Conocí a Fernando Alonso en febrero de 2003, un año antes de que apareciese el tren. Traten de imaginar por un momento la situación. Estoy sentado en mi mesa, preparando los dos minutos de información deportiva que teníamos para ese día, y me llama el director de informativos, entonces Juan Pedro Valentín. Una vez en su despacho, me suelta:
—Antonio, siéntate, que vas a necesitar estar sentado.
Qué quieren que les diga: en ese momento pensé lo peor. Que iban a echar a la mitad de la redacción de deportes, que me iban a echar a mí, que alguien se había quejado de algún comentario que habíamos hecho...
—Juan Pedro, me asustas —le dije mientras me sentaba y se apretaba un pequeño nudo en mi estómago.
Juan Pedro Valentín es un buen tipo: forma parte de ese grupo reducido de personas con las que te puedes ir a tomar una cerveza y a las que no les pega el cargo que tienen porque en el fondo echan de menos su época de reporteros. Juan Pedro es un periodista disfrazado de jefe, de jefe bueno, que no sé si es la mejor forma de ser jefe, pero él es así.
—Vamos a comprar los derechos de la Fórmula 1 y el viernes abriremos en directo el informativo de la noche con una entrevista a Fernando Alonso —me espetó del tirón, casi sin respirar, mientras se dibujaba una sonrisa en su cara.
—Estás de coña, ¿verdad?
—No.
—¿Cuándo es la primera carrera?
—Dentro de dos semanas en Australia.
—¿Quién va a hacerlo?
—La entrevista, tú; el resto ya lo veremos. Cuando le hagas la entrevista en directo, anunciaremos que tenemos los derechos y que vamos a retransmitir el Campeonato del Mundo de 2003.
Juan Pedro, además de un buen jefe, es un hombre tranquilo. Con el tiempo descubrí que la procesión la llevaba por dentro, pero por fuera aparentaba una tranquilidad exasperante ante una situación de máxima tensión.
—¿Ya lo veremos? ¡Juan Pedro, dos semanas! ¿Quién va a narrar? ¿Tenemos que personalizar la señal internacional con imágenes propias? ¿Hay que hacer un programa? ¿Acreditaciones? ¿Viajes? ¿Se pueden hacer entrevistas en el circuito? ¿Quién va a controlar esto? —Lo ametrallé a preguntas mientras me agarraba por el brazo y me empujaba hacia la puerta de su despacho.
—Antonio, prepara la entrevista a Alonso y al resto le vamos dando una vuelta. Ponte a trabajar.
Y ahí me quedé. En la puerta de su despacho, con cara de tonto, con un número de teléfono y una dirección de correo electrónico apuntados en un trozo de papel en la mano y un nudo marinero que estrujaba mi estómago.
No había mucho tiempo. Tenía dos días para organizar la entrevista en Oviedo y conseguir la autorización del equipo Renault F1. Sabía algo de Fernando Alonso: había leído crónicas de su victoria en el Mundial de kárting de 1996 y de su paso triunfal por la Fórmula Nissan en 1999. Recordaba haber grabado con él algún reportaje en Asturias cuando llegó a Minardi en 2001, y haber ojeado noticias de sus carreras, en las que el talento del piloto era inversamente proporcional a la fiabilidad de aquel Minardi que se caía a pedazos en cada gran premio. Poco más conocía de ese Fernando Alonso que hasta entonces había sido invisible para casi todo el mundo.
Cuando quise darme cuenta, estaba subido en un avión con dirección a Asturias. El destino, o quizá la casualidad, hizo que en la sala de recogida de equipajes del aeropuerto de Ranón coincidiese con Fernando Alonso, quien llegaba en un vuelo desde Inglaterra. Estaba solo y pasaba completamente inadvertido entre el resto de viajeros. Me acerqué a él y lo saludé. Fernando tenía veintiún años, una mochila enorme en la espalda y ¡era bajito! Puede parecer una tontería, pero, acostumbrado a entrevistar a futbolistas que me sacaban la cabeza, me llamó la atención que fuese exactamente igual de alto que yo (aunque él siempre dice que me saca dos centímetros, pero no es cierto: es el pelo). Estuvo serio, supongo que incómodo, porque la gente desconocida siempre le ha descolocado, pero amable.
—¿Entonces vais a abrir el Telediario con la entrevista? —me dijo justo después de habernos presentado.
—Sí, así es. Durante la entrevista anunciaremos que vamos a retransmitir el Mundial este año.
—Joder, va a ser la primera vez en la historia que la Fórmula 1 abra un informativo en España —me dijo sorprendido, pero con retranca, insinuando con su tono que los medios españoles en general y las televisiones en particular apenas habían prestado atención ni a él ni a su deporte en los últimos tiempos.
Le recordé la hora a la que lo esperábamos esa tarde para la entrevista en directo y, sin más, sin un apretón de manos siquiera, nos despedimos. Se marchó y sonó mi teléfono.
—Antonio, soy Juan Pedro. Tenemos un problema.
—¿Uno nada más? —le dije con sorna.
—No tenemos los derechos, se ha caído todo. Haz la entrevista, pero no anuncies nada.
—Pero ¿qué ha pasado? ¿No estaba hecho? ¿Qué pinto yo aquí y qué le digo a Alonso esta tarde? ¿Qué sentido tiene hacerle una entrevista?
—Hazla, dile que este año no podrá ser, pero que el próximo, seguro. No sé lo que ha pasado; creo que han tropezado en un punto del contrato y no han llegado a un acuerdo.
—¿Y seguiremos abriendo el informativo con la entrevista?
—De momento sí.
Aeropuerto de Asturias, 13.50 horas de un viernes de finales de febrero de 2003: adivinen quién era el viajero con más cara de tonto de la terminal.
Horas después, ese viajero llegaba al hotel Reconquista de Oviedo, el lugar elegido para realizar la entrevista. Un gran despliegue de luces, cables y cámaras desordenaba el majestuoso claustro del antiguo hospicio convertido en albergue de lujo. Unos metros antes, en la calle, cerca de la puerta principal, había aparcado un pequeño deportivo, un Renault Clio V6, que en una ciudad pequeña como la capital del principado no pasaba inadvertido. Dentro adiviné la figura de Fernando Alonso y junto a él la de una chica rubia, su novia de toda la vida.
Fernando había llegado pronto. Esperó en el coche unos minutos y después decidió entrar solo en el hotel. Se lo veía tenso, incómodo. Le hizo gracia el hecho de tener que maquillarse y bromeó sobre la imposibilidad de arreglar lo suyo. Le expliqué que el contrato se había roto. No demostró contrariedad. Lo único que le interesaba era saber si seguíamos adelante con la entrevista a pesar de todo. Le respondí afirmativamente. No hablaba mucho, costaba sacarle las palabras, pero a pesar de esa manifiesta timidez e introversión había algo en él que llamaba la atención. Miraba a los ojos cuando hablaba y daba la sensación de estar escaneando a todos los que tenía a su alrededor. Fuese lo que fuese, en ese momento me di cuenta de que tenía delante de mí a alguien especial. Pueden llamarlo aura o como quieran, pero ese chaval de veintiún años, que soñaba con ser campeón del mundo de Fórmula 1, desprendía un campo de energía descomunal.