Chiles en nogada

EL OLOR A CHOCOLATE inundó el lugar. Chocolate amargo, espumado a golpe de molinillo, disuelto en agua, sin una gota de leche. La sirvienta, una mujer gorda de brazos gelatinosos, vertió el líquido en la jícara. Una gota salpicó la capa de terciopelo rojo, forrada de armiño.

—Don Agustín, olvide usted esa maldita costumbre de desayunar disfrazado de emperador. Sea usted sensato, acepte los hechos. Concéntrese en lo importante, no nos vayamos a quedar como el perro de las dos tortas.

Por respuesta, Agustín de Iturbide se limitó a limpiar con la punta de la servilleta, humedecida en la copa de agua, la mancha marrón que infamaba el blanquísimo armiño del ridículo y aparatoso manto de coronación.

La criada, que usaba un delantal corriente de cuadros azules y blancos, ni siquiera se disculpó con Agustín I, emperador de México. La mujer era demasiado obesa como para preocuparse por la gracia y el donaire de sus movimientos. Iturbide quería contratar a un lacayo, uniformado de librea con peluca blanca y guantes; lamentablemente carecía del dinero suficiente para pagar un sueldo de esa categoría. La pensión que le había conseguido don Lucas Alamán apenas le alcanzaba para sobrevivir con un mínimo de decoro. Menos mal que los Condes de la Cortina le prestaban aquella casa —llamarla “palacete” resultaba pretensioso— de la colonia Juárez. El edificio poseía cierto empaque, con sus balaustradas de piedra y sus rejas de hierro dorado. Sin embargo, Iturbide no se hacía demasiadas ilusiones. Aquello era una casona burguesa con aspiraciones aristocráticas. Los Condes no quisieron prestarle un edificio de abolengo porque, en el fondo, lo despreciaban. Por ello no intercedieron ante BANAMEX para conseguir el Palacio de los Condes de San Mateo Valparaíso, donde estuvo el palacio imperial.

México se mostraba ingrato con el consumador de la Independencia. Maximiliano y Carlota seguían empeñados en celebrar el 16 de septiembre y no el día 21, que era la verdadera y única fecha de Independencia del país.

La criada puso enfrente de él un platón con chicharrón en salsa verde y frijoles refritos en manteca de cerdo. Don Agustín tomó la cuchara (nunca comía los guisados caldosos sin esa ayuda) y lo probó con cara de escepticismo. Estaba excepcionalmente picoso. Halló un placercillo perverso en la textura chiclosa del chicharrón guisado. Lo masticó lentamente y, para su disgusto, encontró un pelo negro y gordo. ¿Sería un cabello de la cocinera o un resto de la piel del marrano? Lo mismo daba, aquello era asqueroso.

—Mi querido Agustín —continuó López de Santa Anna—, debe aceptar la invitación a Chapultepec. A caballo regalado, no se le ve colmillo…

Santa Anna vestía su traje de general, azul, con la pechera roja, recamada en oro. Tenía frente a sí un platón con cecina de Yecapixtla porque aborrecía el chicharrón, pero no le hacía el feo a los frijoles negros bien refritos y chinitos.

—Don Antonio, para usted, tan optimista y dicharachero, sería muy fácil acudir a esa cena. ¡Ah!, pero no se imagina lo que sufro al constatar la ingratitud de este país. Nadie, salvo usted, se acuerda de mí. Me borraron de las calles, de la letra del himno nacional, del calendario. No existo para los mexicanos.

—Si eso dice el pan del huevo —respondió Santa Anna—, qué dirá el pambazo duro… Don Agustín no exagere. La invitación a la cena de gala es la mejor prueba de que usted es un personaje vigente… Para olvidados estoy yo.

A modo de consolación, Santa Anna se sirvió una cucharada de salsa borracha al lado de la cecina.

Iturbide contestó:

—No fui invitado a la cena de gala del 16 a la que asistirán el Cuerpo Diplomático y el Gabinete de Ministros. En cambio, mi compadre don Miguel —Iturbide había apadrinado a un hijo del cura Hidalgo— será el centro de los festejos.

Santa Anna desbarató ágilmente la objeción:

—No hay que buscarle ruido al chicharrón… Usted mismo acaba de reconocer que le molesta la celebración del 16 de septiembre. Hubiese sido una descortesía por parte de Carlota y Maximiliano que lo convidaran a esa ceremonia. Esta cena de hoy, amigo mío, es una deferencia hacia usted y debemos aprovecharla por el bien nuestro, que es el bien de la patria. El 13 de septiembre también tiene empaque. Además, no olvide que la pareja no tiene hijos. Se rumora que el austriaco es impotente, de ésos que no le cumplen a su señora… Pobre mujer, con razón está loca… Tarde o temprano llegará el problema de la sucesión y los emperadores han adoptado a sus nietos. Don Agustín, no me venga con que no se da cuenta de la oportunidad que tiene en sus manos.

—Una simple manera de deshacerse de mí —objetó pesimista Iturbide.

—Diga lo que quiera, usted debe aparecer hoy en la cena —reiteró López de Santa Anna.

Iturbide cogió un churro del platón y lo sumergió en el chocolate para llevárselo, después, a la boca. Otra gota cayó sobre la capa. El general Santa Anna se percató de ello y añadió en tono burlón:

—Y por, favor, le ruego que no aparezca en el Castillo vestido así. Será conveniente prescindir de los atavíos imperiales. Es más, ni siquiera utilice el uniforme militar. Sé que no le gustará vestir un simple traje de etiqueta, pero será lo mejor. Acuérdese de que en la política hay que tragar sapos sin poner cara de asco.

—Ya veremos, don Antonio. Falta un buen rato para la mentada cena.

Iturbide se sentía muy solo. Nadie lo comprendía, ni en su casa ni el país. Su mujer pensaba que era un fracasado. Sus “amigos” se desvanecieron en cuanto perdió el trono. El exilio en Londres no pudo ser más amargo: sin dinero, sin hablar inglés, entre desconocidos, con ese clima maldito, lluvioso y frío, y con una comida espantosa, insípida, asquerosa. ¡Pastel de riñones! ¡Cordero en salsa de menta! Nauseabundo. Con razón los británicos se la pasaban navegando por los siete mares. Qué isla tan horrorosa. De no haber sido por el curry de una pequeña fonda india en la esquina de su casa, hubiese enloquecido. El curry le recordaba el mole poblano; dicha remembranza le permitió sobrellevar el exilio. Claro que contra el mole de las monjitas de Santa Rosa no hay curry que valga, ni siquiera el curry de los marajás más opulentos. De buena gana se habría largado a Madrid, donde hubiese podido charlar en cualquier taberna, frente a un vaso de Rioja y una loncha de jabugo. Desgraciadamente, en España su cabeza tenía precio, pues lo consideraban un vulgar traidor, sin darse cuenta de que el Imperio Mexicano no quería romper los lazos comerciales con la Madre Patria. Borbones torpes…

La gente no se imagina los sufrimientos de los exiliados. Si, por lo menos, hubiese ahorrado algún dinerillo, como hizo el maldito Porfirio Díaz. Al dictador no le faltó nada en París; el infeliz aprovechó los años en el poder para acumular oro y plata en Ginebra. No mucho, el suficiente para darse la gran vida, bebiendo champaña y comiendo caviar. ¿Caviar? Tampoco le gustaba. Se suponía que era algo muy elegante. Sólo una vez lo probó, en casa del embajador ruso en Londres. La noticia de la caída del primer emperador de México llegó a oídos del zar y el Romanov quiso allegarse información de primera mano. Desde hacía tiempo que el zar pretendía deshacerse de Alaska y, pobre ingenuo, pensó que México podría interesarse en comprar aquel pedazo de hielo. ¿México comprar la América rusa? Si nos independizamos en bancarrota.

La cena aquella terminó en cuanto el embajador ruso (¿príncipe Sergei?, ¿conde Boris?) comprendió que México apenas si conocía las fronteras de su territorio. Eso de “comprender” es un decir, pues el traductor resultó un fiasco. Iturbide hablaba en castellano, un muchacho flaco y feo lo traducía al inglés, mientras el attaché del embajador traducía del inglés al ruso. Aquello fue interminable.

Menos mal que la cena fue copiosa. Los exiliados pobres pasan hambres. ¡Agustín I muerto hambriento en Londres! ¿Dónde se había escuchado que un Padre de la Patria tuviese que pasear por los parques para tratar de acallar el estómago vacío?

Lucas Alamán era regañón y excesivamente austero para el gusto de Iturbide. No obstante, Agustín le estaba agradecido. El hombre había arreglado su regreso a México; le hubiese gustado conservarlo como consejero. El problema es que a don Lucas le faltaba sagacidad y ambición política; por eso había tenido que recurrir a los oficios de Antonio López de Santa Anna. Obviamente, el emperador no confiaba mucho en el taimado general. El veleidoso veracruzano había intervenido, ¡ni más ni menos!, que en el derrocamiento del Imperio. Sin embargo, las penas unen a los enemigos. Santa Anna e Iturbide, hermanados por la desgracia, eran los diabólicos antihéroes de México.

—Don Agustín, me tomé la libertad de enviar al Castillo en su nombre una centena de chiles en nogada. Los mandé hacer con el obispo de Puebla, que me debe un favor… En realidad, Maximiliano aborrece la comida mexicana, aunque se jacta de que sí le gusta. Carlota no come nada que no salga de su cocina privada, pero agradecerá la cortesía. Mis fuentes en palacio me informan que la mujer sólo bebe agua y champaña. Pensé en enviarle una caja de Dom Perignon, al final me pareció que era un regalo de mal gusto, como regalarle miel al colmenero.

—Pongo el asunto en sus manos —contestó Iturbide.

Don Agustín se sintió aliviado al enterarse de que Santa Anna se había encargado del gasto. Aunque los chiles en nogada no son un manjar precioso como el caviar del Caspio, sus finanzas no podían costear las nueces, las almendras y los infinitos ingredientes de los chiles.

Santa Anna, adivinando el pensamiento de su interlocutor, hábilmente cambió de tema:

—Don Agustín, revisemos de nuevo el expediente de Guatemala. No volveremos a tener una oportunidad como la de hoy en la noche. Habrá pocos invitados y Maximiliano prestará oídos a nuestra propuesta. Estoy seguro de que le interesará.

—¿Por qué está usted tan seguro? —preguntó Iturbide a quien, en el fondo, le aburría la política internacional.

—Porque hay mucho petróleo en la frontera y Maximiliano necesita desesperadamente incrementar las reservas petroleras —respondió malicioso el general López de Santa Anna.

—Ya lo platicamos varias veces y no me convence. ¿Por qué meternos a una guerra con Guatemala por unos kilómetros de selva? ¿De verdad hay tanto petróleo en ese pedazo como para echarse encima una guerra? —reiteró incrédulo Iturbide.

López de Santa Anna gozaba esos momentos en que encarnaba al experto en intrigas, el Fouché mexicano:

—Amigo mío, las arcas imperiales están vacías. A duras penas se podrá cubrir el sueldo de los burócratas de aquí a diciembre. La bomba estallará a más tardar a finales de año, cuando los empleados de gobierno no puedan cobrar sus aguinaldos. Eso significaría la caída de Maximiliano, el estallido de otra revolución.

—Sigo sin entender qué ganará Maximiliano declarándole la guerra a Guatemala. Don Antonio, sus planes son muy complicados. No le vayan a salir como la guerra de Texas.

De una cajita de plata, el general sacó un cigarro liado por él mismo con papel arroz y lo prendió con un encendedor de pedernal. Ya no le molestaba que se hablara de la cochina guerra contra los texanos; había superado el tema, así que respondió campechanamente:

—Max ganará tiempo… La guerra será un estupendo pretexto para retrasar pagos y echarle la culpa a otros de la crisis. En política, el que domina el tiempo domina al enemigo —sentenció Santa Anna, ajustándose la pata de palo que frecuentemente se le salía del muñón de pierna donde se insertaba.

—No acaba de gustarme la idea de una guerra, soy militar, pero no me gusta la muerte —repuso Iturbide.

—Más hombres mata la bragueta que la guerra… —contestó Santa Anna, quien había sobrevivido a la furia de más de un esposo cornudo.

—¿Y si perdemos la guerra? —preguntó don Agustín con preocupación sincera.

—La guerra, se gane o se pierda, distrae al pueblo. Y ya no sea tan preocupón, la derrota es imposible. Con el ejército inglés de nuestra parte, no hay nada que temer —respondió López, haciendo una mueca de dolor porque la pata mala le lastimaba.

Iturbide tomó otro churro, le sacudió el exceso de azúcar, mordió un pedazo y, con la boca llena, objetó:

—Tampoco me convence eso de involucrar a Belice en el pleito…

—Don Agustín, ya lo hemos hablado mucho, si no metemos a Belice en el guateque, los ingleses no nos apoyarán. A los británicos les interesa mucho el petróleo de la frontera con Guatemala…

—Me asusta usted —respondió Iturbide con el rostro ensombrecido a pesar del dulce trozo de churro—. Temo a los yanquis, usted los conoce bien y sabe que no les gusta que los europeos metan las narices en sus territorios.

—Tranquilo, mi querido amigo, tranquilo; en Washington están demasiado preocupados con su propia crisis. Además, como le he dicho, nuestros colegas ingleses se encargarán de todo. Uno de ellos, un lorecito de apellido muy emperifollado, tiene negocios con varios senadores yanquis—respondió muy quitado de la pena López.

Iturbide, a pesar de haber discutido el tema en muchas ocasiones, volvió a la carga, dado que los acontecimientos se precipitaban con la inesperada invitación al Castillo:

—¿Y la opinión internacional?

—Tantos años de marquesa y no saber mover el abanico… , mi querido don Agustín. Hace tiempo que nos conocemos… La Capitanía General de Guatemala pertenecía al Imperio Mexicano. ¿No lo recuerdas? Tenemos derechos sobre esos territorios. Mis contactos beliceños me aseguran que Belice se sumará a nuestros reclamos. En realidad seremos algo así como un país fuerte defendiendo los derechos del pobre Belice, pisoteado por los generales guatemaltecos…

Agustín I recordó que el Imperio que gobernó llegaba desde los Confines de California hasta Panamá y, víctima de la nostalgia, exclamó arrogantemente:

—¡Malditos guatemaltecos! ¡Separarse de México! Simples pretextos de caciques locales. ¡Qué error cometieron! Acabaron como república bananera, pelele de los yanquis.

López de Santa sonrió satisfecho; había convencido a Iturbide:

—El problema, Agustín, se reduce a una persona. Sólo una persona nos separa del éxito.

—¿Carlota? —preguntó Iturbide inseguro.

—¡No!, ¡no!, la pobre mujer está loca; soy amigo del coronel que encabeza su guardia personal, un belga libertino; él se encargará de convencerla o de lo que haga falta —se jactó Santa Anna, quien contaba con soplones y contactos en los lugares más inverosímiles.

—General, no habíamos hablado de eso antes. ¿A qué te refieres? Me desagradan las sorpresas —añadió Iturbide con un cierto tono de molestia, utilizando con tono inseguro el “tú” informal para dirigirse a López.

—Don Agustín, tranquilo; en los negocios los imponderables son el pan de todos los días. La alta política es el arte de la improvisación sistemática.

La criada retiró los platos de la mesa sin molestarse en lo más mínimo por pedir excusas; la mujer servía a los comensales con el desparpajo de una fonda de mercado.

Iturbide insistió:

—¿Cuál es esa dificultad que ha surgido?

—Za-pa-ta —deletreó Santa Anna como si estuviese pronunciando un nombre cabalístico, el nombre secreto de Dios—. Emiliano Zapata puede echarnos a perder el negocio.

—Sigo sin comprender, Antonio, sus planes; me parecen demasiado complicados —se quejó Iturbide, que nunca sabía si tutear o no al general.

—Amigo, el problema es, en realidad, el Ejército Zapatista, el mentado EZLN —explicó Santa Anna, regodeándose en la madeja que venía urdiendo.

—Ay, Antonio, si son unos pelagatos a los que ya nadie les hace caso, ¿cómo van a interferir en la guerra contra Guatemala? Y además, tú me explicaste que Zapata nada tenía que ver con el tal Marcos.

—Así es —respondió satisfecho López—, son unos cuantos guerrilleros mal armados; no le durarán al ejército ni para el arranque. Pero Zapata es una figura magnética. Imagina a Zapata de tour por Europa al lado de Marcos, pidiendo que se defiendan los derechos de los indios. Eso nos puede arruinar la guerra y nuestro negocio. A los italianos y los alemanes les encanta entrometerse en este tipo de causas… Marcos solo, aislado en la selva, no es un peligro, pero al lado de Zapata ocuparía la primera de los principales diarios de Europa y eso, mi querido Agustín, no le conviene.

—Dudo mucho que Europa intervenga para defender a Guatemala —contestó Iturbide.

Santa Anna replicó.

—Y tiene razón, pero otro asunto son los pueblos indios. El cochino complejo de culpa de los alemanes los llevará a comprarle la bandera a Zapata: la explotación de los recursos naturales de las comunidades indígenas, la ecología, la autonomía y todas esas mamarrachadas posmodernas…

—¡Los indios! Siempre estropeando todo —se lamentó Iturbide, quien desconocía el significado del adjetivo “posmoderno”.

—… y sus líderes… Ojalá pudiéramos convidar a Zapata al negocio; se lo ofrecí, pero el torpe no aceptó —continuó Santa Anna.

—¿Y de verdad crees que los británicos apoyarán mi regreso al trono? —inquirió Iturbide, a quien aquella maniobra barroca sólo le importaba en la medida en que le devolviera la corona.

López detalló:

—Al principio no te apoyarán. Pero si convences a Maximiliano de las bondades de nuestro proyecto, los ingleses te quedarán eternamente agradecidos. Tendrás un pie en el palacio, pues habrás salvado a Maximiliano y al Imperio Mexicano de la ruina, y de paso te habrás ganado a los ingleses. No olvides, amigo, que Maximiliano es un extranjero, y tú, en cambio, eres un mexicano. En su momento, con mi ayuda, la sustitución será simple. Ya sabes que sé de esas maniobras.

—Insisto, Antonio, en que tu plan es muy complicado. Es mejor que ambos, de manera conjunta, le propongamos directamente el plan a Maximiliano; tú eres quien domina el tema —contestó Iturbide—. Una vez amarrado el trato con los ingleses, derrocamos al Habsburgo y recupero mi trono.

López de Santa Anna, poniendo cara de pena, declaró resignadamente:

—¡Ay! Ojalá fuese tan fácil, pero bien sabes que perdí la guerra de Texas; en este país nadie quiere darme una segunda oportunidad. Mírame, soy un tullido. ¿Crees que alguien se acuerda de que perdí la pierna defendiendo Veracruz de los extranjeros? Este pueblo olvida los beneficios que recibió de mí. Para ellos, soy el malo de la historia. El villano preferido, cualquier cosa que yo diga será descalificada. Tú nomás consigue charlar con Maximiliano a solas unos minutos. Dile que ya tiene la carpeta con los detalles de la conquista de Guatemala en su escritorio; uno de sus secretarios, amigo mío, me hizo el favor de colocarla ayer por la tarde entre los pendientes de Maximiliano. Recuerda que los papeles solitos no lo van a convencer. Platica con él sin entrar en detalles; que revise el proyecto. Eso sí: déjale caer la tragedia que sucederá cuando los burócratas no puedan cobrar su sueldo. Verás cómo acepta nuestro plan. Ahora, el problema es Zapata.

—Sí, nunca contamos con él —se lamentó Iturbide.

—La suerte ayuda a los audaces. Mis fuentes me informan que Zapata está invitado a la cena de hoy —anunció triunfante Santa Anna.

—¿Y? —preguntó Iturbide.

—Encárgate de que nuestro amigo Emiliano no ponga un pie en Chiapas —declaró con aire sibilino el general López de Santa Anna.

—¿Cómo? —preguntó temeroso Iturbide—. Dices que es insobornable. No sé qué voy a hacer. ¿No puedes solucionar tú ese problema?

—Mi querido Agustín, si pudiste proclamarte emperador de México, hallarás la forma de resolver este inconveniente. Tú también debes de aportar tu granito de arena. Los dos estamos embarcados en esto. El que quiera azul celeste, que le cueste. Ánimo. Te deseo suerte en la cena.

—¿Algo más? —preguntó agobiado Iturbide.

—No subestimes a Carlota; está loca, pero no es tonta. Recuerda que su padre es rey de Bélgica y no queremos que los belgas estropeen nuestro negocio con los ingleses. Tampoco te preocupes demasiado por ella. Mi amigo el coronel sabe cómo tratar a las hembras —Santa Anna sonrió con picardía—. Sólo ten presente lo que te digo. Zapata es el obstáculo más peligroso.

Con la ayuda de un bastón, el general se levantó de la mesa. Puso su pata de palo sobre el piso de madera del comedor y el golpe cimbró la habitación.

—Por cierto, Agustín —añadió Santa Anna en tono de despedida—, le conseguí a su muchacho un puesto muy interesante, un puesto muy útil desde el que podrá servir al Imperio; le he dicho que se ponga en contacto contigo a la brevedad.

Iturbide agradeció maquinalmente, sin convicción, pues la alambicada estrategia del general le parecía peligrosa.