POÉTICAS CERVANTINAS

INJUSTICIA DEL TIEMPO

La obra poética de Cervantes ha sido generalmente muy poco apreciada, cuando no infravalorada a partir de algunas rutinarias dosis de ligereza. Tampoco es anómalo que ocurriera y siga ocurriendo así, sobre todo si se tiene en cuenta que la ejemplaridad universal del Quijote ensombreció, atenuó el relieve de los restantes trabajos literarios del autor, sin advertir, o advirtiendo muy de pasada, que ese libro portentoso en modo alguno podía ser obra de alguien que no fuese un poeta. Desde luego que no podía dejar de serlo quien con tan significativa frecuencia dejó dicho a todo lo largo de su producción en prosa y verso lo que para él significaba la poesía y hasta qué punto la sabía hecha de «una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar, la volverá oro purísimo de inestimable precio», según explicó don Quijote a don Diego de Miranda. Pienso que algo de todo eso tendría que replantearse cuando se aborda la poesía cervantina, no la recogida en manuales y recopilaciones al uso ni la sometida a ciertos reiterados prejuicios críticos, sino la que se prodiga y a veces se recata en novelas y comedias.

La poesía de Cervantes apenas ha venido suscitando alguna parcial atención por parte de estudiosos y antólogos, incluso dejó de figurar en la mayoría de los florilegios de la Edad de Oro, sin recibir más que alguna esporádica consideración a cargo de algún contemporáneo. El insulso poeta Esteban Manuel de Villegas, por ejemplo, osó tildar a Cervantes de «mal poeta y quijotista», que ya es afinar, aunque no llega al exabrupto de Lope, quien al referirse a los poetas de su tiempo se permite una aseveración desaforada: «ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote». Muy agudo en este caso el «Fénix de los ingenios».

Ni siquiera en las muy divulgadas Flores de poetas ilustres (1605), de Pedro de Espinosa, se tiene en cuenta a Cervantes, y eso que en dicha antología figuran poetas tan infundados —pongo por caso— como don Andrés de Perea, doña Hipólita de Narváez o el Licenciado Berrio, cuyo rastro literario incluso desapareció antes que ellos. José Alfay, en sus Poesías de grandes ingenios españoles (1654), recoge al menos el famoso soneto al túmulo levantado en Sevilla a la muerte de Felipe II, que también figuraría un siglo después en el Parnaso español (1768-1778), de López de Sedano. Fray Pedro de Padilla —a cuya persona y obra dedicó Cervantes hasta cuatro poesías— incluye en su Jardín espiritual (1585) el soneto a San Francisco, recogido también por Justo de Sancha en su Romancero y cancionero sagrados (B.A.E., XXXV), junto con la canción «A los éxtasis de nuestra beata madre Teresa de Jesús». Poco más hay que señalar a este respecto.

Tampoco alcanzó Cervantes mayores reconocimientos con posterioridad al siglo XVII. Su poesía continuó siendo subestimada, o bien relegada al inocuo escalafón de los ingenios de la época que consideraban preceptivo escribir poesía, estuvieran o no dotados para ello. Manuel José Quintana se refiere a la «incapacidad natural de Cervantes para versificar» y a la «idea de pobreza y de fatiga que dan de sí generalmente» sus poesías. En 1846 se inaugura la Biblioteca de Autores Españoles con la edición de las Obras de Miguel de Cervantes, a cargo de Buenaventura Carlos Aribau. En este volumen se incluyen unas Poesías sueltas que vienen a constituir la primera tentativa de reunir la obra poética de Cervantes que andaba dispersa o medio perdida, es decir, la no incluida en la obra novelística y teatral. Son composiciones ocasionales, dedicadas, como era habitual, a personajes eminentes —aristócratas, colegas, santos— y algunas de las cuales se consideran hoy de dudosa paternidad. También Cayetano Rosell, en su edición de Obras completas (volumen VIII, 1864), reúne casi las mismas «poesías sueltas» que ya había recopilado Aribau.

Adolfo de Castro es tal vez el primer estudioso que no descalifica del todo la poesía cervantina y parece releerla con cierta ponderación, soslayando en parte tantos apresuramientos precedentes. En «Cervantes ¿fue o no poeta?» —incluido en su introducción a Poetas líricos de los siglos XVI y XVII, II, (B.A.E., XLII)— recuerda que «los escritores de su tiempo [...] miraron con mucho desdén» la poesía de Cervantes, quien «aunque incorrecto casi siempre, ni fue mal poeta ni peor versista, como aseguran algunos». Algo es algo. Sus juicios se ciñen, sin embargo, a la poesía cervantina de cuño popular, es decir, a los romances, jácaras y letrillas repartidos por sus comedias y entremeses. Menéndez Pelayo, a pesar de no incluirlo en lo que él consideraba las Cien mejores poesías de la lengua castellana, contribuyó no obstante a una justiciera rehabilitación de Cervantes como poeta. En su Historia de las ideas estéticas en España, II (1940) arguye con impecable lucidez que «Cervantes es grande por ser un gran novelista o, lo que es lo mismo, un gran poeta» (el subrayado es mío), añadiendo que en el Viaje del Parnaso, hay «lozanísimos endecasílabos, bastantes para reducir a la nada la absurda y perezosa opinión de los que suponen mal versificador a Cervantes». Nada que objetar.

Hay que esperar al siglo XX para que se canalicen las primeras tentativas verdaderamente juiciosas en torno a la recepción crítica de la poesía cervantina. Aparecen entonces algunas reediciones significativas en este sentido y, sobre todo, algunas antologías de las poesías sueltas de Cervantes, lo cual ya suponía una nueva actitud lectora. A partir de 1916, con la edición de Poesías completas, de Ricardo Rojas, van apareciendo algunas otras —de Schevill y Bonilla, Rodríguez Marín, Martín de la Cámara, Valbuena Prat...— hasta culminar en la muy solvente de Vicente Gaos (1974 y 1981). De todos modos, entre el ceñudo parecer de los señores Schevill y Bonilla —«sólo merecen conservarse [las poesías] por el renombre del autor» y los juicios laudatorios de Luis Cernuda sobre «el gran poeta que Cervantes era», hay todo un abúlico desajuste que merece la pena matizar.

En los años en que Cervantes pretende cimentar su condición de poeta es también cuando Góngora, Quevedo, Lope, Villamediana, Bocángel, Soto de Rojas, Pedro de Espinosa o Carrillo de Sotomayor, ejemplifican de modo deslumbrante los cánones de la poesía barroca. Cotejar la producción lírica cervantina con la de esos grandes poetas sería más bien improcedente. El autor de La Galatea aparece sin duda rezagado —«anticuado»— respecto a la progresión de la poesía que iba adquiriendo carta de naturaleza desde fines del XVI. Asociado todavía en cierto modo a la llamada «escuela sevillana», podría decirse que Cervantes fue casi siempre un poeta conservador, receloso frente a las innovaciones, vinculado a la línea renacentista que va de Garcilaso a Herrera, y ajeno a las potentes avanzadas del barroco y a los nuevos modales estéticos que se iban instaurando. Quizá por eso la balanza de su aceptación crítica se inclinó hacia las composiciones de estirpe tradicional, esto es, hacia los romances, ovillejos y letrillas derivados de los Cancioneros que se reparten generosamente por las obras teatrales y que constituyen a no dudarlo una rica y jugosa vertiente de la lírica cervantina, pero no desde luego a mi entender la más valiosa.

Cuando Cervantes publica La Galatea (1585), el gusto por el género pastoril estaba en franco apogeo. Recuérdense, entre otros, los libros de pastores —de «pastores pedantes»— de Jorge de Montemayor, Gaspar Gil Polo o Alonso Pérez, cada uno con su correspondiente Diana. Dice el cura en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote que La Galatea «tiene algo de buena invención: propone algo y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete...», con lo que el propio Cervantes se autocritica con inusual ponderación. Esa segunda parte no se escribiría nunca, o se ha perdido —como ocurrió con Las semanas del jardín, La Confusa o La batalla naval—, pero Cervantes es aquí inflexible consigo mismo, cosa que no siempre ocurriría con semejante apariencia de equidad. A veces, bajo el hipotético despego o la inclinación a juzgar con displicencia sus escritos, incluso amparándose en una humildad que suena a ficticia, se agazapa un orgullo velado, una amarga convicción de no haber sido reconocido según sus merecimientos y hasta una cierta forma de inocultable vanidad. Cuando en el prólogo del Persiles, le contesta Cervantes a un estudiante adulador que él no era «el regocijo de las musas ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced», ¿no está contradiciéndose con lo que don Quijote le comenta al hijo del Caballero del Verde Gabán, a propósito de que «no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo», o con lo que advierte el propio Cervantes a Pancracio de Roncesvalles en la burlesca Adjunta al Parnaso sobre lo «altaneros y remontados» que son los poetas? Entre uno y otro aserto, habrá que elegir en este caso el segundo. Me refiero más que nada a la alusión a la arrogancia o la altanería, no por solapadas menos evidentes.

En el prólogo de La Galatea el propio autor sale al paso a cualquier posible reparo a la novela pastoril en general y a la suya en particular. «No temeré mucho —afirma— que alguno condene haber mezclado razones de filosofía entre algunas amorosas de pastores», para advertir a continuación que como «muchos de los disfrazados pastores [...] lo eran sólo en el hábito, queda llana esta objeción». Efectivamente los pastores de La Galatea se expresan a través de una poesía culta y solemne, deliciosa por momentos, más o menos derivada de las églogas o «poemas dramáticos» garcilasistas, según la penetrante —y madrugadora— definición de Herrera. Más que pastores, algunos de los personajes de La Galatea parecen cortesanos ejercitándose en controversias platónicas de amor. En tanto que prolija novela pastoril, es probable que Cervantes se apoyara en esa obstinación lírica, intercalándola profusamente en la prosa, para insistir en una de sus más perseverantes inclinaciones o, al menos, en aquella que mejor concordaba con su manera de entender el arte de la literatura. Algunas de las composiciones incluidas en La Galatea, donde la poesía ocupa prácticamente el mismo espacio que la prosa, disponen de un noble y bien entonado lirismo que recuerda, en sus mejores momentos, el perfil admirable de las églogas de Garcilaso. Como escribió Cernuda, La Galatea «es todo él libro de poeta», aun teniendo en cuenta que en aquellos años ya casi había pasado de moda su bucólico refinamiento.

Al margen de alguna que otra estimable composición suelta, casi siempre de carácter circunstancial y laudatorio, la obra poética de Cervantes se propaga regularmente, como ya he recordado, a través de su obra novelística y teatral. En el Quijote —donde se encuentra, entre otros notables ejemplos, la hermosa «Canción de Grisóstomo» (I, XIV)— su autor denota frecuentemente lo que no deja de ser una de sus esenciales constantes creadoras: la de la poesía considerada como un alimento sustancial de la prosa, a través de cuyo mecanismo plasmó Cervantes muchas de sus pretensiones líricas. En las descripciones, acotaciones y piezas oratorias de ese «poema del fracaso» que es el Quijote, aflora efectivamente por momentos un poderoso aliento poético, una sensibilidad lingüística que viene a ocupar todo el espacio narrativo. A pesar de las deliberadas parodias y exuberancias retóricas, la calidad léxica y sintáctica, la misma sutileza operativa del texto, su fascinante maestría en la modificación estética de la realidad, otorga efectivamente a la prosa cervantina una serie de atribuciones estilísticas no muy distantes de la condición poética. Es lo que Ortega, en Meditaciones del Quijote, llama la «intervención del lirismo». Incluso en los casos en que esa índole expresiva remeda las peculiaridades altisonantes de los libros de caballerías, hay un flujo sensible, una emoción verbal que puede más que cualquier otra atribución artística del texto.

Todo lo que la poesía en prosa del Quijote tuvo de poder anticipatorio, de paradigma inalterable, queda a veces vagamente atenuado, difuminado en la obra en verso. Pero no siempre ocurre así y, además, hay que insistir en que quien fundó la mejor prosa narrativa de su tiempo no pudo ser sino un poeta. Tal vez por eso siempre será una buena idea incluir en cualquier antología poética cervantina una recopilación de fragmentos «poéticos» del Quijote. Habrá que convenir, en todo caso, que Cervantes es un extraordinario poeta en prosa.

Entre las composiciones intercaladas en el Persiles y en las Novelas ejemplares —sobre todo en La gitanilla y La ilustre fregona—, se hallan variadas y muy sugestivas muestras de la poesía de Cervantes. O al menos aquellas que parecen afectadas por ciertos aires nuevos —barrocos—, no por vagos menos elocuentes, lo cual ya sugiere algún cambio de sentido en la poética cervantina. Existen en las novelas antes citadas muy delicados —y hasta muy excelentes— sonetos y canciones, comúnmente alejados del favor del lector y cuya importancia apenas ha sido tenida en cuenta, más que nada en el caso del Persiles, la admirable novela bizantina —o de aventuras— que Cervantes prefirió entre todas las suyas y que quedó irremediablemente preterida ante la preponderancia magistral del Quijote.

El teatro de Cervantes —cuya aceptación fue siempre muy precaria— está, como era norma, escrito en verso. En las dos piezas sueltas —La Numancia y El trato de Argel—, así como en las ocho comedias conocidas, las combinaciones estróficas tienen mucho de exhaustivo muestrario poético. En efecto, las composiciones de arte mayor y menor son abundantísimas y desmienten, en una primera ojeada, la muy extendida opinión de que Cervantes escribió poca poesía. Hay ejemplos de veras atractivos, tanto en la vertiente lírica culta como en la de tipo popular. En cuanto a los entremeses, los ocho publicados van en prosa, aunque en dos de ellos —El rufián viudo llamado Trampagos y La elección de los alcaldes de Daganzo— introduce el autor la singularidad compositiva del endecasílabo blanco, flexible y musicalmente airoso, que acentúa de modo notable la viveza rítmica de los diálogos. También figuran en los entremeses numerosas letrillas populares y coplas rufianescas, las mismas que merecieron quizá los máximos encomios a cuenta de un buen número de comentaristas de la poesía cervantina. Una prelación que no comparto.

El Viaje del Parnaso (1614) es un libro no exento de ciertas contradicciones. Cervantes debió concebirlo cuando ya sobrepasaba los 65 años y da la impresión de que tenía prisa por realizar ese alegórico viaje, donde se alternan la prolijidad aduladora y la delicadeza descriptiva, adobado todo ello con una ironía que ya se insinúa desde el arranque del libro. Compuesto en tercetos encadenados y dividido en ocho capítulos, viene a ser como una vasta introspección, entre astuta y ambigua, sobre el estado de la poesía y la calidad de los poetas en esos años. El censo de ingenios de fines del XVI y principios del XVII a que se refiere el autor es poco menos que agobiante, incluyendo a un considerable número de poetas hoy adecuadamente ignorados. A todos ellos dedica Cervantes unas alabanzas más bien hiperbólicas. Hay como un reparto arbitrario de halagos y «lo desmedido y poco atinado de los elogios que prodiga» (Quintana) puede llegar a desorientar al lector. ¿Cómo se explica que Cervantes, ya anciano, use de semejante generosidad calificativa, a no ser que estuviese efectuando un ejercicio literario solapadamente irónico? Por el Viaje del Parnaso circulan unos doscientos poetas, entre notables, pasaderos y fantasmales: demasiados poetas para tratarse de un balance mínimamente ponderado. Ya pasaban del centenar los citados en el «Canto de Calíope» (quizá el tramo más defectuoso de La Galatea), que viene a ser un enfadoso anticipo del Viaje del Parnaso, donde también se reparten lisonjas a troche y moche, incluso a ingenios que hoy no pasan de ser ilustres desconocidos. «¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!», dice el propio autor en el capítulo II. Pero entre uno y otro libro median unos treinta años y cabe suponer que la actitud de Cervantes respecto a la poesía del último tercio del XVI y primero del XVII se habría modificado de algún modo. No obstante, a juzgar por estas muestras, nada parece haber experimentado mayores mudanzas.

Todo ese persistente, invariable apego a la poesía constituye, sin duda, uno de los más acusados rasgos de la personalidad cervantina. Según es fácil constatar, la poesía pasó a ser una preocupación fundamental a lo largo de su vida literaria. Ya se ha reiterado que las referencias y puntualizaciones en este sentido se prodigan significativamente en toda su obra, a veces incluso repitiendo algunas reflexiones, como en el encuentro de don Quijote con don Diego de Miranda, cuando afirma el andante caballero que la poesía engloba «a todas las otras ciencias», argumento similar al que usa en la novela de su nombre el licenciado Vidriera, quien «reverenciaba la ciencia de la poesía, porque encerraba en sí todas las demás ciencias». Esas y otras insistentes alusiones ilustran en muy buena medida una actitud fervorosa y una compleja y a veces contradictoria reacción por parte del autor del Quijote. No es sólo que, de acuerdo con la cultura literaria de la época, se sintiese Cervantes apremiado a escribir poesía, es que se valió de toda clase de estratagemas para demostrar que sabía hacerlo.

Aparte de que el intercalado de poesías en obras en prosa fuese un hábito bastante frecuente en esos años —basta con repasar un buen número de novelas picarescas—, es más que probable que Cervantes lo hiciera por algo más que por un simple acicate de la moda. Es como si hubiese necesitado dejar constancia a cada momento de su condición de poeta, aprovechando la menor oportunidad para acreditar ese merecimiento, haciéndolo así incluso en momentos en que el discurso narrativo no parecía muy favorable para semejantes anexos. Tan acuciante parece ser esa predisposición que Cervantes llega a incorporar la misma poesía en dos sitios diferentes, como ocurre —por ejemplo— con el soneto que comienza «En el silencio de la noche, cuando...» que aparece en el capítulo XXXIV de la primera parte del Quijote y en la comedia La casa de los celos, o con la glosa de la letrilla tradicional «Madre, la mi madre...», recogida en la comedia La entretenida y, con alguna variante, en la novela El celoso extremeño.

Si se exceptúa el Viaje del Parnaso, con su ya citado derroche de juicios poéticos en verso, Cervantes no publicó en vida ninguna colección de poesías especialmente concebida como tal. Su obra dispersa tampoco es muy abundante: no llegan a cuarenta composiciones sueltas las que hoy se conocen y tienen acreditada su paternidad. Ya apunté que todas ellas se deben a motivos más bien ocasionales, a intereses privados o encargos ajenos. Pero a todo ese balance habría que sumar el conjunto de las poesías interpoladas en las novelas, que casi llegan a doscientas, y las que tienen cierto carácter independiente dentro del teatro, obviamente copiosas. De todos modos, resulta poco explicable que Cervantes, que tan aficionado era a esas habituales añadiduras de poesías en libros en prosa y cuyo fervor poético constituye poco menos que una constante vital, no reuniese en un volumen lo que podría ser una muestra de toda o parte de su obra en verso. ¿Por qué no lo hizo o por qué no se encargó alguien de hacerlo? ¿Se debió a exigencias privadas, a despreocupación, a incertidumbres, a desdenes ajenos, a trabas editoriales? Ninguna respuesta a esos interrogantes dejaría de ser aventurada.

Como es bien sabido, las primeras tentativas literarias de Cervantes fueron mayormente poéticas. Eso es al menos lo que se deduce de la cronología de su obra y de sus propias confidencias autobiográficas: «Desde mis tiernos años amé el arte / dulce de la agradable poesía», declara en el Viaje del Parnaso. También en el prólogo de La Galatea lo reitera: «puedo alegar de mi parte la inclinación que a la poesía siempre he tenido». No son demasiado tempranas, sin embargo, las composiciones iniciales que de él se conocen. En 1569, es decir, cuando Cervantes contaba 22 años, el humanista Juan López de Hoyos —maestro del poeta en el Estudio del Concejo de Madrid— incluyó unas composiciones de su «caro y amado discípulo», concretamente un soneto, unas redondillas, una elegía y una copla. Estas cuatro poesías se publicaron en una relación de las exequias de doña Isabel de Valois, tercera mujer de Felipe II. El soneto es discreto, así como algún fragmento de la larga elegía; las otras dos composiciones son más bien anodinas, muy en la línea de esa poesía necrológica «por encargo» repintada de afectación.

Con posterioridad a esas iniciales poesías publicadas por el joven Cervantes, se produjeron algunas prolongadas lagunas creadoras, cosa más que frecuente a lo largo de la vida del autor del Quijote, cuya obra principal, como es notorio, se produce preferentemente en la vejez, ya cuando el autor rondaba los sesenta años. «Tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma...» , arguye Cervantes con desgana en el prólogo a Ocho comedias... (1615). Son veinte años de silencio literario, dudosamente gastados en esas ocupaciones irregulares y andanzas enigmáticas que, en cierto modo, aportan a la biografía de Cervantes una de sus más literales sugestiones. A partir de 1605, fecha de publicación de la primera parte del Quijote, y hasta la muerte de su autor en 1616, aparece efectivamente toda su obra posterior a La Galatea, a saber: las Novelas ejemplares, las Ocho comedias y ocho entremeses, la segunda parte del Quijote, el Viaje del Parnaso y el Persiles, que se publicó póstumo.

Parece razonable suponer que esas poesías de Cervantes dedicadas a la muerte de doña Isabel de Valois no fueron exactamente las primeras que escribió. Seguro que con anterioridad a su publicación, tuvo Cervantes que aplicarse al ejercicio de un género al que se aficionó desde sus «tiernos años». No es difícil imaginar los modelos que tendría más presente el joven poeta: Garcilaso, fray Luis, Herrera. Sus ideas estéticas coinciden en este sentido con las defendidas por los críticos literarios de la época —el Brocense, López Pinciano, Cascales—, pero no sé si Cervantes llegó a conocer los textos de esos preceptistas, me imagino que no. Tampoco parece que se interesara por dichas cuestiones, pero sí es bastante probable que leyera las Anotaciones a Garcilaso (1580) de su admirado Herrera. «... Por más que diga / en alabanza del divino Herrera, / será de poco fruto...», declara en el «Canto de Calíope», sin olvidar el soneto que le dedicó a su muerte, «de los buenos que he hecho en mi vida». Por cierto, también en ese mismo canto recuerda Cervantes a fray Luis, «a quien yo reverencio, adoro y sigo».

El influjo garcilasista es perceptible desde un principio, al menos así se deduce de esas pocas poesías escritas antes de 1570, como es el caso también de la «Elegía al cardenal Diego de Espinosa», aparte por supuesto de los fragmentos en verso de La Galatea —algunos de ellos memorables— y de un buen número de sus poesías sueltas posteriores. Es cierto además que Cervantes distribuye por toda su obra los elogios a Garcilaso: en la segunda parte del Quijote, en La Galatea, en el Persiles... Es curioso, sin embargo, que el poeta, que tan devoto decía ser de Herrera, no lo obedeciera cuando éste advierte en las Anotaciones que la mezcla de verso y prosa es «mal considerada y ajena a la prudencia y decoro poético», cosa que ni su admirador ni muchos otros escritores de la época tuvieron en cuenta. Y también convendría señalar que, en sus últimos años, Cervantes parece desembarazarse un poco de los estrictos cánones renacentistas y se aventura por ciertos caminos vecinales del barroco, algo que se pone de manifiesto en algunas poesías sueltas de sus últimos años —entre 1610 y 1616—, en ciertas zonas del Viaje del Parnaso y sobre todo en los poemas intercalados en el Persiles. ¿Se trata de un sigiloso eclecticismo o de una paulatina adecuación al gusto imperante en aquellos años de tan decisivos cambios estéticos?

Hay otra cuestión tal vez más ilustrativa. Los persistentes desengaños e infortunios vividos por Cervantes —«más versado en desdichas que en versos»—, ¿no se articulan a las antítesis propias del barroco y, como más obvia consecuencia, no va a reflejarse todo eso en su poesía? La crisis de valores, el concepto del desengaño, la decadencia política iniciada en la España de Felipe III, incluso las frustraciones personales, tuvieron sin duda que afectar de muchos modos al autor del Quijote, es decir, al Cervantes ya maduro, si bien no puede hablarse de un influjo directo del ideario barroco. En todo caso, y si se considera a ese sistema literario como una constante histórica, siempre podrá advertirse la marca del barroquismo en distintas parcelas de su prosa narrativa. Y desde luego en un buen número de sonetos de primorosa factura, a los que habría que considerar equidistantes entre los de un Herrera o un Rioja y los de un Lope o un Bocángel, aunque lo más común es que existan «coincidencias de temas», pero «distintas actitudes», como señala Rafael Lapesa respecto a Cervantes y Góngora. En general, y si se atiende al último tramo de la obra en verso cervantina, no supone ninguna excepción encontrar resonancias de la impronta barroca, más que nada en composiciones de arte mayor, donde las concomitancias con la poesía del seiscientos no culterana pueden ser —como se acaba de decir— sobradamente reconocibles.

En 1605, cuando aparece la primera parte del Quijote, Cervantes ronda los sesenta años. El éxito alcanzado por la novela es inmediato: las ediciones se suceden y, a poco, empiezan a circular traducciones por Europa. Cuenta el licenciado Márquez Torres, en la «Aprobación» de la segunda parte del Quijote, que los integrantes de una embajada francesa, «tan corteses como entendidos», se extrañaban de que Cervantes no fuese admirado y valorado en España como lo era en Francia, con lo que en cierta manera viene a corroborarse una situación a todas luces anómala. Sin duda que la propagación triunfante del Quijote debió salvar al autor —«viejo, soldado, hidalgo y pobre», al decir de Márquez Torres— de ciertas penurias y trapicheos y, sobre todo, tuvo que proporcionarle una buena dosis de estímulos. Cervantes parece recuperar efectivamente a partir de entonces los entusiasmos perdidos y durante esos últimos diez años de su incierta vida es cuando verifica de hecho sus más imborrables aportaciones a la historia universal de la literatura.

Cervantes no es desde luego un poeta singular, pero es un genuino poeta. Quizá no lo sea al modo eminente de algunos de sus contemporáneos, cuyos respectivos magisterios suponen uno de los más brillantes episodios de la historia de la literatura en lengua española. Por supuesto que Cervantes, como poeta en verso, queda un poco desplazado de ese foco de excelencias creadoras. Su poesía es casi siempre la de un rezagado, un tradicionalista, que no consigue o no desea eludir la autoridad de los líricos del reinado de Felipe II. Pero nada de eso justifica ni mucho menos el rigor de tantas hoscas descalificaciones como han venido sucediéndose casi hasta hoy mismo. Estoy de acuerdo con Vicente Gaos cuando afirma que «la poesía de Cervantes es suya, y con ello queda expresada la imposibilidad absoluta de que sea mediocre».

Mal leído en general, o leído con desatención y a partir de determinados prejuicios, Cervantes ha tenido mala fortuna con su obra poética, limitada por lo común a ejemplos poco o nada relevantes: coplas y letrillas sobre todo, ciertos sonetos burlescos, fragmentos de la «Epístola a Mateo Vázquez», algunas muestras de Viaje del Parnaso, y poco más. Por supuesto que siempre será aconsejable que se recuerden esos textos, pero la inercia ha restado incentivos para reencontrar, a través de las novelas y algunas —no todas— obras teatrales, esa segura emoción poética rastreable en más ocasiones de las supuestas.

Algo desaliñada a veces, con algún que otro descuido rítmico, un poco discordante en el uso de coloquialismos y modismos, la poesía cervantina denota a menudo los esfuerzos con que fue elaborada, el permanente trabajo con que el poeta —«el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría»— se empeña en sacar a flote un determinado proyecto poético. Pero, de improviso, hay algo que mantiene en vilo la escritura, que la dota de una exquisita seducción. Si se la sitúa en esa frontera que define un cambio de posiciones estéticas, una crisis de valores, la obra en verso de Cervantes puede dar más de una grata sorpresa, sobre todo si se la lee con una disposición del gusto no lastrada de convencionalismos. Vistas bajo ese prisma lector, hay composiciones cervantinas —sonetos, liras, tercetos encadenados, octavas, silvas— de un emocionante atractivo, con superiores aciertos léxicos y sintácticos. No creo, como estimaba Luis Rosales, que la de Cervantes sea «una voz poética despersonalizada», si bien tampoco puede negarse que estuviese algo desentendida —insisto— de las avanzadas estéticas de su tiempo.

Aunque en la obra cervantina hay claras referencias a sus titubeos como poeta y, de modo indirecto, a los desaires recibidos, no parece que esas quejas sean del todo veraces. Hay ocasiones en que el poeta plantea exactamente lo contrario, esto es, hace gala sin ninguna reserva de sus méritos y virtudes literarias como narrador, incurriendo en una autocomplacencia no por justiciera menos arrogante, como cuando —por ejemplo— infiere en el prólogo de las Novelas ejemplares: «Yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana...», un pavoneo que repite en el capítulo IV del Viaje del Parnaso: «Yo he abierto en mis novelas un camino / por do la lengua castellana puede / mostrar con propiedad un desatino.» En ese mismo capítulo, después de enumerar las altas cualidades de su obra y de advertir que «la envidia y la ignorancia le persigue», proclama: «Yo soy aquel que en la invención excede / a muchos...», añadiendo finalmente una queja humilde más bien rara en la mentalidad de Cervantes: «Por esto me congojo y me lastimo / de verme solo en pie, sin que se aplique / árbol que me conceda algún arrimo.»

Ya he apuntado que la lectura de la obra poética de Cervantes se ha restringido comúnmente a algunas composiciones aisladas, sin reparar en las más dispersas y atractivas y motivando con ello una cierta preterición general de su obra poética. Quiero decir que se relegó cualquier posibilidad de pesquisas por la vertiente lírica de Cervantes —quizá porque no existió una edición independiente del corpus poético completo— y se prefirió insistir en lo más redundante. Tal ocurre, por ejemplo, con el consabido soneto al túmulo que se levantó en Sevilla con motivo de la muerte de Felipe II, que circuló profusamente en copias manuscritas y que fue incluido posteriormente hasta la saciedad en antologías y manuales. El propio Cervantes, en el capítulo IV del Viaje del Parnaso, confiesa que tiene a ese soneto «por honra principal de mis escritos». La verdad es que no se entiende muy bien esa predilección. Rodríguez Marín, en «Una joyita de Cervantes» (1914), ya ensalzó el archiconocido soneto. También Francisco Ayala le dedicó un ensayo muy agudo, titulado precisamente «El túmulo» (incluido en Cervantes y Quevedo, 1974), donde opina que se trata «de una obra maestra, pieza única de poesía en cualquier repertorio del barroco». Pues tampoco es para tanto. Hasta el refinamiento crítico de Luis Cernuda resulta un poco ambiguo cuando lo que elogia del soneto «no es tanto la retórica de la composición, sino su humanidad». El carácter burlesco —irónico, según Américo Castro— y el tono desenfadado son sin duda notables, pero de ahí no pasa, aunque se lo hayan aprendido de memoria muchas generaciones de estudiantes de bachillerato.

A propósito de los ingredientes satíricos o burlescos de la poesía cervantina, hay una aseveración del propio poeta bastante curiosa: «Nunca voló la pluma humilde mía / por la región satírica, bajeza / que a infames premios y a desgracias guía» (Viaje del Parnaso, capítulo IV). ¿Y qué fueron sino satíricos el soneto al túmulo, el dedicado a la inepcia del duque de Medina Sidonia en el saco de Cádiz, el diálogo entre Babieca y Rocinante o el romance de Altisidora, amén de los numerosos ejemplos que en este sentido pueden hallarse en la obra teatral, o incluso en no pocas de las referencias que de sí mismo hace Cervantes. En el Viaje del Parnaso abundan esas alusiones matizadas por frecuentes rasgos satíricos, cuando no por autoimproperios: «¡Oh Adán de los poetas, oh Cervantes!», «Yo, socarrón; yo, poetón ya viejo», «Cisne en las canas y en la voz un ronco / y negro cuervo, sin que el tiempo pueda / desbastar de mi ingenio el duro tronco», etcétera.

La vida de Cervantes está jalonada, como bien se sabe, de severos suministros de desgracias. Cárceles, bancarrotas, cautiverios, estrecheces, embrollos, lo acompañaron hasta el final. Cabría argüir que todo ese cúmulo de adversidades tendría que verse reflejado de algún modo en su poesía, pero ¿ocurre realmente así? Pues tal vez sólo en parte, en alguna que otra confidencia autobiográfica: en el Quijote, por supuesto, y en la «Epístola a Mateo Vázquez», pero también en ciertas Novelas ejemplares, en algunos recodos del Persiles y del Viaje del Parnaso, en El trato de Argel y Los baños de Argel, aunque da un poco la impresión de que el poeta ha procurado velar, dejar en un discreto segundo plano las experiencias vividas, no todas por cierto, pero sí las que tienen algo que ver con esas zonas oscuras de su biografía sólo accesibles a través de conjeturas.

La verdad es que el poeta nunca puede sustraerse del todo al influjo que ejercen sobre él los embates de la realidad, pero tampoco tiene por qué elevarlos a la categoría de una estrategia literaria. Cervantes no sermonea al lector con quejas ni suele dolerse de los desaires e infortunios humanos y literarios que tan asiduamente lo acosaron. No lo hace al menos de manera sistemática o con algún notorio resentimiento, antes bien suele limar asperezas por medio de la ironía. En cualquier caso, resulta más que evidente que Cervantes responde a las desventuras con la contraofensiva del buen humor. Tampoco parece dudoso, sin embargo, que algunas de esas frustraciones debieron de afectarlo seriamente. Su éxito tardío como novelista no aliviaría su fracaso como dramaturgo y, especialmente, como poeta, a pesar del sarcasmo con que parece asimilar semejantes reveses. Aunque también cabría reiterar alguna pregunta incómoda: ¿son sinceras las atribuciones a «mi grosera mal cortada pluma»?, ¿hay que tomarse al pie de la letra el tan traído y llevado terceto: «Yo, que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo»? Quiero creer que, en este punto, como en tantas otras ocasiones, Cervantes recurre a esa especie de burla piadosa de que se vale para dar cuenta de la vida circundante, incluida la suya propia.

Ya he sugerido que, según todos los síntomas, Cervantes creyó firmemente en la relevancia de su obra —presunción nada inusual— y, aunque en modo alguno previó la trascendencia fundacional del Quijote, sí tuvo conciencia de su talento literario y de que aun «excedía en la invención» a muchos de los ingenios de su tiempo, como ya se ha recordado que afirmó en el Viaje del Parnaso. No estaría de más tener en cuenta todo eso y olvidarse de tantas miopías críticas a la hora de revisar el mundo poético cervantino. Seguro que por ahí nos están aguardando emociones y sorpresas de muy varia lección. Como pedía Cernuda —defensor vehemente de la poesía de Cervantes—, «leamos ya sus versos con menos telarañas en los ojos».

(2004)

AVENTURAS DE UN LECTOR DEL «QUIJOTE»

Durante el cuarto o quinto curso de lo que entonces era el bachillerato, cuando yo tenía catorce o quince años, mi profesor de literatura me proporcionó una edición del Quijote donde sólo figuraban sus hazañas más divertidas y quizá más reveladoras. También se habían suprimido los relatos desconectados de la continuidad argumental de la novela y mayormente incluidos en la primera parte. Más de una vez he lamentado la pérdida de esa edición —digamos que casera— que se titulaba algo así como Aventuras selectas de don Quijote de la Mancha. Luego, con los años, he visto algunas de esas selecciones del Quijote más o menos aceptables por provechosas para ciertos lectores, pero sigo creyendo que aquella que me facilitó mi profesor estaba expresamente orientada a incentivar la imaginación del adolescente, a iniciarlo en la lectura a través de las peripecias más seductoras del hidalgo manchego.

Mis primeros juicios sobre don Quijote, aun siendo defectuosos, siguen teniendo para mí el valor de un punto de partida, al menos tal como alcanzo todavía a evocarlos después de tantos años. Nunca pensé que aquel caballero andante fuese exactamente un loco, como solía repetirse, sino un iluminado que, en oposición al realismo grosero de Sancho, recorría el mundo sublimando el sentido de sus luchas por un ideal: hacer justicia, proteger al desvalido, amoldar su vida a su pensamiento. Todo lo demás me importaba —y sigue importándome— poco: la parodia de los libros de caballerías, la crítica de la vida histórica, el correlato de la España imperial, las claves morales a cuenta de las ridículas desmesuras del heroísmo, la mera intención humorística, todo eso me quedaba muy a trasmano, no me afectó obviamente para nada durante aquellas primeras relaciones con las peripecias de Alonso Quijano. Quizá, a la larga, sólo prevaleciera en este sentido el sedimento de algo que leí mucho después en el excelente texto de Manuel Azaña sobre La invención del Quijote: «la corriente maravillosa que Cervantes introduce en lo real para descomponerlo». Pienso que ahí está expresada, a no dudarlo, una de las más palmarias claves poéticas de la novela.

Resulta curioso comprobar cómo ciertas infantiles sensaciones de lector, por muy inocentes y ocasionales que sean, apenas experimentan ninguna perceptible modificación, o se resisten a que eso suceda, con el paso de los años. Eso es lo que me ocurre respecto a aquella primera lectura de fragmentos del Quijote. Aun soy capaz de sentir la emoción que me proporcionó ese acercamiento a la gran novela. Yo me sentía muy unido a don Quijote —«la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andantes»—, creyendo sin sombra de duda que aquel dechado de caballeros era un héroe incomprendido, un honroso paladín a quien todo le salía mal debido a los encontronazos de su buena fe con las maldades ajenas. Me enojaba profundamente, o eso creo, la mofa constante que suscitaban sus ocurrencias y detestaba la cordura insolente del cura y el barbero, auténticos representantes del orden más convencional o el paternalismo más fastidioso. Algunos episodios específicos, a pesar de las demenciales circunstancias que los propiciaban, a mí me parecían consecuencias lógicas de la ingenuidad, de la credulidad del caballero, quien en un momento de ofuscación arremetía contra lo que consideraba un atentado a la equidad, un peligro para indefensos o un ataque a su propio pundonor. Ni por asomo pensaba en ninguna clase de locura. Y si lo traigo a colación es porque todavía me incomoda calificar a don Quijote como si se tratara sencillamente de un trastornado, de una víctima de los desvíos de sus lecturas. Incluso aunque Cervantes reitere que tan aficionado era aquel hidalgo a los libros de caballerías, que «del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio», yo tenía mis dudas sobre tan neta advertencia, esto es, casi llegué a la inocente conclusión de que don Quijote se había desentendido stricto sensu de la ruta que le marcó Cervantes, aun entendiendo que Cervantes y Alonso Quijano eran personajes gemelos. Me imaginaba además que cuando don Quijote, antes de morir, descubre que todas sus aventuras habían sido una ilusión, un fraude, la tristeza que sentía ante el desengaño —la frustración— del hidalgo era mayor que la que me producía su muerte.

Otro dato sobre la perseverancia de aquellas primeras impresiones de lector es que, andando el tiempo, continúo prescindiendo casi por instinto de las historias más o menos ajenas a la trama específica del Quijote, esto es, de esos afluentes del gran río central del texto: la novela pastoril de Grisóstomo y Marcela, los amores de don Fernando y Dorotea, y Cardenio y Luscinda y, sobre todo, los relatos de El curioso impertinente y El Cautivo, que están llamativamente desplazados del flujo narrativo del Quijote. No leí pues ninguno de esos injertos novelescos en aquella edición antológica de la que habían sido suprimidos, y continué sin leerlos en muchas otras ocasiones, porque yo mismo los eliminaba sin mayores miramientos. Tardé bastante en remediar —a medias— ese escamoteo, pero estoy de acuerdo con quienes piensan que esas historias, o novelas dentro de la novela, fueron incorporadas por Cervantes al Quijote por razones vagamente fundamentadas o por simples conveniencias compositivas en el programa editorial del libro. Nada pierde su auténtico corpus narrativo si se eliminan esas añadiduras, aunque también es posible que Cervantes las incluyera con el propósito de que el lector se desviara un poco de la reiterada enumeración de calamidades de Don Quijote o acaso también como prueba de que su repertorio temático no se limitaba a ironizar sobre los libros de caballerías, aparte incluso de la posibilidad de que el Quijote, pese a su alcance satírico, tampoco es del todo ajeno a una tradición caballeresca con la que el autor se sentía muy identificado.

La lectura del Quijote siempre supone una nueva aventura, porque siempre proporciona al lector un rasgo, un matiz —literario, crítico, irónico, moral, paródico, sociológico— que a lo mejor no había sido descubierto hasta entonces o no había sido apreciado del todo anteriormente. Ése es uno de los más sugestivos atributos de una de las grandes creaciones universales de la imaginación literaria. El cúmulo de interpretaciones del Quijote, las innumerables hipótesis suscitadas a lo largo de cuatro siglos, es algo tan consabido que ni siquiera hace falta recordarlo. Pero esa misma multiplicidad de enfoques parece autorizar cualquier personal cala interpretativa. La experiencia de cada lector queda así estimulada por la de los demás lectores.

Entre esas innumerables exégesis en torno a la concepción del Quijote, no me resisto a citar una leída últimamente que por rocambolesca incluso puede resultar sintomática. Se debe a Paul Auster, quien en su novela City of Glass (1985) sostiene que Alonso Quijano, deseoso de que sus hazañas fuesen conocidas por la posteridad, se hace el loco para conseguir que Sancho le cuente semejantes anomalías al cura y al barbero y éstos a su vez al bachiller Sansón (Auster escribe Simón) Carrasco, quien las recogería y mandaría traducir al árabe, que ya es hilar delgado. Cervantes encontraría finalmente en un baratillo de Toledo ese manuscrito, acertaría a medio leerlo por el conocimiento que había adquirido de la lengua en Argel y lo usaría como cañamazo para difundir la «enfermedad caballeresca» de Alonso Quijano. Todo un enrevesado alarde de indagación psicológica que sólo me permito recordar en razón de sus atrabiliarias prolijidades. Pero tampoco está mal este tipo de invenciones extraordinarias en relación con la más extraordinaria de nuestras invenciones literarias.

Una vez admitido que don Quijote perdió el seso —cosa que todavía me resisto a aceptar sin alguna reserva—, conviene reiterar hasta qué punto esa locura atraviesa por una graduación de indicios —de vaivenes— a todo lo largo de la novela. De eso se ha hablado ya mucho, pero no eludo repetírmelo, incluso me agrada hacerlo. La cuestión es de veras apasionante. En la primera salida de su aldea, el ingenioso y aún solitario hidalgo vive algunas peripecias desastrosas. Los síntomas del delirio —del exceso de fervor— empiezan a concretarse, no ya por la invención de nombres propios y topónimos disparatados, sino por la sistemática confusión entre la realidad y la fantasía: la venta es un castillo; el ventero, su dueño y señor; las mozas, unas hermosas damas; un labrador vecino suyo, el marqués de Mantua del romance, etcétera. Trastocados así los hechos reales, también la conducta de don Quijote se ve obviamente afectada por esos desvaríos. Pero llega un momento en que se cruza por su mente otra anomalía: de creerse un caballero andante pasa a desdoblarse en otros personajes de ficción. Recuérdese que, tras ser apaleado por unos mercaderes a quienes exige, en una de las escenas más hilarantes de la novela, que reconozcan y elogien la hermosura de Dulcinea, don Quijote imagina ser consecutivamente otro: Valdovinos y Reinaldos de Montalbán, personajes de romance, o Abindarráez, héroe de novela morisca. Tal vez ese desdoblamiento de la personalidad, aunque efímero, suponga de hecho una referencia que completa el cuadro de suplantaciones más o menos reconocibles del caballero. Pero también surge ahí algo más bien desconcertante, y es que cuando un vecino del maltrecho don Quijote, al intentar convencerlo de que no es ninguno de esos estrafalarios personajes sino Alonso Quijano, responde éste: «Yo sé quién soy.» La respuesta es desde luego de lo más significativa. Tiene algo de eco soberano del Cristo, al decir de Unamuno, y de secreta ratificación metafísica de un iluminado. Ese «yo sé quién soy» viene a ser como la simbólica contraseña que franquea las principales puertas conceptuales de la novela.

Como es notorio, uno de los presuntos y acaso más sutiles designios que se movilizan en el Quijote es el de enfrentar dialécticamente materialismo e idealismo o, con otras palabras, «experiencia realista» y «sugestiones poéticas». La abrupta realidad de la vida se contrapone a su noble idealización. De ese antagonismo se derivaría la propia demencia de alguien que lucha sin descanso y sin ventura por alcanzar una meta difícil, por no decir imposible: el desmesurado triunfo de lo ideal sobre lo material. Una hipótesis que conecta con lo que a mí más me sedujo desde un primer momento. Por supuesto que la conjetura es arriesgada, pero no descartable. Don Quijote se va enajenando a medida que se plantea, desde antes de emprender el viaje a ninguna parte, la mejor estrategia para lograr esa quimérica gloria, no importa que engañándose a sí mismo con mayor o menor deliberación. Sus paulatinas desdichas irán acrecentando la intensidad frenética de su fe. Los tropiezos y fracasos acentúan las alucinaciones y desatinos. Y ahí aparece la utopía, entendiendo por utopía una esperanza consecutivamente aplazada. Don Quijote hace de ese concepto una bandera, una norma de conducta. Día llegará, parece decirse de continuo, en que alcance finalmente el premio a mi heroísmo. La utopía equivale entonces al proyecto quimérico del hidalgo soñador y, en consecuencia, a la instigación primordial del caballero andante.

Es cierto que la valentía, la temeridad, son virtudes quijotescas que se aproximan mucho, por lo hiperbólicas, a la insensatez. Don Quijote no parece escarmentar nunca. Cada episodio en que interviene para cimentar su sentido de la justicia le supone un desastre, un descalabro. Pero de nada le valen tan lamentables experiencias: persiste en su delirante «ideal», aunque de pronto, andando el tiempo, parezca insinuarse en su pensamiento el contrapeso del buen sentido o, al menos, el esbozo de una luz en medio de las deliberadas penumbras. En efecto, no son raros los momentos en que don Quijote parece comportarse en contra de su propio desajuste imaginativo entre fantasía y realidad. Es como si se percatara, en un fugaz atisbo de lucidez, de que está engañando a quienes pretenden engañarlo a él, de que hay hechos ilusorios que los demás se empecinan en mantener en su propia incongruencia.

¿A qué se debe, en este mismo plano de valores, que don Quijote bautice a quienes imagina como enemigos con nombres tan directamente burlescos como Pandafilando de la Fosca Vista, Caraculiambro, Alifanfarón de la Trapobana, Espartafilardo del Bosque, Malambruno o Pentapolín del Arremangado Brazo, y tantas damas y mozas a las que aplicó nombres que inciden claramente en la caricatura? ¿Es que don Quijote inventa esos apelativos como si realmente fuera consciente de que lo hace con cierto propósito satírico? En todo caso, no parece una actitud propia de alguien que enloqueció, pero que se toma muy en serio su militancia en la orden heroica de la caballería andante. ¿O es que el propio Cervantes ya había pactado previamente con Cide Hamete Benengeli ese juego de las parodias onomásticas?

Decía que los consabidos altibajos de la salud mental de don Quijote, sus quizá deliberados desajustes imaginativos, son a veces muy perceptibles y van menudeando a medida que avanza la novela. En un apresurado recuento podrían citarse algunos de los más notorios y característicos: el repentino reconocimiento por parte de don Quijote de que una venta es exactamente eso, una venta, y no ningún castillo; el episodio de la carta que, en teoría, debía llevarle Sancho a Dulcinea; el apacible diálogo de don Quijote con el cura y el barbero en el arranque de la segunda parte; la reacción del caballero cuando se cruza con tres mozas y, mientras Sancho afirma que son Dulcinea y dos doncellas, el caballero asegura que son «tres labradoras sobre tres borricos»; la despiadada estancia en el castillo de los duques, quienes se esfuerzan en burlarse con reiteradas jugarretas de don Quijote cuando éste parece barruntar la insidia o la ridiculez de las diversiones, etcétera. Es todo un proceso de controversias entre la razón y la pérdida de la razón. Como suele decirse, Sancho se va familiarizando con las locuras de su amo mientras éste parece ir sugiriendo algún atisbo de cordura. Ésa es al menos la idea más aireada a este respecto, que ya se insinúa en la aventura de Sierra Morena, cuando el enamorado caballero parece participar en un cierto juego de equívocos. Efectivamente, en el capítulo XXV de la primera parte, a una pregunta de Sancho sobre qué motivo tenía su amo para volverse loco, imitando a otros caballeros andantes desdeñados por sus damas, contesta don Quijote: «... Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea.» No es fácil deducir si se trata de un fingimiento a plazo fijo o de una nueva aceptación del desequilibrio. En cualquier caso, qué sutileza psicológica la de Cervantes, incorporando a la personalidad de don Quijote una nueva posibilidad de interdependencia entre la realidad y la fantasía.

Otra prueba jugosa habría que situarla a este tenor en el capítulo XXV de la segunda parte, donde se narra el encuentro de don Quijote con el titiritero maese Pedro y su mono adivino, a quien aquél le transmite su deseo de saber «si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas, porque a él le parecía que tenían de todo». No se olvide la puntualización: «que tenían de todo». Resulta por lo menos curioso que esa significativa pregunta la reitere don Quijote treinta y siete capítulos después (en el LXII), cuando el burlesco episodio de la cabeza encantada, en la casa barcelonesa de don Antonio Moreno. La pregunta que le plantea don Quijote al artilugio parlante es la misma: «Dime tú, el que respondes, ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos?» No es que don Quijote haya llegado finalmente a poner en duda su propio embeleso, es que ya arrastraba desde mucho antes una similar preocupación. ¿Es un juego más de los muchos que Cervantes parece incorporar a lo largo del despliegue narrativo, esas literarias incertidumbres que el autor gusta de inculcar al lector?

De todas esas peculiaridades sensitivas del Quijote se ha hablado mucho y de muy variadas maneras. Pero se tiene la impresión de que algo queda por resolver, quizá porque el Quijote es tan inagotablemente seductor que parece que siempre hay un perfil desconocido, un hilo suelto que debe situarse en su justa escala de valores. Casi podría decirse que el lector debe buscar en el Quijote lo que seguramente nunca podrá encontrar del todo. Pero da igual, esa búsqueda en ningún caso será vana; esa búsqueda contiene el secreto último —la raigambre poética— de la novela, y cada lector debe rastrearlo a su modo, sabiendo que su manera de entender el Quijote valdrá tanto o más que la de los muy expertos en la gran novela cervantina.

Hasta los errores o descuidos que filtró Cervantes en el texto del Quijote disponen de su correspondiente juego de adivinaciones. Dentro de la densa y sabia estructura de la novela, no hay nada que carezca de algún adecuado atractivo. Pero algunos de esos descuidos no resultan del todo comprensibles. Quizá se debieran a la dificultad —o a la pereza— del autor a la hora de releer lo escrito para comprobar un dato olvidado; quizá Cervantes no quiso revisar nunca su texto, lo cual resulta más bien aceptable. Sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellos años finales del XVI y principios del XVII la práctica de la escritura, la simple mecánica de la redacción, entorpecía en muy buena medida la posibilidad de una revisión pormenorizada de lo ya escrito. Además, según ha precisado Francisco Rico, el impresor exigía una copia «en limpio» del manuscrito generalmente dificultoso del autor, con lo que el copista bien podía incorporar erratas o lecturas equivocadas en su original. Y no se olvide tampoco que es el propio autor quien a veces se refiere expresamente a esos descuidos. Incluso la vaguedad onomástica de algunos personajes parece obedecer a una despreocupación consciente, digamos que a una «incertidumbre poética». Aunque también es verdad que Cervantes tiende a atribuir sus indecisiones a los datos encontrados en los presuntos archivos manchegos o en el manuscrito de Cide Hamete Benengeli comprado en un baratillo de Toledo, con lo que podría decirse que el autor compró su propia opción a equivocarse.

Todo el Quijote —sobre todo la segunda parte— ratifica a cada paso un juego magistral entre la forma y el contenido. Cervantes actúa en todo momento con una astucia y una inteligencia impecables. No sólo el léxico sino la sintaxis suponen un magnífico ejercicio retórico, un pasatiempo de índole paródica, un festín verbal. Es cierto que el juego, como tal sistema literario orientado al entretenimiento del lector, ese «soplo poético de lo maravilloso», recorre casi sin interrupción las dos partes del Quijote, en especial la segunda. En el prólogo de la primera advierte Cervantes que ha escrito su libro para que «el melancólico se vuelva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade...». Pero ¿hasta qué punto se mantiene esa aseveración, aparentemente irrefutable, pero no siempre contrastada con la misma convicción? Sea como fuere, a nadie en realidad puede afectarle hoy el Quijote del mismo modo que afectaba a quienes lo leían a poco de publicarse. También es cierto que no hay dos personas que lean el mismo Quijote.

Desde que Alonso Quijano inventa a don Quijote hasta que don Quijote reinventa a Alonso Quijano en su lecho de muerte, Cervantes se vale efectivamente del humor y la ironía como instrumentos inequívocos para contar las aventuras de sus dos personajes. Y ese efecto humorístico o irónico se verifica tanto por las frecuentes apoyaturas del diálogo como por las situaciones. La forma de hablar de don Quijote obedece, por supuesto, a esa tan comentada intención paródica del autor. Pero no es infrecuente que intercale en sus parlamentos y discursos, por debajo de las apariencias humorísticas, toda una serie de datos aplicables a la propia biografía cervantina, a sus ideas y experiencias. Es lo que se deduce, por ejemplo, de la historia de Ricote y de la actitud compasiva, disconforme de don Quijote (de Cervantes) a propósito de la expulsión de los moriscos, o de la aventura de los galeotes o de la historia del Cautivo y de tantas otras en que la actitud del caballero consiste en defender la libertad, en solidarizarse con los perseguidos y menesterosos, no importándole tanto sus culpas como sus cuitas.

Las relaciones de Cervantes con su personaje literario por antonomasia son a no dudarlo extremadamente complejas y dan pábulo a toda clase de presunciones. Cervantes crea un personaje, pero su personaje crea a su vez a Cervantes. Alonso Quijano se convierte en don Quijote, pero don Quijote se desdobla en otros presuntos entes de ficción. No es improbable que en don Quijote estén expresados los ensueños y frustraciones de Cervantes, quien traspasa frecuentemente al caballero sus propias ideas, del mismo modo que don Quijote termina por ejercer un manifiesto ascendiente sobre quien lo creó. Se trata de una vieja ley de las compensaciones, de una especie de confrontación dialéctica —poética— entre la razón y la sinrazón, entre la fantasía heroica y la realidad de la vida. Parece justificado suponer que Cervantes se desdobla en no pocos de sus personajes de ficción, lo cual es bastante usual, pero en el caso del Quijote ese desdoblamiento resulta de lo más sintomático, hasta el punto de permitir la presunción de que Cervantes concibe al soñador Alonso Quijano precisamente porque comparte con él los apasionamientos y fracasos del caballero andante.

El autor, el narrador del Quijote, cuenta lo que dice que cuenta Cide Hamete Benengeli, y lo hace como si realmente asumiera el sentido general de la farsa, como si fuera consciente de que la historia sólo debe ser entendida como una aproximación difusa a la realidad. Y que tampoco hay por qué creer a pies juntillas todo lo que narra ese supuesto historiador musulmán. Las conjeturas restantes, las copiosas interpretaciones de la novela, podrían sintetizarse en la suposición de que el novelista está inventándose a cada paso la realidad. En cierto modo, Cervantes recurre una y otra vez a la presunta fuente de su historia, como dando a entender que el crédito que le da a esa historia es siempre relativo. Y que sólo con la colaboración de los lectores podrá acrecentar el contenido polifónico de su relato.

Cuando don Quijote, enfermo y vencido, regresa a su aldea, se cierra el círculo del fracaso; cuando recapacita y se arrepiente de sus locuras, se completa la trayectoria de la frustración; cuando el ingenioso hidalgo vuelve a ser Alonso Quijano el Bueno, sólo queda un vacío triste. «… Y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo.» Cervantes describe con discreta piedad, pero también con una concisión severa, como si se tratara de un trámite enfadoso, la muerte de don Quijote, «el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió». No hay más trenos ni recapitulaciones en torno a ese episodio, incluso la prosa se hace como desganada, como evitando demorarse en el recuento de la decepción. La muerte de don Quijote —la recuperación de la cordura— ha dejado a su autor desposeído de un argumento que tenía mucho que ver con su propia vida.

(1999)

DE LAS ANDANZAS SEVILLANAS DE CERVANTES

Cuando redactaba mi libro Sevilla en tiempos de Cervantes, se me fue acentuando una tentación poco acorde con mis inclinaciones narrativas: escribir una novela sobre las andanzas del autor del Quijote en esa «gran babilonia de España» que fue la Sevilla de fines del XVI y principios del XVII. No una novela histórica, por supuesto, que es género emparentado con la numismática, sino una especie de aproximación imaginativa a esas incógnitas que subsisten por detrás de la realidad. El hecho de que se sepa tan poco de los pasos de Cervantes por las encrucijadas históricas sevillanas, acentúa la atracción especulativa en torno a esa fase biográfica, lo cual permitía concebir un texto a medio camino entre el testimonio y la ficción, que ésa sí es táctica que me seduce. Pero no llegó a concretarse nada de eso, cosa de la que me congratulo, pues tengo serias dudas sobre la temeraria oportunidad de situar a Cervantes en los vericuetos de un entramado novelesco. En cualquier caso, todas esas preguntas que solemos hacernos sobre ciertos aspectos de la vida del fundador de la novela moderna habrían sido en parte contestadas a través del acreditado sistema de la invención de la verdad.

Cervantes fue sin duda el escritor no sevillano del Siglo de Oro que más profundamente conoció, amó y padeció Sevilla. El rastro que dejó la ciudad en su vida y su obra fue, como es notorio, particularmente intenso. Según todos los síntomas, esa profusión de referencias literarias responde justamente a ese otro copioso inventario de experiencias vividas. En ningún caso la visión cervantina de Sevilla incurre en los hábitos del curioso o del simple gustador de los muchos incentivos que podía ofrecer la gran metrópoli. Al lado de las alabanzas previsibles o los inevitables panegíricos, hay como una constante y sutil trastienda crítica a propósito de la sociedad hispalense. No resulta imaginable que Cervantes pasara por alto las muy llamativas consecuencias de esa implacable atracción de contrarios que define a Sevilla y que también contribuye, casi en términos de arquetipo, a catalogar socialmente la capital andaluza. Seguro que ya entonces existía una especie de antecedente de esa actual tropa ciudadana compuesta por profesionales del pintoresquismo y chovinistas de tiempo completo. Es lo que parece deducirse de ciertos sedimentos reflexivos de la obra cervantina.

Algunos de sus más solventes biógrafos sostienen que Cervantes estuvo por primera vez en Sevilla entre 1564 y 1566, cuando apenas contaba 17 o 18 años. Basan esa suposición en que el padre del joven aprendiz de escritor, un médico «zirujano» —poco más entonces que un barbero especializado en sangrías—, se trasladó por esas fechas a Sevilla, buscando al parecer más propicias oportunidades para ejercer su oficio. Sin duda que la capital hispalense ofrecía a la sazón abundantes posibilidades de medro para quien, como era el caso, andaba padeciendo estrecheces y no pocas desventuras familiares. Aquellos que no conseguían abrirse camino en las nuevas demandas laborales, se quedaban malviviendo del aire o esperando a duras penas la ocasión de pasar a las Indias.

Rodrigo de Cervantes, el padre de Miguel, pertenecía a una familia oriunda de Córdoba. Dicen que, a pesar de sus menesterosas andanzas por Castilla, siempre estaba tentado de volver a sus lares andaluces. Aunque se trate de una hipótesis bastante literaria, podría afirmarse que Cervantes heredó una manifiesta afición a la Andalucía de su progenie paterna o, al menos, a deambular por sus zonas de mayor celebridad en funciones de observador inflexible. Pero ello no es más que una vaga sospecha, sólo documentalmente comprobada cuando en 1585 —el mismo año de la muerte de su padre— aparece Cervantes en Sevilla comisionado para efectuar unos cobros, visita que repetirá al año siguiente y que se prolongaría, ya como residencia estable, hasta 1600.

Quienes sostienen que Cervantes estaba en Sevilla entre 1564 y 1566, fundamentan su opinión en pruebas hasta cierto punto insuficientes: por ejemplo, en que fue allí donde vio representar por primera vez una obra de Lope de Rueda —cosa que recuerda ciertamente Cervantes— y donde parece ser que asistió al colegio que la Compañía de Jesús tenía abierto por San Salvador. En El coloquio de los perros, se evoca, efectivamente, la excelencia de esa enseñanza de los jesuitas. Berganza, «sentado en cuclillas a la puerta de un aula», comprueba «el amor, el término, la solicitud y la industria con que [...] enseñaban a aquellos niños» y «cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos». Aunque el tono afectuoso de esas referencias parece obedecer a una constatación de hechos vividos, ni dejan de ser algo equívocas —incluso podrían tildarse de irónicas— ni tampoco resulta muy coherente que Rodrigo de Cervantes, agobiado de penalidades y deudas, enviase a su hijo Miguel a un colegio de tan exclusiva dedicación a los retoños de la nobleza y los poderosos mercaderes locales.

En El celoso extremeño y en Rinconete y Cortadillo se establecen también muy valiosas y abundantes informaciones de primera mano sobre las interioridades de la vida sevillana, especialmente del hampa. Tan directas y veraces experiencias se perfilarían, sin duda, a partir de 1585, cuando ya aparece suficientemente atestiguada la presencia de Cervantes en la capital andaluza. Las Novelas ejemplares (1613) fueron publicadas bastantes años después de que su autor abandonara Sevilla. Pero es más que probable que, al menos las vinculadas temáticamente a la capital hispalense, fuesen redactadas al final de la estancia del novelista en la ciudad, o a poco de ausentarse. El hecho de que Cervantes reproduzca de forma tan viva y penetrante el ambiente sevillano de la época así parece confirmarlo. Aparte de que su conocimiento de la fisonomía urbana, el uso de topónimos, la descripción de costumbres, las incidencias sociales que aparecen en esas novelas ratifican de hecho que su autor está ciertamente familiarizado con la vida y milagros de Sevilla.

No es ésta la ocasión de desenredar ninguna maraña biográfica de Cervantes. El hecho de que su biografía esté entretejida de fases enigmáticas, zonas de penumbras, copiosas imprecisiones, no hace sino favorecer indirectamente su seducción. Aparte de las habituales conjeturas, se conocen con bastante precisión algunas de las peripecias de Cervantes a orillas del Guadalquivir entre 1585 y 1600. Se trata de un largo trecho de vida en que, ya sea de modo estable o intermitente, Cervantes va a adentrarse con singular vehemencia por los fastuosos recovecos físicos y humanos de Sevilla. Pero tampoco faltan en este sentido las brumas, esas zonas inciertas en que la figura del escritor se desvanece, cuando no se oculta del todo. ¿Por dónde anduvo, por qué dejó de escribir? «Tuve otras cosas en que ocuparme —insinúa el propio Cervantes—; dejé la pluma y las comedias.» Se sabe de algunas de esas cosas en que decía ocuparse, pero otras permanecen sugestivamente veladas.

El autor de Rinconete y Cortadillo tuvo que adentrarse de hecho en los intramuros de los bajos fondos sevillanos. De otro modo no podrían explicarse las puntualizaciones sobre las distintas formas de delincuencia en los sectores urbanos más consabidos: las Gradas, el Arenal, la Alameda de Hércules, el Malbaratillo… Cervantes acompaña a Rincón y Cortado al patio donde Monipodio ejercía de máxima autoridad del hampa. La propia configuración social de Sevilla, los contrastes humanos y el mismo abigarrado trasiego de gentes de muy varia procedencia y catadura, permiten comprender que Sevilla era efectivamente la meta ideal de toda clase de aventureros, truhanes y pescadores en río revuelto. «Cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad», confiesa el propio Cervantes. Rincón y Cortado, rebautizados como Rinconete y Cortadillo por Monipodio, aprenden bien las sutiles asignaturas de la picaresca. Lástima que Cervantes interrumpa su breve novela precisamente cuando los dos mozos se disponen a demostrar sus buenas mañas por las calles de Sevilla. Dice el autor al final del texto que «sucedieron cosas que piden más larga escritura, y así se deja para otra ocasión contar su vida y milagros», pero desafortunadamente nunca lo hizo, lo que no deja de producir al lector una cierta frustración.

Las tareas de Cervantes como comisario del proveedor de las galeras reales, recaudador de alcabalas o cobrador de deudas ajenas, resultan verdaderamente abrumadoras. Es difícil seguirle la pista y entender del todo al ya cuarentón Cervantes recorriendo las intrincadas rutas de la ciudad y otras localidades vecinas en funciones de requisador de trigo y aceite con destino a las galeras del rey. Una actividad ciertamente enojosa, prolongada años después con otras igualmente turbias de alcabalero o intermediario que suministraron a Cervantes otra larga serie de infortunios: excomuniones, apremios, penurias, cárceles. Las cuentas rara vez le salieron bien y sus años sevillanos supusieron, casi sin excepción, una complicada y extensa sarta de trapicheos, equívocos y deudas, amén de graves enemistades por parte de las víctimas del requisador, incluidos clérigos y autoridades. A pesar de tan ingratos quehaceres, Cervantes tuvo tiempo sobrado para caminar a su aire las calles de Sevilla. Se sabe que estuvo alojado primeramente en casa de su amigo Tomás Gutiérrez, quien regentaba un mesón en la calle de Bayona. De allí pasó a otras oscuras pensiones no lejos de la Alameda de Hércules o del Arenal, escenarios magistrales de sus crónicas noveladas sobre el mundo de la picaresca.

Cervantes no llegó a alcanzar entonces más que una difusa notoriedad literaria. Sólo había publicado algunas poesías ocasionales, la primera parte de La Galatea (1585) y varias obras de teatro —La Numancia, El trato de Argel, La Confusa—, que logró representar con menguado éxito. Aparte de todo ello, Cervantes se aleja del cultivo de la literatura por espacio de casi una década. ¿A qué puede atribuirse esa laguna creadora y en qué ocupó Cervantes sus enrevesados ocios sevillanos? No cabe la menor duda de que el autor de Rinconete y Cortadillo tuvo que vivir a fondo la cotidiana realidad de aquella encumbrada urbe que tan notable atracción ejerció sobre él. Es fácil imaginarlo paseando por el bullicioso Arenal, acudiendo a la turbamulta de las Gradas, frecuentando los corrales de comedias, descubriendo los nuevos enclaves urbanos que crecían extramuros de la ciudad. El excitante ajetreo, la opulencia, la indigencia de Sevilla, eran ya sin mayores aditamentos un fastuoso espectáculo, una aventura inagotable. El mismo Cervantes lo recuerda taxativamente en el Quijote, al final de la historia de la pastora Marcela, cuando uno de los caminantes lo invita a irse con ellos a Sevilla «por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno». Parece evidente que Cervantes evocaba de ese modo el alivio que debía de proporcionarle, entre sus apuros de trabacuentas, el hecho de participar como espectador y aun como actor en todo aquel suculento teatro del mundo.

Más de una vez se ha comentado la afición de Cervantes al juego, una afición bastante común entre no pocos colegas contemporáneos suyos. Muchos de los personajes de ficción de Cervantes saben tanto de tretas y juegos de cartas que fácilmente se deduce que su creador también andaba metido en esos tejemanejes. Es muy posible que los enredos administrativos del recaudador tuviesen algo que ver con su paso por más de un garito de los muchos que menudeaban entonces por Sevilla. Tal vez no fuera un asiduo, pero sí debió ser con toda probabilidad un visitante periódico. ¿Perdió allí Cervantes lo que luego le ocasionó tantas y tan lamentables complicaciones? En cualquier caso, su comprobada relación con cómicos, venteros y husmeadores lo llevarían a conectar directamente con esa otra «asamblea de la valentía» que describió en Rinconete y Cortadillo. Lo que alguien podría entender como una curiosidad un tanto enigmática, acaso fue la consecuencia de un perentorio afán literario: el de sondear en la compleja atalaya de la vida humana.

No parece que Cervantes frecuentara los salones literarios sevillanos ni que entablara demasiadas relaciones de amistad con los ingenios locales de esos áureos años. Tal vez el ya cansado recaudador sólo trató de modo esporádico a Fernando de Herrera —a cuya muerte (1597) escribió un soneto, «de los buenos que he hecho en mi vida»—, a Juan de Jáuregui —que pintaría años después el más divulgado retrato del autor del Quijote—, a Juan de Arguijo, a Agustín de Rojas… Es probable que también coincidiese con Lope durante alguna de las sonadas descubiertas de éste por la capital andaluza. Pero nada de eso tiene mucho que ver con lo que se entiende por relaciones literarias. No es inoportuno reiterar que la vida cotidiana de Cervantes en nada se parecía a la de ningún consabido triunfador en los torneos de la literatura.

Cervantes debió encontrarse hacia 1590 en muy graves dificultades económicas. El conocido memorial que dirigió ese año al rey solicitando un empleo en las Indias, es adecuadamente revelador en este sentido. También es patético. La más bien enojosa demanda no tardó en ser contestada con una desapacible nota al margen: «Busque por acá en qué se le haga merced.» Quienes mejor han sondeado en la vida del autor del Quijote coinciden en afirmar que esa fría negativa supuso tal vez una de las más notorias crisis de pesadumbre por las que atravesó Cervantes en muchos años. Con su empleo de agente de la proveeduría en constante conflicto, desengañado, endeudado, perdidas incluso sus esperanzas literarias (teatrales, sobre todo), vagaría por aquella bulliciosa y predilecta ciudad que tan escasas remuneraciones le estaba proporcionando.

Se sabe que ya en la última década del XVI, anduvo Cervantes en fatigosas gestiones y altercados por tierras de Sevilla, Córdoba y Granada. En la localidad de Castro del Río le fue notificada una condena dictada por el juez de comisarios de la proveeduría. Se le acusaba de haber requisado en Écija sin permiso trescientas fanegas de trigo. Fue ésta la primera vez que Cervantes estuvo preso, pero fue puesto en libertad bajo fianza a los pocos días. Algo después, a mediados de 1594, trabaja oscuramente como agente del fisco. El asunto se las traía, y más considerando el creciente y generalizado descontento ante las presiones tributarias. Cervantes debía liquidar numerosos atrasos pendientes de los impuestos de tercias y alcabalas. Otra vez los caminos, las decepciones, las penalidades, las cuentas enmarañadas, las brumas —esta vez más espesas— en torno a las intrincadas andanzas del autor del Quijote. Parece ser que por estas fechas incluso probó suerte como vendedor de tejidos y hasta de bizcochos. De lo que parece seguir olvidado es de las letras. Que se sepa, sólo escribió un par de sonetos en esos dos o tres años que precedieron a su encarcelamiento: el dedicado a la muerte de Herrera y el que escribió, en clave satírica, con motivo de la tardía e inútil llegada del duque de Medina Sidonia en defensa de Cádiz, atacado a la sazón por la escuadra del conde de Essex: «… y al cabo en Cádiz, con mesura harta, / ido ya el conde, sin ningún recelo, / triunfante entró el gran duque de Medina».

En 1597, y tras la quiebra y desaparición del banquero Simón Freire —a quien Cervantes había hecho depositario de unos cobros—, el recaudador ingresa por deudas en la cárcel de Sevilla. Se ha manejado mucho un curioso librito que es lo más parecido que hay a una terrible guía carcelaria. Se trata de la Relación de la cárcel de Sevilla, de Cristóbal de Chaves, procurador de la Real Audiencia. En prosa bastante desmañada, el autor describe y desmenuza con jurídica frialdad lo que ocurría en esa famosa cárcel, que contó —aparte de Cervantes— con otros inquilinos eminentes: Mateo Alemán, Alonso Cano o Martínez Montañés. Los motivos de la prisión de Cervantes ya se han esbozado; las circunstancias en que vivió ese encierro sólo son deducibles a partir de la lectura del libro del licenciado Chaves.

La cárcel de Sevilla simboliza en cierto modo una especie de inequívoco punto de referencia para medio entender el calibre moral y la peculiar configuración de la sociedad hispalense de la época: sus martingalas jurídicas, sus desafueros, sus corrupciones. Abarrotada de presos, todo lo que allí pasaba no era sino el trasunto, a escala estremecedora, de las tropelías acaecidas a diario en la ciudad. Cristóbal Suárez de Figueroa, en El pasagero, lo sintetiza así: «Todas las plagas del Egypto, todas las penas del infierno se cifran en aquel asqueroso albergue.» Mateo Alemán no se queda muy atrás al recordar en el Guzmán de Alfarache sus experiencias carcelarias: «infierno breve, muerte larga [...], casa de locos». En ese albergue atroz —«la peor jaula del mundo», según el propio Chaves— estuvo encerrado Cervantes unos tres meses, entre septiembre y diciembre de 1597.

Mucho se ha especulado sobre la posibilidad de que fuese allí donde Cervantes concibió el Quijote. A pesar de las pistas que así parecen corroborarlo, la verdad es que cuesta trabajo imaginarse a Cervantes en medio de aquel caos cavilando en algo distinto a la supervivencia. La única prueba en este sentido —tantas veces esgrimida— es la que el propio novelista sugiere en el prólogo del Quijote, cuando afirma que «se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación». Tal vez mereciera Cervantes ciertas deferencias y consiguiese algún camastro en un lugar alejado de la barahúnda general, de modo que es muy posible que pudiera ir «engendrando» ciertas ideas previas al desarrollo propiamente dicho del Quijote o a alguna de las historias que luego intercalaría en el texto. No resulta explicable que pudiera pasar de ahí.

La vida sevillana de Cervantes se parece mucho a la de un fracasado. Cuando abandona Sevilla, tiene más de 50 años. Con sus anhelos literarios incumplidos, socialmente maltrecho, con la familia desunida y parcialmente descarriada, Cervantes es ahora el vivo retrato del perdedor. Es muy difícil sustraerse a la tentación de imaginárselo deambulando por las calles sevillanas, frecuentando los garitos, compartiendo no se sabe qué correrías con gentes de la gresca, asomándose a las mancebías del Compás. Bien pudo tropezarse un día con algún cautivo que compartió con él los baños de Argel, con algún compañero de infortunios de la batalla de Lepanto, con algún conocido que iba o volvía de las Indias. A lo mejor también vio de lejos sin querer acercarse al triunfante Lope de Vega, un poco el contrapunto humano de Cervantes.

Fueron casi quince años malgastados en ocupaciones ingratas y complejas, y no resulta mínimamente aceptable pensar que el autor del Quijote se limitase en sus ocios a merodear sin más por una Sevilla que, tras haber monopolizado el tráfico comercial con las Indias, se convirtió en una de las ciudades más ricas y populosas de Europa, encrucijada universal de hidalgos y vagabundos, mercaderes y aventureros, magnates y mendigos, herejes y frailes. Allí vivió Cervantes una de sus más azarosas experiencias, y allí, en tan penosas condiciones vitales, iría tal vez madurando lo que años después supondría una de las cumbres de la literatura universal. Resulta imposible evocar a Cervantes desentendido entonces de todo estímulo creador. En un cuarto triste, en un rincón carcelario, en un figón perdido por el Arenal, mientras veía salir la flota de Indias y las putas merodeaban por los andenes fluviales, tal vez aquel hombre de poca ventura concibió mentalmente alguna de las peripecias de un personaje también desdichado que se llamaría don Quijote y que, como él, vivió un largo proceso de frustraciones. Nadie podrá dudar de que, efectivamente, habían valido la pena todas esas andanzas tan oscuras y despiadadas por la imperial Sevilla.

(1991)