Nada, absolutamente nada, ni siquiera la inminente llegada del invierno, hacía presagiar que estaba por suceder algo que cambiaría para siempre las vidas de los vecinos del pequeño pueblo de Nímal.
Estaba situado en el centro mismo de un diminuto mundo al que sus habitantes habían dado en llamar Único; en él solo se alzaba una montaña, al norte, y un bosque cubría de verdor una amplia extensión de terreno al Este y al Sur de Nímal, mientras que el oeste del pueblo daba a la orilla del único lago de aquel mundo, de aguas dulces pero insondables profundidades.
Pese a que Único era un mundo muy pequeño, sus habitantes no requerían más de lo que les ofrecía: vivían en paz y en perfecta armonía con la naturaleza, y esta les proporcionaba todo lo que podían necesitar.
—...Y así fue como, en aquel mundo conocido como Stirym, los grandes héroes se alzaron y cambiaron el destino de varios reinos con el poder de una sola palabra. Porque, chavales, la palabra es el arma más poderosa del universo —terminó el maestro Yorl con aquel vozarrón surgido de lo más profundo de sus entrañas de madera. El anciano roble, al hablar, arrastraba las palabras de un modo peculiar, grabándolas a fuego en las mentes de los jóvenes alumnos que, sentados sobre la hierba bajo la agradable sombra que les brindaba su denso follaje, lo escuchaban fascinados. Yorl les enseñaba todo lo que necesitaban saber a través de cuentos e historias que, decía, había aprendido de sus antepasados. Les hablaba de otros mundos, donde existía la magia, donde había castillos, princesas encantadas y caballeros andantes que vivían cientos de aventuras imposibles.
Mientras tanto, no muy lejos de allí, en la plaza del mercado los mayores se afanaban en intercambiar productos de todo tipo a voz en grito: seis huevos a cambio de un jersey de lana, una caja de cebo para pesca por una herramienta de carpintería, una bolsita de tabaco de mascar por un tarro de miel... Pero lo que más se llevaba, en lo que más empeño ponían los vecinos de Nímal, era el trueque de rumores. A decir verdad, se trataba del pasatiempo favorito de la mayoría, debido probablemente a que sus vidas tenían poco de emocionante: eran gentes escasamente dadas a las aventuras y a los excesos, acostumbradas a una vida cómoda y apacible, sin sobresaltos más allá de la caída del primer copo de nieve o de algún chaparrón inesperado.

Por eso, cuando las primeras luces aparecieron en el aire a media mañana, el bullicio que salía del mercado se apagó ipso facto y los rumores, tratos y regateos que estaban teniendo lugar fueron relegados al olvido. Luego, las bocas de los aldeanos dibujaron una «o» de asombro mientras estos contemplaban el extraño fenómeno: unos círculos de luz de múltiples colores, que parecían salidos de la nada, flotaban por todo el pueblo a media altura, girando sobre sí mismos y maravillando a todos.
—¡Magia! —gritaron al unísono los hermanos Puercoespín desde el lugar que ocupaban en la hierba, señalando con asombro el círculo más cercano, que crecía lentamente.
Poco a poco, cuando la curiosidad superó a la estupefacción, grandes y pequeños fueron concentrándose alrededor de los círculos de luz, que ya eran del tamaño de una carretilla.
Entonces, para mayor sorpresa, unas siluetas empezaron a percibirse en su interior. Los vecinos de Nímal murmuraron, los ojos como platos, pero no retrocedieron. Estaban inquietos, excitados por aquello tan sorprendente que sucedía, pero aquellas vidas apacibles a las que estaban tan habituados les hacían ser poco cautos.
Unos segundos después, unos seres que nunca habían visto se materializaron ante ellos y descendieron hasta el suelo. Los recién llegados vestían extrañas túnicas que los cubrían por entero, de los pies a la cabeza, y ocultaban sus rostros detrás de inquietantes máscaras de metal. Aun así, los nimalenses los recibieron con sonrisas y amables palabras, e incluso el señor Tejón, el alcalde, les ofreció algunos regalos en señal de amistad.
Pero los extranjeros no dijeron una sola palabra ni dieron muestra alguna de agradecimiento. Apartaron los regalos a un lado y, todos a un tiempo, haciendo gala de una sincronización perfecta, empezaron a gesticular con ambas manos como si estuvieran escribiendo en el aire con tinta invisible.
Los habitantes de Nímal, que solo conocían la magia por los relatos del anciano Yorl, permanecieron alrededor de los forasteros, expectantes, sin plantearse siquiera que algo malo podía suceder. Y aquello fue un error muy grave: para cuando los enmascarados terminaron de mover las manos, sus mentes ya no les pertenecían. A continuación, los forasteros les obligaron a ponerse en fila y a ir entrando en los círculos de luz uno a uno. A medida que entraban se desvanecían, como si nunca hubieran existido. Y así, poco a poco, todos fueron abandonando el pueblo, los enmascarados en último lugar después de comprobar que no se dejaban a nadie.
Luego, los círculos de luz se esfumaron y en el pueblo solo quedó el silencio más absoluto.