I.
EL ENCUENTRO

El silencio que se había apoderado de Nímal, que parecía que fuera a durar eternamente, se quebró con el sonido de unos pasos cortos que se acercaban a la entrada sur del pueblo.

Sarinha, con el arco a la espalda, regresaba de una de sus sesiones de prácticas en lo más profundo del bosque, ignorando los sucesos que habían tenido lugar pocos minutos antes. Al cruzar la entrada y no ver a nadie en la carpintería se extrañó, pues a esa hora solía estar siempre Bracus Buey convirtiendo troncos en leña o en bonitos muebles que luego vendería su esposa Mirra en el mercado, pero no le dio mayor importancia. Fue al pasar junto al claro donde el viejo Yorl daba sus clases cuando empezó a preocuparse; a esa hora debería estar lleno de niños escuchando alguna de sus fantásticas historias, pero no había un alma. Entonces se percató del silencio: ni un murmullo llegaba a sus oídos desde la plaza del mercado.

«¿Qué está pasando aquí?», pensó. Aquello no era normal. De ninguna de las maneras. Acelerando el paso recorrió las calles hasta llegar al mercado y, una vez allí, sus sospechas se confirmaron: no había nadie allí negociando. Inaudito.

Se cruzó de brazos y observó alrededor durante unos segundos. Ningún movimiento, ningún sonido salía tampoco de las casas cercanas; y la hora de comer estaba cerca. Entonces entendió. Y se enfadó muchísimo. Sus vecinos, hartos de sus bromas, habían decidido unirse y gastarle una gran broma a ella para escarmentarla.

—¡Muy bien! ¡Ya podéis salir! ¡Sé de qué vais! —gritó. Pero no sucedió nada.

Se sentó sobre un pequeño arcón de madera y decidió esperar. Tarde o temprano se cansarían o les entraría hambre. Pero a medida que pasaban los minutos su enfado e impaciencia fueron convirtiéndose en preocupación y nervios. Poco después decidió moverse, harta de esperar, y fue al cruzar la plaza cuando vio varios productos tirados por el suelo de cualquier manera. Y entonces comprendió que no se trataba de ninguna broma.

Con el corazón en un puño corrió hasta su casa, deseando llegar y encontrar a sus padres ya sentados a la mesa, esperándola para comer y riñéndola por llegar tarde, como tantas otras veces. Pero allí tampoco encontró a nadie. Desesperada, sin comprender qué estaba pasando y esperando que todo aquello no fuera más que un mal sueño del que no tardaría en despertar, salió de casa y se sentó en uno de los escalones que conducían a la calle. Estaba a punto de echarse a llorar cuando una voz conocida la sobresaltó.

—¡Sarinha! —gritaba Luh, mientras corría hacia ella con una expresión de sorpresa y esperanza dibujada en el rostro— ¡Creía que me había quedado solo!

Sarinha observó al oso, pero logró contener la alegría que por un instante la había invadido al descubrir que tampoco ella estaba sola. Luh no le caía muy bien: era demasiado bueno, y aquello lo convertía en alguien aburrido.

Por su parte, a Luh tampoco le hacía mucha gracia Sarinha: cuando no estaba practicando con el arco en el bosque se dedicaba a gastar bromas pesadas que no tenían ninguna gracia; y él había sido el blanco de más de una.

—¿Qué ha pasado, Luh? —preguntó Sarinha, haciendo una mueca mientras se levantaba.

—¡Unos enmascarados se han llevado a todos! —gri-tó Luh, levantando los brazos para enfatizar a sus palabras. Luego empezó a hablar sin tomarse tiempo ni para respirar—. Aparecieron unas luces y yo estaba dentro de mi refugio en el árbol y las vi, y las luces crecían y todos se arremolinaron alrededor, pero yo me quedé en el árbol... ¡es que es flipante! ¡Veintinueve!

—¡Para, para! —lo interrumpió Sarinha, levantando también los brazos —. Luh, no me estoy enterando de nada. Relájate y cuéntamelo todo desde el principio, pero poco a poco...

Luh respiró hondo un par de veces y se sentó en el escalón donde hacía un momento estaba sentada Sarinha. Ella lo imitó, con cara de fastidio. «¿Tenía que ser él el único que quedara en el pueblo?», pensó.

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—Y eso es todo... ¡Flipa! —terminó Luh su relato, con un nudo en la garganta y otro en su corazón de oso.

Sarinha, también con el corazón encogido, no sabía qué decir ni qué hacer.

Durante unos minutos volvieron a estar solos en Nímal, pese a estar sentados el uno junto al otro. Solos con sus pensamientos y con el silencio que se había apoderado del pueblo.

—¡Vale, ya sé! —gritó Sarinha de repente, levantándose de un salto y de paso dándole un susto de muerte a Luh. Luego, sin dar más explicaciones, echó a correr calle abajo, como si le fuera la vida en ello. Luh tardó unos segundos en reaccionar, pero pronto empezó a seguirla y, gracias a su envergadura y al tamaño de sus zancadas, no tardó en darle alcance.

—A ver, sorpréndeme —preguntó Luh mientras corría a su lado—. ¿No será esto una bromita de las tuyas, no? ¡Ya la estás liando!

Sarinha, sin detener su carrera, le dirigió una mirada asesina y guardó silencio.

—Vale, vale... Tranquila. ¡Yo qué sé! ¡Era una posibilidad! —se excusó Luh.

Cuando llegaron al claro donde solo quedaba el viejo roble, Luh comprendió.

—¡Maestro! ¡maestro Yorl! —gritó Sarinha, aproximándose al enorme y nudoso tronco del árbol que tantas cosas les había enseñado cuando eran pequeños. Luh la siguió, rememorando tiempos mejores, y por un momento se sintió a salvo de nuevo, como si aquellos enmascarados nunca hubieran existido y todo siguiera igual que antes.

—Sarinha, Luh... Pensaba que ya no quedaba nadie en Nímal... —dijo el maestro Yorl, arrastrando las palabras más de lo habitual, debido a la tristeza que lo embargaba.

—Maestro, ¡necesitamos tu ayuda! ¿Has visto lo que ha pasado?

Yorl permaneció unos segundos en silencio, y luego dijo:

—Lo he visto todo, pero mis raíces... me han impedido actuar... —En ese momento las ramas del viejo roble se estremecieron de manera casi imperceptible—. Hace ya demasiado, mis niños..., demasiado tiempo que permanezco en este claro... y las raíces se han hecho tan fuertes y se han cavado tan hondo que ahora estoy atado a este lugar para siempre. Lo siento, mis niños... No he podido ayudarlos. No he podido hacer nada...

Sarinha y Luh, sorprendidos, contemplaron entonces cómo la corteza de su antiguo maestro empezaba a cubrirse de resina, y comprendieron que el gran árbol estaba llorando por la pena que sentía.

—No sé si el maestro está en condiciones de ayudarnos —dijo Luh, sus ojos negros brillantes por la emoción.

—Vamos a esperar un poco. Ya se calmará —contestó Sarinha en un susurro. No había nadie más que pudiera echarles una mano—. Lo necesitamos.

Luh y Sarinha se sentaron sobre la hierba, a la sombra de su maestro, y aguardaron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos una vez más. Pero a medida que transcurrían los minutos la desesperanza crecía en su interior, conscientes de que cada instante que perdían allí sentados, sin hacer nada, los alejaba de sus seres queridos.

De repente sucedió algo totalmente inesperado: al otro lado del claro apareció un nuevo círculo de luz, idéntico a los que Luh había visto un rato antes. Él, al verlo, se sobresaltó y empujó a Sarinha hacia el tronco de Yorl.

—¡¿Qué haces, loco?! —gritó ella con rabia cuando Luh se situaba a su lado. Él se limitó a señalar hacia el círculo de luz y ella, al verlo, abrió mucho los ojos y observó con asombro cómo giraba sobre sí mismo y se agrandaba mientras cambiaba de color. Sarinha, desde que tenía memoria, había sentido fascinación por las historias que Yorl contaba sobre magos, brujas y conjuros de todo tipo, y siempre había soñado con convertirse en una poderosa hechicera.

Desde su escondite, Sarinha y Luh vieron una figura que surgía de la luz y, de un salto, aterrizaba en medio de la calle principal. El recién llegado vestía una chaqueta roja de piel que llegaba casi hasta el suelo y unos pantalones oscuros, y de no ser por la máscara de metal que también ocultaba su rostro, podrían haber pensado que no tenía nada que ver con los forasteros que se habían llevado a sus familiares y amigos poco antes.

El extraño echó un vistazo a su alrededor, para situarse, y luego enfiló una de las calles que llevaban hacia la zona norte del pueblo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Luh, mirando primero a Sarinha y luego a Yorl, que seguía llorando resina en silencio, ajeno a todo.

—Vamos a seguirle. ¡A ver qué hace! —contestó Sarinha, abandonando el escondite a la vez que tomaba el arco de su espalda. Luego preparó una flecha y cruzó el claro hacia la calle donde flotaba el círculo de luz.

El extranjero caminaba sin prisa, con las manos cruzadas a la espalda y silbando una extraña y pegadiza melodía mientras observaba todo con aparente desinterés. Sarinha y Luh, por su parte, lo seguían manteniendo las distancias, ocultándose en portales y tras las esquinas siempre que podían para evitar ser descubiertos.

Un rato después cruzaron la entrada norte del pueblo para salir al camino de tierra que atravesaba los huertos y los campos de cultivo que se extendían hasta los pies de la montaña.

—¿Y este adónde va? —preguntó Sarinha, extrañada, al ver que el enmascarado no se detenía.

—Huurrmm... —murmuró Luh a su lado, frunciendo el ceño—. Esto me da mal rollo, así que mejor no lo perdamos de vista.

Poco después, ya lejos del pueblo, el forastero se detuvo. Luh y Sarinha, cubiertos de espigas, hierbajos y tierra húmeda debido a su incursión a través de los sembrados, lo agradecieron en silencio; sobre todo Luh, que, debido a su tamaño, había tenido que avanzar a rastras durante un buen trecho.

—Oh, no —murmuró Luh al ver al extraño plantado en medio del Prado de las Abejas. Este, por vez primera, mostraba interés por algo desde que había llegado a Nímal, y moviéndose con delicadeza entre las flores parecía estudiar a aquellas pequeñas criaturas que, ignorando su presencia, se afanaban en recolectar el polen que luego convertirían en miel.

Luh lo observaba con recelo, temiendo que fuera a hacerles algún daño a sus amigas. Llevaba muchos años cuidándolas, tantos que era capaz de reconocerlas e incluso había puesto nombre a cada una de ellas. Era el pastor de abejas de Nímal, y su trabajo no consistía únicamente en recolectar la miel de extraordinarias propiedades que fabricaban y a la que tantos usos le daban.

De repente, el forastero se irguió, estiró los brazos y empezó a gesticular en el aire. Luh, al recordar lo que había sucedido a sus familiares y amigos, se incorporó dispuesto a abandonar su escondite y enfrentarse a él, pero Sarinha lo detuvo.

—¿Estás loco? ¡Es un mago! ¡No puedes con él! ¡Te va a destrozar!

—Pero... —dijo Luh, con un nudo en la garganta, desde su escondite tras unos matorrales. Un nuevo círculo de luz empezó a manifestarse en el prado, por encima de las flores, y las abejas empezaron a volar en su dirección— ¡Se las lleva! ¡Se lleva a mis niñas!

—¡Shhht! —lo riñó Sarinha, tirando del grueso pelo que le cubría el cuello— ¡La vas a liar!

—Pero se las va a llevar... ¡Y luego se irá también! —protestó Luh. Las abejas ya habían empezado a desvanecerse al entrar en el círculo de luz y todos sus sentidos le gritaban que saltara sobre el enmascarado, que intentara salvar a tantas como pudiera, que aún había tiempo..., pero en su interior sabía que Sarinha llevaba razón: un oso jamás vencería a un mago, ni siquiera con la ayuda de una cerdita armada con un arco.

En silencio, sintiéndose impotentes, Sarinha y Luh esperaron hasta que todas las abejas hubieron desaparecido.

—¿Y ahora qué? —preguntó Luh, con los ojos húmedos, mientras el forastero se dirigía hacia la luz.

—Ahora lo seguimos —contestó Sarinha, decidida. Tras un instante, el forastero empezaba a desdibujarse, y Sarinha y Luh corrían como locos campo a través. Luego, sin detenerse a pensar en las posibles consecuencias, saltaron al interior del círculo y se desvanecieron también.

Poco después, la luz se apagó y una paz incómoda, antinatural, cayó sobre el Prado de las Abejas.