La tarde dio poco más de sí, aparte de un paseo por el patio de presos en el que compartí alguna conversación más o menos banal con alguno de mis «colegas». La caída del sol, tempranera en el solsticio de invierno, aumentaba el omnipresente frío, así que decidí volver a nuestro rincón del comedor porque, además, se acercaba la hora de la cena. Me gustaba estar allí, sentado en los tubos de calefacción, que me proporcionaban un calor adicional que agradecía sobremanera, observando el movimiento de los presos, acumulando información, acostumbrándome al paisaje, aprendiendo a ser uno más en medio de esa selva en la que ni siquiera quería plantearme por cuánto tiempo tendría que vivir. En esas estaba, observando y pensando, cuando José, el tipo moreno y alto de aspecto serio, se me acercó mansamente y sin énfasis de entonación especial alguna me dijo:
—Te traigo «recuerdos del Cubano». Cualquier cosa que quieras me la pides.
Por mucho control que ejerciera sobre mi aparato emocional, por potente que hubiera sido mi entrenamiento previo a la práctica de este retiro, aquella frase consiguió soliviantarme interiormente, aunque procuré que nadie me lo notara, y menos aquel que la pronunció. Y es que esa frase, exactamente esas cuatro palabras, «recuerdos del Cubano», constituían la contraseña que habíamos pactado antes de que yo ingresara en Alcalá-Meco.
¿Contraseña? Pues sí. Cuando mis dudas se convirtieron en firmes certezas de que mi ingreso en prisión era solo cuestión de encontrar el juez adecuado al cometido, decidí tratar de enterarme lo más certeramente posible de cómo funcionan las cosas dentro de un penal, incluido el de Alta Seguridad del Estado al que llaman Madrid II, más conocido como Alcalá-Meco. Creo que se emplea ese atributo de «alta seguridad» porque se diseñó especialmente para evitar fugas de los presos de la banda ETA, porque, al menos en teoría, iban a ser los principales clientes de sus instalaciones. Pero como la política tiene esas cosas tan raras, después de construir el penal se puso de moda la llamada «dispersión», es decir, el reparto de los terroristas por diferentes penales alejados de sus lugares de origen, por lo que disminuyó la presencia en Meco de esos ejemplares humanos en la jungla de internos. De todos modos, según me fui enterando poco a poco, los presos de ETA apenas si viven la prisión como un recluso normal, porque por el mero hecho de ser miembros de la banda les obligan a cumplir, tanto si son preventivos como si ya recibieron condena, en eso que llaman primer grado, una penosidad muy especial añadida a la propia de verte encerrado en una cárcel.
Siendo práctico, lo interesante era disponer de un conocimiento, cuanto más preciso mejor, de cómo funcionan las cosas por allí dentro, porque una vez encerrado, el margen de maniobra disminuye en picado, y cuantas menos sorpresas, mejor. Claro que no era fácil ponerte a buscar a alguien con conocimientos carcelarios que relatara experiencias reales, no que me contara teorías más o menos bonitas, alguien que hubiera vivido la cárcel por dentro, como preso, o, cuando menos, como funcionario de módulo. En mi mundo no abundan esos conocimientos ni esas personas, y tampoco era fácil ponerte a pregonar por ahí que andabas a la búsqueda y captura de individuos con ese know-how. Al día de hoy sería mucho más fácil encontrar esos conocimientos en ciertos salones, porque desde que se decidió judicializar la política y las finanzas, en uno de esos errores que cuestan caro a una sociedad, las personas que de un modo u otro han vivido trozos de sus existencias encerradas en alguna cárcel no son pocas.
No hay como empeñarse en algo y poner los medios adecuados para finalmente conseguirlo. Encontré al hombre, cuyo nombre me lo reservo con todas las cautelas del mundo. También me guardo cómo conseguí localizarlo. Identificado el sujeto, hablamos con él, se mostró dispuesto a colaborar y nos pusimos manos a la obra de este peculiar y en cierto modo deprimente trabajo. Mantuve varios encuentros con él en riguroso secreto, casi con el tufo de amante oculto. No había duda de que conocía bien el medio y su funcionamiento interno, lo que me alivió bastante porque siempre te queda la duda de que sea uno de esos aficionados al farol y capaz de hacer casi cualquier cosa, mentiras incluidas, con tal de contactar con alguien a quien consideran importante. Nunca he sido miedoso para estas cosas, incluso diría que soy algo inconsciente, porque ni siquiera ese ambiente carcelario, rodeado de perturbadores terrores nocturnos por sus cuatros o cinco costados, conseguía llevarme más allá de una cierta inquietud. Pero, bueno, en todo caso mejor malo conocido que regular por conocer.
Al final, todas las informaciones que obtuve en las diferentes entrevistas se centraban en algo tan concreto como lo siguiente: la cárcel funciona como la libertad, porque con dinero se puede conseguir todo o casi todo. De nuevo el dinero. Dentro y fuera, protagonista de la acción. Se entiende fácilmente eso de que el dinero sea una pieza clave en el diseño de la convivencia carcelaria. En un entorno cerrado y con un porcentaje de indigentes elevado, el dinero es no solo mercancía escasa, sino, además, todopoderosa. Con dinero consigues casi cualquier cosa de los presos que viven en tu penal. En muchos casos los que reciben la paga «especial» usan el dinero para comprar droga. En otros para atender a las familias de esos internos, que carecen de medios de subsistencia, o como complemento de los que tengan. El preso que contratas te exige que el ingreso, el dinero, se lo entregues personalmente al familiar que te envían a recogerlo, y cuando le dicen que han cobrado, entonces es cuando se pone en marcha y ejecuta lo que le has pedido.
También, me decía, hay funcionarios dispuestos a cobrar algún dinero por «ayudar» en la vida carcelaria. Ciertamente en prisión se dan las condiciones típicas para que fructifiquen estos sobornos menores. En un ambiente de clausura, en el que conseguir cualquier cosa, incluso reglamentaria, cuesta una eternidad, por ejemplo, recibir un paquete antes de tiempo, disponer de un inocuo objeto menor, que no causa daño a nadie pero que puede ser de gran utilidad, como un calefactor o una pequeña cafetera, en ese entorno, contando con la autoridad funcionarial, si tienes dinero es normal que lo uses para esos fines. Cualquier cosa, por pequeña que sea, en la cárcel multiplica su valor muchas veces porque casi todo, por no decir todo, se encuentra estrictamente prohibido. Y es que la imaginación de algunos para convertir el más inocente de los objetos en un instrumento de guerra es sencillamente acomplejante por su fertilidad.
Y los funcionarios no ganan mucho dinero. Quiero decir que se produce una cierta desproporción entre el dinero que ganan y el poder que ejercen. O, si se quiere, entre su nómina funcionarial y la cantidad de cosas que pueden proporcionar sin riesgo ni daño a presos capaces de retribuirlas. Por eso esas prácticas existen. No estoy justificando nada. Simplemente describiendo y tratando de entender. No puedo asegurar que sean muy numerosas, pero existen. Y nadie debe rasgarse vestidura alguna por ello. No es una enfermedad exclusiva del cuerpo de funcionarios de prisiones, ni mucho menos. En todos los sitios las habas se cuecen. Allí donde existe poder del hombre sobre el hombre y del hombre sobre las cosas, la posibilidad de corruptelas mayores o menores se presenta a la pequeña o gran debilidad humana. En prisión las cosas son mucho más limitadas, más inocentes que las grandes corrupciones demostradas o pendientes de demostrar en áreas, por ejemplo, de las competencias urbanísticas. Solo por poner un ejemplo, porque el abanico, si se despliega, es demasiado amplio para que quepa en este libro.
Quizá lo más preocupante era la información referente al espionaje oficial en el interior de la prisión. Según me contaron, dentro de la cárcel hay policías que se hacen pasar por presos, que viven con los presos, que ocupan sus celdas, que mantienen el mismo régimen que un interno cualquiera, y todo ello con la finalidad de obtener información. Y no cabe duda de que si se actúa con inteligencia la cárcel puede ser una fantástica fuente de información. No solo de las bandas terroristas, sino de otros géneros organizados de delincuentes en masa, como traficantes de drogas, por ejemplo. Y parece que estos «presos fingidos» las cosas las hacen bien, llegando incluso a inventar sumarios para servirles de coartada. La explicación no es complicada. Si eres uno de esos capos de la droga o de otra forma de crimen organizado, y quieres saber si el preso con el que mantienes contacto, que se te ofrece en prisión para lo que sea, es un recluso verdadero o falso, lo normal es que, con independencia de tus dotes de conocedor de gentes, de que examines con lupa su comportamiento, de que escudriñes sus movimientos a ver si descubres algo, lo normal es que acabes consultando con tu abogado. El letrado iría al Juzgado en cuestión, preguntaría por la causa penal correspondiente, solicitaría examinar el sumario y comprobaría si es verdad lo que ese hombre cuenta en prisión. Y, gracias a los oficios de estos profesionales, allí estaría el sumario, los papeles, los documentos, las providencias y los autos judiciales, incluso las sentencias simuladas. Todo eso con existencia meramente virtual, como se dice ahora. Es decir, total y absolutamente falso, como se decía antes. Pero como no se podía probar, como no puedes ante la evidencia documental cimentar desconfianza en el juez o en el secretario, no le queda más remedio al abogado que volver sobre sus pasos, pedir comunicar con su cliente en la cárcel y relatarle que ese contacto es bueno porque, efectivamente, se trata de un preso-preso. Y, sin embargo, era y sigue siendo un policía infiltrado.
Reconozco que estas cosas me sonaban muy raras y me costaba creerlas, pero, en fin, el tipo era un buen informador, serio y nada dado a extravagancias, así que no quedaba más remedio que tragarlas, aunque fuera solo por si acaso. Más tarde, cuando me contaron en libertad lo de los cambios de personalidad al servicio del Cesid, me creí esto y lo que hiciera falta, porque comprobé que en esos submundos, en esas cloacas del Estado, la imaginación queda rotundamente superada por la realidad.
Todo esto era muy importante, pero quedaba una pregunta que indefectiblemente todo el mundo se hace y casi nadie tiene las agallas suficientes para formularla, no vaya a ser que la respuesta sea dura de verdad. Pero yo no me anduve con más coñas de las imprescindibles y pregunté en directo, seco y sin rodeos:
—¿Qué hay de las violaciones en prisión?
Esperaba un poco de intriga, de ambigüedad, de rodeo, porque eso queda bien ante un tono tan abrupto como el mío en una materia tan brutal como esa. Pues no. Nada de rodeos ni circunloquios. La respuesta fue tan directa como la pregunta.
—No me consta nada. Yo creo que en ese tema puedes estar absolutamente tranquilo.
Así que la mejor regla es que no te puedes fiar absolutamente de nadie. Desconfía de cualquiera que se te acerque. Dale tiempo al tiempo para observar, ver, comprobar. Una vez transcurrido un lapso prudencial, ya puedes tener una idea de con quién y en qué entorno te mueves. A partir de ese instante te puedes dedicar a conseguir cosas, lo que necesites y que sea suministrable por circuitos especiales, pero la relación de confianza es básica y no hay manera de establecerla sin el tiempo mínimo indispensable para que el cocido se cueza.
—Si necesitas un móvil, en prisión lo puedes tener. Es caro, desde luego, y tienes que andarte con ojo, pero es posible.
—Entendido, pero ahora necesito saber cómo me entero una vez dentro de quién es nuestro hombre, la persona o personas que vais a designar para ayudarme.
—Te contactarán ellos.
—¿Ellos? ¿Son gente que ya está en prisión? ¿Cómo sabemos a la que voy a ir?
—Hombre, en circunstancias normales te dejan elegir. Supongo que será Alcalá-Meco porque Soto está excesivamente masificada y allí te pueden tener controlado mejor. Ten en cuenta que en estos momentos no creo que les interese que te pase nada malo... Pero bueno, eso lo iremos viendo, porque tenemos posibilidad de conseguir traslados entre cárceles.
—¡Joder! ¡Vaya empresa que tenéis montada!
—No te equivoques. No nos movemos por dinero. Ya llegará el día en que hablemos. Por el momento no te preocupes de más. Cuando estés dentro un preso se te acercará en cualquier momento, en el comedor, las duchas, el patio, donde sea, y te dirá una frase. Esa será la contraseña de que es enviado nuestro y de que puedes confiar en él. Mientras no te pronuncie la frase, nada de nada.
—¿Qué frase? —pregunté con un punto de excitación.
—Toma. Lee. No la pronuncies siquiera en voz alta. Retenla en la memoria. Quien te la diga es nuestro contacto.
Abrí el papel con cuidado. Una frase escrita con bolígrafo azul era el único contenido de esa extraña misiva. La leí varias veces y la memoricé. «Recuerdos del Cubano.» Un poco rarita, pensé, pero en fin, da igual, lo que cuenta es que llegado el día funcione como contraseña.
Y ese momento había llegado. José, el tipo alto, moreno, serio, recio y curtido en misiones carcelarias, resultó ser el contacto. No lo sospeché cuando lo vi por primera vez. A lo mejor él tampoco lo sabía y fue contactado el día de Nochebuena. Lo cierto es que allí estaban el sujeto y la contraseña. Sentí mayor tranquilidad al darme cuenta de que mi contacto, mi protector, por así decir, era alguien de quien yo me forjé un buen concepto antes de conocer su dedicación a mi causa.
Le miré firmemente a los ojos, escudriñando su interior. Nada especial. Frialdad serena. No tenía la menor idea de cuánto le habían ofrecido o en qué compensación basaba sus servicios. Ni quería saberlo. Me bastaba con que hubiera pronunciado esa frase sin el menor aspaviento, con total frialdad.
—¿Tú llevas mucho tiempo aquí? —fue lo único que se me ocurrió para romper el hielo.
—Sí. Tanto que me da un poco de corte decirlo —contestó después de haber fijado sus ojos oscuros en mí como diciéndome: «Y a ti qué cojones te importa. Yo te protejo por encargo de tus amigos, pero eso no te da derecho a inmiscuirte en mi vida», a pesar de lo cual yo continué con mi interrogatorio.
—Ya, pero eso ¿cuánto tiempo es? —insistí.
—Llevo ya dieciocho años —respondió visiblemente molesto conmigo por lo que consideraba, a todas luces, una intromisión ilegítima en su intimidad.
La verdad es que dieciocho años es mucho tiempo, sobre todo cuando supe que le quedaban otros doce más por cumplir y que no tenía posibilidad de redención de penas por el trabajo porque había quebrantado la condena en más de una ocasión. Estaba encausado por atraco a mano armada —no sé si con resultado de muerte—, tráfico de heroína y creo que bastantes cosas más, pero preferí dejar la cosa así sin penetrar en mayores profundidades. Me parecía —al margen de sus andanzas personales— un tipo serio y sólido, perfecto conocedor del mundillo en el que estaba obligado a moverme. Manifestaba una sensación de serenidad muy notable, lo cual era extraño tomando en consideración el tiempo de condena que ya había pagado. En aquellos instantes todavía no era capaz de medir la verdadera duración del tiempo en prisión. Poco a poco fui aprendiendo que las condenas son de años, en ese período se miden, pero se consumen día a día, porque un día en prisión se asemeja a una eternidad.
—Claro que después de todo ese tiempo te conoces esto a la perfección, ¿no?
—¡Por supuesto! Pero hay diferencias. Carabanchel es «da buti» y esto una mierda, porque aquí el personal no sabe de qué va la fiesta, no tienen ni puta idea del rollo. Lo bueno que tiene esto es el Doble, que parece un tipo legal que se lo monta cojonudo.
—¿Quién es el Doble? —le pregunté.
—El que manda, el director, es el Doble, porque manda el doble que los otros —contestó con una ligera sonrisa al darse cuenta de mi inexperiencia en el lenguaje cheli-carcelario—. Oye, por cierto, que poco a poco iremos a más, pero ya tengo farlopa por si quieres.
—¿Qué es farlopa? —le pregunté con ingenuidad.
Me miró confundido. Su expresión indicaba duda acerca de la veracidad de mi frase, de ese desconocimiento de la farlopa. Se suponía que yo vengo de un estrato social en el que ese producto se encuentra a la orden del día. Pero se contuvo. Ni siquiera una sonrisa. Ni un ademán. Solo una palabra pronunciada en voz más baja de lo habitual.
—Cocaína, claro.
Un segundo de silencio, el tiempo transcurrido en deglutir mi sorpresa. No esperaba algo así. No lo imaginaba.
—No, gracias, José, no consumo.
—Bien. Cualquier cosa que quieras me lo pides. Estoy a tu disposición.
Era curioso eso del lenguaje carcelero. Todos los grupos sociales, cuando manifiestan su tendencia a convertirse en casta, utilizan instrumentos diferenciadores, entre los cuales el lenguaje cumple un papel predominante: no solo son las palabras, sino, incluso, el modo y forma de pronunciarlas lo que contribuye a incluirte en un determinado estatus social. A veces se genera un verdadero metalenguaje, como es el caso de los abogados o médicos. Pero siempre se trata de un mecanismo diferenciador por arriba, es decir, un algo atributivo de un estatus superior al resto. Lo curioso del lenguaje carcelero es que se trata de una técnica al servicio de la identificación de un estatus social negativo, una expresión plástica, incluso obscena, de la propia marginalidad, en cuanto grupo y en cuanto individuo que forma parte de él. De esta manera, mediante tales vocablos que resultan ininteligibles para los no «iniciados en la aventura del talego», el interno, el preso, se autodiferencia, se individualiza en su propia posición, se autoafirma en su íntima exclusión social, escenifica la inferioridad en la que se encuentra. Quizá por ello tenga doble valor: porque posiciona a quien lo usa y le confirma en su marginalidad social.
De esta manera se despidió, sin siquiera un apretón de manos. No hacía falta. El trabajo es el trabajo. Y el suyo era estar a mi disposición. Salió del comedor, dobló a la izquierda y se instaló en un rincón en el salón de presos, absorto en sus pensamientos y lejano, muy lejano a las conversaciones de los otros presos, y más si cabe de lo que aparecía en la pantalla de la televisión.
¿Me sentí mejor, más reconfortado al saberme protegido por una persona de las características de José? Sorprendido sí, porque una cosa es la teoría y otra, la acción en marcha. Pero poco más. En ningún momento tuve la sensación de peligro, así que tampoco me proporcionaba una seguridad que no reclamaba. Bueno, solo llevaba un día y medio en la cárcel y era poco para sentir seguridad o inseguridad. En todo caso, José podría serme útil para conocer los atajos de la prisión cuando empezara a querer cosas, para establecer contactos con menor riesgo que si los iniciara yo personalmente... en fin, este tipo de vivencias carcelarias, pero seguridad, lo que se dice seguridad, nunca entró en el elenco de mis preocupaciones.
En todo caso, con José o sin él, ya estaba en la cárcel, así que el siguiente paso era analizar con cierto detenimiento a los «personajes» con los que tenía que convivir allí dentro. Lo primero, conocer más o menos el delito por el que los habían encerrado para hacerme una idea del sujeto en cuestión. Fuera se dice eso de «por sus obras los conoceréis». Pues allí dentro lo mismo, pero por sus delitos...
Entonces descubrí que este es uno de los secretos mejor guardados en la cárcel. Si te lo cuenta el preso, te lo puedes creer o no, pero en determinados delitos se oculta siempre. Por ejemplo, violadores o pederastas. Se trata de que no se corra la voz en el módulo, lo que no siempre se consigue a pesar de las precauciones de los afectados y hasta de los servicios de la prisión, que en las fichas más expuestas al público suelen ocultar el delito concreto, si es de este tipo especial, claro. Pero en prisión, como en libertad, al final todo se sabe, se acaba conociendo, y casi suele ser peor.
La mayoría de los internos que estaban en aquel módulo PIN eran traficantes de droga, en algunos casos ocasionales y en otros no tanto. Algunos eran verdaderos profesionales para los que la estancia en la prisión era una simple interrupción de su actividad, un descanso forzado transcurrido el cual volverían al trabajo. Una familia de gallegos había sido sorprendida con un alijo de dos mil kilos de cocaína. En otros casos se trataba de transportes muchísimo menores. Sin embargo, parece que las penas no iban en consonancia con la cuantía, puesto que a los de los dos mil kilos les habían metido casi lo mismo que a los traficantes puntuales, y estábamos hablando de penas de diez o doce años de cárcel. En aquella familia parecía que los miembros del clan se repartían el trabajo entre cárcel y libertad. Me dio la sensación de que enfocaban la pena como un coste de su negocio, como la gasolina de las barcas, el transporte, los sobornos a los vigilantes... Se paga la cárcel, los demás se ocupan de mantener el negocio y de vuelta se sigue como si nada hubiera pasado. Al fin y al cabo, cuatro años se pasan pronto, pero los miles de millones cuesta mucho ganarlos.
Eso me dijo un individuo bajito, con vocación de regordete, de ojos diminutos cargados de brillo, de movimientos rápidos y cortos, que circulaba por los pasillos del módulo a toda velocidad, como si quisiera no ser visto por nadie, como quien esconde algo en su cuerpo que quiere guardar en intimidad. Se llamaba Nonteira, o algo parecido. Un gallego listo como una rata que se movía por los recovecos de la cárcel como si fuera su casa. Por lo visto estafó de la manera más directa, esto es, llevándose el dinero en billetes, unos cuantos cientos de millones, a una entidad bancaria, creo recordar que una caja de ahorros. Le condenaron a cuatro años de cárcel. Los estaba terminando de pagar. Ya salía de permiso y según me dijo se iba a Chicago. A mí, aquello me sonó a excentricidad: un preso viajando a Chicago en permiso carcelario... Bueno, por lo visto se iba a Lisboa, que es más digerible, y desde allí se embarcaba a Estados Unidos. Se ve que no le quitaron el pasaporte por la condena. O que disponía de uno falso, cualquiera sabe...
—Bueno, es que tengo allí unos locales y ya sabe usted, don Mario, que hay que echar una vista a lo que tienes...
Lo decía con ese deje a la vez lastimero y cantarín propio de algunos gallegos que sienten especial placer en inflacionar el estereotipo de los nativos de mi tierra. Me dejó el hombre claro como el agua que esas inversiones las hizo con el dinero que se llevó de su empresa financiera, y cuando me atreví estúpidamente a preguntarle que por qué hizo eso, por qué robó el dinero, el gallego no se amilanó ni un milímetro y me contestó firme, aunque oblicuando un poco la mirada, continuando con el tono cantarín y acentuando el lastimero, lo siguiente:
—Ay, don Mario. Es que cuatro años pasan enseguida y cuatrocientos millones no los gano en toda mi vida...
¿Qué puedes decirle a un tipo que te razona así? ¿Cómo contarle cosas de esas referidas a la moral, la dignidad, las buenas costumbres? ¿Cómo convencerle de que hay cosas que no tienen precio en la vida? Pues de ningún modo. Mejor callarte, sonreír, y decirle algo así como: «Pues nada, Nonteira, que vaya bien la cosa». No sé por qué, pero en aquel instante me quedó la duda de si el Sistema, nuestro modo de pensar y de comportarnos, se acabaría convirtiendo en una fábrica de Nonteiras, no solo para el dinero, sino para otros asuntos quizá de mayor calado.
Convivían con nosotros, formando parte de nuestra singular comunidad, algunos condenados por muertes violentas, quienes, curiosamente, ni se ocultan demasiado ni hacen excesivas proclamas de inocencia. En el módulo existía cierta profusión de violadores —«violetas» en lenguaje carcelario—, que eran la especie peor considerada de todas. Se decía que a los violadores, cuando llegaban al módulo por primera vez, a nada que se descuidaran los funcionarios, el resto de los presos les sacudía una paliza de primera división. Tampoco entendía yo bien ese juego de la doble moral consistente en que un asesino, alguien que ha privado de la vida a un ser humano, puede pasearse más o menos ufano por las galerías, mientras que el violador tiene que sufrir no ya el desprecio, sino, incluso, la violencia física a manos del asesino. No lo entendía. No se trata de defender a nadie, pero no me parece que un asesinato sea el mejor púlpito para impartir lecciones de moral a otros... Pero no era cuestión de profundizar demasiado, entre otras razones porque jamás vi siquiera un intento de agresión a un violador. Y en aquellos días en el módulo vivía uno de los más terribles.
Gallego, rubio con tendencia a pelirrojo, de ojos azules teñidos de gris color Atlántico invernal, gordo, casi fofo, había dedicado gran parte de su existencia a depredar a mujeres como autor de cientos de violaciones, con la crueldad añadida de que a sus víctimas las remataba con unos alicates con los que les arrancaba los pezones. Aquel individuo, que mostraba señales evidentes de que algo no funcionaba bien en el interior de su cabeza, se movía por el módulo con soltura. Nadie le amenazó jamás. Al menos no lo escuché. Corría como un loco mañana y tarde, verano e invierno, según me contaron, con el desespero de quien encuentra en el cansancio físico el único remedio posible para unas ansias depredadoras fuera de su control.
Y también teníamos un secuestrador. Este era un verdadero lujo porque no suele ser una especie que abunde demasiado. Julián Sancristóbal estaba preso por el secuestro de un vasco francés llamado Segundo Marey, pero ese era un asunto político, y nuestro secuestrador del módulo no guardaba relación alguna con las alturas del poder, sino, sencillamente, con un método expeditivo para cobrar deudas de juego...
Los yonquis se identificaban fácilmente por su aspecto: a casi todos les faltaban dientes y estaban extremadamente delgados. Aunque con el paso del tiempo me di cuenta de que algunos de estos consumidores impenitentes de droga dura que llegaban a la cárcel en estado semicadavérico al cabo de un tiempo de alimentación carcelaria, de dormir, de quedarse tirados por los patios sin dar golpe, comenzaban a engordar y su aspecto a mejorar. Obvio que nunca ninguno de ellos sería Paul Newman en sus mejores momentos, pero de cómo los veías al cabo de unos meses a su estado en el momento de cruzar Ingresos y Libertades mediaba un trecho largo.
De todas formas la cárcel y la droga tienen zonas secantes. Vamos, que en prisión hay droga, circula, se compra, se vende, se consume. Fernando, el empresario de coches, me lo contó con cierto lujo de detalles. Una papelina de heroína se cotizaba a dos mil pesetas y la de coca a mil quinientas. Es un tráfico conocido y —dicen— hasta consentido. El propio Fernando me relató algo que tal vez sea imaginación. O tal vez no. Por lo visto, en el penal de Ocaña arribó a la dirección una persona dotada de buenas intenciones y quiso, como es normal, erradicar el consumo de drogas, con la finalidad de que los presos emplearan su tiempo en algo más productivo que destruirse a fuego lento y sustancia blanca tirados por los patios bajo los efectos de lo que se hubieran metido en el cuerpo. Así que aumentó los controles al máximo y la cantidad de droga que circulaba se redujo a la mínima expresión.
En poco tiempo la faz externa del módulo, de la cárcel en su conjunto, cambió, como si de una operación de cirugía estética carcelaria se tratara. Se percibía la violencia que flotaba en el penal. La irascibilidad de los presos aumentaba enteros cada segundo. El ambiente comenzaba a tornarse peligroso. Aquello podía acabar en tragedia en cualquier momento. Un patio de presos es siempre un recinto que, aunque aparente serenidad, su suelo ha sido regado con gasolina de noventa y ocho octanos, de modo que la menor chispa provoca un incendio difícilmente controlable. El clima alcanzó un punto en que no se podía soportar la tensión, el miedo se instaló en los cuadros dirigentes y los educadores y psicólogos, los técnicos del tratamiento penitenciario, se reunieron con el director y le conminaron a que, si quería evitar un desastre que podía acabar costando vidas humanas, levantase la mano, dejase las cosas como estaban y procurara el bien de todos. Así lo hizo el hombre rendido ante la evidencia, el fuego del altar en el que se consumen las mejores intenciones. La droga volvió a circular. Los presos se calmaron. Los patios recuperaron su típica fisonomía, un espacio de cemento y armaduras de metal, repletos de cuerpos tirados, esparcidos sin orden por sus suelos, abandonados lastimosamente, con las miradas perdidas, los miembros flácidos, las mentes ausentes y los cerebros en fase de descomposición. Eso sí, la calma reinaba. Una calma virtual, artificial, falsa; no una calma de hombres, sino de desperfectos humanos con su bioquímica física y espiritual alterada.
En la celda contigua a la mía por la izquierda, vivían dos «cabezas rapadas». Eran chicos jóvenes, con el pelo rapado a cero riguroso, vestidos con cazadoras negras, de un negro azabache, azuleando en la lejanía de pura negritud, en la que las cremalleras plateadas, brillantes como luna de mayo, remataban una estética de película violenta de finales de los sesenta. Me pareció recordar que ese era el atuendo de las bestias humanas de la película La naranja mecánica. En todo caso, sesentas o noventas, su aspecto era inconfundible. Y, claro, estaban en la cárcel por haber propinado una paliza a no sé qué extranjero, al cual habían mandado, a consecuencia de la misma, a la unidad de vigilancia intensiva. Por lo visto, el delito que ese hombre había cometido era, precisamente, su extranjería. Al ver esos atuendos circulando por el módulo me pregunté por las razones para consentir semejante vestimenta, y la respuesta es muy clara: en España, a diferencia de otros países, los presos no tienen uniforme. Así que ni los funcionarios pistolas ni los presos vestimentas uniformadas. Cada uno puede vestir como quiera. De acuerdo, pero aquello era una incitación a la violencia racial... En fin, no era cuestión de ponerme a ejercer misiones que no me estaban encomendadas.
Pero la cosa se acentuó ante la presencia de uno de los presos que más me llamaban la atención: mi compañero de mus. Emilio, inconfundiblemente gitano, tenía treinta y tres años. Más bien bajito y de complexión delgada. Su pelo negro dejaba ver una calvicie que iría a más con el paso del tiempo y quizá por ello lo llevaba muy corto en la parte superior de la cabeza, pero dejándose una pequeña melena, negra y rizada, que descansaba sobre sus hombros. Sus ojos grandes y oscuros mantenían permanentemente una expresión de tristeza. No sé por qué, pero me resultaba un hombre interesante. Su celda no se encontraba demasiado lejos de la mía y algunas mañanas venía a mi chabolo con uno de esos vasos blancos de papel que servían para tomar nuestro café matutino y vespertino lleno de yogur con frutas, un desayuno que, según él, era típicamente gitano. Uno de esos días le vi con un aspecto más triste que de costumbre y le abordé:
—¿Qué pasa, Emilio, que te veo muy triste?
—Señor Mario, es que son ya casi tres años de cárcel y en estas fechas uno se pone muy nervioso al no poder estar con la familia, compréndalo usted.
—¡Claro que lo comprendo! Pero con estar tristes no adelantamos nada, Emilio.
—Si tiene usted razón, señor Mario, pero hay cosas que no se pueden evitar.
—Bueno, pero ¿por qué estás tú aquí?
—Por cumplir con las leyes gitanas, señor Mario.
—¿Qué es eso de las leyes gitanas?
—Es que yo tengo un hermano que se había casado con una chica y tuvo dos hijas, dos niñas preciosas, señor Mario. Luego mi hermano, que es un poco raro, se dio al mundo de la droga, se quedó sin valer para trabajar y su mujer decidió marcharse con otro.
—Bueno, Emilio, pero eso es normal, ¿no?
—Sí, señor Mario, pero lo que no puede ser es que a las dos niñas les quisieran dar otro padre.
—¿Qué quieres decir con eso de otro padre?
—Pues que el hombre que estaba con la mujer de mi hermano quiso adoptar a las niñas y convertirse en su padre y eso no puede ser. ¿Cómo puede haber en el mundo una ley que permita a unas niñas cambiar de padre? Mire, señor Mario, la sangre es la sangre y si mi hermano no sirve, para eso estamos el resto de la familia y no hay derecho a que mientras las niñas tengan familia venga un hombre a querer hacerse su padre. Para eso estamos nosotros.
Hablaba con el corazón, sabiendo que sus palabras salían de él, pero tenían un origen mucho más remoto y profundo, como una especie de ley ancestral, y él, en ese momento, se estaba convirtiendo en el eslabón de una cadena de transmisión con pretensiones de eternidad. Para Emilio, el «razonamiento» era muy simple: nadie puede cambiar la sangre, y, si una ley lo intenta, no es una ley válida, porque las leyes deben respetar la verdad de la vida. Es muy posible que tuviera razón, pero, en cualquier caso, habría sido estúpido por mi parte comenzar a hablarle del ordenamiento jurídico, de la ley abstracta, de la necesidad de ordenar la convivencia humana conforme a principios racionales... No lo hubiera entendido. Renuncié a cualquier tipo de discurso abstracto que hubiera resultado estéril y le pregunté:
—Bueno, y ¿qué pasó?
—Pues nada, señor Mario, que me fui a hablar con ese hombre y a decirle que él no podía ser el padre de las niñas, que eran nuestras. Además ese hombre era muy mala persona, estaba metido en temas de drogas y cosas así.
—¿No te quiso devolver a las niñas?
—¡Qué va! Decía que eran suyas y que me fuera a la mierda.
—Y... ¿entonces?
En ese momento cambió la voz y, después de mirarme a los ojos fijamente por unos segundos, inclinó la cabeza hacia abajo, dio un paso hacia atrás y redujo ostensiblemente el volumen de la conversación, como si estuviera a punto de hacer una confesión ante un juez del que dependiera su situación personal.
—Pues nada, señor Mario, que discutimos, sacó una navaja y... murió.
El silencio era espeso. Emilio levantó la mirada del suelo y la fijó en mí. Sus ojos parecían demandar comprensión por su actitud y, al mismo tiempo, reflejaban una absoluta seguridad de que lo que había hecho estaba bien. Su mirada no era del tipo de «¿lo comprende usted, señor Mario?», sino que iba mucho más allá, en una especie de demanda de «¿verdad que hice bien al suprimir a una persona para proteger a quienes son de mi sangre? ¿Verdad que esa es una ley justa y no la que tienen ustedes que desprecia a la verdadera familia para entregar a mis niñas a un traficante que nunca podrá ser su padre? ¿Verdad que hice muy bien, señor Mario?».
No podía dejar la cosa así. No me permitía a mí mismo comprensión siquiera con la privación de una vida de modo violento.
—Mira, Emilio, está bien eso de que tengáis vuestras leyes, que son productos históricos de un pueblo, de una raza, de una cultura entendida como manera de organizaros. Pero nada justifica que le quites la vida a otra persona, ni vuestras leyes ni ninguna otra.
—Pero, señor Mario, él nos quería quitar a las niñas.
—Quitarlas sí, pero matarlas no, Emilio.
—Pero si se lleva a las niñas, se lleva nuestra sangre y esa sangre es nuestra...
Comprendí que no tenía nada que hacer. Cuando alguien ha decidido no oír, no oye, y si no escucha, es imposible que ponga en marcha el mecanismo del mero razonar. Emilio no razonaba. Sus leyes tenían valor sagrado, un atributo que no las convertía en dependientes de la comprensión, de la aceptación racional, sino simplemente de la imposición porque sí, porque así viene siendo desde siempre... Imposible cambiar un milímetro su gitana forma de entender el mundo. Para él la vida de un hombre es nada en comparación con recuperar la custodia de las hijas de su hermano. Bueno, de un hombre no, de un payo para ser más preciso. Las niñas también eran hijas, evidentemente, de la mujer de su hermano, pero para Emilio en el escenario solo existían su hermano y sus sobrinas. La sangre. Lo demás es decorado. Y el decorado se quita suavemente y, si eso no es posible, se arranca y en paz. Eso hizo: arrancar un trozo del decorado que le estorbaba. Por eso la noción de arrepentimiento le resultaba incomprensible. ¿Cómo arrepentirse de cumplir su ley? No podía razonar con él en términos profundos, así que me quedé mirándole fijamente y le dije:
—Bueno, Emilio, a ver si mañana no vienes tan tarde con el desayuno, que hoy te has retrasado un poco.
—No se preocupe usted, señor Mario.
Esa noche apenas pude conciliar el sueño. La conversación del día de Navidad había sido importante para mí. Me estaba adaptando a aquella comunidad tan especial y veía los jirones de personas humanas que paseaban por los pasillos buscando la miserable papelina que les alienara lo suficiente para perder la noción de prisión a base de perderla igualmente de sí mismos.
El lunes 26 de diciembre de 1994 volvió a amanecer limpio, claro y frío, muy frío. A eso de las nueve y media de la mañana, después de haberme tomado un café con leche en la celda, gracias al termo que la noche anterior me había proporcionado el taxista de los turcos, bajé al salón de presos. Hasta el momento tenía varias fuentes de suministro de leche, galletas y chocolate: el taxista bajito, rubio, gordito, que pertenecía al clan de los turcos; Cortés, el compañero de chabolo de Fontanella, que trabajaba en el economato, y el chaval aquel de gafas que me metió el pastel por debajo de la puerta de la celda la misma tarde de mi ingreso en prisión. Este parecía el más discreto de todos porque no quería publicidad en las relaciones conmigo.
La comunidad de internos funciona, más o menos, con las mismas reglas que la vida fuera de aquí: la norma básica es la existencia de clanes y la ausencia de solidaridad entre quienes los integran. Cada uno busca su propia parcela de poder, que puede ser el control del economato, la cercanía a algún funcionario destacado, el suministro de droga o, sencillamente, el dinero, que circula en la cárcel en mayor cantidad de la que pueda imaginarse. En total eran cerca de mil presos en la prisión de Alcalá-Meco y, teóricamente al menos, cada uno de ellos tenía derecho a ocho mil pesetas semanales, lo que marcaba un montante teórico de ocho millones de pesetas cada semana, es decir, 32 millones al mes y, por tanto, 420 millones anuales. Es cierto que no todos los presos tienen esa cantidad de dinero semanal, mensual o anual, pero también lo es que muchos disponen de mucho más en lo que se llama su «peculio» personal. Dentro del establecimiento carcelario, solo puedes consumir esas ocho mil pesetas semanales, pero para encargos especiales, a través del demandadero, puedes gastar prácticamente lo que quieras. Por otro lado, esa era la cantidad de dinero oficial, pero en la cárcel también existe una economía sumergida, es decir, un dinero que está fuera de control.
Los consumidores de drogas se gastan el dinero prácticamente en el mismo día en que lo cobran, es decir, los jueves. A partir de ese momento funcionan los préstamos, que suelen tener el módico interés del 25 por ciento semanal. Otra característica consiste en que el billete real se cotiza por encima del carcelario, es decir, que el dinero físico, el que sirve para ser gastado en la calle, vale más que el que te entregan a cambio del mismo cuando entras aquí. No entendía muy bien las razones porque, teóricamente al menos, cuando sales, sea definitivamente o con ocasión de algún permiso, tienes derecho a que el dinero carcelario se canjee por dinero de verdad. Pero, en fin, esas eran las reglas: un billete de verdad de cinco mil pesetas valía en la cárcel siete mil quinientas. Es posible que los vendedores de droga tuvieran un precio para su mercancía cuando esta se pagaba con dinero de cárcel y otro cuando era dinero real.
Como decía, todos se organizan en grupos, en clanes, y compiten por ver quién controla el módulo. Yo me había convertido en una pieza básica. Primero, porque consideraban que tengo mucho dinero. Segundo, porque podría ayudarles cuando salieran de aquí. Tercero, porque yo no era una persona normal y resultaba bastante obvio que el director y los funcionarios iban a tener determinadas consideraciones conmigo, aunque solo fuera para tomar en cuenta mis opiniones. Era, en gran medida, la atracción del módulo y la tensión de los primeros días, en los que no sabían si dirigirse a mí, cómo hablarme, etcétera, se iba relajando un poco al comprobar que mi actitud, sin renunciar a ser quien era, no pretendía marcar distancias, sino, más bien, todo lo contrario. Precisamente por ello decidí que yo no podía pertenecer a ninguno de los clanes, sino que debía sobrevolar un poco por encima de todos. Cuando los turcos me daban un termo con leche, Fontanella y Fernando se cabreaban. Cuando era Fernando el que me hacía algún favor, Fontanella se molestaba. Yo tenía que jugar con esos «celos» que despertaba la cercanía a mí y aprovecharme de ellos, no para crear tensiones, sino para ir consolidando la posición que ellos mismos, desde el principio, me habían atribuido.
De todas formas, de los distintos instrumentos de mando en la cárcel, el más poderoso es, sin duda, el suministro de droga. ¿Quiénes la suministran? Lógicamente los propios presos, dado que en su inmensa mayoría están en la cárcel por tráfico de estupefacientes, por lo que era lógico que mantuvieran sus contactos con la gente de fuera y extendieran el negocio al interior de la cárcel, aunque se rumoreaba que existía algún tipo de connivencia de los funcionarios encargados de vigilarnos. ¿Quiénes la consumen? Muchos. Algunos porque ya estaban habituados a ello antes de entrar. Otros para superar su situación en el «trullo». La vida en la cárcel reclama una dosis de fortaleza extraordinaria para poder superarla. Son muchos los que durante todo el día no tienen nada que hacer, absolutamente nada más que dejar que el tiempo transcurra sobre sus vidas mientras se consumen sin más propósito que la autodestrucción. El nivel intelectual de los presos no facilita las cosas porque abundan los que apenas saben leer o escribir. Su situación económica, familiar y social hace que tengan muy poco que esperar del momento en que salgan de la cárcel. Por tanto, se trata de buscar algo de evasión, un mecanismo de ruptura con la monotonía, un producto que sirva para alejar la mente de los pensamientos que la atormentan, y eso es, precisamente, la droga. El alcohol también funciona, a pesar de la rigurosa prohibición. El medio utilizado para introducirlo en la cárcel son recipientes de cartón de zumo de naranja que son vaciados previamente y rellenados de güisqui. Pero lo que verdaderamente produce el efecto deseado es la droga.
Fueron varios los presos que se acercaron a mí pidiéndome dinero con la excusa de mandar un telegrama a su familia. En cuanto les apretaba un poco, acababan reconociéndome que lo querían para comprar droga. Muchas noches, cuando estaba escribiendo después de que nos hubieran chapado, sentía las grandes carcajadas que venían desde chabolos más o menos contiguos o, incluso, gritos enloquecidos que demostraban la ingestión de alguna sustancia alucinógena. Era obvio que alguien tenía que controlar ese suministro que, posiblemente, constituía el mejor negocio de la cárcel. Sentí curiosidad por ver cómo funcionaba, pero tenía que ir con pies de plomo, no solo por el asunto, sino por los intereses económicos en juego. Quizá con el paso del tiempo consiguiera averiguarlo. Ahora tenía otras prioridades, entre ellas los contactos con el exterior y la seguridad en la cárcel.