PORFIRIO DÍAZ MORI se miró en el espejo y, con un pañuelo, recogió el exceso de talco con que se había polveado la cara y el cuello. Una sana costumbre que le había ayudado a sobrevivir entre los Braniff, los Lascuráin, los Casasús y otros aristócratas pulqueros, tan orgullosos de su blancura.
Nunca se fio demasiado de ellos. El general sabía perfectamente con quiénes trataba. Riquillos zalameros que se burlaban de él a sus espaldas. Para ellos, Díaz era un advenedizo muy a pesar de su matrimonio con la linajuda Carmelita. ¿Advenedizo? Ya quisieran contar con la décima parte de las medallas militares que se había ganado. Nadie se las había regalado por su bonita cara. Lodo, sangre, pólvora habían salpicado su uniforme. Con esas manos, que ahora temblaban, había rebanado a zuavos y legionarios. Había defendido el país de los franceses y, si hubiese nacido antes, se hubiese batido hasta la muerte antes de permitir que los yanquis se robasen Texas, Nuevo México, Arizona y California.
¿Quién de esos señoritos del Paseo de la Reforma y de la colonia Roma podía ufanarse de haber recibido las Insignias de la Orden Imperial de Alejandro Nevski que le otorgó el zar de todas las Rusias? ¿Y el Gran Cordón de la Orden del León y del Sol de Persia? El general abrió la cómoda de cedro rojo; el delicado olor de la madera se escapó del cajón. Con gesto onanista, se regocijó en la caja de terciopelo negro que contenía sus preciados tesoros: desde el Doble Dragón imperial de China hasta el Águila Roja de Prusia.
Recordó el extraordinario desfile de embajadas con ocasión de las fiestas del centenario. Se acordó especialmente del embajador español, el Marqués de Polavieja, un anciano comelón y libidinoso que había traído consigo algunas reliquias de los Insurgentes. Gesto magnánimo el de la Corona española que regresó aquellas ropas de Morelos.
¡Qué hermosa lucía la ciudad llena de monumentos y edificios nuevos! La columna de la Independencia, el manicomio de Mixcoac, el Palacio de Correos. Qué diferencia de festejos. Aquello sí fueron fiestas, no como las de ahora. ¿Circuito del bicentenario? No era sino una vulgar vía rápida, sin estética alguna, sin valor simbólico. Una simple colección de puentes de concreto de los que nadie se enorgullecería en unos años. ¡El Ángel de la Independencia! “Una victoria alada, una niké griega”, había explicado con pedantería el maestro Justo Sierra a la prensa. Eso era un símbolo, no las porquerías que inauguró el alcalde de México. Incluso los revolucionarios habían adoptado al Ángel como símbolo de la capital.
Un toque en la puerta lo sacó de sus consideraciones. Su valet no aguardó el “adelante” y entró con irreverente decisión a la recámara. Díaz, un niño atrapado a la mitad de la travesura, cerró rápidamente el cajón, provocando una sonrisa irónica en el criado. Don Porfirio se percató de ella; sus ojos acribillaron al sirviente. Su mirada, a diferencia de su pulso, conservaba la fuerza de los antiguos tiempos, de modo que el sirviente palideció. Para reparar el daño, el valet ayudó obsequiosamente al anciano a vestirse la casaca de media gala, ropa que utilizaba para recibir visitas en la mañana.
—Mi general —anunció el criado—, el señor Limantour aguarda en el comedor. El mayordomo lo hizo pasar a la mesa tal y como usted ordenó.
El anciano no se dignó responder. El sirviente no tuvo más remedio que proseguir calladamente la tarea de abrochar y cepillar el uniforme del general para asegurarse de que luciese impecable.
Otro criado llamó a la puerta con más discreción que el primero. En esta ocasión, el valet fue quien autorizó el ingreso; el segundo lacayo cargaba una bandeja con una cafetera azul de porcelana bávara. El criado sirvió el café, humeante y cargado, en la taza haciendo verdaderas zalemas orientales.
El viejo bebió el líquido de un solo trago y, con la lengua escaldada, salió del cuarto rumbo al desayunador. Allí se encontró con José Yves Limantour, quien ya bebía café con dos cucharadas de azúcar.
—Buenos días, general —saludó Limantour poniéndose de pie.
—Buen día, Limantour. Siéntese. Veo que probó el café de mi hacienda de Oaxaca. Es de exportación, no le pide nada al café de Chiapas.
—En efecto, general, es magnífico. Le encantará a Monsieur Illy. Ya verá cómo nos va bien con la venta del grano, especialmente ahora con el euro tan alto.
Un sirviente moreno, de rasgos aindiados, vestido con filipina blanca, movió la silla para que el anciano pudiese sentarse. Un comedor de madera tallada al estilo veneciano servía de sobrio entorno para la reunión. La enorme luna, enmarcada en oro de hoja, reflejaba a los dos hombres sentados en una mesa rectangular en la que había una mantequillera, un platito con mermelada y dos canastas: una con bolillo y otra más grande con conchas, chilindrinas y campechanas.
—No venimos a charlar sobre el café, Limantour. Vayamos al grano. Ordené para usted huevos pochados y salmón ahumado.
Luego, dirigiéndose al sirviente, ordenó:
—Para mí chilaquiles verdes y un huevo estrellado. Y traigan la fruta de inmediato.
Cada uno de los comensales recibió un plato con rebanadas de papaya, chicozapote y melón chino. Limantour hizo a un lado las frutas tropicales para concentrarse en el melón. Tras un par de bocados comentó:
—General, Monsieur Rotschild reunió entre sus socios el capital. Es una cantidad que nadie en su sano juicio puede rechazar. El próximo viernes presentaré al gabinete económico nuestra propuesta.
—Vamos tarde, Limantour, vamos tarde. Mobil Oil y Texaco se están moviendo más rápido de lo que supuse —replicó Díaz.
El ex ministro intentó tranquilizarlo:
—No se preocupe, nuestra oferta es inmejorable en monto y condiciones.
El general sorbió un poco de café y declaró:
—Al final, Carlota será quien decida si la concesión se la llevan los yanquis o nuestros amigos franceses. Y ya sabemos qué clase de hombre es Maximiliano, un imbécil a merced de su esposa.
—Hablemos, entonces, con Carlota —sugirió Limantour—. Sea usted tan amable de conseguirme una hora a solas con la emperatriz y la convenceré de que PEMEX debe asociarse con los franceses.
El criado retiró los platos de fruta. La papaya dejó tras de sí el característico olor que algunos, Limantour entre ellos, califican de vomitivo. El Científico seguía comiendo como europeo; aborrecía los lujuriosos aromas de la comida mexicana, siempre especiosa, siempre barroca, siempre abigarrada. “Nada como las grosellas y las manzanas”, se lamentó Monsieur Limantour en su mente.
El sirviente apareció con los platillos salados. El financiero jugueteó con los huevos pochados que encontró horrorosos. Díaz, en cambio, atacó con entusiasmo los chilaquiles coronados con crema espesa de Toluca y espolvoreados con el queso de Cotija que tanto le gustaba. Un queso grasoso, seco, recio. Cogió el tenedor y picó la yema del huevo estrellado, que se desparramó entre las tortillas fritas. Probó un poco y, como quien no da importancia al asunto, explicó:
—Limantour, es inútil hablar con Carlota. Esa mujer está loca. Es una mujer obsesiva. Odia a los franceses desde que Napoleón III los abandonó a su suerte hace tantos años. La mujer no entiende razones.
El Científico, desconcertado, preguntó:
—¿Por qué no me lo advirtió antes de conseguir a los socios? No puedo quedarles mal. ¡Será nuestra ruina!
José Yves Limantour prescindió del plato de huevos y embadurnó con mantequilla y mermelada de fresa la mitad crujiente de un bolillo. Echó de menos el migajón compacto y almendrado de una buena baguette parisina.
—Usted hizo su trabajo —sentenció Díaz—. Yo cumpliré con mi parte.
—Discúlpeme general —se excusó el financiero—, no fue mi intención ofenderle. Sucede que, dado que este negocio es de tal envergadura…
El anciano no se amedrentó ante las dudas de su socio:
—¡Limantour! Yo cumpliré con mi parte, conseguiré la firma de Maximiliano. Usted asegúrese de que el dinero esté listo.
—General, por supuesto, cuente con ello; sé que usted es un hombre de palabra. Le ofrezco mis más sinceras disculpas. Permítame, sin embargo, una última pregunta: ¿cómo conseguirá el visto bueno de Carlota?
El viejo sacó el pecho para anunciar:
—Hoy cenaré en Chapultepec.
—¿Una reunión privada? —preguntó Yves Limantour.
—No, es una cena de gala por el bicentenario. Los infelices no me invitaron a la cena del 16 y organizaron una cena de “consolación” —contestó de mala gana el general—. No obstante, la cenita servirá para nuestro propósito.
—Entonces, ¿puedo estar tranquilo? —reiteró el financiero.
—Si no confía en mí, cancele el trato y regrese a París —respondió tajantemente don Porfirio.
—Lo siento, general, de verdad lo siento. Por supuesto que confío plenamente en usted. Estoy un poco nervioso, es todo —se disculpó de nuevo el ex ministro.
Díaz tomó una concha de vainilla de la canasta, la partió torpemente con la mano, las migajas amarillas de la recubierta se desmoronaron sobre el plato y el uniforme:
—¡Limantour!, puede retirarse.
El ex ministro se puso de pie y, sobreponiéndose al regaño, salió del desayunador.
Porfirio Díaz se acabó los chilaquiles. Luego, le ordenó al mesero:
—Ponciano, quiero que Jacinta cocine comida oaxaqueña para hoy en la noche. Chichilo, coloradito y amarillo. Y que no me venga con que no le dará tiempo. Que se las arregle. Quiero que manden las cazuelas al Castillo de Chapultepec antes de las siete de la noche.
—Mi general, pero… —titubeó Ponciano.
—No hay pero que valga. Si no pueden hacerlo, se largan hoy mismo de la casa.
El general estaba francamente molesto con Yves Limantour. Un financiero astuto pero, como todos los de su clase, un arrogante. Hoy en la noche le mostraría a él y a todos los mexicanos quién era el único capaz de salvar a este país del abismo. Aunque Limantour tenía frente a sus narices el verdadero problema, no lo veía: Zapata. ¿Carlota un peligro para el negocio? ¿Desde cuándo una mujer podía más que él? Emiliano Zapata era el verdadero obstáculo para la inversión extranjera.