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«EL QUE PIENSA PAGA»

En nuestro módulo de Ingresos la población joven era abundante y su tipología delictiva, muy variada. A todos les resultaba hechizante que entre ellos, conviviendo allí, compartiendo el mismo espacio y, sobre todo, la misma condición de prisionero, se encontrara Mario Conde, considerado el referente ideal para millones de madres españolas. Sin saber por qué, de modo inconsciente e inesperado, como suelen suceder estos encuentros, un grupo de aquellos chicos se fue concentrando en la esquina norte del comedor, cerca de donde solía sentarse Arsensi. Cuando el grupo formado tuvo suficiente espesor humano, el enviado se acercó a mi lado. Unos veintitantos años, más o menos, pelo negro, rizado en la parte trasera que dejaba caer en bucles agitanados sobre la nuca. Inexpresivos los ojos, lentos los movimientos, exceso de cadencia en el hablar, como si alguna sustancia ingerida incrementara la sensación de espacio. Lo vi venir mientras me interrogaba sobre los motivos de su acercamiento.

—¿Quiere usted venir con nosotros un rato, señor Conde?

No le contesté de viva voz. Percibí las miradas del grupo clavadas en mí. Me levanté y caminé hacia ellos. Se arrejuntaron —como dicen por Castilla— al verme llegar. Ocupé un trozo del banco corrido que me dejaron libre. Comenzamos a hablar. Dos horas, más o menos, con aquellos presos de edades tempranas y delitos menores que siguieron el rollo que les coloqué con verdadera atención. Intervenían en el diálogo y expresaban sin tapujos sus opiniones. Lo cierto es que al finalizar la charla, acercándose ya la hora de la comida, en el momento de levantar la reunión, el chico que vino a pedirme el encuentro, convirtiéndose de nuevo en portavoz del grupo, me miró fijamente y en alta voz dijo:

—Señor Conde, deberíamos organizar esto de forma habitual porque nosotros estamos interesados en saber qué va a ser de nuestro futuro y qué podemos hacer cuando salgamos de la cárcel, y ya que está usted aquí, es mucho mejor que, antes de que se vaya, nos dé clases de la vida y no de matemáticas.

Decía lo de las matemáticas porque no recuerdo qué periódico había publicado, sin que tuviera la menor idea de dónde había surgido el invento, que en esos días me dedicaba a dar clases de matemáticas a los presos...

—Bueno, hablaré con el director para ver si nos habilita algún local para que podamos hacerlo.

Confieso que en aquellos días sentía cierta ilusión en ejercer como maestro de la vida. Lo curioso es que mi vida, esa de la que podía ser maestro, con los cuarenta y seis años que cumplí pocos días antes de que interpusieran la querella, comenzaba a convertirse en un acumulador de experiencias variopintas que circulaban en el espacio vacío situado entre la cúpula y los cimientos de mi edificio vital. Por si no fuera suficiente, admito sin el menor rubor que mi verdadera vocación frustrada siempre fue la docencia. Bueno, la docencia y algo la arquitectura, pero en fin. En el fondo es lo mismo, porque los maestros son arquitectos (y albañiles) que colaboran en el proyecto de diseño y construcción de la catedral interior de quienes quieren oírles.

Precisamente por ello, nada más tomar posesión de mi cargo de abogado del Estado en Toledo, con mis veinticuatro años a las espaldas, y a pesar de que Lourdes y yo vivíamos en esa ciudad imperial en un piso de las afueras por falta de recursos económicos para conseguir uno en la parte vieja, me apunté como profesor en la academia de preparación en la que yo estudié mis oposiciones. Un poco desafiante, sin duda, si se toma en cuenta que algunos alumnos míos eran mayores que su preparador, lo que no suele sentar demasiado bien. Allí, a la calle Juan de Mena, sede de nuestra academia, acudía varias veces por semana, charlaba con los opositores y ejercía un rato de frustración vocacional. Luego, cansado porque esto de enseñar en serio es tensionante, sobre todo cuando de tipos listos se trata, regresaba a Toledo. Algunas de esas tardes, al iniciar mi retorno, más que cansado tomaba el coche agotado, hasta el punto de que en muchas de ellas el sueño me invadía mientras encaraba la carretera para llegar a dormir a casa. Un día, abrumado por la tozudez del sueño, opté por no ofrecerle resistencia —estrategia muy útil cuando de algunos ejemplares del género femenino se trata— y decidí arrimarme a la derecha, parar en la cuneta y dormir un rato. Me despertó la Guardia Civil, con buenos modos, pero sospechando algo raro. Cuando les dije que era el abogado del Estado jefe de Toledo me miraron con cara de cachondeo, porque admito que entonces tenía cara de niño, o no disponía de la prototípica de un cargo semejante, pero ante la evidencia de mi carné de miembro de tan insigne cuerpo no tuvieron más remedio que admitirme como tal. Me fui a dormir a casa. Lourdes me esperaba despierta.

Envuelto en estos pensamientos me dieron la una de la tarde y decidí, mientras traían los de cocina el alpiste diario —así lo calificaban algunos veteranos—, refugiarme en la garita de entrada en nuestro módulo. Allí se aposentaba el funcionario encargado del control y allí nos daban noticias que pudieran afectarnos, como resoluciones de recursos, concesiones de permisos, novedades del módulo, correspondencia y parafernalia del estilo. Con algunos funcionarios, a pesar del escaso tiempo vivido en sus dominios, y debido básicamente a que cuando me lo propongo no soy antipático y, además, a que me llamo como me llamo, conseguí cierta relación cordial y me admitían a charlar con ellos dentro de esa garita de control. Lo agradecía vivamente porque ellos disponían de una estufa que funcionaba a todo gas, aunque sería mejor decir a toda electricidad. Charlábamos de nuestro mundo interno, de los presos, de sus comportamientos, de sus experiencias, de su cansancio..., pero lo que verdaderamente les gustaba era que contara cosas de mi mundo, no de mis condenas o de mis prisiones, sino de mi mundo exterior. Me percaté con total crudeza de la fascinación que ese entorno en el que había desarrollado unos cuantos años de mi vida ejercía sobre muchas personas, y los funcionarios de prisiones se incluían en ese colectivo. Así que ese activo, por llamarlo de alguna manera, me facilitaba el camino, aunque fuera solo el camino de evitar el frío. Eso de ser famoso parece que podía servir para algo reconfortante. Hasta el momento, como bien aventuraba Lourdes, solo para perjudicarme de modo grave.

Finalizado el almuerzo retornó el rutinario chapado y con él la soledad del chabolo. A esas horas casi todos los internos duermen siesta, ayudados o no por alguna sustancia adicional. Nunca me gustó esa costumbre de dormir a esa hora, salvo en el sur, en ciertas tardes que seguían a noches intensas de fiesta flamenca. Pero en prisión no era cosa de alterar costumbres. Al contrario, procuraba ajustarme en prisión a mi vida en libertad, a mi modo de comportamiento entre los libres. Por eso, precisamente por eso, rechacé el vestirme como casi todos los presos, con un chándal deportivo y las correspondientes zapatillas. Yo no estaba en la cárcel para practicar ningún deporte, sino para soportar la comedia urdida y la tragedia subsiguiente. Por eso, precisamente por eso, mi celda y demás pertenencias de prisionero tenían que ser consideradas como un nuevo lugar de trabajo, con peores olores, colores y formas que mi despacho en el banco, pero lugar de trabajo al fin y al cabo. Porque lo que allí dentro tenía que conseguir era exactamente eso: seguir trabajando. Quizá ahora más centrado en el mundo interior que en el externo, pero trabajando en cualquier caso.

Mientras los demás dormían mi mente se concentró en una conversación que había mantenido con Emilio el gitano esa misma mañana. Todo empezó por un hecho relativamente insólito y es que a Fontanella, el catalán, nada más venir de permiso ordinario de seis días, le habían trasladado al módulo 1 de Cumplimiento. Fue entonces cuando me enteré del asunto de los permisos carcelarios, pero me detuve en mis pesquisas al saber que eso solo funciona cuando ya estás penado, y yo todavía no me encontraba en esa situación. Era un preventivo que todavía no había alcanzado el estatuto de penado, y esa especie, aunque prisioneros como los demás, dependen directamente del juez que dictó el auto por el que nos ingresaron. Es él el que dispone de nuestras vidas, de nuestra libertad, de nuestras haciendas, y para los débiles de espíritu, para los flojos de la vida, hasta de nuestro llamado honor, como si el verdadero honor dependiera de un papel firmado por un funcionario del Estado. Si depende de la firma de algún funcionario, ese solo puede ser el que trabaja en nuestro interior. En todo caso, el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria era en esas fechas navideñas un producto judicial inservible. Bueno, cuestión de tiempo...

Arturo Romaní estaba especialmente afectado por la decisión de la prisión de mover a su amigo de celda, no solo porque la consideraba injusta, sino, sobre todo, porque tenía cierta tendencia a pensar que la razón del castigo a Fontanella era la cercanía que tenía con nosotros dos, con él y conmigo. Yo no alcanzaba a entender muy bien por qué esa proximidad debía traducirse en penalidad adicional, pero tampoco quise ponerme a hurgar en el asunto. Quizá hubiera algo escondido que no supiéramos. Al final un preso profesional es capaz de darte una sorpresa en cualquier momento. Arturo sufría más porque se había acostumbrado a Fontanella, a sus conversaciones con él, al pan tumaca y a los detalles del «catalán». Le emocionó particularmente que el tal Fontanella, al regreso del permiso, nos trajera de regalo un pijama repleto de colorines por todos sus costados. En un entorno tan estéticamente hostil como es la cárcel, los individuos de naturaleza afectiva —como es el caso de Arturo— no solo sienten brotar sentimientos en tierra aparentemente inhóspita, sino que una vez interiorizados en cuanto tales, es muy poderosa la tendencia a cuidarlos, preservarlos, defenderlos, con el mismo ímpetu que se defiende una posesión propia en la que hubiéramos puesto algo profundo de nosotros mismos. Es indiferente el pasado del sujeto, lo que haya hecho, la razón por la que se encontraba aquí, porque, al fin y al cabo, todos estábamos en este territorio, con mayor o menor razón, pero lo «justo o injusto» se había quedado celosamente guardado en la sección de Ingresos. Supongo que este terreno es el propicio para que florezca eso que llaman «síndrome de Estocolmo» en versión prisionero-prisionero.

Emilio el gitano, con sus andares apresurados y carentes de compás, cosa extraña en los de su raza, se acercó a mí con el agridulce clavado en sus ojos y en el rictus de su boca. Se fijó en que la chapa verde del chabolo de Fontanella ya no mostraba su nombre escrito a tiza blanca; se veía un ligero resto, como si el borrado se hubiera ejecutado a toda velocidad. Un gesto silente y elocuente a la vez me impulsó a preguntarle:

—Oye, Emilio, ¿tú sabes por qué han trasladado a Fontanella?

El gitano abrió sus grandes ojos negros y me miró con un gesto difícilmente descriptible, pero que, en el fondo, quería decirme algo así como: «Por favor, no me comprometa y no me pregunte esas cosas». Cualquier respuesta podría encerrar algún tipo de crítica a la decisión adoptada por los superiores y Emilio, cuya condena por asesinato tenía gran envergadura, sabía perfectamente que debía huir a toda costa de enfrentamientos con los funcionarios, y mucho más con sus superiores, porque de eso dependen muchas cosas, no solo tu vida en el interior de la cárcel, sino, lo que es más importante, el acariciar trozos de libertad cuando de permisos se trata. Intuía algo así, pero reconozco que no me gustó el silencio y por eso insistí con tono algo más impertinente:

—¿Qué pasa, que no me escuchas?

—Sí que le escucho, señor Mario.

—Entonces, ¿qué dices?

—Que sí que te escucha y que no quiere escucharte que le preguntes por Fontanella —terció Romaní.

Era obvio que no me quería contestar. La intervención de Arturo no me aclaraba nada que no supiera. Quería forzar las cosas. Quien tiene valentía para matar a un hombre puede, debe mantenerla para un ligero comentario pronunciado en la clandestinidad del pasillo de presos, sin funcionarios a la vista. Claro que lo primero se debía a las costumbres gitanas. Y el silencio temeroso de ese instante lo provocaban las actitudes payas... Cuestión de culturas, a lo visto y no oído. Pero aun así no me hizo gracia.

Tampoco contestó Emilio a un capote tan claro que le permitía apoyarse en Arturo para justificar su silencio. Se limitó a mirarme, esbozar una sonrisa y añadir a continuación:

—En el módulo 1 se está muy mal, señor Mario, porque es de cumplimiento y allí se paga más.

A Fontanella lo habían sacado del módulo de Ingresos, que era el más deseado de todos los que componían el conjunto de la prisión. En aquellos días el Centro penitenciario se dividía modularmente en dos conjuntos de bloques de edificios. Al primero de ellos, entrando a la derecha, se le denominaba de Preventivos. Al segundo, integrado por un número similar de edificaciones, le atribuyeron el calificativo de Cumplimiento. Cada uno albergaba un número más o menos parecido de presos que en ellos desarrollaban su vida carcelaria. En cada conjunto existía una Junta de Tratamiento, disponía de sus propios educadores y psicólogos, es decir, que funcionaba como una cárcel casi independiente aunque sometida a la autoridad del director, y compartiendo lugares comunes como la cocina, el campo de deporte y otras dependencias. Pero incluso los lugares en los que se ejecutaba la visita de familiares eran diferentes en uno y otro módulo.

A pesar de estas similitudes, por alguna razón que nunca llegué a comprender del todo, Preventivos era algo así como la primera clase y Cumplimiento se asemejaba a turista. Pero a pesar de que la Ley decía aquello de separar preventivos y penados, lo cierto es que en Preventivos vivíamos los que teníamos ese régimen jurídico y los que, como Fontanella, Emilio y muchos otros, eran penados puros y duros. Incluso en ese lugar vivían etarras aunque encerrados en primer grado. Y violadores que se movían por sus dependencias como si de su verdadera casa se tratara. Pero con todo y eso, tanto los funcionarios como los educadores, los psicólogos y desde luego los presos, preferían el conjunto Preventivos al propio de Cumplimiento. Y a Fontanella no lo dejaron en un módulo de Preventivos, sino que se lo llevaron a Cumplimiento y eso tenía el tufo de una sanción encubierta. Y no a cualquier módulo, sino al uno, precisamente al «uno», que decían era el peor de todos.

Pero lo más curioso, lo que llamó mi atención fue esa expresión de Emilio referida a pagar más. Esa palabra, «pagar», tenía una connotación muy clara derivada de esa idea de la pena como retributiva, es decir, en el argot ordinario, «el que la hace la paga». Curioso en boca del gitano. Fui directo al grano:

—¿Qué es eso de que allí «se paga más»?

—Porque se piensa.

—Y eso ¿qué tiene que ver?

—Señor Mario, la cárcel es para pagar, y cada uno paga lo que piensa. Si no piensa no hay cárcel. Si duerme no paga. Si ve la televisión y se concentra en ella, no paga. Si lee y se olvida de otras cosas, no paga. Se paga si piensa y eso quiere decir que si piensa paga.

La reflexión era mucho más profunda de lo que parecía y debía conectar directamente con algún tipo de tradición de pensamiento de su raza gitana. El situar a la mente, al pensamiento en el centro del penar, del sufrimiento, tenía un atractivo indudable. No sabía si la idea era suya o algo que había recogido de otros presos, pero el tema me interesaba, por lo que insistí para comprobar hasta dónde llegaba Emilio.

—¿Me quieres aclarar eso un poco, Emilio?

—Mire, señor Mario, yo estuve una vez quince días sin comer porque pensé que estaba en la cárcel y los pagué de modo total. Allí, en cumplimiento, los hombres piensan que están en el talego y así están pagando. Por eso ese módulo es malo.

—Pero todo el mundo piensa, Emilio.

—Unos más y otros menos, unos de una forma y otros de otra. La cárcel no es igual para todos. Cada uno tiene su cárcel y cada uno paga su cárcel.

El asunto era claro: la cantidad de pensamiento consumida en realizar la privación de libertad equivalía al grado de sufrimiento que el hecho implicaba. Hombre, más que ser consciente de privación de libertad, yo habría dicho algo así como de sentirse preso. Porque, por ejemplo, yo tenía claro que era preso en cuanto que no disponía de libertad de movimientos más que dentro de un espacio-tiempo muy concreto, muy delimitado, muy definido. Pero preso y privado de libertad no es lo mismo. Está claro que la libertad del espíritu anda por en medio de estas consideraciones, de modo que fuera, mas allá del horrendo edificio, en eso que llaman el lugar de los «libres», seguro que convivirían muchos presos verdaderos, algunos sin ser conscientes de la estrechez y penuria de su verdadera prisión. Y aquí, en Alcalá-Meco, con presos-presos, con funcionarios-funcionarios, con chabolos, con alambres de espino de los de toda la vida, se podía sentir la libertad interior con mucha más fuerza incluso que en los países de la libertad.

En los primeros días de mi encierro, cuando bajaba a recoger la correspondencia, se armaba un cierto alboroto entre los presos al contemplar los montones de cartas dirigidas y destinadas al preso Mario Conde. Eran misivas procedentes de todas partes de la geografía española y enviadas por personas que me resultaban total y absolutamente desconocidas. A alguna de ellas, casualmente, la encontré en carne y hueso unos catorce años después de que escribiera por primera vez al lugar de mi encierro. Los presos se quedaban admirados, pero en sus ojos podías percibir un apunte de nostalgia. Les encanta recibir cartas. Era para ellos un verdadero acontecimiento tomarlas en la mano, acariciarlas, dirigirse a un rincón, refugiarse en el pedazo de soledad que consiguen, abrirla con una desconcertante delicadeza y leerla con fruición, mientras su rostro, como si de un mimo se tratara, iba reflejando gestualmente la pena, alegría o desconcierto que el contenido de la carta les provocaba.

Pero ni siquiera todos sabían leer. Uno me pidió ayuda. Me entregó la carta y me rogó con voz humilde que se la leyera. Una experiencia única para mí. Nos sentamos codo con codo en el largo banco del comedor. El preso fijó su mirada en la pared. Yo leía despacio, enfatizando el contenido, y de reojo contemplaba sus gestos. De repente rompió a llorar. Según la carta su madre acababa de morir. El silencio inundó el comedor vacío de presos. Solo el susurro de unos sollozos contenidos y el rasgar de una mano sobre la cara de preso para enjugar las lágrimas que caían en libertad por sus mejillas. Cerré el papel. Lo introduje en el sobre. Se lo entregué. Mi mano derecha dio unos golpes cariñosos sobre su hombro y me despedí. No levantó la cabeza para mirarme. Todo él se ocupaba de su pena y su sollozo.

Algunas cartas traían libros de regalo. Pero no es tan fácil introducirlos en la prisión. Necesitan superar los controles de seguridad por si contienen algún tipo de elemento extraño como pueda ser dinero de la calle con destino a drogas u otro tipo de objetos prohibidos. Por cierto, que las cartas tenían que ser abiertas con la misma finalidad. La parafernalia consistía en que el funcionario te llamaba a su presencia, te enseñaba el sobre cerrado y con un abrecartas más bien rudimentario la rasgaba ante tus ojos, sacaba el papel, lo agitaba, lo observaba cuidadosamente por ambos costados, te lo daba para que lo introdujeras tú en su sobre y pasaba a la siguiente. Un día vi cómo dentro de la carta venía un billete de cinco mil pesetas de las de entonces. Al preso se le abrió expediente disciplinario. Supongo que terminaría en nada porque la culpabilidad en ese caso no resultaba tan evidente como ciertas manifestaciones de la estupidez humana.

Pero, en fin, mis paquetes parece que se encontraban huérfanos de tales utensilios, así que me los entregaron en la garita. Y aquel día fueron dos ejemplares distintos de un mismo libro: El principito. Curioso. Por supuesto que lo conocía y lo había leído en más de una ocasión, pero no dejaba de ser evocador que dos personas diferentes pensaran en el mismo texto para mis primeros días de prisión. Eché una ojeada al primero de ellos cuando lo abrí en la celda. Y allí, recordé cómo el zorro le dice al principito que su secreto es muy fácil: «Las cosas importantes solo se ven con el corazón, porque resultan casi siempre invisibles para los ojos». Esa frase tiene un contenido esotérico muy profundo, puesto que conecta directamente con lo que los ocultistas llaman la línea directa, la línea del corazón. Es, sin duda, rotundamente cierta: solo se «ve» lo que se percibe con el corazón. Obviamente la expresión no se traduce literalmente por visión física ni por corazón en cuanto víscera. Es un mecanismo simbólico para expresar que la realidad formal que se ofrece a nuestra visión física nada tiene que ver con la realidad profunda que solo se percibe con los ojos del espíritu. Ocurre que muchos mortales, cuando escuchan hablar del lenguaje del corazón, se creen que te refieres al día de San Valentín y a algún producto para dispensarlo en grandes almacenes...

Si razonara como un cartesiano recalcitrante, tendría que asumir que la cárcel, en cuanto instrumento al servicio de la privación de libertad, no diferencia entre sujetos, sino que, por definición, es igual para todo el mundo, y todas las horas que transcurren allí dentro son horas de cárcel. Emilio, sin embargo, decía: «Se paga lo que se piensa, señor Mario». Y es, obviamente, Emilio quien tiene la razón: la cárcel reside en uno mismo, está dentro de nuestro corazón. No podía contestar a todas las cartas que recibía, pero sí a muchas y en casi todas ellas escribía la misma frase: la libertad está dentro de nosotros mismos y es planta que vive en nuestro corazón alimentada con el abono del espíritu. Por eso, dentro de estos muros rodeados de alambres de espino se puede ser libre, y, al mismo tiempo, más allá de ellos, en los campos teóricos de la libertad formal, se puede ser aparentemente libre y en el fondo esclavo. No le dije esta frase a Emilio, pero estoy seguro de que la habría entendido. En el fondo, él la había sintetizado mejor que yo: se paga lo que se piensa, señor Mario.

Ahí estaba la explicación de lo que me estaba pasando. El sábado 7 de enero había hablado con Lourdes por teléfono para ver cómo iban las cosas por casa. La mayor frecuencia de nuestras conversaciones telefónicas me venía muy bien y daba apariencia de normalidad a lo que estaba sucediendo. En un momento de nuestra conversación, de modo instintivo le dije:

—No te preocupes por mí, que de verdad que yo estoy feliz.

—¿Qué quieres decir con eso de que estás «feliz»? ¿No te parece demasiado? —me preguntó Lourdes algo molesta con una palabra que lógicamente debería reservar para mi vida fuera de aquí. Sobre todo para mi vida con ella. Porque las mujeres que verdaderamente están-en-el-amor no conciben otra felicidad diferente al estar con quien aman. Y Lourdes siempre fue lo que ella definía como una mujer completa.

La palabra «feliz», causante de la turbación de Lourdes, salió desde dentro de forma automática, impulsiva, sin haber sido objeto de reflexión alguna. Obviamente sonaba demasiado fuerte, sobre todo para decírsela a tu mujer, que estaba sufriendo por ella y por ti. Tenía que rectificar y lo hice:

—Bueno, mujer, es un decir. Pero lo importante es que estéis bien. Que no haya problemas.

—Hombre, ¿te parece poco problema?

—Pero ¿por qué dices eso? ¿Qué ha ocurrido?

—¿Es que te parece poco problema el que ya nos ha sucedido estando tú en la cárcel?

—¡Ah! ¿Te refieres a eso?

De nuevo mi subconsciente me había traicionado: cuando Lourdes dijo ¿te parece poco problema?, yo pensé que algo había pasado en relación con La Salceda, Los Carrizos o cualquier otra cosa. No se me pasó por la imaginación que estuviera refiriéndose a mi estancia en la cárcel, porque yo no la interiorizaba como un problema sustancial.

¿Por qué? ¿Qué sucedía en mi interior para semejante actitud? ¿Era solo un mecanismo de autodefensa, un instrumento al servicio de la necesidad de sobrevivir? Subí al chabolo con esas preguntas rondándome la cabeza. En la televisión iba a comenzar el partido del Real Madrid contra el Barcelona. Lourdes me había dicho que mis hijos, Mario y Alejandra, junto con los de los Romaní, habían ido al campo y pensé en ellos, aunque mi mente comenzó a atormentarse con la idea de lo que me estaba sucediendo. ¿Por qué había pronunciado esa frase de «aquí estoy feliz»? ¿Por qué no había captado la expresión «te parece poco problema» referida a mi estancia en Meco? ¿Me estaría volviendo loco? Todo es posible. ¿Estaría funcionando más allá de los límites normales mi técnica de fortalecimiento psicológico? ¿Podía ocurrir que en mi mente se estuviera cumpliendo ese principio de transformar lo lineal en curvo?

Por mucho que tratara de dramatizar mi situación, esta no se me presentaba con esos atributos, no se vestía con esas ropas, no caminaba por esas rutas. No me sentía ni desgraciado, ni abatido, ni humillado, ni nada parecido. Tampoco se trataba de que yo fuera capaz de diseñar una estrategia futura para la cual mi estancia en la cárcel pudiera resultar enriquecedora, positiva, factor de crecimiento o cualquier otra frase al uso. Ni era eso ni tenía nada que ver con eso. No estaba, no era, no sentía. Eran actitudes de presente, alejadas de hipótesis de futuro. Ni siquiera el factor temporal, es decir, la ignorancia de cuánto tiempo estaría aquí, me producía inquietud alguna. Incluso más, el saber que estaría tanto tiempo como les conviniera a ellos, es decir, que saldría en el mismo momento en que mi estancia aquí les resultara más perjudicial que mi vida fuera de aquí, conseguía alterar los sentimientos que antes expresaba. Todo eso sonaba un poco confuso y algo difícil de racionalizar, por lo que dejé de pensar en ello y concentré mis esfuerzos en los personajes que más directamente tenían que ver con mi situación.

Llevé mi mente hasta el juez García-Castellón, que teóricamente fue el autor del documento cuya fuerza legal me introdujo en los dominios de Jesús Calvo, aunque en mi fuero interno no albergaba duda alguna de que su mano fue movida por la fuerza de vientos que soplaban desde alturas a las que no supo o no pudo resistir. Seguramente antes de ser designado ya sabía en qué consistía su cometido principal. Me puse a practicar algo de rudimentaria introspección, nada sofisticada, muy primaria, con el objetivo de expurgar los rincones de mi alma tratando de identificar el tipo de sentimientos que albergaba hacia él, las reacciones interiores que me generaba visualizar su imagen, sobre todo en aquel preciso instante en que pronunció la inolvidable frase de «he tenido que enviarle a usted a prisión».

Pues nada. No podía engañarme a mí mismo: el odio no aparecía por ningún sitio. ¿Cómo es posible —pensaba— que yo, que soy consciente de que ha cometido una injusticia, de que se ha dejado llevar por la presión político-mediática, de que ha pensado en él antes que en mí, no sienta odio por esa persona? No ha tomado una decisión cualquiera. No se trata solo de la libertad de una persona o de una familia. Es más denso, más profundo, tiene más carga. Ha incidido de manera directa e inmediata en la utilización de la razón de Estado al servicio de la demolición del ordenamiento jurídico. Ha llevado a cabo una negación del Derecho...

Era inútil: por más que buscaba en los rincones de mi alma, por más que adjetivaba para dramatizar el alcance de la decisión, el odio no aparecía por ningún sitio. Lo que más me dejó anonadado fue el descubrir mi verdadero sentimiento: lástima. ¡La habíamos jodido! ¿Así que era lástima lo que yo sentía por ese individuo? ¡Hasta ahí podía llegar la coña! Definitivamente me estaba volviendo imbécil: una cosa es que aceptara bien la convivencia aquí, que no tuviera sentimiento de culpabilidad, que los días transcurrieran muy rápidos, que dispusiera de tiempo para pensar, reflexionar, leer, escribir y que todo me pareciera normal y nada infamante. Pero otra bien distinta es que, encima, sintiera lástima por el teórico causante de mi situación. Ni siquiera aun cuando asumiera, como asumía, que se limitó a poner la firma en un documento confeccionado y decidido por otros. Pero firmó. Pues ni aun así. No sé si estaba sufriendo una especie de síndrome de Estocolmo o cualquier alteración psicológica del género, pero lo cierto es que parecía que algo había fallado y mi cerebro, o los programas que lo ponen en funcionamiento, se había movido de su sitio. Por eso dejé de pensar y traté de concentrarme en el partido de fútbol, a pesar de que nunca en mi vida he sido demasiado aficionado a ese deporte.

Sin embargo, esa mañana del 8 de enero lo entendí todo perfectamente gracias a Emilio. Ahora lo veía con total nitidez. Estaba clarísimo: «Se paga lo que se piensa». Por eso mismo yo no estaba pagando, porque no pensaba que estaba en una cárcel cumpliendo el mecanismo retributivo de delito-pena, y si no pagaba no podía sentirme infeliz, y si no me sentía infeliz no podía albergar sentimientos de odio contra quien no me había procurado ninguna infelicidad. Entonces, ¿por qué lástima? Precisamente por eso, porque se paga lo que se piensa. ¿Y quién pensaba? Supongo yo que García-Castellón. Es posible que sí y es posible que no, pero en caso afirmativo estaba claro que él pagaba. Gracias a Emilio entendí eso que yo mismo había escrito: fuera de la cárcel hay muchos esclavos y aquí dentro pueden existir personas libres. Las «personas mayores» —como diría el principito— no entenderían lo que estaba diciendo. Por un segundo pensé: ¿es posible que si pasa mucho tiempo yo me convierta en «persona mayor» y, por tanto, deje de entender lo que estoy escribiendo?

Es muy posible que García-Castellón ni siquiera pensara, a pesar de que transmitía a mis abogados la información de que había pasado unas Navidades terribles y estaba sufriendo mucho por haberme enviado a la cárcel. No le di excesiva importancia al comentario, puesto que escondía un sofisma básico: el juez estaba persuadido de que estaba cumpliendo con «su deber», entendiendo por deber lo que resultaba «conveniente» a sus intereses de todo tipo. La sensación del «deber cumplido» no provoca ese sentimiento, sino, como máximo, la caridad, que, en el fondo, nace de una plataforma de conciencia de superioridad. Se es caritativo con el inferior y nosotros, obviamente, éramos «inferiores» al juez; la mejor prueba de ello era que, al margen de los méritos y realizaciones de la vida de cada uno, él podía disponer de nuestra libertad en un acto inmediato, directo, sin intermediarios, y aun cuando su actuación hubiera sido acreedora de la calificación de prevaricación, nunca tendríamos la oportunidad de operar sobre él con ese mismo carácter, puesto que nuestra voluntad necesitaría de un nuevo agente intermediario para hacerse efectiva: otro juez.

Y como esa labor de introspección ya no daba más de sí, volví a mi mundo carcelario, a mis funcionarios y mis presos, y recordé la conversación sostenida esa mañana mientras en la garita aprovechaba la compañía del funcionario para calentarme algo más de lo que daba de sí el salón de presos. Como decía antes, esa mañana, después de haber tenido lugar la conversación con Emilio y mi «mitin» político con los chavales «colegas del módulo», me fui a charlar con el funcionario y a calentarme un poco. Hablamos de todo, de mi estancia aquí, de la situación política, de cómo habían sido los interrogatorios y del tiempo que iba a estar por estos lares. La reunión comenzó por mi «mitin» político:

—Esta mañana he estado un par de horas hablando con los chicos jóvenes del módulo sobre política y otros temas —le dije al funcionario.

—Eso es perder el tiempo —me contestó—. No les interesa nada, como mucho el posible favor que usted les pueda hacer dándoles dinero si lo necesitan.

—Hombre, yo creo que estaban interesados y siguieron la conversación mucho tiempo, porque un par de horas es mucho para la cárcel.

—Desde luego, pero yo creo que no hay nada que hacer con ellos. Lo único que les interesa es la droga y nada más. Están ya destrozados y es irreversible su situación. No conseguirá usted nada.

Me di cuenta de que esa conversación se agotaba sin más camino que recorrer. Es posible que aquel hombre tuviera experiencia y también que sus palabras fueran fruto de un prejuicio acerca de los presos. Era obvio que algunos mostraban síntomas inequívocos de una situación irreversible. Incluso en algunos casos las señales externas de sida eran claramente perceptibles. Pero otros no. Concretamente, los que habían estado conmigo aquella mañana parecían tener ciertas inquietudes. Yo les hablaba de España, del problema del campo, de la destrucción del aparato industrial, de la necesidad de preservar las tradiciones culturales de cada pueblo, que Europa sí pero la coña de los burócratas de Bruselas no, y de cosas por el estilo. Ellos participaban, hacían preguntas y querían saber.

—Lo malo es que la juventud estáis atontados. Lo más que hacéis es quejaros pero nada más. Os liáis a fumaros un porro o lo que sea y dejáis que el tiempo pase por vosotros.

—¿Y lo rico que está y lo que uno se ríe? —dijo Raúl, un chico muy joven, de unos veinte años, que tenía una condena bastante larga por lesiones, y hasta creo que homicidio, y cuya familia era de las cercanías de mi campo de La Salceda.

—¿Y qué tendrá que ver, Raúl? ¡A ver si te crees que sois vosotros los que habéis descubierto el mundo! A mí no me parece mal que te fumes un porro. Lo de la droga dura es ya harina de otro costal porque es ganas de joderse uno la vida. Pero si de verdad quieres luchar, lucha primero, protesta, rebélate, y luego te fumas un porro o cuarenta. Pero haz algo útil en tu vida.

—Pero si la juventud no quiere hacer nada de eso —dijo Miguel, veintidós años, vestido con cazadora negra y que se definía a sí mismo como ultrasur, «español y fascista como tiene que ser»—. Como no podemos hacer nada, nos damos al porro o a lo que sea y a vivir, que son dos días.

—¿Entonces qué coño estamos haciendo aquí? ¿Para qué queréis que os hable? Me da la sensación de que estamos perdiendo el tiempo.

—¿Pero qué podemos hacer? —preguntó de nuevo Raúl.

—¡Joder! ¡Pues rebelaros! ¿No decís que esto no os gusta? ¿No me acabas de contar que el Aznar te parece un payaso? Pues manifestad vuestra protesta.

—¡Pero si en cuanto salimos a la calle unos pocos viene la poli y nos da una manita de hostias! —dijo David, también vestido de negro, con el pelo corto, ojos pequeños y expresión de indiferencia ante todo lo que le rodeaba como si no creyera en nada más que en no creer y que era ducho en eso de las peleas callejeras.

—Porque sois pocos. Aquí funciona eso de la cantidad convertida en calidad. Si os manifestáis diez o doce, os dan de leches y os meten al talego. Pero si sois cien mil, se transforma en una protesta ciudadana en toda regla y nadie se atreve a tocaros. ¿No os acordáis del Mayo del 68 francés?

—Yo sí, señor Conde —dijo otro mayor que los demás, de unos treinta y ocho años—. Primero fueron los estudiantes y luego se incorporaron los obreros, y aquello motivó un cambio de la política francesa.

—Pues aquí puede suceder lo mismo. Todos los años salen muchos universitarios que se han matado a trabajar, que luego hacen másteres o cosas por el estilo y que no encuentran trabajo y que tienen que buscar lo que sea. Un país no puede funcionar así porque se está desperdiciando la inteligencia.

—Pero no solo los universitarios, señor Conde, sino también nosotros, los que estamos aquí, que no sabemos de qué vamos a vivir cuando salgamos a la calle, así que lo más probable es que una vez fuera volvamos a lo mismo y otra vez para el talego a pagar lo que te echen.

Obviamente esta conversación no tenía nada que ver con la visión que el funcionario tenía de estos chavales. Es posible que el equivocado fuera yo, pero, en cualquier caso, iba a tratar de seguir por ese sendero y ver si se podía conseguir alguna cosa útil, porque la alternativa era tumbarse en el patio o en el salón mientras la música sudamericana de los colombianos les ayudaba a evadirse de la realidad. El funcionario, por el contrario, creía que la inmensa mayoría de los presos pertenecen a una raza inferior, son delincuentes sin remisión, personas cuyo único objetivo es escaparse, drogarse, destrozarse, hundirse y hacerles a ellos, guardianes del orden, representantes del Estado, la vida imposible. Sonaba a estereotipo, desde luego, pero en ese instante no sabía hasta qué punto la experiencia del funcionario contenía más dosis de verdad de la que yo imaginaba con aquella mente virgen en reclusiones carcelarias. Al verle me pregunté: ¿cuál es la atracción de ese puesto?, ¿por qué un hombre decide dedicarse a ser funcionario de prisiones?

En mis primeros días recibí una visita de uno de estos funcionarios. Era un chico muy joven de mirada limpia y hablar pausado, castaño claro el pelo y la piel blanca, amigo de un pariente lejano mío y que me traía recuerdos de su parte. Tenía modales educados, se expresaba con cierta cultura y se dedicaba en sus ratos libres a las labores de encuadernación, en las que había conseguido algún premio nacional. Se apellidaba Mínguez. Aquel ejemplar humano me extrañó como arquetipo del carcelero, pero pronto me di cuenta de que era un ser ajeno a ese mundo, que nada tenía que ver con algunos de sus compañeros empeñados en demostrar su autoridad, aunque su posición de superioridad sobre los reclusos era tan obvia que exteriorizarla con evidencia era, como mínimo, obsceno.

Cuando estaba sumido en estos pensamientos en aquella pequeña garita, vi el diario El Mundo correspondiente al domingo 8 de enero de 1995. Era exactamente siete años después de mi primera Junta General de Banesto, aquella en la que informé a los accionistas del resultado de la opa del Bilbao. Aquel diario me enervó.

Dejando a un lado el gran titular del día en el que Pedro J. aseguraba que una encuesta demostraba que la población española era contraria al GAL, lo que me indignó fue la otra noticia de portada confeccionada con una llamada que rezaba así: «Conde al director de Alcalá-Meco: “No sé cómo han tenido valor para meterme en la cárcel”». Esa misma frase se repetía poco después con grandes titulares en dos páginas enteras de Economía en un domingo, día de mayor tirada del periódico. Pero lo más grave era que después de ese enorme titular venía otro, también muy destacado, que decía: «El director de Alcalá-Meco narra los primeros quince días de Conde en la cárcel». ¡Acojonante! ¿Cómo era posible una cosa así? ¿Es que este hombre se había vuelto loco? El texto del artículo estaba redactado por José María Zavala, un periodista que me parecía más aficionado al periodismo ficción que a la más ingrata labor de redactar noticias. Era obvio que yo no había dicho esa frase porque, entre otras cosas, es absolutamente ridícula. No solo no me extrañó que me metieran en la cárcel, sino que, además, sabía que iba a ocurrir desde mucho tiempo atrás. Quizá no solo tuvieran valor, sino, sobre todo y en su idea, necesidad política de hacerlo. Eso lo sentía muy claro.

Pero el asunto iba más allá. Según el periódico, el director había hablado de mis juicios sobre el tema político, de que tenía un ordenador, de que estaba entero y bien, de que pensaba que esto iba a acabar pronto, de que creía que nunca me condenarían, etcétera. Todo ello tenía dos aspectos. El primero, que me parecía increíble que el director de una cárcel pudiera hablar con un periódico de estas interioridades. Estaba desvelando secretos y yo estaba seguro de que eso iba a traerle serios problemas a Jesús Calvo. En segundo lugar, ¿cómo podía haber cometido un error tan grosero? La prensa vuelve locas a las personas. No pueden resistir el protagonismo. Ya me sabía la excusa: «Es que la presión era terrible, me insistían en que ellos tenían que escribir y si no les decía nada iban a publicar lo que quisieran, así que era mejor que hablara». Muchas, muchísimas veces en mi vida, había oído esa argumentación y me la sabía de memoria. Ahora, Jesús Calvo se había convertido en una víctima de ella. Uno de los funcionarios con los que charlaba habitualmente, al ver mi cara de estupefacción, dijo:

—Nosotros también nos hemos quedado helados. No entendemos cómo se puede hablar de esto. Luego nos piden a nosotros discreción y es el propio director el que cuenta a la prensa lo que quiere. Yo creo que esto va a causarle muchos problemas y si no lo cambian, poco va a faltar.

Sobre el papel, el juicio del funcionario era equilibrado, porque no tenía sentido alguno que Jesús Calvo se dedicara a revelar —además falsamente— mi vida en prisión. Pero es que, por si fuera poco, hacía confidencias de que el juez llamaba a la cárcel todos los días para enterarse de cómo estaba, lo cual era falso igualmente, pero estaba seguro de que a García-Castellón le sentaría fatal. En cualquier caso, como decía Romaní, algo había que hacer. En fin, que no te dejaban en paz ni en la cárcel. Parecía mentira que yo hubiera ayudado tanto a El Mundo... Cuando hice esta reflexión en alto, Raúl, el chaval de cerca de La Salceda, dijo:

—Pero don Mario, si es una mierda de periódico, si solo se dedica al sensacionalismo. ¿Cómo pudo usted ayudar a esa gente?

Me quedé pensando en lo que decía Raúl. Tuve que consumir muchas energías en defensa de El Mundo en un momento difícil. La verdad es que lo volvería a hacer, pero fueron muchos los que me insistieron hasta la saciedad en que me estaba equivocando, que Pedro J. Ramírez no respeta a nadie, que solo conoce una fidelidad, la que se debe a sí mismo. Bueno, ahora, aquí, en la cárcel, este tipo de reflexiones no me conducían a nada.

El lunes 9 de enero de 1995, a eso de las nueve y media de la mañana, dije a los funcionarios que tenía que hablar urgentemente con el director. Me recibió sobre las diez y cuarto en el mismo despacho de siempre. La expresión de su cara demostraba, a todas luces, que su situación de incomodidad personal era muy profunda.

—Quiero que sepas que estoy cabreado e indignado con esta gente de El Mundo. Me han vuelto a llamar esta mañana y les he mandado a la mierda.

—No me extraña, Jesús, porque la faena que te han hecho es de aurora boreal. Dicen, ni más ni menos, que tú has «narrado» mis primeros quince días de estancia en la cárcel.

En ese momento sacó un papel tamaño folio de una carpetilla que traía consigo y lo extendió encima de la mesa de formica que nos separaba a ambos. Se trataba de una carta dirigida al juez García-Castellón en la que exponía lo ocurrido y aludía a que para nada había hablado del juez como decía el periodista. Yo la leí atentamente y después comenté:

—Me parece muy bien, pero, como puedes comprender, yo tengo que redactar otra carta al juez. Creo que ni tú ni yo debemos contestar al periódico porque eso es exactamente lo que les gustaría que hiciéramos para seguir teniendo noticias al respecto. Me gustaría hacer referencia en ella a que conozco la que tú le has mandado.

—Por supuesto, ningún problema, sino todo lo contrario. Si quieres redáctala ahora y yo la paso a máquina en la oficina y te la bajo aquí para que la firmes.

Así lo hice. Mi carta decía que era rotundamente falso que yo hubiera dicho esa ridícula frase de que «no sé cómo han tenido valor para meterme en la cárcel» y que le hubiera confesado al director que los motivos de mi encarcelamiento eran políticos. Nada de eso le había dicho a aquel hombre y, por tanto, lo reflejé con toda claridad y, después de que me entregó el texto escrito a máquina, la firmé y se la di a él para que se la hiciera llegar a García-Castellón.

Otros incidentes contribuyeron a alterarnos un poco los nervios. Primero, el hecho de que José, «el Cubano», había recibido poco antes de comer la orden de ser trasladado a la cárcel de Navalcarnero. A José no le importaba demasiado el asunto e, incluso, estaba contento porque creía que dicha cárcel era mejor que esta, pero le mosqueaba que se lo hubieran dicho de esa forma y con tan poco tiempo. Eso se sumaba al traslado de Fontanella, que se había producido nada más regresar del permiso. En fin, daba toda la sensación de que a las personas que se acercaban a nosotros se las perjudicaba de alguna manera, pero sobre todo se las alejaba de nuestro entorno, lo cual empezaba a resultar peligroso, puesto que podría crearnos un clima adverso entre los colegas del módulo.

De repente, cuando bajaba a ver al director para la segunda llamada en la que quería comunicarme la buena noticia de que Rafael Pérez Escolar había quedado en libertad sin fianza, después de declarar ante García-Castellón por el caso Banesto, me encontré en el pasillo con Julián Sancristóbal visiblemente alterado:

—¿Qué te ocurre? —le pregunté.

—Que me acaban de comunicar que he sido cambiado de celda. Me voy a la once en la planta vuestra. Estoy muy cabreado porque el director no ha querido darme ninguna explicación y no se ha puesto ni al teléfono cuando he pedido hablar con él. ¡Esto es la leche! Mira tú si puedes hablar con él.

—Ahora subo y te digo algo.

Efectivamente, la noticia que quería darme el director era que Rafael Pérez Escolar había quedado en libertad sin fianza. Después de estas informaciones, aproveché la ocasión para preguntarle el motivo del traslado de Julián. Al principio no quería hablar, pero, por fin, cedió:

—Te lo voy a contar, pero por favor no se lo digas ni a él. He tenido información del servicio secreto de que se sabe el número de celda de Julián y, lo que es más peligroso, se puede ver desde la calle. Con las cosas como están de complicadas tengo terror a esa información, no solo porque desde el exterior le puedan hacer una foto, sino algo más. Es una medida de estricta seguridad para Julián.

—Comprendo —le dije.

—Pero, por favor, Mario, te insisto en que ni siquiera a él le des esa información porque no pretendo que se alarme, aunque hay que ser conscientes de que el asunto del GAL se complica cada día más y tengo que adoptar todas las medidas.

—Lo entiendo, pero resulta que dos personas cercanas a nosotros han sido trasladadas y eso puede dar la sensación de que nuestra compañía es motivo de penalización en este módulo, lo cual puede afectar, entre otras cosas, a nuestra seguridad.

—No solo no es eso, sino todo lo contrario. Estoy procurando reducir el número de internos en este módulo para que estéis con mucha mayor tranquilidad vosotros.

—De acuerdo. Gracias, Jesús.

Subí las escaleras y vi a Julián que estaba trasladando sus enseres a su nuevo chabolo. Era exactamente el mismo en el que me situaron el primer día, aunque no llegué a pasar la noche en él. Julián estaba cabreado como una mona y tuve que darle una explicación:

—Mira, Julián, no te puedo decir más que he hablado con el director y me indica que es un puro motivo de seguridad. Si quieres habla con él, pero yo no puedo ni debo aclararte más.

—Desde luego lo voy a hacer, pero no solo con él, sino con Belloch, porque este tipo de trato no lo aguanto y estoy hasta los cojones. ¡Esto es la hostia!

Efectivamente, Julián se movió rápido, hasta el punto de que llegó a la cárcel un fax de Instituciones Penitenciarias sugiriendo que no se hiciera el traslado, ante lo cual el director cedió y lo mantuvo en su celda original. Evidentemente, si algún día ocurría algo, Jesús Calvo tenía la coartada de poder decir que lo había intentado, pero ante la posición del Ministerio del Interior no pudo implantar su idea, puesto que para eso está la «superioridad»...