«ENTREMOS MÁS ADENTRO EN LA ESPESURA»

La obra en verso de Juan de la Cruz es más bien exigua: tres poemas de extraordinario alcance —Cántico espiritual, Noche oscura del alma y Llama de amor viva—, seis glosas y coplas, algunas de ellas memorables, y unos pocos romances y letrillas de interés secundario. ¿A qué secreta singularidad se debe que esa escueta producción poética haya suscitado tan universal devoción? Procuraré al menos contestar a esa pregunta intrincada recordando algunas de las más enigmáticas iluminaciones poéticas del monje carmelita. No todas, porque eso sería como penetrar en un territorio expresivo que, al igual que la experiencia mística, no puede dejar de tener algo de su propia e indescifrable naturaleza.

Leer, releer la poesía de Juan de la Cruz —y sus comentarios, claro— es siempre una operación emocionante, de inusitada diversidad de sensaciones. Hay que reiterar, como primera medida, que la poesía del autor del Cántico espiritual está inseparablemente fusionada con su vida, lo cual no es en este caso ningún lugar común. De hecho, no se entienden la una sin la otra. La poesía es el trasunto religioso de la vida y la vida la justificación espiritual de la poesía. El itinerario biográfico del poeta equivale a su trayectoria mística. Leerlo supone corroborar una vez más esa evidencia. Se trata de una lectura singular, distinta por lo pronto a cualquier otra experiencia de lector de poesía, o al menos sólo coincidente con la lectura de otros grandes místicos universales, incluidos los ortodoxos y los no necesariamente adscritos a la doctrina cristiana.

Decía Cernuda que, en san Juan de la Cruz, «la belleza y pureza literarias son el resultado de la belleza y pureza de su espíritu». Basta con evocar en un fugaz recuento su vida para ratificar que así es, en efecto, a pesar de lo excesivamente sublimado de la afirmación. Permítaseme un fugaz recordatorio. Juan de la Cruz —Juan de Yepes— nació en el seno de una familia de tejedores pobres en Fontiveros, un pueblo al norte de Ávila, en 1542, y murió en Úbeda a los 49 años. Su trayecto vital abarca pues la segunda mitad del siglo XVI. Era menudo y tímido. Compartió trabajos humildes con estudios de retórica y teología en Medina del Campo y Salamanca. Conoció a fray Luis de León, que lo iniciaría en la poesía religiosa renacentista, y a Teresa de Jesús, quien lo animó a profesar en los Carmelitas Descalzos y con quien colaboró en sus tareas reformistas y fundacionales. Adquirió fama de hombre santo y fue encarcelado y sañudamente perseguido por los frailes Calzados de su misma orden y por los secuaces de la Inquisición. Después de largas penalidades logró evadirse de la cárcel de Toledo y refugiarse en Andalucía. «Razón es de consolarle —decía Teresa de Jesús—, que harto está de padecer.» Pudo al fin continuar en Baeza, Granada y Úbeda la fundación de nuevos conventos y llegó a ser prior y vicario provincial. Finalmente, la envidia y la mala fe hicieron que el Capítulo de la Orden lo despojara de todos sus cargos. Tildado de iluminista, se le incoa un proceso difamatorio para su expulsión de los Descalzos. Enfermo y abandonado, muere en Úbeda en 1591. Está enterrado en el convento de los Carmelitas de Segovia, en un sepulcro abigarrado y pomposo, absolutamente reñido con el espíritu de un hombre tan menesteroso y desasistido.

Hasta aquí una sinopsis biográfica de Juan de la Cruz. Una vida sencilla, sin apenas relieves, de fraile dedicado a su perfeccionamiento interior y a la enseñanza de su doctrina. Gustaba de la música callada del campo, de la soledad sonora de su celda, de las meditaciones nocturnas. Nació pobre y siempre lo fue: llevaba un hábito medio harapiento y repartía entre los demás lo poco que tenía. A su muerte, sus bienes consistían en un breviario, un escapulario y unos manuscritos. Se sabe que su obra poética esencial —Noche oscura del alma, Cántico espiritual y Llama de amor viva— la escribió casi enteramente durante su estancia en Granada, con algunos fragmentos datados en la cárcel. ¿Por qué allí y en qué circunstancias? Antes sólo había compuesto algunas glosas a lo divino y unos pocos romances sobre temas bíblicos de discreta relevancia. Tal vez en Granada, cuando asume el priorato del carmen de Los Mártires, la calma interior y la belleza del paisaje, a la sombra del cedro que cantó en la Noche oscura, lo prepararon para la iluminación.

Uno de los más consabidos secretos de la poesía de Juan de la Cruz obedece a esa contradicción entre el poeta y el hombre, a esa dualidad esencial entre el camino hacia adentro que la mística demanda y el que la poesía exige, entre la interiorización del diálogo con Dios y la exteriorización del coloquio humano. Desde un punto de vista psicológico, esa pugna entraña una contienda espiritual y un veredicto apasionado. El poeta usa del lenguaje para traducir su estado de ánimo y el místico se vale de la introspección para relacionarse con la divinidad. La fusión de esas dos actitudes conduce a una situación límite: la del éxtasis inefable traspasado a la expresión poética, es decir, lo que no se puede explicar más que con un lenguaje trascendido a lo que podría llamarse una secreta locución divina. ¿Cómo solventar esa contradicción, cómo referirse a lo que sólo queda enunciado en el silencio?

Para traspasar ese silencio, Juan de la Cruz tuvo que resolver todo un complicado conflicto expresivo. Por lo pronto, recurre a las enseñanzas de la poesía renacentista, desde Garcilaso a fray Luis de León, para traspasar el contenido de la vida interior a un adecuado soporte poético. El tono pastoril de las églogas de Garcilaso y el lirismo diáfano de fray Luis de León —incluidas, por supuesto, sus traducciones del Cantar de los Cantares— se coaligan de algún modo en la imaginación poética de Juan de la Cruz, quien emplea incluso una de las estrofas preferidas por esos dos poetas eminentes: la lira. ¿Cuál fue el resultado? Unas composiciones memorables, apenas media docena de ejemplos extraordinarios por irrepetibles. A lo que habría obviamente que añadir el literal hechizo comunicativo de los Comentarios, esto es, las exploraciones del autor en el territorio de su propia poesía.

Distante de toda vertiente realista, entretejiendo símbolos y alegorías, el poeta nos ofrece una versión a lo divino, en términos visionarios, del eterno tema amoroso. Y en eso sí conviene insistir, sobre todo por lo que tiene esta poesía de iluminadora, de revelación interiorizada, de silencio dialogante. Aquí se ejemplifica por lo pronto esa consabida imposibilidad de la poesía para ser traducida. Y no me refiero sólo a la sutileza del lenguaje, al bellísimo despliegue metafórico, sino al oculto, al enigmático poder de una palabra que si se traslada a otro cauce expresivo, a otro idioma, pierde en muy buena medida su más sustancial significación, se convierte en otra poesía paralela, distinta, se invalida el secreto. Con unos dispositivos retóricos aparentemente simples y explícitos, Juan de la Cruz construye una estructura poética de muy complejas significaciones, una trama expresiva que no puede trasladarse fuera de sí misma. Todo aparece límpido y en estado de absoluta pureza, los sustantivos y adjetivos se juntan de modo imprevisible y se tiene la impresión de que es ahora cuando expresan por primera vez algo inenarrable. Tal vez todo dependa de ese poder sacral que tienen aquí las palabras, unas palabras que ahondan en su significado hasta el límite de la intuición iluminativa. La muy delicada naturaleza de esta poesía desvela un mundo alegórico a cuya hondura no resulta fácil asomarse. Podría decirse que es una poesía clara como el agua, pero cuyo fondo no se ve de tan profundo.

Como bien se sabe, Juan de la Cruz elaboró sendos y minuciosos comentarios en prosa sobre sus tres poemas mayores. Subida al Monte Carmelo y Noche oscura del alma se refieren a la canción que comienza «En una noche oscura...». Cántico espiritual y Llama de amor viva disponen a su vez de sus correspondientes textos explicativos. Se trata en realidad de un intento del autor para aclarar, analizar en lo posible su poesía. Tal vez se filtre en todo eso algo de excusa para disipar las posibles sospechas sobre algunos aspectos demasiado humanos de sus anhelos divinos. No todo queda dilucidado —tampoco podía ser de otra manera—, pero se aportan toda una serie de sondeos interpretativos, de tentativas indagatorias de muy varia efectividad. El pensamiento teológico de Juan de la Cruz está implícito en esos auténticos tratados doctrinales, en los que las luces son tan copiosas como las penumbras, y donde alterna la austeridad coloquial —en la línea de la prosa de Teresa de Jesús— con el soterrado destello poético, como en ese bellísimo relato sobre «las condiciones del pájaro solitario».

Internarse por ese corpus poético con mentalidad profana puede llegar a ser desconcertante. Quizá haga falta una especie de predisposición afectiva, no ya por las dificultades propias de la simbología poética, sino por esa invitación que nos hace el propio Juan de la Cruz, por boca de la Esposa del Cántico espiritual, para que «entremos más adentro en la espesura». ¿Adónde hay que llegar para encontrarse con un espacio de iluminación en esa «noche oscura»? El desconcierto a que me he referido depende de algo muy simple: del desajuste aparente entre una poesía de raíz mística —hecha a partir de «un éxtasis de harta contemplación», según detalla el propio poeta— y la manifiesta sensualidad de las alegorías. José Luis Aranguren —que estudió con razonable agudeza el aspecto erótico de esta poesía— se refiere a una de sus fuentes nutricias más perceptibles: el Cantar de los Cantares. Sin duda que es así, como también lo es que el erotismo no depende sólo del poder imaginativo de la temática, sino que desborda el mismo encanto verbal y se convierte en algo que va más allá de la propia intención del místico, con lo que también cabría enlazar con ciertas pautas neoplatónicas. En el fondo está el acercamiento a la divinidad, pero su transposición poética es adecuadamente humana. Escuchemos al poeta (habla la Esposa del Cántico espiritual):

En la interior bodega

de mi Amado bebí, y cuando salía

por toda aquesta vega

ya cosa no sabía

y el ganado perdí que antes seguía. [...]

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados! [...]

O la exclamación del alma en la Noche oscura:

¡Oh noche que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada!

¡Oh noche que juntaste

amado con amada,

amada en el amado transformada!

¿Hay más profunda introspección de una experiencia amatoria dilucidada entre el alma y el cuerpo, entre lo ilusorio y lo real? ¿No está ahí configurada, como en otros muchos ejemplos, esa consabida asimilación de modelos eróticos bíblicos para canalizar una vivencia tan sutilmente religiosa? Y junto a ello habría que insistir en la sabiduría meramente formal del poeta, allí donde la intrincada emoción temática discurre por un canal expresivo de excepcional lucidez. Cuentan que una monja, admirada del esplendor estilístico del poeta, le preguntó si era Dios quien le dictaba tan hermosas palabras, a lo que contestó fray Juan: «Unas veces me las da Dios y otras las busco yo.» Una óptima respuesta.

San Juan de la Cruz conocía muy bien a sus clásicos: ya se han citado a Garcilaso y fray Luis de León y a las fuentes bíblicas —sobre todo en lo que se refiere a la sensualidad oriental del Cantar de los Cantares—, a lo que habría que añadir ciertos influjos de la poesía de tipo tradicional, incluida la lírica galaico-portuguesa, como en esa glosa a lo divino del eterno tema de la caza de amor.

Tras de un amoroso lance

y no de esperanzas falto,

volé tan alto, tal alto,

que le di a la caza alcance.

Como es fácil advertir, la fonética, la simple sonoridad del lenguaje, entendida como procedimiento para intensificar la sugestión temática —«le di a la caza alcance»—, también está actuando aquí de manera sumamente refinada. Y junto a ello, destaca con poderosa lucidez la capacidad adjetivadora del poeta, las enumeraciones delicadísimas, el siempre misterioso despliegue argumental:

Mi Amado, las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos;

la noche sosegada

en par de los levantes del aurora,

la música callada,

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora.

Sin duda que toda esa sabiduría expresiva parece orientada a un mismo fin comunicativo: el sondeo poético en la intimidad, la búsqueda de esa especie de centro oscuro de la contemplación que el mismo poeta describe en Llama de amor viva:

¡Oh lámpara de fuego,

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,

que está oscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

«Las profundas cavernas del sentido», he aquí una misteriosa senda espiritual y un programa estético. ¿Hasta dónde conducen esas cavernas del sentido? Tal vez las varias respuestas posibles puedan resumirse en una sola: en la evidencia de que esta poesía define en todo momento la celebración del amor divino como eje de la vida humana. Pero esa compleja celebración incluye no pocas vacilaciones y turbaciones. La llamada vía unitiva de la mística, es decir, la unión con Dios mediante la purificación, puede encontrar en la poesía una de sus manifestaciones más consecuentes o, al menos, más conformes con lo que esa experiencia tiene de inexpresable. Como decía José Ángel Valente, esa búsqueda equivale a «hallar lo no visible». De ahí surgen todos esos métodos contemplativos que han caracterizado a las grandes corrientes del perfeccionamiento interior, desde la ascesis al modo de Ramon Llull al éxtasis de los místicos cristianos, y desde la introspección espiritual de los sufíes musulmanes a las prácticas de meditación del budismo zen. Por conductos distintos se llega al mismo fin. Recuérdese, por ejemplo, a los maestros del sufismo Ibn’Arabi o Ibn Abbad de Roda, o a los monjes del budismo zen Eisai o Shoyo Daishi, cuyas doctrinas concuerdan en lo sustancial con el camino de perfección recorrido por el autor de Cántico espiritual.

La vida de Juan de la Cruz es la vida de un hombre absolutamente abocado, por así decirlo, al no deseo. «Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón», dice el poeta en sus «Avisos y sentencias espirituales». Esa carencia de deseos genera un continuado, inquebrantable ejercicio de purificación, al que también contribuye la poesía. El desprendimiento, el desasimiento, la desposesión parecen obedecer a una especie de ruptura con las amarras de la vida. No puede haber salvación sin renunciar a los estorbos exteriores. Todo es entonces una esforzada privación de sí mismo, una interiorizada enseñanza en la soledad, en un diálogo con el silencio. Hay que abrirse paso en la «noche oscura» para poder acceder a la difícil senda iluminadora. Tal vez al final apunte un destello revelador. La poesía se convierte así en el mejor vehículo que conduce a ese enaltecimiento espiritual, pero a costa de cuántas incertidumbres y zozobras. Dice el poeta: «Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo.» O bien, en otro lugar del Cántico: «y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo». Difícilmente podría encontrarse una mejor pautada onomatopeya de lo que no se acierta a explicar, de la indecible condición del espíritu que se eleva sobre toda referencia física —«¡oh vida, no viviendo donde vives!»—, de ese trance que priva del sentido, como dice el poeta en otra de sus coplas:

Estaba tan embebido,

tan absorto y ajenado,

que se quedó mi sentido

de todo sentir privado,

y el espíritu dotado

de un entender no entendido.

De ese «entender no entendido», de ese estado «absorto y ajenado», se deriva una de las más sutiles claves del vínculo entre vida y poesía que tanto significa —como se ha apuntado— en Juan de la Cruz. Ya se sugirió que el carmelita fue acusado de iluminista, y quizá no anduviera muy lejos de aceptar ciertas proposiciones de ese heterodoxo movimiento doctrinal. No se olvide que un relevante grupo de iluminados o alumbrados floreció en Baeza en la época en que andaba por allí fray Juan de la Cruz, en el último tercio del XVI. Los iluminados defendían, como su nombre indica, la iluminación interior, la oración hacia adentro, el recogimiento de los anacoretas. En los minuciosos comentarios al Cántico espiritual, Noche oscura del alma o Llama de amor viva, el poeta insiste una y otra vez en muy parecidas prácticas contemplativas: el rapto de los sentidos, la ascesis, los ejercicios purificadores, el éxtasis. Una tendencia mística, por cierto, que dispone de sus ilustres fuentes medievales y que conecta sin duda —como ya se ha señalado— con focos islámicos, budistas o hindúes. No pretendo afirmar que Juan de la Cruz adoptase como suyo el credo iluminista, calificado entonces como herético por el Santo Oficio, pero ello no excluye la coincidencia de fondo, la semejanza de objetivos, esa comunicación con Dios mediante otra de las vías espirituales de la mística: la vía iluminativa. El abandono, la dejación, el ensimismamiento, la meditación sin trabas externas, posibilitan esa iluminación. Dice Juan de la Cruz en la última estrofa de Noche oscura:

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado,

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

Algo por el estilo afloraría un siglo después en el quietismo, representado por Miguel de Molinos, cuya Guía espiritual se editó en 1675. Miguel de Molinos fue condenado a retractarse y murió en prisión, pero su doctrina representa sin duda una de las cimas religiosas de su tiempo. El recogimiento, el camino de perfección a través de la dejación de los sentidos que propugnaba Miguel de Molinos, parece una directa derivación de la mística de Juan de la Cruz. Dice Molinos, por ejemplo, en su Guía: «... no mires nada, no desees nada, no quieras nada, no solicites saber nada, y en todo vivirá tu alma con quietud y llegará al perfecto estado de la aniquilación». No parece dudoso el parentesco entre esa actitud y la del «quedéme y olvidéme», «cesó todo y dejéme» del carmelita, en tanto que metáforas de la carencia de deseos, de la quietud espiritual, del camino de la iluminación. ¿No es precisamente la poesía una forma de iluminación? Más de una vez me ha gustado imaginarme el encuentro de estos dos religiosos separados por un siglo y juntados por la pureza de la meditación. ¿Qué grado de confidencias espirituales podían haber compartido, como hizo Juan de la Cruz con su amiga Teresa de Jesús?

Ya me he referido a una evidencia irrefutable: que para sacar a flote, poner de manifiesto la vía sobrenatural de la unión con Dios se vale san Juan de la Cruz de la poesía. Ningún signo expresivo más de acuerdo con esa pretensión que la palabra poética, y más acaso si esa palabra procede de un venero semántico amoroso. No es improbable que, para ciertos lectores, la calidad verbal, la belleza comunicativa de esa palabra poética, sobrepase incluso su alcance religioso. El texto es más potente que el asunto; el mundo exterior del lenguaje es ya el trasunto del mundo interior. Es lo que Pedro Salinas llamó a este respecto «la unidad poética absoluta». Ahí está en efecto definida la clave de una poesía como la de Juan de la Cruz, cuya unidad expresiva coincide con el camino unitivo de la mística y cuya proyección puramente literaria tiene rango de absoluta. No hay lógica, todo tiene algo de abstracción del mundo circundante, de ascenso a la lo sobrenatural. Y, no obstante, todo es también verosímil y reconocible. El propio Juan de la Cruz comenta algo especialmente provechoso a este respecto en el prólogo al Cántico espiritual; dice: «... no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla de misterios en extrañas figuras y semejanzas». Con lo cual se evidencia que el poeta era muy consciente de la enigmática dimensión de su obra o de que, al menos, podían encontrarse en ella pasajes favorecidos por la alianza con el misterio, en este caso con los misterios propios de la teología cristiana, con esas «extrañas figuras y semejanzas». Valga un ejemplo entre otros muchos (es la última estrofa del Cántico):

Que nadie lo miraba...

Aminadab tampoco parecía,

y el cerco sosegaba,

y la caballería

a vista de las aguas descendía.

Un texto que, dentro de su aparente simplicidad, invita al lector a hacerse algunas preguntas: ¿a quién no miraba nadie?, ¿por qué irrumpe ahí Aminadab, ese difuso demonio bíblico que ni siquiera en las Anotaciones sobre el Cántico alcanza a justificarse del todo?, ¿de dónde sale esa caballería que desciende a la vista de no se sabe qué aguas? No hay respuestas incuestionables, sólo conjeturas. Y está bien que sea así. Lo explícito, lo obvio, lo directamente extraído de la realidad se contradice en esta obra con uno de sus más perseverantes atributos: lo elusivo, lo abstracto, y a veces incluso lo silencioso incomunicable, porque tampoco depende de un razonamiento lógico, sino de ese misterioso anhelo de unión con Dios que se interpone como una niebla fascinante entre el poeta y el místico. El reiterado símbolo de la noche —«aquella eterna fonte está escondida, / ¡que bien sé yo dó tiene su manida, / aunque es de noche!»— no es más que una prueba entre otras.

Muy rara vez, sin embargo, deja Juan de la Cruz al arbitrio de la intuición —digamos de la inspiración— el despliegue alegórico de su poesía. Eso es al menos lo que se deduce de la minuciosa tarea de revisión y corrección llevada a cabo por el poeta en sus textos. Se sabe por testimonios de monjas y frailes amigos que cuidaba con manifiesto primor de sus manuscritos y que gustaba de leerlos y releerlos una y otra vez y de complacerse con sus hallazgos verbales. Del Cántico existen dos versiones, con algunos cambios sustanciales entre ambas. Por cierto, he tenido ocasión de tener en mis manos el llamado códice o manuscrito de Sanlúcar, conservado en el convento de las carmelitas de esa ciudad. Es el único códice que reúne un elenco suficiente de la obra poética de Juan de la Cruz con correcciones de su puño y letra. La priora del convento, a través de la encargada del inventario artístico de la comunidad, accedió a mostrarme el códice a las puertas mismas de la clausura y a dejarme que lo hojeara un momento. Si lo recuerdo ahora es porque observé con la natural alarma que el manuscrito había sido encuadernado de modo mediocre y guillotinado con profanatoria dejadez. Increíble. La desvaída letra del poeta, cuidadosamente acoplada en los márgenes, casi había sido rozada en un folio por la alevosa guillotina del encuadernador. Era como una nueva metáfora de la incuria adosada a la ya citada imagen del sepulcro segoviano del poeta.

Las minuciosas recapitulaciones y acotaciones de Juan de la Cruz sobre su obra poética son todo un síntoma de la preocupación del autor por analizarla, por sondear de modo casi obcecado en esa poesía escrita —según él— «por el alma en íntima unión con Dios». Lo cual autoriza a pensar en alguien que no consideraba su obra poética como una actividad marginal, supeditada a sus quehaceres piadosos y organizativos, sino como una manera esencial de dar fe de lo más íntimo de su experiencia religiosa. Entonces ¿por qué escribió tan poco? ¿Cómo no sintió el irrefrenable impulso de seguir narrando más a menudo con tan portentosa clarividencia su vida interior? Pero en el fondo todo eso da igual. Aquí no se precisan de esas matizaciones teóricas. Basta con el deleite de adentrarse en una poesía cuya excepcional atractivo depende de que es a la vez celebración y plegaria, iluminación espiritual y canto de amor, confidencia y silencio. Muy pocas experiencias tan fascinantes para un lector de poesía que la obra de san Juan de la Cruz.

(2004)