vaca me orinaba.

Preferí no desvelarle que no había sido un sueño. Me presenté:

—Me llamo Lolle.

—È un nombre bellísimo...

Pensé lo que siempre había pensado de mi nombre: no está mal.

—Io me llamo Giacomo —anunció él, radiante.

Hasta su nombre sonaba exótico, como si proviniera de un lugar emocionante, de un lugar donde quizá yo pudiera ser más feliz que aquí. Por eso no me pude contener: no quería saber cómo se encontraba el gato, si aún le dolía la pata o si necesitaba que le diera algo de beber. En lugar de eso pregunté lo que tanto me interesaba:

—¿Por qué no me hablas de la bella Italia, Giacomo?

CAPÍTULO 6

Esperé la respuesta con el corazón acelerado, pero antes de que el gato pudiera decirme algo, el ganadero entró en el establo y gruñó: «Vamos, bichos idiotas, es la hora del ordeño.»

Ése no era lo que se dice un procedimiento que formara parte de los momentos culminantes del día.

Las vacas salieron al trote del establo hacia la sala de ordeño. Los toros también se pusieron en marcha, ya podían irse a pastar. Desde luego los hombres lo tenían mejor que nosotras en todo.

Champion pasó por delante de mi cubículo y me dirigió una mirada del tipo: ¿no-podríamos-hablar? Dolida, le respondí con una que quería decir: no-sin-que-meeche-a-llorar-así-que-mejor-no. Una vez más, Champion respetó mi deseo (algo sensible era) y salió trotando abatido del establo.

—¿È el tuo marido? —preguntó Giacomo, interrumpiendo mis pensamientos.

Y respondí con su mismo acento:

—È el mío tonto.

—Los huomos solemos ser tontos —sonrió Giacomo.

—Anda. —Hilde se rió. Se había acercado al cubículo—. Un macho con conciencia de sí mismo. Creía que abundaban tanto como los cerdos voladores.

Le echó un vistazo a la herida de Giacomo, que tenía mucho mejor aspecto, y comentó asombrada:

—Alucino, así que Rabanito tenía razón.

—Pues claro que la tengo —convino, radiante, la aludida, que asimismo se aproximó—, ¿qué te esperabas?

—Sinceramente, un cadáver —contestó Hilde.

Rabanito mugió:

—¡Eres una asquerosa!

Y se fue enfadada.

Hilde salió tras ella y le dijo:

—Vamos, cariño, no te pongas así. Al fin y al cabo no he dicho lo que de verdad pensaba.

—¿Y qué es lo que de verdad pensabas?

—¡Un cadáver meado!

—¡Eres más asquerosa que asquerosa! —espetó Rabanito, y salió del establo, seguida de Hilde y sus risas.

La última en pasar por delante de mí fue Susi, que me dirigió una sonrisa triunfal.

—Por cierto, he quedado con Champion justo después de que me ordeñen.

Si había alguien capaz de hurgar en una herida, ésa era Susi.

—Questa vaca è una puttana, non? —preguntó Giacomo cuando Susi hubo abandonado el establo.

—È una grandísima puttana —asentí.

—Las puttane son una mala creacione.

Cómo no estar de acuerdo con eso.

—Italia è el lugar más bello del mondo —dijo Giacomo, respondiendo ahora a mi pregunta—. Allí tenemos sole, amore y canzone...

—¿«Canzone»?

—Canciones —tradujo Giacomo.

Y muy a mi pesar me ofreció un ejemplo en el acto, aunque de aquella manera:

—«Azzurro, il pomeriggio è troppo azzurro e lungo per me...»

Al oír aquellos aullidos gatunos, la leche estuvo a punto de hacérseme queso en las ubres.

Lo interrumpí a toda prisa.

—¿Y también es bonito para las vacas?

Quizá, eso esperaba, fuera un sitio en el que ser feliz. A favor estaba el hecho de que allí no había ningún Champion y, sobre todo, ninguna Susi.

—Italia è bella para tutto il mondo... —aseguró, radiante, el gato.

Mis ojos se iluminaron.

—Menos para las vacas.

—¿Y por qué no?

—Perque allí acaban convertidas en boloñese.

—¿En qué?

—En carne picada.

—¿Qué es carne picada? —quise saber.

—Algo que las personas hacen con vosotras, las vacas.

—No entiendo ni papa.

Giacomo me miró con cara de profundo asombro y a continuación dijo, pasmado:

—Dio mío, así que non tienes ni idea.

—¿Ni idea de qué?

Su comportamiento no sólo me desconcertaba, también me inquietaba.

—È mejor que non tengas ni idea de lo que non tienes ni idea —repuso el gato, y propuso, un tanto exaltado—: Allora, cambiemos de tema. ¿Y si te canto otra vez?

—No, mejor no.

—Pero io me sé bonitas canciones para animarte —replicó, y se puso a cantar en el acto—: Y del queso volaron los agujeros...

—¡Giacomo! —lo corté.

—Io me sé otra canción para animarte: tutto tiene un finale, sólo las salchichas tienen due...

Esta vez fue él mismo quien paró y dijo:

—Huy, è possibile que questa non sea una cancione adecuada...

—¡Dímelo de una vez! —espeté, e incluso le di un ligero golpecito con el morro para que se decidiera.

El gato callaba, sopesaba si debía decírmelo, sea lo que fuere lo que debiera decirme. Sin embargo, yo lo presentía: se trataba de algo importante. Algo que afectaba a mi vida y que tenía que saber. Por eso lo amenacé:

—O me lo dices o te planto una boñiga en la cabeza.

—Tú non harías eso. —Se asustó.

—La cuestión es —me tiré un farol—: ¿estarías dispuesto a correr el riesgo?

Giacomo se lo pensó y finalmente dijo:

—Tú lo has querido. Bene, pues eso de lo que non tienes ni idea è questo... Las personas se comen a las vacas.

—¿Que las personas hacen qué? —pregunté, completamente atónita.

—Se comen a las vacas.

—¿¿¿Que las personas hacen qué???

—Se comen a las vacas.

—¿¿¿QUE LAS PERSONAS HACEN QUEÉ???

—Tengo la sensacione de que la nostra conversacione è un poco repetitiva...

Me mareé, casi me fallaron las patas. No quería creer a Giacomo, era demasiado espantoso. Pero de repente todo tenía sentido, de una manera perversa: por qué había tan pocas vacas viejas en la finca y también por qué nunca, en toda mi vida, había visto una vaca muerta. ¡Oh, no! ¡Éramos igual de ingenuas que las gallinas, a las que les quitaban los huevos!

Reaccioné como probablemente habría reaccionado cualquier vaca normal.

—¡No! —exclamó, horrorizado, Giacomo—. ¡Casi me vomitas encima!

En el último instante había conseguido hacerse a un lado.

Cuando hube terminado de escupir, ya no era la misma vaca: no hacía nada soñaba con un lugar en la tierra en el que poder vivir feliz, lejos de Champion y Susi. Ahora sabía que vivía en una finca que se hallaba en un lugar donde mi mal de amores, por malo que me pareciera, no era lo peor. En el sitio donde estaba podían matarme y a continuación sería devorada por las espantosas personas. Por tanto tenía que irme. Lo supe en el acto. Pero ¿adónde? Desesperada, pregunté:

—Dime, ¿existe algún lugar donde no se coman a las vacas?

—En los míos viajes por il mondo he visto muchos lugares donde non se comen a los cerdos, pero sólo uno en el que las vacas pueden vivir..., y questo lugar se llama la India.

CAPÍTULO 7

—¡Gracias a Naia! —mugí rebosante de alegría, y acto seguido deseé saber más cosas de ese lejano país—: Cuéntame todo lo que sepas.

—En la India las personas les dan a las vacas la mejor comida...

Eso sonaba de maravilla.

—Adoran a las vacas...

Eso sonaba increíble.

—Incluso las veneran.

Eso sonaba demasiado increíble, razón por la cual repliqué:

—Te lo estás inventando.

—Non, signorina. Y è aún mejor.

—¿Aún mejor?

—Adoran a las vacas, a las hembras, allí los toros non tienen valore...

—Ahora sí que estoy segura de que te lo estás inventando —afirmé.

—¡Lo juro por la mía madre! ¡Por il mío padre! ¡Io lo juro incluso por il mío rabo!

Si lo juraba por eso (a esas alturas ya tenía calado a Giacomo), debía decirlo en serio. Por increíble que sonara: no sólo podían salvarse de las personas, sino que además existía un paraíso para las vacas. Mugí nuevamente de alegría, con más fuerza que antes. Después pregunté:

—¿Cómo puedo ir a la India?

—Allora, è un viaje molto largo... —respondió, vacilante, el gato.

—¿Y?

Me daba absolutamente igual lo que tuviera que hacer para llegar a ese paraíso. Caminaría un día entero, dos y, si no había más remedio, incluso tres, tres días.

—Signorina, las vacas non están hechas para un viaje tan largo.

—Tampoco estamos hechas para que nos coman las personas.

—Eh... Sinceramente..., sí.

Ésa no era una idea con la que pudiera conformarme. Ni tampoco una suerte a la que quisiera resignarme dócilmente.

—El viaje non è sólo largo para las vacas —me insistió el gato—, sino también peligroso. Hay moltos peligros, molto más grandes que Old Dog... È possibile que non sobrevivas a ellos.

¿Había peligros aún mayores que Old Dog? Eso era algo difícil de imaginar. A decir verdad, imposible. Pero si era cierto tal vez no fuese tan buena idea marcharse.

Estaba hecha un tremendo lío, y poco después me sentí más confundida aún, ya que de pronto entró en el establo Champion. Vino hacia mí con aire decidido y dijo agitado:

—Sé que tengo que mantenerme apartado de ti, pero no puedo evitarlo, he de hablar contigo. Lo siento, siento mucho lo que pasó...

Oyendo sus palabras y viendo su cara de desesperación se podía incluso creerlo.

—Lolle, te prometo que lo de Susi no volverá a pasar. Acabo de decírselo... Te quiero sólo a ti, y me gustaría envejecer contigo. Tuyos son mi corazón, mi alma, mi vigor.

Entre nuestras patas, Giacomo comentó desde abajo:

—Con tantas zalamerías me dan ganas de vomitar.

Por mi parte me había quedado sin habla. Por un lado, ésas eran exactamente las palabras que quería oír de Champion —dejando aparte lo del vigor—; por otro, no sabía si sería capaz de quitarme de la cabeza la imagen de él con Susi. Y además estaba el hecho, que no era precisamente una tontería, de que en la finca en la que estábamos ni siquiera tendríamos la oportunidad de envejecer juntos como Zumbi y Pumbi, las dos moscas efímeras.

Sin embargo, ¿no era mejor una vida corta con Champion que una muerte probablemente segura fuera? Sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera se sabía cuándo nos mataría el ganadero para comernos. Quizá pudiésemos vivir los dos una vida larga en la finca, y durante ese tiempo yo pudiera ser feliz con Champion y tener terneros con él. De manera que balbucí:

—No suena mal...

Pero antes de que Champion pudiera responderme, el ganadero bramó en el establo:

—¡Al campo, fuera, bichos! —Y añadió—: Dios mío, cuánto me alegro de que mañana se venda la finca y os hagan filetes a todos.

CAPÍTULO 8

Champion hizo lo que le ordenaban y salió al trote: los toros de nuestra finca siempre obedecían al ganadero. Además mi amor no hizo el menor caso de lo que acababa de decir ese hombre tambaleante, al fin y al cabo estábamos acostumbrados a que dijera cosas raras. Sin embargo, yo había oído perfectamente sus palabras y me quedé completamente helada. Pregunté al gato en voz baja:

—¿Los filetes son algo parecido a la carne picada esa?

Giacomo me miró entristecido.

Eso también era una respuesta.

Vomité de nuevo.

Y Giacomo gimoteó:

—Mamma mia, questa vez me has dado.

Mientras el gato, pese a la pata herida, se metía en el pilón para lavarse, yo me enderecé, me acerqué y le pregunté:

—¿Tú podrías llevarme a la India?

Él titubeó.

—È peligroso.

—¿Más peligroso que esto? ¿Donde mañana me harán filetes? Sea lo que sea eso.

—Eso è...

—¡NO QUIERO SABERLO!

Giacomo se paró a pensar un instante y contestó:

—Io sono en deuda contigo, y è una deuda grande. Me salvaste la mía vita. Y los gatos indios dicen: «Si tú salvas la mía vita, la mía vita è tuya hasta que la deuda esté saldada.»

—¿Los gatos indios? ¿Son los que viven en la India?

Giacomo suspiró.

—Te lo contaré tutto durante el viaje.

Un viaje. Así que me iría de viaje. Un viaje sin retorno.

Eché un vistazo al establo, y al ver los cubículos vacíos lo tuve claro: no debía salvarme sólo yo, sino también Hilde y Rabanito. No podía abandonar a su suerte a mis mejores amigas.

Bueno, a decir verdad, había que salvar a todas las vacas de una muerte tan horrible y llevarlas a la India. Incluso a Champion. Y a Tío Pedo. Y hasta a Susi, tanto si me hacía gracia como si no.

Aunque con lo de la salvación también se podía exagerar.

CAPÍTULO 9

—Lolle, nadie irá contigo, porque nadie te creerá —explicó Hilde después de que por la tarde las vacas volvieran finalmente de los pastos al establo y yo informara a mis dos mejores amigas delante de mi cubículo de que las personas nos comían.

—Y tú, ¿me crees? —le pregunté a Hilde mientras Rabanito vomitaba diligentemente a nuestro lado.

—Lo que yo piense da lo mismo. —Fue la evasiva respuesta de Hilde—. Nadie renunciará a la vida que lleva aquí y abandonará la finca sólo porque le cuentes semejante historia.

—¡Pero tienen que hacerlo! —insistí. Dejé de discutir y me planté en mitad del establo, donde todas las vacas podían verme desde sus cubículos.

—¡Escuchadme todas! —les dije.

Pero nadie escuchó, todas siguieron comiendo paja como si tal cosa.

—¡Tengo algo importante que deciros!

Siguieron comiendo, sin levantar tan siquiera la vista.

—¡ESCUCHADME DE UNA COCHINA Y PUÑETARA VEZ TODAS, VACAS ESTÚPIDAS!

Las vacas dejaron de masticar, alzaron la cabeza y me miraron con cara de fastidio.

Hilde sonrió y dijo:

—Madre mía, tú sí que sabes ganarte a la gente con elegancia.

Las miradas enojadas del resto me intimidaron un tanto, pero hice un esfuerzo y me dominé. Ésa no era una cuestión de popularidad, era una cuestión de vida o muerte. Revelé con valentía la verdad, que era ésta:

—He oído que mañana moriremos todas. El ganadero nos matará y nos comerá a todas.

La vacada me miró como si me hubiera dado demasiadas veces contra la cerca.

—Pero hay salvación —continué—. Ahí fuera existe un país al que podemos huir. Un país donde podemos vivir felices. Ese país se llama India, y allí las personas adoran a las vacas como si fueran una deidad.

Que los toros no contaran tanto como en el lugar donde estábamos es algo que preferí callarme, para que los machos no se sintieran frustrados cuando las hembras lanzaran gritos de júbilo al oír la noticia.

—Será un viaje duro, pesado...

También preferí callarme que posiblemente durara tres días y que el país llamado India tal vez se encontrara incluso cerca de los árboles del fin del mundo. Y también, desde luego, que era posible que no sobreviviéramos al viaje, pues eran muchos los peligros.

—... Pero cualquier sitio es mejor que la muerte.

Cuando llegué al final de mi pequeño discurso, todo el mundo se me quedó mirando, sin más. De pronto sentí que recaía sobre mí una gran responsabilidad: sacaría a toda la vacada de esa finca y la llevaría a una vida mejor. O a la perdición. Una de las dos cosas. Me quedé sin aliento, y noté una presión inmensa en el pecho, como si tuviese encima algo pesado: ¿sería una buena líder para las vacas?

En ese preciso momento todas las vacas prorrumpieron en risotadas..., y ya no hubo necesidad de plantear la cuestión de mi capacidad de liderazgo.

Hasta Champion esbozó una sonrisilla, que me dolió más que cualquier otra cosa. Fui directa a su cubículo:

—¡Tienes que creerme!

—Lolle, no habrás probado las setas del otro lado de la dehesa, ¿no?

—¡Pues claro que no!

—Entonces, ¿de qué dehesa las has comido?

—¡No he comido ninguna seta!

—¡Oh, no! —exclamó él entonces, horrorizado—, no habrás metido la nariz en el depósito del tractor, ¿no?

—¡No me pasa absolutamente nada!

—Pues no lo parece.

Me planté delante de él, morro contra morro, lo miré a los ojos y le supliqué:

—Champion, estamos hablando de nuestra vida.

—Me... Me das miedo... —balbució.

Y se dio media vuelta en el cubículo, desconcertado, y yo me quedé mirándole las nalgas.

—Champion —le dije, dirigiéndome a sus nalgas—. Por favor... Querías pasar la vida conmigo...

No me respondió, siguió mordisqueando la paja, atemorizado.

En lugar de él, Tío Pedo, que se hallaba en el cubículo contiguo, observó:

—Muchacha, da gracias a que no estás hablándole a mi trasero.

No le contesté, estaba demasiado desesperada. Champion no me creía. Y ¿ahora qué hacía yo? ¿Quedarme con él? ¿Seguirlo hasta la muerte por amor? Unos días antes lo habría hecho, habría dicho sin vacilar: prefiero pasar un día con mi Champion, una hora incluso, aunque sea sólo un minuto, a vivir toda una vida larga y miserable sin él. Pero, con lo que había pasado con Susi, algo en mi interior se había hecho pedazos.

Con lágrimas en los ojos me alejé de él y le dije al resto:

—¡Por favor, por favor, tenéis que creerme!

De un rincón escuché:

—Deja de decir tonterías, quiero dormir de una vez.

De otro:

—A ti te falta una mama en las ubres.

Y de un tercero:

—Mierda, Tío Pedo ha vuelto a tirarse un cuesco.

En el cuarto estaban mis amigas. Hilde me miraba con compasión, y Rabanito no podía sostener mi mirada, tenía la vista fija en el suelo y cambiaba el peso de una pata a otra, indecisa.

Todo era en vano, pero no quería, no podía rendirme, sobre todo no debía, de manera que mugí a voz en grito:

—¡Quien no quiera morir, que me siga!

Dicho esto, abandoné el establo en el que había nacido. Para siempre.

Giacomo me siguió, cojeando, y al salir miró por última vez a las vacas.

—Mamma mia, la de filetes que van a salir.

CAPÍTULO 10

Delante del establo miré la luna de queso, que acababa de asomar en el cielo, y pedí:

—Por favor, querida Naia, no permitas que me vaya sola. Las llevaré a todas a ese país, a la India. Te lo prometo solemnemente. Si es preciso, estoy dispuesta incluso a morir por ello. ¡En serio! Bueno, desde luego estaría bien que no tuviese que morir necesariamente...

En ese instante la puerta del establo se abrió de sopetón y salió Rabanito.

—¡Me crees! —exclamé con alegría.

—Pues claro, es imposible inventarse algo tan demencial —respondió mi amiga—. A menos que hayas...

—¡Que no, que no he comido setas! —la interrumpí—. Y tampoco he metido la nariz en el depósito del tractor.

—Vale, vale... —repuso ella en tono apaciguador, y dio un paso adelante; mi comportamiento no le parecía sospechoso.

Esperamos juntas, en silencio, a que salieran más vacas. Una eternidad. Pero no salió nadie.

—Muy a mi pesar he de decir que cuantas menos seáis, tanto más fácile será el viaje —afirmó Giacomo, rompiendo el silencio.

Nada más decirlo, la puerta se abrió de nuevo. El corazón se me subió a la garganta: ¿sería Hilde? ¿O Champion? ¿O incluso los dos? ¿Podía atreverme a esperar algo tan estupendo?

Salió una vaca, y era... ¿¿¿Susi???

—La puttana —confirmó Giacomo.

—Mmmierda —susurré decepcionada.

—Champion no me quiere... —se explicó Susi—, me lo ha dicho esta mañana, por eso quedó conmigo. No puedo soportar estar a su lado. Tanto si tienes razón como si no, debo alejarme de aquí, de él.

Lo entendía perfectamente. Y, por mucho que odiara a Susi, cualquier vida vacuna merecía ser salvada. Incluso la suya. Más o menos.

Nos dispusimos a esperar las tres.

Al cabo de un rato, Susi comentó impaciente:

—Bueno, qué, ¿nos movemos?

No me decidía, no había perdido por completo la esperanza de que salieran más vacas de ese puñetero establo y se unieran a nosotros. Rabanito dijo en voz baja:

—No vendrá nadie más, Lolle.

—Champion... Hilde... —repuse, desesperada.

Rabanito me dio un lametón en el morro a modo de consuelo, cosa que habría estado bien de no haber vomitado hacía un momento.

—Debemos ponernos en camino, la noche è buona para huir —apremió Giacomo, y se me subió de un salto al lomo.

A punto estuvo de ir a parar al suelo, ya que aún tenía la pata herida y, por lo tanto, no podía hacer muchos esfuerzos. En el último instante se me agarró con fuerza a la piel y se aupó. Pero apenas sentí el dolor que me produjeron sus garras pues era mucho mayor el dolor que sentía por dentro.

—Sólo somos tres vacas..., todas las demás morirán...

La idea casi me partía el alma.

—Cuatro. —Oí de pronto una voz a mis espaldas—. Somos cuatro vacas.

—¡Hilde! —exclamamos con alegría Rabanito y yo cuando nuestra amiga salió del establo.

Por su parte, Susi refunfuñó:

—Vaya, Hilde..., menudo alegrón.

Añadí:

—¡Tú también me crees!

—No —contestó Hilde—. Sinceramente, no me creo nada.

Me quedé de una pieza.

—Pero sin ti y sin Rabanito no quiero seguir aquí, en la finca.

—Oh, qué bonito —aplaudió Rabanito, y fue hacia ella.

—Si me das un lametón con esa lengua llena de vomitona me vuelvo dentro ahora mismo —advirtió Hilde.

Fue en vano: la advertencia no hizo desistir a Rabanito, que comenzó a darle lametones mientras musitaba:

—Hilde, eres taaan, taaan maja.

Está claro que Hilde no volvió a entrar y aguantó resignada las muestras de cariño. Cuando por fin Rabanito hubo terminado, Hilde se dirigió nuevamente a mí:

—Espero que tengas un buen plan para salir de aquí.

—¿Un... plan? —pregunté desconcertada.

—Claro. Necesitamos un plan. Sólo te diré una palabra: cerca.

¡Oh, no! La cerca electrificada, en eso no había pensado, vaca tonta de mí.

Y Rabanito suspiró y dijo:

—Vaya, Hilde, ¿no podías haber dicho otra palabra?

CAPÍTULO 11

—Se me ocurren muchas otras —aseguró Hilde.

—Pero no es preciso que nos las digas —argüí yo, lo que, sin embargo, no impidió en modo alguno que mi amiga continuara.

—Una es, por ejemplo, ganadero.

Esa palabra no me daba tanto miedo, al fin y al cabo, en caso de que nos persiguiera, el hombre no haría sino tropezarse con sus propios pies, gracias a ese mejunje que bebía.

—Y también se me ocurre escopeta —añadió Hilde.

Esa palabra me resultó más desagradable, más incluso que cerca. Una vez fui testigo de cómo la utilizaba el ganadero, cuando nuestro gallo Koko pensó que sería divertido cantar dos horas antes de que saliera el sol. El ganadero se despertó, agarró la escopeta y apuntó con ella al gallo. El disparo fue ensordecedor. Koko cayó al suelo de súbito y empezó a sangrar por la cabeza. El gallo sobrevivió por los pelos, pero se quedó ciego. La mujer del ganadero, que era algo más compasiva con los animales que su marido, riñó de lo lindo al ganadero, pero éste se limitó a soltar una risotada desagradable y dijo: «Cálmate, tampoco es que haya matado la gallina de los huevos de oro.»

—Se me ocurre otra palabra —continuó Hilde, y Susi dijo entre dientes:

—La amiga empieza a sacarme de quicio.

Aunque yo no lo habría dicho con las palabras de Susi y odiaba darle la razón, no pude por menos de coincidir con ella. Dado que no tenía ningún plan para la cerca electrificada, el ganadero y la escopeta, lo último que me faltaba era otro problema.

—Los bulldogs —soltó Hilde.

¡Atiza! Tampoco había pensado en ellos. Después de que el ganadero echara de la finca a Old Dog, se hizo con tres bulldogs como perros guardianes. Los animalitos no eran precisamente listos y, en consecuencia, por separado no eran tan peligrosos como el pastor alemán que había regresado del reino de los muertos, pero eran tres. El ganadero llamó a los perros, que eran iguales, Pincho, Moruno y Espetón. (Al tipo le gustaba poner nombres raros a los animales de la finca. Así se llamaban tres vacas de aspecto especialmente tristón: Tristeza, Suicida y Desgracia.)

Los bulldogs nos dejaban en paz la mayor parte del tiempo, y únicamente babeaban al sol de tal modo que a nosotras, las vacas, sólo de verlo se nos quitaban las ganas de pacer. Sin embargo, cuando una de nosotras se acercaba a los límites de la dehesa, los animalejos gruñían con tanta fiereza que una prefería volver voluntariamente con la vacada.

—Los bulldogs —repitió, cáustica, Susi—. Eso son dos palabras.

Hilde le lanzó una mirada asesina.

—Es increíble, pero ¡si sabes contar hasta dos!

Susi la miró no menos enfadada.

—Y también te puedo dar un buen patadón.

—En ese caso espero que también puedas pastar bien sin dientes.

Giacomo suspiró.

—Me temo que para estas dos queste non è el principio de una grande amistade.

Por desgracia tenía razón, a las dos liantas les habría encantado engrescarse. ¿Cómo íbamos a sobrevivir juntas si lo que queríamos era darnos cornadas? Si pretendía que nuestro pequeño grupo llegara a la India, tenía que lograr una unión sin fisuras entre nosotras, estaba más que claro. Sin embargo, probablemente eso resultase considerablemente más complicado incluso que salvar escopetas, cercas electrificadas y bulldogs.

De repente oí de nuevo la puerta del establo a mis espaldas.

Dios mío, ¿sería Champion?

¡Estupendo! Mi amado toro sobreviviría, tendríamos un futuro juntos y —algo que tampoco estaría nada mal— podría dejar en sus manos el liderazgo de nuestro grupo de fugitivas.

Me volví. La puerta se abrió nuevamente. El corazón se me paró y..., quien salió fue Tío Pedo.

El corazón volvió a latirme con regularidad.

Tío Pedo nos regañó:

—¿No podríais meter menos ruido? ¡Aquí hay vacas que quieren dormir!

Regresó dentro para dormir por última vez, antes de dejar escapar su último pedo.

En nuestros cantos sagrados se dice que nosotras, las vacas, después de morir despertaremos en los verdes pastos de Naia, donde nos reuniremos con nuestros seres queridos y podremos comer con ellos la hierba más verde que uno pueda imaginar. De manera que tras mi muerte podría volver a restregarme el hocico con mi madre y con mi padre. Con suerte, en los pastos de Naia mis padres no discutirían tanto como antes porque mi padre se montase a todo lo que se moviera... Y dado que las vacas se movían, eso era lo mismo que decir prácticamente a todas las vacas.

Pero, por desgracia, yo albergaba mis dudas con respecto a los cantos sagrados. Si decían la verdad, ¿por qué en los versículos nunca aparecía lo de la carne picada? Algo así como: «Quien se vuelva carne picada, entrará en el reino de Naia...»

¡Ay, cuánto más fácil sería la vida si pudiera creer a pie juntillas en los cantos sagrados! ¿Acaso no sería más fácil la muerte?

Intenté apartar de mi cabeza esos pensamientos sombríos y también los cantos sobre la carne picada. Después me sacudí dos veces y afirmé con resolución:

—Bueno, ahora iremos hacia la cerca.

—¿Ya tienes un plan? —quiso saber Hilde.

—Pues claro —respondí.

Aunque era mentira, eché a andar decidida, con Giacomo en el lomo. Al hacerlo me recorrió una oleada de energía. Aun cuando no tuviera ni idea de lo que había que hacer, sentaba de maravilla ponerse por fin en marcha.

CAPÍTULO 12

Bien, ¿qué sabía yo de la cerca electrificada? Cuando alguna de las vacas se daba contra ella se oía un chisporroteo, y después el aire olía a carne chamuscada y los ojos de la vaca en cuestión tardaban unas horas en dejar de revolverse. De modo que no había que tocar la cerca, sobre todo no con la lengua, eso era algo que se inculcaba a los terneros desde pequeños.

Sin embargo, de todos nosotros, por debajo de la cerca sólo podía deslizarse Giacomo, y saltarla no podía hacerlo ni siquiera él, debido a la pata mala. Así que había que encargarse de que la cerca se pegara al suelo para que pudiéramos pasar por encima sin problemas. Pero ¿cómo lograrlo?

—Hala, pues explícanos qué te propones —me exhortó Susi cuando todos estuvimos delante de la cerca.

—¡Chsss! —susurré, en parte porque seguía sin tener ni idea de lo que había que hacer y no quería admitirlo, pero sobre todo porque no debíamos llamar la atención. No queríamos que nos oyeran los bulldogs, nos devolverían al establo y muy probablemente antes aprovecharan la ocasión para mordernos.

—¿Qué? —preguntó Susi, indignada porque le hubiese cortado así la palabra.

—Lo que quiere decir Lolle es que cierres el pico —aclaró Hilde, visiblemente encantada de ocuparse de la traducción.

—¡A mí ésa no me manda callar la boca!

—Si seguimos armando tanto lío aquí —advertí—, vendrán los bulldogs. Y te cerrarán la boca de una manera muy distinta.

—No —apuntó Rabanito—, los bulldogs no vendrán...

—¿Y por qué no? —pregunté yo, desconcertada.

—¡Porque ya están aquí!

Nos dimos la vuelta y, en efecto, allí estaban Pincho, Moruno y Espetón, babeando con aire amenazador.

—Questa huida non está yendo demasiado bene —susurró Giacomo.

Pincho rechinó los dientes:

—Eh, vacas, ¿qué estáis haciendo aquí?

—Hemos... Hemos salido a dar un paseo —mentí.

—¿En plena noche? —preguntó Moruno.

Los bulldogs eran tontos, pero por desgracia no tanto como para tragarse eso.

—Tenemos insomnio —me disculpé.

—¿Insomnio? —preguntó, asombrado, Espetón.

—Tenemos... Tenemos... El mes.

—¿Todas a la vez? —gruñó con escepticismo Pincho.

Asentimos todos.

Incluido Giacomo.

Esto último no hizo que mi excusa resultara más verosímil.

—Para tomarnos el pelo nos bastamos nosotros solos —refunfuñó Moruno.

Giacomo sonrió y dijo.

—Questo me lo creo: non tenéis más que miraros en el espejo.

Le dije en voz baja al gato, que a todas luces tenía sus problemillas con los perros:

—Eso no es de mucha ayuda.

—¡Cierra el pico, gato asqueroso! —soltó Moruno.

Pero Giacomo no estaba nada dispuesto a cerrar el pico, y replicó:

—Vosotros sí que sois asquerosos, apestáis como letrinas llenas.

—No es de ninguna ayuda —corroboré.

Pero Giacomo siguió:

—Y parecéis letrinas llenas.

—Sí. —Hilde suspiró—. Ayudar es otra cosa.

—Non te apurare, signorina —me susurró Giacomo—, non me pasará niente. Si esa mala bestia me ataca, io me subo a un árbol.

—¡Pero a nosotras nos harán pedazos! —exclamé.

—Huy —repuso él—. Questo è possibile que debiera haberlo pensado bien.

—È possibile, sí —le contesté irritada.

Pincho espetó, furibundo:

—¡Te voy a matar, gato!

—¡No! —exclamó Moruno—. ¡De eso me encargo yo!

Y su hermano Espetón objetó:

—¡Me ocupo yo, inútiles!

Los tres se enzarzaron en una pelea, como suele suceder entre hermanos. Y mientras observaba, pensé de pronto: tal vez las provocaciones de Giacomo sí fueran de ayuda. En mi cabeza tomó forma un plan, el primero de esa noche: tenía que conseguir enfrentar entre sí a los tres bulldogs, de ese modo se olvidarían de nosotros. Aunque era muy arriesgado, y había muchas probabilidades de que también fuera el último plan de mi vida, tenía que intentarlo.

—Es todo un detalle que Espetón sólo os llame inútiles —dije sonriendo—. Cuando no estáis delante, os llama de otra manera.

—¿Ah, sí? —inquirió, sorprendido, Pincho.

—¿Y cómo nos llama? —quiso saber Moruno.

—Juladog.

—¡¡¡QUÉ!!! —exclamaron los dos a la vez.

Mientras, mis vacas, a pesar del peligro, no pudieron evitar soltar unas risitas.

Los perros se volvieron despacio, pero furiosos, hacia su hermano, que preguntó acobardado:

—No iréis a creer a esa vaca, ¿no?

Pero antes de que pudiera convencer a sus hermanos de que yo mentía, eché más leña al fuego:

—También dice que no sabe qué le da más asco: que seáis tan julandrones o que os vaya el incesto.

Espetón me miró horrorizado y sus dos hermanos se abalanzaron sobre él, ciegos de ira. Giacomo sonrió.

—Perros, se apartaron del camino de la evoluzione.

Aunque no entendí muy bien a qué se refería exactamente el gato, sí tuve mucho más claro lo que quiso decir Hilde cuando me susurró:

—No es que quiera ser una aguafiestas, pero cuando hayan terminado seguirá habiendo dos bulldogs.

En efecto, apenas hubieron dejado k. o. a Espetón, los dos hermanos nos miraron, y la saliva de su boca ahora era espumarajos. Pincho ordenó, furioso:

—¡Andando, al establo!

Aunque todas mis compañeras de fuga temblaban, ninguna de nosotras quería volver a una muerte segura.

—De lo contrario —agregó Moruno—, os rajamos el culo.

—¿Sabes cómo te llama tu hermano? —le pregunté.

Moruno se quedó perplejo.

—Moruno con te al principio.

—¿Té moruno?

—No exactamente.

Tardó algo en averiguar a qué me refería, pero entonces se lanzó con tanta más furia sobre su hermano.

—Engañar a un perro è molto más fácile que quitarle comida a un topo con alzhéimer —comentó Giacomo.

—Qué cosas más raras dice este gato —observó Susi mientras los perros seguían a la greña—. En comparación con él, Lolle hasta parece de lo más normal.

—Dime, Susi. —Hilde me defendió—. ¿No tenías una cerca electrificada contra la que debías lanzarte?

—¿Y tú no tenías un tractor delante del que tenías que lanzarte? —Fue la respuesta.

—¿No tenías tú una lengua que deberías meter en la ordeñadora?

—Mamma mia —dijo Giacomo suspirando desde mi lomo—, io non capisco por qué è que se dice «son unas zorras»; debería decirse «son unas vacas».

A decir verdad tendría que haberlas parado, pero había un problema más urgente: Moruno había dejado inconsciente a su segundo hermano y venía hacia nosotros. ¿Cómo iba a librarme de él? Difícilmente podía azuzarlo contra sí mismo, diciéndole algo del tipo: ¿sabes cómo te llamas a ti mismo? Jano sin jota.

Sólo había una posibilidad. Aunque era una auténtica locura: tenía que echarme encima al bulldog que quedaba.

—Si yo fuera tú, ¿sabes lo que me cabrearía, Moruno?

—¿Qué? —gruñó él de manera ininteligible, ya que la espuma que le salía de la boca le cubría media cara.

—Que te lo hayas tragado todo y les hayas dado una buena tunda a tus hermanos.

El rostro de Moruno perdió todo el color.

—Retiro lo dicho —afirmó Susi—: Lolle está más loca que el gato.

Hilde le respondió:

—Mierda, cómo me gustaría llevarte la contraria en esto.

Pero no podía. No era de extrañar, pues lo que yo estaba haciendo era absolutamente demencial. Moruno estaba a punto de montar en cólera y despedazarme. Con todo, seguí instigándolo contra mí:

—Yo en tu lugar pensaría que soy completamente idiota.

Giacomo consideró que había llegado el momento de bajárseme del lomo para ponerse a salvo, y se subió a una de las estacas a las que estaban afianzados los cables de la cerca electrificada.

Rabanito se lamentó:

—Lolle, ése no te perdonará la vida como hizo ayer Old Dog.

En eso tenía razón: Moruno, al que los espumarajos le caían de la boca y le goteaban desde el mentón y le subían hasta la nariz, ya no tenía ningún control sobre su persona.

Me planté justo delante de la cerca electrificada, recé un instante para ser lo bastante rápida para lo que me proponía hacer y seguí pinchándolo:

—Cuando naciste, seguro que tu madre dijo: anda, aquí vienen las secundinas.

—¡¡¡Grrrrrr!!! —gritó Moruno, y se dispuso a saltar.

Había llegado el momento: mientras volaba hacia mí, yo debía apartarme deprisa. (Si es necesario, nosotras, las vacas, podemos correr a una velocidad asombrosa, en cualquier caso cuando nos entra el pánico en masa. En una ocasión se produjo una impresionante estampida en nuestra finca cuando a la mujer del ganadero se le ocurrió meternos ruido con algo que llamó Grandes éxitos de Wolfgang Petry.)

Moruno salió volando hacia mí. En un santiamén me cogería y hundiría sus enormes dientes en mi carne. Pero a diferencia de lo que sucedió en el encontronazo con Old Dog, esta vez mis patas no manifestaron parálisis alguna. Por una parte, porque ese bulldog no inspiraba tanto temor como el perro del infierno; y por otra, porque esta vez no estaba en juego únicamente mi vida. También estaba en juego la vida de mis amigas y la de la puta de Susi.

Esta circunstancia me dio la fuerza que necesitaba: me hice a un lado a velocidad de estampida, y Moruno voló y voló y voló... Directo a la cerca electrificada.

Se oyó un chisporroteo. Saltaron chispas en todas direcciones, notamos un desagradable olor a carne chamuscada, Moruno fue a parar al suelo, el cuerpo entero temblándole, y perdió el sentido. Los tres bulldogs estaban fuera de combate, y Rabanito me dedicó el mayor elogio que una vaca le puede dedicar a otra:

—¡Eres la leche!

Hilde le dio un empujoncito a Susi con el morro.

—Tienes que admitirlo hasta tú, ¿no crees?

Susi vaciló un tanto, pero finalmente asintió:

—Por lo visto a veces sirve de ayuda estar un poco loco.

El único que no quiso felicitarme fue Giacomo, que me advirtió:

—Y tú non te vuelvas arrogante, non tutto lo que nos encontraremos por el camino será tan estúpido como esos perros.

No hacía falta que me lo dijera. Sabía que jamás en la vida saldría airosa frente a alguien como Old Dog, en caso de que volviera a toparme con él.

Pero no tenía sentido pensar en ello: disponíamos de poco tiempo antes de que los bulldogs volvieran en sí. ¡Teníamos que salvar la cerca!

Es realmente asombroso cómo puede funcionar de repente un cerebro cuando el cuerpo acaba de vivir una experiencia cercana a la muerte y fluye por él una energía asombrosa. Veía el mundo más claro, más pintoresco —y eso que había oscurecido y sólo nos iluminaban la Luna y las estrellas—, y me di cuenta de que todos los alambres se hallaban sujetos a las estacas. De modo que podíamos echar la cerca abajo con sólo derribar esas estacas.

—¡Haced lo que yo haga! —exclamé, y empecé a cocear con las pezuñas traseras la estaca en la que estaba Giacomo, sin tocar el alambre.

El gato volvió a subírseme al lomo de un salto y se agarró con fuerza. Por lo demás, fue Hilde la que reaccionó con mayor rapidez: comenzó a patear otra estaca, y cuantas más coces dábamos, tanto más se inclinaban los maderos, hasta que finalmente cayeron al suelo junto con la cerca. Ya no suponía ningún problema dar el salto a la libertad por encima de los alambres derribados.

En ese momento oímos chillar al ganadero:

—¡Mierda de vacas! ¡Voy a hacer con vosotras un gran pincho moruno!

Rabanito preguntó, confusa:

—¿Nos va a convertir en dos de los bulldogs? ¿Cómo piensa hacerlo?

Pero Hilde le contestó:

—Me da completamente igual, ¡ese tío tiene la escopeta en la mano!

CAPÍTULO 13

—¡Saltad! —grité—. ¡Saltad!

—È una idea veramente excelente —aprobó Giacomo, que saltó desde mi lomo la cerca derribada y se adentró en la noche cojeando, a toda la velocidad que le permitían sus tres patas.

Hilde fue tras él, y asimismo echó a correr, al igual que Rabanito. Sin embargo, Susi vaciló un segundo:

—Puede que no sea mala idea esperar al ganadero.

—¡Os voy a hacer picadillo, vacas! —chilló éste.

Y Susi razonó:

—O puede que sí lo sea.

Finalmente también ella saltó la cerca, y ahora que ya no tenía que dejar a nadie más atrás, también yo podía escapar. Pero entonces oí un fuerte estallido. Miré al ganadero: sostenía la escopeta en alto, de su extremo salía humo.

A mi lado cayó al suelo una corneja.

El pájaro negro, gravemente herido, se lamentó:

—¿Por qué yo? Pero si no le he hecho nada a nadie... Vale, cuando volaba les cagué a muchos animales en la cabeza adrede... Pero ¿a qué corneja no le gusta hacer eso? Y no debí sacarle el ojo a esa corneja llamada Jakob, está claro que va en contra de nuestras leyes cornejiles...

La voz del pobre pájaro se debilitó, los graznidos eran más flojos con cada palabra. Suplicaba:

—Por favor, Gran Corneja, a pesar de todo, déjame entrar en el cielo eterno de las cornejas...

Eso era nuevo para mí: ¿las cornejas tenían su propia diosa vaca, mejor dicho, su propia diosa corneja? Pero, en lugar de unos pastos eternos para vivir después de la muerte, ¿un cielo? En cierto modo era lógico, porque ¿qué iban a pacer los pájaros? Además también resultaba de lo más práctico que los animales estuviésemos separados, pues de esa forma en los pastos eternos de Naia no habría cornejas que nos fastidiaran acertándonos en la cabeza.

—Y no me dejes caer en la eterna ventisca por lo que he hecho...

Al parecer, las cornejas también tenían un sitio al que iban a parar cuando eran malas, y ese lugar sonaba terriblemente frío. En ese sentido, las vacas lo teníamos mejor, pues las vacas que no eran buenas iban a un cercado propio dentro de los pastos de Naia y así podían fastidiarse mutuamente. Menos mal que había nacido vaca. Pero ¿quién decidía tales cosas? ¿Hablarían Naia y esa Gran Corneja tal vez con otras divinidades animales, a lo mejor incluso con la divinidad de las personas?

La corneja que tenía delante cerró los ojos, y antes de que dejara de respirar, musitó:

—Por lo menos ya no tendré miedo de envejecer.

Mi instinto se dejó oír de nuevo: Eh..., me gustaría volver a hablar contigo de lo de echar a correr.

Esta vez compartía su opinión. Mis pezuñas se disponían a saltar la cerca cuando el ganadero me apuntó con la escopeta y amenazó:

—¡No te muevas!

Vino hacia mí y me hundió el extremo del arma en la testuz. El metal aún estaba caliente y olía mucho a humo, posiblemente tuviera algo que ver con el fuerte estallido.

—Lo mejor sería que te pegara un tiro aquí mismo.

A mí no me parecía lo mejor, pero...

El hombre me miró a los ojos y de pronto se ablandó.

—Yo no tenía pensado sacrificaros a todas, ¿sabes? Pero no tengo elección. Es lo que quiere el administrador y... Pero ¿qué estoy haciendo? Si ni siquiera me entiendes.

Su mujer y él pensaban que no entendíamos la lengua de las personas sólo porque ellos no nos entendían a nosotras cuando mugíamos cosas como: «Oye, que la ordeñadora está demasiado apretada» o «Mis mamas no son de goma» o «¿Cuándo entenderéis que a las vacas no nos gusta que nos miréis cuando hacemos el amor? Y que encima animéis al toro».

El ganadero me clavó la escopeta con más fuerza aunque parecía inseguro. No quería apretar el gatillo, eso estaba claro. Y yo debía aprovechar esa inseguridad para convencerlo como fuera de que no me matara, aunque no me entendiese. De manera que mugí:

—¡Alto!

Por un instante se sintió desconcertado.

—¡No lo hagas! —mugí de nuevo.

—Mierda, es como si entendieras lo que voy a hacer.

Los dedos le empezaron a temblar, y temí que con el tembleque se disparase la escopeta.

—Me quieres matar —mugí—, ¿qué es lo que hay que entender?

—Lo siento mucho —se disculpó. Y acto seguido bajó la escopeta, lo cual me deparó un profundo alivio, y añadió atropelladamente—: Hace diez años el del banco dijo: Klaasen, dedíquese a la cría de ganado, es su única oportunidad... Pero yo no quería maltratar a los animales, y no lo hice... Y ahora... —Sus palabras eran sólo un murmullo—. Debo mataros a todos.

—Debo, deber no se debe hacer nada salvo deber —mugí.

—Sí —respondió, como si de pronto me entendiese.

Apoyó la cara en mi morro y se echó a llorar, porque no quería matarnos. Así que tenía sentimientos. Como nosotras.

Pues sí, tal vez las personas sólo fuesen vacas.

Me habría gustado pasarle la lengua por la cara para consolarlo, pero no sé por qué me olía que no lo consideraría un consuelo.

El ganadero recuperó la compostura y se sonó los mocos en la manga, cosa que tampoco se notó mucho, pues tenía la camisa mugrienta. Después me dirigió una mirada vacía y supe que, por mucho que le doliera, no cambiaría de opinión: nos mataría a todas. Dejé de sentir pena por él de inmediato. Levantó de nuevo la escopeta para apuntarme con ella y, al verlo, me volví a toda velocidad, pero no para obedecer a mi instinto y salir corriendo sino para arrearle una coz. Con todas mis fuerzas le estampé las patas traseras en el bajo vientre. Dejó caer la escopeta, se dobló por la mitad y exclamó:

—¡Ayyyyy! ¡Qué dolor de huevos!

Se me pasaron muchas preguntas por la cabeza: ¿dónde llevaba los huevos el ganadero? Al fin y al cabo no era una gallina. Y ¿cómo era posible que los huevos sintieran dolor? Y, sobre todo, ¿no sería mejor que dejase de hacerme preguntas —teniendo en cuenta que podía coger la escopeta en cualquier momento— y echara a correr sin más?

Esta última pregunta la respondí yo misma:

—¡A qué estás esperando!

Y salté y salí a la carrera.

—¡Lolle! ¡Estamos aquí! —me gritó Rabanito.

Se había escondido con los demás en un campo de plantas enormes de las que colgaban mazorcas. Hasta ese momento nunca me había planteado de dónde salía el maíz que a veces nos daban de comer. Y sin duda habría observado con sumo interés esas plantas de no tener problemas más urgentes.

Susi regañó a Rabanito:

—¿Es que te has vuelto loca? Si Lolle viene con nosotros, nos pondrá en peligro.

Susi, en fin... ¿Cómo no iba uno a quererla?

Salí al galope hacia el resto mientras esa vaca tonta gritaba:

—¡Vete a otra parte! ¡Vete a otra parte!

Por un instante incluso pensé hacerlo para proteger a mis amigas, pero entonces la escopeta se dejó oír y un viento de lo más cortante me pasó rozando y, presa del pánico, fui corriendo al campo con los demás.

—Hala, estupendo —se quejó Susi.

Y dio media vuelta y enfiló a toda prisa un sendero que se abría entre las plantas. Hilde y Rabanito siguieron su ejemplo, y yo detrás. A nuestras espaldas oímos decir al ganadero con voz de pito:

—¡No escaparéis!

—¿Por qué el ganadero tiene esa voz tan aflautada? —preguntó Rabanito.

—Le duelen los huevos —expliqué jadeante.

Rabanito me miró un instante, perpleja, y dijo entre suspiros:

—Hay cosas que sencillamente no entiendo.

Las cuatro vacas echamos a correr a la desesperada. Entre nuestras patas volaba, todo lo que podía con la pata herida, Giacomo, que además farfullaba:

—A mí me parece que questo huomo non está bene de la cabeza.

—¡Alto! —exclamó el ganadero con su voz de pito.

—¡Ni de coña! —resolló Hilde, y siguió corriendo más deprisa aún.

Escuchamos otro estallido, está vez más lejano. Por lo visto habíamos puesto algo de distancia entre él y nosotros.

—¡Os cogeré! —exclamó el hombre, soltando un gallo.

Pero yo empecé a tener mis dudas de que fuera a hacerlo, pues daba la impresión de que lo dejábamos atrás, de forma lenta pero segura.

—¡Os cogeré...! Os cogeré... Os cogeré... ¡No...!

Después oímos su llanto desesperado:

—Menuda mierda de vida.

—A mí me lo vas a decir —refunfuñó Susi.

Aflojamos un poco el ritmo, los lamentos del ganadero se oían cada vez más débiles, y finalmente fuimos al paso por el maizal. Sorprendentemente ahora volvía a darme pena ese hombre y deseé que también para las personas existiera un lugar como la India.

Cuando dejamos de oír a nuestro perseguidor, respiramos aliviadas. Todas salvo Susi, que en lugar de respirar aliviada, dio media vuelta.

CAPÍTULO 14

—¡Quiero irme a casa! —gritó histérica Susi—. Quiero irme a casa, quiero irme a ca...

—No podemos ir a casa —expliqué con toda la tranquilidad de la que fui capaz, que no fue mucha, ya que a mí también me habría gustado volver a esconderme en mi cómodo cubículo.

—Pero yo quiero irme a casa.

—No puede ser.

—Me quiero ir, me quiero ir, me quiero ir.

No fui capaz de calmar a Susi con mis palabras, así que me vi obligada a usar las pezuñas de grado o por fuerza: le aticé con ganas en la espinilla. Algo que, como no pude por menos de constatar, aun cuando me avergonzara, incluso me deparó placer.

Susi chilló:

—¡¡¡Ayyyy!!!

En ese momento deseé fervientemente que siguiera gritando, puesto que así tendría una excusa para volver a darle. Pero Susi no me hizo ese favor, se limitó a tumbarse en el maizal, se hizo un ovillo y comenzó a gimotear como un ternero perdido.

Rabanito me lanzó una mirada severa.

—¿Era necesario?

—La verdad es que sí —respondí, pues no quería acabar teniendo remordimientos de conciencia.

—No, no lo era —objetó Rabanito, con una dureza inusitada para lo que era ella. Y se puso a lamerle tiernamente el hocico, de modo que el lloriqueo de Susi disminuyó.

Al verlo, Hilde comentó:

—Madre mía, a Rabanito no le da asco nada.

El comentario era malintencionado, pero no pude evitar sonreír. Después miré con más atención a Hilde: también ella estaba agotada. Todos estábamos hechos polvo. Por eso propuse:

—Hagamos un descanso aquí. Deberíamos cerrar un poco los ojos antes de continuar.

—Io necesito un sueñecito reparador.

Hilde esbozó una sonrisilla.

—Con todo lo que tienes que reparar, no creo que lo soluciones con un sueñecito.

—Signorina, usted non tiene pelos en la sua lengua, sino alambre de púas.

—Forma parte de mi encanto —replicó ella.

—Interesante definizione de encanto.

—Eso dicen los hombres —dijo Hilde sonriendo.

Y yo me pregunté si con su rudeza llegaría a encontrar a un toro o si estaría toda la vida sin que nadie le hiciera mimos.

También Hilde se tumbó en el maizal, y yo me uní a ellas. Como había llovido el día anterior, la tierra aún estaba un poco mojada, pero estábamos demasiado cansadas para que eso nos importase. El único que no quiso tumbarse en el suelo mojado fue Giacomo, que prefirió dormirse en mi lomo:

—Disculpe usted, signorina, pero io non tengo ganas de coger una infezione de orina.

—Bueno, vamos a echar de una vez un sueñecito —pedí.

Todos asintieron y cerraron los ojos, pero a los pocos segundos Giacomo roncaba de tal modo que ninguna de nosotras pudo dormir. Escuchando sus ronquidos nos quedamos sumidas en nuestros pensamientos. Los míos giraron en torno a las vacas que habíamos dejado atrás. No las volvería a ver y ya las echaba de menos: Kuno, Tristeza, Suicida, Desgracia, Tío Pedo... Bueno, tenía que admitir que a este último no tanto.

Y Champion... A Champion ya lo echaba de menos. Mucho, muchísimo.

La sola idea de que moriría hizo que me entraran ganas de romper a llorar en el acto, pero ¿cómo iba a infundirle valor al resto si yo lloraba? Si lo hacía, Susi perdería los nervios definitivamente, y lo más probable era que mis amigas también fuesen presa de la desesperación. Para no llorar, propuse, alzando la voz para que se me oyera con los ronquidos de Giacomo:

—Estaría bien que charlásemos un poco.

—¿De qué? —inquirió Susi.

—Por ejemplo —sugirió Hilde— de cómo llenarle la boca al gato de mazorcas hasta que deje de roncar.

—De eso me apetece hablar —repuso Susi, y por primera vez esa noche sonrió.

De manera que había algo en lo que coincidían esas dos gallinas de pelea. Estaba bien. Lo que ya no lo estaba tanto era que para ello había que hacer cierto uso de la fuerza.

—Ya sé de qué quiero hablar —apuntó Rabanito.

—¿De qué? —me interesé.

—¿Qué clase de vida queréis llevar en la India? —quería saber mi amiga.

—Allí la gente no nos mata, sino que nos adora —conté.

—Ya. Pero sobrevivir no basta. Aparte de eso ¿qué queréis?

Ahí estaba otra vez la cuestión de la felicidad. La que ya se planteara Naia en su día.

Por qué Naia puso a las vacas en el mundo

Naia miró todo cuanto había creado y vio que estaba sola. Las aves cantoras trinaban juntas, los cerdos gruñían a coro y las mofetas se lanzaban mutuamente su hediondo líquido. Hasta la lombriz de tierra, si no quería seguir sola, podía dejarse trocear en varias partes por una corneja y ya tenía compañeros. La única que carecía de compañía era Naia. No había nadie como ella.

Sí, los animales hablaban con ella, pero a menudo sólo para quejarse: «¿Por qué creaste a las mofetas?», «¿Se puede saber para qué sirven las ortigas?», «¿En qué estabas pensando cuando inventaste la digestión?».

Un día de verano especialmente bonito, la diosa vaca observó a la lombriz de tierra, que se arrastraba por el suelo feliz y contenta con sus compañeros, y se le ocurrió imitar a la lombriz: se dividió, y de sus partes nacieron las vacas. Desde el instante en que la primera vacada pisó la hierba, Naia ya no estuvo sola. Día sí, día no, jugaba con las vacas, pacía y se hacían mimos. Y era feliz. Pero no duró mucho. Y es que al cabo de unas lunas empezó a echar de menos algo que tenían los demás animales —hasta la lombriz—, a alguien al que unirse carnalmente. De manera que Naia decidió forjar su creación más notable: el macho.

Junto con el toro trajo a la vacada cosas aún más desagradables que las ortigas o los parásitos: los deseos, los celos, la involuntariamente cómica cópula. Y, naturalmente, también eso que todas las vacas ansían, eso que da tanta alegría y también tanto dolor y que, por tanto, es lo más absurdo de todo: el amor.

—En la India quiero muchos toros. —Ésa era la idea que Susi tenía de la felicidad—. Igual que los toros siempre tienen varias vacas, yo también quiero varios toros.

Eso no era soñar con ser feliz, era soñar con vengarse del otro sexo y, de paso, con la esperanza de que un toro no volviera a hacerle daño. Si Susi estaba tan amargada, lo de Champion le había tenido que fastidiar de lo lindo. Quizá más que a mí. Aunque eso era difícil de imaginar.

—Yo también tengo un sueño —confesó Hilde.

Me esperaba que soltase alguna fresca. Lo cierto es que Hilde no era de las que creían en sueños ni en una diosa vacuna ni en la bondad de los toros. Sin embargo, en ese momento habló con gran seriedad. Y en efecto, allí, en el húmedo maizal, bajo el cielo estrellado, mi amiga nos reveló su deseo más íntimo:

—Me gustaría conocer vacas que tengan la piel como la mía.

¡Naia mía, con sus manchas marrones Hilde se sentía más sola de lo que yo pensaba!

Después de que nos hiciera esta confesión, nos quedamos calladas, y yo esperé que en la India conociéramos muchísimas vacas con manchas marrones. Y, con suerte, también un toro con manchas marrones.

Al cabo de un rato, Rabanito rompió el silencio y comenzó a desvelar su mayor deseo...

—Yo querría...

Pero no se atrevió a seguir.

—¿Qué es lo que querrías? —pregunté, picada por la curiosidad.

Se debatía consigo misma, a todas luces quería decir algo importante, sí, parecía una mujer que quisiera confesar algo, pero no acabara de decidirse a hacerlo. Tras una lucha interior interminable, musitó:

—Bah, da lo mismo.

Y Susi espetó:

—Eso mismo me parece a mí.

A Rabanito ese desinterés despectivo la hirió visiblemente, pero no era de las que daban malas contestaciones. De modo que resopló entristecida y cerró los ojos. Pero una cosa estaba clara, fuera lo que fuese lo que había intentado decirnos, había algo que ansiaba en lo más profundo de su ser. Un sueño de felicidad. Y había intentado confiárnoslo, de lo contrario no habría sacado el tema.

También yo cerré los ojos con tristeza. Cuando me quedé dormida envidié un tanto a Rabanito, Hilde y Susi: ellas al menos tenían sueños. Yo sólo un objetivo: la India.

CAPÍTULO 15

«Te voy a matar», dijo Old Dog.

Estábamos hundidas en la nieve en una senda estrecha y sinuosa que parecía conducir al cielo. La senda era de cantos rodados y en la nieve distinguí una única flor helada. A mi derecha se alzaba una pared rocosa que ascendía hacia las oscuras nubes; a mi izquierda se abría un abismo. No veía si era muy profundo, ya que una ventisca formaba vertiginosos remolinos justo delante de mis narices.

No sabía dónde nos encontrábamos, pero el aire —¿cómo describirlo?— estaba como enrarecido. Me costaba respirar y el frío me hacía daño. Pero peor que el frío de fuera era el entumecimiento interior que me producía Old Dog.

¿Dónde estaban Rabanito, Hilde, Giacomo... o incluso Susi? ¿Por qué no estaban a mi lado con aquel frío?

Sólo sabía una cosa a ciencia cierta y se lo dije a Old Dog:

No sabes lo que me gustaría despertar de este sueño.

Adelante, no te prives —dijo sonriendo el pastor alemán enseñando los colmillos—. Nos volveremos a ver muy pronto.

A continuación soltó otra risotada, maliciosa, desgarradora. Y yo...

Abrí de golpe los ojos, aterrorizada. Estaba junto al resto, en el maizal. El sol ya había salido. Me empapé con avidez de cada rayo de sol, ya que la pesadilla me había dejado helada.

Me levanté con las patas inseguras, pero al hacerlo no recordé que Giacomo dormía en mi lomo. El gato cayó al suelo, primero gimió y después profirió una imprecación nuevamente en una lengua extranjera:

—Mafia, Cosa Nostra, spaghetti que non están al dente...

La parrafada hizo que las demás se despertaran.

Susi espetó:

—¿Es que una vaca no puede dormir su depresión en paz?

Por su parte, Rabanito se desperezó:

—Mirad, hace sol.

Comentario este que Hilde se tomó con escaso entusiasmo:

—Mira tú qué bien, con este calor llegaremos a la India a rastras.

Y tras sacar fuerzas de flaqueza me preguntó:

—Y bien, gran líder, ¿hacia dónde?

Lo dijo con cierta ironía pero estaba definitivamente claro: yo era la líder de nuestro pequeño grupo, para bien o para mal, tanto si estaba capacitada para ello como si no. Y aunque confiaba en que estuviese capacitada para ello, temí que más bien fuera que no.

Antes de que pudiera decir nada, oímos un traqueteo: el de un tractor.

—Mierda, ¡el ganadero! —exclamó Hilde.

Susi se levantó de un salto y gritó:

—¡No debí escuchar vuestras bobadas, vacas locas!

—Ése no es el tractor del ganadero. —Rabanito interrumpió sus gritos al tiempo que se levantaba sin inmutarse.

La miramos todos con cara de asombro.

—El tractor del ganadero hace brumm bram brum —explicó—, y la melodía de este que viene es bram brum brumm.

Hilde preguntó atónita:

—¿Percibes una melodía en el ruido que hace el tractor?

—Todo tiene una melodía. Hasta la trilladora y la trituradora. Si supieras lo bien que cantan los hilos de los postes de la luz cuando hay tormenta...

—Lo que yo decía —se lamentó Susi—, bobadas de vacas locas.

Yo no sabía si confiar en el oído de Rabanito. Alguien tenía que averiguar si el ganadero aún nos perseguía con la escopeta. Y, al ser la líder, no podía poner en peligro mortal al resto, de manera que ese «alguien» debía ser yo.

¡Mierda, ser líder es una auténtica mierda!

Dije en voz baja:

—Iré a echar un vistazo sin que me vean.

—Eres una vaca —observó Giacomo—, è impossibile que non te vean.

Lancé un suspiro, porque el gato tenía razón, pero aun así me puse en marcha y enfilé el camino del maizal hacia el lugar del que procedía el sonido del tractor. Intenté avanzar sin hacer ruido, lo cual, dado lo que pesaba, no se vio precisamente coronado por el éxito. Pero al menos lo hice con suficiente sigilo para no llamar la atención. Cuando llegué al final del maizal, vi a través de las plantas un sembrado por el que iba un tractor. Y lo conducía... ¿otro ganadero? Increíble, ¡¿había más ganaderos?!

Bueno, nosotras, las vacas, sabíamos que en el mundo había algunas personas más, como por ejemplo el hombre que iba siempre a recoger nuestra leche en un vehículo enorme. Ese tío siempre se estaba escarbando la nariz y después se comía lo que encontraba dentro, operación esta de la que Tío Pedo un día comentó: «¡Hala, cómo me gustaría poder hacer eso con las pezuñas!»

Este ganadero parecía más joven, más alegre y, sobre todo, más simpático que el nuestro, cosa que tampoco era tan difícil, puesto que cada una de las pocas personas que habíamos visto hasta el momento en nuestra vida parecía más agradable que él. Y eso que no siempre hacían cosas buenas cuando estaban de buen humor, en particular uno al que llamaban veterinario, que siempre nos clavaba agujas en la panza mientras se reía y decía cosas como: «Os duele más a vosotras que a mí.»

El ganadero apagó el tractor y a mí me entró el pánico: ¿me habría descubierto? ¿Tendría que salir pitando? Pero si no me había visto, ciertamente me vería si salía corriendo ruidosamente. De modo que me quedé quieta y vi que cogía una cajita en la mano y, curiosamente, le hablaba: «¿Te has enterado? A Klaasen se le han perdido unas vacas, pero tiene una idea muy buena para atraparlas...»

¡¿Que el ganadero aún nos seguía buscando?!

«Y más le vale a Klaasen que las encuentre, porque el administrador le liará una buena si se sacrifican menos animales de los previstos.»

Al oírlo hablar del sacrificio, se me revolvió el estómago, pero seguí escuchando sin moverme del sitio, ya que quería averiguar cómo pretendía atraparnos exactamente.

«Klaasen no me quiso contar lo que piensa hacer...»

¡Mecachis!

«Pero está seguro de que las vacas problemáticas caerán en la trampa.»

Y yo estaba segura de que si ese hombre me descubría, me entregaría a nuestro ganadero, a mí y al resto.

Volví con los demás haciendo el menor ruido posible. No podíamos perder tiempo, teníamos que salir deprisa de ese campo, alejarnos de todos los ganaderos de este mundo y dirigirnos hacia la India.

Les hice una señal a mis vacas para que me siguieran. No tenía sentido explicarles que nuestro ganadero aún nos perseguía: Susi perdería los estribos y entonces sí que nos encontrarían.

Tomé un camino que no llevaba ni al ganadero que acababa de ver ni a nuestros antiguos campos. Las demás echaron a andar detrás de mí sin hacer preguntas, presentían la gravedad de la situación. Tras una breve caminata salimos del maizal y nos vimos justo delante de unos árboles.

—No, mierda... —susurró Susi.

Y Hilde terminó la frase:

—Éstos son los árboles del fin del mundo.

CAPÍTULO 16

Era increíble, los árboles no se hallaban ni a cinco vacas de distancia. Sin embargo, desde nuestra dehesa siempre daba la impresión de que estaban muy lejos. Y ahora ahí los teníamos, tras un trayecto tan corto.

—Entonces, ¿dónde está la India? —le pregunté al gato, espantada.

—Molto, molto lejos —repuso.

—Pero... Pero... Detrás de los árboles sólo está la leche infinita de la perdición —objeté.

—Signorina, eres como las personas.

—¿Como las personas?

Ésa era una comparación nada agradable.

—Ellas tampoco conocen il mondo. Porque sólo ven lo que ven y non tutto lo que hay. Lo maravilloso que puede ser il mondo, lo mágico.

¿De verdad éramos tan ignorantes como las personas, que ni siquiera sabían que las vacas sabíamos hablar?

—Créeme —sonrió el gato—, en il nostro viaje il tuo horizonte se ampliará molto, molto. —Se puso a cantar con su mala voz—: Detrás del horizonte, il camino continúa, juntos somos más fortes...

—Oyendo cómo canta es más que comprensible que los perros les tengan tanta tirria a los gatos —se quejó Hilde.

—La gente sólo sabe criticar —espetó Giacomo, y echó a andar ofendido hacia los árboles. Cuando se dio cuenta de que nadie lo seguía, se volvió y preguntó—: ¡Vamos, signorinas! ¿A qué están esperando?

—Yo ahí no entro. —A Rabanito le temblaba el cuerpo entero—. Ahí vive la vaca loca.

—Es sólo el personaje de un cuento de ancianos. —Probé para tranquilizarla—. Igual que la llamativa criatura con el cabello rojo y la nariz roja que echa vacas al fuego y después las mete entre dos rebanadas de pan.

—Ah. —Giacomo sonrió—. Tú te refieres a Ronaldo McDonaldo.

Rabanito se volvió hacia mí:

—Si crees en la leche infinita de la perdición, ¿por qué no crees en la vaca loca?

—Posiblemente porque es imposible que haya una vaca que esté aún más loca que Lolle —pinchó Susi.

Sin hacerle el menor caso, le respondí a mi amiga:

—La leche se menciona en nuestros cantos sagrados, no en un cuento absurdo. Ésa es la diferencia.

Durante un instante me paré a pensar en lo que significaría, como insinuaba Giacomo, que la leche infinita no existiera. En ese caso los cantos sagrados no serían más que cuentos absurdos. Y eso sería..., ¿qué sería eso? ¿Espeluznante? ¿Tranquilizador? ¿Emocionante?

—Créeme, Rabanito —continué diciéndole—, la vaca loca no existe. Y si vemos que detrás de los árboles el mundo acaba, no daremos un paso más y nos volveremos. ¿Qué te parece?

—No lo sé —contestó ella.

—La verdad es que suena muy sensato —opinó Hilde, sólo convencida a medias. Aunque era la más escéptica de todas, estaba claro que también ella se sentía incómoda.

—Entonces —pregunté al resto—, ¿vamos o nos quedamos aquí tontamente?

—Nos quedamos aquí tontamente —respondió Rabanito.

—A mí me parece genial que nos quedemos aquí tontamente —convino Susi.

—Podría hacerlo todo el día —añadió Rabanito.

—Cuando se sabe hacer algo bien, hay que hacerlo —aseveró Susi.

—Mucho tiempo y muchas veces —puntualizó mi amiga.

Miré a Hilde, que volvió la cabeza, insegura, y se pronunció:

—Yo estoy en contra de que nos quedemos aquí tontamente.

Al menos una tenía agallas.

—Pero no me importaría que nos quedáramos aquí inteligentemente —precisó.

—Mamma mia, menudo grupo —dijo Giacomo riendo.

No podíamos quedarnos allí. El ganadero nos encontraría, sin lugar a dudas. Así que una de nosotras debía ir de avanzadilla. Y nuevamente estaba claro quién iba a ser. Respiré hondo y me puse en marcha sin volverme.

Cuando entré en el bosque, me dio miedo mi propio valor. Bajo los árboles hacía más fresco. Estaba oscuro. Ése no era el entorno natural para una vaca. De haber tenido que atravesarlo de noche me habría muerto de miedo.

—Si dejamos que Lolle vaya sola, seguiremos aquí más tontamente aún —dijo Hilde.

Miré atrás y vi que echaba a andar. Y en el caso de Rabanito, e incluso de Susi, el orgullo acabó venciendo al miedo. Menos mal, porque sola habría acabado dando media vuelta, habría regresado al campo y habría intentado pasar el resto de mi vida escondida entre las mazorcas.

Nos adentramos en el denso bosque las cuatro, una detrás de otra, intimidadas por los altos árboles, muy pegados entre sí, por la tierra húmeda, cubierta de musgo, a la que nuestras pezuñas no estaban acostumbradas, y el ruido que hacían las hojas cuando el frío viento soplaba entre ellas.

Giacomo, en cambio, iba de un lado a otro tan campante, la pata mala parecía mejorar por momentos. De vez en cuando veíamos ardillas que trepaban a los árboles, pero por lo demás la calma era absoluta, lo cual nos relajó un pequeñísimo tanto.

Finalmente llegamos a un arroyo serpenteante de aguas cristalinas. Nos vino a pedir de boca. Yo no había bebido nada desde el día anterior y tenía la garganta seca de la tensión.

Rabanito observó, asustada:

—En ese arroyo vivía el oso Praxx, el temible guardián del bosque. Y ése no es el personaje de un cuento, como la vaca loca, de él hablan los cantos sagrados.

Hilde contestó:

—Aunque los cantos sagrados sean veraces, cosa que no creo, el oso ya no está aquí. Según los cantos, abandonó el bosque.

—Pero la vaca loca sí —insistió Rabanito.

—Mira a tu alrededor: ¿ves alguna vaca loca? —inquirí, un tanto irritada por la sed que tenía, y bebí del agua clara. Sabía mucho mejor que todo lo que había bebido en mi vida en la finca. Fresca. Refrescante. ¿Sería el sabor de la libertad?

Las demás me imitaron, incluida Rabanito, cuya sed era algo mayor que su miedo, y todas bebieron con avidez y profusión, como si quisieran apurar el arroyo.

Con las energías renovadas pregunté:

—¿No es lo mejor que habéis bebido nunca?

Giacomo se rió.

—Signorina, io credo que aún non conoce el Sexe on the Beach.

—No —respondí, en honor a la verdad.

—¡Pero yo sí! —Oímos decir de pronto a una voz ronca de mujer vieja—. Yo lo probé una vez.

Nos dimos la vuelta, asustadas: no se veía a nadie. Era como si nos hubiese hablado el viento. Las patas empezaron a temblarme y oí que a Rabanito, que estaba a mi lado, le castañeteaban los dientes.

—Aquí arriba —graznó la voz entre risas.

Alzamos la vista y en un roble, al lado mismo del arroyo, acurrucada en una rama extremadamente robusta, vimos una vaca vieja.

—¡Mierda! ¡La vaca está sentada en el árbol! —dijo Susi, y fue lo primero que pensé yo también.

—Oh, no, es la vaca loca —musitó Rabanito, y fue lo segundo que pensé yo.

—Madre mía, cómo huele —susurró Hilde, y fue lo tercero que pensé.

Cierto, la vaca apestaba incluso desde lejos, tenía la piel arrugada y las ubres eran unos colgajos: debía de ser viejísima. Seguro que ya tenía veinte veranos.

Se bajó ágilmente de la rama y preguntó:

—¿Qué hacéis aquí, en mi bosque?

—Vamos camino de la India —repuse yo tímidamente. Estar delante de la vaca loca me infundía auténtico pánico.

—¿Unas vacas que quieren ver mundo? —inquirió ella, asombrada, y después rompió a reír. Una risa escandalosa. Desagradable. Demencial. El tercer ruido más pavoroso que había oído en mi vida..., después de la escopeta del ganadero y la voz de Old Dog.

La vieja dejó de reír bruscamente y dijo:

—Hay una canción sobre una vaca que se fue a ver mundo. ¿Queréis oírla?

Nadie se atrevió a contestar.

—La canción trata de una vaca de un circo...

¿Un circo? Y eso ¿qué se suponía que era?

—Y la suerte que corrió debería serviros de advertencia.

Nos asustamos. Sonaba de lo más inquietante. Tal y como lo dijo, sonaba más inquietante incluso que la mismísima vaca loca.

—La canción se llama Cop-vaca bana —informó la vieja. Y después gritó a los árboles—: ¡Eh, músicos!

De las copas salieron ardillas, gorriones y picos. La vieja nos aclaró risueña:

—Les he enseñado a hacer música aquí, en el bosque. —A continuación pidió a los animales—: Necesito ritmos latinoamericanos.

Los gorriones empezaron a silbar de inmediato, los pájaros carpinteros a golpear alegremente el tronco de los árboles con el pico, y las ardillas a entrechocar nueces con brío. La vaca vieja se puso a cantar y, sorprendentemente, su voz sonaba muy bien:

Se llamaba Lola,
era una vaca del espectáculo,
con plumas amarillas en el pelo
y unas ubres capaces de poner a cualquiera en celo.
Bailaba merengue
y también chachachá...

Mientras cantaba, la vieja bailaba de tal modo que pensé que a su edad otras se habrían dislocado la cadera hace tiempo.

Quería ser una estrella
y en Bruno se fijó ella.
Era un pedazo de toro,
y por ella perdía el decoro.
Eran jóvenes y se querían,
¿qué más falta les hacía?

En Cop-vaca, Copvaca bana,
la vida era una gincana,
en Cop-vaca, Copvaca bana.
La música y el amor
eran el gran motor.
En Cop-vaca...
perdió ella el corazón...

Ahora la vaca bailaba con frenesí al compás de los «ritmos latinoamericanos» que gorjeaban los gorriones, marcaban las ardillas con las nueces y martilleaban los picos en los árboles.

—Hasta ahora no suena a advertencia para nada —opinó Susi.

—A mí me encanta. —Rabanito aplaudió, balanceándose torpemente. Con cada compás su miedo se iba desvaneciendo poco a poco.

—Io querría cantare con ella —afirmó Giacomo.

Todas le lanzamos una mirada de aviso que decía: ah, no, ni se te ocurra.

Él la captó en el acto, y farfulló:

—O quizá sea mejore que non.

—Buena idea —aprobó Hilde, y el resto asentimos.

Entretanto la vieja giró elegantemente sobre sí misma —un movimiento con el que yo sin duda alguna habría acabado sentada de culo— y siguió cantando:

Se llamaba Nico,
tenía un par de huevos
y dos cuernos, blanco marfil.
Poco a poco se fue poniendo a mil,
cuando la vio bailar,
los ojos le empezaron a brillar.
Se acercó a ella despacito
y la cautivó pasito a pasito.

—Creo que aquí es donde la historia empieza a tomar mal cariz —aventuró Hilde.

—¿Con una música tan alegre? —Rabanito se negaba a creerlo.

—Bueno, Lola está con Bruno. Y si ahora aparece Nico...

—Habláis como si la tal Lola existiera de verdad —apuntó Susi.

Una sensación, pensé yo, que era normal tener: la actuación era tan vehemente que me tenía completamente embelesada.

Nico se propasó,
y a Bruno le molestó,
las pezuñas salieron disparadas,
fue una auténtica salvajada.
Y el pobre Bruno murió.

En Cop-vaca, Copvaca bana,
la vida era dura como una gincana,
en Cop-vaca, Copvaca bana.
La música y el amor
fue algo demoledor.
En Cop-vaca...
perdió ella a su toro, a su amor...

—Eso sí es triste —se lamentó Rabanito.

—Sí —convino Susi—. Y tampoco me gustaría que me colgaran las ubres como a esa vieja.

—Eres tan sensible. —Hilde sonrió, irónica.

—Es mi punto fuerte.

—Pues no me gustaría saber cuál es el débil.

Los gorriones y los picos alzaron el vuelo de los árboles y dieron vueltas trinando alegremente alrededor de la vaca vieja. Las ardillas, por su parte, saltaron al suelo y dieron los mismos pasos de baile frenéticos que la anciana dama mientras entrechocaban las nueces.

Se llamaba Lola,
era una vaca del espectáculo.
Pero eso hace mucho que pasó,
y su circo desapareció.
Se fue al bosque a vivir
y muy vieja se empezó a sentir.
Perdió a su Bruno, perdió su corazón,
y perdió también la razón.

—Naia mía... —dijo Rabanito.

—Así que ella es Lola. —Lo sentí por la vieja—. Y su Bruno murió.

—Es increíble que por ésa se pegaran así los toros —opinó Susi, de nuevo poco compasiva.

En Cop-vaca, Copvaca bana,
Lola perdió esa gincana,
en Cop-vaca, Copvaca bana.
La música y el amor
resultó ser algo devastador.
En Cop-vaca...
No te enamores...

Lola repitió unas cuantas veces «no te enamores», pero su voz era más baja con cada nota. Gorriones, picos y ardillas dejaron de hacer música y de bailar. Todos salieron volando, o saltando, alegremente, y se adentraron en el bosque. Por muy triste que estuviera Lola, a sus vecinos del bosque les deparaba una gran alegría con su música.

—Bueno, ahora sí que está claro —constató Susi—: es la vaca loca.

—Pero ya no me da miedo —afirmó Rabanito, compadeciéndose profundamente.

—Pues a mí sí —se quejó Susi—. Seguro que puede lanzar esos colgajos que tiene por ubres muy lejos, y eso es un peligro.

Yo no dije nada, me acerqué a Lola y la consolé lamiéndole el morro. Y no me importó que oliera tan mal.

Aunque con la canción me quedó más claro si cabía que el mundo era un lugar peligroso para nosotras, las vacas, también averigüé algo estupendo: Lola había visto mundo, lo que significaba que más allá de los árboles no estaba la leche infinita de la perdición.

—Es muy amable por tu parte que hayas querido advertirnos —le dije a Lola, que se debatía visiblemente con sus sentimientos—. Pero no tiene por qué pasarnos lo mismo que a ti.

—No, podría ser aún peor —se entrometió Giacomo.

Lola preguntó al gato, entristecida:

—¿De verdad crees que a alguien le puede pasar algo peor?

Él la miró a los vacunos ojos, que dejaban ver su corazón destrozado, y después sacudió la cabeza con suavidad:

—Perdóname.

—Lola —le pregunté—, ¿podrías decirnos cómo se sale del bosque?

—Entonces, ¿estás segura de que quieres ir a la India? —Fue su respuesta.

Asentí.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber.

—Me llamo Lolle, Lola.

No pudimos evitar echarnos a reír las dos. La anciana dama frotó delicadamente su morro con el mío, un gesto que yo repetí.

A continuación nos guió por el bosque, que ya no nos inspiraba ningún temor, pues era un lugar lleno de música y baile. Con cada paso que daba me sentía más nerviosa: ¿qué habría al otro lado?

Cuando llegamos a los últimos árboles, vimos vastos campos. No la leche infinita de la perdición.

Así que los cantos sagrados mentían.

Lo que significaba que ya no había por qué creer en ellos.

Ahora sabía qué se sentía cuando no se creía en los sabios ancianos. Era inquietante, tranquilizador y emocionante al mismo tiempo. Y es que de ese modo nuestra antigua vida había terminado definitivamente. ¡Y empezaba una nueva!