—Não mate o meu António, por favor, não matá-lo.
La portuguesa iba y venía por los corredores del Gobierno Militar en aquellos días de julio, con la humedad empapando los charnaques, y los oficiales con las botas limpias como si fueran a marcar de un momento a otro el paso de la oca por las orillas del estrecho de Gibraltar.
—¿Quién coño ha dejado entrar a semejante loca?
El ayudante del general Coco era un zangolotino que andaba muerto de jindama y lo disimulaba dando más voces de la cuenta. Pero había visto venir a aquella mujer de los alaridos, tan llena de lágrimas como muchas otras en aquellos días sin más rumbo que los paredones: «¿Quién coño la ha dejado pasar hasta aquí?», preguntaba a su derredor sin obtener respuesta. Lo cierto es que no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo Luzia Gomes, a voz en grito, como si se le fuera la vida en cada palabra. La acompañaba una niña minúscula que no dejaba de mirarle: «¿Qué ha dicho, cómo es que esa pequeña habla?», preguntaba como si alguien pudiera responder. Olía a coles y a sangre en el viejo caserón macizo del siglo XVIII que había inaugurado el general Castaños, el héroe de Bailén, en los callejones que daban por entonces al río de la Miel, con su aroma a jabón de lavandera sepultado bajo el hedor de las basuras y el plomo de los tiros.
En Algeciras, durante el verano de 1936, no hubo guerra, pero hubo muerte. Los tiros sonaban por la noche como campanadas para un funeral caprichoso. Los golpistas habían decidido darle matarile a todo aquel liberal que no hubiera puesto tierra de por medio y huido del pueblo rumbo al frente del Gobierno legítimo de la Segunda República.
A Antonio Sánchez Pecino lo habrían detenido por su filiación izquierdista, pero nadie sabría decirlo a ciencia cierta. Era un tiempo de delaciones, de sacas y venganza, de caínes sempiternos. Y él solo era un superviviente, a fin de cuentas. En aquellas horas no necesitaban demasiados otros motivos para acabar con la vida de quienes no fueran cómplices de la traición: lo mismo daba que se tratase del esperantista que daba clases en el Ateneo Libertario de la Villa Vieja, del periodista Miguel Puyol o de don Cayo Salvadores, el maestro que había sido de la Institución Libre de Enseñanza y al que sus propios alumnos asesinaron antes de que su mujer y sus hijos fueran desahuciados de su casa, en donde estuvo trabajando una de las hermanas de Antonio.
—Meu Antonio é um homem bom, não faz mal a ninguém, por que tê-lo na cadeia?
La portuguesa llevaba ya unos cuantos años en aquella ciudad del sur, pero todavía no se había acostumbrado a hablar su idioma, sobre todo cuando le corría prisa decir lo que pensaba, lo que le palpitaba en el corazón a cien por hora. En momentos como aquellos a Luzia Gomes Gonçalves le habría privado estar en su aldea de Montinho, junto a Monte Gordo, al sur de Portugal, no demasiado lejos de Castro Marín, en las tierras del Algarve donde la miseria se remansa con el mar, pero en donde la dictadura también iba a prender a Miguel Hernández con el reloj de oro que le regalaría Vicente Aleixandre por su boda, hasta despacharlo a la frontera e iniciar un largo vía crucis carcelario.
Pero la muchacha del Algarve estaba allí, en aquel otro sur de la Península a la que alguna vez José Saramago iba a definir como una balsa de piedra. Seguía siendo pobre y extranjera. Ignoraba a ciencia cierta cómo poner a salvo a su Antonio de aquel laberinto de malos modos y taconazos, en pleno zafarrancho de fusilamientos sumarísimos, sin juicio siquiera, en mitad de un infierno, con un sinfín de gritos y uniformes, zaragüelles y turbantes marroquíes, borlones de regulares y mucha gente dando órdenes a otra mucha gente.
La portuguesa se mostraba dispuesta a obedecerlas todas, con tal de que no matasen a su hombre, mientras los convoyes cruzaban el Estrecho con un potosí de balas que llevaban ya escrito el nombre de sus muertos. Algo se percibía claramente por encima del estrépito de las armas en el Gobierno Militar de Algeciras. Era el pálpito de su angustia, reclamando que no la despojaran de la única propiedad que consideraba suya, la del amor tosco pero cierto de aquel tipo famélico, con ojos de hambre pero mirada de águila, cuya compaña la había librado de la peor miseria, que es la soledad.
En su jerga mestiza, ella soltaba su retahíla desesperada sin que el oficial supiera a ciencia cierta lo que le decía, que si estaba dispuesta a casarse como Dios mandara, que si pobrecita su niña recién nacida, que si el pan de la casa, que si su Antonio, su Antonio, su Antonio, aquel nombre como un mantra que inundara todos aquellos pasillos descalichados.
«Vamos a darles café a unos cuantos», tronaban los pistoleros con la vestimenta azul intenso, los correajes y la sed de tiro de gracia en mitad de la noche. Camaradas, arriba Falange Española. Eso significaba «café». Y lo sabían de sobra aquellos cuyos apellidos pronunciaban en la cárcel de Escopeteros, donde el poeta José Luis Cano conocería a un espiritista analfabeto —cuyo hijo muerto le dictaba romances de ultratumba cada noche— o a un funcionario de Correos que intentó matarse él mismo, pero sin suerte, por dos veces consecutivas no más escuchar su santo y seña, camino del pelotón de las ejecuciones. «Y la Iglesia estaba allí, santificándolo todo», tronaba José Luis Cano aún sesenta años más tarde con un deje de rabia incontenible.
El hombre de Luzia Gomes no estaba allí, pero tampoco en el palacete de la calle Ríos, donde todavía no había oído en Semana Santa cantar saetas como puñales a los gitanos: «Señora, ¿es que cree usted que metemos a los presos en cualquier sitio? Aquí solo hay oficinas».
No más saltar el alzamiento, Antonio Sánchez fue detenido y llevado hasta el cuartel que hoy sirve de frontera entre las calles Fuentenueva, Clemente VI, la Glorieta y Domingo Savio. Eso le explicó el militar larguirucho a Luzia Gomes para quitársela de encima. Aquella encrucijada todavía era un pedregal entre La Bajadilla, el barrio de aluvión en donde se habían refugiado, y el pueblo, la Algeciras que se alzaba sobre la loma de San Isidro, más allá de la carretera general, a la otra orilla del Garaje América, en la de las añejas bodegas de ladrillos rojos. El acuartelamiento se guarecía bajo un farallón de flores y matojos por donde en verano latía un apacible perfume a jazmines. No obstante, el aroma a dama de noche no lograba aliviar el olor a pólvora, al orín del miedo y al sudor de charnaque: «Allí —aseguraría años más tarde su hija María Sánchez Gomes— era donde encerraban a los que cogían para fusilar. Mi padre está vivo de milagro, porque aquella noche llegó un guardia al que le decían Tuno de Hierro, que le reconoció y que dijo que a aquel muchacho lo pusieran en la calle, porque no había hecho nada. Mi padre siempre me decía que no se le había quitado el miedo de la guerra y le daba repelús todo lo que tuviera que ver con aquello. Él me decía que yo era facha porque iba a misa y que, cuando vinieran los otros, me iba a enterar de lo que valía un peine. Con decirte que él estuvo un tiempo escondido en el Majar Alto, y todo. No es para menos, porque al otro día de haberle sacado del cuartel, se llevaron a todos los que estaban allí en unos camiones hasta las tapias del cementerio y los fusilaron».
Fueron horas desesperadas. Luzia se humilló ante un par de oficiales, pero no le prometieron nada: «Sí, es verdad que no nos casamos por la Iglesia. Pero fue hace dos años, y si lo hubiéramos hecho, nos hubieran apedreado», se justificaba en portuñol cuando el incienso cubría el olor a espanto.
«Se casaron por lo civil, porque entonces abucheaban a los que se casaban por la Iglesia», rememoraba su hija.
Así que cuando Luzia vio retornar a su hombre, vivo y coleando, como por ensalmo, le abrió sus brazos de joven matrona, con la esperanza vana de que nadie a quien quisiera tuviese que morir nunca.
Antonio Sánchez carecía de militancia política, pero antes y después de aquellos terribles sucesos, se reunía con amigos cuyo compromiso era mayor. Era el caso de los simpatizantes comunistas Paco el Sastre y el pescadero José Marín, al que detuvieron después de la guerra porque un empleado suyo lo denunció por dar refugio a fugitivos del franquismo que se exiliaban a Tánger. «Pero Antonio no se metía en políticas», apostillaba años más tarde su buen amigo Reyes Benítez, quien tampoco gustaba de entrar en precisiones ideológicas sobre aquellos otros paisanos. El silencio, por aquel entonces, no era cobardía, sino precaución.
Claro que quizá Reyes Benítez no supiera que Antonio Sánchez también iba a casa de Marín a escuchar de tapadillo las emisiones de Radio Pirenaica y que, a su vez, hacía migas con su compadre Martín Ruiz, quien fue encarcelado y salió prácticamente ciego de prisión, «para morirse», según contaba María, la hija de Antonio.
María atribuyó siempre a esas amistades el hecho de que llegaran incluso a practicar varios registros en el hogar familiar: «En uno de ellos, vieron una fotografía de mi tío Manolo, preguntaron que qué hacía allí y, cuando les dijeron que era familia, les dejaron en paz». No en balde, su tío regentaba algunos de los cabarés que recorrían la noche desnuda de Algeciras: «Tal vez fuera porque ellos frecuentaban las casas de tratos y le habían reconocido».
Lo único que se sabía de sus ideas es que tiraban hacia la izquierda y que siempre fue profundamente anticlerical: «Él relataba mucho de un cura que hubo en La Palma que, aprovechándose del secreto de confesión, denunció a unos cuantos para que los fusilaran», agregaba, cómplice, Reyes, que fue amigo íntimo de Antonio durante media vida.
No fue la última vez que corrió peligro: «Mi padre —según precisaba María sobre otro episodio de aquella contienda— se había librado de su quinta por excedente de cupo. Había saltado la guerra ya hacía tiempo cuando lo movilizaron. No sé qué año fue, pero yo era muy chiquitilla, debía de tener dos años y medio o tres años. Lo cierto es que salió un tren cargado de soldados y mi padre iba en él, hacia no sé dónde. Mi madre me cogió de la mano, tomó a Ramón en brazos, que era chiquitito, y se plantó en el Gobierno Militar diciendo que era portuguesa y que la recibieran. Entonces había muy buenas relaciones con Portugal, por lo del espionaje. El gobernador militar la recibió enseguida y ella le dijo que se había quedado sola con dos niños porque habían movilizado a mi padre. Mi madre cuenta que justo entonces me acerqué hacia él, le cogí del pantalón y le dije, con media lengua, que a mi padre lo iban a matar en la guerra. Se le saltaron dos lagrimones, me cogió en brazos y me dijo que eso no iba a pasar. Al otro día, el tren volvió a Algeciras con mi padre y con todos los demás. No volvieron a llamarlo nunca».
Quizá lo libró de nuevo el mismo oficial, que ya sabía de sobra que este golpe de Estado no iba a ser como el de Primo de Rivera y que se habría apiadado por segunda vez de aquella rara mujer de los gritos. Los viejos solían decirlo: en Algeciras, la guerra se notó poco, pero la represión llenó el lugar de miedo y de tumbas. Más de doscientos fusilados, según el historiador Luis Alberto del Castillo, encarcelamientos y brigadas de forzados que fueron siguiendo al avance del Ejército nacional. El único hecho de guerra tuvo lugar durante el bombardeo de la ciudad, a manos de la Armada republicana y del destructor Jaime I, que desmochó algunas palmeras por la Villa Vieja. También durante ese período, la familia de Antonio Sánchez logró sobrevivir a trancas y barrancas, por encima de venganzas personales y ajustes de cuentas más o menos relacionados con disidencias políticas.
Lo cierto es que aquel remoto día del verano de 1936, Antonio Sánchez Pecino salvó su vida. Y la de aquel niño futuro, el hijo de la portuguesa, al que alguna vez la historia habría de conocer con el sobrenombre de Paco de Lucía. Sobre las ruinas de aquellos cuarteles del corredor de la muerte, pronto se levantará un conservatorio con su santo y seña.
«A veces, en La Bajadilla, yo tenía hasta miedo de salir a la calle. Allí estaban las vecindonas, sentadas en las sillas de anea a la puerta de sus casas en los veranos. Me veían y empezaban a hablar. Yo les tenía terror. Ahí va Paquito; sí, mujer, el más chico de la casa de la esquina. El niño de Lucía. El hijo de la portuguesa».
La Bajadilla era un suburbio de aluvión. El pueblo, junto a un puerto formidable, se llamaba Algeciras. El último rey meriní destruyó meticulosamente la ciudad para que no cayera de nuevo en manos cristianas. Durante tres siglos fue un desierto, hasta que el éxodo de Gibraltar en 1704 repobló sus ruinas y se llenaron sus calles de militares, de fugitivos, de pescadores y de corsarios. A comienzos del siglo XX, contaba ya con puerto, ferrocarril y en el mismo salón donde ciento ocho años después se velarían los restos de Paco de Lucía, se había celebrado una conferencia internacional en donde las grandes potencias se repartieron Marruecos. Era un lugar próspero, lleno de caserones de arquitectura inglesa, cuando Luzia Gomes llegó con su aire de muchacha alegre y su jerga al principio indescifrable para el vecindario.
«Quien esté libre de la mancha de la emigración, que tire la primera piedra», solía decir su paisano José Saramago, casi de su misma edad y conocedor de aquellos antiguos vericuetos de pescadores exiliados hacia nuevas ciudades trazadas con escuadra y de los delicados cementerios donde los muertos duermen bajo visillos de encaje.
Ella venía de un largo viaje, sin trenes siquiera y muy raros barcos que hicieran esa ruta. Los caminos desde el sur de Portugal al estrecho de Gibraltar eran de cabras: largos senderos por los que, hasta bien entrado el siglo XX, no se habría hecho raro toparse con salteadores. Hasta 1910 el Algarve había sido un reino, pero cuando Luzia Gomes Gonçalves decidió emigrar desde allí, lo único que reinaba era el hambre. Para colmo, la muerte de su padre los dejó a verlas venir y, mucho antes que ella misma, su hermana hizo pronto el equipaje hacia otras tierras remotas.
Luzia, la portuguesa, volvió de higos a brevas al país de su familia, pero en su memoria no venteaba tanto el cemento de los apartamentos turísticos que hoy se levantan sobre su antiguo Monte Gordo, entre un sinfín de tiendas de souvenirs, cafeterías o garitos nocturnos sobre el paseo marítimo, sino el paraje agreste de su infancia, salvado por la sombra de los pinares. Donde hoy mandan casinos y pistas de pádel, en su niñez solo hubo playas de pescadores y contrabandistas, bajo la sombra temible de los guardias. Aún faltaba mucho para que los claveles crecieran sobre el cañón de los fusiles durante la revolución de abril de 1974 y no había demasiados motivos para quedarse allí, a la vera del Guadiana, con Ayamonte como un espejo al otro lado de la frontera.
Por aquellas fegresias, se buscaban la vida los suyos, desde Cancela Velha a Manta Rota, aunque todos los caminos condujeran a Castro Marín, a la falda de un castillo y de un fuerte situados sobre las colinas de una historia antigua, habitualmente llena de sangre. Cuando llegó a Algeciras, a Luzia Gomes seguro que le sorprendería el vuelo majestuoso de los flamencos posándose en las marismas y humedales del río Palmones, lo mismo que hacían en las arenas de Sapal, donde sus paisanos siempre distinguieron el paso de las estaciones a la cola de más de ciento cincuenta especies de aves que iban y venían como las hojas del calendario. Y la procesión de la Virgen del Carmen, en la caracola de un pesquero de Algeciras, de tarde en tarde la transportaba a la de Nossa Se nhora das Dores, que recorría su bahía el segundo domingo de septiembre, acompañada también por barcos adornados de fiesta.
«La música de todos los pueblos con la nevera vacía siempre se parece». Eso solía decir Paco, su último hijo. O quizá el primero. Sin embargo, en realidad, a su madre no le gustaban ni el flamenco ni el fado. Sin embargo, le emocionaban las canciones de Manolo Escobar y los chistes verdes.
«Yo soy Paco, el hijo de Lucía —le explicaría en los años setenta a un regordete Jesús Quintero ante las cámaras de TVE—. Tú sabes que en Andalucía nos identificábamos por el nombre de la madre porque hay muchos Pacos y muchos Pepes en la calle. A mí me llamaban Paquito el de la portuguesa, Paquito el hijo de Lucía».
En 1969 ya le dedicará unas guajiras, pero, tras su muerte y la de Camarón, nació Luzia, todo un disco mayúsculo, grabado con un brazalete de luto sobre el alma: «Este disco es un homenaje a mi madre, lo grabé durante la enfermedad de mi madre, que estuvo seis meses en el hospital; yo todas las mañanas iba a visitarla, estaba varias horas con ella y por la tarde y la noche. Todo el disco está impregnado de ese sufrimiento, de ese dolor que yo sentía viendo que mi madre se me iba, aparte de que a ella también le dije en una ocasión que se lo iba a dedicar... y se puso muy contenta..., me echó una sonrisa muy bonita, una sonrisa que no se me va a olvidar nunca, y creo que ese es suficiente motivo para dedicárselo».
El nombre de su progenitora está transcrito literalmente: «Luzia, con z, porque yo quería reivindicar los orígenes de mi madre, que es portuguesa, allí Luzia es con z, y es un homenaje en la totalidad, también hay un tema que dedico a Camarón..., pero el disco en general está impregnado por ese dolor que se siente cuando tu madre se está yendo».
La familia guarda como un fetiche una fotografía en blanco y negro en la que se ve a Antonio Sánchez rondando ante una reja a Luzia Gomes, quizá en la casa donde ya vivía su hermana, que había hecho el camino al sur algo antes que ella. Se conocieron por la cuesta de la Fuentenueva, cerca de donde luego se irían a vivir. Y no mucho después decidieron casarse en el convulso año de 1934, el de la revolución de octubre: «Mi madre —detallaba su hija María— es portuguesa de Monte Gordo. Se ha dicho siempre de Castro Marín, pero es de Monte Gordo. Mi abuela materna también se quedó viuda con nueve hijos y trabajó como una fiera. Mi madre tenía trece años. Su hermana tenía trece años más y estaba casada. Fue quien la crio. Vivían en Ayamonte y mi madre tuvo novio allí, con todo para casarse. A mi tío, que era chófer militar, lo destinaron aquí cuando su hija, mi prima Rosita, tenía dos meses. Mi madre, que siempre ha querido más a mi prima que a mí, como yo le digo, se vino a Algeciras y no se fue más».
«Mi madre era más andaluza que mi padre», solía decir Paco, por el carácter estricto y adusto de su progenitor y maestro. En la familia, bromeaban siempre con tales albures, como cuando Paco me contaba que le daba mucha vergüenza cantar y que su padre le insistía en que lo hiciera.
—Cántame, hijo, cántame una letrita, que yo me he enterado que tú cantas.
—No, papá, que me da vergüenza, que no, papá, que no.
«Y mi padre se mosqueaba y me decía “anda, que eres un portugués, que eres un portugués”. Porque mi madre era portuguesa, claro. Daría lo que fuera, daría un dedo por saber cantar».
De la calle Fuentenueva, Antonio y Luzia pasaron a vivir, recién casados, al número 9 de la calle San Francisco, donde nació María al año siguiente, cerca de un bar al que le torcieron La Alegría del Batallón. El resto de los hijos —Ramón (1938), Antonio (1942), Pepe (1945) y Paco (1947)— nacieron en el número 8 de esa misma calle, cuyo número 7 ondeaba en el frontal del chalé donde vivía el tío Manolo, el familiar que regentaba cabarés en los que no solo encontraron refugio el chalaneo y el alterne, sino también el arte.
Siguieron pasando estrecheces, pero también continuaron resistiendo: «En casa, nunca faltó de nada —recuerda María—. Mi madre siempre dijo que incluso en la guerra, cuando más necesidad había, tenía a mano una caja llena de leche, que no la tenía todo el mundo. Hambre no pasamos nunca. No nos faltó pan ni cuando el racionamiento, porque lo traía del campo. A veces teníamos que ir a pedir fiado a la tienda, a casa de Venancio, todo eso es verdad. Mi madre se negaba en redondo a ir, mi padre me mandaba a mí y yo iba llorando».
Todos tenían su mote en aquel barrio popular y populoso en donde mandaba una gitanería que compartía el pan y la cebolla con los payos: «Nosotros hemos hecho siempre una vida y una comunicación con ellos absolutamente directa —rememoraba Pepe—. A mí me puso el mote inolvidable de El Pelleja una gitana que fue Loli, que fue la que casi se crio con nosotros y estuvo siempre en nuestra casa. Hemos vivido en un barrio, en La Bajadilla de Algeciras, donde vivían muchos gitanos, la Bernabela, el Yiyi, Diego Meco, la Trini, toda esa gente».
Uno de los primeros motes callejeros que tuvo Paco de Lucía —antes incluso de que le torcieran, familiarmente, Mam brú— fue el de «el niño de la portuguesa». Félix Grande formuló un impecable travelling sentimental para describir la relación de Paco con su madre, desde Castro Marín a su destierro infantil hasta Algeciras, donde ella haría trabajos caseros en el domicilio de su hermana mayor: «El mandado, la plancha, la tabla de lavar, el trapo de limpiar el polvo; es decir, ganándose su pan a los once o doce años de su edad», detallaba Félix, que la conoció de cerca.
Sin embargo, al padre de Paco no le gustó aquella descripción humilde y doméstica con que Félix Grande describió a Luzia. Le achacaba que, en el libro, su esposa hubiera podido aparecer como una fregona. Con el tiempo, se reconciliaron, pero Grande reconoce que Antonio era un hombre difícil, «un hombre que ha sufrido mucho y por lo tanto un hombre difícil».
«Mi madre es muy pura. Muy buena; cuando me falte, se me caerán los palos del sombrajo», me confesaba Paco antes de que le faltase. También, en otro momento, le atribuyó ciertos valores cómplices, teñidos de distancias cortas: «Dulce, protectora y buena cocinera».
Hasta su fallecimiento, María siguió viendo a su madre Luzia como «la típica ama de casa, la mujer sacrificada que no tuvo ni niñez ni nada, que lavaba a mano y hacía de comer».
«Yo no conozco Portugal —añadía su única hija a comienzos de los años noventa—, pero teníamos contactos con la familia de mi madre. No conocí a mi abuela materna. Cuando murió, mi madre no pudo ir al funeral».
Pepe de Lucía, eso sí, sigue manteniendo relación con un primo portugués que regala caracolas de su tierra y que se asemeja a él como dos gotas de agua. Apenas hay un eco, aunque sea remoto, de guitarra portuguesa en la de Paco, pero si se hubiera cruzado con Sigmund Freud, quizá le hubiera dicho lo mismo que su amigo Félix Grande: «Te puedo decir que de una manera psicoanalítica se puede interpretar un hecho muy concreto: el nombre que Paco ha decidido llevar toda su vida es el nombre de su madre. Se llama Paco de Lucía, no se llama Paco de Algeciras, Paco de... No, no. Eso, psicoanalíticamente, tiene una significación impecable. Aparte de eso, bueno, Paco tiene una relación con sus padres de auténtico hijo. Con su padre, a veces, pues... tensa, porque es un hombre difícil. Todo el mundo lo sabe, no digo nada nuevo, y además lo digo con respeto y con cariño, porque una vida como la de ese hombre, pues lo lógico es que construya un temperamento difícil. Paco quiere mucho a su padre, lo respeta mucho. Y con su madre, ¡pues qué te voy a decir!».
Félix pasó con Paco una noche, en el hospital en que su madre se debatió entre la vida y la muerte, mucho antes de que el fatal desenlace se produjera: «Me fui con él a la clínica, pasamos allí media noche hablando. Y me hablaba de su madre, me contó recuerdos de cuando él era chico, con una ternura, con un amor y con una necesidad de que no se muriera que yo creo que, con esa intensidad con que Paco no quería que ella se muriera, su madre salió de la clínica... viva».
A pesar de que llegó del Atlántico, ella siempre asumió un claro papel protector, de mamma mediterránea. Al patriarca, sin embargo, todos los hijos le guardaron el aire. Por ejemplo, Paco, aun durante los últimos años de su vida, no se atrevía a fumar delante de su padre: «Mi padre era duro —de nuevo era María la que habría de describirle—, pero no tenía más remedio que ser duro. Había tenido una vida muy mala y no la quería para sus hijos».
«Mi padre —opina Ramón— ha sido un hombre que ha mirado mucho por la educación de sus hijos. Mi padre ha sido como un guardián. Un guardián fuerte».
Ambos, Antonio y Luzia, capearon juntos una vida larga y difícil. No fueron ricos, pero no fueron infelices. Quizá por ello, su hija María se indignó lo suyo cuando en un periódico de Murcia aparecieron, en el umbral de los noventa, las declaraciones de un hombre que decía ser el padre de Paco de Lucía. «A usted, ¿qué le entraría si le dijeran que su madre es una cualquiera?», corrió a preguntarle a la redactora de la supuesta noticia.
María afirmaba que nunca vio a un hombre más enamorado que su padre. Y ella fue testigo de excepción del nacimiento de Paco: «Mi madre dio a luz a mi hermano Paco con una aficionada, ni siquiera con una comadrona».
«A mi hermano Paco, mi madre intentó abortarlo. Mi padre siempre le dijo, de broma, que al mejor de todos iba a cargárselo. Pero lo del aborto solo fue un mejunje que se preparó. Ella tenía ya cuatro hijos y pasaba muchas fatigas. Así que mezcló aguardiente con azafrán en rama, clavo y otras cosas. Se lo tomó a medianoche y yo creí que se iba a morir, pues se había muerto una mujer en la Fuentenueva porque se provocó un aborto, pero se metió perejil. Lo que mi madre tenía, con tanto aguardiente, era una tajá como un piano. Ese mejunje lo recomiendo yo mucho porque nació el niño más lindo que he visto».
En una época en que la sanidad no era generalizada ni mucho menos pública, no es extraño que Luzia Gomes confiara en los curanderos y en un mundo mágico, que incluyó también una rara prevención, compartida en Jerez por Tío Borrico y por Tía Anica la Periñaca, según José Luis Ortiz Nuevo, por las moscas alobás y sus gravísimas consecuencias. Así que ella no dudó nunca de la utilidad de los periódicos empapados en petróleo para frenar pulmonías o en llevar a su hijo Pepe a un espiritista para que le tratara de unas fatigas que padecía con tres años. «A Antonio —volvía a contar María— le salió un bulto en el cuello y ella le puso paños calientes, hasta que reventó. A Pepe, cuando estaba empachado, le untaba aceite caliente. Al niño se le tranquilizaba y, de repente, cuando más tranquilito estaba, le echaba un buche de aceite caliente en la tripa y él pegaba un respingo, que todavía me acuerdo».
Luzia Gomes, la portuguesa, se fue durante el verano de 1997, víctima de una larga enfermedad que desembocó en una trombosis mesentérica: «Luzia Gomes Gonçalves —escribe irrepetiblemente Félix Grande— murió en Madrid, en la habitación número 3004 del ala norte del Hospital Clínico de San Carlos. Eran las cinco menos cuarto de la tarde del domingo 17 de agosto de 1997 [...]. Durante el aleteo de un suspiro todos se quedaron sin ella para siempre. Luzia tenía ochenta y siete años».
Grande incluye este relato en un libro imprescindible, que se titula Paco de Lucía y Camarón de la Isla,con ilustraciones formidables de David González, Zaafra. Y en el apartado dedicado a Luzia, el escritor Félix Grande formula un estremecedor relato literario de todas las muertes, sobre todo las que incumben a nuestros íntimos, como el propio Antonio, muerto tres años antes que ella: «Era mucho tiempo sin saber nada de él».
La portuguesa había sido feliz en Algeciras. También en Madrid, en aquel piso de la calle Ilustración donde ondeaba el aroma de sus guisos y una larga galería de fotos familiares, con cálidas sonrisas, impensables sombreros cordobeses y guitarras sempiternas. Durante ciento seis días aguardó a la muerte en el Clínico de Madrid. Félix Grande describía aquel período con las estremecedoras palabras de la emoción: «Miró la cara de sus hijos y de sus nietos. Habló con ellos, y con el cirujano, y con las enfermeras, y con Marta, la mujer peruana que la cuidaba en casa, y con algunos amigos de sus hijos, y con sus nueras, y a veces con sus antepasados, que venían hasta su cabeza como enormes palomas de memoria. Fue una agonía duradera, titánica, en la que no hubo solamente dolor. Consiguió bromear. Consiguió sonreír. Yo la vi sonriendo, derramada en su cama del hospital y en su sino de criatura humana».
Tenía ochenta y siete años. Pepe recuerda que su madre murió musitando «Paco, Paco, Paco». Y que su hermano volvía de Cancún en un vuelo imposible: «Vente para acá, rápido, aunque sea en la cabina del piloto», le había urgido.
Así que, un 19 de agosto, los restos mortales de Luzia llegaban a aquella remota ciudad del sur que la acogió a su llegada de Portugal y donde su cuerpo tomó tierra entre el calor de todos sus hijos, de sus íntimos y de una larga corte flamenca, en la que figuraba Dolores Montoya, la Chispa, la viuda de Camarón, que no mantenía relaciones directas con Paco desde el fallecimiento de su esposo y que acudió al sepelio en compañía de su hijo Luis. Paco se lo agradeció y acarició al niño, que ya no lo era tanto. Se le veía desolado, pálido y con barba de varios días: «Ha sido una de las personas más buenas que he conocido en mi vida —opinó entonces el guitarrista que llevó su nombre—, y no lo digo porque era mi madre, sino porque es así».
El sacerdote que ofició el funeral tuvo palabras de elogio para su memoria: «Sufridora, laboriosa, entregada a los demás, limpia de corazón», repitió la prensa. El féretro, a hombros, sería llevado hasta su tumba por sus cuatro hijos varones, su nieto José María Bandera y algunos amigos. Hubo mucho llanto aquel día. Las lágrimas de Paco siguieron cayendo hasta convertirse en cante. El disco se tituló Luzia, pero aún tardaría dos años en aparecer. Y muchos más en cicatrizar.
Las cuerdas de mi guitarra —se le oye cantar en un disco por vez primera— / están llorando. / Lloran por seguiriyas, / por mi madre, / por seguiriyas. / ¿Para qué quiero llorar / si ya no tengo / a nadie que me oiga?
«Mi madre es la madre típica de aquella época, una mujer abnegada que desde que se levantaba hasta que se acostaba estaba trabajando, limpiando mierda, haciendo de comer —me la describía Paco cuando aún estaba viva—. Era una dedicación total a sus hijos, eso es típico de una familia como la nuestra. Ella siempre ha presumido mucho de que cogiéramos su nombre. Mi padre era un hombre con mucha fuerza, mucha personalidad, un temperamento desorbitado. Muy recto, muy disciplinado. Y gracias a él, creo que yo soy quien soy. Aunque era un hombre muy dictatorial, yo solamente por tenerlo contento me pasaba diez o doce horas tocando la guitarra. No por afición, sino más que nada por verlo feliz a él. De chico, yo tenía la conciencia de que él lo estaba pasando muy mal, de que traer el dinero a casa para comer era una lucha diaria. Y yo veía muchas veces a mi madre llorando y barriendo el suelo. Le preguntaba qué pasaba y me decía que ese día no teníamos para comer. Siempre tenía como una ansiedad, una angustia de que no había dinero. Yo tenía muchas ganas de crecer para ayudar a la casa. Y eso motivaba mucho».
Olor a verduras de buena mañana. Olor a zotal en las noches de las salas de fiesta. Un tiempo de silencio, escribió Luis Martín Santos. Lo rompió la música.
Luzia Gomes Gonçalves era, sobre todo, la mujer de un superviviente, Antonio Sánchez Pecino, que había aprendido a salir adelante en aquella ciudadela llena de viajeros hacia el moro o rumbo a Ronda, que amanecía en la plaza de abastos o aguardaba a los pescaderos que apañaban negocios en la nocturnidad y alevosía de un sinfín de bares y garitos, a hurtadillas de la policía de costumbres. Trajinó en telas hasta que se dio cuenta de que en las noches rumbosas de aquella ciudad, cuando los remitentes sellaban sus negocios, sobraban cantaores y faltaban guitarristas.
Patriarca y primer instructor musical de los suyos, el influjo de Antonio Sánchez fue absoluto sobre su tribu. Autoritario, recuerdan sus hijos, indiscutible fabricante de respeto que nunca les puso una mano encima por mucho que menudearan rumores sin fundamento; padre y maestro. Es el que los encarrila y el que los aconseja, el que va moldeándolos con arreglo a su intuición, el que los lleva a Madrid buscando unos duros, el que les busca compañía artística a la que aupar la voz y la guitarra, el que termina juntándolos con Camarón; andaba como quien dice al salto y a la cuarta pregunta, antes y después de la Segunda República, antes y después de la Guerra Civil. Lo mismo tocaba hasta el amanecer en una juerga que se echaba luego las telas a la espalda para venderlas, o levantaba entonces su puesto cotidiano del mercado para volver luego a su domicilio e instruir a sus hijos en el viejo oficio de resistir, con una guitarra —«el piano de los pobres» la llamó alguien— sostenida entre las manos con la vieja e incómoda postura de los barberos, con la que Paco rompería mucho más tarde hasta depositarla en sus piernas como si fuera el cuerpo de una amante de madera.
A los ocho años, Antonio Sánchez Pecino solo tenía edad. Había nacido a 5 de febrero de 1908 en aquella Algeciras en la que solo había dos cunas: «La de los contrabandistas y la de los carabineros», como ironizaba el filósofo algecireño Adolfo Sánchez Vázquez con un suave acento mexicano. En algún momento de su historia superviviente, a Sánchez Pecino le torcieron el Gitano Rubio, aunque no fuera ni cuchichí por más que un tío suyo bordara los cantes del Marrurro. Claro que también le torcieron Cararrucha: aún puede distinguirse en las fotografías añejas el mentón recio y alargado, el gesto sobrio, los ojos inteligentes de aquel repentino huérfano de principios del XX.
En su memoria, se sucedía la sombra de un padre pintor que se fugó a Marruecos, la muerte prematura de su madre y el reparto de sus hermanas Pepa y Manuela por otros domicilios, el viaje a Francia de su hermana Ana o la servidumbre asumida por María, que hacía las veces de madre pero que terminó poniéndose a servir en casa de su tío Manolo, rico y solterón, el dueño de los cabarés, antes de emplearse como fámula en casa de don Cayo Salvadores, el maestro masón al que fusilaron sus alumnos en aquel terrible verano del 36.
A él una pariente remota se lo llevó al campo, a sembrar, pero lo confinaron en una choza aislada: «Lo puso a dormir, con esa edad, en una habitación aparte, en medio del campo, no en la casa en la que estaba ella con sus hijos. Dice mi padre que se levantaba de noche, tiritando de miedo», mascullaba su única hija con el rencor de la impotencia.
A María Lucía Sánchez Gomes, la única hermana del clan, su padre le contó los pormenores de su drama: «Lo ponían en el campo, sin desayunar, con un burro y venía al pueblo desde El Acebuchal, a buscar basura para echarla como abono a las tierras —prosigue—. Era un niño y estuvo así muchísimo tiempo. Aprendió a escribir y a leer él solo».
Buscaba recursos para poder comer, «iba con una lata a que le dieran comida en la puerta de los cuarteles —evoca su hijo Pepe, el cantaor—. O tiraba de la cuerda del copo con los pescadores de madrugada para tener algo de dinero o algo de pescado. O iba a buscar a la mujer que le guardaba el pan de una semana para otra».
O le ponían a guardar los barcos en el puerto, a cambio de una moneda de diez céntimos. Algeciras era, por aquellos tiempos, una ciudad menuda y de unos diez mil habitantes, con muelle de madera del que zarpaban vapores con rumbo a Gibraltar y un sinfín de imprentas con periódicos de todos los credos. Fondeaban en su muelle paquebotes con los ojos puestos en Tánger, sobre cuya cubierta porteaban tropas o pioneros del turismo de la calaña de Rubén Darío o Pío Baroja, quien dejó un retrato de aquella villa de entonces, entre pesquera y contrabandista, cuyas ventanas comenzaban a iluminarse al caer de la tarde: «Se oía en las tabernas rasguear de guitarras y se sentía un fuerte olor de aceite frito», escribió sobre esa ciudad en las páginas de La ruta del aventurero, obra publicada en 1916.
A pesar de que el núcleo de su formación fue autodidacta, el guitarrista e historiador del flamenco Donn E. Pohren afirma que «Antonio Sánchez Pecino tuvo la fortuna de que le permitieran asistir a una escuela religiosa el tiempo suficiente para aprender lo más básico». En cualquier caso, tan liviano equipaje intelectual no fue obstáculo para que, desde el ecuador de los años sesenta, terminara registrando cientos de letras a su nombre y escribiera versos tan místicos como aquel que le cantó Camarón de la Isla y que ahora corona su propia tumba: También nos condena a muerte / cuando Dios nos da la vida.
La cosa es que se hizo con un puesto en la Plaza de Abastos, a la que el ingeniero Torroja acababa de calzarle una insólita bóveda de enormes dimensiones y escasas muletas de piedra. Olor a churros y a café del Bohórquez, un bar cuyos espejos reflejaban la riqueza de unos cuantos y la pobreza de muchos durante buena parte de aquel siglo. Profesionalmente, Antonio se dedicó a los tratos. Un mester propio de la frontera, donde cualquier cosa podía comprarse o venderse, incluida el alma de sus habitantes. Así, según Grande, «alimentó a sus hijos ejerciendo varios oficios; a veces, simultáneamente: tocó la bandurria en los bailes, fue corredor de ventas, vendió telas, se arrimó a una guitarra».
Cuentan que hacia 1930, en plena dictablanda de Berenguer, le cayó por primera vez en sus manos esa última, pero tardó en aprender a tocarla. Antes, empezó dándole a la bandurria. También lo hacía su buen amigo Reyes Benítez, que fuera dueño de la fábrica de corcho de la calle Santa Isabel y quien aseguraba que Antonio Sánchez, «con la bandurria fue uno de los mejores, si no el mejor, de Algeciras». Había otros tocaores. De lo que fuera. Bailes en los patios y madrugadas en las casas de trato, entretejidas de bodas, bautizos y comuniones. Las manos se las había puesto Jesús el Ciego, que, según Ramón de Algeciras, fue quien «le enseñó lo que era un fa y lo que era un re».
«Que el Titi luego le pusiera una falseta, eso ya es otra cosa», remachaba el hermano mayor, el medio padre, el segundo maestro de Paco de Lucía.
Reyes Benítez solía aclarar que aquel invidente virtuoso no estaba ciego del todo y su nombre completo era Jesús Mateo: «Componía una música preciosa. Conocía el violín, la guitarra, y es el que le enseñó a Antonio a conocer el diapasón, todos los tonos, todas las posturas y todos los relativos de todas las escalas. El Titi acompañaba muy bien, pero no conocía del todo la guitarra. Era muy buena persona, pero Antonio tocaba mejor que el Titi».
«Vas a ganar un duro cada noche». Eso le soltaron a Antonio Sánchez la primera vez que se dio a conocer como tocaor en los trasnoches de un cabaré llamado El Pasaje Andaluz, que en los años ochenta tuvo una segunda vida como pub.
«Buenos son —aceptó Antonio—. Pero el vino y las tapas, aparte».
Era el doble de un jornal en el campo y él lo sabía, porque había cobrado mucho menos que la mitad. Así que ingresó en una cofradía artística por la que irían pasando su venerada familia Chaqueta y el Flecha, Antonio Jarrito, Brillantina de Cádiz, Paco Laberinto o Churrurú de la Isla.
Tanto se entremezcló, entre las juergas y el chalaneo, con el mundo gitano que llegaron a apodarle el Gitano Rubio.
«Durante su infancia, Antonio —escribe Donn Pohren— bebió de dos fuentes: la gitana y la paya a la vez, pues él relata que el racismo no existía. Los gitanos y los payos vivían en los mismos barrios y acudían a la misma escuela».
Así que era un búho cada noche, camino del Bolonia, un garito que quedaba cerca de la plaza de toros de La Perseverancia, donde tomó la alternativa Cara-Ancha. O rumbo a El Pasaje Andaluz, por la precaria carretera de Málaga, a la vera de un dédalo de chabolas al que algún probable bromista puso el suntuoso nombre de Hotel Garrido. Cuando tuvo edad, le propuso a su hijo Ramón que le acompañara. «Así sacamos el doble para la familia».
A Ramón ni se le ocurrió decir que nones: «A veces, le acompañaba para una fiesta, lo que ha sido el flamenco toda la vida. Así murieron Chacón o Ramón Montoya, buscando fiestas. Cuando yo llegué a Venezuela y vi a quince mil personas reunidas para ver a Paco tocar solo, no me lo creía ni harto de vino».
Al final de la noche, sobrevenía el cuarto de los cabales o la reunión familiar en su propia casa. María aún rememora aquellos momentos con un deje de nostalgia: «Las fiestas en la casa de la calle San Francisco las recuerdo mucho. Había un patio grande, con un árbol con rosales. Mi padre venía con Antonio el Chaqueta o con Antonio el Chaleco. Todo su orgullo era que me escucharan cantar a mí. Una vez, estuvo el Niño de Las Cabezas en mi casa, y yo creía que mi padre lo iba a matar porque dijo que el guitarrista era el mozo de espadas del cantaor».
Miguel Gálvez, el Niño de Las Cabezas, dijo aquello por hacer un símil taurino, pero Antonio Sánchez se puso como una furia cuando se lo contaron sus hijos. «Salió a buscarlo para pegarle», rubrica Ramón.
«Nunca quise tocar para los señoritos —declaró Paco de Lucía a Félix Machuca, en Diario 16, en una entrevista publicada el 27 de junio de 1993—. Mi padre sí lo hizo. Y una mañana, tras venir de tocar en una juerga de señoritos, me encontré con su guitarra destrozada en la casa. Alguien le había dado un puntapié».
Ese mismo recuerdo, por cierto y según se verá, llegó a costarle un buen puñado de millones de pesetas, andando los años y el orgullo de clase.
«Uno es lo que fue en su niñez —se reafirma Paco, en persona— y yo en mi niñez a todas horas estaba rodeado de flamencos. Mi padre se iba a buscar la vida por las noches, a las fiestas, y siempre amanecía en casa con flamencos. Mi hermano Pepe y mi hermana María, también desde chiquititos, han estado vinculados a este mundo. Vivíamos en La Bajadilla, un barrio muy gitano. Siempre había alguien en casa cantando o tocando. Por lo tanto, yo no puedo ser otra cosa que un guitarrista flamenco, aunque pretendiera ser otra cosa no podría».
Paco se ha referido a esa época con frecuencia. Al escritor arcense José María Velázquez-Gaztelu le describió con mayor precisión ese mismo ambiente: «Mis padres y mis hermanos tocaban la guitarra y tanto en casa como en el patio siempre había gente cantando. Yo me despertaba en las madrugadas y allí estaban Rafael el Tuerto, un gitano que cantaba maravillosamente bien, el Chaqueta y tantos otros. Por eso, cuando cogí por vez primera una guitarra, era para mí algo familiar; solo tuve que aprender a poner los dedos. Fue todo muy fácil, muy natural, como el niño que da los primeros pasos o pronuncia las primeras palabras».
«Algunas veces creo que, si yo no hubiera nacido en casa de mi padre, no hubiera sido nada, un don nadie, un trasto viejo —le confió a Paco Sevilla—. Yo no creo en los genios escondidos. El artista es bueno incluso si está debajo de una piedra y no tiene reconocimiento. Pero el talento y la capacidad artística que uno tenga no es suficiente. Uno debe continuar batallando, como el primer día».
Hubo un momento en que pudo cambiar la suerte de Antonio Sánchez, pero las cosas volvieron a torcérsele. María todavía refiere aquellos momentos: «A mi padre le salió un contrato en Tánger y se fue. ¡No lloraba yo nada cuando lo vi ir por la calle San Francisco con la guitarra! Luego, le salió un contrato fijo allí, pero se murió mi tío Manolo, de pronto. Mi tío Manolo, el del chalé, el millonario. Yo aún conservo sus palillos, que él los tocaba muy bien. Me acuerdo de él como en un sueño. Cuando estaba muerto, le pusieron un albornoz como mortaja, porque era millonario. Hizo testamento cuatro o cinco días antes de morirse. Tenía cinco sobrinos y no se le ocurrió otra cosa que nombrar a mi padre albacea de la herencia. Así que mi padre no se pudo ir a trabajar a Tánger por culpa del testamento, que dividía la herencia entre todos sus sobrinos, a partes iguales. Tenía cinco sobrinos y salieron veintiuno. Vinieron unas muy gordas de Zaragoza, muy feas, que echaban mucha peste y que decían que no podían contarles a sus hijos de dónde procedía la fortuna, porque el dinero lo había hecho mi tío con unas casas de tratos que tuvo en Sevilla y por aquí. Pues, si les daba vergüenza el dinero, que no lo cogieran. A mí eso no me avergüenza. Mientras estuvo de albacea, mi padre pasó las fatigas de la muerte. Empezaron a salirle por la noche sobrinos a decirle que si no tenía miedo a que lo mataran. ¿Cómo poner a veintiuna personas de acuerdo? Al final, los derechos reales se lo comieron todo. Mi padre y mi tía María, por lo menos, heredaron las casas donde vivían».
A ellos, en cambio, les tocó vender la casa de la calle San Francisco donde nacieron sus hijos, incluyendo aquel benjamín sobrevenido al que pusieron el nombre de Paco: «Yo veía a mi padre con las manos tapándose la cara, sentado en la cama y maldiciendo —describía “el hijo de la portuguesa”, como así le llamaron—. Mi madre me lo explicaba: no tenemos dinero y va a haber que vender la casa».
De hecho, por las secuelas de aquel pleito, terminaron mudándose de alquiler a una casa de la calle Barcelona, en el mismo barrio de La Bajadilla, una populosa zona que entonces quedaba en el extrarradio urbano y en donde fueron instalándose los nuevos pobladores de una ciudad en auge que cuando no ofrecía trabajo permitía el uso del ingenio: «Por culpa de la dichosa herencia, mi padre se puso enfermo cinco meses con hemorroides —rememoraba María de aquellos tiempos difíciles—. Aun así, salía a tocar la guitarra con la carita como el papel. Pero, como no teníamos medios, tuvo que vender la casa. En el 47, el año en que nació mi Paco, yo fui con mi padre a ver a don Miguel Herrero a que le punzaran. Con los males tuvimos que vender la casa y comprar una chica y peor que aquella. Vivíamos de lo que mi padre sacaba del cabaré y del puesto en la plaza. Mi madre se iba con él al mercado y yo me quedaba con mis cuatro hermanos, peinándoles con unos tupés que era para verlos».
El flamenco local incluía viejas leyendas familiares como la de los Cantoral, bajo la larga sombra de Juan Torre, el padre de Manuel, aquel seguiriyero jerezano que le espetó a Federico García Lorca aquello de que «todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». La memoria jonda de Algeciras y del resto de ese territorio fronterizo por el que cruzaban las compañías camino del moro la describió Luis Soler, e incluye referentes como el Monono, el Negrito o Antonia la de San Roque, por no hablar de la Morringa, Antonio Heredia, a quien también se conoció por el sobrenombre de Tío Mosca, y, nacida al morir dicha centuria, Juana la de Ramón.
«Algunos viejos cantaban como si tuvieran la boca llena de huesos», se guaseaba el propio Paco, mucho más tarde, en torno a aquellos motes rotundos que identificaban a los distintos linajes flamencos, desde los Cafetera a los Metales, o los Textiles, como llamaría Fernando Quiñones al Chaqueta, un cantaor largo donde los hubiera.
La pesca, el contrabando, los barcos, la prosperidad. La ciudad iba atrayendo a numerosos campesinos de los alrededores, deseosos de buscar fortuna junto al mar. Ese fue el caso del jornalero Antonio Monge, que instaló una fragua en las chabolas del Hotel Garrido y, según su yerno Tío Mollino, resultaban memorables sus interpretaciones de los cantes de Manuel Torre. Antes de la guerra, cuando Antonio se iniciaba en los secretos del toque, la indiscutible estrella del flamenco local había sido José Ruiz, Corruco de Algeciras, quien realmente había nacido en La Línea y había llevado hasta Madrid un fandango de nuevo cuño, que desde entonces se le atribuye. Entre otras letras, Corruco popularizó la de Ay, un grito de libertad / dio Galán y García Hernández, / un grito de libertad, / tembló el trono y la corona / y con el dolor hizo triunfar / la república española. Pero también hizo suyo otro texto que siguió cantándose incluso en el tardofranquismo: La hierba por los caminos / la pisan los caminantes / y a la hija del obrero / la pisan cuatro tunantes / de esos que tienen dinero.
La contienda acabó con su vida cuando murió el 11 de abril de 1938 en Balaguer, Lérida, como consecuencia de una herida de fusil. Durante los años que siguieron a la Guerra Civil, el ambiente flamenco de Algeciras incluía, por ejemplo, la presencia de una mujer guitarrista que también cantiñeaba: Carmen Heredia, que actuaba en el bar La Rosa o en El Pasaje Andaluz y a la que llamaban Carmela. Y si su hijo Pepe se hizo bailaor, el afán por la guitarra terminó heredándolo en los años setenta una joven paisana llamada Mercedes Rodríguez Arana (Algeciras, 1956). Con el sobrenombre de Merche llegó a grabar varios discos —Hojas del viento, Potro salvaje, Jaranera o Al otro lado del mar—, bien en solitario o en compañía de otro tocaor y compositor llamado Antonio Perea (Marchena, 1941), cuyo hijo ha seguido sus pasos. Ambos terminaron tirando la toalla: ella, harta de las presiones comerciales de las casas de discos, y él, al asumir un empleo de la ONCE tras disminuir considerablemente su visión.
También durante la larga posguerra le llegó su hora flamenca a los algecireños Florencio Ruiz Lara y Juan Pantoja, Chiquetete, quienes con Manuel Molina constituirían el trío Los Gaditanos, que alcanzó popularidad a escala nacional durante los años cincuenta y los comienzos de los sesenta. El líder natural de dicha formación fue Florencio (Algeciras, 1921), Flores el Gaditano, embarcado aún hoy en que se le reconozca la autoría de la copla «Qué bonita que es mi niña», que el trío convirtió en un éxito incontestable, hasta el punto de que Amália Rodrigues llegó a realizar una pintoresca versión discográfica. A Flores el Gaditano —ese sigue siendo su nombre artístico— se le conocería, durante algún tiempo, como el artista de la doble personalidad, ya que intercalaba la interpretación de cantes con la de tangos en sus espectáculos en solitario.
Ejercía, desde luego, como intelectual del grupo y solía improvisar ripios que atribuía a autores célebres:
Yo digo, como dijo Lorca:
quédate con tu cielo azul,
que es tan aburrido,
y yo me pongo a coger
margaritas bajo los olivos.
En una venta, al retirarse camino de la cámara, Flores oyó atónito cómo Chiquetete le imitaba ante un grupo de parroquianos: «Yo digo, como dijo Lorca —aventuraba—: las margaritas pa ti y los olivos pa mí».
El flamencólogo Francisco Vallecillo, originario de Los Barrios, que fue mentor principal de Antonio Mairena y primo de Antonio Sánchez Pecino, recordaría así el ambiente flamenco de las fiestas en la Algeciras de posguerra: «Entonces allí había una serie de profesionales, el Titi que hacía un baile muy gracioso, otro tocaor de guitarra de Ceuta que era Manuel Molina el Encajero —padre de Manuel Molina, marido de Lole—, y este hombre, Manuel Molina, era hermano de la madre de Manolito Parrilla, que es Manuel Fernández Molina. También se buscaban la vida como tocaores mi pariente Antonio Sánchez Pecino, el padre de Paco de Lucía, y Rafael de la Rosa, Rafael el Tuerto, quien aunque con una voz fea, cantaba muy bien».
«Al que había que escuchar era a Rafael el Tuerto», tronaban al unísono todos los hermanos Sánchez.
Rafael de la Rosa González, Rafael el Tuerto, nació en Triana en 1890 y murió en Algeciras en 1974. Siendo un niño se fue desde su Triana natal a Ceuta, hasta parar en Algeciras, de donde no se movió ya y en donde cultivó la amistad de Antonio: «A Rafael el Tuerto —declamaba de oídas Camarón—, el padre de Paco era el que le tocaba la guitarra y trabajaban en el cabaré, en las fiestas. Entonces iban con la guitarra bajo el brazo y no llevaban ni funda ni nada».
Reyes Benítez recordaba dos cosas, que Rafael el Tuerto cantaba muy puro por tientos, y que la consideración social del guitarrista ha cambiado mucho: «Se veía malamente que un hombre llevara una guitarra, como si fuera un borracho o un juerguista. La llevaban escondida, casi».
«A principios de los cincuenta —escribiría al siglo siguiente Casilda Sánchez Varela, la hija de Paco—, Algeciras era el núcleo de todos los flamencos de Andalucía. El contrabando con Gibraltar dejaba mucho dinero y había más fiestas que en ningún otro lugar de la región. Mi abuelo Antonio, que se buscaba la vida tocando de noche, volvía a casa al amanecer con algunos de aquellos guitarristas y cantaores, y terminaban la fiesta en el patio. El pequeño Paco, que lo observaba todo desde ese suelo tan limpio que es la niñez, talló su memoria con aquellos compases».
Cantaban para los pescaderos y los del corcho, para los estraperlistas, los ganaderos o la gente de la almadraba, como Paco Vallecillo, que traía de vez en cuando a Antonio Mairena para que cantase por las conserveras o la vieja ballenera.
«Las juergas se sucedían unas a otras y el ambiente se palpaba en caliente, espontáneo —rememora el cantaor algecireño Florencio Ruiz Lara, Flores el Gaditano—. Las juergas llevaban todas, más o menos, su sello propio: la chispa de humor, los celos, el roneo, la violencia, la presunción de algunos señores y señoritos, como igualmente la de algunos cantaores en su quehacer, las desaboriciones, la gracia fina... y ¡las mujeres!».
Mención aparte, las señoritas. Las acompañantes femeninas de aquellas largas juergas frecuentes: «Las había contratadas por los cabarés y otras que iban por allí —rememora Reyes Benítez—. Siempre tenían tres o cuatro mujeres para bailar, a las que se les decía tanguistas. Todo quedaba en bailes y en pasar el rato, aunque cuando terminaban la noche, algunas de ellas estuvieran enchuladas con algunos. Los policías eran los que más se las llevaban. Había tres o cuatro policías que eran los chulillos de ellas».
Del Teatro de Trino Cruz en La Línea al Casino Cinema de Algeciras, el Estrecho era una fiesta durante aquel tiempo de luto y racionamiento. La geografía del flamenco abarcaba desde ventas como la del Almidón a bares como La Tómbola, desde la licenciosa calle Gibraltar a la vera del peñón en La Línea o en el no menos pecaminoso callejón del Muro, de Algeciras, que describiera Luis de Armiñán —el padre del cineasta Jaime— en su novela maldita La calle Real y el callejón del Muro. O, por supuesto, la no menos pecaminosa calle Munición de Algeciras, donde abrían el Globo, el Lupe, el Metropol, el Lechero, el Triana o el bar Rosas.
Según Reyes Benítez, los cantaores que se dedicaban a estas rondas preferían evitar a un adusto Antonio Sánchez, a quien no le gustaba la picaresca: «Los flamencos que andaban de noche por ahí, como podían, le daban de lado porque él era muy serio y no le gustaban las granujerías. Venía Diego Piñero, de Tarifa, por ejemplo, o los de los barcos. Llegaban a El Pasaje Andaluz y los camareros ponían una botella en la mesa y, sin que se dieran cuenta, dos debajo, vacías. Cuando llegaba la hora de pagar la cuenta, contaban todas las botellas, se las hubieran bebido o no. Antonio no pasaba por eso y, claro, a los otros no les gustaba porque al final de la juerga partían los beneficios los camareros, el dueño y los flamencos».
«Cuando la juerga alcanzaba el límite, llegaba el momento —siguen siendo palabras de Flores el Gaditano— de la rebujina. Unas veces con estilo —describe—, otras sin él; otras fortuitas y con malange. Las terminaciones, como las juergas en sí, las había de todo tipo; pero todo era propio y lógico teniendo en cuenta que su ambiente estaba lleno de espontaneidad, sin cálculos ni equilibrio. Por eso las juergas volvían una y otra vez, y lo pasado, pasado. Se vivía el momento y se saboreaba el instante inmediato, y nadie hablaba de los cantes en sentido genealógico; ni de si algún cantaor había mezclado un cante por soleá de Cádiz con otro de la misma cuerda de Triana; o por seguiriyas en el mismo sentido; no, no había nada de eso, ni interesaba la ficha de los cantes, ni su genealogía ni sus mezclas».
A las fiestas privadas, familiares, se les imprimía el inocente nombre de «reuniones». Y eran frecuentes en varias zonas de la ciudad, incluso en las de mayor menester y carencias, bien porque sobrara dinero o bien porque faltara, pero siempre era posible si sus protagonistas estaban resueltos en ganas. Las de la casa de la familia Marín eran ocasionales y famosas: «En los callejones —precisa José Luis Pérez Tenorio—. Allí nos colamos alguna vez mi hermano y yo, a guipar. Nos poníamos a charlar y enseguida alguien nos chistaba “a escuchar, a ver si aprendemos a escuchar, aquí se viene a escuchar”. Y nos callábamos».
La Navidad y las parrandas domésticas de fin de año, entre las pastoradas populares de la localidad, permitían oír algún que otro cante en un territorio que iba desde los callejones a los patios vecinales que escoltaban la colina sobre la que aún se asienta el barrio de San Isidro, por un dédalo de corralas de vecinos, con los patios del Coral, del Cristo, de Pichirichi, de las Cabras, o el Horno de Curro Molina, en la calle López, que perteneció a la familia del cantaor Corruco. Donn Pohren, en su biografía familiar, asegura que Antonio Sánchez Pecino empezó a tocar en las ferias de Algeciras y La Línea —a su velada de julio la llamaban la Salvaora porque siempre había dinero— y que llegó a acompañar a la guitarra a primeras figuras como Manuel Torre y Aurelio Sellé. Allí se topó con otros tocaores de su tiempo, como Niño Ricardo, Melchor de Marchena, Manolo de Huelva o Diego del Gastor: «Podía haber sido un degenerado, con todo lo que ha vivido, y es la persona más puritana que conozco —me confesaba María Sánchez cuando aún vivía su padre y cuando aún vivía ella—. Lo que siempre tuvo claro es que no había que robar ni hacerle mal a nadie. Siempre decía que no había que hacer a los demás lo que no quisieras que te hiciesen a ti. Eso es la religión, decía, no hay otra. Lo demás es política. Mi padre me decía que todos los que son malos van a misa, que todas las putas arrepentidas al final se meten en la Iglesia».
A lo largo de 2014, el Pelleja —así llamaban en familia a José Sánchez Gomes, artísticamente conocido como Pepe de Lucía, algecireño de 1944— tomó a menudo la palabra para relatar la historia de los suyos y para rememorar la sombra personal y artística de su hermano: «Comprendan que, para mí, Francisco Sánchez Gomes era mucho más que todo eso. Era mi hermano. Mi hermano pequeño, el hijo menor de una familia que siempre permaneció junta por encima de todas las estrecheces y sinsabores, por encima también de todas las alegrías. Una familia junta en la época más difícil de la historia de España, cuando no solo era complicado comer a diario, sino que era peligroso pensar de cuando en cuando».
«Mi padre y mi madre siempre supieron salir adelante. La mayor herencia que nos legaron no fue el flamenco, sino el instinto de supervivencia y, sobre todo, la dignidad», reivindicaba Pepe desde Sevilla a Madrid pasando por La Unión.
Se le viene a las mientes un fugaz recuerdo infantil. El del bautizo de su hermano Paco, el benjamín de la familia. Olor a cuero en el coche, mucha fiesta. Era en La Bajadilla algecireña, en aquel raro triángulo suburbial que iba de la calle San Francisco a la Fuentenueva o la calle Barcelona, entre la carbonería o la tienda de La Favorita. Era el universo de Loli la gitana, la que les puso motes a los cinco hijos de la Portuguesa: María, la Loca; Ramón, el Mayor; Antonio, el Cabeza; Pepe, el Pelleja. Y Paco, Mambrú. ¿Por qué? Porque estaba muy gordo, contaban todos con una naturalidad surrealista, cuando lo más lógico sería pensar en aquel personaje que se fue a la guerra y nadie supo nunca cuándo iba a volver.
Hay otra imagen en la retina infantil de Pepe de Lucía: la sombra de su padre, con la guitarra, a las tantas de la noche, superando la hernia para ir a buscar dos duros en el cabaré. Él sigue desplegando el nombre de su padre como una pancarta frente al olvido.
«Antonio Sánchez Pecino convirtió una afición en oficio y, como el artesano que transmite su pericia a sus herederos, supo hacernos ver que la música flamenca era una especie de orfebrería que no solo podía darnos de comer, sino que, sobre todo, podía darnos de soñar».
Paco, de propia voz, se sinceraba ante José Luis Bueno, en Andana, en noviembre de 1985: «Nací en una familia donde todos eran guitarristas, mi padre y mi hermano Ramón tocaban la guitarra y mi hermano Pepe cantaba, y yo, que era el más pequeño de los hermanos, vivía en un ambiente donde siempre se estaba oyendo la guitarra y el flamenco, así que con cuatro o cinco años ya conocía todos los ritmos del flamenco. Recuerdo que mi padre me pedía que le hiciera compás para ver si le entraban bien las falsetas al ritmo o no... Así que antes de empezar a tocar conocía todos los ritmos, y eso es muy importante para un niño que empieza con la guitarra. Esto fue muy importante en mis comienzos».
«Así que conforme aprendíamos las cuatro reglas y a leer y a escribir, nos sacaba del colegio para introducirnos en su propia cátedra, la de la guitarra, aunque yo le salí rana y le pedía que me diera una peseta en pago por recibir las clases —narraba Pepe—. Sin embargo, él fue mi maestro y el primero en darse cuenta de que mi mejor instrumento era la voz, la garganta, esa raíz del grito que tanto admiró mi hermano Paco».
Antonio Sánchez, el padre, el maestro, falleció como consecuencia de una insuficiencia respiratoria tras una larga enfermedad, en la madrugada del viernes 24 de junio de 1994. Su hijo Pepe se quedó con las ganas de que se le reconociera públicamente en vida su contribución al flamenco. El entierro de sus restos mortales tuvo lugar en Algeciras unas horas más tarde de su fallecimiento en Madrid; le acompañaron sus familiares y un estricto grupo de amigos entre quienes figuraban rostros más o menos populares como el del veterano torero Rafael Ortega y la cantante Massiel, vieja amiga de la familia.
También estuvo presente el flamencólogo Luis Soler, autor de uno de los mejores ensayos publicados hasta el momento en torno a la personalidad de Antonio Mairena: «Sin duda —afirmó Soler en un artículo impreso en Europa Sur con motivo del fallecimiento del “gitano rubio”—, sus hijos se sentirán, y pese a los momentos de su óbito, muy satisfechos de haber tenido a un padre como Antonio Sánchez».
«Y es que, a veces —proseguía—, la historia se escribe entre bastidores. Los que con su inteligente capacidad, “desde fuera” mueven el curso de la historia pasan a ella con mayor relieve y significado, al igual que los grandes pensadores del siglo XVIII, cuyas inteligencias y capacidades modificaron el pensamiento humano».
«El paisaje de mi nacimiento está entre dos aguas», le contesta Paco a Jesús Quintero, en una entrevista televisiva de 1976. Se trataba de explicar el título de su célebre rumba «Entre dos aguas». Y, según el guitarrista, aquel que nace junto al mar «es más soñador y tiene un sentido de la libertad mayor». Aseguraba también en esa interviú: «Yo no puedo estar sin ir al mar mucho tiempo. Necesito esa expansión que te da el mar. Necesito ese poder respirar a gusto, a fondo».
Aquellos dos mares encontradizos constituían el alfa y el omega de su patria chica. «Al disco Cositas buenas pretendí titularlo Alyazirath, pero me dijeron que no, que iba a perjudicarle que le pusiera el nombre de la televisión de Al Qaeda», bromeaba Paco cuando amanecía el siglo XXI al confundir la cadena qatarí con el grupo yihadista de Osama bin Laden.
El temor se lo despertó su sobrino Ramón Sánchez, el hijo de Ramón de Algeciras, a quien le había encargado que le hiciera una lista de lugares de la ciudad y de la comarca susceptibles de que le evocaran ráfagas del pasado para calzarlos como título de sus temas: «A ver si va a tener problemas con ese título en Estados Unidos», le comentó a su padre, quien, a su vez, influyó en su hermano para suprimirlo por estrictos motivos de seguridad.
Algeciras, en árabe, significa «la isla». O «la península». Los andalusíes añadieron a dicho topónimo un apellido, Alyazi rath Al Hadra, «la isla verde». En el diccionario sentimental de Paco de Lucía, esa ciudad sureña y desmedida guarda aún mucho sentido de hogar y de refugio, porque es la patria de sus primeros recuerdos. La infancia es la patria profunda del ser humano, aunque durante dicho período se hayan sufrido estrecheces.
«Soy quien soy por haber nacido en Algeciras. Esos diez primeros años que pasé allí formaron el ser humano que soy ahora. Algeciras —confiesa— constituye mis señas de identidad, mi paraíso perdido. Yo, a Algeciras, siempre he venido a curarme. Cuando estoy lleno de problemas, de angustia, de estrés, vuelvo aquí y mis amigos me colocan en mi sitio».
De hecho, la toponimia de sus vericuetos tituló algunas de las composiciones del guitarrista, desde El Cobre —por sevillanas—, cuyo acueducto dieciochesco sobrevive a las construcciones ilegales, a la calle Munición —por alegrías—, donde en tiempos se arracimaban las prostitutas. De seguir esa geografía musical, descubriríamos su mundo infantil, que iba desde la Villa Vieja meriní, cuajada de patios como el del Coral, al otro lado del río de la Miel —espléndidas bulerías—. O desembocaba en la playa del Chorruelo, que luego habría de ser devorada por el cemento y que él convertiría también en una memorable pieza para su guitarra. En cualquier caso, Paco preferiría siempre la del Rinconcillo —por tangos—, donde el héroe local de los cincuenta, el diestro Miguel Mateo, Miguelín, toreaba frente al Peñón, en una bahía sin chimeneas que retratara una secuencia legendaria de El relicario de Rafael Gil. Allí, junto al hotel Bahía y su formidable araucaria, todavía reina Casa Bernardo, el restaurante que acogía a su familia en los veranos de las últimas décadas y al que retrató en forma de rumba.
En la plaza Alta, donde se yergue la iglesia de Nuestra Señora de la Palma, en la que recibió su último responso, todavía suena a veces en el silencio la soleá que le compuso. No obstante, el primer domicilio de la familia había sido la Fuentenueva —a la que también puso música—, antes de mudarse a la calle San Francisco, donde él nació. Era el barrio de La Bajadilla, cuando las noches de verano concluían en broncas en el cine España y olía a comida casera por La Cañada, una avenida que también escogió como título para una de sus composiciones. Aunque en los aledaños del lugar mandaba el Patio Amarillo, tampoco quedaba lejos de allí el Patio Custodio, cuyo nombre le serviría para titular unas bulerías.
«Recuerdo que en mis primeros años como guitarrista me encerraba en una habitación oscura y cerraba los ojos en busca de la inspiración: al instante Algeciras aparecía ante mí, y con ella, toda mi inspiración».
Las lindes de la ciudad morían en Los Pinares y en Punta Carnero: Paco habría de bautizar como Punta del Faro a ese promontorio en donde los días de poniente pueden distinguirse a la par las dos columnas de Hércules, el monte Abyla en Marruecos y el monte Calpe, la actual Gibraltar. Allí es donde también supuestamente se besan, entre dos aguas, el Mediterráneo y el Atlántico.
En sus derredores, cualquiera puede rastrear otras señas de su música, desde Almoraima, el mayor latifundio andaluz, que fue de los duques de Medinaceli hasta que lo compró José María Ruiz Mateos en los años setenta, para pasar a manos del Estado tras la expropiación de Rumasa en 1983. Por la carretera que lo cruza, puede llegarse desde Castellar a Jimena, cuyo piñonate también trasladó como soleá a sus títulos de crédito, o hasta El Tesorillo y sus huertos de naranjas milagrosas, convertidos en tientos en Cositas buenas. Desde la rumba del río Ancho, el oído atento quizá pueda llegar hasta Los Llanos del Real, que probablemente sean los del Juncal, no muy lejos de Algeciras, aunque su minera del mismo nombre pertenezca al universo.
Las raíces le pueden. Y su pasado es la infancia, la familia, sus orígenes. A veces, cuando está solo en su estudio, Paco de Lucía cree que retorna a ese período: «Es una sensación —explicaba— de retorno a la niñez. No sé a qué se debe. Será que en esa época yo era más feliz, con menos responsabilidad, más limpio, más puro».
La ciudad era la infancia, pero desembocaba sobre un río que ya no existe. Por aquel entonces, era un lugar que olía a peces y al vapor de las locomotoras que llegaban hasta el muelle, con su soniquete y la sirena de los paquebotes acallando el charloteo de los pimpis a los que mucho más tarde llamarían gorrillas y que siempre anduvieron por los recovecos de La Marina a la que saltase y a verlas venir.
Entre la morería transeúnte, la soldadesca, emigrantes llegados de la serranía y del norte, robustas amas de casa, jóvenes morenas que servían a familias de postín, viajeros que leían el España de Tánger junto al paseo de la Conferencia, sobre la colina la plaza Alta ejercía como bandera principal de aquella villa de medio pelo y apellidos de rumbo, primorosas muchachas que estudiaban piano o mercachifles elevados a la categoría de próceres. Se estaba construyendo el estadio y una escalinata que daba a la parte del mar, aunque ya no hubiese batallones de forzados como los de los presos políticos que habían abierto una estrecha carretera sobre el camino que iba hasta la playa. Ciudad feliz y sin aristocracia, donde los matrimonios salían en domingo a ver escaparates y a comer altramuces en los cines de verano, cuando la vida olía a jazmines.
«Me siento algecireño —suele manifestar Paco—. Y más cuando estoy fuera. Cuando, por ejemplo, en Tokio o en sitios en los que nada tienen que ver con mi filosofía, con mi forma de sentir y, de pronto, tengo que estar con la careta puesta para no desentonar del sitio en que estoy, sí que echo de menos estas mis raíces. Es entonces cuando más algecireño me siento».
Algeciras queda a veinte kilómetros de La Línea, en donde andando el tiempo contraería domicilio su futuro amigo Camarón de la Isla y donde daba sus primeros pasos José Cortés, un gitano al que, cuando se echara a cantar, la historia conocería con el sobrenombre de Pansequito. A un paso, desde allí, Gibraltar era una colonia inglesa cuya población había sufrido un éxodo colectivo durante la Segunda Guerra Mundial, pero andaba volviendo a casa cuando Paco de Lucía empezaba a gatear: de allí vendrían las «chinguas» —chewing gums—, que eran los imposibles chicles de la posguerra española, como tampoco abundaba el regaliz —«liquirbar» le decían, de la voz inglesa liquorice bar—, y en donde desembarcaban aquellas pequeñas esferas metálicas a las que los niños de la comarca nunca llamaron canicas ni bolas, sino «meblis», del inglés marbles. El mestizaje humano terminó contagiándose al urbanismo, especialmente a partir de los setenta, cuando la ciudad pierde su dignidad decimonónica a manos del pastiche kitsch de los edificios concebidos como gigantescas cajas de zapatos.
Los propios lugareños le decían «el pueblo» a todo ese callejerío de fachadas compactas, de planta baja y rejería del siglo XVIII, que conformaba el centro. Pero la ciudad no quedaba ahí, ni en el barrio obrero y hermoso de San Isidro ni en las afueras, en el Hoyo de los Caballos, la Cuesta del Rayo, El Calvario, el barrio de Pescadores o el del Arroz y la suntuosa burguesía de los Pinares, no muy lejos de la playa del Rinconcillo. La familia de Paco de Lucía vivía en La Bajadilla, en los suburbios, en un barrio alegre y populoso, construido sobre cañadas reales y montes de propios, donde aún quedaban paredes sin enlucir, caserones que brincaban por empinadas cuestas y en muchas de cuyas casas, por aquellos años cincuenta donde había quien aún se quitaba el hambre a guantazos, faltaban agua y luz eléctrica.
La nombradía universal de Paco, en las calles donde naciera, no solo parece haber servido para despertar alguna que otra envidia e irracionales bulos, sino también aficiones a la guitarra y otras herejías. Su coincidencia paisana contribuyó a llevar hasta las cuerdas a una saga de tocaores de la zona, como los ya desaparecidos Joaquín Román, Quino, Andrés Rodríguez o Paco Martín, que terminó impartiendo clases en la misma calle donde naciera su buen amigo Francisco Sánchez Gomes. Por no hablar del excelente intérprete y compositor Salvador Andrades o su hijo José Manuel León, cuyo primer disco, Sirimusa, despertó el unánime aplauso de la crítica. O, por supuesto, José Carlos Gómez, guitarrista, cantante, compositor de una larga y al mismo tiempo joven trayectoria profesional, pero hijo de un compañero de Antonio, el hermano de Paco, en la añeja recepción del britanísimo hotel Cristina. Fruto de ese cielo y de esa misma generación, crecida a orillas de Paco, es Luis Balaguer, un guitarrista que ha viajado desde el flamenco al jazz con naturalidad y solvencia. Mucho más joven, Paquito Martín, hijo de un amigo de Paco, de ese mismo nombre, que llegó a recibir clases del patriarca Antonio.
Allí, en la vieja Isla Verde, tuvo que escuchar también Paco su primer jazz, a través de la emisora gibraltareña que le ponía en relación radiofónica directa con la BBC de Londres, una programación que dejaría un poso musical heterodoxo en el Estrecho.
En Algeciras, Paco conservaría a sus amigos de siempre y a quienes fueron incorporándose luego a semejante cofradía. Ese equipaje personal y compatriota, con el que se relaciona de higos a brevas, bien vuelva por feria o a la playa, a una ciudad que ya no se asemejaba a la que fue suya: desde comienzos de los años sesenta hasta el momento presente, Algeciras duplicó el censo de su población hasta situarse en unos ciento veinte mil habitantes, en el transcurso de un proceso de especulación urbana o de bandidaje de su patrimonio histórico y sentimental, solo comparable con el de algunas zonas de la Costa del Sol malagueña. Ya no más Ojo del Muelle, ni Casino Cinema, ni la antigua plaza de toros. Tampoco quedaba playa del Chorruelo, la de los Ladrillos es un sumidero de basura y estuvieron a punto de llevar el malecón hasta la playa del Rinconcillo, donde su familia suele veranear. «Me parece —afirmaba en 1980 ante Jesús Melgar y Antonio Rodríguez— que, si se cargan el Rinconcillo, se cargarían una de las pocas playas que son realmente del pueblo, en la que no hay turismo, que este es un sitio donde la gente de Algeciras disfruta y lo pasa bien. Creo que, ahora, hay un proyecto de un superpuerto; yo estoy totalmente en contra de eso. Estoy totalmente de acuerdo en que hay que dar trabajo al pueblo, pero creo que se puede buscar otro sitio; hay mucha costa por aquí. Pero... ¡si esta playa es una maravilla, coño! No deberían hacerlo. Yo no soy quién para decir nada de esto, porque no tengo ni idea de cómo se planifican estas cosas, pero... me parece que hay mucha playa y mucha costa en toda esta parte para que se carguen esta bahía».
Cuando volvía de higos a brevas a su ciudad natal, Paco intentaba recobrar la gracia noctámbula de los garitos abiertos hasta tarde, la algarabía de las tardes de toros en el hogar de Cara-Ancha, los chiringuitos playeros, el horno ceramista de José Luis Villar, la larga secuela de parientes y amigotes, las escapadas al monte o a la costa. Paco no supo de niño que José Luis Cano había escrito un puñado de hermosos sonetos sobre esa arena mestiza ni que otro escritor, Juan Luis Romero Peche, ironizaba diciendo que había nacido «en la desaparecida ciudad de Algeciras». También al guitarrista le resultaba un tanto ajena la ciudad que había dado paso a la de su infancia: «Intrínsecamente era la misma ciudad. Pero anoche tuve una sensación muy rara —me explicó una vez—. Anoche, salí a tomar unas copas. Y me llevaron a un barrio que hay por ahí, por la Fuentenueva, donde hay bares. Yo no sabía ni dónde estaba. No estaba ni ubicado. Todo el tiempo tuve la sensación de que estaba en otra ciudad. Y por más que yo decía “estamos en Algeciras”, nada. Nada, no tenía nada que ver con la ciudad que yo recordaba. Sobre todo en la juventud. Era otra juventud, en la manera de hablar, de moverse los muchachos jóvenes, la manera de actuar. Nada que ver con la Algeciras que yo recordaba. Pero no la que recordaba de niño, sino la que recordaba de hace diez años. El cambio en los edificios para mí no tiene mucha importancia porque es algo que sucede, pues hay más gente y hay que construir más. Hay diferencia, por supuesto que la hay, pero la diferencia que yo he notado es la sensación que tuve anoche, la de la juventud de ahora. Cuando yo tenía veintitantos años, venía por aquí. La juventud es siempre como nueva, diferente a la generación de sus padres, pero yo no experimentaba entonces la sensación de anoche, la de estar en una ciudad distinta. Yo iba, además, con dos copas y me preguntaban “¿qué, estás a gusto aquí?”. Y yo les contestaba que sí, que yo estaba loco por venir a Frankfurt. Estuve toda la noche diciendo que estaba en Frankfurt, con la borrachera. Tenía la sensación de estar en otra ciudad, pero no española, europea, una cosa muy rara».
Sus relaciones artísticas con Algeciras parecieron arrastrar, durante tiempo, un largo mal fario, que se remonta a una primera actuación en solitario, como concertista, en el verano de 1970 en el Teatro Municipal Florida. No le fueron mejor las cosas en el verano de 1980, en la plaza de toros, cuando decidió tocar para sus paisanos al módico precio de cien pesetas la entrada: poco más de un millar de espectadores vino a llenar un tercio de los graderíos y Paco se echó a llorar.
El 28 de junio de 1986, su guitarra ofrecía un pregón musical de la feria de dicha población. El equipo funcionaba bien cuando lo probó a media tarde, antes de ir a dormir la siesta. A la vuelta, cuando empezó a tocar en un parque de María Cristina rodeado por el bramido ensordecedor de las motocicletas, el sonido se acoplaba de continuo, hasta el punto de que Paco, poco amante de hablar en el escenario, se arrimó al micrófono y dijo: «Habíamos venido a tocar con mucha ilusión hasta Algeciras. No quiero echarle la culpa a nadie, pero esto es un desastre. Así no se puede tocar. Creo que no encontramos inspiración». Paco se excusaba con estas palabras poco antes de que el grupo se despidiera con una recreación de «Entre dos aguas». La rumba sonaba fresca como si la hubiera compuesto anteayer. Sobre el escenario le acompañaba el sexteto habitual, con Manolo Soler como bailaor: «El Ayuntamiento me pidió que realizara el pregón de la feria. Quienes me conocen saben que no sé hablar en público. Mi guitarra sí sabe hablar y va a intentar contarles mis sentimientos por Algeciras y por su gente».
Los reconocimientos oficiales, desde su patria chica, vinieron con cuentagotas. En 1980, da nombre a una ronda en la populosa barriada de El Saladillo, donde encontraron vivienda pública muchos de sus antiguos vecinos de La Bajadilla. Luego, también bautizaría el conservatorio local, que ahora habrá de emplazarse paradójicamente en el cuartel donde su padre estuvo detenido durante los primeros días del golpe de Estado de 1936. Su nombramiento como hijo predilecto tardó cinco años en llevarse a efecto desde que, en febrero de 1993, el Instituto de Estudios Algecireños propusiera su designación, pero se exigió una masiva recogida de firmas cuya necesidad real nadie se explicaba. Antes, incluso, fue nombrado hijo predilecto de la provincia por la Diputación de Cádiz: «Me da vergüenza este reconocimiento porque hay gente que se lo merece más que yo, como Manolo Sanlúcar. Espero que esto sirva para que detrás vengan ellos», confesó, no muy lejos del propio guitarrista sanluqueño.
Paco, por haber hecho el esfuerzo titánico de convertir el flamenco en, sencillamente, universal —palabras de Rafael Román, presidente de dicha institución—, se sumaba a un panteón de ilustres en el que figuraban José María Pemán, Rafael Alberti y el bilaureado general Varela que, a la sazón, había sido su suegro, por ser el padre de Casilda, su primera esposa. Cuando recibió dicha distinción, el guitarrista no hizo otra cosa que hablar de su infancia: «Los recuerdos de mi estancia en Algeciras se funden en un mismo recuerdo que me ha acompañado toda mi vida, sobre todo, en mis inicios».
Paco seguía acordándose de esa última ciudad como una Cruz del Sur íntima: «Es mi madre predilecta; siempre lo fue y siempre lo será. Es de donde vengo y a donde voy». Pero tampoco olvidó a Cádiz, en cuyo teatro de verano en 1985 llegó a actuar junto a Chick Corea y su esposa, la vocalista Flora Purim: «Mi padre narraba historias y acontecimientos de su vida, y resultaba que todo lo bueno le sucedía en Cádiz. Después yo, al cabo del tiempo, le di la razón: no era casualidad el hecho de que en Cádiz siempre pasara buenos ratos».
«Por encima del lugar de procedencia está el valor humano de cada uno —sentenció—. Esto, junto con la libertad, es lo verdaderamente importante».
A Paco le resultó peculiar que el Ayuntamiento de Algeciras y la autoridad portuaria sumaran fuerzas para erigirle una obra escultórica, esculpida por Nacho Falgueras, en el paseo marítimo local. También sería ese mismo artista quien preparase un busto y unas formidables manos de bronce para la última morada de Paco en el cementerio municipal de dicha ciudad. «Me dijo que tendría que irme a América con él —le confesó Falgueras a su viuda, Gabriela Canseco—. Pero nunca llegué a hacerlo».
«Eso tenía que haber sido mucho tiempo antes —admitía Ramón de Algeciras—. Aunque bien es cierto que se le ha reconocido en Algeciras haciéndole un monumento, echándole toda la carne en el asador. Todo lo que se haga a favor suyo me satisface. También me satisface que las relaciones con el Ayuntamiento queden en buena armonía».
«Siempre he pensado que la vida de cualquier persona está marcada por su niñez —recapacitó Paco durante el breve discurso pronunciado cuando le nombraron hijo predilecto—. Mi niñez transcurrió en Algeciras y aquí aprendí a sentir y sentí muchas cosas. Viví muchas cosas que me han servido muchísimo para mi desarrollo como artista y como hombre».
Allí estaban, de nuevo, a su vera, Manolo Sanlúcar, Félix Grande y Carlos Rebato. Y sus viejos amigos, Victoriano Mera o los hermanos Quirós, que habían negociado también el de senlace feliz de tal acontecimiento. Para sellar la reconciliación, Paco de Lucía volvió a actuar en Algeciras y, precisamente, en el parque de María Cristina, donde había vivido aquel accidentado pregón de feria. Ocurrió un año después de su nombramiento como hijo predilecto. Era un 28 de abril de 1999, no mucho después de que, el 9 de enero, hubiera muerto su hermana María. «¡Gigantesco!», calificó con razón Rafael Viso, en las páginas de Europa Sur, aquel recital. Fue una reconciliación. O una venganza.
A pesar de ocasionales desencuentros con el terruño, su amigo Félix Grande nunca fue consciente de que Paco de Lucía mostrase algún tipo de reproche hacia Algeciras: «Yo no sé nada de eso —le dijo el escritor a Juan José Silva—. Fíjate que yo tengo un diálogo abierto con Paco desde hace más de veinte años, y no recuerdo nunca un comentario ni desdeñoso ni herido sobre Algeciras, en absoluto. Si hay algún contencioso entre Paco y Algeciras, el contencioso está en Algeciras».
«Paco —añadió Grande—, siempre que me ha hablado de Algeciras como la ciudad que está vinculada a su infancia, siempre me cuenta casi un cuento de hadas. Me cuenta el momento en que él fue feliz de verdad en aquella Bajadilla, que era feliz de verdad revuelto con los gitanos, pero no solo tocando la guitarra, sino nadando, yéndose a nadar —él nadaba mucho, pues era un hombre fuerte—, y jugando y riéndose. La etapa de felicidad de Paco está en su infancia. Y el origen de su angustia, también».
En su libro Flamencos del Campo de Gibraltar, Luis Soler escribe: «Tampoco faltaron quienes pusieron en duda su amor por esta tierra, que si tenía un contencioso con Algeciras, que si apenas venía por su tierra. Bueno, un montón de sandeces que quedan todas destruidas si leemos los títulos de sus temas. No conocemos ni un solo artista de la talla del algecireño que haya prestado más atención a homenajear constantemente a su tierra».
A sus paisanos no les reprochaba siquiera el hecho de que no hubiesen acudido en masa a sus actuaciones locales: «Ir a un concierto de guitarra es muy aburrido. De hecho, nunca he ido a un concierto de guitarra de otros. Voy a los míos porque no me puedo escapar».
Ahora, sin embargo, el Ayuntamiento es consciente de que Paco de Lucía puede convertirse en la locomotora póstuma de grandes proyectos que perpetúen su memoria y que recuperen algunos de los remotos lugares de su niñez, desde el deprimido barrio de La Bajadilla hasta el mercado y los callejones que daban a un río que ya no existe.
«Para los guitarristas, Algeciras es como La Meca para los musulmanes —aseguró Norberto Torres a la periodista Fanny Rienda—. Recuerdo que con un grupo de guitarristas y amigos franceses vinimos un año, hace ya muchos, al Rinconcillo. Queríamos ver la tierra donde nació Paco de Lucía».
El nombre de su tierra siempre estuvo presente en sus discursos, desde el que pronunció al recibir el Premio Príncipe de Asturias a las palabras con que saludó el Premio Niña de los Peines que le otorgó la Junta de Andalucía: «Soy quien soy por haber nacido en Algeciras. Esos diez primeros años que pasé allí formaron el ser humano que soy ahora», volvió a repetir entonces, mirando hacia atrás sin ira.
Ese es el litoral que dará nombre a su rumba más célebre. «Entre dos aguas» se edita como single —con «Aires choqueros» en su cara B— y venderá más de trescientas mil copias. La mítica rumba aparece incluida en Fuente y caudal, que la casa Philips edita en 1973, y pronto alcanza notoriedad en las listas de éxitos, donde permanecerá en puestos notables durante la friolera de veintidós semanas a partir del 21 de octubre de 1974. Por aquellas fechas, Paco iba a estar a punto de abrir también, en febrero de 1975, las puertas del Teatro Real de Madrid al arte flamenco. En todo ello, los más allegados a Paco de Lucía aprecian la mano de Jesús Quintero. Según Pepe de Lucía, «si no hubiera sido por él, ese disco tal vez no habría tenido tanta repercusión. Quiero constatar que Jesús ha sido para Paco una pieza verdaderamente buena en todos los sentidos y en todos los aspectos, moral y artístico. En los créditos del disco figura José Torregrosa, director musical de Fonogram, que era el arreglista y transcriptor a partitura de las piezas de Fuente y caudal».
Ramón de Algeciras le acompaña como segunda guitarra en dicha grabación, a la que se unen el bajo de Eduardo Gracia y el bongo de su medio tocayo peruano José Sánchez, conocido artísticamente como Pepe Ébano. Ambos habían colaborado con Las Grecas en la grabación de «Te estoy amando locamente», un cantable compuesto por su viejo amigo Felipe Campuzano y del que recoge algunas falsetas la rumba más famosa del músico de Algeciras, por más que su resultado final es completamente distinto. Otro tanto ocurre con los tangos «Los pinares», incluidos también en ese mismo álbum.
Quizá fuera todo más casual de lo que la crítica presume: «La historia de la grabación de “Entre dos aguas” tiene ese aire casual de los momentos geniales —afirmaba Arcadi Espada en su blog de El Mundo, tras la muerte del guitarrista—. Ya había acabado la grabación de Fuente y caudal, pero el productor Torregrosa dijo que faltaba algo. Lo que pasó entonces me lo explicó Gonzalo García-Pelayo: “Yo no estaba allí, pero me lo contó el técnico de sonido; Jaime, se llamaba. Parece que, al rato de hablar Torregrosa, Paco empezó a trastear con la guitarra, improvisando. Un detalle importantísimo, porque ‘Entre dos aguas’ sería entonces el resultado de una jam session, por completo inusual en el flamenco. Lo cierto es que se grabó, pero no parecieron darle demasiada importancia. Hasta que un día me encontré a Jesús Quintero, que se había convertido entonces en su mánager. Me llamó la atención sobre la rumba, que me pareció una pieza excepcional. Hablé con Moncho Alpuente y Carlos Tena, que eran entonces mis jefes en la tele y en la radio. Yo entonces tenía mucho en la cabeza a John Mayall: ‘Si aupamos a John Mayall —les dije—, ¿por qué no vamos a aupar a este genio?’. Y lo aupamos”. Es una explicación —añade Arcadi Espada—. Pero tengo mis dudas de que los productores o la discográfica creyeran del todo en el carácter secundario de la pieza. Aunque la extraordinaria taranta “Fuente y caudal” daba nombre al disco, “Entre dos aguas” ocupaba el número uno de las ocho canciones. Gonzalo había citado al hombre clave. Quintero. Sabe cómo ocurrieron las cosas. Y de paso aclara una discrepancia en las fechas. Gonzalo creía que el disco había salido a finales del 74, pero lo cierto es que había salido un año antes. “¡Claro que había salido un año antes! —me explicó Quintero con ardor—. ¡Y se vendieron trescientos! Y estaba descatalogado. Y si no llega a ser porque me planté con los directivos de Philips para que lo volvieran a poner en el mercado, y por la ayuda de Gonzalo y de otros amigos de las radios, el disco se habría hundido en el olvido”. “Entre dos aguas”, descatalogada. Convendrás, querido amigo, en que es una noticia puramente extraordinaria».
Espada asegura que Quintero ignora el origen del nombre de la rumba, aunque Gonzalo García-Pelayo aventurase que anticipaba la fusión entre flamenco y jazz: «Yo tiendo a creer al guitarrista cuando dijo que él había nacido entre dos aguas», zanja el periodista. «Lo que tampoco favorece, desde luego, la hipótesis del supuesto carácter secundario de la pieza: no parecía un título de aliño. Luego está la inspiración. Es fama que, cuando la grabó, llevaba en la cabeza el éxito de Las Grecas, “Te estoy amando locamente”, y que la similitud melódica se advierte con claridad. No sé qué decirte. Quintero lo niega. El hecho de que la rumba greca se editara a finales del mismo año de 1973 tampoco facilita la hipótesis de la influencia». El misterio prueba a dilucidarlo José Luis Marín Anula, amigo de Paco desde la infancia: «Si te fijas, los acordes son parecidos a “Fly Me to the Moon”, de Frank Sinatra. Solo que el punteado es doble. Yo solía meter esa canción por rumbas y a Paco le gustaba mucho».
Todo aquel barullo del éxito vendría mucho más tarde, cuando «Entre dos aguas» se convirtió en un estandarte musical de la Transición, pero cuando Paco nació apenas habían pasado diez años desde el inicio de la Guerra Civil y él era un niño regordete que, con apenas siete, fue capaz de espetarle a su padre que estaba fuera de compás y, en otra ocasión, cuando el gitano rubio intentaba enseñar a tocar a su hijo Antonio, Paco le soltó:
—Si es muy fácil, Antonio.
—¿Fácil? ¿Fácil? Pues hazlo tú.
Y Paco lo hizo. Fue entre dos aguas, en la misma ciudad en donde a finales del siglo XIX triunfaba el torero machadiano Cara-Ancha, al que, cuando toreó en La Coruña, alguien le preguntó de dónde era.
—De Algeciras, yo soy de Algeciras.
—Eso está muy lejos.
—No, lo que está lejos es La Coruña. Algeciras está donde tiene que estar.
«No es cierto que mi padre me atara a la silla para que aprendiese a tocar —desmentía Paco—. No le hacía falta hacerlo».
Ángel Álvarez Caballero también asegura que las relaciones entre Mambrú y su padre —«un maestro duro, exigente, que no toleraba distracciones, porque no quería que sus hijos sufrieran en su vida las estrecheces por las que él había pasado»— han sido ocasionalmente difíciles. El guitarrista nunca olvida lo que le debe a su progenitor: «A mi padre se lo debo todo pues me obligó a tocar desde niño, cuando uno no tiene capacidad para decidir lo que quiere ser en la vida y necesitas a alguien que te empuje y te señale el camino. Eso fue lo que él hizo, entre otras cosas porque no tenía dinero para mandarme a la escuela».
«Estuve en dos colegios de La Bajadilla. Uno era en la calle Barcelona, que le decían el colegio de las Muñequitas, porque eran dos mellizas, maestras y hermanas, a las que llamaban así. Era el colegio de José Sinova; allí estuve tres o cuatro años. Y después, abrieron un colegio del Estado, en La Cañada. Era un colegio en el que había dos aulas. Un maestro era Guillermo y otro, José. A mí me daba clase José».
Andando el tiempo, en aquella calle San Francisco donde naciera, llegaron a abrir otro colegio, el de don Isidoro Visuara. No es cierto, niega, que su padre le sacara incluso del recreo escolar para obligarle a ensayar: «Me acuerdo —evoca, en cambio— que ahí sí me pegaban muchos palos, porque ese maestro tenía un hijo tonto. Cada vez que el tonto decía “puta, puta”, o algo así porque no sabía decir otra cosa, el padre se rebelaba y preguntaba: “¿Quién es el que le enseña a Federico a decir esas cosas?”. Entonces, el chivato típico de todos los colegios, Lopera, se levantaba y decía: “El Sánchez”. Y a mí, sin tener culpa ninguna, me agarraba el maestro, me levantaba y me ponía en pompa delante de todos los niños. Y me pegaba unos palos en el culo, el hijo de puta... Siempre tenía el culo morado, porque cada vez que el tonto decía “coño” o decía “puta”, no veas, yo me echaba a temblar porque ya sabía que me iban a llover todos los palos. Hasta que un día mi madre me vio el culo lleno de cardenales y fue al maestro y casi lo araña. Le dijo que si me pegaba más le iba a sacar los ojos. Y ya no me pegó más. Recuerdo aquella escuela como un martirio».
Discurrían por entonces los años más difíciles de su familia. Las estrecheces en el bolsillo doméstico se compensaban con un indiscutible afán de supervivencia que llevaba a su padre, por ejemplo, a tocar la guitarra hasta las tantas y trabajar luego en un puesto que tuvo en el mercado de abastos. Paco no llegó a ayudarle en aquel tenderete de la plaza: «No, yo no llegué a eso. Ramón, sí. Yo me fui de Algeciras, con doce años, a Madrid. Recuerdo que mi padre me sacó de la escuela con diez años, o así. Me preguntó un día si yo sabía multiplicar, dividir, sumar y restar, si sabía escribir. Le dije que sí. “Pues ya está, ya no hay más dinero para pagar la escuela y ahora vamos a aprovechar el tiempo para hacer una cosa bien, que es tocar la guitarra”. Mi padre siempre tuvo mucha intuición y yo le agradezco siempre aquella decisión, porque fue una decisión bastante inteligente».
«Uno es lo que fue su infancia —insistió siempre Paco—. Ahí está la llave. Después te pules o degeneras. Según tu cabeza».
Así, aún recuerda sus correrías por La Bajadilla y la calle Fuentenueva, hasta la banda del río donde vivía Victoriano y los callejones donde estaba la casa de los hermanos Marín, cuya madre, Cristina Anula, le hacía unas natillas de las que todavía se acuerda. Jugueteaba entre gitanos, cuya sociedad hermética se había abierto en ciudades mestizas como Jerez, Cádiz, Sevilla o aquella Algeciras de mediados de siglo donde, según el propio guitarrista, no solo vivían encerrados los gitanos, sino «también los andaluces y todos los españoles en general». «A los gitanos se les puede cortar la lengua, pero seguirán cantando sin ella», le soltó a Sol Alameda.
En aquel entonces, cuando aquellos días azules y aquel sol de la infancia, Paco aprendió a nadar y a jugar al fútbol. Su Dios se llamaría el Real Madrid, siempre lo fue. A veces, quizá porque hubiera visto en el cine Las aventuras de Tom Sawyer, llegaba a irse por la noche al cementerio para espantarse el susto porque siempre fue muy miedoso y quería desprenderse de tan pesado equipaje personal. En aquel tiempo y en aquel rumbo, se sentía, así se lo dijo a Félix Machuca, «muy feliz»: «Mi familia estaba muy unida. Y mi padre era un ser maravilloso».
Ese aprendizaje familiar de la guitarra solo se truncó en el caso de la mayor de la familia, María, la única hija del matrimonio. El machismo se juntó con los prejuicios de la época. Que si las mujeres no podían tocar la guitarra por los pechos o por la supuesta debilidad de sus dedos, una pintoresca teoría cuajada de contradicciones. Andando el tiempo, Paco participaba de algunas de dichas prevenciones: «Creo que para tocar la guitarra flamenca —afirmó en 1986 en una entrevista con Francisco Correal— se necesita fuerza física, tener mucho nervio. Hay momentos en que necesitas romper la guitarra para después acariciarla, y la mujer tiene la pulsación más débil».
Ella había nacido en vísperas de la guerra, en 1935, apenas un año después de que sus padres se casaran por lo civil. De chica, lo mismo cantaba por Conchita Piquer o por Juanita Reina que por los palos sustanciales del cante, como ella misma explicaba: «La que empezó cantando y bailando era yo. Cuando vinieron unos franceses, que querían hacer una película de Paco, fui a la calle San Francisco y se los presenté a María Garay, una anciana que vivía allí cuando yo era chica. “Hacedle —les dijo— la película a ella, ella sí que formaba corros en la calle”. En una de las fiestas en casa de Pepe Marín, estaba Valderrama y me quiso llevar en la compañía. Ramón ya estaba con él. No me fui por mi novio, que no quería que cantara. Valderrama me dijo “novio o arte”. Y yo escogí.
»Claro que no me salió del todo bien. Todavía, cuando me enfado, mis hijos se ríen de mí cuando me oyen decir “pero ¿qué hago yo aquí si lo mío eran las tablas?”».
A su padre, de entrada, no le entusiasmaba la idea de que su hija se dedicara al espectáculo, un oficio cuyos claroscuros él conocía a la perfección. Su único novio, José Bandera, de quien con el tiempo se divorciaría, también siguió la costumbre de la época y le impidió incorporarse a algunas de las compañías que cruzaban el Estrecho y que hacían parada y fonda en casa de la familia Marín. Y todo ello a pesar de que también se fijó en sus cualidades otra de las rutilantes estrellas de la época, Pepe Marchena.
A pesar de que no se le impuso la formación profesional de la guitarra, María también dejó el colegio a la edad reglamentaria, la de los once años, para ayudar a su madre y acunar al último hermano recién nacido: «Paco era el más relajado de todos nosotros —contaba—. No se peleaba con nadie. Era la bondad hecha persona. Un niño muy asustón, muy asustón. A mi hermano Paco le gustaba la música desde que era un bebé. Yo era la mayor y la única niña, tenía que cuidarlos. Yo jugaba en la calle con mis amigas y mi madre me llamaba, “María, que el niño se ha despertado”. En un momentito, le daba una vuelta, cogía una silla de anea, metía su cabeza bajo mi sobaco y le cantaba por Marifé o por Juanita Reina. Y no tardaba un cuarto de hora en dormirlo. Lo hice tantas veces que mi madre rompía diciendo “María, ya lo has dormido otra vez, lo vas a volver tonto”. De aquello que yo le cantiñeaba, cogió Paco muchas cosas en su música. Nadie se puede dar cuenta, pero yo se lo digo. Son, a lo mejor, cuatro notas sueltas, pero yo le saco de dónde vienen.
»Yo cantaba por bulerías, muy ajustada. El Chaqueta, en una reunión en Madrid en la que estaban Vaquero, el representante de Lola Flores, Marchena y Carmen Sevilla, dijo que en España había dos personas que cantaban ajustado por bulerías, yo —por él mismo— y una niña de Algeciras que se llamaba María. Un día, estaba yo comiendo en blanco y llegó mi padre diciendo que estaba allí Marchena y el representante suyo. Solté el blanco y me metí en la cama con ganas de vomitar, diciendo que no, que no quería irme con ellos. Mi padre se puso a decirme “¿qué es lo que quieres, niña, que cuando llegues a la edad de tu madre estés como una pantera y cargada de hijos?”».
Pero, de su matrimonio con el industrial José Bandera, María solo tuvo dos, Maite —que asumió el negocio familiar y también renunció a su indudable faceta artística— y José María, que militó como guitarrista en el Ballet Nacional e inició una sólida trayectoria artística. Acompañó a su tío Paco, con su septeto primero y luego junto con Juan Manuel Cañizares, en la gira del año 91, interviniendo también en su versión del Concierto de Aranjuez, del maestro Joaquín Rodrigo, así como en tournées posteriores y en la grabación de Canción andaluza. Antes, en el otoño de 2002, se sumó a la compañía de Sara Baras para interpretar la música que Manolo Sanlúcar compuso para Mariana Pineda, un celebrado espectáculo que puso en escena la bailaora isleña. «Mi padre —volvía a referir ella— no pudo darme clases de guitarra a mí porque no tenía nervio, pero él quiso hacerlo, para que no le echase en cara de mayor que a mí no me había tratado igual que a los demás. A Pepe le pagaba por atender a las clases que él mismo le daba, porque se negaba a estudiar y, como le gustaba mucho el dinero, le daba diez pesetas por cada clase. Un día, con mi José Mari chiquitillo, Pepe le recordó a mi padre que le debía cinco clases, para que le diera el dinero. Yo le pedí, como él venía a Algeciras todos los veranos, que las clases que no me había dado a mí se las diera al niño. Mi hijo empezó a estudiar la guitarra y le ha gustado más que nada en el mundo. Mi hijo tiene hecho primero de Ingeniería Industrial y, estando estudiando, mi hermano Paco me dijo que se fuera con él. Justo fue en el bautizo de Lucía Palma».
Los cantaores siempre han confirmado el oficio y la sobriedad de Ramón de Algeciras, nacido Sánchez Gomes en plena guerra, el 5 de febrero de 1938, y fallecido en 2009. Cuando era un adolescente, le tiraban la albañilería o la carpintería, pero empezó a acompañar de tarde en tarde a su padre, en la alboreá de las juergas, aunque siempre se negase a incorporar a su hijo a las fiestas reservadas y al cabaré: «Por la mañana, cuando mi padre venía de tocar, se traía a casa a Chaqueta, a Jarrito, a Joaquín el hermano de Roque. Venían todos».
«La guitarra la llevo en la sangre —proclamaba él mismo—. Yo estoy tocando desde los quince años. En Algeciras, también se cantaba en la Venta del Cobre, o en lo de Veneno, un quiosquito que había en la plaza de toros vieja. A mí me ha gustado siempre el cante. Me encantaría cantar bien, sería lo más grande del mundo. Ese es el motivo de que, cuando te gusta tanto el cante, aprendes a tocar para cantar».
El periodista alemán Berit Böhme publicó una cumplida entrevista con este guitarrista de raza, a quien se le atribuye un excelente oído musical que a menudo ha puesto en apuros a más de un flamencólogo: «No lo sé. Todo el que toca sabe afinar la guitarra. Unos mejor que otros, pero...».
En 1957, fue su padre, Antonio Sánchez Pecino, quien le habló a su amigo Pepe Marín, aquel remitente de pescado aficionado al cante y con quien había compartido las tertulias de antes de la guerra, para que Juanito Valderrama, una de las estrellas flamencas de la época, oyera a su hijo. Valderrama y Marín eran compadres. José Marín y su esposa, Cristina Anula —cuya cocina siempre estuvo abierta a los Sánchez y a medio mundo—, fueron grandes aficionados. Así, y por un generoso sentido de la hospitalidad, procuraban acoger en su casa algecireña de Los Callejones, junto a la banda del río de la Miel, a los artistas que pasaban por la ciudad, o a quienes cruzaban el Estrecho para actuar ante la colonia española que residía en Marruecos, que era un colectivo pudiente y se había logrado crear todo un circuito de actuaciones en aquel territorio. Claro que aquel año, tras la independencia marroquí de 1956, a Valderrama no le debían de pintar demasiado bien las cosas en el país vecino, donde había estrenado su famosa copla «El emigrante» como homenaje a sus viejos compañeros exiliados, con los que había compartido filas y trincheras a bordo del Batallón Salvochea, de la CNT.
Así que, antes de presentarse en el Teatro Calderón de Madrid, el artista de los ojos achinados volvió a parar en casa de su amigo Marín y aceptó escuchar a aquel guitarrista incipiente. Ramón, que en aquel entonces tenía diecisiete años, lo refleja con sus propias palabras: «Yo era un seguidor de Niño Ricardo, que había estado tocando con Valderrama. Me hizo tocar. Tengo una foto que me la dedicó Ricardo ese día. Valderrama me dijo que me fuera con él. Los principios son los que más recuerdo. Los viajes, todos de noche. Tenía que ayudar a mi casa, pero tenía mucha furia, era joven y todo era bonito».
Desde chico, Ramón de Algeciras sacralizaba a Manuel Serrapí, Niño Ricardo, que era uno de los máximos referentes de la guitarra flamenca. Por ello, le llegó a molestar que Paco interpretara a su modo esa misma escuela: «Yo, a Paco, le ponía cosas de Ricardo para que estudiara y cuando menos me esperaba, él las cambiaba. Yo me enfadaba y le regañaba».
A Ramón le propusieron una vez grabar un disco como solista, pero nunca lo hizo.
De su época con Juanito Valderrama recordaba, por ejemplo, sus largas giras: «Lo mismo que ahora, pero en vez de ir a hoteles, íbamos a pensiones, donde no había ni agua corriente... Viajando en autobús siempre de noche. Porque de día hacía calor, el autobús no tenía refrigeración, no era bueno tampoco... Pero cuando eres joven eso lo recuerdas con alegría. Tengo mejores recuerdos de aquella época que de ahora. Parando en hoteles de cinco estrellas, teniendo de todo, recuerdo con más alegría lo otro que esto».
La gente, ahora, bajo similares condiciones, se quejaría más: «Antes no había ni para comer en las casas, tocando todos los días, y entonces se ganaba muy poco dinero. Hoy cualquier artista gana y tiene su casa con dos plantas y una casa en la playa... Antes los flamencos se reunían entre todos e iban a un sitio a hablar de flamenco y a cantar y a tocar. Uno le ponía una falseta al otro. La gente se tomaba un vasito de vino y se alegraba y se (montaba la fiesta)... Hoy no. Hoy lo más que quieren es cocaína, drogas, todo el mundo, ¡eh! Todo el dinero se (lo gastan en eso)».
Ramón presumía aún de haber tocado «a todos los cantaores que ha habido», que fueron muchos. En su casa, cuando había ocasión y tiempo, ponía discos de los flamencos viejos, pero también coplas, de esas que también apasionan a Paco, como las que interpretó Marifé hasta el último suspiro: «Eso es flamenco también. Eso es delicadeza flamenca. O sea, todo lo que sea flamenco es grande para mí».
En el año 2003, Ramón ya tenía medio decidido que iba a retirarse paulatinamente del sexteto de su hermano, en el que, durante largo tiempo, no solo había asumido las funciones de músico o las de gerente: «Soy el mayor del grupo y soy el que llevo, como digamos, la manada». Era el tiempo del sexteto, aunque Ramón acompañaba a Paco desde que ambos dejaron de hacerlo con Camarón. Una vieja fotografía les reúne en Tokio, junto a Ravi Shankar, pero pronto se amigaron con aquel mítico sexteto en el que, a menudo, Ramón sugería nombres, sobre todo de cantaores a los que husmeaba persiguiendo la tesitura heroica de Camarón.
Veinte años se tiraron juntos. «Como una familia», afirmaba Ramón. «Nadie se pelea», deseaba. El secreto estribaba, eso dijo, en «pagarles bien a los músicos y tratarlos bien». El programa de la actuación, eso sí, lo decidía Paco, aunque con matices: «Paco es bastante demócrata para eso. Él dice: “¿Qué te parece si hacemos esto?”. Y cuando dice Paco “¿qué te parece esto?”, nosotros replicamos: “Sí, sí, sí”. Cualquier jefe dice “hay que hacer esto y hay que hacer esto”. Paco, no. A pesar de no saber música, Paco tiene una cultura musical impresionante. Entonces todo lo que él dice es correcto».
En rigor, a Ramón nunca le dieron la opción de asumir un oficio distinto al que constituyó su vida: «No, lo que uno hace no es porque te gusta. Es porque en tu casa te dan pie. Pie quiere decir que te dicen: “¿Te gustaría esto? Pues esto se hace así, de esta forma”. Mi padre tocaba la guitarra. Entonces mi padre me enseñó a mí. Claro, poco a poco yo fui aprendiendo, yo salí, tal y tal; hubo esta época, la de mi padre, y luego yo enseñé a Paco».
En casa de los Marín, Valderrama ya se había fijado en Paco, pero aún era muy chico, un micurria que apenas levantaba un palmo del suelo, pero que tocaba la guitarra como un diablo: «Me acuerdo —me explicó Valderrama— que Niño Ricardo le dijo a su padre que como el niño siguiera tocando así, le iba a mandar a él, y a los otros guitarristas, a los albañiles».
«Los ha vuelto locos a todos», declararía luego Juanito Valderrama, en referencia a Paco de Lucía. En el verano del año 2002, se acercó hasta la sede de la Consejería de Cultura, en el Palacio de Altamira, en la capital sevillana, donde se le brindaba a Paco el Premio Niña de los Peines, instituido por la Junta de Andalucía. Pero, antes, se había referido a los hijos de Antonio Sánchez Pecino en las páginas de Mi España querida, biografía de Juan Valderrama escrita de oído por el preciso y ameno Antonio Burgos y que imprimió La Esfera de los Libros: «A Paco de Lucía lo escuchábamos tocar ya de chico, con pantalón corto en la casa de mi compadre Pepe Marín, en Algeciras, donde no faltaba nunca de nada. Cristina, que era la mujer más buena del mundo, ponía unas mesas grandísimas llenas de comida y donde paraban todos los artistas».
«Fue Pepe Marín —confirma Pepe de Lucía— quien influenció para que entrara Ramón con Valderrama. Gran amigo, gran persona y gran hombre. Pepe Marín fue quien influyó y Valderrama lo aceptó por sus méritos, porque si no no habría estado tanto tiempo con él, y Ramón se tiró mucho tiempo tocándole».
También Marín le hizo el pago anticipado de quince mil pesetas por la primera guitarra que esgrimió Ramón, que se la trajo Niño Ricardo en persona y que él fue amortizando con su sueldo en la compañía, a razón de treinta pesetas por semana. Con Valderrama, el mayor de los Sánchez recorrió diversos países, durante toda una década, hasta convertirse en su primer guitarrista. Mantuvo siempre la escuela de su admirado Niño Ricardo, por encima incluso de la querencia por el estilo de su propio hermano: «Cuando Paco despuntó, yo tenía una raíz ya hecha y era difícil salirme de ella».
En 1972, un ya curtido Ramón participaría, emocionado, en el disco In memoriam Niño Ricardo. Al margen de su carrera junto a Paco, Ramón militaría en compañías como la del bailarín Antonio, entre los años 1966 y 1968, o la de Manuela Vargas, o ha frecuentado los platós televisivos, con artistas de la talla de Luis de Córdoba. Su memoria alababa a Pepe Marchena, aseguraba que Antonio el Chocolate era difícil de complacer y que Agujetas le hizo una vez ascos a que le acompañara y desde entonces no lo hizo nunca. Ramón, que también se forjó en el tablao de Torres Bermejas, acompañando a Faíco o a la Paquera, pondera la memoria cantaora de Chaqueta: «Era un cantaor con el que cualquier guitarrista podría tocar. Él era el que llevaba al guitarrista».
Camarón era otra cosa. Ramón Sánchez tuvo sus más y sus menos con José Monge, pero afirma que le gustaba como cantaba, que le gustaba mucho. Así que repite su nombre cuando se le pregunta con qué cantaor tocaba más a gusto. Y lo hizo durante siete años: «Yo conocía mi oficio, tocaba mejor los cantes libres, que es lo que he tocado siempre. Valderrama cantaba siempre toques sin ritmo —malagueñas, granaínas—, pero el guitarrista tiene la obligación de saber tocar todas las cosas, incluyendo toques de ritmo. Camarón era una persona introvertida al ciento por ciento. Nunca le dio una satisfacción a nadie. Cantaba, agachaba la cabeza, y seguía. No era expresivo. Era una persona que desconcertaba. No hablaba nunca. Lo mismo les pasaba a Paco y a Tomatito. Le pasaba con cualquiera, era así con todo el mundo».
Pretextaba que dejó de acompañar a Camarón cuando compaginó sus actuaciones con las de Paco y había que recorrer medio país de un día a otro: «Había momentos en que ya no tenía fuerzas», aduce. Pero había otros motivos, que no desveló jamás.
A Ramón le encandilaba José Mercé y entre los tocaores Vicente Amigo y su compadre Enrique de Melchor. Tuvo dos hijos y uno de ellos, que ha heredado su nombre, tan solo toca la guitarra a ratos: «Algo hay de freudiano en todo esto —afirma su vástago—. Resulta que los primos que ahora tocan son José Mari, Pepe y Antonio, los hijos de los hermanos que no fueron guitarristas. Y Curro y yo, los hijos de Paco y Ramón, no tocamos».
Con el tiempo y la distancia, Ramón padre lamentaba que todos los guitarristas jóvenes quisieran ser concertistas desde el primer momento: «Creo que para ser un buen concertista, primero hay que ser un buen tocaor para cantar y bailar».
«Pero ya no estudia —le recriminaba María durante la última etapa de su vida—. Cada vez que se descantilla, se sube a un tejado a poner losetas. ¿Qué haces ahí arriba?, le digo. ¿Te has metido a albañil? ¿No te das cuenta de que se te van a agrietar las manos?».
Por ser el hijo varón mayor, ejercía cierta autoridad sobre sus otros hermanos. De hecho, administró en calidad de gerente las sociedades de la familia, Mambrú —la editorial de partituras que lleva el mote infantil de Paco— y Paraca (Paco, Ramón y Casilda), o la que se dedicó a la comercialización a través de Internet de un cupo de guitarras que llevaban la firma del artista: «A nosotros —restaba importancia Ramón— las sociedades no nos dan más que gastos, pero con la editorial se pueden editar cosas de Paco por todo el mundo».
Ramón afirmaba que ahí acaba su papel y que en las giras se limita a tocar la guitarra: «Yo toco. Tenemos una persona que se dedica a llevar la administración y a cobrar. Yo no hago nada de eso, pero, como gerente de la sociedad, firmo cheques o ajusto cuentas». Paco le reconoció siempre una cierta relevancia en su formación y, de hecho, traía de cada gira una nueva colección de falsetas que Paco devoraba. Félix Grande, en su Memoria del flamenco, escribe que «después de su padre, el primer profesor de guitarra de Paco de Lucía fue su hermano Ramón».
En su sobria biografía sobre Paco de Lucía, en la que examina por extensión los entresijos de la familia, D. E. Pohren habla de un «plan maestro» que Antonio Sánchez Pecino se habría trazado para sacar adelante a sus hijos, por vía artística y sin que tuvieran que pasar las penurias de su progenitor. Claro que resulta un plan tan perfecto y tan anglosajón que no pareciera guardar excesiva relación con el espíritu latino.
«Cuando cada hijo llegaba a la edad adecuada —describe Poh ren—, Antonio padre comenzaba a desarrollar su plan maestro, el cual consistía, a este nivel, en instruir personalmente a cada niño en la disciplina flamenca de su elección. Ramón, Antonio hijo y Paco eligieron la guitarra, María el cante y Pepe, ambas cosas. Para entonces, Antonio poseía un gran conocimiento de la guitarra y también del cante, y supo desvelarles los secretos de este complejo arte a sus hijos».
Pohren habló de esa teoría con Antonio Sánchez Pecino. Incluso le preguntó si alguna vez dudó de que su plan maestro pudiera llegar a buen puerto: «Me respondió que sí, por supuesto, había dudado». Pero cualquier duda se disipó cuando contempló cómo atendía el maestro Sabicas al toque de Paco durante una actuación en Málaga. Hasta el punto de que el hermano del tocaor autoexiliado, Diego Castelló, le dijo a Antonio padre que Sabicas había comentado maravillado: «¡Como ese niño no ha habido, no hay, ni habrá otro jamás!».
Corría el año de 1967 y Sabicas ya había escuchado a Paco en Nueva York. Sin embargo era la primera ocasión en que su padre los veía juntos. El legendario acompañante de Carmen Amaya viajaba con ella cuando estalló la Guerra Civil española. Ambos decidieron quedarse en Estados Unidos, iniciando un largo destierro que la gitana del Somorrostro rompió a comienzos de los años sesenta, pero que el tocaor mantuvo hasta 1967, cuando aceptó la invitación suscrita por los promotores de la IV Semana de Estudios Flamencos de Málaga. Allí, coincidieron. Pero el maestro ya se había visto sorprendido con el toque de Paco un año antes, en Nueva York, cuando le presentaron a aquel joven virtuoso que figuraba en la compañía de José Greco. Pero esa es otra historia.
El escritor Enrique Montiel, al pairo de una comparación que también formularan Félix Grande y Donn Pohren, describe atinadamente a Antonio Sánchez como «una especie de Leopold Mozart, exigente y conocedor del extraordinario talento musical de su hijo Paco». Pero los primeros en familiarizarse con el peculiar procedimiento educativo de Antonio Sánchez fueron sus hijos mayores, María y Ramón. María cantaba y bailaba hasta formar corrillos en su barrio: «Mi padre me cortó unas cuantas veces las uñas para que tocara la guitarra, pero no tenía nervio. Yo quería salir tocando, sin más. Mi hermano Ramón empezó a tocar la guitarra, cantándole yo. Pepe también cantaba. Ramón fue guitarrista a la fuerza, pero Paco lo fue por vocación. Ramón lloraba cuando tenía que estudiar. Paco, no; era muy dócil».
«Mi padre —analizaba Ramón cuando le pregunté por ello— nos enseñó lo que él sabía. A poner las manos, a conocer todos los trastes de la guitarra, las escalas. Fueron unos cimientos bastante buenos. Luego, aprendí mucho con Valderrama. En su compañía iba José María Pardo, un seguidor de Niño Ricardo. Todo se aprende. Si se estudia, se aprende. He tenido buena escuela. Yo, en la guitarra, puedo hacer alguna cosa si la estudio. Paco, lo que piensa lo hace. Es un artista superdotado. No en balde, ha sido proclamado durante seis años consecutivos el mejor guitarrista del mundo por la revista Guitar Player, aunque él no lo ha dicho nunca».
La generosidad del Niño Ricardo les hizo a todos participar de la amistad de su familia, hasta llegar a Ricarda, su hija: «En aquel tiempo, los guitarristas tocaban sus creaciones de espaldas, para que nadie pudiera copiarles las falsetas», evocaba Paco.
Ramón Sánchez, que conoció la fama con el nombre de Ramón de Algeciras, recordaba a su padre como un hombre enérgico, autoritario: «Nos decía “coge la guitarra”, y estábamos tocando todo el día. Nosotros le teníamos mucho respeto, hasta un poco de miedo. Pero se ha dicho que nos amarraba o que nos pegaba, y eso es mentira. La gente inventa muchas cosas».
Antonio, el tercer hermano en orden de nacimiento, no siguió la carrera artística, aunque en un último período de su vida llegó a titular una de las oficinas profesionales del clan familiar. De hecho, los suyos le deben en gran medida que ingresara su sueldo estable en una casa marcada por la bohemia y las aportaciones irregulares que siempre deparó el flamenco.
Nacido un 31 de julio de 1942, también tuvo mote doméstico, el Cabeza. A los once años, empezó a su vez a aprender la guitarra bajo la batuta de su padre, pero lo dejó pronto porque, dos años más tarde, entró como botones a trabajar en el hotel Cristina de Algeciras, un paradero suntuoso que data de principios de siglo. «Mi padre siempre dijo que no iba a llegar a ninguna parte porque era el más golfo de todos», bromeaba María a propósito de un hermano al que alabó siempre su intuición y su inteligencia.
A él le fastidiaba saber que sus amigos estaban jugando al fútbol o camino de la playa mientras su padre intentaba transmitirle su sabiduría como instrumentista. «Recuerda haber llorado a menudo», aseguraba Donn Pohren a tal propósito. Sin embargo, recordaba la infancia como un paraíso perdido, del que se alejó definitivamente cuando a los trece años encontró su primer trabajo, que más que cierta independencia le permitía ayudar a su familia a salir adelante.
«De hecho —escribe Pohren—, Antonio hijo recuerda su niñez como un pasaje amable de su vida. Disfrutaba cuando le sacaban de la cama para acompañar con su guitarra a los juerguistas cuando volvían por la mañana, y las alabanzas que de él hacía Antonio el Chaqueta por sus excelentes palmas, y recuerda con agrado las veces que el grupo decidía bajar al bar de Antonio el Flecha, situado en el mercado, a las nueve o diez de la mañana, para allí continuar la fiesta. Antonio recuerda que cuando su hermano Pepe tuvo edad suficiente para acompañarles a este bar, Pepe y el hijo mayor del Flecha, Chaquetón, competían amistosamente por ver quién cantaba mejor, y cómo los ojos de Antonio padre brillaban de orgullo».
La leyenda familiar sostiene que recibió un jarro de agua fría cuando, en plena adolescencia, comprobó cómo su hermano Paco, de apenas siete años, era capaz de manejar el instrumento intuitivamente mucho mejor que él con tanto esfuerzo. Lo cierto es que Antonio no volvió a intentarlo, a pesar de que lo probó de nuevo tras el servicio militar, cuando acarició la idea de dedicarse profesionalmente al toque. In extremis, salvado por la campana del azar, lo desechó al encontrar otro trabajo que le reportaba mayor estabilidad. A la postre, gracias al despido de Antonio y a los premios de Paco y Pepe en el concurso de Jerez, la familia Sánchez pudo establecerse luego en Madrid.
«Los hijos —refiere Francisco Peregil siguiendo la versión de Donn Pohren— iban siendo retirados de la escuela a los once años y, cuando empezaban a ganar dinero, todos los ingresos llegaban directamente al padre. La norma seguía vigente hasta que contraían matrimonio. Mientras tanto, la familia realizó lo que se conoce como una labor de equipo. Cuando trabajaba en la compañía de Juanito Valderrama, Ramón de Algeciras enviaba sus ingresos a la familia, para que pudieran trasladarse a Madrid. Era preciso vivir en la capital y que Paco de Lucía se diese a conocer. A Antonio Sánchez lo despidieron del hotel y recibió veinte mil pesetas de las de aquella época, en concepto de indemnización. El dinero se destinó a la compra de una vivienda en la calle de la Ilustración, junto a la madrileña estación del Norte».
Esa casa lleva el número 17 y primero fue alquilada por los Sánchez antes de comprarla. Allí, Ana Botella, como alcaldesa de Madrid, descubrió una placa conmemorativa durante la primavera de 2014, aunque desapareció de su fachada misteriosamente poco después. Andando el tiempo, aquel piso se convirtió en la oficina madrileña de Paco y allí siguió Antonio Sánchez Pecino el férreo aprendizaje de sus hijos. «Por cojones», tal como evoca Antonio Sánchez, el hermano de Paco que no fue artista y que también creía, a pies juntillas, que las regañinas de su padre fueron necesarias para educar a sus hijos.
Lo cierto es que viajó con el resto de la familia a Madrid en 1962, donde pasó a regentar un saneado puesto como recepcionista del hotel Alcalá. Allí contrajo domicilio y familia, de la que nació su hijo Antonio, un virtuoso guitarrista que no solo acompañó en sus últimas giras a su tío Paco —con quien grabó en directo uno de los conciertos correspondientes al disco Cositas buenas—, sino que ha escoltado a otros artistas o figurado en elencos de prestigio como el tablao El Cordobés, de Barcelona.
Antonio murió el 17 de mayo de 2014, apenas dos meses y medio después que su hermano Paco. Ni siquiera pudo acudir a su entierro algecireño, sumido en una fuerte depresión que le impidió siquiera ejercer el íntimo derecho al luto. Sin embargo, quienes le conocieron recordarán siempre su ironía, su esfuerzo cumplidor de hormiga en un nido de cigarras, su capacidad para el sarcasmo y esa guasa familiar que marcó en gran medida el estilo de vida de los suyos.
A Pepe (Algeciras, 1945) le privó siempre más el cante que la guitarra. Y al igual que otros niños soñaban con ser Puskás o Kubala, sus mitos se llamaban Manuel Torre, Tomás Pavón o Antonio Mairena. A pesar de ello, su padre y sus hermanos mayores se empeñaron en enseñarle los secretos de la guitarra, aunque fuera a costa de incentivar su interés con unas cuantas monedas con que comprar caramelos.
«Mi familia me dio las alas necesarias para volar a donde fuera y cimientos sólidos para construir mi propia casa. Gracias a Antonio Sánchez y a Luzia Gomes, que fueron mis padres, pero que también fueron mis maestros. Gracias a mis hermanos ya desaparecidos, María, Ramón, Paco y Antonio. Gracias por tantas risas, por tantas complicidades y por tantas aventuras compartidas», expresó Pepe de Lucía, en el otoño de 2014, cuando el calendario le llevó a cumplir sesenta y nueve años el día 25 de septiembre.
Se sabía «el último eslabón de una familia irrepetible, de una saga de artistas que siempre supo defender la alegría e intentar construir el raro milagro de la belleza».
«Atrás queda la memoria, la niebla del pasado. Mis recuerdos de la infancia nacieron en una casa en la calle San Francisco de Algeciras, pero terminaron viviendo en la calle Ilustración de Madrid. El sonido de la guitarra y de la risa, el escalofrío de los escenarios, pero también el mayor éxito, ese que consiste en apurar la vida a sorbos y en no aceptar el fracaso».
Su relación con Paco fue especial desde el primer momento. Eran los menores de la casa y apenas los separaban dos años de edad. Así que Paco ya sabía el destino que le esperaba cuando vio que Pepe también abandonaba el colegio de don Isidoro y empezaba a aprender a tocar la guitarra por designio paterno.
Francisco Sánchez Gomes nació el día 21 de diciembre de 1947, a las diez de la mañana, en el número 8 de la calle San Francisco, que sirve como frontera entre el barrio de La Bajadilla y el de la Fuentenueva. Aún se siente muy vinculado a esa ciudad, a la que vuelve con cierta frecuencia, aunque en cierta medida renuncie a ser profeta en su tierra: «Exactamente. Eso lo explica muy bien una anécdota que me ocurrió en mi pueblo, Algeciras —ha declarado—. A un vecino mío le dijeron que yo tocaba muy bien la guitarra. Y él replicó: “Ese, ¡cómo va a tocar bien ese, si vivía al lado de mi casa y venía muchas veces a comer porque estaba desmayao!”. Eso puede aplicarse a escala nacional. Tenemos en nuestro país el complejo de pensar que lo que hacemos aquí no vale nada y miramos con admiración lo que viene de fuera». Tocando la guitarra, el niño chico del Cararrucha asombraba a propios y extraños. «Pronto —menciona Pohren— se hizo evidente que Paco era, como dice Ramón, un fuera de serie. Fue entonces cuando su padre ideó la segunda fase de su plan maestro, concentrar todos sus esfuerzos en hacer de Paco el número uno de la guitarra flamenca de todos los tiempos».
«Nací con la guitarra en las manos», zanjaba Paco.
No solo, sin embargo, fue instinto o genética. Algunos autores, como es el caso de Félix Grande, hablan de dos etapas primerizas en la relación de Paco con la guitarra. En un primer período, vería en ella una tabla de salvación para la modesta economía familiar, una suerte de aquel «sueño americano» a la española que, escribe Pohren, parecía reservado a los toreros y a los artistas. Pero, luego, Paco descubre la música, se erige en su sacerdote y convierte a su instrumento favorito en una suerte de médium para esa vieja alquimia de transmitir a terceras personas aquello que solo existe en las oscuras y personales regiones del espíritu.
Aunque cree que, al sacarlo del colegio, su padre solo hizo lo que le obligaban las circunstancias, hubo una época en que le acomplejaba el hecho de no haber completado estudios: «Hay situaciones donde echas de menos tener cultura, elocuencia en una conversación, estar al día en lo que sucede... Cada vez me pasa menos, con los años uno se acostumbra a ser y admitir lo que es. Cuando tienes dieciocho años quieres ser Supermán y, claro, de ahí vienen los complejos, los miedos y las timideces».
Su padre, admirable, anacoreta y, en cierta medida, purista. Parece claro que nunca debieron de gustarle de entrada aquellos escarceos de su hijo por los paraderos del jazz y por los rumbos de otras heterodoxias musicales. «Cuando yo era niño todavía —confirma Paco, de viva voz— y empecé a componer mis falsetas, me acuerdo de que mi padre estaba medio en contra porque me veía un poco como un osado, como pretencioso. Pero, claro, ¿qué pasó? Había ya un orden preestablecido, una manera de tocar, unos esquemas para tocar la guitarra. Yo, de pronto, empecé a dudar de esos esquemas».
Tampoco le gustaba a su hermano Ramón ese empeño suyo, esa búsqueda pertinaz, intuitiva y privada. Cuando Ramón de Algeciras le orientaba sobre las pautas que siempre le marcó el Niño Ricardo, Paco desobedecía: «Exacto, yo de pronto decía esto no es así, yo no lo veo así. Entonces, me llamaban chufla y me decían “este niño, ¿qué se ha creído?, este niño es pretencioso”. ¿Qué pasó? Que enseguida tuve un reconocimiento rápido. Mi primer disco solo, uno pequeño, lo hice con catorce años. Enseguida, los profesionales, la gente me lo reconocieron. Los guitarristas empezaban a hablar de mí y ellos veían que los demás empezaban a hablar bien de mí. Entonces ya dudaban de si lo estaba haciendo bien o no».
Hasta el final de sus días, Paco conservó la primera guitarra que le regalaron, que se la compró Reyes Benítez en la casa de los hermanos Esteso de Madrid; pero con la que aprendió a tocar fue con una que perteneció a su padre y que obró luego en poder de Faustino Conde, su guitarrero habitual. «El cante me ha gustado de siempre, incluso más que la guitarra —reconoció hasta el último aliento—. Yo, de niño, lo que quería era ser cantaor, lo que pasa es que era un niño tímido al que le daba vergüenza cantar y me escondí detrás de la guitarra».
En Chile, durante el otoño de 1993, Francisco Sánchez llegó a declarar que no aguantaba a Paco de Lucía, que ni siquiera aceptaba ya escuchar una cinta con su música: «Puede ser una vanidad exacerbada —dijo—, pero creo que es lícito, que la única manera de crecer es esa; puedo tocar las horas que quiera, pero escucharme, jamás».
«Mi vida ha sido fácil, me ha tratado muy bien y me ha dado mucho más de lo que esperaba de ella, por tanto me parecería de cínico el hecho de ser un sieso con los demás. Por otro lado, hay un sentido de culpa. Cuando yo me hice popular, no ya entre los flamencos, sino también entre el gran público, estuve varios años con un sentido de culpabilidad enfermizo, porque cuando yo era pequeño el guitarrista era el banderillero del flamenco, ni los ponían en los carteles ni les pagaban y en definitiva no estaban muy bien considerados. De pronto me vi salir de ahí y me convertí en una primera figura, y la verdad es que mi cabeza no estaba preparada para asimilar esto. Me daba vergüenza estar al lado de un cantaor y que me pidieran autógrafos por la calle, porque yo era el acompañante, el banderillero».
El abogado algecireño Juan José Silva, aficionado de ley al flamenco, recuerda una ocurrencia que le refirieron de cuando Paco tuvo que seguir ese mismo camino: el padre le colocaba «una peseta en el hoyo del dedo pulgar para aprender a hacer los arpegios con la mayor facilidad posible, sin que el dedo pulgar estorbase a los demás dedos de la mano».
«Y Paco se cansaba físicamente, incluso hasta el extremo de decirle a su padre que no quería tocar más la guitarra», comentó en una conversación con Félix Grande. «No sé si la anécdota de la peseta es cierta, puede serlo», replicó este último al tiempo que añadía uno de sus calificativos favoritos, al aseverar que «la relación de Paco con su padre es una vinculación estremecedora».
Y añadió luego Grande: «Es verdad que el padre de Paco fue autoritario con él como aprendiz de guitarrista. Pero lo mismo que lo fue el padre de Beethoven o el padre de Mozart. Es posible que ese tipo de padres, si agarran a un niño particularmente frágil, lo puedan despedazar, lo pueden romper. Pero no fue el caso. Como Paco no era frágil, pues creo que ese autoritarismo y esa agresividad de su padre, al final, fueron buenos para él».
Autor de The Queen of the Gipsies, Life & Legends of Carmen Amaya («La Reina de los Gitanos. Vida y leyenda de Carmen Amaya»), Paco Sevilla firmó desde San Diego en California un texto básico en inglés sobre el músico algecireño, titulado Paco de Lucía: A New Tradition for the Flamenco Guitar («Paco de Lucía: Una nueva tradición para la guitarra flamenca», impreso por Paperback). Editor en su día de la revista Jaleo, Paco Sevilla formula una descripción certera del ambiente infantil en casa de los Lucía: «A los seis, a los siete, a los ocho años de edad, la relación entre Paco y la guitarra era un reflejo de la relación entre Paco y su padre. Era una forma de comunicación, de diálogo tácito entre padre e hijo, un diálogo en el que uno habla de la dificultad de la vida en Andalucía y de lo esencial que resulta superar una determinada escala que permita alcanzar el porvenir, mientras que el otro le responde diciendo “no te preocupes, que el resto lo estudiaré sin descanso”».
Sevilla le pregunta si aquel interés inicial por la guitarra fue propio o impuesto por su padre: «Fue un suceso natural. Era algo que se vivía en casa cuando yo nací..., mi padre, mi hermano... Yo era el más joven de la familia. Así que cuando fui consciente de que yo era un ser humano, ya tenía una guitarra entre mis manos. Yo ya conocía el compás. Ya conocía cómo tocar. Incluso antes de empezar a tocar la guitarra, ya me sabía todos los ritmos... Soleá, bulería..., todos los ritmos, y le decía a mi padre: “Esa falseta no está acompasada”. Y mi padre decía: “¿Qué? ¡Y una mierda!”. Pero yo insistía: “No, no, está desacompasada”, y reproducía el compás sobre la mesa y comprobábamos que yo tenía razón. Esto sucedía antes de que empezase a tocar la gui tarra..., esa es la razón por la que los gitanos son los mejores, porque oyen la música desde que nacen. Desde luego es una suerte. Después, cuando empecé a tocar la guitarra, sabía lo que tenía que hacer, hacia dónde dirigirme, cómo tocar. Aquello fue lo más importante para mí... Todo lo que soy hoy se lo debo a mi padre. De no ser por mi padre, porque me obligó cuando era niño... Mi padre me obligó a tocar la guitarra siendo pequeño. Automáticamente empecé a crear mis propias falsetas. Empecé a inventar. Tenía una falseta, después dos, y al final la necesidad de tocar en público me llevó a crear mi propia escuela... Me obligaba de un modo mucho más psicológico que físico... Y, de hecho, cuando cumplí los doce años ya estaba ganando dinero. A veces pienso que, de no haber nacido en la casa de mi padre, ahora sería un don nadie. No creo en la genialidad espontánea. Un artista es bueno aunque esté escondido debajo de una piedra y nadie se lo reconozca. Pero el talento que uno pueda tener no es suficiente. Uno debe continuar esforzándose siempre como si fuese el primer día».
Claro que cuando Sevilla le inquirió si su padre le exigió que dedicase tiempo a la guitarra, él mismo, en su libro, reproduce en español la respuesta que recibió del autor de «Entre dos aguas»: «¡Hombre, claro!». El resto de dicha contestación hay que traducirlo del inglés: «Yo le debo todo lo que soy hoy en día a mi padre. Si no hubiera sido por mi padre, por obligarme cuando yo era un niño... Cuando uno es un crío, lo único que le gusta es jugar, salir a la calle y jugar a la pelota o hacerse el loco. Mi padre me obligó a tocar la guitarra cuando yo era chico. Automáticamente comencé a crear mis propias falsetas. Yo comencé haciendo algunas cositas. Cuando hacía una falseta, hacía la siguiente, y andando el tiempo la necesidad de tocar en público me obligó a crear mi propia escuela».
Paco Sevilla llegó a plantearle a Paco si era cierto que su padre le ataba a la pata de la cama y que insistía en que practicara la guitarra hasta que sus dedos sangrasen: «No, ¡no hasta ese extremo! —repuso—. Mi padre me obligaba, claro que me obligaba, pero no de esa forma. Él me obligaba de una manera más psicológica que física».
Antonio Sánchez ejerció una tutela absoluta sobre la etapa de formación de Paco, a la que también contribuyó sobremanera su hermano Ramón, que primero fue su segundo maestro y que lo escoltó luego a lo largo de su carrera en solitario, al menos hasta el año 2003. Pero a Antonio Sánchez, el padre, el preceptor, el productor, no le gustaban todos los nuevos berenjenales en que iba metiéndose su hijo Paco. Se lo narra Ricardo Modrego a José Manuel Gamboa y a Faustino Núñez, en una de las publicaciones que acompañan la edición de la obra integral de Paco que Universal sacó al mercado en el año 2003.
«El padre de Paco —explica Ricardo Modrego— era una persona con mucho carácter. Había que tener una mano izquierda muy grande con él en casos como el mío que, al fin y al cabo, era un extraño en la casa. El padre de Paco era un hombre con una gran experiencia dentro del mundo del flamenco de allá abajo, donde el guitarrista tiene un puesto ya definido y el cantaor tiene un puesto definido. Pero la idea avanzada de tocar en concierto, y más a dos guitarras, era todo un experimento. Meterle eso en la cabeza al padre de Paco no fue tarea fácil al principio. Tanto es así que cuando Paco y yo nos poníamos a tocar en su casa, él estaba en otra habitación, entraba un ratito, nos miraba... y no es que fuera en plan despectivo. No, ni muchísimo menos. Miraba y nos decía: “Eso es una chuminá”. O sea, no llegaba al concepto en el que estábamos».
Cuando eran niños, el genio de la casa se llamaba Pepe. Cantaba con la fuerza de un niño y la precisión de un viejo. Cuando llegó a la casa el primer tocadiscos, no se apartaba de él: «Un tocadiscos antiguo, color caoba, de aquellos de pizarra, con la aguja... Mi padre llegaba y decía “vamos a escuchar a Tomás Pavón”, que era lo que más se escuchaba en mi casa, porque el cante por soleá era el más difícil de cantar siempre. El cante por soleá y la seguiriya de Manuel Torre».
En los callejones junto a la banda del río de la Miel, en Algeciras, en casa de José Marín y Cristina Anula, mucho antes de que se mudaran al paseo marítimo, Paco encontró muy pronto otras músicas diferentes a las del flamenco, desde microsurcos de Johann Sebastian Bach a Baden Powell y otros músicos brasileños, que tanto le influirían. Así lo atestigua José Luis Marín, que siguió siendo su amigo hasta el final de sus días.
«Ramón nunca estudiaba con nosotros, fundamentalmente porque era mucho mayor y tenía una vida independiente —rememora Pepe—. A Paco y a mí nos ponían juntos a estudiar. A mí me obligaban con dos duros o con chucherías para que tocara. Y yo, ni dos duros ni chucherías. Prefería la vida fácil, que era la calle y jugar al futbolín, irme con los amigos con que siempre me juntaba, a jugar al dinero, o con Antonio García Chico, el Pintor, peleándome. Si yo lo analizo como una persona sensata, ahora mismo, diría que Paco aguantaba el tirón con dos cojones, como suena».
María ratificaba que fue su padre quien primero se dio cuenta de que Paco no era un guitarrista normal. «Porque tenía frío, tenía calor, tenía escalofríos, pero estaba ahí sentado y respetaba a mi padre. Yo tengo la enorme desgracia en mi vida de no hacerle el caso que hubiera sido necesario. A mí me tenía que dejar desnudo. Mi madre me quitaba la ropa. Si no, me escapaba». Pero ella creía que su hermano Pepe exageraba en su relato: «No le hacía falta desnudarlo porque le teníamos tal temor a nuestro padre que no le hacía falta. Empecé a salir de novia con quien fue mi marido, con catorce años, a escondidas de mi padre. Yo estaba en la Escuela de Artes y Oficios, haciendo dibujo artístico porque por eso podía salir un poquito por las tardes. Un día, cuando salía de la escuela, iba con él y con una amiga. De repente, escucho la voz inconfundible de mi padre: “Encarnita —le dije a mi amiga—, ponte al otro lado, que piense que tú eres la que vas con él”. Mi padre me vio, pero no dijo nada. Cuando llegué a mi casa, me dio tal paliza que un zarcillo que llevaba puesto no me sirvió más. Mi marido fue a verle al día siguiente al puesto de la plaza y lo metió en la casa para que yo no saliera. En una tiendecita de comestibles que teníamos, nos ponía sentados en una silla, uno enfrente del otro. Y mi padre, vigilando. “Esta noche, no hay coche”, me decía cuando quería decir que aquella noche no había novio. Otra hija, ya en esa época, se habría ido de su casa. Yo no lo hice. Yo me puse a trabajar de cajera, con diecisiete o dieciocho años, en Calzados Maruenda, cuando no había hora para cerrar los comercios. Había noches en que llegaba a las once, hartita de trabajar. Y mi padre me pegaba primero y, luego, me dejaba explicar por qué llegaba tan tarde».
Lo ratificaba Ramón: «Yo actuaba con Valderrama en el Price de Madrid, y terminábamos a las doce de la noche. Un día, celebramos allí una pequeña fiesta y llegué a la una. Me formó la grande».
Mucho de verdad, pero mucho de leyenda rodea el período en que Antonio Sánchez educó a sus hijos. Se habla de que los retiraba pronto de la escuela para ponerlos a trabajar, costumbre habitual entre los españoles de aquella etapa en que la escolarización no estaba al alcance de cualquier bolsillo. Pero lo cierto es que María pasó por Artes y Oficios. Y Ramón, con gran esfuerzo personal por su parte, pudo hacerse con alguna enseñanza complementaria: «Saqué un título de contabilidad —confesaba el propio interesado—. Mi padre me dio todo lo que podía, pero costaba mucho dinero».
«No podía seguir pagándonos los estudios —remacha Pepe— y se lo jugó todo a una carta: por la tarde nos ponía a tocar y a cantar; pensó que el arte podía ser una carrera. Y así ha sido».
Cuando a Paco le preguntaban por aquella época, lo que se le venía a la memoria era una cierta sensación de dicha y meriendas infantiles, la luz del sur y el olor de la tienda o de la calle. Quizá, un brasero de cisco, un fogón en la cocina, un barreño de zinc, un reguero de agua entre mangueras, cuando no había ducha en todas las casas. «Felicidad —aseguraba— es lo que recuerdo de mi niñez. Mucha. Aquella sensación de no tener ningún tipo de responsabilidad y la de haber ido a la escuela hasta los once años, nada más. Eso lo recuerdo con alegría, porque empecé a vivir muy rápido. Ese estímulo de llevar dinero cuanto antes a casa, de empezar a ser hombre pronto para no ver a mi padre dando vueltas por el cuarto en las noches en que no había dinero para comer. Había lo justo. No pasamos hambre, pero poco faltó. No tener un duro estimula para luchar».
María desdramatizaba su relato: «¿Hambre? ¡Si había que ver los bollos que se comía Paco!». Quizá por referencias del propio guitarrista, que solía trastocar fechas con la alegría de quien ha vivido tanto que no le abruman los almanaques, Nativel Preciado (en su célebre entrevista publicada por la revista Tiempo, en 1989) afirmaba que empezó a tocar a los seis o a los siete años por estricto sentido de la supervivencia, cuando su salida del colegio fue posterior, cuatro o cinco años más tarde.
Amigo íntimo de Paco, Antonio Quirós recuerda que su hermano Agustín compartió estudios con el guitarrista en la escuela que titulaban don Guillermo y don José en La Bajadilla: «Mi hermano dice que el padre de Paco iba a buscarlo hasta sacarlo del recreo, para que estudiara, y que él le decía de broma: “Paco, ¿piano o gui tarra?”».
Ya que era la principal lección en que le instruyó su padre, el guitarrista siempre fue consciente de que la vida era supervivencia: «Nací en una familia con problemas económicos —le narró a Sol Alameda para una entrevista publicada en El País—. Mi padre lo pasaba muy mal tratando de encontrar dinero para comer cada día, y yo de chiquitito tenía la idea de que debía aprender rápido para ayudar en casa».
«Mi padre —siguió planteándole a la periodista— me preguntaba: “¿Cuánto tiempo has estudiado?”, y cuando le contestaba que diez horas, o doce, y veía su alegría, me compensaba. Y efectivamente, a los doce años estaba ganando dinero».
Se trataba, según explicó una vez Ángel Álvarez Caballero, «de empezar a ser hombre pronto» para no ver a su padre dando vueltas por el cuarto en las noches, porque aunque no llegaran a padecer hambre, a veces faltó poco y tal circunstancia «es siempre un gran estímulo», según sus propias palabras: «Muchos artistas presumen de que a pesar del hambre han llegado a lo que son, y yo opino que gracias al hambre han llegado a cosas porque el que nace con la barriga llena tiene menos es tímulos».
Nada fue fácil, analizaba Claude Worms: «La pobreza y el hambre son omnipresentes, sobre todo en Andalucía, y más aún en esa región al filo de ninguna parte, entre Algeciras y Tarifa».
«Como en el caso de las corridas taurinas, el flamenco es uno de los medios para salir adelante, pero la competencia es terrible», ratifica el escritor alemán.
El aprendizaje de Paco comenzó en el patio de su casa, cuando su padre volvía por la noche, a veces acompañados por principales figuras del flamenco: «Antes de poner los dedos sobre la guitarra, yo lo sabía todo del flamenco; los ritmos, incluso los más complejos, el lenguaje».
Su padre le enseñaba lo que Worms denomina «rudimentos técnicos», y Ramón, cada vez que volvía de gira, le transmitía el secreto cómplice de nuevas falsetas. Claude Worms añade que ningún disco de Ramón Montoya estaba disponible en España, que Sabicas vivía en Estados Unidos y que la mayor referencia de la época era precisamente Niño Ricardo. Cuando apenas era un muchacho que ya se ventilaba la vida, Paco se recuerda feliz porque, en vez de ir a la escuela, estaba viajando y ganando dinero, o leyendo libros, que era como intentar vivir la vida de otros. «A esa edad uno no sufre; uno sufre cuando se va haciendo viejo», afirmaba en sus últimos años.
«Procuró equilibrar las enseñanzas de la calle con lo más granado de la intelectualidad —asegura Francisco Peregil sobre Paco de Lucía—. A pesar de su salida prematura del colegio, no le faltó su época de lectura a los veinte años, con Ortega y Gasset y algunos otros, pero una vez más bajó hasta su límite y descubrió en el espejo a un tipo muy serio y tan solemne que ni los chistes le hacían gracia. Ahí paró».
Aunque pasaron estrecheces pero no miserias, autores como Grande hablan de una rebeldía social, puramente instintiva, por la que Paco de Lucía se empeña en el aprendizaje de la guitarra y por la que hereda una furia serena a la hora de interpretarla: «Aunque las circunstancias cambian, todos somos iguales y todos venimos del mismo sitio —repitió el guitarrista en 1989—. El que no haya comodidades, ropa que ponerse a los diecisiete años y cosas para comer, fortalece. El hambre da madurez, lo sé por experiencia. Quizá el hijo de un rico lo tenga más fácil, ya que tiene menos estímulos para pelearse en la vida. Pero el que sale bueno, a veces se siente culpable por nacer rico, he conocido muchos casos».
Grande lo explica desde un plano literario: «Su técnica tumultuosa, y a menudo desesperada, no es solamente el resultado de muchas horas de digitación, sino también y sobre todo la herencia de una época en que un niño miró a su alrededor, vio su casa, su barrio, su familia, su realidad, apretó las mandíbulas y agarrando con fuerza la guitarra se dijo “yo tengo que crecer”».
Generoso y sin avaricia, Francisco Sánchez pretendía darle al dinero su justa importancia: «El dinero —sentenciaba— ayuda a comprar lo que te gusta, pero lo más difícil de todo es saber qué es lo que te gusta». Quizá porque recordase las enseñanzas de un padre que miró tanto por una peseta que llegó a ser proverbial su cicatería. «Una vez —recuerda Ramón— me compré una maquinilla de afeitar en Tánger y mi padre no comprendía cómo había sido capaz de gastarme cuatrocientas pesetas en aquello, con lo bien que iban las cuchillas».
Su amigo Victoriano Mera aún refiere cuando Paco se compró su primer Mercedes, un Cádiz K de 1980 que pudieron adquirir por 1.175.000 pesetas a uno de Medina que había venido de Alemania: «Estuvimos tres días para cerrar el trato. Entonces, lo que había en España eran Mercedes 220 de faros verticales. El padre vino un día a mi casa y me dijo: “Victoriano, ¿tú qué interés tienes en que Paco tenga un Mercedes?”. Yo, que conocía su carácter, le dije: “Usted sabe que yo no me he llevado nada de ahí”. Y me contestó: “Si no te lo has llevado ahora, te lo llevarás más adelante”. Yo no me he llevado nada de Paco ni pienso llevármelo nunca».
En otras ocasiones, el alcance reflexivo de Paco de Lucía es mucho mayor y guarda un aire de declaración de principios: «Un artista bueno —ha sentenciado proverbialmente— se diferencia de otro en que ha sufrido más, o con más angustia».
Quien le conociera pronto sabría que Francisco Sánchez se dejaba guiar por las intuiciones o por el pasado. Y en esa rara memoria colectiva, que le indica el rumbo de lo por venir, lo mismo caben voces añejas de cantaores milenarios, la estirpe de Zyryab que imaginó Félix Grande, como sus propios recuerdos de Algeciras o las firmes raíces que le unen y le desunen con los suyos, aquella familia hecha una piña que atravesó su infancia con un rastro de ternura y de manías, de buenos recuerdos y de ocasionales reproches. Una familia siciliana, una tribu, llegaba a decir María. «Nosotros —también lo reconocía Paco— somos un clan muy unido en el que mi padre es el patriarca y todos le respetamos y tenemos una fe ciega en él».
Quizá por ese sentido cómplice, sangre de su sangre, Paco intentó ayudar como fuera a María cuando vio que la muerte —cuando también se extinguían los años noventa— se había fijado fatalmente en sus ojos morenos y espectaculares.
A Paco, Pepe le recuerda —la memoria es traviesa— sentado en una escupidera y tocando la guitarra en tal postura. Pepe nació el 25 de septiembre de 1945 y por su edad —apenas dos años más— es el hermano que mayor relación directa tuvo con Paco hasta alcanzar la juventud. «De chico —evoca María— era más protagonista Pepe, porque cantaba».
«En aquellos momentos, como dice Paco, el cantaor era el protagonista», se acuerda con cierta humildad Pepe, quien menciona que Domingo Viladomás quiso hacer una película, al modo de las de Joselito, en la que él fuera la estrella.
No levantaban un palmo y Madrid olía a los últimos motores de gasógeno. Tenían hambre de bocadillos de calamares o de chocolate Valor. Hacía un frío que se meaba la perra y a Paco le entraban frecuentes ganas de orinar: «¿Otro café? ¿Me voy a tener que tomar otro café para que te dejen entrar al mingitorio?», tronaba su padre, crecientemente molesto.
No les resultó fácil abrirse camino a los niños prodigio. La legislación impedía que los menores de edad trabajasen, y sin el carné del sindicato era imposible incorporarlos a trabajar en ninguna sala ni soñar con que los contratase la compañía de Juanito Valderrama, que ya se había llevado a Ramón consigo, para que tocase a la sombra de otra leyenda guitarrística de su tiempo, Niño Ricardo.
Así que el padre tiraba de Paco y de Pepe de un lado a otro del mapa, intentando que los oyeran artistas y apoderados. El tren expreso tardaba doce horas en llegar a Madrid. Antonio Sánchez llevaba a los niños hasta el apeadero del ferrocarril en el puerto de Algeciras y viajaban en tercera hasta la capital de la gloria, mendigando un carné oficial de artistas que no conseguían porque Paco y Pepe aún eran menores. Así, de la mano de su padre Antonio, frecuentaban fiestas privadas porque los menores no tenían licencia para actuar en público. «¿Te acuerdas, Paco, de cuando Nati Mistral nos regaló tres mil pesetas?», tuvo que repetirle aquel niño cantaor a su hermano mientras daban tumbos mucho más tarde por el mundo y por la vida.
José María Pardo, el guitarrista al que Ramón había conocido en la compañía de Valderrama, les guarecía en su casa y, en rigor, su familia les ponía un plato en la mesa. «En una ocasión, nos llevaron a cantar por el paseo de la Habana y, en lugar de darnos dinero, nos regalaron un mecano —recuerda Pepe—. Tenía la forma de un tren, me acuerdo. Mi padre se quedó con la cara partida porque lo que necesitábamos eran pesetas y no juguetes. Así que se lo regaló a los hijos de Pardo, que, a fin de cuentas, era quien nos daba de comer casi a diario».
«El hambre —opinó luego— es el mayor estímulo que puede tener un niño. Hay mucha gente que presume de lo que ha sufrido, que, a pesar del hambre, han conseguido ser grandes en la vida. ¡Es todo lo contrario! Gracias al hambre es que uno llega a ser grande. Siempre y cuando el hambre no te aniquile.
»Hay que tenerla presente siempre. Sobre todo pensando en quienes la están pasando ahora. Si tú sabes qué es pasar hambre, entiendes el sufrimiento de los demás. Aquellas lágrimas de mi madre porque no había para comer fueron para mí el estímulo más grande. Cuando crecí y empecé a ganar dinero, me dije: “¿Y ahora qué? ¿Cuál es el estímulo?”. Entonces decidí tratar de ser un músico de verdad. Ya el estímulo no era la barriga, algo que se llena rápido. Era tratar de contentar tu espíritu con el arte, algo ya más difícil. Y allí sigo».
En el libro que acompaña la edición integral de la obra en solitario de Paco de Lucía, publicada por Universal en 2003, José Manuel Gamboa y Faustino Núñez refieren aquella primera epopeya familiar: «A Madrid se “acercaron” —¡qué lejos estaba entonces Madrid!— don Antonio y sus dos niños, alojándose en una pensión de la calle Santa Isabel. Alquilaron una única habitación de dos camas —una para el padre, la otra para los chiquitos—, pues la cartera sufría un grave resfriado; la de don Antonio y la de España en general. A la precariedad manifiesta contribuyó la ley, que prohibía prudente y taxativamente el contratar a niños. Los chavales causaban asombro allá donde aparecían. Actuaban de tapadillo en fiestas particulares para sacar un dinero con que mantenerse en tanto se conseguía firmar en alguna discográfica. La peregrinación hacia la fama y los caudales obligaba a presentarse en los diversos programas radiofónicos que servían de catapulta para noveles, donde te podías encontrar con rivales tan peligrosos como esa tal Pilar Cuesta que se metamorfoseará en Ana Belén. Se recuerda el paso de Los Chiquitos por Ruede la bola, del histórico Ángel de Echenique, en Radio Intercontinental».
Pantalón corto y una chaqueta gris, presumiblemente de franela, bajo la que se aprecia un chaleco y una imposible corbata. Ese era el uniforme de faena con que Pepe y Paco —prácticamente tapado por la guitarra— se presentaron al público de Algeciras a finales de 1959, presumiblemente en un festival benéfico de los que se organizaban por Navidad. Pohren da la fecha del 26 de diciembre de ese año. Así data una fotografía en la que aparecen Pepe y el guitarrista, que acababa de cumplir doce, sobre el escenario del cine Terraza, que quedaba junto al barrio de pescadores, en la zona sur de la ciudad. A partir de entonces, se fueron dejando ver por festivales, como el homenaje que se le tributó a Pepe Santiago, el padrino del niño cantaor y amigo de la familia, un guitarrista que asombraba al propio Niño Ricardo y al que se le conocía por el mote de Pepe el de las Botellas.
Luis Soler asevera, en cambio, que el dúo se estrenó en Radio Algeciras, en 1958: «Hay una foto en que está Ramón afinándole la guitarra a Paco, que eso era en el Teatro Florida —refiere José Sánchez—. Un día, estábamos en la radio con Moriche, que entonces era el locutor más popular de Algeciras, otro estábamos en una fiesta con Chaqueta».
Como Ramón aseguraba que esa imagen corresponde al Casino Cinema, cabe deducir que la memoria no fue precisamente la mayor virtud de esta familia. Por ello, no extraña que al contemplar una misma foto, Antonio Sánchez, el padre, asegurara que estaba tomada en el concurso de Jerez y que María dijera que era el teatrillo de la emisora de Radio Algeciras: «Moriche, el locutor —atestiguaba Reyes Benítez—, me lo señaló una vez y me dijo que dentro de unos pocos años no habría en el mundo quien tocara como ese niño».
«El 26 de junio de 1960 —reseña Luis Soler en su libro Flamencos del Campo de Gibraltar— actúa en la plaza de toros de Algeciras junto con Rafael el Tuerto, Roque Jarrito, Flores el Gaditano, Chato Méndez, Dominguillo, Joaquín Jarrito, y sus hermanos Ramón y Pepe de Algeciras. Por aquel entonces se celebró en el Casino Cinema un homenaje al pianista Fernando Portilla, y Paco participó junto al tenor Pedro Terol y Jarrito. Reyes Benítez contaba que a Paco lo pusieron de telonero, dada su juventud; era un niño, qué alboroto no formaría tocando, que la mitad del público, tras la actuación de Paco, se levantó de los asientos y se fue con él».
El guitarrista y el cantaor, adolescentes. Al principio, aparecían en los carteles como Paco y Pepe de Algeciras. Pepe, quien conservó ese primer seudónimo incluso en discos en solitario, cree que el nombre artístico de Los Chiquitos de Algeciras, con el que grabaron sus primeros discos, fue una ocurrencia del malogrado guitarrista Manuel Cano, que firmaba el texto de contraportada de dicha obra. Pero Paco entendía que fue invención de su padre: «Era un nombre muy normal en aquellas fechas, porque había otros Chiquitos, en otras ciudades andaluzas».
«Pepe Custodio —ese era el relato de Reyes Benítez—, que era de aquí y que se había criado en El Acebuchal, tenía un amigo en Granada, que era Manolo Cano, y le dijo que cuando pasara por aquí, se parara a escuchar a un niño que tocaba muy bien la guitarra. Cuando vino, Paco estaba en la fábrica de corcho, jugando con mis hijos. Se puso a tocar la guitarra del propio Manuel Cano y Pepe se echó a cantar. A los pocos días, Cano volvió a presentarse con su padre y con Custodio. Paco tocó otra vez y entonces Custodio le dijo a su amigo que tocara: “Manolo, coge la guitarra y toca un poquito”. Él le dijo que no, que ahora no, que venía conduciendo y traía malamente las manos. “Pepe —le dijo su padre a Custodio—, ¿cómo va a tocar mi hijo la guitarra después de haber oído a ese niño?”».
Los acontecimientos se suceden vertiginosamente a partir de 1961. Tras la independencia de Marruecos, muchos de los españoles que habían residido allí fijaron su residencia en Algeciras. Ese fue el caso de Juan García, un algecireño que había vivido en Tánger y que volvió a la ciudad con buena parte de sus enseres, entre los que figuraba un magnetofón. Un día, al oír cantar a los niños, decidió grabarles y le puso la cinta a un amigo suyo de Madrid, Manuel, que era fotógrafo de artistas y fue el que les facilitó la edición de tres discos pequeños en Hispavox: «Fue antes de lo de Jerez, un poquito antes —se acordaba vagamente Reyes Benítez, y en la carpeta de los discos no figura su fecha—. Cuando salieron llevé los discos a la tienda que había en la calle Ancha, la de Martín Sevillano, y se cerró la calle de tanta gente que fue a comprarlos, porque Pepe cantaba muy bien y tenía un sentido del compás precioso».
No faltaba mucho para que se metieran en una de aquellas heroicas y primitivas discográficas del Madrid que amanecía a los sesenta, a grabar de una vez los tres primeros discos de Los Chiquitos. Lo cierto es que Antonio Sánchez logró convencer a la Hispavox de que les grabase, en pleno boom de los niños prodigio: Joselito había rodado El pequeño ruiseñor en 1956 y Marisol se dio a conocer con Un rayo de luz en 1960. Así que en 1962 impresionaron doce cortes, incluyendo seguiriyas, so leares —de Cádiz, de Triana y de Alcalá—, tientos, tarantos, malagueñas de El Mellizo y de Antonio Chacón, de quien heredaron una seguiriya que alternan en los créditos con otra de Manuel Torre, más una secuencia de deblas, martinetes y tonás. Inicialmente, se editan a través de tres EP de vinilo a 45 revoluciones por minuto, con cuatro cantes cada uno. Al cumplirse el vigésimo aniversario de su edición, en 1982, los doce fueron reunidos en un solo LP que a su vez veinte años más tarde se editó como CD.
«Forman esta agrupación Pepito y Paquito Sánchez, hijos del gran artista del género flamenco, el guitarrista Antonio Sánchez Pecino, de Algeciras (Cádiz), cuna de estos artistas —podía leerse en la contraportada de cada disco en un texto de Manuel Cano—. Aún no se han presentado al público de una forma oficial Los Chiquitos de Algeciras, pero han sido escuchados por relevantes personalidades del arte, que les han dedicado efusivos elogios, realizando inmediatamente actuaciones en Televisión Española y en distintas sesiones de carácter particular y benéfico, cosechando siempre el éxito que era de esperar en tan pequeños, y al mismo tiempo grandes artistas».
El elepé llegaría en 1963, bajo el título de Cante flamenco tradicional, en el que por primera vez se habla de Paco de Lucía y no de Paco de Algeciras, sobrenombre que se reserva Pepe, cuya voz poderosa entonaba por tarantas aquella letra clásica que reza: En Cartagena se suena / que me han de matar de un tiro, / nunca llueve como truena, / con esa esperanza vivo. O por alegrías de Cádiz: Cuando me veas llorar / no me quites el pañuelo / que mis penitas son grandes / y llorando me consuelo. / Si mi corazón tuviera / vidrieritas de cristal / te asomaras y lo vieras / gotas de sangre llorar. / No sé qué tiene / la hierbabuena / que tanto huele. / Cada vez que miro el sitio / donde te solía hablar / comienza mi corazón / gotas de sangre a llorar.
A comienzos del siglo siguiente, en el disco El orgullo de mi padre, Pepe de Lucía llegó a rescatar una vieja grabación efectuada a aquellos niños prodigio por el aficionado Tomás Herrera Poveda, durante una reunión familiar.
Ya habían empezado a darse a conocer, en calzón corto, por emisoras de radio o festivales benéficos y teatros de su tierra. La grabación les servía de tarjeta de visita y de promoción en las emisoras de radio, en aquellos legendarios programas de discos dedicados. No había demasiados aparatos en la España de entonces para reproducir aquella voz y aquella guitarra, ni la música de Elvis o de The Beatles, que también empezaban a mover en forma de EP las cinturas de medio mundo.
Cuando convocaron el concurso de Jerez en mayo de 1962, cuarenta años después del que Manuel de Falla y Federico García Lorca impulsaron en Granada, Antonio Sánchez movió los papeles para inscribir a los niños y se encajaron allí en el majestuoso Chevrolet —¿o fue un Peugeot?— que puso a su disposición Reyes Benítez, el fiel amigo de su padre, quien viajó con ellos y con su esposa, Conchi. El certamen se celebró los días 8, 9 y 10 de mayo de 1962, en el Teatro Villamarta, y a él concurrieron bajo ese mismo apelativo artístico.
Mientras los flamencos de la ciudad de los gitanos echaban un pulso entre el cante de Santiago y el de la Plazuela, el de las viñas y el de los pescaeros, por entonces se decía aún que en Jerez o eras Domecq o eras caballo, bajo un inexorable escalafón social entre los bodegueros y terratenientes o el pueblo llano. La gente que podía permitirse pagar la entrada del Teatro Villamarta disfrutaba del ambiente, en aquella primavera en la que Manolo Escobar rodaba en los alrededores la película Los guerrilleros, donde chupaba cámara una deslumbrante chipionera de apellido Mohedano, pero a la que la fama conocería como Rocío Jurado.
Sorpresivamente, Paco ganó un premio especial de guitarra, dotado con cuatro mil pesetas —aunque algunos referentes elevan dicha cuantía a catorce mil—, y Pepe se llevó el de malagueñas, galardonado con treinta y cinco mil pesetas. Pero las cifras exactas varían según las reseñas y los testimonios, incluso escritos: «Cogimos —evoca Pepe— yo treinta y cinco mil, y doce mil para Paco, por un accésit, cuarenta y siete mil pesetas en total. En aquel concurso estaba Rocío Jurado, que ganó por alegrías, Paco Toronjo, Terremoto, Jarrito, María Vargas, la Perla, fíjate lo que había allí. En Nueva York, el otro día, me dieron una cinta del concurso de Jerez en la que se me oye cantando y la gente aplaudiendo a barullo. Nosotros ya veníamos de Madrid rodados para el concurso por mediación de nuestras amistades, Manuel, un gran fotógrafo, y Vitorilla. Y por Manolo Cano».
Hasta Terremoto se movía por los entresijos del concurso, cuyo jurado presidía José Carlos de Luna y presentaba el poeta e investigador flamenco Manuel Ríos Ruiz. Paco era menor de edad y figuraba por derecho propio en el programa del evento, junto con su hermano Pepe, al que acompañaba.
Los Chiquitos de Algeciras no pasaron desapercibidos entre toda la bronca de aquel certamen ni entre todos los artistas de primera fila que se dieron cita allí: «En aquella época era tan tímido que era un enfermo. Cada vez que subía a un escenario era empezar a sudar, me encerraba dentro de mí mismo, escondía la cabeza debajo de la guitarra y tocaba. La timidez no me dejaba ver con objetividad nada de lo que había alrededor. Solo veía mi timidez. Me cerraba los ojos y los oídos para no ver lo que pasaba fuera. De aquel concurso, lo que más recuerdo es una anécdota relacionada con Pepe. El primer día, Pepe cantó muy bien y tuvo mucho éxito, pero el segundo día le pilló mal, se descentró y no cantó tan bien. Entonces, terminó de cantar y con lo tímido que yo era, va y le dice al público: “Perdonen ustedes que haya cantado tan mal, pero es que mi hermano me ha puesto la guitarra muy alta”. Con la vergüenza que yo llevaba, lo miré en el escenario y no le pegué ahí mismo porque había gente delante, pero en cuanto me bajé del escenario le pegué dos o tres rachas. Recuerdo que José Carlos de Luna, el escritor, me dijo que al jurado le había gustado mucho cómo había tocado yo, pero que, claro, estaba Paco Aguilera allí y cómo me iban a dar el premio a mí. Crearon un accésit para darme un premio bajo cuerda para que el hombre no se sintiera mal».
Eran una piña y más que una saga de personalidades independientes. Paco y sus hermanos constituyeron una suerte de clan impenetrable: «Pepe era el compañero de la niñez, era de mi edad. Ramón hacía un poco el papel de padre a la vez que mi padre. Era el mayor y yo he respetado mucho a Ramón, desde chico. También me enseñó a tocar, porque mi padre me enseñó lo que sabía. Ramón era más moderno y sabía más cosas. Ramón tomó el timón y me empezó a enseñar lo que él sabía. La familia, tú sabes, en Andalucía, y en familias así deprimidas como la nuestra, hay ese sentido de clan muy fuerte. Entre nosotros nos podemos matar vivos, pero cuando hay algún problema nos unimos en contra del mundo».
El certamen duraba tres días. Reyes Benítez retrataba el reguero de sillas y guitarras que se abrían en semicírculo por la tarima del Teatro Villamarta: «Había lo menos quince o veinte guitarras repartidas en el escenario. Allí estaban los Moraíto, Paco Aguilera... Y Paco y Pepe, con los calzones cortos. Salían a concursar unos cantando y otros bailando. Estábamos sentados mi mujer y yo, así que nos enterábamos de los comentarios de la gente.
»Era por la tarde y llevábamos ya cerca de tres horas dentro del teatro. Y entonces les tocaba el turno a Paco y a Pepe. Los nombraron. Paco cogió una silla y se puso delante. Y el hermano, allí de pie, al lado. Un hombre que había a la vera mía dijo: “Hay que ver el valor que le echan, ¿qué van a hacer esas criaturas?”. Me volví y le solté que lo que hacía falta es que el público les dejara terminar de lo bien que iban a hacerlo. Empezó a tocar Paco la guitarra y aquello se quedó en silencio. Y le dije: “¿Se ha dado usted cuenta?”. El hombre me mandó callar, diciendo que hay que ver cómo tocaba la guitarra ese niño. Con los pocos años que tenía, llenaba el teatro. Salió Pepe entonces, cantando por seguiriyas, y no lo dejaron terminar. El hombre que estaba a mi lado se presentó. Era Paco Vallecillo, que vivía entonces en Ceuta, y yo le expliqué quiénes eran los niños. Al final, resulta que eran medio parientes».
Aún hoy, Pepe se reprocha algunos arranques de soberbia, que le salieron a flote por aquel entonces: «No sabíamos lo que teníamos al lado; a uno de los genios. Me acuerdo de una anécdota del concurso de Jerez, que fue que le eché las culpas a la guitarra de que yo hubiera cantado mal, o alto. Lo voy a recordar siempre como algo muy ingrato en mi carrera, en mi vida. Me arrepentí mucho, me sentí mal. Se me echó José Carlos de Luna encima. Y Manolo Escobar, que fue a vernos cuando estaba rodando Los guerrilleros, me dijo: “Eso no se hace, chaval, eso no se puede hacer nunca con un artista”. Y yo, mirándole como asustado, entrecortado. Lo había hecho por tirarme un mérito, por las cosas que a esa edad se tienen. Inconsciente».
A Reyes Benítez se le acumulan en la memoria las secuencias de aquellos días de Jerez, como la pinta impecable de aquel patriarca gitano y enjuto, don Francisco le llamaban, que entraba al bar pregonando que había escuchado a Chacón, al Niño de Jerez y a Tomás Pavón, pero que jamás había oído cantar por seguiriyas como al niño ese de Algeciras, que «no sé si es que le ha salido de repente o es que lo hace así siempre». Pero el concurso —según atestiguan varios asistentes— estaba amañado, con los premios concedidos antes de empezar: «Paco Aguilera, Jarrito y Rocío Jurado iban ya con premio», afirma Reyes Be nítez.
Natural de Puerto Real, músico, poeta y flamencólogo, a Augusto Butler y Genis se le conoce por su seudónimo de Máximo Andaluz, y fue el organizador de aquel festival concurso. Al parecer, citando a Gamboa y a Núñez, le diría a González-Climent: «Pepe de Algeciras es muy niño para templar y sentir los grandes cantes. Así y todo es más capaz de pellizcos que el propio Antonio Mairena. Pepe se presentó como profesional sin tener el carné sindical del caso. Pero al advertir sus excelentes atributos flamencos, Pepe Suárez y yo le arreglamos la papeleta. Y creo que valió la pena hacerlo así».
Fue uno de los miembros del jurado, el guitarrista Luis Maravilla, quien insistió en brindarle un premio a Paco. Tras largas deliberaciones, le otorgaron un diploma, un catavino de menor tamaño que el resto de los premios y una suma de dinero que, al ser él menor de edad, tuvo que recoger su padre, Antonio Sánchez, al día siguiente del fallo, en un acto celebrado en el restaurante El Bosque.
Gamboa y Núñez insisten en que no fue fácil convencer al jurado de que accedieran a dicho reconocimiento, a pesar de que el público lo exigiera: «Por una parte, la mayoría del jurado estaba lejos de apreciar las tremendas cualidades de Paco, embelesados por el cante de Pepe y cegados por su propio desconocimiento de la guitarra; por otra, había el compromiso de entregar los galardones oficiales a tocaores de larga experiencia. Cómo negarle un premio al veterano Paco Aguilera. Así que se buscó un premio especial para Paco».
«No se atrevían a dar los premios por temor a que se formara un escándalo, así que el último día dijeron que lo iban a dar esa noche en el restaurante El Bosque —aseguraba Reyes Benítez, testigo de excepción y testigo de cargo—. Y hasta allí se fue todo el teatro, con lo que al final decidieron darlos el día siguiente en el Ayuntamiento».
Entre tanto, Ramón seguía las actuaciones por radio, mientras montaba guardia de soldado en el Ministerio de Marina de Madrid. Su hermana María tampoco pudo estar presente en aquel concurso, pero lo evocaba como si hubiera viajado a Jerez: «El teatro estaba en pie cuando fueron a dar el premio de guitarra y se lo dieron a otro. El teatro, en pie: “Al niño, al niño”».
El veterano flamencólogo jerezano Juan Franco Martínez, conocido por Juan de la Plata, era por entonces un joven y respetado aficionado que no tuvo relación alguna con la organización del concurso. En conversaciones privadas, ha recordado que los entresijos de aquel certamen fueron muy complejos, que el hecho de que Jarrito desplazara a Fernando Terremoto a la hora de recoger los premios ya estaba apalabrado; que lo de Rocío Jurado, por encima de Toronjo, también pudo ser un apaño. Y barrunta que a algún miembro del jurado le privaba el alpiste y que la bulla final no fue precisamente por la suerte de los dos muchachos algecireños. «Entonces nadie conocía a Paco», ex plica.
Nuevamente, los datos son parcialmente contradictorios. El primer biógrafo de Paco de Lucía, Donn E. Pohren —aquel entusiasta guitarrista norteamericano que residió en España desde 1953—, fue testigo presencial de aquel concurso y llegó a reflejarlo en su primer libro, El arte del flamenco (1962). En tal contexto, evocaba la pericia vocal de Pepe —dominio completo de su voz, maestría en sus modulaciones— y la revelación que supuso aquel incipiente Paco de Algeciras, «tocando con un conocimiento, sentimiento, técnica, imaginación y sonoridad que le marcaron a fuego como el más brillante de los guitarristas presentes, una auténtica futura promesa».
«Mi esposa y yo —refería Pohren— fuimos desde Sevilla acompañando a otro participante del concurso, Manolito de María [...]. Cuando llegó el turno de Pepe y Paco, desplegaron tal conocimiento de su arte, debido a la técnica y emoción necesarias para transmitirlo, que cautivaron por igual a la audiencia y a los jueces. Pepe ganó el primer premio en el grupo de malagueñas para profesionales, denominado Premio Antonio Chacón y dotado con treinta y cinco mil pesetas, una cantidad respetable en aquellos tiempos. Mas, ¿qué hacer con Paco, que con solo catorce años de edad se había mostrado superior al resto de los guitarristas presentes, pero no contaba con la edad exigida para participar como concursante? Nadie había previsto premio alguno para él, aparte de la costumbre que hay, bastante generalizada, de adjudicar los premios mayores por adelantado para así atraer a los profesionales de primera línea. La respuesta era obvia: crear un premio especial para él, que fue el Premio Javier Molina para aficionados, dotado con cuatro mil pesetas».
En cualquier caso, fueran cuarenta y siete mil o treinta y nueve mil pesetas, Antonio distribuyó parte de esa bolsa al hijo de Parilla y al Merengue, porque también habían tocado allí y no les habían dado nada. En cualquier caso, el dinero le vino de perlas a la familia, que pudo instalarse definitivamente en la capital española, aunque la parte del león correspondiera a la cuantiosa indemnización que había logrado Antonio tras su despido del hotel algecireño. María los rememoraba, despidiéndolos en el andén del ferrocarril, llorando tanto como su José María, que entonces tenía dos años de edad: «Estuve llorando un mes sin parar. Con ese dinero se fue mi padre para Madrid. Enseguida encontró una casa y la alquiló. Hasta entonces, mi madre se quedó con nosotros».
Paco dice recordar aquel concurso con mucho cariño, «ya que son pasajes de la niñez, que son los más bonitos que puede tener una persona».
«Era una época en la que no había responsabilidades, todo estaba por descubrir, los estímulos aún por quemar. Se tenían muchas ganas de aprender y mucha afición», resumía a tal propósito ante Juan Toro, en las páginas de la revista Sevilla Flamenca.
—Papá, ¿el Niño Ricardo por qué se llama el Niño Ricardo?
Olor a puchero y a gazpachuelo, a sopa de pescado en blanco y a segunda posguerra. Estaban todos reunidos a la mesa y Paco, aún muy niño, le preguntaba al padre por el guitarrista que todos admiraban, aquel al que había conocido Ramón en la compañía de Valderrama, el de las falsetas que se empeñaban inútilmente en que Paco reprodujese al pie de cada nota.
—Se llama Niño Ricardo porque el nombre de su padre es Ricardo.
Paco se calló, pero empezó a darle vueltas a todo aquello: «O sea —dijo para sí, aunque sin abrir la boca—, que yo tendría que llamarme Paco de Antonio. No, mejor no. Voy a llamarme Paco de Lucía o Paco de Algeciras».
En la mesa, guardó silencio. Él y sus hermanos empezaban a devorar la sopa. Quedaba mucha tarde y mucha vida por delante.
«Nunca he tenido la sensación de que en mi vida haya habido dificultades porque no tuve pretensiones. Yo comencé a tocar para ganarme la vida. En mi casa no había un duro y era el único oficio que podía darme mi padre, que me decía: “Si aprendes a tocar la guitarra, siempre tendrás la bolsa de la compra llena”. Ese era el motivo, como también lo es el del noventa y tantos por ciento de los artistas flamencos, la subsistencia. Luego, cuando empecé a comer, me di cuenta de que había algo más, de que yo era un músico... Entonces surgieron los problemas espirituales, que son mucho más difíciles de resolver. El estómago se llena fácilmente, pero el espíritu es insaciable».
Al costoso traslado de la familia a Madrid también contribuyeron las ganancias del hermano mayor, Ramón, que no solo aportaba los honorarios de sus giras, sino lo que cobraba dando clases de guitarra. Pepe recuerda haberse buscado la vida en Madrid junto a su padre, por aquel entonces, cuando le decía aquello de «vamos a ir a la calle Echegaray, que es donde se concentran todos los señoritos de Madrid, a ver si nos sale una fiesta». «Y andábamos para acá y para allá, al restaurante Alameda, buscándonos la vida».
En cambio, Paco no recordaba demasiado bien esa frenética actividad ni su presencia en fiestas privadas, salvo en alguna reunión amistosa. Se sabe, por otra parte, que su padre se negó a que su hijo menor aceptara un contrato, a buen sueldo, para actuar en Torres Bermejas, que era ya entonces un lugar de postín. «Nunca he actuado en tablaos ni en fiestas. No es que se me vayan a caer los anillos por no reconocerlo, es que no actué», le insistió a su amigo José Luis Marín.
Paco, según su versión, pasaría directamente a actuar en salas de fiesta de cierta categoría, donde ya se dejaba ver también aquella Rocío Jurado con la que coincidieron en el concurso de Jerez. Los dos años de edad que mediaban entre Paco y Pepe los separaron cuando el bailaor italoamericano José Greco decidió contratar al cantaor para su troupe. Entonces, como ya se ha dicho, era imprescindible el carné del sindicato vertical para poder actuar. Reyes Benítez evocaba nítidamente cuando acompañó a Antonio Sánchez Pecino y a sus dos hijos menores hasta Sevilla, para superar el examen preceptivo: «Las pruebas tenían lugar en Sevilla, en un cabaré que había en la plaza del Duque. Allí había saxofonistas y bailarinas, aquello era una jaula de grillos. Había unas pocas cajas de cerveza amontonadas y Antonio le dijo a Paco que cogiera una, que se fuera a un rincón y que se pusiera a hacer las manos. Estaba solo y a la mijilla todos se pusieron a escucharlo».
En el jurado que debía examinarlos figuraban José Cepero y Pepe Pinto: «Cuando les tocó el turno, Pepe, que era un gallo de pelea, les preguntó que por qué palo querían que cantase. “Canta por alegrías”, le dijeron. Lo hizo, salió Paco tocando, y no los dejaron terminar, los aprobaron enseguida. Luego, Pinto dijo que quería escucharlos un ratito y nos fuimos al bar que tenía por la Campana, al sótano que había debajo. Aquello se fue llenando de gente grande y de ganaderos. Pepe empezó a cantar por soleares, entró más gente y ya no se cabía. Hizo martinetes, debías, tonás, todos los cantes. Hasta que Pepe Pinto dijo: “Ya no se le puede pedir más”».
La primera gira de Pepe con José Greco tuvo lugar en 1962, pocos meses después del concurso de Jerez. «Ya estábamos en Madrid, y parábamos mucho en casa de Victoria y Manuel —se acuerda Pepe—. Paco estaba en Algeciras, por circunstancias. Allí conocí a varios artistas que venían a escucharme. Uno de ellos fue Greco y me dijo: “Te voy a llevar a un programa de televisión, Ed Sullivan Show, el más importante del mundo, y nos volvemos la semana que viene”. Yo llegué a Nueva York con él y aluciné. Ver esos rascacielos me costó estar tres días sin dormir, alucinando. De la impresión, veía cosas raras en la cabeza».
Greco había nacido en Italia, en Montorio nei Frentani, pero con tan solo diez años emigró a Estados Unidos, después de pasar por Sevilla. Su familia se instaló en Brooklyn, en Nueva York, donde empezó a bailar junto con su hermana Norina. Discípulo de Helen Veola, se formó en el Instituto de las Artes Leonardo da Vinci, de Nueva York, y debutó en 1935 con Carmen y La Traviata, en el New York Hippodrome.
El gusanillo del flamenco se lo inoculó Encarnación López Júlvez, la Argentinita, quien lo incorporó a su compañía en 1942, y luego militó en la de su hermana, Pilar López. Hasta que, en 1949, fundó su propia compañía, que logró llenar el Lewisohn Stadium con diez mil espectadores. Patrocinado por Leo Schubert, la troupe de Greco empezó a hacer giras en 1951, especializándose en el baile español e incorporando a artistas como la Quica. Cuando fichó a Pepe, ya había participado en varias superproducciones de Hollywood —Sombrero (1953), La vuelta al mundo en ochenta días (1956) o Holiday for Lovers (1959)— y gozaba de suficiente popularidad como para realizar exitosas giras de costa a costa y de sur a norte.
Tras su aparición en el prestigioso espacio televisivo Ed Sullivan Show, Greco decidió reforzar su compañía e incorporó a aquel joven cantaor que tanto había sorprendido en el concurso de Jerez. A Pepe le aguardaba una larga gira norteamericana, pero Paco tuvo que seguir en Madrid: «Al cabo de un mes, le dije a Greco en Denver (Nebraska) que, como no viniera mi hermano, yo me volvía a España. Me dijo que estaba loco, que ya había dos guitarristas allí, que estaban Manolo Barón y Ricardo Modrego».
Ricardo Modrego, un guitarrista madrileño que procedía del ballet de Pilar López, jugó un papel notable en los inicios de la carrera de Paco. Así le relató a José Manuel Gamboa cómo conoció al joven genio: «José Greco contrató de guitarristas a Manolo Barón —tío de Manolo Franco— y a mí; de cantaor venía Pepe. Empezamos la gira en Nueva York. Entonces Greco en Estados Unidos era Míster Coca-Cola, era muy conocido y le ofrecían todo lo mejorcito. Paco se nos unió en Chicago. Se conoce que el padre forzó las cosas para que Greco también le incluyera. No sé si le amenazó con traerse a Pepe para acá si no iba Paco. No sé, podría haber sido una cosa de esas porque con las dos guitarras que iban para un espectáculo es suficiente. Total, que Greco aceptó y Paco se unió a nosotros en Chicago, ya al cabo de mes y medio o dos meses. Yo ya lo había visto en los estudios Cargo, de danza, que había al lado de Goya. Y me quedé impresionado, porque ver un niño con catorce años hacer lo que hacía con las manos que tenía... Así empezamos. Regresamos de la tournée en barco, que paró en Algeciras; mejor dicho, en Gibraltar. El padre de Paco vino a buscarlos y, como vivían en Madrid, se los llevó para Madrid. Paco y yo seguimos entonces viéndonos y preparando cosas. En resumidas cuentas, en los meses de gira habíamos hecho unos siete u ocho números, con principio, tema y desenlace. Primero fuimos a Hispavox, que allí estaba don Roberto Pla. Como yo había grabado allí con Greco y Paco lo de Los Chiquitos de Algeciras, ya nos conocían. Pero nos contestaron que no había sitio. Intentamos también en Columbia, con Sagi Vela. Tampoco había sitio. O sea, nos daban evasivas: “Hombre, esto puede ser interesante, pero en estos momentos...”. Y a través de mi padre, que conocía a Ricardo Fernández de la Torre, conseguimos que nos recibieran en Philips».
Al oírles, se les abrieron las puertas y grabaron tres discos: Dos guitarras flamencas (1964), 12 canciones de García Lorca para guitarra y 12 éxitos para 2 guitarras flamencas (ambos en 1965). Paco grabaría por primera vez como solista, precisamente, en 1964: otro EP, con una rondeña, alegrías —«Aires andaluces»—, bulerías —«Piropo gitano»— y seguiriyas —«Sevilla»—. Pero, en la memoria de Pepe de aquellos primeros meses con José Greco, lo que más recuerda es el alegrón: «Greco, uno de los días de la gira, en la cafetería del hotel, me dio una palmada en la espalda y me dijo: “Tu hermano viene a Chicago”. Y pegué un brinco de alegría. Esperé a mi hermano allí. Lo recuerdo muy gordito, con catorce años. Yo tenía entonces flequillo. Imagínate, dos niños en Nueva York y en todas esas ciudades cargadas de rasca cielos».
También tuvieron que pesar, según Paco, la presión de su padre, que llegó a amenazar a Greco con obligar a Pepe a volver a España si no cumplía su promesa de llevar consigo al joven guitarrista. «Jerez fue nuestra alternativa como toreros del flamenco —reconoce Pepe—. Nos fuimos a vivir a Madrid y José Greco, uno de los mayores artistas de la época, o quizá uno de los mayores artistas de todas las épocas, me contrató para actuar en su compañía. Y me fui con él hacia Estados Unidos, pero yo no dejaba de pensar en Mambrú. A Paco le llamábamos Mam brú en nuestra casa. Era gordito y goloso. “Que venga mi hermano”, le decía yo a Greco. “Que venga Paco, que venga Paco”. Recuerdo que fue en Denver cuando Greco me dijo: “Ya puedes estar tranquilo. Paco se nos unirá en Chicago”.
»Y allí estaba él, en una ciudad hermosa y helada, bajo uno de los peores inviernos del siglo. La estación central era una nevera, pero nuestro abrazo fue alegre y cálido como el de dos cómplices. Nunca nadie, ni nosotros mismos, logró que nos separásemos. Ni el cambio de mi voz, ni la carrera que él iba a emprender como un rayo que alumbrara todas las esquinas del flamenco. Paco, de costa a costa. Paco en Nueva York, tocándole a Sabicas las falsetas de Niño Ricardo que nuestro hermano Ramón le había enseñado. Y Sabicas diciéndole que no, que no volviera a tocar falsetas ajenas. Y él cumplió aquella promesa. Paco permaneció en la compañía lo suficiente para aprender que un tocaor debe saber acompañar al baile o al cante. Pero, sobre todo, que debe saber acompañar ese compás interior del que gozan todos aquellos que saben que el talento puede ser un don de la naturaleza, pero que se marchita si no lo riegan el aprendizaje y la pasión».
Al niño de provincias que recorrió Estados Unidos, Australia y Japón cuando apenas levantaba un palmo del suelo, le supieron a gloria y a misterio aquellos nueve primeros meses de gira internacional con la compañía de José Greco. Recorría países extensos, cocinando en los hoteles o encandilando a sus compañeros de elenco, como Barón y Modrego, mientras se dejaba oír por el patriarca Sabicas.
«Fue un cambio radical. Viajé en avión hasta Nueva York y desde allí a Chicago, donde me uní a la compañía de José Greco. El viaje de vuelta lo hicimos en barco hasta Gibraltar».
A su hija Casilda, en una entrevista publicada por Telva, le refirió cuarenta años después algunos otros detalles de aquel viaje: «Como iba yo solo, me asustaba mucho el trasbordo que tenía que hacer en Nueva York para enlazar con Chicago, pero en el avión me hice amigo de un matrimonio americano y me pasé todo el viaje tocándoles la guitarra. Como les gustó mucho, después me acompañaron a la puerta de embarque. En el aeropuerto me estaban esperando mi hermano Pepe y el mánager del Greco, Mr. Nonenbacher, un viejo borrachín con pinta de mafioso que no paraba de limpiarse el sudor de la cara incluso en la calle, con tres metros de nieve. Lo mejor del viaje fue que esa tarde, en el hotel, me encontré en la guía de teléfonos cincuenta dólares, ¡la mitad de mi sueldo semanal!».
Paco echaba de menos las natillas de su madre, pero le gustó Estados Unidos, desde el primer momento: «América es un país sin complejos. Yo venía de una Andalucía en la que todo el mundo se metía con todo el mundo, con unas vecinas, las Boqueronas, que cuando pasaba por delante decían: “Mira qué gordito el hijo de la portuguesa”. De pronto llegué allí, donde los gordos paseaban alegremente por la calle con sus muslos blancos al aire sin que nadie se riera, y aquello me liberó. Fue como haber pasado una temporada en la López Ibor». A partir de ahí, hay un rastro de fotografías que llevan desde México con sombreros charros al autocar de la compañía, barbacoas a la americana o una piscina de un hotel en Las Vegas, donde ambos saltaban como si el trampolín fueran los peñascos de la playa del Rinconcillo: allí, en un casino de Nevada, los chiquitos de Algeciras se cruzaron con el rat-pack, aquella simpatía demócrata de Dean Martin, Sammy Davis Jr. o Frank Sinatra, que, al menos en una ocasión y porque le cayeron en gracia, les regaló unos centavos para la máquina tragaperras.
Cuando Paquito Sánchez Gomes llegó a Chicago, estaba nevando y corrían los últimos días de 1962 o los primeros del 63. Lo habían reclamado a través del consulado de Estados Unidos y tuvo que ser llevado al aeropuerto por su padre y por la policía, porque no tenía edad para embarcar solo. Pero aquel adolescente regordete que tocaba la guitarra no cabía en el cuerpo porque lo hubieran contratado como tercer guitarrista en la compañía de ballet clásico-español que dirigía José Greco: «Para mí —ha dicho—, ir a Estados Unidos era tan excitante como ir a la Luna».
Dos giras consecutivas —la primera de nueve meses y la segunda, en 1966, hasta sumar dos años entre ambas— por Norteamérica, Europa, África, Filipinas y Australia, a razón de cien dólares semanales, que él enviaba religiosamente a su familia: «Era más de lo que había previsto», confirma él mismo. A mitad de la gira, ascendió: «El segundo guitarrista —así se lo narró Paco a José Luis Marín— tocaba con el primero, con Ricardo Modrego, un número de baile con unas falsetas ya montadas. Cuando se puso malo, Paco dijo que podía hacerlo y la compañía claudicó».
Pepe de Lucía compró una Leica con la que fue impresionando los retazos de aquel viaje: ambos saltaban a una piscina o hacían morisquetas a sus compañeros de tournée, posaban en los aeropuertos o frente al skyline de las grandes ciudades por donde iban transitando. Paco y Pepe con sombrero mexicano, o intercambiando sus papeles como cantaor y guitarrista, o con unos zapatos de marca a su regreso a España en un paquebote que hacía la ruta de Nueva York a Gibraltar, en septiembre de 1963, poco antes de subir al tren que habría de llevarlos de Algeciras a Madrid, de la mano de nuevo de su padre, que había acudido a recogerlos. También se fotografiarán en los aeropuertos, desde Sídney —en donde se topó con un guitarrista aficionado al que terminó enviando a la villa y corte para que le diera clases su padre— a Montevideo.
«Yo le decía que ahí se parecía a Marlon Brando», bromea Curro Sánchez ante una pose de su padre tal que si fuera un faraón de la ciudad. Broadway parece una avenida solitaria en otra foto en blanco y negro. Como los alrededores del Golden Gate en San Francisco, junto al que posa Paco de Lucía como si el resto de la bahía todavía no hubiera sido descubierto por los franciscanos.
Manolo Barón, el otro tocaor, se asombraba a su regreso a España de que Paco hubiera sido capaz de montar en un visto y no visto una segunda voz para la guitarra, con el propósito de que no tuvieran que tocar los tres lo mismo. «Ese niño es un demonio», le ensalzó Barón cuando volvieron de aquella tournée, vía Gibraltar, en un paquebote que tardó una eternidad en cruzar el océano.
El de Estados Unidos era un paisaje que presentaba diferencias radicales con el de la niñez de Paco. En cierta medida, esos cambios exteriores que él apreciaba desde la ventanilla de los trenes que atravesaban metrópolis y poblachos coincidían con las mudanzas interiores de un guitarrista que abandonaba la infancia a marchas forzadas y que empezaba a reconocer sus propios rasgos en el espejo. Tampoco el público era el mismo que aquella rebullasca familiar y juerguista de Algeciras, ni los entendidos cabales del concurso de Jerez. Otros modos, otras etiquetas y otro idioma, que le recibían con el afán de triunfo y el nuevo estilo norteamericano que primó durante el breve mandato presidencial de John Fitzgerald Kennedy.
No reinaban las mismas costumbres de costa a costa. En Los Ángeles, por ejemplo, durante su segunda gira, le asustó la reacción del público: «Teníamos que actuar en un teatro al aire libre para siete u ocho mil personas, muchos de ellos actores —le refirió Paco a su hija Casilda—. De pronto, el Greco me dijo que quería que yo, que ya era segundo guitarrista, tocara un solo. Salí temblando y, cuando terminé, todo el público se puso de pie a pitarme. En España eso significaba fuera, fuera, así que me quedé muy tieso y en cuanto pude salí corriendo del escenario, pero el Greco me dio un empujón y dijo: “Vuelve, hombre, que eso aquí quiere decir que les ha gustado mucho”».
Ricardo Modrego, por ejemplo, asegura que el descubri miento de Paco por Sabicas se produjo durante aquella primera gira con Greco, a raíz de una reunión flamenca en el restaurante Granada —Gamboa, que recoge dicho dato, apunta que tal vez se tratara en realidad del restaurante Granados, situado en el 125 de Macdougal Street—, un paradero flamenco en el corazón de Greenwich Village.
«Sabicas —rememora Modrego— andaba con la del guardarropa, una asturiana. Venía también Diego, el hermano de Sabas. Nos sirven unas tapas al estilo neoyorquino y, venga, a sacar las guitarras. Tocó Paco y ya Sabicas se dijo: “¿Esto qué es?”. Su cara ya cambió. Porque ahí el que estaba más puesto en esos momentos, el que tenía fama era Pepito, que cantaba como los ángeles. Cantaba como un viejo. Y eso a Sabicas le llegaba mucho. Pero cuando vio a Paco se quedó muy impresionado».
Fue entonces cuando Paco empezó a chapurrear inglés, rudimentos que perfeccionó más tarde y que le sirvieron lo suyo en el transcurso de sus posteriores giras por todos los confines del mundo: «Siempre me ha dado la impresión de que parloteo en indio, no me acostumbro, se me hace muy raro». Aún en 1966, escribía a su familia diciéndoles: «Sabréis que estoy muy bien del inglés. Desde que vine de Australia he avanzado mucho más, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de lo difícil que es hablar correctamente. Yo creo que, si estuviera por aquí seis o siete meses más, llegaría a hablar casi bien, porque como ya os dije una vez, Beltrán —se refiere a uno de los ayudantes de la compañía de José Greco— lo habla bastante bien, y cuando no sé alguna cosa se la pregunto a él y, si él tampoco lo sabe, lo miramos en un diccionario muy bueno que él tiene. Además, en los hoteles casi siempre hay televisión y también aprendo mucho viéndola».
En Jacksonville, de hecho, el hotel Floridan presumía de sus ciento cincuenta habitaciones con baño privado, aire acondicionado, televisión, radio y un garaje de fácil acceso.
El dinero, hasta que se independizó a partir de su boda, lo administraba su padre. Sin embargo, nunca le faltó para gastar ni para prestar. En una de las primeras entrevistas que concedió, aseguraba que el dinero solo le interesaba «en cuanto que lo necesito para comer y vestirme».
—¿Ganas mucho?
—Digamos que estoy mejor pagado de lo que está un albañil en España. Pero no mucho más.
Ya por aquella época, insistía en su perfeccionismo enfer mizo:
—Como también soy bastante masoquista, te diré que encuentro incluso cierto placer en analizar las cosas que me pasan, y tratar de encontrar el lado bello de todo.
—¿Has dicho bello?
—Sí, ya sé que lo que suele decirse es bueno. Pero yo creo firmemente que verdad y bondad son dos conceptos relativos, muy relativos. Y que la belleza, en cambio, es inalterable; está ahí, se puede tocar, es palpable.
Leía mucho ya por entonces. Clásicos y novelas relativamente recientes, también ensayos que le recomendaba su amigo José Luis Marín, que era más listo que el hambre y quería estudiar para ingeniero. De costa a costa, en lentos transportes, era un buen momento para sumergirse en los libros. Quizá la soledad llevaba a Paco a escribir compulsivamente cartas escritas a mano con una caligrafía minuciosa y clara, como la que tres días más tarde que la anterior vuelve a enviar desde Tampa, cuando se alojaba en el hotel Thomas Jefferson:
Queridos padres y hermanos:
Ahora mismo acabo de recibir una carta vuestra con fecha del 16 del mes pasado y escrita a Fredonya, así que os repito que sigáis escribiendo a New York, que van las cartas más seguras. Pues la carta que me habéis escrito a San Luis la he recibido, pero en la que me decís que el australiano había ido a la casa, esa no la he recibido, o sea que se habrá perdido. Decidme si el otro australiano que está dando clases se llama Antonio Morrison, de Sídney, porque a mí me da la impresión de que es él.
Pues me ha dado mucha alegría saber que voy a ser tío otra vez, yo me imagino que será por María y no creo que vaya a ser por Pepe o Antonio (como son tan locos los dos).
Sabréis que, el otro día, el caballo de Atila me dio una patá en la cara.
Cada día tengo más éxito en el teatro con las niñas, el último piropo que me echaron fue que me dijo una que parecía un príncipe y otra que era el mejor guitarrista del mundo; bueno, esto último me lo han dicho muchas niñas, entre ellas un «mariquita», esto os lo digo para que el «pelleja» no ronee más y no me diga más en las cartas que cada día está más fuerte y más guapo.
Me diréis si Pepe el de tita Ana se fue peleado de la casa y si va por ahí.
Decidle a Mary que no se preocupe, que no me he comprado la medalla y que estoy esperando a que ella me la regale, ahora tengo puesto en la cadena un boomerang de oro que me regalaron en Australia, pero la medalla no la tengo.
Mamá, como verás la carta va puesta a tu nombre, así que sigue escribiéndome.
Besos,
PACO
Besos a Mary y a don Roberto.
PD. / Papá, no me escribas tantas cartas porque me agobian de tal forma que no me da tiempo ni a leerlas.
Recuerdos a la Nena y familia.
En efecto, el embarazo era el de María, que meses más tarde daría a luz a su hija Maite. En el transcurso de aquellos largos viajes iniciáticos, Paco llegó a comprar varias sartenes para poder hacerse él mismo la comida: «Ganaba cien dólares a la semana —explicó a la periodista Sol Alameda, en las páginas de El País— y si tenía que pagar restaurantes no me quedaba nada. Así que iba con mi hermano de hotel en hotel con las ollas y las sartenes. Y de todos los hoteles nos echaban porque el olor inundaba el edificio y poníamos las paredes perdidas de tomate frito. Pero todos los miembros del ballet cocinaban en el cuarto».
La primera actuación en solitario de Paco de Lucía tendría lugar en una fecha indeterminada de aquellos años, en la Guitar Society de Nueva York. Pero Estados Unidos le reservaba otras sorpresas: «Allí —cuenta—, descubrí a Sabicas y a Mario Escudero, porque en España en esa época nosotros mamábamos del Niño Ricardo, que fue el guitarrista que enseñó a toda nuestra generación, era un poco como el maestro de todos. A Sabicas y Escudero casi no les conocían aquí, hasta que más tarde comenzaron a llegar los discos que ellos grababan en América. Vi en Sabicas una nueva forma de tocar, algo nuevo».
Con independencia del predicamento generacional de Ramón Montoya o Niño Ricardo, algunos especialistas llegaron a acuñar el término sabiquismo para definir la escuela de aquel gitano de Pamplona que también había sido un virtuoso desde corta edad y que a los nueve años se presentó en el Teatro Eldorado de Madrid con la compañía de la Chelito. También Mario Escudero, curiosamente, se había iniciado precozmente con el apodo del Niño de Alicante: a los nueve años debutó en Burdeos (Francia) interpretando una pieza en el Teatro Galia, presentado nada más y nada menos que por Maurice Chevalier. A los catorce ya forma parte del grupo de Vicente Escudero como primer guitarrista, incorporándose luego a la compañía de José Greco, precisamente, y triunfó en Estados Unidos, tras presentarse en 1955 en el Carnegie Hall neoyorquino.
«Ciertamente —explica Ángel Álvarez Caballero—, la guitarra flamenca no sería hoy lo que es sin Sabicas. En su tiempo aportó una serie de novedades técnicas que dejaron estupefactos a los entendidos. Soluciones tan complicadas y difíciles de ejecutar como picar en los sextos, arpegiar en todas las cuerdas, los alzapúas con el dedo pulgar solo y otras muchas. Paralelamente, un raro sentido de la capacidad expresiva del instrumento lo llevó a componer música de inédita belleza, que afortunadamente pudo dejar grabada en un número considerable de discos que hoy conforman un auténtico legado artístico».
«De no haber sido por la Guerra Civil, hubiera estado en España hasta el día de hoy», le explicó Sabicas a Mona Morlasky poco antes de su muerte. «Estoy seguro de que nada, ni siquiera la Guardia Civil, hubiera podido obligarme a salir».
Ella le vino a preguntar, quizá pensando en el medio millón de gitanos asesinados durante el holocausto nazi, si su exilio neoyorquino tuvo que ver con el rechazo a la dictadura de Franco: «No, yo nunca he tenido pensamientos políticos de ningún tipo. Los gitanos no somos de inclinaciones políticas. Solo intentamos ganarnos la vida y tocar nuestras guitarras».
Lo más probable es que, sencillamente, Sabicas temiera simplemente a aquella vieja sombra de Caín que aventó el golpe de Estado que condujo el general Francisco Franco y que convirtió España en un enorme cementerio: «Daría todo lo que tengo si pudiera tener siquiera la mitad de la popularidad que entonces gozaba. Antes de la guerra, hasta las piedras sabían mi nombre».
En 1936, Sabicas viajó desde Marsella a Buenos Aires, con una troupe de quince flamencos. En Argentina, se reunió con Carmen Amaya y decidieron establecerse en Estados Unidos, donde el éxito les reportó grandes sumas de dinero desde Hollywood a Nueva York.
Dijo Sabicas que cuando Carmen llegó a Estados Unidos, también ganó muchísimo dinero: «Hubiera sido una mujer rica de no haber sido por el hecho de que...». Sabicas intentó decirlo de forma delicada: ya que su padre era su mánager, Carmen rara vez veía la nómina. Había llegado a estas orillas con su padre, madre, hermano y hermanas. A veces tíos y tías, primos y otros familiares diversos harían acto de presencia. Y todos vivían del baile de Carmen. «¡Pobrecica!», lamentó Sabicas. «¡Nunca sabía cuánto había ganado!», escribe Mona Morlasky.
Sus caminos profesionales se separaron en 1945: «A pesar de lo que puedes pensar —afirmó Sabicas—, no estaba enamorado de ella. Yo amo a todas las mujeres en general. Amo a cada una. Y estaba enamorado del genio de Carmen. Pero no amaba a Carmen. Quería casarse conmigo. Pero yo no tenía intención de hacerlo. Y además, ya no soportaba a aquella familia».
Sabicas, por cierto, iba a ser el primer músico flamenco en intentar un disco de fusión, al grabar con Joe Beck Rock Encounter (PolyGram), en 1970. Respecto a aquella controvertida grabación, el guitarrista de Pamplona siempre argumentaría que se prestó a ello por motivos comerciales, a pesar del impacto que tuvo sobre un sector del público.
«¿Qué opina de los nuevos flamencos, la generación joven?», le preguntó Mona en el verano de 1990. «Hay demasiados que son buenos, pero yo adoro a Paquito, el pequeño Paco de Lucía. Es mi auténtico discípulo». «¿Estudió con usted?». «No. Pero estudió mis grabaciones —declaró Sabicas con orgullo—. Vino a Nueva York más joven, de gira con José Greco. Y me vino a ver. Me dijo que había escuchado todas mis grabaciones. Y me tocó la guitarra. Le observé las manos, cómo movía los dedos, y fue entonces que me di cuenta de lo que llegaría a ser».
Paco de Lucía debía de conocer el disco que Sabicas acababa de editar en 1961. Al menos, Manuel Cano —quien consideraba a Sabicas como un puente entre la guitarra tradicional y «una nueva guitarra virtuosista, vibrante, sonora y flamenca»—, debía de haberle hablado al niño Paco de aquel guitarrista navarro rodeado de rascacielos. Paco insiste en que le tenía un respeto enorme a Sabicas y le daba grima tocar delante de él: «Toqué, pero no con la guitarra tuberculosa que me quiso dar delante de muchos artistas, sino con la suya, que era enorme».
Desde el hotel The Pick-Bankhead, entre la Quinta Norte y la Treinta y Tres, en Birmingham, Alabama, el joven Paco de Lucía, ya con diecinueve años, tira de pluma para referirle sus impresiones a su familia, un 3 de marzo del año 66.
«Hemos estado en Nueva York tres días parados como ya sabéis, pero no estaba allí Sabicas; sin embargo hay allí un guitarrista argentino que es muy amigo de Sabicas y le dijo a Rafael el Negro y a su mujer que Sabicas está loco por oírme tocar y que cuando volvamos a Nueva York, que será para primeros de abril, van a organizar una fiesta en la que estará Sabicas y todos su amigos, solamente para oírme a mí tocar, así que estoy cagao, porque no sé si quedaré bien o no».
«Paco le da una importancia tremenda a ese primer cono cimiento de Sabicas —afirma su amigo José Luis Marín—. Sabicas, en Nueva York, iba a ver por sistema a todo flamenco que se acercara por allí. Siempre preguntaba quién venía y quién no. Sabicas no conocía a Paco, sino que llegó al hotel preguntando qué flamencos venían de gira. Paco dormía y lo despertaron. Sabicas estuvo escuchándole un rato. Fue entonces cuando le dijo: “Muy bien, Paquito, pero un flamenco no debe tocar las cosas de otro, sino crear cosas propias”. Paco interpretaba cosas de Niño Ricardo, pero a partir de ese momento se pasó la gira tocando las únicas dos o tres falsetas que él mismo había creado».
A estas alturas, el músico algecireño no sabe por qué Sabicas le aconsejó aquello. «No sé exactamente por qué me dijo aquello, pero lo que sí sé es que me influyó muchísimo. Me dijo que un guitarrista debía tocar su propia música, que no tenía que copiar a nadie. No sé si lo dijo realmente por ayudarme o un poco por soberbia, porque yo solo tocaba la música del Niño Ricardo». Lo cierto es que fue el mismo consejo que recibió por entonces de Mario Escudero, a quien conoció en 1963: «Que cada guitarrista debía hacer su propia música», le confesó Paco a Javier Robes, en una entrevista publicada en 1990 por la revista Pa norama.
Era la segunda gira con Greco y Paco ya viajaba en solitario porque Pepe se había quedado en Madrid. Matilde Coral y Rafael el Negro se convirtieron en algo así como los tutores de Paco durante aquella tournée: «Nos lo pidieron sus padres —evoca ella—. Paquito era muy travieso. Se metía en los supermercados y se bebía los briks de leche, que aquí no había entonces. Nosotros, después, los pagábamos para que no nos llamaran la atención».
Sabicas, con ciertos altibajos, eso sí, siempre mantuvo una clara querencia hacia aquel niño: «Paquito se vino a Nueva York cuando tenía quince años —declaró a la revista Jaleo, de San Diego, California, en abril de 1981—. Me recordaba a mí mismo cuando estaba empezando. Me gustaba mucho; un buen chico, muy bien educado y toca muy bien. Ha pasado algo de tiempo aquí conmigo. En aquel entonces estaba aprendiendo, pero ya tocaba muy, muy, muy bien, y siempre tocará bien, porque para él es algo natural. Hay otros muchachos que también tocan bien, como Serranito o Manolo Sanlúcar, entre los más conocidos, y luego hay otros muchachos que tocan bien para acompañar el cante y el baile, como el Habichuela y muchos otros en España. Naturalmente, es en España donde están todos, pero Paco de Lucía toca muy bien, está tocando muy bien, mejor que nunca».
«Yo le robo la música y, a cambio, él, que es un galán de Hol ly wood, me quita a las mujeres».
Así caricaturizaba su compadre el Niño de las Habicas —con quien llegó a grabar a dúo— la relación que mantenía con Mario Escudero, el portentoso guitarrista español que había sido discípulo de Ramón Montoya y que, cuando conoció a Paco de Lucía, rozaba ya los sesenta años. Alicantino, crecido en Madrid, pertenecía al destierro flamenco de Estados Unidos, donde murió en Miami apenas amanecido 2004, en un retiro que alguien vino a definir como «huraño».
Atrás, su biografía arrojaba datos tan singulares como que fue presentado en público por Maurice Chevalier con tan solo nueve años de edad. Luego, el bailaor Vicente Escudero lo convirtió en su segundo guitarra y le abrió las puertas del Teatro Español en 1944, junto con Ramón Montoya, en un espectáculo que incorporaba también a Jacinto Almadén. Fue uno de los artífices de la llamada «ópera flamenca», pero su pedigrí incluía actuaciones con Tomás Pavón, con su hermana Pastora, la Niña de los Peines, José Cepero, Antonio Mairena, Mojama, el Sevillano, Canalejas, Pepe de la Matrona o Pericón.
A partir de 1956, sus viajes y sus estudios lo llevaron desde Buenos Aires y Montevideo a Nueva York, hasta convertirse en concertista. En la Gran Manzana se convirtió, de hecho, en el pigmalión de Paco de Lucía, a quien le influyó en su primera etapa al pairo del Niño Ricardo. De hecho, las generaciones jóvenes empezaron a conocer a Mario Escudero por la bulería «Ímpetu» a partir de la versión que el músico algecireño grabó a comienzos de su carrera, en un tributo que décadas más tarde repetiría Gerardo Núñez.
«Desde luego, Paco tenía mucha más relación con Mario que con Sabicas», afirma la cantaora e investigadora estadounidense Estela Zatania, que le conoció de cerca. «En aquel entonces, Mario era respetado, pero no tenía la magnitud de Sabicas, ni muchísimo menos. Mario trataba a Paco como medio descubrimiento, medio protegido, y se encargó de presentarlo a los flamencos de Nueva York».
Estela todavía recuerda el día que la avisó de que fuera por la tarde a su estudio:
—Imposible, tengo cosas que hacer.
—Niña, tú te vienes por la tarde y se acabó. Vas a escuchar a un chiquillo de tu edad que toca la guitarra muy bien.
«Con pocas ganas fui al estudio aquella tarde de invierno como me había ordenado mi maestro —escribe Estela Zatania en la revista Al-Yazirat—. Hacía muchísimo frío y las calles estaban llenas de nieve medio derretida. Subí las escaleras al estudio que compartía Escudero con Juan de la Mata, guitarrista clásico madrileño. Un cuartito chiquitito donde Mario impartía las clases particulares, unos tres metros por cuatro, las paredes pintadas de negro, una bombilla desnuda que colgaba. Éramos diez o doce personas invitadas por Mario, todos de pie, no había sitio para sillas. No había presentaciones, ni buenas tardes, ni nada... Solo Paco, sentado en un rincón, vestido de traje y corbata, serio y callado. Mario le hizo una señal, y el joven empezó a tocar. No se cruzaba las piernas, ni echaba la cabeza para atrás, aquel gesto que ahora hacen todos imitando al que llegaría a ser el maestro más grande de la gui tarra».
Y añadía: «Tocó solo dos piezas, un tema de compás libre, quizás rondeña, no lo recuerdo bien, y bulerías. Algunos se preguntaron mutuamente en voz baja: “¿Quién es?, ¿de dónde sale este chaval?, ¿cómo se llama?”, otros les mandaron callar para escuchar. Aquel día, sabía que estaba presenciando algo importante. No sabía que hubiera nacido el futuro».
«Recuerdo que Escudero —me cuenta ahora—, si le preguntaba alguien por Paquito, soltaba algo como: “Uf, pica más que una gallina”. Paco respetaba muchísimo a Mario y le trataba de usted. Aunque Mario nunca le dio clases directamente (que yo sepa), en casa de Mario, el día de la paella, se sentaban los dos juntos con las guitarras... “Mira esto... y este acorde...”, cosas así el uno al otro, aunque Mario era muy orgulloso y nunca hubiera sido capaz de pedirle al joven Paco que le enseñara nada». Nueva York era una ciudad donde todas las culturas tenían su espacio. Y también su público. Paco comenzó entonces a apreciarlo, a pesar de lo que algún periodista español definía como «frialdad anglosajona», que se diluía al escuchar su toque. Broadway y el Village habían dado cobijo a numerosos flamencos desde el siglo XIX. Y, poco antes de que Paco se sumergiera en sus avenidas, también había recibido el baile de Vicente Escudero y el toque de Carlos Montoya, quien también se atrevió, por cierto, a coquetear con el jazz o, al menos, con los saxofones. El crítico Brook Zern, director de Guitar Review, remarca que era Sabicas el guitarrista más prestigioso de la época. En Nueva York, lo llamaban «the King of Flamenco», pero sus dominios musicales se extendían mucho más allá, puesto que llegó a tocar para personalidades tan diversas como Charles Chaplin, Marlon Brando o Gary Cooper.
«No volvió a España, principalmente, porque le daba mucho miedo volar», afirma Estela Zatania. Sabicas jamás llegó a aprender inglés —«solo tres palabras»—, a pesar de su dilatada estancia neoyorquina. Con un garbanzo de diamante en la corbata, como le recuerda José Mercé, su personalidad despertaba tanta curiosidad como su música, que atrajo a Enrique Morente hasta lograr llevarle a un estudio de grabación.
Sin abandonar un centímetro su patria flamenca, coqueteaba con otros mundos musicales y grababa discos como Flamenco on fire, dirigidos al mercado estadounidense. Andando el tiempo, a Ricardo Pachón le sorprendió que no pareciera gustarle un concierto de Pata Negra, al que le arrastró en Nueva York, según mencionaba Lino Portela en el diario El País:
—Mira, Ricardo, yo no entiendo de esto —se disculpó Sa bicas.
—Pues esto lo inventó usted, maestro —replicó el productor sevillano.
Y, a decir de Carlos Lencero, Agustín Castelló protestó entonces: «Eso fue cosa de mis productores, que eran unos peseteros. ¡Esos discos míos no valen un duro!».
«Era un gitano antiguo. Tenía no solo una imponente presencia tocando, sino también andando por la calle. Le gustaba recordar los viejos tiempos», aseguraba Pepe Habichuela, que también le trató. Allí murió Sabicas, en abril del 90, aunque su cuerpo viajó hasta Pamplona para recibir sepultura en su patria chica. Joaquín Sabina le dedicaría un poema que describe su destierro, hasta cierto punto voluntario: Ese que va por la Quinta Avenida / con el orgullo de los desterrados, / con la mirada del que nada olvida, / esas seis cuerdas que tanto han llorado.
Pero a mediados de los años sesenta, a Sabicas le quedaba mucho Nueva York por delante y Paco de Lucía recorría la ruta 66 a bordo de grandes expresos o de calamitosos autobuses a través de las autopistas que construía el presidente Johnson y las marchas a favor de los derechos civiles que orquestaba el pastor Martin Luther King. Se cruzaba ya con los easy riders de las poderosas Harley que iban a acuñar otra estética en las carreteras del mundo.
Paco echaba de menos a Pepe, mientras volvía a recorrer de cabo a rabo los Estados Unidos. El guitarrista algecireño seguía actuando junto a Barón y Modrego, pero su estrella empezaba a destacar por encima de la de sus compañeros: «A pesar de que todo lo hacemos a tres guitarras, se nota que soy yo el que llevo la batuta (y esto no es un roneo, que es la verdad)», escribe a su familia desde Alabama.
En julio de 1967, Sabicas decidió volver a España durante una temporada. Había sido invitado a participar en la IV Semana de Estudios Flamencos, celebrada en Málaga, donde se rinde homenaje a Manolo Caracol y Pastora Imperio. Acompañado por esta última, el día 6 de agosto, Sabicas asiste a un concierto que ofrece allí Paco de Lucía. A lo largo del recital, según Eusebio Rioja, Sabicas «no dejó de removerse y gesticular de asombro y satisfacción mientras tocaba Paco. Al finalizar, espontáneamente subió al escenario y abrazó y felicitó con toda efusividad a un Paco de Lucía rojo de emoción y de azoramiento por tan inesperada y sorprendente reacción de quien era justamente considerado el mejor guitarrista flamenco de la época. Fue allí donde Sabicas dio el espaldarazo público y definitivo a Paco de Lucía».
Tanto a Agustín Castelló como a Mario Escudero siguió frecuentándolos el guitarrista algecireño cada vez que pudo, sobre todo durante una temporada neoyorquina que vivieron Paco y Ramón juntos, en 1970.
José Díaz González, de sobrenombre Rebolo, quien trató a Paco desde muy niño, recordaba que conoció «al difunto de Sabicas» una vez en Madrid: «Cuando a Sabicas se le mentaba a Paco, preguntaba: “¿Tú te imaginas a un niño de cuatro años que tenga cuarto y reválida? ¿A que es imposible? Pues ese es Paco con la guitarra”». José Luis Marín fue a verle actuar una vez a Málaga y estaba Sabicas sentado junto a su esposa, en la fila delantera: «Y yo veía a Sabicas dando botes en el sillón mientras Paco tocaba. Hasta que se levantó diciendo: “Esto no hay ya quien lo aguante”, y se salió, de tanto como le gustaba y le asombraba lo que estaba haciendo Paco».
«Claro —añadía Rebolo— que he visto reacciones parecidas, en otras ocasiones. Una vez, en Madrid, estaba Paco probando una guitarra en Esteso y hubo un guitarrista que entró, que escuchó a Paco tocar la guitarra, se pegó dos guantadas él mismo en la cara, y cogió y se fue».
Una eternidad más tarde, como ya hiciera el 9 de septiembre de 1967 en Málaga, Paco de Lucía le rindió pleitesía a Sabicas durante el homenaje que se le tributó en Nueva York en 1989: «Cómo me arrepiento de no haber postergado todo —lamentó Félix Grande—, cómo me arrepiento ahora de no haber asistido a aquel concierto en Nueva York: habría podido disfrutar del sonido mago de tres guitarras flamencas y habría podido contemplar el orgullo, la gratitud y el señorío con que Sabicas recibió ese homenaje».
Pero el viejo maestro volvió a hacerle un desplante, pues dijo Sabicas que en la guitarra solo habían evolucionado los dedos. Tampoco le gustaba un pelo que Paco terminara incorporando a sus espectáculos instrumentos que él consideraba inapropiados para el flamenco, como el bajo eléctrico, la flauta o el cajón: «Sí, pero yo no me enfado —le reconoció Francisco Sánchez Gomes a Paco Espínola, en la revista Tiempo—. Yo estaba delante y lo decía por mí, me atacaba mientras yo a él le echaba flores todo el tiempo, porque creo que es mi obligación. Él ha estado sentado en la poltrona durante toda su vida y de pronto ve que su manera de tocar ya no se hace, aunque todavía tenga fieles. Las nuevas generaciones siguen otra manera de tocar y Sabicas no lo puede admitir porque eso sería afirmar que ya no vale lo que hace. Es lógico que todo lo que diga sea justificándose».
Paco y Sabicas coincidirían en numerosas ocasiones. Una fotografía de los años setenta los muestra juntos, empapando en café una magdalena. En otra, sentados en un sofá, pareciera que sus miradas se dispersan hacia horizontes antípodas.
«Todavía no he llegado a la decadencia física —reflexionaba el algecireño poco antes de su fin—, pero sé lo que es eso y me atemoriza. He visto a Sabicas tocando con ochenta años y se le nota. La tensión de las cuerdas es menor y la ligereza de los dedos se resiente. Por eso, tengo obsesión por seguir vivo, por no pararme nunca y por seguir haciendo y contando cosas».
Las palabras de Sabicas, mientras tanto, siguieron sonando en su conciencia: «Aquello me impresionó tanto que olvidé absolutamente todo lo que sabía hasta que empecé a grabar. Y eso fue lo que me salvó; porque al tener la obligación de componer para un disco, sin darme cuenta creé mi propio estilo».
En cualquier caso, años más tarde, y en su disco Siroco, Paco volvió a recordar a aquel primer maestro suyo, Manuel Serrapí, con una soleá titulada «Gloria al Niño Ricardo». «Ricardo fue el maestro de nuestra generación, de Sanlúcar, de Serranito, de todos nosotros. Era el guitarrista que en esa época representaba el no va más, el papa», le relataba a Santiago Alcanda en una entrevista cuya siguiente pregunta fue si Niño Ricardo había sido el Paco de Lucía de aquella época: «Sí, más o menos. Entonces todos los jóvenes nos mirábamos en él y tratábamos de aprender y de copiarlo».
Niño Ricardo, como ya se ha dicho, también fue el maestro de referencia para toda su familia, el de su padre y el de sus hermanos: «Era la música que se hacía en casa».
«Yo, hasta que descubrí a Sabicas, pensaba que Dios era Niño Ricardo, y de alguna manera yo aprendí de su escuela y de su estilo, pero cuando conocí a Sabicas me di cuenta de que en la guitarra había algo más. Con Sabicas, descubrí una limpieza de sonido que yo nunca había oído, una velocidad que igualmente desconocía hasta ese momento y, en definitiva, una manera diferente de tocar. A partir de aquí, no es que me olvidara de Ricardo, pero sí pude añadir a mi aprendizaje la manera de tocar de Sabicas y la transformé para hacerla mía».
Terminó tocando en un disco junto a Niño Ricardo. Ambos escoltaron a Juan Peña el Lebrijano —De Sevilla a Cádiz, en 1969—. Todo fue por iniciativa del cantaor. A Paco la propuesta le ilusionó, aunque ya estuviera lejos del pupilaje que le imponían las falsetas de su primer maestro: «Me hacía ilusión estar con alguien a quien había admirado toda mi vida —le explicó a Humberto Wilkes—. Luego resultó que en las mezclas me pusieron muy presente, algo de lo que yo no soy responsable en absoluto. Si a mí se me oye más no es porque yo apretara más, sino porque en el control me han dado más sonido. Además yo no molesté a Ricardo ni una mijita, solo hacía cosas cuando veía que podía meter la mano. Por respeto, en todo el disco fui siguiéndolo a él. Se comprenderá que, si estoy con un hombre que ha sido mi maestro, lo primero es el respeto».
Después de aquellos primeros encuentros, la Gran Manzana volvería a reunirlos: «En 1970 o 1971, Paco de Lucía tocó en el pequeño auditorio del Spanish Institute de Nueva York. Luego, Sabicas acudió al camerino para hablar con Paco, a solas. Quizá yo estaba suponiendo demasiado, pero sentí que era testigo del traspaso de la antorcha, aunque eso no significaba que a Sabicas en aquel momento le gustase lo que Paco estaba haciendo, música sabia», escribe en su blog Brook Zern, quien recuerda que la estrella de aquella velada fue Andy Warhol, quien llegó hasta allí acompañado por algunos de los integrantes de la Velvet Underground.
Zern le recuerda impecablemente vestido de negro, «pero yo no sabría decir si estaba impresionado por la forma de tocar de Paco o por su persona».
«El joven Paco podría parecer casi inquietantemente hermoso, pensé. Tomé fotografías de ambos, pero no salieron bien», añade Zern, a sabiendas de que al menos existe una imagen de aquel encuentro, que la familia Sánchez, por cierto, ha extra viado en algún lugar de su desmemoria.
Pepe no perdería nunca esa relación primeriza con Paco, y durante largos años pudo oírse su voz en discos y en giras, a la que hay que sumar una larga carrera como productor discográfico y autor, con cuatrocientas letras registradas en la Sociedad General de Autores. Su padre era el primero que se había animado a escribir letras. Algunas de ellas, inspiradas en versos populares, como la variante completa del «Caminito de Totana», esta vez sin pícaros tartaneros, que le cantó Camarón en 1973. Otras, que fueron toda una declaración de principios: Ni que me manden a mí / no quiero mandar en nadie / ni que me manden a mí. Y muchas que quedaron guardadas para la posteridad en una libreta que atesoró hasta sus últimos días: «Mi padre empezó a escribir cuando se fue a Madrid —acotaba María, refiriéndose al año 1962—. Tiene una libreta en la que apunta los cantes. Se pone a leérmelos y me encanta. O me los cantiñea. Mi padre canta muy gracioso. Con muy poquita voz, pero con un sentido, y a su ritmo».
«Es posible —escribe Francisco Peregil en su libro sobre Camarón— que el padre de Paco, al mamar desde pequeño el flamenco, pusiera a su nombre versos que eran populares o que se hallaban desperdigados en distintos libros y casetes, y él los agrupó. No obstante, si firmó como propias canciones que nunca se atribuyó nadie, el hecho es legal, y si el autor de ellas murió sesenta años antes, también, ya que en ese momento su obra pasa a ser patrimonio universal, como sucede con las partituras de Mozart o Vivaldi».
Su padre era autor y Pepe también decidió serlo: «A partir de un comentario de mi madre, en la época jovencilla mía en la que yo era más loco que cuerdo. Me decía: “Hijo, tú tienes que ser también autor, métete en Autores”; me lo dijo tanto hasta que conseguí que me llamaran Pepe Autores una serie de artistas de Madrid».
«Yo tengo tantísimos títulos en Autores. Como me dijo Lidia, de la prensa del corazón, en el programa de Nieves Herrero, era mucho dinero. Felizmente, le contesté, es un dinero muy repartido, porque va a las arcas públicas, a Hacienda, también a editoriales, a Autores y a mí me queda una parte que dedico para vivir».
Le pregunté a Pepe qué diferencia apreciaba entre las letras escritas por su padre y las que él ha firmado para Camarón, la Susi, Laventa, Tijeritas y otros muchos artistas: «Que el tiempo de mi padre era más real —repuso del tirón—. Sus asuntos eran más cotidianos, de la vida de un pueblo. Mis temas son más fantasiosos y más de este momento. Yo pienso que lo bonito es hacer una letra como aquella, anónima, popular, que decía: Hos pitalito de Cádiz, / a mano derecha, / allí tenía mi madre / la cama hecha. Pero pienso que hay que nacer tres veces para hacer esa letra. Ahora se hacen letras muy bonitas, pero no así».
Como compositores, a Pepe le gustaron siempre Joan Manuel Serrat, Manolo Tena y Antonio Vega, pero como maestros del verso, a Pepe le interesa menos Antonio Machado que Federico García Lorca o Miguel Hernández, a cuyo poema «Casi nada» puso música para que lo cantara Laventa: «Si Lorca hubiera vivido, me habría casado con él. Me habría hecho lo que no soy. De solo nombrar a Lorca se me humedecen los ojos. Adoración. Miguel Hernández fue mi primer descubridor de la poesía. Por ese hombre, yo he llorado. Machado, más que nada, ha sido mucha fantasía, mucha Sevilla, mucha Castilla, mucho jazmín, mucho azahar, pero la profundidad de mi alma la he encontrado en Lorca y en Miguel Hernández».
La fuerza de sus inicios no solo queda reflejada en las estrías de los discos que grabó junto a Paco, con el sobrenombre de Los Chiquitos de Algeciras, sino por una leyenda artística que se quebró con su voz, a mediados de los años sesenta, al pasar su adolescencia: «Me ocurrió lo que frecuentemente le pasa a un ser humano, que la laringe se ensancha y pierdes la agudeza de la voz. Lo que nunca iba a hacer en mi vida era castrarme para que se me quedara la voz muy finita, como hacían los cantantes de ópera antiguamente en Italia. Para aprovechar ese momento de sagradable del cambio de voz, que aparte de causar tirantez en mi casa a mí me frustraba, cogí y me metí en el servicio militar».
Una docena de discos en solitario —entre ellos, una curiosa experiencia para Ariola Alemania en la que hizo una versión en español de The boxer, de Paul Simon, y Noches de blanco satén de The Moody Blues— avalan su carrera como cantaor y compositor más que heterodoxo: «La seguiriya es el palo que más me ha gustado cantar. Y la que me sale sola. Porque mi padre se ponía: “Niño, canta por seguiriya y por soleá, por seguiriya y soleá”».
Pepe, que conoció de joven las mieles de una exitosa gira norteamericana con José Greco, tuvo que ceñirse también a la disciplina alimenticia de Las Brujas: «He estado ocho años en un tablao y ahí se aprende el ritmo más que en ningún otro sitio».
Cuando los aficionados le fueron redescubriendo en las multitudinarias giras de Paco, seguía escuchando Pepe un retintín que le disgusta, ese «pues no canta mal», como si acabara de subirse por primera vez a un escenario. «Claro que molesta, pero el destino no lo puede cambiar nadie. Quizá algún día, pienso tener a nivel popular el reconocimiento que tengo a nivel artístico, o a nivel de compañeros, pero no me molesta. Estoy muy a gusto con Paco», solía asegurar después de que en 1980 su hermano le reclamase para su sexteto mítico. «Fue mi madre quien le insistió a mi hermano para que me llamase. Y a ella nunca se le podía negar nada».
Pepe de Lucía, dieciocho años después, se apeó, de grado o no, del grupo. Los motivos nunca llegaron a trascender, pero presumiblemente todo tendría que ver con el carácter de ambos, que recobraron pronto su relación fraterna. Justo cinco años más tarde, el cantaor algecireño y su disco El corazón de mi gente se hicieron con un Grammy. Así, volvía a demostrar que podía sobrevivir artísticamente sin la sombra poderosa de aquel hermano menor que había nacido al arte como acompañante suyo, como escudero del que cantaba.
Pepe vivió desde entonces de sus discos, de sus producciones y de sus ingresos de la Sociedad General de Autores de España, aunque estos empezaron a ser cada vez más exiguos. En aquel momento, la piratería y las descargas ilegales aún no habían acabado con las millonarias ventas de discos: «En España, seguimos pensando que el flamenco es de minorías cuando ya se venden doscientas cincuenta mil copias de un solo disco —aseguraba Pepe cuando le concedieron el Grammy—. O medio millón, como vende Camarón. Y el flamenco es de los géneros que más beneficios genera en la Sociedad General de Autores en todo el mundo. Y, además, teniendo en cuenta que el flamenco es un arte de catálogo. Todavía estamos escuchando discos de hace más de ochenta años, grabados por artistas flamencos irrepetibles».
Tampoco faltó quien viniera a decir que el Grammy se lo dieron por su apellido artístico: «Yo quiero decir que, sin molestar a nadie, si hubiera menos gente que ladrara y que escribiese con más conocimiento de causa, la vida sería más linda. Yo me llamo José Sánchez Gomes, mi hermano se llama Paco Sánchez Gomes y éramos, en el barrio algecireño de La Bajadilla, los hijos de Lucía. Yo no me aprovecho de ello. Paco es un genio y yo soy Pepe, el cantaor».
«El día de los Grammys, se me quedó clavado mi padre, Antonio Sánchez, y me ardía la frente acordándome de él. Incluso aquellos momentos también se los debo a él, por supuesto que sí».
Todavía se acuerda de la reacción de su hermano Paco: «Él vio la gala por televisión. Mi hermano, me dijo Pelleja, se echó a reír y le dio mucha alegría».
Con Tomatito volvía a coincidir a la grupa de «Luz de carbón», en su disco El corazón de mi gente, que fue, en rigor, un viaje por su memoria sentimental. Las relaciones de Pepe de Lucía nunca fueron fáciles respecto a Camarón y a su escudero guitarrista, pero él sostiene que, en todo momento, existió al mismo tiempo una cierta simpatía entre ellos: «Siempre he sido una persona muy ingenua, nunca he mirado esos detalles. A Camarón siempre lo he visto como algo mío, como algo que ha pertenecido a mis raíces, a mi vida, a mi mundo y a mi casa. A Tomate, al estar incluido ahí con él, lo he visto como muy juntos. Yo creo que me voy a morir siendo ingenuo, al margen de lo que pueda ocurrir en la vida. Yo, a Camarón, lo he sentido muy dentro de mí y lo sigo sintiendo así».
La selección de guitarristas que incorporó a El corazón de mi gente tampoco fue casual: «No puede ser casual porque yo la guitarra la he mamado y la he sentido desde que era prácticamente nada. Como tampoco me gusta molestar tanto a mi hermano, porque mi hermano tiene ya su vida y tampoco quiero, ya de una vez, que se utilice el nombre de Paco en ningún concepto, en el buen sentido, he utilizado a mis compañeros de siempre y he buscado a gente a la que admiro y a la que quiero. No están todos, porque en un disco no caben tantos temas ni tampoco uno puede grabar tanto, pero sí están los que de verdad tocan muy bien. Hay una alegría muy bonita con Vicente —afirma respecto al estupendo corte que da nombre y que abre el disco—. Chicuelo es un guitarrista muy seguro y que toca muy bien. Cañizares no te puedo decir nada porque ya sabemos todo lo grande que es, y Tomate tiene un ritmazo como la copa de un pino».
«Al alba», otra de sus creaciones, aparecía aquí bajo el título de «Sueño de amor», con el que fue registrada en su día y cuyo título utiliza ahora para diferenciarla de la célebre canción homónima de Luis Eduardo Aute, que terminó aflamencando José Mercé, de la mano de Isidro Sanlúcar. El alba de Pepe de Lucía discurre ahora con la compañía de su hija, la cantante Malú, con la que ya interpretó hace tiempo un homenaje particular a Andalucía.
«La veo como una mujer que ya es y que ya tiene su propio criterio. Además, con una personalidad muy fuerte. No quiere que haya ningún tipo de conexión profesional entre ella y yo, en el buen sentido, porque piensa, y bien, que nos puede perjudicar, tanto a ella como a mí. El tema de “Al alba” me lo pidió ella y lo canta muy bonito. Yo lo canto a mi forma. Ella es mi hija y yo soy su padre».
María Lucía Sánchez, conocida artísticamente como Malú, nació en Madrid cuando apenas habían cruzado el umbral los años ochenta del siglo XX. Hija de Pepe, sobrina de Paco, descubierta discográficamente por Pepe Barroso y apadrinada artísticamente por Alejandro Sanz, a sus dieciséis años y en los inicios de su carrera, declaraba: «El apellido te puede ayudar para empezar, pero luego te cierra puertas y te pesa. No quiero utilizar ni renegar del apellido De Lucía, pero eso no quiere decir que lo olvide. Yo quiero ser Malú». A 3 de febrero de 2004, Malú grabaría un concierto acústico en directo en la sala Pachá, de Madrid. Junto con Alejandro Sanz, Antonio Orozco o David de María, estuvieron presentes su padre, Pepe, y su tío Paco.
«Las guitarras están mudas y las voces, rotas. Desde nuestra humilde posición como músicos, queremos rendirle nuestro pequeño homenaje al grandísimo maestro, al grandísimo genio, Paco de Lucía», declaró diez años más tarde, sobre un escenario de Zaragoza, unos días después de su muerte.
Alberto García Reyes dibujó un perfil de Pepe, para las páginas virtuales de Flamenco-World, a partir precisamente del disco que le deparó un Grammy. «Yo soy más partidario de la música, la música en general —responde cuando García Reyes le inquiere por el eterno pulso entre ortodoxia y heterodoxia—. Los ortodoxos siempre hablan de la seguiriya cuando la seguiriya es marroquí, es de los árabes, de los moros. La mezcla de culturas que tenemos nosotros, de años y años atrás, es una mezcla que produce matices. Si escuchas a un pakistaní, escuchas a un cantaor. Si escuchas a los judíos sefarditas, son cantaores. Lo mismo pasa con los indios o con la música oriental, que se asemeja mucho. No hay por qué respetar el canon de los veinte o treinta cantes establecidos. Pueden ser veinte, treinta, cuarenta, cincuenta o cien».
A lo largo de esos últimos años fuera de la corte de Paco, Pepe racionó y racionalizó sus intervenciones públicas, así como una cuidada discografía, en la que llegó a incorporar una vieja grabación suya, que Tomás Herrera —aquel viejo republicano amigo de su padre— había impresionado en un magnetofón mucho tiempo atrás.
Sin embargo, el hecho de que Pepe de Lucía haya compaginado el cante con la canción no le ha beneficiado profesionalmente, al menos desde la perspectiva de la flamencología tradicional: «La Niña de los Peines grabó chirigotas, cuplés y cosas que ahí están en la historia y mejor dichas que nunca por nadie», se defiende. En 2000 apareció Cada día, una grabación a la que incorporaba de nuevo las voces de Alejandro Sanz y de Malú, junto con las del grupo Jarcha o el retorno a su escena personal de su hermano Paco. Su presencia escenificaba y sellaba su reconciliación, en el supuesto caso de que hubieran llegado a enojarse de veras. La cosa es que Pepe se encajó en Cancún con el estudio ambulante del Bola y se pusieron a hacer lo que siempre supieron: escoltarse mutuamente por los raros vericuetos de la música. «Paco tocó con las tripas, como yo digo, con muchas ganas», reconoce Pepe.
«Con mi hermano, volveré siempre —declaraba entonces—. Él está en mi corazón, en mis sentimientos y en mis pensamientos. Siempre estoy con Paco, vuelva o no vuelva con él. Estoy cantando a cada momento con su guitarra. Y si él me necesita, sabe que me tiene siempre, aunque tenga que bajar de la Luna».
A trancas y barrancas, Pepe sobrevivió a su distanciamiento artístico de Paco. Aunque sentimentalmente siempre intentaron ambos acortar distancias. Cuando al cantaor se le pregunta por un disco perfecto, responde Almoraima, en memoria del célebre título de su hermano. Pero, según sigue confesando en público, se entusiasma con otras grabaciones legendarias como «Como el agua» y «Viviré», de Camarón de la Isla, en cuya producción participó activamente.
En el año anterior, la vida de Pepe de Lucía no fue fácil. Tropiezos, muertes, desengaños y reflexiones. Claro que, también, todo ello le sirvió para aprender: «Muchísimo, más que en toda mi vida junta». «Me siento muy bien porque me he dado cuenta de que en la vida tienes que sufrir, pasar, conocer para ver quiénes de verdad son y quiénes no son». Si se le pregunta si hay que sufrir para cantar bien, responde enseguida: «Por supuesto».
Era su catarsis particular de muchas pérdidas: sentimentales y definitivas. Sus padres, su hermana, su separación conyugal. Y el reencuentro artístico con sus hijos, Malú y José María, guitarrista y compositor que se estrenó discográficamente, junto a él, con unas bulerías. Un disco triste pero alegre, aseguraba Pepe.
Siempre le sedujo la pintura, y de hecho pasa por ser espectador y coleccionista: «Más que nunca, me interesa ahora. Y me interesa porque plasma muchos sentimientos. Hablo, de vez en cuando, con algunos cuadros que tengo y, de hecho, le cuento la historia de mi vida a La dama de Bolivia. Es un cuadro que no tiene firma y que me regalaron en Brasil».
Pepe suele repetir que su poeta de siempre era Miguel Hernández y sus recuerdos son sus desaparecidos. Un paisaje: «Lo que te encuentras después de Despeñaperros hacia abajo, hacia el sur, claro». Una comida: «Jamón». Una canción que no sea suya: «Aquella que dice “como el viento y el mar, como el pájaro ama la libertad”, de Víctor Manuel. Esa es mi canción favorita. Yo soy esa canción».
Durante los últimos años, junto a una mujer que lleva el nombre de su madre, se afincó en Sevilla. «Pero no he perdido la silla», avisa: «Sevilla es ni fu ni fa, pero me tratan bien y no tendrían por qué hacerlo». En cualquier caso, sigue construyéndose una casa en Algeciras: «La gente me aconseja que me la compre en otra parte, pero les digo que aquí he mamado la vida y recuerdo la madrugada, el amanecer, lleno de alegría, de jubileo, de pan fresco. No puedo olvidar jamás eso, ni mi padre, ni mis amigos, ni la fiesta en los patios... Eso está clavado en la amar gura».
Al otro lado del mar, Pepe y Paco se reencontrarán con la banda sonora sentimental que, más allá del flamenco, habían conocido en su infancia. Así que no extraña que, en 2006, siguiendo la estela de Miguel Poveda, Estrella Morente, Diego el Cigala o Eva Durán, Pepe de Lucía dedicara un disco al tango. Su paisano Flores el Gaditano ya lo había hecho en los años cincuenta en su patria chica y Chano Lobato también supo ajustarlo al canon flamenco.
En esa ocasión y con arreglos jazzísticos, el disco de Pepe adoptará el título de Tomo y obligo, en memoria del célebre tango de Carlos Gardel de 1931, que sus hermanos Paco y Ramón habían interpretado en su disco Dos guitarras flamencas en América Latina, de 1967. Este homenaje al tango recogía un repertorio de piezas clásicas, en las que además de varias de las que popularizó Gardel —«El día que me quieras», «Volver»—, aparecen obras maestras de Juan Carlos Cobián, de quien reinterpreta «Nostalgias», y Mariano Mores, de cuyo repertorio escogería su imprescindible «Uno». En su libreto, Pepe asegura que su madre, cuando era niño, le cantaba «Tomo y obligo», con aire flamenco. En la grabación le acompañarán el pianista Jacob Sureda, el contrabajista José Vera, el batería Pedro Barceló y el saxo Bob Sands, entre otros.
Uno de sus proyectos sigue siendo el de rendir homenaje flamenco a Miguel de Molina, aquel malagueño fugitivo de la España de Ramón Serrano Súñer, que se refugió en Buenos Aires, en donde disuadía a las visitas inoportunas desde el interfono de su casa: «El señor no se encuentra aquí», recordaba Carlos Cano que le despidió fríamente en la capital del Plata, haciéndose pasar por jardinero.
Miguel Frías —ese era su nombre— había vivido durante algún tiempo en Algeciras, pero ese no fue el principal vínculo con los hermanos Sánchez, cuando les descubrió en el transcurso de una gira americana: «Miguel de Molina —explica Pepe— representó la copla con cierto quejío flamenco. Y una forma de interpretarla, única y pasional, difícil de imitar. Y, desde luego, marcó una época, yo diría que contemporánea en la expresión y en la forma, en cuanto a su actitud y su decir. Sin ir más lejos, hoy en día, la copla “La bien pagá” —con aquella memorable letra de Ramón Perelló, aquel poeta de la tonadilla represaliado por la dictadura— sigue vigente en todos los sentidos».
«Él ya no está presente, pero por fortuna el recuerdo de su arte y de su vida siempre quedará entre quienes le admiraron y amaron. Entre quienes le siguen admirando y aman su memoria —afirma Pepe de Lucía—. Conservo muchos recuerdos suyos y algunas cartas. En una de ellas, me decía que tendría que consultar hasta el latín para escribir sus memorias, de lo bravas que iban a ser».
Conserva un vago relámpago de su primer encuentro: «Le conocí por primera vez trabajando o cantando, creo que con Antonio Gades, allá a comienzos de los años setenta. Se me presentó en el camerino y me espetó: “Hola, moreno, ¡qué bien cantas!”. Venía rodeado de amigos; entre ellos, recuerdo a Angelillo y a Esteban Sanlúcar, aquel extraordinario guitarrista. Fue un encuentro rápido, pero me impactó su elegancia y su andaluza sonrisa».
Andando el tiempo, Pepe retornó a Buenos Aires con su hermano Paco y juntos o a solas volvieron a coincidir: «Ocurrió en diversas ocasiones que o bien aparecía él por el hotel donde nos alojábamos o yo me encargaba de llamarle. Al poco tiempo, él se plantaba en recepción y me decía: “Hola, moreno, que estoy aquí y voy para la habitación de Paco”. Nos acompañaba a veces a las pruebas de sonido y puedo atestiguar que era un profundo conocedor del flamenco: de hecho, había compartido fiestas y cuartos de los cabales con los más grandes, desde Antonio Chacón a Manuel Torre, la Niña de los Peines, Mojama o Vallejo.
»El paso de los años acreditaba la nobleza de sus rasgos. El ciclo de la vida parecía correr en sentido contrario y chispeaban tanto sus ojos como su sonrisa, quizá como a aquel niño que fue y que daba sus primeros pasos artísticos en Algeciras, en casa de Pepa la Limpia. Solía venirse a mi camerino con su boina calada y con esa mirada bella que nunca envejeció, bajo ese halo suyo, de ternura y anhelo.
»Quizá como, según sus propias palabras, sabía latín, me piropeaba: “Con tus hechuras y con tu cara podrías vivir aquí como quisieras, porque aquí vienen chavales a los que no les falta de nada. Tienen dinero, buenos apartamentos, coches de lujo...”.
»—Miguel, ¿me estás tirando los tejos?
»Me miraba entonces y se hartaba de reír. A continuación, me insistía: “Vístete ya, que es muy tarde y va a comenzar la función”.
»—Ah, ¿con que es muy tarde? —le soltaba yo entre risas—. Pues venga, sal del camerino ahora mismo.
»—Vale, moreno; vale, moreno —y se iba entre carcajadas a ocupar su asiento de primera fila, en el centro del teatro, como siempre, para que lo pudiéramos ver lo más cerca posible de nosotros».
Sigue recordando sus cenas en el restaurante de Pepe Fechoría y su alegre complicidad: «Un día, él iba sentado con Paco en la parte trasera del coche de producción. Yo iba en el asiento delantero y fue entonces cuando le escuché decir: “Ay, Paco, tú me rompes el alma y Pepe me rompe el culo”.
»Miguel Frías sufrió mucho y Miguel de Molina, mucho más. En sus últimos años se sentía muy dolido, aunque nunca recuerdo que fuera un resentido. Ni siquiera con el régimen del déspota, como él llamaba al dictador Francisco Franco. O con alguna que otra tonadillera que por delante le ponía buena cara y por atrás lo iba vendiendo. “Pepe —me confesó—, he sido un hombre engañado, ultrajado, maltratado, vejado, confinado, encarcelado, perseguido y desterrado. Y no sé qué más. Por ser lo que soy, por sentir lo que siento. En la vida, tarde o temprano, todo se sabe. Un día, sin esperármelo, me enteré de quién me hizo tanto daño y la vida imposible, tanto en España, hasta que tuve que irme, como también aquí, en Argentina. Fue un funcionario de Falange Española, secretario de Serrano Súñer. Llegó a ostentar un alto cargo en Relaciones Exteriores. Era homosexual, pero encubierto. Y rencoroso con todo, frustrado por no poder demostrar su verdadera personalidad ante la sociedad hipócrita que le rodeaba”».
A Paco y a Pepe no solo les gustaba Miguel de Molina, sino la copla. Para el disco Canción andaluza, su hermano cantaor le sugirió, por ejemplo, que incorporase al cantaor Parrita. Y le hizo caso. Incluso estuvo a punto de incorporarse a dicha grabación que, por cierto, le rendía tributo a Marifé de Triana más que a Miguel de Molina.
A Miguel de Molina no le gustaba un pelo Antonio el Bailarín —«enano mental», le llamaba—. Sin embargo, la primera vez que Paco y Pepe estrenaron celuloide fue con Antonio Ruiz Soler, en un documental titulado Antonio en las Cuevas de Nerja. Era 1963 y para Los Chiquitos de Algeciras comenzaba una década intrépida.
Entre el regreso de Paco tras aquella primera tournée con José Greco y su reconocimiento mundial media un decenio de actividad frenética, de giras y juergas, éxitos y reveses, prodigiosas intuiciones y el perfeccionamiento de un virtuosismo que nunca llegó a ser circense. Paco era un figura desde que se subió a un escenario, pero los cinco años que transcurrieron desde 1963 a 1968 servirían para consolidar su formación, pero también su prestigio.
Antonio Sánchez Pecino marcaba aún la pauta. Por supuesto, seguía negándose a que su hijo actuara en fiestas y colmaos. Tampoco los tablaos fueron de su gusto y lo mismo decía que nones a Torres Bermejas que a Los Canasteros de Manolo Caracol. De vez en cuando, como una excepción que atestigua Donn E. Pohren cuando él y su esposa Luisa Maravilla regentaban Los Gabrieles, participaba en alguna reunión, a puerta cerrada, con Manolito de María y Paco del Gastor, aunque nunca llegara el de Lucía a escuchar a Diego, otro de los guitarristas favoritos de su padre y de su hermano Ramón, aunque él no participara de su entusiasmo: «Hemos pasado noches enteras tocando por bulerías. A mí me gusta mucho como toca Paco, tiene un aire flamenco y muy personal. Humanamente también es una gran persona. Cuando nos íbamos de gira, yo estaba loco porque se emborrachara, porque Paco, con dos copas, es la persona más graciosa del mundo. Cuando estaba fresco, solo miraba al suelo y estaba siempre muy serio, pero con dos copas es una persona divertidísima».
Madrid, a mediados de los sesenta, era más que nunca la última o la primera ciudad andaluza al norte de Despeñaperros, tal y como la define Fernando Quiñones. Ya vivía allí toda la familia Sánchez, justo cuando empezaban a prodigarse los seítas y los televisores. En junio de 1962, el año del contubernio de Múnich y de la boda de los príncipes, cuando la familia llega a Madrid acaban de estallar tres extrañas bombas antifranquistas en la capital de la dictadura. Aquellos hermanos algecireños definitivamente inmersos en la gran ciudad alternarían, en la medida de sus posibilidades, los ambientes flamencos con los partidos de liga en el Estadio Bernabéu o con las corridas de San Isidro, en Las Ventas. El primero en establecerse allí fue Ramón, por su destino durante el servicio militar, que alternaba con clases de guitarra a un alumnado variopinto en el que figuraba María del Carmen Espinosa de los Monteros, una biznieta de Eduardo Dato, que se convirtió desde entonces en una leal amiga.
El padre también seguiría dando clases de guitarra a discípulos que no pertenecían a la familia. Fue una actividad que había iniciado en Algeciras y con la que prosiguió hasta bien entrados los años setenta. Entre sus alumnos, figuran los algecireños Dioni Peña, Salvador Andrades y Paco Martín, que siguieron interpretando profesionalmente la guitarra: «En Madrid —contaba María— estaba hasta la noche dando clases. Todo el día. Y cobraba un dinero por dar clases, un dinero para aquella época, mil quinientas pesetas, creo».
En la capital, empiezan a establecer nuevas amistades, como la del guitarrista Manolo Sanlúcar: «Lo conocí primero —concretaba Ramón de Algeciras— cuando iba con Valderrama a Sanlúcar a tocar. Él era aficionado y estaba trabajando en la panadería, pero ya andaba despuntando. Luego, él estaba haciendo la mili cuando coincidimos en Madrid».
«Me encantaba la panadería. Soy muy buen panadero. Fui maestro pala antes de cumplir catorce años. El oficio de panadero, entonces, era artístico. Ahora, no tanto. Entonces, con la masa hacíamos panes en forma de trenzas o de sujetadores. Y sabíamos cómo teníamos que hacer el pan si el día era seco o si el día era húmedo. Había piezas que eran como los bombones, que las abrías y asomaba un moño de miga que no era el resultado de un simple proceso de elaboración, sino el resultado de un proceso de planificación».
A los ojos de los aficionados, Manolo Sanlúcar resulta un autor soberbio y un intérprete excepcional, pero su figura aparece parcialmente ensombrecida por la coincidencia en el tiempo con la gigantesca presencia de Paco. Al guitarrista sanluqueño siempre le sobró humildad para reconocer esa circunstancia: «¡Paco es tan completo! Tiene un sentido rítmico absolutamente sorprendente, tiene un sentido armónico increíble, tiene elegancia, tiene contrastes, cuenta la música, la explica con mucha naturalidad. Yo no he conocido a nadie, ni creo que haya existido nadie que reúna tantas condiciones como él. Todo esto que te digo lo he sentido siempre así, y la testigo más clara que podemos tener es mi mujer. Ella se ha reído muchas veces mientras me veía pegar botes en el sofá escuchando a Paco».
«Eso es muy bonito de parte de Manolo, porque entre los flamencos eso no es usual —entendía el aludido—. Otro hubiera dicho que sí, que muy bien, pero nada más. Me pareció muy noble por su parte, eso demuestra la clase de persona que es, porque entre dos guitarristas que estamos al mismo nivel, aunque seamos compadres, siempre hay una cierta competencia y todos barremos para casa, pero a él se le vio una generosidad que es de agradecer. Es un señor ante el que hay que quitarse la gorra».
«Mi hijo es el guitarrista más grande del flamenco actual... —afirmaba el padre de Manolo ante las cámaras de televisión, pocos segundos antes de concluir la frase— después de Paco de Lucía».
Natural de Sanlúcar y hermano de los compositores, productores y guitarristas Isidro Muñoz y José Miguel Évora, Manuel Muñoz Alcón nació en 1943 y no le benefició en absoluto ser coetáneo del genio de Isla Verde. Como tampoco le ha cuadrado dicha circunstancia a Víctor Monge, Serranito, otro de los puntales de la especulación guitarrística, injusta y eternamente a la sombra de la gigantesca proyección de Paco.
También, en el caso de Manolo Sanlúcar, la sombra de Isidro, su padre panadero, fue alargada. Aquel viejo menudo le puso una guitarra entre las manos apenas cumplió los siete años. Un mundo y un tiempo paralelos a los de Paco, apenas separados por ciento cuarenta kilómetros de distancia entre Algeciras y la desembocadura del Guadalquivir. A los trece años, Manolo debutó como profesional y, a los catorce, formaba parte de un conjunto flamenco, aunque prontamente iniciaría una fecunda carrera en solitario, cuyos primeros pasos se concretarían en Mundo y formas de la guitarra flamenca, hasta llegar a su mayor éxito, a mediados de los setenta, bajo el título de Caballo negro. También fue su padre quien le abrió las puertas de la guitarra y quien le facilitó su carrera incipiente, que llega hasta nuestros días con títulos como Aljibe, Medea, Locura de brisa y trino o el trabajo que dedicó al pintor Ressendi, por no hablar de una obra enciclopédica en torno al flamenco que actualmente prepara.
Cuando empezó su carrera profesional, hizo el rodaje con las compañías de Pepe Marchena y de Pepe Pinto, así que tuvo ocasión de medirse con las guitarras de Melchor y Manuel Conte, mientras la Niña de los Peines le llamaba «gatito» y cantiñeaba en los camerinos cuando le arrimaba su guitarra. Fue por entonces cuando también trabó amistad con Ramón Sánchez Gomes, Ramón de Algeciras, que era un poco mayor que él y que solía acompañar a Juanito Valderrama: «Ramón era mi amigo. Había nacido para estrella y tenía una pinta de galán de cine impresionante. Un día, me dijo que tenía un hermano al que yo tenía que escuchar. Así lo hice. Cuando conocí a Paco, percibí esa actitud suya ante la guitarra, ese señorío, ese sentimiento, esos pasajes. Se enredó maravillosamente en una melodía complicada que terminó con una sola nota. ¿Cómo se podía tener siendo tan joven tanta capacidad para prescindir de lo que no era necesario? Él tenía tres o cuatro años menos que yo y me dije: es el genio de los genios. Ya por entonces su familia vivía en Madrid y él se venía a mi casa o yo me iba a la suya y así nos llevábamos días».
Claro que Paco de Lucía y Manolo fueron compadres. El guitarrista sanluqueño le bautizó a su hijo Curro, en la capital gaditana, mojándolo luego en una larga noche a orillas del Guadalquivir, por donde pasaron invitados de toda suerte: Manuel y Lole, que cantaba versos de Juan Ramón Jiménez, el escritor Fernando Quiñones o el periodista Jesús Quintero. Pero, al margen de esa prueba de relación fraternal, ambos viajaron de la mano a la hora de defender la dignidad del instrumento que habían elegido como actitud ante la vida.
La periodista Sol Fuertes le preguntó a Paco de Lucía si tenía miedo a la competencia que pudiera haberle supuesto, en sus orígenes, Manolo Sanlúcar: «La competencia solo se crea dentro de la industria y del deporte —repuso Paco—. Es verdad que nos quieren acostumbrar a la guerra. Pero, para mí, Manolo Sanlúcar es un amigo que está luchando por la misma causa. Lo que quisiera es que salieran muchos Sanlúcar».
Pareciera, a veces, más allá de semejanzas y distingos, que la carrera de Manolo Sanlúcar se hubiera visto precedida continuamente por la de Paco. Al menos, en los símbolos. Si Jesús Quintero logró en 1975 que las puertas del Teatro Real se abrieran para el de Algeciras, al año siguiente entraría por ellas el sanluqueño. A pesar de todo ello, sin sombra de celos, ambos aparecieron continuamente hermanados en una serie de gestos que alcanzaron al nombramiento de Paco como hijo predilecto de Algeciras. Sentó a Manolo junto a él, en una conferencia de prensa, y cuando los periodistas le preguntaron por ese honor que recibía su amigo, Sanlúcar respondió lúcidamente que era una conquista para el flamenco: «Cuando se reconoce a estos niveles a un personaje de nuestra cultura, se está reconociendo a nuestra cultura». Y ambos se fundieron en un abrazo.
En Tauromagia, aparece escoltado por Pedro Iturralde — quien le metería a Paco, en el cuerpo, el gusanillo del jazz—, Luis Paniagua, Vicente Amigo, Tino di Geraldo, Manolo Soler y Diego Carrasco. Su carrera discográfica cierra con un disco dedicado al pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi y con un trabajo tan didáctico como enciclopédico en el que participaron numerosos artistas de primera fila, pero que aún no se ha dado a conocer. Si Paco de Lucía irrumpió en el pentagrama clásico con Manuel de Falla, el maestro Rodrigo e Isaac Albéniz, Manolo Sanlúcar decidió emprender su propio camino con los cuatro movimientos de su Fantasía para guitarra y orquesta, o con Trebujena, concierto para guitarra y orquesta en re mayor. O, desde luego, un célebre encargo del Ballet Nacional de España para el que firmaría Soleá en 1988, como homenaje a la mujer andaluza, y para el que compuso Medea, que arrojó más de mil representaciones y una grabación adicional, en 2002, con la Orquesta Ciudad de Málaga.
«Paco de Lucía y Manolo Sanlúcar echan sobre sus hombros la responsabilidad de sacar al flamenco de quicio; porque tras de ellos van todos, sin la misma calidad y solvencia, y ni siquiera la bondad de intenciones —sanciona Agustín Gómez—. De ellos son las claves y mecanismos de la evolución de la guitarra moderna».
Antonio Burgos, sin embargo, propone una discutible distinción entre ambos: «Paco de Lucía salió del cuarto donde su padre lo encerraba para que se aprendiera las placas de don Ramón Montoya y pegó tal salto de creatividad que cayó, tirando corto, por la parte del Carnegie Hall y de la Deutsche Gramophon. Manolo Sanlúcar, aun innovando, aun creando, permaneció más fiel a nuestras raíces flamencas».
Entre otras composiciones, Manolo firma la compleja partitura de Mariana Pineda, el espectáculo de Sara Baras que estrenó en la Bienal de Sevilla del año 2002 y que José María Bandera —a la sazón, sobrino de Paco— interpretaba ininterrumpidamente durante dos horas por función. En el 92, aparece como director musical en los títulos de crédito de Sevillanas, de Carlos Saura, en donde comparte secuencia precisamente con Paco de Lucía, como anticipo a aquella otra superproducción de Juan Lebrón que se titularía Flamenco, también a las órdenes del cineasta aragonés, que compartiría largas sesiones de trabajo y de diálogo con Manolo Sanlúcar, a orillas de Bajo de Guía. Con Paco, coincidiría en numerosos conciertos, a veces compartiendo escenario con John McLaughlin, como ocurriría en Tenerife, en 1987.
Protagonizó numerosas giras, pero su mayor viaje, con todo, fue interior: «El flamenco tradicional se basa en un sistema, en la cadencia andaluza. Yo desarrollo un sistema que hace muchos años comencé a presentir. Hace tantos años que yo entonces no leía música... Yo presentía ese sonido, lo tenía y lo hacía, pero no sabía a qué correspondía, no podía razonarlo. Tanta fuerza ejercía eso en mí que iba componiendo a mi manera y, aún luego aprendiendo a leer música y estudiando mucho, durante mucho tiempo seguía sin entender. Ya cuando estudié armonía me fui acercando, hasta que llegó un momento en el que comprendí exactamente en qué estaba fundamentada esa sensación que yo tenía y cómo podía razonarla».
Griega, quizá. Un modo mediterráneo, interpreta Manolo Sanlúcar: «Soy un enamorado de la tradición y me apasiona de igual modo el toque de Diego del Gastor que el de Paco de Lucía. Esa es la grandeza del flamenco y yo no quiero invitar a que se tomen otros caminos, solo quiero sumar un color más al abanico».
Tal y como subrayara Norberto Torres, cabe destacar su preocupación por la pedagogía y la enseñanza. Desde 1973, Manuel Muñoz puso en marcha su propia escuela que, como en los casos ya citados o en el de Gerardo Núñez, entre otros, suelen ser guitarristas que beben paralelamente de la fuente y caudal de Paco de Lucía, o de Víctor Monge, Serranito, el inexplicablemente gran olvidado de las promociones posteriores.
«A lo largo de la historia del flamenco han nacido muy pocos artistas de su talla —destaca de Manolo su aventajado alumno Vicente Amigo—. A él le debemos mucha dignidad de la que gozamos los artistas flamencos de generaciones posteriores y, por supuesto, esa escuela que representa, sin la cual no seríamos los mismos».
Las relaciones entre Manolo y Paco se resquebrajaron cuando al de Lucía la Universidad de Cádiz le concedió un primer doctorado honoris causa en 2007, al que seguiría el de Berklee en 2010. Manolo estalló: «Estoy cansado de que reconozcan todos los méritos de mi compadre Paco de Lucía y a mí ninguno —le espetó al periodista Manuel Rodríguez, de El Correo de Andalucía—. Y cuando quiera el que quiera, ponemos sobre una mesa lo que ha hecho Paco y lo que he hecho yo».
Antes de que aparecieran en prensa tan dolorosas manifestaciones, ya lo había expresado a algunos de sus más allegados, que intentaron aliviarle la rabia, pero fue inútil: «Cuando le dieron el Príncipe de Asturias a mi compadre y admirado Paco de Lucía, el que más se alegró fui yo. Es el máximo galardón que España puede darle a un artista. Después, la Universidad de Cádiz lo nombró doctor honoris causa, despreciando mi labor por el flamenco y todo lo que he aportado a nuestra cultura. Ese premio tenía que haber sido para mí y no para Paco».
«El honoris causa no tiene nada que ver con la enseñanza —intenté explicarle—. Es un título honorífico que no se otorga por los méritos docentes».
Era inútil. El hijo del panadero sanluqueño rumiaba su propia historia: las largas sesiones como maestro de jóvenes tocaores, en una larga carrera de relevos que él había iniciado siendo apenas un crío.
«Paco de Lucía —le había soltado a Manuel Rodríguez— no ha dado una clase de guitarra en su vida, y yo llevo más de treinta años dando cursos internacionales, investigando, enseñando, luchando por la guitarra y por el flamenco. Para esos cursos, el sistema tuve que crearlo yo mismo. Y soy el único flamenco que ha escrito un libro sobre la guitarra, pero no sobre la historia, no; sobre la música de la guitarra flamenca, su gramática y su constitución, para que pueda entenderlo cualquier músico del mundo».
Paco había creado escuela sin pretenderlo, pero Manolo Sanlúcar sí lo pretendió siempre: «He creado a varias figuras de la guitarra flamenca actual, a las que he tenido en mi casa sin cobrarles un duro. Y Paco —desafiaba sin medir, en aquel momento, sus palabras— solo ha creado imitadores, porque él no se ha encargado nunca de explicar cómo es su toque, por qué toca como toca, cómo son las cosas de la guitarra flamenca».
Claro que, al menos, en aquellas controvertidas declaraciones no culpaba a Paco por su larga corte de epígonos: «Él ha ido a realizarse como guitarrista y lo han seguido muchas personas. No es su responsabilidad. Pero a él no le ha dado la gana de enseñar a la gente. Yo sí lo he hecho y lo sigo haciendo, aunque no se me reconozca. Y no he recibido ni un solo gesto de afecto de Cádiz, si realmente Cádiz me tiene algún afecto. Es la primera vez que digo esto y que me defiendo públicamente, pero es que estoy cansado; soy un guitarrista de más de sesenta años, y un tío por derecho. Y estoy cansado de muchas cosas».
A pesar de sus reticencias hacia los premios, Manolo Sanlúcar siguió recibiendo, no mucho después, galardones de la España oficial y de la España alternativa. La Junta de Andalucía, por ejemplo, le reconoció con el Premio Niña de los Peines, y el jurado destacó entonces el empeño de Sanlúcar a la hora de que la música flamenca sea estudiada como cualquier otra disciplina artística, de forma reglada, al tiempo que mencionaron el hecho de que por primera vez un músico flamenco de su nivel asumía «la difícil tarea de explicar el origen y la esencia desde el más puro análisis científico-musical de la armonía flamenca». No fue el único reconocimiento a su labor. En el plazo de un mes, Manolo Sanlúcar habría recibido el Premio a la Solidaridad, que otorga el Festival de las Naciones, y fue nombrado también hijo predilecto de su patria chica. Quizá sus reproches no habían caído en saco roto.
Antes, mucho antes, el aire de luto por la muerte de su hijo Nano empapó las páginas de su libro El alma compartida, que la Editorial Almuzara le publicara en 2007: «La vida me lo ha arrebatado todo y en esta curva descendente de mi vida, que no de mi pensamiento artístico, agradezco a la vida y a Dios que me hayan puesto en este camino porque así mi vida se ha justificado», aceptó Manolo a ratos, junto a su compañera Ana.
El de Sanlúcar es consciente de que un sector de la afición aparentaba dividirse entre un estilo y otro, entre él y su compadre Paco, como si fuera obligatorio elegir entre Picasso o Dalí o echar porras para medir sus genios respectivos: «A mí me dan sonrojo esas comparaciones. A mí me parece que Paco es perfecto. Creo que, entre lo que ha trabajado él con su lucha y lo que he hecho yo, cubrimos todo el abanico del flamenco. La vida de Paco le ha llevado a investigar unas zonas musicales en las que yo no hubiera entrado. Y al contrario. Yo me veo más en el contexto de la música clásica».
Ambos compusieron a pachas la bulería «Compadre»: «La idea —refiere Manolo— era la de componer un disco entre los dos. Pero cuando él podía, yo estaba ocupado, y al revés. El día que grabamos “Compadre”, estábamos escuchándola en el estudio y llegó un momento de esos que ya a uno no le cabe más silencio y tiene que sincerarse. Fue cuando me dijo: “Tú con la melodía y yo con el ritmo, no hay quien entre ahí”. Recuerdo muy bien aquel tiempo, ¡qué disfrute! Los dos nos pasábamos el día comiendo galletas Artiach y comentando qué dirían los flamencos viejos si nos vieran haciendo eso, como dos niños chicos».
Manolo sigue rindiéndose al magisterio de su compadre: «A mí todo lo que se le dé a Paco me parece poco —repuso cuando le pregunté por sus lamentaciones—. Paco es el primero que sabe que la admiración que siento por él es absoluta. Paco es como nadie. Todo el mundo piensa que es un genio, pero yo no lo digo por decirlo. Yo digo que es un genio por esto, por esto y por esto. El fan número 1 de Paco de Lucía soy yo. Me parece de tanto valor todo lo que ha aportado al flamenco que eso debe quedar superclaro. ¡Qué palabra tan fea esa de superclaro! Pero dicho esto, dele usted la gloria a Paco, pero ¿por qué me desdeña a mí?».
Más que amigos, más que compadres. Paco y Manolo quizá intuían que venían a constituir la cara y la cruz de una misma moneda, la del rigor del toque que ambos han entronizado hasta extremos nunca vistos anteriormente. Heredero de una larga tradición que cabría rastrear en Javier Molina, Ramón Montoya, Niño Ricardo, Sabicas o Manolo de Huelva, el de Sanlúcar ha levantado su reino sobre el concepto de la armonía, en el que no solo ha profundizado como instrumentista, sino también como teórico. En realidad, su mayor gloria es él mismo. Talento y genio. Sin embargo, quizá todavía no lo sepa.
Fuera de cualquier circuito de actuaciones, en los sesenta, a Paco no le faltaban ofertas, pero su padre pedía el oro y el moro para disuadir a sus contratistas: «En Torres Bermejas, a mí me daban cuatrocientas setenta y cinco pesetas. Le daban mil a Paco y él no quiso que actuase», remacha Ramón.
Siguiendo instrucciones paternas, Paco llegó a acompañar en el vinilo a cantaores irregulares, aunque tampoco faltaran voces de relumbrón que iban de Enrique Montoya a su paisano Jarrito, Juan de la Vara, Antonio el Camborio o Juan de la Loma, aunque dicha etapa no excluyera colaboraciones tan sorprendentes como la que le unió con el humorista y cantante Manolo de Vega. En 1964, Paco de Lucía ya había grabado con la Niña de la Puebla y sus hijos, Adelfa y Pepe Soto, con Lolita Valderrama, Jarrito y el Sevillano: «Pero tal vez —informa José Manuel Gamboa— el que más ilusión le hiciera de todos fue el que preparó con Rocío Dúrcal, pues fue su primer amor platónico. El álbum Rocío canta flamenco, supervisado por Fosforito, lo ensayó en la casa de la juvenil actriz. Momentos para la emoción. Además le compuso la música para una película titulada Té con nubes (José María Forqué, 1963), de la que nada más hemos podido averiguar».
En 1966, acompañará al Chato de la Isla, Carmen Moreno, Gaspar de Utrera y el Sordera. Paco y Pepe aparecen en la cara B de la Misa flamenca, que la casa Philips grabó en 1967. Como curiosidad, cabe decir que Pepe se atreve a rascar la guitarra para escoltar a Eusebio Gilabert. Al año siguiente, el joven guitarrista grabará con Bambino y con Rocío Jurado. Y, desde luego, no dejaría de frecuentar el cante a lo largo de sus días. En años sucesivos, graba con Naranjito de Triana y el Niño de Barbate. Publica El mundo del flamenco. Paco de Lucía presenta a Raúl, bailaor, y Pepe de Lucía, cantaor. Hasta fue capaz de impresionar una bulería con el Cojo Peroche, aquel célebre gaditano guasón que, cuando Federico García Lorca le preguntó en qué trabajaba, se limitó a responder: «¿Trabajar yo? ¡Yo soy de Cádiz!».
En 1966, antes de sumarse a las filas de Manuela Vargas, Paco se incorpora a la compañía de Antonio Gades, de la mano de su amigo, el guitarrista Emilio de Diego, que también había formado parte de la troupe de José Greco: «La de Greco era la compañía de Bambi si la comparamos con lo que era la de Antonio Gades —le explicó a Gamboa y a Núñez—. A él le encantó ese régimen de repente, de descubrir esas barbaridades que hacíamos, de no dormir nunca, jugarnos todo al póquer, fumarnos lo que pillábamos, follarnos a todas».
La gira recorrió América interpretando la Suite flamenca. Y, como recuerda Miguel Mora en las páginas de El País, allí descubriría Paco «el comunismo, la golfería flamenca, Brasil y la bossa nova, que tanto le ayudó a dar un aire nuevo y nuevas armonías al flamenco».
«Su manera de tocar la guitarra, con las piernas cruzadas y una gran colocación de las manos, volvía locos a sus colegas», añade Mora, citando a su vez unas declaraciones del guitarrista Emilio de Diego a José Manuel Gamboa, a quien explicó que «Paco me hacía cosas maquiavélicas muchas veces, el cabrón. Es que era un monstruo, pero de verdad. Empezaba a hacer cosas que están prohibidas anatómicamente, guitarrísticamente, musicalmente; prohibidas para todos, menos para él».
Cristina Hoyos, que viajaría con Paco en dicha troupe, lo había conocido antes, cuando compartían escenario con Manuela Vargas, en 1962. Ella se quedó fascinada una noche, en el cumpleaños de Antonio Cores, amigo de Gades: «Estábamos en la fiesta, muy bien, y Paco empezó a tocar la guitarra. En un momento dado, Antonio le dijo: “Eres una maravilla, pero si te aflojo la guitarra...”. “Aflójala”. Aflojó una o dos cuerdas: “Pues ya no puedes tocar”. “¿Cómo que no?”. Y le hizo virguerías. Si no lo veo, no me lo puedo creer. Ese año, durante un gira por Francia, con Manuela Vargas, conocí a un Paco agradable, atento, con mucha vida, como él era. Manolo Mairena, que iba en la compañía, se la traía con Paco un poco así, siempre protestaba: “Que me has tocado la seguiriya muy malamente, que me haces unas cosas que no entiendo”. Eran muy bromistas y cuando iba en el autobús durmiendo, le pegaban el pelo al asiento. ¿Quién tiene pegamento? Pues los guitarristas. Era muy seductor, como todo el mundo sabemos. Tenía muy buenas palabras para todos, y cuando cogía la guitarra, no había una persona más seductora».
Cristina y él volvieron a encontrarse en el Madrid nocturno del Café de Chinitas o de Torres Bermejas. Una década más tarde, durante el rodaje de Carmen, de Carlos Saura, con Antonio Gades y Laura del Sol: «Nos reíamos mucho con él. En el cine había mucho tiempo para todo; hay que esperar mucho, hacer las tomas varias veces, pero él estaba siempre riéndose, recordando anécdotas, siempre haciendo cosas para que todo el mundo se lo pasara bien. En principio, que Paco participara en la película no estaba previsto en el guion. Antonio Gades insistió en ver si podía estar Paco, él dijo que sí y estuvo encantado de estar en la película. Yo hacía mi papel de verdad, que no me querían contratar porque necesitaban a alguien más joven. Después, en el teatro, he hecho la Carmen durante siete u ocho años, con mucho éxito».
«Coincidimos de nuevo cuando hacía la música de Montoyas y Tarantos. Algunos días en que íbamos a oírla o el disco que preparaba, Zyryab, íbamos a tomar una cervecita. De Paco como artista no puedo decir más. Paco, como se suele decir, cuando nació se partió el molde. Ahora, otro molde es imposible. Siempre te das cuenta de que era un sabio tocando para bailar o para cantar. Era maravilloso».
A juicio de Cristina Hoyos, durante su etapa en el ballet, «Gades estaba embelesado con Paco. Le hubiera encantado tenerlo mucho más tiempo en la compañía. Sin embargo, ya andaba con Camarón y no pudo ser. Paco seguía todos los movimientos de Antonio en la farruca, los que hacía bailando».
Años alegres de giras mundiales, con la sonrisa cómplice de Marisol que empezaba ya a ser, definitivamente, Pepa Flores, antes de refugiarse en su confín de Málaga, del que apenas sale de pascuas a ramos. Durante esa época con ella y con Gades, pero sobre todo con su amigo —y a veces su rival— Emilio de Diego, Paco descubrió que el flamenco era sobre todo una magnífica llave para entrar en los territorios de la risa.
Por aquellos años, a Paco empezaba a aburrirle tanto libro de filosofía y tanta gente seria: «Vengo de una tierra donde hay mucho sentido del humor y de pronto noté que se me había ido volando; cuando me decían algo absurdo, que es lo que más gracia me hace ahora, decía: “Pero eso no es lógico”. Trataba de razonar todo y empecé a ponerme aburrido».
Frente a los intelectuales —proclamaría— prefiere «el ingenio, la constante sorpresa del ingenio». Entonces, volvió al sur y a sus amigos de la infancia. De hecho, nunca se había ido, sino que volvía a cada instante, aunque ya no fuera aquel renacuajo que recuerda María: «Los veranos, se venía Paco solo. Era un niño respetuoso, sabía estar. “Si me das cinco duros, te friego los platos”, me decía. Y me los fregaba. Iba a pescar. La pesca le ha gustado siempre».
María descubrió que algo había cambiado en aquel hermano que siempre le pareció un niño, la vez aquella cuando Paco se quedaba en el piso familiar de la urbanización Carteya y descubrió que, entre tanta cortina y lucecita roja, «aquello parecía un puticlub». Estando allí un día con José Luis Marín, apareció otro guitarrista algecireño, Paco Martín, con una joven. Mientras el visitante fue a comprar bebidas, Paco se atrincheró con ella en el piso, hasta que al volver el otro, le arrebató la compra y le pegó un portazo. «Todo era broma. Se trataba de pasarlo bien», comentan sus amigos de la época.
Entre estos, figura Victoriano Mera, de su misma edad y que conoció a Paco jugando al fútbol en un terreno que hubo en El Calvario: «Le conocí a él y a Pepe. Paco es un enamorado del fútbol y juega cada vez que puede, todos los viernes, en Madrid, con profesionales», me contaba cuando todavía vivía y se pirraba por una pachanga.
Con Victoriano y otros algecireños, como Fernandín Bori o Luis Tragatoro, asolaron la noche del sur —«hemos hecho muchas perrerías juntos», claudica Mera—. Eran tiempos —según evoca la memoria de Pepe Titi— en que los preservativos se compraban en los quioscos y de extranjis. Campaban, Victoriano, Paco y otros amigotes ocasionales o firmes, por ventas y garitos como los de El Cobre, Los Pastores o La Salvaora, quien en mitad de la noche les mataba un pollo, mientras que su marido no hacía más que refregarse sus partes con la misma mano con que luego cortaba el pan. Constituían una suerte de jocosos gamberros de guante blanco, un estilo de vida que era reconvenido por la moral de la época, aunque tolerado por lo que tenía de ingenuidad y de hedonismo picaresco.
En Miraflores, a cuyos dueños Roberto y Mariola dejaban serios bigotes en las facturas, formaron recias peloteras. Paraban por allí mucho la Curra y la Chelo, dos mujeres de la noche que reponían fuerzas en el porche de la venta: «Un día, estaba la Chelo comiendo un filete, se metió para dentro a no sé qué y, en esas entremedias, llegó Tragatoro con el coche y desde la ventanilla se llevó el filete», se sonríe aún Victoriano Mera. Hay un no sé qué de rara nostalgia en sus palabras, cuando recuerda las tardes de pesca junto a su amigo o su habilidad en la cocina: «Ahora, voy a acompañar por fin a Paco en un disco. Voy a cantarle unos eructos por bulerías», declaró Mera al diario Europa Sur. Como la noche aquella en que decidieron irse a la Costa del Sol: «Llegamos a un discobar pequeñito, donde había dos suramericanos tocando unos bongos muy grandes. Los músicos reconocieron a Paco y se acercaron a saludarme. Él me presentó como un músico peruano, que era un fenómeno con los bongos, y me hicieron subir arriba para actuar».
«Cuando estaba yo entre bambalinas y él terminaba una actuación, mientras le aplaudían, antes de los bises, me decía: “Otra vez les he engañado”», afirma Rebolo, quien le recordaba templado, sereno y tranquilo: «Si no está a gusto en un sitio, se va, sin más. No es violento y tiene un sentido del humor superdesarrollado, que eso es lo que la gente no sabe de él».
Junto con la pesca y el buen humor, otra de las aficiones que fue desarrollando fue la caza. La practicaba en un coto que Agustín y Antonio Quirós frecuentan en Alcalá de los Gazules: «La caza se le da mal —afirmaba Victoriano Mera—. Errol Flynn no es, precisamente». «La cosa es pasar cuatro o cinco días comiendo y cazando conejos, perdices, zorzales —detalla Antonio Quirós—. A veces, hacemos alguna partida de jabatos o jabalíes. Viene un amigo, el cirujano Paco Camacho, o Paco llega con su hermano Pepe, con Ramón. Nos acercamos también a Alcalá o Benalup, o al pueblo de San José del Valle, donde un día le reconoció uno, “usted es Paco de Lucía”, y él se empeñó en decirle que no lo era».
Sus amigos bromeaban con que Paco, durante una de esas partidas de caza, les quiso hacer creer que había matado él unos conejos, cuando quien había tirado era el guarda. «No pongas eso, a ver si se mosquea», añadían cuando en vida de Paco les pedí que me contasen anécdotas de ese período.
«En el coto —afirma Antonio Quirós—, mi hermano Agustín grita “vire, vire” para llamar a los perros. Ese mismo grito lo ha hecho Paco en muchas giras, en medio de la actuación, que yo se lo he escuchado».
No eran especialmente estirados. Más de un susto le dieron a la marquesa, la madre de Casilda Varela, cuando se arrellanaban en su mansión a compartir canutos: «En Benalup, había un tío muy pesado que estaba estrenando un abrigo de pieles blanco —comenta Mera—. Tenía acorralado a Paco y no hacía más que hablarle, venga hablarle y hablarle. Yo me acerqué por detrás, le metí el nabo en el bolsillo y le oriné dentro. Cuando el tío se dio cuenta, dijo: “¡Hay que ver la mala leche que hay en este pueblo, que no pueden ver a uno estrenar nada! ¡Pues no me han echado una Coca-Cola encima!”».
Quirós recuerda también la vez aquella en que pillaron a su hermano en coto ajeno y la celebridad de Paco tuvo que interceder para que no lo detuvieran: «Fueron él y Pepe a hablar con el guarda mayor. Agustín, de rodillas y todo, en el suelo. Y Paco, diciéndole al guarda que para una vez que un artista como él iba a cazar allí, que por favor que no le fueran a amargar el día».
En Madrid, Paco compartía sus correrías nocturnas con el guitarrista Carlos Rebato, con quien siempre mantuvo una firme amistad, por su pareja afición a la guitarra y a la alegría: desde la Gran Vía al Oliver, o a escuchar a los gitanos extremeños, allá cuando mediaban los años sesenta. En presencia de Paco, nunca acompañó el éxito sentimental a Victoriano Mera: «Estábamos en Sevilla con Curro Romero, Pareja Obregón, Camarón y Picoco, el de los Pantoja. Veníamos de Espartinas, tras dos días de fiesta, y Paco y yo nos fuimos al hotel Macarena, a descansar, con una tía, una extranjera que se vino con nosotros y se subió al cuarto. Curro Romero nos llamó desde un puticlub diciendo que había ambiente y que nos fuéramos, pero Paco dijo que prefería pájaro en mano que ciento volando, así que nos quedamos con la guiri. Ella estaba sentada en mi cama y mi compadre me dijo que lo que pasaba es que estaba loca porque yo me liase con ella. Así que Paco se fue al lavabo, pero la tía le siguió. Le habló en inglés, pero yo no entiendo ni papa. Así que Paco se vino a mí y me dijo: “Compadre, que quiere que te levantes y te vayas”. Al final, ni Curro Romero ni la titi aquella, que me cagué en los muertos de las extranjeras treinta pares de veces».
Por el Rocío, Francisco Sánchez solo se ha dejado caer en un par de ocasiones, y en una de ellas, al menos, ejerció de caballista junto a Camarón y sus hermanos Pepe o Antonio, mientras repartía sus andanzas por las ciudades donde actuaban, por la noche de Cádiz y por la de Sevilla, por entre las frías habitaciones de los hoteles convertidas en una hoguera de cachondeo, cantes y guitarras.
Victoriano Mera aún se acuerda de una noche en que volvían de juerga «con el difunto de Camarón, por los Pastores. Veníamos con hambre y fuimos a casa de mi madre, a las cuatro o las cinco de la mañana. Nos metimos en la azotea, que había allí una olla con habichuelas frías. Camarón se las comió y estuvo dos o tres días yéndose de vareta».
Ya por entonces, como diría luego Santiago Alcanda, «Paco de Lucía superó los tiempos en los que sentía que cada vez que tocaba la guitarra era como si supiera que por las cuerdas salen billetes de mil». También superó la etapa en que pensaba que la gente que se le arrimaba pretendía sacarle siempre alguna cosa: «Lo sentí en algún momento, pero no importa. Hay mucha gente así, que es amiga mía o de mi música, pero hay gente que se acerca a mí porque salgo en las revistas, porque me ven en televisión y no me buscan por mi música ni por mi persona. Me buscan por el personaje». Arrastra, desde largo tiempo, fama de generoso y desprendido: «Gracias a Dios, tengo la posibilidad y siempre que puedo lo hago. Me debe dinero media España y nunca lo pido. Pero no quiero dar la imagen de que soy muy bueno, creo que es simplemente una miaja de coherencia».
Pero, sobre todo, sobrevivió a las drogas, en un tiempo y en un lugar donde resultaba insólito permanecer al margen del caballo o de doña blanca, que tantas voces, manos y pies flamencos acabaron destrozando: «Las drogas se han cargado los corrillos flamencos —reconocía ante la periodista Ana Bueno allá por el 98—. Todo el mundo mirando quién va al váter para pedirle. La droga da introversión, tensión y timidez. Las reuniones ya no son como las de antes, las del vino y la alegría».
«Me atormenta el trabajo —confesaría Paco—. Pero cuando dejo la guitarra, me transforma. Vuelvo a ser romántico, me gusta el cachondeo..., disfruto. En mí, el artista y el hombre tiran cada uno por su lado».
Rollos, sí. Pero novias, lo que se dice novias, tuvo pocas, al menos que fueran pasto de la prensa del corazón. En cualquier caso, los forajidos también establecen sus propios límites morales: «Las gitanas son muy guapas —ha declarado Paco—. Siempre he respetado su cultura, en la que no se ve muy bien que se casen con un payo. A una gitana no se la liga normalmente, te casas con ella. Ligar para acostarte es muy feo. Nunca intenté nada con una gitana».
«Cuando yo disfruto realmente es tocando entre unos cuantos amigos, con un poco de vino y un par de niñas guapas. Los recitales ante el público me benefician en cuanto a popularidad, dinero, etcétera, pero no en lo que respecta a mi arte, a lo que yo soy, a lo que puedo sentir y expresar».
La guitarra, eso sí, le sirvió para ligar: «Puedes acercarte a una chica y preguntarle si desea que le toques algo. Es un truco que siempre me ha dado resultado». En una monosilábica entrevista, Marta Cervera le comentó que, durante sus actuaciones, Paco no suele mirar a la platea y parece vergonzoso en el escenario: «Es que temo desconcentrarme —le repuso, tal vez con un guiño— si al levantar la vista me encuentro una mujer guapa entre el público». Ella le preguntó entonces si las mujeres lo llevaban de cabeza: «Siempre me han gustado —confesó—, desde niño». Claro que en esa misma ocasión, la periodista le preguntó si los escenarios constituyen un segundo hogar y él contestó sin dudarlo: «Hogar solo hay uno, el mío», quizá porque recordase la época anterior a su primer matrimonio, una bohemia divertida, pero que «era un desastre, no tenía horarios, no tenía organización, dormía de día, tocaba en las ventas con mi gente por la noche y estaba muy desequilibrado». Sus giras también anduvieron siempre lejos de Bambi.
Entre idas y venidas por medio mundo, desde los catorce a los diecisiete años, Paco se hizo plusmarquista de los estudios de grabación. Graba a dos guitarras con Ricardo Modrego, el principal guitarrista que llevaba José Greco en aquella gira americana y con quien cruza las puertas de la compañía Philips, sus primeros tres discos de larga duración —«estilos flamencos, canciones que trabajara García Lorca y melodías populares andaluzas», según pormenoriza Félix Grande—. Fueron títulos como «De hacerme tanto sufrir» o «No me digas que no», sevillanas del siglo XVIII, o desde el «Zorongo gitano» al «Anda jaleo» y «Los mozos de Monleón».
Sus tres primeros elepés para Philips aparecen fechados en 1964 y 1965: el de Dos guitarras flamencas en Stereo —«un excelente ejemplo de la mejor escuela ricardiana», a decir de Gamboa y Núñez en la edición de su obra integral en 2003—, el de Canciones de García Lorca para guitarra —a la que suman «El vito», que no figuraba en el repertorio lorquiano— y el de 12 éxitos para 2 guitarras flamencas, quizá influido por el hecho de haber conocido en Estados Unidos «el arte de Sabicas, que en aquellos años hacía dúo junto a Mario Escudero», según mencionan los citados críticos.
En su libro Paco de Lucía. A New Tradition for the Flamenco Guitar, Paco Sevilla resume con tino la incidencia de todas las tradiciones guitarrísticas de su tiempo en la desembocadura musical del algecireño; al menos en sus primeras grabaciones, a partir de La fabulosa guitarra de Paco de Lucía, editado por Philips en 1967: «Aquella fue la primera colaboración de Paco con el director de producción de Philips, José Torregrosa, y todas las composiciones vienen acreditadas a Francisco Sánchez (Paco) y José Torregrosa. José asegura que nunca intervino en la composición, sino únicamente en la producción y en la transcripción de la música, por razones de copyright».
Paco lo graba con diecinueve años, sin ecos ni reverberación ni posproducción al uso. En el vinilo, se aprecian ecos de Sabicas y de Mario Escudero, de quien rescata «Ímpetu», pero también de Ramón Montoya, sobre todo en la rondeña. Sevilla subraya la aparición de un alzapúa, que define como «una técnica de pulgar mediante la que se crea una melodía al mismo tiempo que un ritmo de rasgueado», sumamente original. En su faceta como acompañante, por entonces, seguiría percibiéndose el rastro de sus maestros. Por ejemplo, en la «Soleá del Fillo y Triana», que graba con Naranjito de Triana en 1970, Paco acelerará el arpegiado de Sabicas, en un viaje trepidante desde tresillos a semicorcheas, incluyendo el ligado en la tercera cuerda de Sabicas y un remate made in Niño Ricardo.
Estuvo a punto de dejar aquella primera discográfica en la que tanto se fogueó. En su correspondencia estadounidense del año 1966, desde Jacksonville (Florida), escribe a su familia interesándose por cómo había quedado la exclusiva para firmar con la casa Philips: «Si quiere Latorre que sigamos o no, yo creo que deberíamos seguir porque pensándolo bien, la que me está dando el poco nombre que estoy cogiendo ahora es la casa Philips, ya que los discos están en todas partes.
»Claro está que, si Latorre quiere seguir, habría que hablar de unas mejores condiciones —observaba a renglón seguido—. A mí me gustaría hacer un disco solo para que lo lanzaran por el extranjero, que yo creo que ahora es el momento. Tú esto se lo dices a Latorre y, si él te dice que sí, yo lo preparo y cuando llegue a España lo grabo. Se podría hacer uno grande para el extranjero y, de ese mismo, que sacaran tres para España».
A caballo entre Polydor y Philips, presta su guitarra para títulos como «María de la O», «Ojos verdes» —que reinterpretaría en su disco póstumo—, «El emigrante», «La Zarzamora», «Carcelero si me muero», «Desterrado me fui para el sur» y «La flor de la canela». A partir de 1967, Paco grabará con su hermano Ramón una serie de cuatro discos, principiando por Canciones andaluzas para dos guitarras —que sigue la estela de sus grabaciones con Ricardo Modrego y en el que utiliza como percusión el zapateado de Antonio Valdepeñas, junto con Antoñita Imperio y Pilar la Cubanita, a los palillos y palmas—. A tenor de Núñez y Gamboa, «el toque muy compenetrado de los hermanos dota a la música del sentido concertante adecuado para la música andaluza en general y la flamenca en particular, con precisión y enorme calidad expresiva». Le seguirán Dos guitarras flamencas en América Latina, en el que incorporaron bongos o crótalos y llegaban a interpretar «Cielito lindo», «Siboney» y «Fina estampa». Este álbum tendría continuación, dos años más tarde, con Paco de Lucía y Ramón de Algeciras en Hispanoamérica (1969), donde reconvierten por tanguillos el huapango mejicano «Guadalajara», sobre el compás de 6 x 8, según describen Núñez y Gamboa. Ambos álbumes aparecen también en Philips, intercalándose con obras de Paco en solitario. El ciclo se cierra con 12 hits para 2 guitarras flamencas y orquesta de cuerda, donde caben «Perfidia», «Que será, será» o «Bésame mucho». Más allá de la versión fidedigna de tales piezas, con ocasionales arreglos de una orquesta de cuerda y un órgano eléctrico, sorprende que Paco introduzca guiños y frases propias como aderezos a dichos hits.
«Fue una imposición de la casa de discos —resuelve Ramón—. Nos dijeron que teníamos que hacer unos discos de canciones suramericanas porque eran muy comerciales. A mí me gusta escucharlos, pero cuando de broma se los ponen a Paco, él se va del sitio que sea».
Desde luego, por aquel tiempo, el guitarrista no podría decir precisamente aquello de que las discográficas nunca le han presionado, «ni me han dado un plazo de tiempo para hacer un disco». «Eso me ha venido muy bien —podrá decir orgullosamente pronto—, porque gozaba de tranquilidad para componer y madurarlo antes de grabar».
Pero aquel año de 1967, y como presumible remate de los consejos de Sabicas, aparece en el mercado La fabulosa guitarra de Paco de Lucía,que, según diría después Félix Grande, contiene «en embrión toda su dotación de técnica y de fuerza expresiva, se advierte todavía la influencia del Niño Ricardo y de Mario Escudero, pero es muy claro que de ahí arranca la búsqueda de un personal lenguaje». Ciertamente, la autoría de uno de los cortes, «Ímpetu», se atribuye a Mario Escudero. Por primera vez, Paco se sienta solo en el estudio de grabación, cuando aún no ha cumplido veinte años de edad, y también por primera vez trabaja junto a José Torregrosa, entonces director de producción de Philips, quien le acompañaría en posteriores aventuras discográficas.
«Ya se adivinan —dice el biógrafo norteamericano del guitarrista— algunos de los efectos que con el tiempo darían a Paco su propio sello: su natural sentido del compás y contrapunto, su increíble técnica del pulgar y de alzapúa, su picado rápido como el rayo y los comienzos de sus inusitados acordes y armonías».
Paco cumplió por su quinta el servicio militar en Infantería. Le tocó Madrid y el campamento de Colmenar, donde conocieron a un alto oficial, Francisco Barrios, que era de Algeciras, y no le faltaron favores como que le dejaran ausentarse para viajar hasta París o hasta su ciudad natal, a fin de actuar en el Casino Cinema durante un homenaje a Fernando Portilla, quien tocaba el piano en la emisora local: «Actuaron Jarrito, Pedro Terol y Paco —refería Reyes Benítez—. A Paco, como era el niño, lo echaron por delante para que tocara primero. Cuando terminó, todo el mundo se fue con Paco y se quedó medio teatro vacío».
Claro que, según se dice, Paco no volvió al cuartel de instrucción más que para coger el petate al finalizar la mili. Después de licenciarse, viajó por toda Europa con el Festival Flamenco Gitano, que es cuando Paco empieza a despuntar como solista. De hecho, ese mismo año grabará su primer álbum en solitario, La fabulosa guitarra de Paco de Lucía: «Tocaba mucho, sin apenas ganar nada, nadie me apoyaba, ni la casa de discos, ni las emisoras de radio..., no recibí apoyo de nadie, hoy ya parece que se le está viendo el fruto a todo mi trabajo».
A la luz de su historia particular, 1967 resulta una fecha básica para la vida de Paco de Lucía. En la radio suenan «Los chicos con las chicas», de Los Bravos y All You Need is Love, de The Beatles. Es el año en que se aprueba la ley de libertad religiosa y muere el Che Guevara, el año en que se suspenden las conversaciones con Gran Bretaña sobre la soberanía de Gibraltar, el año del golpe de los coroneles y de la guerra de los Seis Días: «Paco, no vayas», le rogaba su madre, Luzia, cuando el guitarrista tenía que salir de gira por aquellas fechas. «Pero, mamá, si la guerra es entre Israel y los países árabes —explicaba Paco a su progenitora—. Y yo, donde voy a tocar es a Japón». «No importa, hijo, que todo eso es lo mismo», relataba con una sonrisa de afecto entre los dientes Antonio Marín, un amigo de la infancia algecireña que por entonces estudiaba Ingeniería en Madrid.
A finales de 1967 Paco cumple veinte años y la vida es una fiesta. La sensatez es algo que queda lejos, cuando Paco asegura que se decidió a sentar la cabeza a los treinta años: «Pero, humanamente, siempre estás como una cabra. A los veinte años quería llegar a los cuarenta para asentarme. Ahora que los tengo, sigo igual que siempre», le confesó a Javier Robes dos décadas más tarde.
A partir de 1967, la biografía de Paco de Lucía va escribiéndose por sí sola en ese libro tan raro que se llama historia. Sus primeros discos en solitario, sus giras avasalladoras por medio mundo, las experiencias de fusión, sus incursiones por el territorio prohibido de la música clásica conforman una crónica trepidante en la que los acontecimientos y los años se precipitan.
En 1968, le conceden el primer premio para solistas de guitarra en el Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba, y en 1970, obtiene el preciado Premio Nacional de Guitarra Flamenca en Jerez de la Frontera, que concede la Cátedra de Flamencología y que anteriormente había correspondido por orden inverso a Manuel Morao, Manuel Cano, Juan Serrano, Melchor de Marchena y Sabicas. Mientras, toca aquí y allá con su hermano Ramón y, al principio, con su amigo Carlos Rebato. En una crónica sociomusical que oscilaba entre el festival de la isla de Wight y el de Woodstock, en 1970, se atreve, con éxito, a llevar un flamenco de extraordinaria pureza al Festival de Música Internacional de Barcelona: «Numerosos miembros de la clase alta —escribe Pohren— se sentían indignados de ver a la popular guitarra flamenca incluida en un festival que conmemoraba los aniversarios de luminarias tales como Beethoven y Béla Bartók».
En efecto, aquel mes de noviembre se cumplía el bicentenario del nacimiento del primero de dichos músicos y el vigésimo quinto aniversario de la muerte del segundo. Paco actuó, a solas, en el Palau de la Música de Barcelona y dejó embobado al respetable. Al año siguiente, un 24 de marzo, actúa en el Teatro de la Zarzuela —donde grabará su Recital de guitarra de Paco de Lucía, con Paco Cepero, Enrique Melchor, Isidro Sanlúcar, Julio Vallejo y Ramón de Algeciras, que sustituyó a Curro de Jerez—, en el Español y en el María Guerrero.
«Paco de Lucía tiene veinte años de edad y mucho más de conocimiento de la guitarra —escribió entonces José Manuel Caballero Bonald—. A primera vista, no deja de resultar poco explicable, incluso insólito, que puedan darse juntas la extrema juventud y la madurez extrema tratándose del difícil, esotérico y turbador arte de la guitarra flamenca. Pero Paco de Lucía ha venido a demostrarnos con su ejemplo que la intuición y el fervor también pueden tener, en este caso concreto, el mismo positivo valor que el aprendizaje y la disciplina».
El texto de Caballero Bonald solo apareció impreso en la carpeta que acompañaba a la primera edición de Fantasía flamenca de Paco de Lucía. En su remate, Caballero se apunta el tanto de descubrirle en su justa medida: «Paco de Lucía ha dado ya la vuelta al mundo con el solo y deslumbrante equipaje de su guitarra. Ha ganado famas y trofeos y ha dejado en las más diversas latitudes una emocionada memoria de su arte. No sería aventurado afirmar que, en la nómina actual de los guitarristas flamencos, nadie puede mostrar mejor que él una más acabada compenetración con la entraña clásica andaluza y con las fuentes de la tradición flamenca».
Seguía Paco, de tarde en tarde, compartiendo estudio de grabación con aquellos cantaores a los que escoltaba a veces con mucha mayor calidad en sus manos que ellos en sus voces: «Hombre —confirma cuando evoca a los mejores—, me da alegría haber conocido a Camarón, haber convivido con gente de este tipo, con Fosforito también pasé una época muy bonita, y con Lebrijano. En general, con toda la gente del flamenco he pasado momentos extraordinarios, porque yo he convivido con todos y les he tocado a todos, lo que ocurre es que hace mucho tiempo que no les toco y mucha gente piensa que solo soy concertista. Yo he pasado más de la mitad de mi vida tocando para cantar y para bailar, y es la época más bonita que tengo».
La crítica ha destacado su virtuoso picado y espléndida mano derecha, con despliegue de pulgar, rasgueos y alzapúas, mientras su izquierda ejecuta armónicamente. También la sombra de Sabicas llega a su Fantasía flamenca, que sale al mercado bajo el sello Philips, en 1969, precisamente el mismo año en que se estrena discográficamente con Camarón y algunas de cuyas falsetas pueden oírse indistintamente en uno y en otro disco. Con un homenaje expreso a Esteban Sanlúcar, su vinilo se reparte entre palos diversos, incluyendo lo mismo guajiras que granaínas: «Es una obra más madura —describe Grande—, con un sonido más carnal y envolvente y en donde los temas no son ya (ni lo serán ya nunca en sus venideras creaciones) grupos de variaciones más o menos cohesionadas, sino obras construidas con un sentido de totalidad».
Con motivo de la aparición de ese disco, Grande se acerca por vez primera a la obra de Paco de Lucía y le dedica un largo comentario que lleva su nombre bajo el epígrafe «Herencia y fundación». «Se trataba —apuntó Félix Grande desde el primer momento— de una decisiva aportación en la discografía flamenca: la reunión de una técnica no solo rica, sino temeraria, una pasión enriquecida por el rigor, una documentación sobre la estética flamenca no averiguada en la frialdad de las pizarras y los pentagramas a horas fijas, sino vivida en la experiencia de las madrugadas laboriosas y en todo el complejo bloque de la tradición de un arte de borrosos orígenes, unido y vitalizado todo ello por una extraordinaria capacidad de invención, algo que únicamente puede superar, hoy por hoy, el mismo Paco de Lucía».
En esa misma grabación, que sale al mercado dos años más tarde, Pohren aprecia una notable madurez: «Se mostraba —opina— más reposado y era capaz de transmitir mayor emoción en su toque».
Pero, sobre todo, ensalza su juego con el compás y algo que será fundamental en la obra de Paco de Lucía, esto es, los silencios, una aparente paradoja cuyo equilibrio se disputan todos los músicos. Pohren dice apreciar varias influencias, desde Sabicas a Albéniz, pasando por Esteban Sanlúcar, sin descuidar ritmos americanos y sus iniciales experiencias jazzísticas con Pedro Iturralde.
Ese año, a Paco ya le reservarán quince minutos como solista en el Festival Flamenco Gitano, una tournée por media Europa, al que se incorporará Paco en siete ocasiones, con un elenco que incluía a Juan Peña el Lebrijano, Paco Cepero, Antonio Arenas, Matilde Coral, Rafael el Negro, el Farruco, Enrique de Melchor y, posteriormente, Camarón de la Isla. Se trataba de una iniciativa de los promotores Horst Lippmann y Fritz Raü, que llegaron a crear incluso un sello discográfico para difundir aquellos directos, en los que la guitarra de Paco se colará interpretando guajiras, alegrías o rondeñas.
«La buena acogida de sus intervenciones solistas le impulsará a buscar nuevos contratos para presentarse definitivamente en solitario. Como continúa siendo natural, lamentablemente, estos contratos le llegarán mucho antes del extranjero que de España. Desde estos primeros escarceos tenderá a presentarse en formación de dúo o trío. Normalmente trabajará con su hermano Ramón, y Enrique de Melchor o Carlos Rebato». Así lo cuentan José Manuel Gamboa y Faustino Núñez en el libro que acompaña a la edición integral de la obra de Paco de Lucía. También reproducen las palabras de Enrique de Melchor en torno a cómo descubrió a aquel joven guitarrista: «Yo conocí a Paco de Lucía a través de una película, que hacía él la sintonía y tocaba “Mantilla de feria”, una composición de Esteban de Sanlúcar. La película era de Valderrama y bailaba el Güito. La echaban en un cine de Cuatro Caminos, cerca de donde vivía, y me iba todos los días a verla solo por escucharle. Yo preguntaba en Canasteros, el tablao de Manolo Caracol donde trabajaba mi padre, Melchor de Marchena, quién era ese Paco de Lucía con ese nombre rarísimo, y no lo conocía nadie. Hasta que el hijo de Paco Valdepeñas me llevó a su casa. Cuando apareció venía con una bata, muy alto, fuerte, guapísimo, y le digo al otro: “¿Ese tío toca la guitarra, con esa cara?”. Después hicimos una amistad muy grande».
Ambos se fueron juntos de gira al sur de Francia: «Yo tocaba el “Romance anónimo” y Paco lo floreaba. Después seguimos hasta otro sitio, que había diez horas de viaje en coche, y entre los dos montamos con las guitarras cuatro o cinco temas. Al final de la gira teníamos un montón. Porque Paco lo tenía todo muy claro; se sabía la segunda voz, la primera... Era una esponja, lo cogía todo al vuelo».
Al año siguiente, Paco unirá su guitarra a la voz prestigiosa de Antonio Fernández Díaz, Fosforito, con quien publicará un álbum completo y un EP de cuatro temas. «Nunca me sentí presionado por su virtuosismo —afirmó—. Paco se ajustaba perfectamente a lo que yo esperaba de un guitarrista [...]. Me decían de Paco de Lucía: “¿Cómo puedes cantar con ese, si pica más que un pollo?”. Estaban acostumbrados a que tocaran a cuerda pelá», evoca el cantaor de Puente Genil, afincado en Málaga. En 1968, cuando anunciaban a Paco en Nueva York como «el Paganini de la guitarra flamenca», actuará en varios festivales junto a Fosforito, con quien frecuentará por esa época los estudios de grabación, para impresionar tanto LP como EP.
A Paco de Lucía, por su parte, siempre le había apasionado el cante, al que consideraba, no sin justicia, «la esencia pura del género».
«Yo siempre he querido cantar con la guitarra —recogerá en octubre de 1998 una entrevista publicada por Diario de Andalucía—. Pienso que es muy importante para un guitarrista flamenco tratar de cantar con la guitarra. Creo que la esencia del espíritu flamenco está en el cante. La guitarra no es más que un instrumento con el que, por medio de sus notas, tratar de imitar a la voz».
Ramón no desaprovechaba la vez para hacer propaganda de su hermano. Como cuando se lo recomendó a Fosforito «¿Toca bien tu hermano? ¿Igual que tú?», le preguntó el cantaor. «Mejor, mucho mejor», saltó Ramón de Algeciras. «La guitarra —opina ahora Fosforito— no la ha inventado Paco, pero merecería haberla inventado».
A Fosforito lo conoció en Salamanca. Y su voz se convirtió en un referente, pero ambos se retroalimentaron mutuamente. Luego, vendría su complicidad con Juan Peña, el Lebrijano, con quien también grabó. O con Camarón de la Isla, pero esa es otra historia.
Sin embargo, cuando concluya 1967 Paco ya habrá tomado contacto musical con un ambiente que desde entonces le será propicio, el del jazz. Empieza a relacionarse con Pedro Iturralde, con quien haría algunos interesantes pinitos discográficos que se traducen en dos álbumes editados por Hispavox, titulados Flamenco Jazz y en los que ya se experimenta con la fusión, aún con el nombre artístico de Paco de Algeciras: «No fue un disco montado —explica desde la distancia Ramón, a quien nunca le terminaron de gustar estos experimentos, por mucho que los respetara—. Paco tocaba por soleá e Iturralde hacía variaciones de jazz».
«Pedro Iturralde —terciaba Paco— me buscó para aquel disco, pero, en realidad, no se trató de un experimento de fusión, sino de intercalar mi guitarra entre interpretaciones de jazz. Así fui a Berlín, y yo, por aquel entonces, no sabía quién era Miles Davis».
El propio Iturralde describe los motivos que le llevaron a intentar aproximarse al flamenco: «Mi historia denominada Jazz-Flamenco empieza en mi pueblo cuando yo oía por la radio un guitarra fantástico que después de mucho tiempo me enteré que era Sabicas (nacido en Pamplona). O en el Café Comercio de Logroño, donde teníamos que acompañar a bailarinas que interpretaban Falla, Turina, Albéniz o Granados. Pero sobre todo en Atenas (1958-1959), donde yo hacía improvisaciones sobre una composición mía titulada “Veleta de tu viento” e improvisaba con un estilo que yo le llamaba “andalucismo” y que allí tenía gran aceptación por la relación evidente entre algunas canciones griegas y las canciones andaluzas basadas en la escala frigia. Cuando regresé a Madrid, seguí con esta idea y tomé de las canciones populares de García Lorca el zorongo gitano, que lo tocábamos con gran éxito en el W. Jazz y también lo incluí en uno de los programas de Radio Nacional de España para la Unión Europea de Radio (UER) que se llamaba Club de Jazz (de Juan María Mantilla, presentado por Matías Prats padre). Esto sería hacia 1966».
Iturralde entiende que por dicha grabación para la UER le propusieron actuar en el Jazz Festival de Berlín, y su director, Joachim-Ernst Berendt, fue quien le sugirió añadir una guitarra flamenca a su quinteto: «En junio de 1967 se editó mi primer LP (Hispavox) con el título de Jazz-Flamenco con Paco de Antequera a la guitarra flamenca, y que fue después sustituido por Paco de Algeciras (Paco de Lucía). En noviembre del mismo año fuimos al festival de jazz de Berlín y grabé para la casa MPS el LP Flamenco Jazz. Pedro Iturralde Quintet-Paco de Lucía guitarra flamenca.
»En enero de 1968, con el mismo grupo, grabé el segundo volumen (ahora ambos en CD bajo el sello Blue Note). Después grabé para CBS Flamenco Studio con arreglos de Pepe Nieto. Como ya expliqué en mi primer LP, debo reiterar que, a pesar de la denominación Jazz-Flamenco, yo nunca intenté hacer cante jondo, por el que tengo gran respeto y admiración, sino hacer jazz interpretando temas andaluces (o temas de compositores clásicos españoles que a su vez expresan Andalucía) y así producir un jazz moderno con espíritu de Andalucía».
«Se trataba más de utilizar la guitarra flamenca como una estética dentro de un grupo de jazz que de una labor más conjunta», apuntaría al respecto, en 1991, Jorge Pardo, compañero posterior de Paco de Lucía. «Este experimento fue más un encuentro que una fusión», alerta el guitarrista alemán Gerhard Klingenstein, mientras que Olaf Hudtwalcker explica que el repertorio escogido se basó en «temas neutros». Su intención, sin embargo, fue otra: «Iturralde arregló las selecciones para acoplarlas a la guitarra flamenca, no únicamente para servir de soporte expositivo de los temas y falsetas al modo de los jazz breaks, sino también para servir a la improvisación».
La invitación a Berlín corrió a cargo de Joachim-Ernst Berendt. Así lo explica Paco Sevilla en su libro citado, aparecido originalmente en inglés y traducido para la revista virtual Flamenco-World por Oscar Palmer. No fueron discos especialmente brillantes, en el caso de Paco: «Su interpretación es muy simple, como si estuviera acompañando a un cantante. De hecho, el aspecto más destacable de este disco es la intensa y bastante exacta interpretación de un cante por soleá al saxofón».
Iturralde mantendría durante años su interés por el flamenco, como demuestra su Flamenco Studio, grabado en 1975 con la guitarra de Paco Cepero sobre temas compuestos por José Nieto, un espléndido músico al que se deben títulos como «Flamenco-yaz» y «Freephonía».
Pedro Iturralde reestructura y rearmoniza algunos temas andaluces, sobre todo los recogidos por García Lorca; contiene dos largas piezas de casi quince minutos, «Veleta de tu viento» (variaciones sobre soleares) y «El vito», además de dos adaptaciones más cortas de canciones de Falla, tomadas de El amor brujo, donde Paco de Lucía intercala sus falsetas, ya que el saxofonista arregló sus selecciones rítmicas para que fuera posible la improvisación.
Desde el jazz, mucho antes, Miles Davis ya había dado un paseo por el lado salvaje del flamenco, e Iturralde iba a aproximarse andando el tiempo al ámbito de la música clásica española, en lo que concierne a autores como Manuel de Falla, aquel compositor gaditano que, junto a Felipe Pedrell y muchos otros, había bebido en las fuentes populares del flamenco y que, más temprano que tarde, también merecería una versión flamenca de Paco de Lucía.
El madrileño Jorge Pardo, posterior compañero de viaje de Paco, tenía once años cuando el guitarrista algecireño graba con Iturralde. A la luz de la distancia, Pardo —flautista, saxo tenor y soprano— considera que dicha experiencia fue un simple intento «demasiado estético y poco profundo».
Casi tres lustros más tarde, en unas declaraciones que reproduce la revista Cuadernos de Jazz en 1991, Pardo malicia que en 1967, Paco estaba «todavía demasiado verde para darse perfecta cuenta de lo que estaba haciendo».
Según algunos testimonios, la relación entre Pedro Iturralde y Paco de Lucía pudo ser facilitada por Ricardo Modrego, a quien la inefable madre del guitarrista algecireño siempre le trabucó el nombre por el de «Mondrogo». «Es Torralba, al teléfono. El gachó ese que toca el pito», le anunció un día a su hijo, cuando le llamó el saxofonista Iturralde.
Claro que en aquel festival celebrado en la capital alemana, Paco coincidiría en un mismo cartel con estrellas del jazz como Thelonious Monk y Miles Davis: «Este experimento —afirma el guitarrista alemán Gerhard Klingenstein, citado por Pohren— fue más un encuentro que una fusión».
Pero, sobre todo, aquel 1967 —¿o fue en el 68?— pudo ser también el año mágico en que se conocieron Paco de Lucía y Camarón de la Isla: «La conjunción de Urano con Saturno», sentenciaría al respecto José Luis Marín.