2012

 

 

 

ARCHIPIÉLAGO DE LAS CUATRO MIL ISLAS (SI PHAN DON), LAOS, 25 DE FEBRERO

 

 

Alrededor de un año antes de la escena descrita llegué, acompañado por mi mujer, al islote de Don Khon, que es una de las muchas lenguas de tierra revestidas de follaje tropical que entrecortan el último tramo del Mekong antes de salir de Laos y adentrarse en el territorio de Camboya.

Sonó allí por tres veces, en sordina, el clarín que me avisaba, sin que yo me diese por enterado, de la concatenación de circunstancias que once meses y nueve días después —2012 fue bisiesto— me conduciría a la cita en París a la que me he referido más arriba.

Vendrían luego otros dos toques de atención —cinco avisos... Ni el peor de los toreros ha llegado nunca a tanto— antes de que yo me resignara a estoquear el burel o, por lo menos, a intentarlo, pero el penúltimo me alcanzó en un lugar del sur de Camboya, pocos días después de los que aquí evoco, y el último en Moscú, muy avanzada ya la primavera.

Alguien o algo tejía una invisible y pegajosa tela de araña alrededor de mí.

El primer aviso se produjo nada más descender de la barcaza que nos depositó en el amarradero de Don Khon. El lugar en el que íbamos a alojarnos estaba a muy pocos metros de distancia. Recorrimos el sendero polvoriento que nos separaba de él, nos acercamos al modesto mostrador de la recepción, pregunté si quedaba alguna habitación libre, me dijeron que sí, entregué los pasaportes y...

Será mejor que lo cuente como un par de horas después lo conté en mi habitual columna de los lunes en el diario El Mundo.[1]

 

 

LA CANCIÓN DE ROLDÁN

 

La novela picaresca sólo podía inventarse en España. ¿Hay en el mundo alguna otra nación, fuera de las que heredaron nuestra sinvergonzonería, en la que se aplauda y admire al pícaro elevándolo a modelo por muchos envidiado? Considere quien lo dude los programas de la telecaca, cuyos espectadores son capaces de convertir en princesa del pueblo a Belén Esteban, a la Pantoja en Marilyn y en ídolos de los jasp (especie en extinción) a los especímenes de barraca de feria enjaulados en esa isla orwelliana del doctor Moreau que gobierna en Gran Hermano una feroz domadora.

Escribo esto en otra isla: una de las cuatro mil que salpican el Mekong al sur de Laos. Más lejos, imposible. ¿Cómo imaginar que el señor Inboualivanh Soumpholphakdy, gerente de un delicioso hotel flotante y hombre amabilísimo, iba a preguntarme por un mafioso español —eso dijo— que anduvo por aquí hace unos años y al que todos los gestores del turismo local están sumamente agradecidos?

Yo, al principio, no caía. ¿Un mafioso español en Laos? Y de repente, ¡tate!... ¡Roldán!, exclamé. ¡Ése!, dijo mi interlocutor. Y pasó a explicar que antes de su llegada ningún compatriota mío aparecía por aquí, pero que a partir de entonces empezaron a acudir como moscas a la mierda. El parangón es de mi cosecha. Recuerde el lector que algunas agencias de viajes marbellíes incluyeron en sus tours la visita al cerrado portón del chalet en el que compartieron amor, vida y lecho, hasta que un juez los separó, el alcalde y la tonadillera. ¿Es preciso decir sus nombres?

Supongo que Roldán tiene el riñón más que cubierto, pues nunca devolvió el botín (y este año, encima, Hacienda le ha devuelto no sé qué), pero, vistos los antecedentes y la admiración que hazañas como la suya suelen despertar en mis compatriotas, bien podría salir de apuros, si los hay, y volver por sus salaces fueros abriendo en Vientián un club de encuentros —el Roldan’s Bar— con chicas de alterne rumanas, swinging en calzoncillos, el capitán Khan en la puerta con charreteras y gorra de plato, y en la caja, tras su resurrección, Paesa. El logotipo del establecimiento podría ser un bicornio. Seguro que el ex director de la Guardia Civil se forraba, aunque su clientela fuese sólo de españoles, y lo mismo le imponía el Gobierno laosiano una medalla para premiar su contribución al incremento del turismo.

Ya sé que la Chanson de Roland es cantar de gesta y no novela picaresca, pero la de Roldán podría ser lo segundo. Méritos, a su protagonista, no le faltan. ¿Doy ideas? Sólo pido un diez por ciento. Tome nota, Paesa.

 

Hasta aquí la columna, cuya publicación fui posponiendo semana tras semana para atender en ella a asuntos de más apremiante actualidad. Salió el 9 de abril.

¿Cómo iba a sospechar yo entonces, cuando me inscribí en la guest house regentada por el laosiano de imposible nombre de pila y difícil apellido, que el ahora casi olvidado Luis Roldán, protagonista de uno de los mayores escándalos políticos de la España posfranquista, si no el mayor, se cruzaría de modo determinante en mi vida y en mi obra tan sólo una semana después de que mi columna apareciese?

Jamás había vuelto a pensar en él desde los días de su supuesta captura en la capital de Laos —ésa fue la macana, pues macana resultó ser, que nos contó por la tele, flanqueado por cinco policías y con una gozosa mueca de satisfacción en sus fúnebres ojeras,[*] el ministro por partida doble— y de su regreso, esposado y entre corchetes, a España. El asunto siguió dando que hablar y acaparando los titulares de la prensa durante mucho tiempo —todo el que exigió su larga singladura judicial y penitenciaria—, pero yo, en abril de 1995, poco después de la repatriación de Roldán, me marché a vivir a Kioto, de donde no regresaría, salvo alguna que otra escapada de breve duración, hasta tres años más tarde, y me desentendí por completo de algo que, en realidad, me interesaba (y me interesa) muy poco.

Los enredos de la política me aburren. Ese banco sólo tiene tres patas: poder, dinero y sexo. O lo que viene a ser lo mismo: mundo, demonio y carne, como decía el Ripalda. Lo estamos viendo una vez más ahora, en el invierno, primavera y verano de 2013, con no poca fanfarria de indignación callejera, escandalera mediática y recíprocas acusaciones entre los partidos y sus caciques, mientras me apresto a escribir, a regañadientes, este libro.

Aludo a Luis Bárcenas, a los ERE de Andalucía, a Blesa, a Iñaki Urdangarin, a lo de Gürtel, Jaume Matas, Maria Antònia Munar, el Palau, el clan de los Pujol, la mortadelada y filemonada de Método 3 y a todos esos chanchullos.[*] Codicia económica y afán de poder, dije. Falta, de momento, el sexo, pero ya aparecerá —cosa pública, cosa púbica—, y si no lo hace, debido a la ofensiva puritana que la corrección política ha desencadenado en el mundo occidental, da lo mismo, pues no por ello cambiará la copla. Leamos a Suetonio —nada nuevo que añadir— y no nos agarremos a fútiles esperanzas regeneracionistas. Así ha sido siempre y siempre será así.

¡Qué tedio el de la política, qué monotonía la de su transcurrir, cuánta inanidad en sus trajines! Hay cosas harto más interesantes bajo la bóveda celeste y, sobre todo, en el interior de los almarios de las personas.

¿Por qué, entonces —vuelvo a preguntarme—, accedo a escribir una novela como ésta? Vaya sólo por delante, para no defraudar las expectativas del lector, que éste no encontrará aquí ninguna revelación aparatosa sobre los secretos, la trastienda o la letra menuda y enigmática de los escándalos de corrupción en cuyo fuego graneado tuvo lógica cabida el de Luis Roldán, ni —menos aún— sobre la estrategia, pillería y miserias de las personas que intervinieron en ellos. No soy policía ni juez, ni fiscal, ni soplón, ni picapleitos, ni político... Ni cotilla. Los asuntos mencionados no son de mi incumbencia.

Todo eso, además, ya está contado una y mil veces, con mayor o menor sectarismo, sinceridad y acierto, por la prensa y por los actores de esa deplorable e insistente farsa que en España ha sido siempre la justicia. Hay también un puñado de libros.[2] ¿A qué ton insistir en lo mismo, tanto más cuanto que se trata de casos, cosas y nombres remotos ya en el tiempo y, por ello, mezclados, confundidos y olvidados en esa hormigonera que es la desmemoria colectiva?

Apenas me interesé, como digo, por el soberano enredo de aquel director general de la Guardia Civil que salió rana —animal del mismo color de los uniformes de la benemérita institución que presidía— cuando los periodistas José María Irujo, Jesús Mendoza[*] y José Macca, desde Diario 16, ojearon tan suculenta pieza —¡res a la vista!— en noviembre de 1993 y se dedicaron a revelar, gota a gota, dato a dato, los sobresueldos y comisiones percibidas por un individuo a cuyas órdenes estaba un cuerpo de ejército formado por más de setenta mil hombres —los llaman números— a quienes el honor se les supone, levantaron minuciosa acta de sus propiedades inmobiliarias, echaron la cuenta de la vieja de su inexplicable enriquecimiento y activaron el mecanismo policial, judicial, social, moral e incluso familiar que lo redujo a poco más que una piltrafa y puso fin de por vida a su meteórica carrera.

Me limitaba yo a leer en aquellos días, por lo que hace a la tocata y fuga de Roldán, los titulares de la prensa, y a menudo ni eso. Aquel culebrón, salpicado de cifras, pormenores administrativos, jerigonza legal y nombres propios que nada o muy poco me decían, sonaba a déjà vu. Llovía, de hecho, sobre mojado. Llevábamos todos mucho tiempo sometidos al constante calabobos, animado por algún que otro chaparrón con truenos, de la cadena de corrupciones que caracterizó el paso por la Moncloa de los sucesivos Gobiernos de Felipe González. Una más, ¿qué importaba? En ningún momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de que el affaire Roldán, recién iniciado, fuese una bomba de espoleta retardada con pólvora suficiente para hacer saltar por los aires las sólidas murallas del fortín socialista.

Luego, cuando Roldán se atrincheró en París y todo el mundo se puso a buscarlo, la cosa empezó a divertirme, y lo hizo aún más cuando el ministro Juan Alberto Belloch, en una mañana gloriosa —a la que ya me he referido— para la historia de la televisión y del esperpento ibérico, sacó de su gorra de visera de chófer de Drácula el trampantojo de la captura del fugitivo en Laos, pero fue sólo eso: un ratito de diversión. Ya saben: la sociedad del espectáculo. Me fui a las antípodas y lo olvidé.

La mascletá del Hombre del Paraguas me había pillado en Soria. Fue, creo recordar, a media mañana del penúltimo día de febrero de 1995. Andaba yo escribiendo al fondo de la casa, en mi despacho, y alguien me avisó de que estaba a punto de salir en la tele el ministro ojeroso para dar cuenta y cuento de lo sucedido (y de lo no sucedido) en una tumultuosa rueda de prensa. Iba a ser aquél su momento de gloria, y lo fue, pero ésta no le duró mucho, porque al día siguiente se la arrebató El Mundo desautorizando de forma inequívoca el contenido y la legitimidad de lo que a partir de ese instante empezó a conocerse con el eufemismo burlón de «los papeles de Laos».

La rechifla fue de aúpa. Creía Belloch que la jefatura del Gobierno estaba ya a su alcance cuando llegó Pedro J. Ramírez, como Fidel a Sierra Maestra, y lo mandó parar. A partir de aquel varapalo, por si alguien, aún, lo dudaba, quedó expedito el camino de Aznar hacia la Moncloa.

¿Laos? ¿Y dónde demonios está eso?, fue la pregunta que se hizo la gente. En aquella época, como catorce años después me confirmaría el señor Soumpholphakdy (¿lo habré escrito bien?), no eran muchos los españoles que se dejaban caer por ese rincón de Asia cerrado aún al sudoroso turismo que ahora lo invade, gobernado por los comunistas y encriptado entre China, Birmania, Tailandia, Camboya y Vietnam. Yo sí que lo había hecho, aunque muchos años atrás,[3] lo que en las veinticuatro horas sucesivas a la comparecencia de Belloch me confirió cierta notoriedad informativa, pues nadie más, al parecer, podía dar noticias veraces acerca de cómo era o dejaba de ser tan extraño país. Recibí llamadas a granel. Los chicos de la prensa son como las hormigas: basta con que una pille cacho para que en cuestión de minutos aparezcan las demás.

El interés que toda aquella carnavalada suscitó en mí fue, como ya he dicho, muy escaso, y a las tres semanas, además, puse dos continentes por medio, pero ni lo uno ni lo otro —mi indiferencia y la lejanía geográfica (aún no había comenzado la era digital y resultaba muy difícil enterarse en Japón de lo que sucedía en España)— fueron óbice para que se enquistase en los recovecos de mi memoria una sibilina serie de tópicos sin fundamento.

Mi columna lo demuestra. Mordía yo en ese texto, que tan sólo pretendía ser jocoso, el anzuelo de tres de las falsas leyendas —hay muchas otras, como después he ido comprobando— que, aún hoy, veinte años después, sobrevuelan y ensombrecen la reputación del ex director de la Guardia Civil.

A saber: la de las orgías en ropa interior hortera que organizaba con sus amigotes y una tropilla de meretrices de puticlub barato, la de que tiene bajo siete llaves en un paraíso fiscal —acaso Singapur— el grueso del botín con el que arrambló en sus años de mando en plaza[*] y la relativa al capitán Khan —personaje de Salgari inventado por la fértil imaginación del espía Francisco Paesa— y a los papeles de Laos.

Ninguna de las tres cosas parece cierta. La última, de seguro, no lo es, y estoy convencido de que tampoco las otras dos. Más adelante daré razón de ello.

Julián Marías escribió —es frase, muy conocida, a la que el propio Roldán recurre más de una vez en sus diarios de presidio— que en España no se dice lo que pasa, sino que pasa lo que se dice. Y luego, en el colmo ya del pesimismo, añadía: «No hay que hacer caso de lo que se dice ni casi de lo que pasa, porque tampoco es verdad».

Yo mismo, español al cabo, aunque siempre con desgana, me sumé a ese estereotipo al escribir la columna enviada desde el islote de Laos.

Gajes de la genética. Hay cosas que nunca cambian, y nuestro país es una de ellas.

 

 

El segundo aviso silente recibido en la isla de Don Khon me llegó al atardecer del mismo día de mi arribada, cuando me puse a rebuscar un libro entre los muchos que contenía mi maleta con el loable propósito de leer un rato en la veranda del bungalow frente al soberbio despliegue de formas y colores ofrecido a diario por los crepúsculos del Mekong y elegí —¡vaya por Dios!— El cero y el infinito, de Arthur Koestler.[4]

Más que aviso, fue aquello insondable manifestación de eso que Jung llamaba «sincronicidad»:[*] la del famoso escarabajo cuasi áureo —una cetonia aurata de la familia de los coleópteros crisomélidos— que se estampó contra el ventanal de su estudio mientras una de sus pacientes le hablaba de un sueño muy significativo en el que ese insecto desempeñaba un papel relevante.

La novela de Koestler, que dio la vuelta al mundo en todos los idiomas durante la quinta y sexta décadas del siglo XX, trata de la peripecia carcelaria vivida por Rubashov, personaje de ficción que encarna simbólicamente a las víctimas más notorias y representativas de las purgas de sangre ordenadas por Stalin a mediados de los años treinta del siglo XX entre quienes habían sido sus compañeros de lucha, dirigentes casi todos, en su día, de la vieja guardia bolchevique y leninista: Zinóviev, Kámenev, Smirnov, Bujarin, Rikov, Piatakov... Y, por supuesto, Trotski, aunque éste fue alcanzado por la zarpa de Stalin y de sus killers, que a todas partes llegaban (¡si lo sabremos aquí!), muy lejos de Rusia. La novela concluye con el ajusticiamiento —es un decir, pues no había en él justicia alguna— del camarada Rubashov, que acepta su inexistente culpa y, como él mismo dice, «se cae del columpio de la historia». Algo parecido le sucedió a Roldán.

De sobra está añadir que, como es lógico, no até cabos en el momento de escoger ese libro entre los que la maleta contenía, pero era —hoy lo sé— el segundo aviso de lo que se avecinaba. La novela de Koestler, a juzgar por lo que sucedería unos meses más tarde, desempeñó en lo que aquí desvelo un papel semejante al del escarabajo de Jung. Mi habitación en la guest house de la isla de Don Khon también tenía amplios ventanales.

 

 

Liquidé la novela de Koestler en un par de días. Lentísimos, casi interminables, son los crepúsculos del trópico. Dan para mucho. En Don Kohn, por añadidura, no hay gran cosa que hacer. Visitar la poza donde chapotean y hacen cabriolas los últimos delfines del Irawadi existentes en las aguas de Si Phan Don —no es fácil verlos; quedan muy pocos— o ir en bicicleta al otro islote (alrededor de diez kilómetros entre la ida y la vuelta) para regresar enseguida con el rabo entre piernas, pues allí sólo hay música roquera, cochambre mochilera, acoso a los alienígenas por parte de los indígenas —dólares, dólares, dólares— y fast food.

Hice lo segundo en una sola ocasión, sudé a mares, me aburrí, volví grupas asqueado y, para colmo, me pegué un buen morrón con la bicicleta. Mis huesos resistieron pero mi anatomía quedó adornada por un rosario de hematomas y magulladuras.

Esa tarde, ya de nuevo en mi apacible bungalow fluvial, acudí en busca de linimento literario a la maleta, hurgué otra vez en ella, apartando la ropa sucia y las mil y una pastillas de mi elixir de juventud (puesto en solfa por el episodio de la bicicleta), y saqué, como si fuese el bálsamo de Fierabrás, un segundo libro, de autor para mí desconocido, que había llegado a mi casa de Madrid pocos días antes de emprender el viaje y cuyo título, así como la lectura de la contracubierta y las solapas, me había llamado la atención: El misterio de las coincidencias,[5] escrito por un tal Eduardo Zancolli, traumatólogo de Buenos Aires.

Pensé inicialmente que aquel libro sería una bobada más al uso de todas esas, tan abundantes, que se acogen a la etiqueta de la autoayuda, pero a pesar de ello, por si la flauta sonaba, lo metí en la bibliomaleta.

Y sonó. Era el tercer aviso.

 

 

Me fui de Don Khon, visité el abrigadero de los delfines del Irawadi[6] en las cercanías de Stung Treng, ya en Camboya —allí sí que los hay en gran número—, pasé unos días de indolencia y happy pizza de marihuana en Pnom Penh y rendí, al cabo, viaje en el mejor sitio del mundo: la guest house Les Manguiers, a muy pocos kilómetros de la apacible ciudad de Kampot.

La tarde de mi llegada saqué otro libro de la maleta. Había ya pocos que no hubiese leído. Llevaba un par de meses de viaje. Mi provisión de lectura se agotaba.

Su autor —Javier Cercas— le había puesto un título borgesiano: Anatomía de un instante.[7]

Lo abrí, y a poco de empezarlo, en su décimo sexta página, me topé con un párrafo que reitero, pues figura al frente de este volumen: «No hay novelista que no haya experimentado alguna vez la sensación presuntuosa de que la realidad le está reclamando una novela, de que no es él quien busca una novela, sino una novela quien lo está buscando a él. Yo la experimenté el 23 de febrero del año 2006».

Otra sincronía, otra causualidad. ¿Me buscaba una novela sin que ni yo ni su protagonista lo supiésemos?

Era el cuarto aviso.

El quinto (y último) estaba a punto de llegar.

 

 

 

MOSCÚ, PRIMERA SEMANA DE MAYO

 

 

Regresé a España. Tenía una cita pendiente desde hacía varios años con Daniel Utrilla, ex corresponsal de El Mundo en Moscú, y pensé que no era cosa de seguir posponiéndola hasta Dios sabe cuándo.

Mi cita, en realidad, no era —o no lo era del todo— con ese buen amigo y excelente escritor, sino con un puñado de gatos.

De gatos, sí, como suena...

Daniel y yo compartimos la pasión por esos animales. Él lloró sobre mis hombros cuando murió Puzo el 31 de diciembre de 2010 y yo derramé lágrimas sobre sus correos de aliento cuando lo hizo, el 28 de noviembre de 2008, Soseki, al que dediqué toda una novela.[8]

Fue Daniel quien hace ya muchas lunas me puso al tanto de la existencia en Moscú de un Teatro de los Gatos, único en el mundo (aunque una amiga japonesa sostiene que hay otro en Nueva York, cosa de la que dudo por más que esa urbe sea un orbe, pero cierta es, en cambio, la existencia en las cercanías del lago Inle, en Birmania, de un templo budista[9] en el que los bonzos consiguen que sus gatos hagan piruetas más o menos circenses), y fue entonces cuando nuestra cita quedó entablada y mi palabra empeñada. Le prometí que más pronto o más tarde iría a ver tan prodigioso espectáculo, y a ser posible en su compañía, si él se ofrecía a brindármela y no andaba en el momento de mi visita lejos de la ciudad. Vagabundea bastante.

¿Hay, acaso, alguna razón de más peso que la mencionada para emprender un viaje a cualquier rincón del globo, por alejado que esté?

Si la hay, no se me ocurre... Yo, tratándose de gatos, puedo cruzar el océano en una cáscara de nuez o recorrer el desierto de Gobi a la pata coja.

Y sospecho que Daniel también.

No, no lo sospecho. Estoy seguro.

¿Quién, sino él, podría haberme puesto al tanto de un lugar tan sorprendente?

Ojo... Teatro, he dicho, y no circo, pues éste exige la doma de animales que hacen gracias sin gracia en él mientras nadie, por el contrario, sabe de domador alguno que haya conseguido someter a tan deshonrosa servidumbre al indómito felino que los romanos representaban, en efigie, entre los pies de la estatua de la diosa de la Libertad.

Los gatos son rebeldes por naturaleza o por decisión divina (la de Bastet, deidad que los protegía en el Egipto de los faraones), lo que contribuye a aumentar la estima que me merecen.

Son mis animales favoritos. Los tengo, como digo, en tan alto aprecio como para que un buen día, casi de repente, decidiera visitar una ciudad de tan desapacible clima como lo es Moscú sólo para ver qué demonios hacen ante las candilejas de un escenario los gatos actores y las gatas actrices del Teatro de Yuri Kuklachov.

Éste lleva al frente de él más de un cuarto de siglo —su local abrió las puertas en 1990—, aunque en realidad es su hijo Dimitri quien está ahora al pie del cañón escénico, y setenta son, según el cómputo de Utrilla, los gatos que corretean sobre la cuerda floja, pasean en carritos a sus congéneres, se mantienen en equilibrio sobre pelotas de playa, se balancean a lomos de caballos de madera, dibujan en el aire inverosímiles piruetas y dan en asombrosas acrobacias sin someterse a más voz de mando que la de su libre albedrío.

Y lo que aún resulta más pasmoso: representan papeles, hasta cierto punto, como si, en efecto, fuesen actores de verdad, al hilo de una función provista de tenue argumento. ¿El monólogo de Hamlet, quizá, frente a la momia de un gato egipcio, o la escena del diván en el Tenorio amartelado con una Inesita morronga?

De tal modo describía mi colega Utrilla las hazañas de esos felinos, aunque lo de Shakespeare y Zorrilla sea broma e hipérbole de mi cosecha, en el reportaje que hace unos años publicó en El Mundo y devoré yo con tanta fruición como estupefacción.

Eso había que verlo, ¡qué caramba!, exclamé entonces, y de ahí la cita a la que aludo, pero fue pasando el tiempo mientras lo desperdiciaba en tareas mucho más fútiles, hasta que decidí, como digo, rematarla de una vez. En mayo —pensé a finales de abril tras mi regreso de la cálida, en teoría, Nápoles, donde me había aguado la fiesta, como siempre que visito esa capital del caos, un tiempo de perros— quizá no fuese el clima de Moscú tan desapacible como más arriba lo he descrito.

Lo mejor, para salir de dudas, era preguntárselo al buen Utrilla, que es mi Boca de la Verdad en cuanto a Rusia se refiere. Lleva allí un porrón de años y se las sabe todas.

—¿Qué ropa me pongo, Daniel?

—¿A comienzos de mayo? Pues trae de esa que llevan los exploradores de la Antártida, un jersey de lana triple y, encima, el capote de Gogol.

—¿Añado un pasamontañas?

—Buena idea.

Mal pintaba aquello, pero decidí enfrentarme al riesgo que en su día derrotó a Napoleón, congeló la División Azul y detuvo a Hitler.

Naoko metió en mi maleta un par de mudas de ropa térmica nipona y unos extraños parches que, adheridos a la barriga y a las plantas de los pies, desprenden durante ocho horas un agradable calorcillo.

Cosas de Japón.

Llegué a Moscú el 2 de mayo. Era jueves. Al día siguiente había función. Daniel se había hecho con un par de entradas — carísimas, por cierto, como todo en Moscú: alrededor de treinta euros por boleto—, lo que no es fácil, pues hay que sacarlas con bastante antelación. El Teatro de los Gatos, entre niños, padres, gatófilos y turistas, está siempre a rebosar, por no decir a estallar, que es como se pone cuando ese día actúa Boris, que es la estrella de la troupe.[10] Hasta Chirac y Clinton, entre otros muchos dignatarios extranjeros, han pasado por allí. La fortuna del protector de los mininos —tiene ahora no sé cuántos[11] en una dacha próxima a Moscú— se echó a andar para siempre cuando muchos años antes, en 1972, el ceñudo jerarca soviético Leónidas Breznev fue al circo de la capital de su reino comunista y sonrió por primera y última vez en su vida al ver que un gatito hacía el pino sobre la palma de la mano de un payaso con gorro de cocinero.

A Kuklachov, aquel día, le pasó —según Cercas y Borges— lo mismo que a Adolfo Suárez en la tarde del 23 de febrero de 1981, cuando Tejero irrumpió en las Cortes decidido a rebobinar la historia de su país: «... cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo instante, el instante en que un hombre sabe para siempre quién es».[12]

Hoy, el Teatro de los Gatos de Moscú es una institución universalmente aclamada que, de gira en gira y de ovación en ovación, recorre el mundo: Londres, París, Nueva York... Ni que decir tiene que a España, ese país rinconero y hostil a los animales, donde tiran cabras desde los campanarios, ensogan o alancean toros y ahorcan a los perros de caza cuando comienza la veda, nunca ha venido, pero juro por la diosa Bastet que yo voy a hacer cuanto esté a mi alcance para remediar esa carencia.

Llegamos Daniel y yo aquel día al lugar de autos con el corazón en vilo, el pulso al galope y la tensión desbocada. El tráfico era infernal.

Cosas de Moscú.

Habíamos salido de la casa de mi cicerone, que no queda lejos de la plaza Roja, con casi una hora de antelación, pero ni por ésas... El taxi, para empezar, compareció veinte minutos después de lo previsto, mientras nosotros aguantábamos a pie firme bajo la lluvia, como Gene Kelly y Debbie Reynolds en una de las escenas más alabadas de la historia del cine, sólo que sin paraguas ni chubasquero.

Más cosas de Moscú.

Soy nieto de un hombre que cuando tenía que coger un tren se instalaba con su maleta en los andenes de la estación dos horas antes de que el convoy se formase.

Me pirra (y tengo a gala) llegar con holgura de tiempo a todas partes. A Daniel le sucede exactamente lo contrario. Disfruta viendo cómo las manecillas del reloj se acercan lentamente a la hora convenida y —¡por fin!, ¡aleluya!— la sobrepasan, ya sea para visitar la momia de Lenin, ya para amortizar los treinta euros invertidos en el Teatro de los Gatos, ya para coger el avión que lo lleva a Madrid con el exclusivo objeto de enfundarse una camiseta merengue, agarrar una carraca y ponerse a dar saltos en el Bernabéu.

Es un tipo de lo más extravagante. Sostiene que el jubón blanco de Tolstói en las fotos de Yásnaia Poliana demuestra que el Maestro —siempre lo escribe e incluso lo pronuncia con mayúscula— celebraba los triunfos del Real Madrid con soterrado y premonitorio fervor pacifista. No le gustan las manzanas y aborrece los plátanos, pero adora los kiwis y, a juzgar por el vacío sideral de su nevera, en la que por no haber no hay ni yogures caducados, vive del aire. Quizá lo haga por ahorrar. Es lo único barato que existe en Moscú. Sobre el felpudo de su casa campea, en letras de a puño, el berrido «¡Hala Madrid!». La esterilla es de adorno. Está prohibido pisarla.

La primera vez que nos vimos —o mejor dicho: que no nos vimos— me dio un plantón clamoroso a los pies de la estatua del general Zhúkov. Estuve más de una hora merodeando alrededor del pedestal, exponiéndome a que los cascos de su brioso corcel de bronce me hicieran añicos el cráneo y montando guardia, junto a un par de inmóviles, rígidos e inescrutables centinelas, frente a la llama perenne que rinde homenaje a los soldados rusos caídos en la Gran Guerra.

O quizá en todas las guerras.

Bajo la lluvia, claro.

Cosas de Moscú.

Y de Utrilla, que no apareció.

¡Y eso que venía yo de visitar la tumba de Tolstói en Yásnaia Poliana, santuario del único dios en el que ese réprobo cree!

¡Darme un plantón a mí, que soy el hombre más puntual del planeta!

Sólo una chica, que se llamaba Aurora, y Jorge Semprún me habían sometido con anterioridad a pareja humillación.

Aunque no tan pareja, porque en ninguno de los dos casos llovía.

Así empezó nuestra amistad. Muchos años después, cuando leí A Moscú sin kaláshnikov, me enteré de las razones de su plantón, que nunca había querido revelarme.

 

Otra vez, en septiembre de 2003, me quedé encerrado en mi casa de Kutúzovski (las casas en Rusia tienen doble puerta, lo que acentúa la impresión de vivir en el interior de la Reserva Federal) y eso me impidió llegar a tiempo a una cita con Fernando Sánchez Dragó, al que dejé plantado junto a la estatua del general Zhúkov.[13]

 

—Ya. Y a los pies de su caballo —rezongué al leerlo.

Faltaban cinco minutos para el comienzo de la función gatuna y aún nos quedaba un trecho considerable. Utrilla, impertérrito, peroraba sobre las últimas horas vividas por su maestro —¡perdón, Daniel! ¡Maestro, con mayúscula!— en la estación de Astápovo. Lo mismo, pensé, andaba por allí mi abuelo, sentadito el pobre, con su maleta, en el andén.

El taxi avanzaba a velocidad de babosa. Saqué el tensiómetro digital. Siempre, desde que me operaron del corazón, lo llevo encima cuando viajo. Lo puse en mi muñeca y...

Ciento sesenta de sístole y noventa de diástole. En circunstancias normales tengo ciento veinte, como mucho, y menos de setenta.

—¿Ves? —le dije—. Vas a matarme.

—Está compensada —zanjó.

Pero mi gesto debió de impresionarle, porque sacó el móvil, tecleó en él, llamó al teatro, parloteó y a renglón seguido, triunfalmente, me puso al tanto de la buena nueva.

—La función empieza diez minutos después de la hora anunciada. Los gatos aún están atusándose el bigote y las gatas quitándose los rulos. Te lo avisé. Vamos sobrados.

Y se puso a hablar en caracteres cirílicos con el taxista. Creí distinguir, en medio de aquel galimatías, el santo nombre de Tolstói. Pulsé otra vez el tensiómetro. Sus cifras eran las mismas.

Sobrados, lo que se dice sobrados, no íbamos. Daniel volvía a exagerar.

El taxi nos dejó en la acera de enfrente, junto a la boca de un pasadizo subterráneo. Era larguísimo. Diez carriles de avenida trepidaban sobre nuestras cabezas. Tuvimos que recorrerlo a paso de carga, como si fuésemos Rubashov y nos persiguiera el fantasma de Stalin, bigote en ristre, enarbolando una hoz, un martillo y las obras completas de Lenin.

Cosas de Moscú.

La persecución del KGB y nuestro trote, cada vez más cochinero, a lo largo de la superficie de la avenida, pues ya habíamos emergido del subsuelo, como en su día lo hiciese Dostoievski, no cesaron hasta que rendimos jadeante y sudoroso viaje en el teatro, cuyo portón de acceso estaba flanqueado por dos gigantescos gatos de bronce con las patas extendidas, como si quisiesen estrechar con ellas, a guisa de agradecido saludo, las manos pródigas de los espectadores dispuestos a aflojar los mil rublos de la entrada.

—Son como los leones de las Cortes —dijo, sofocado, Daniel.

—¡Ya quisieran los leones! —apostillé, al borde de la asfixia, yo.

Una matrioshka pechugona nos esperaba en el vestíbulo...

—¡Deprisa, deprisa! —dijo—. ¡Va a subir el telón!

Toda la parte delantera del local estaba reservada a la grey infantil, muy numerosa, que aplaudía con entusiasmo e intervenía con sus gritos, sus risas y su alboroto en la función. Daba gusto verla. Los niños rusos son guapísimos: altos, esbeltos, alegres, expresivos, de ojos azules, muy rubios... El patio de butacas parecía un trigal.

Tendré que contener mi entusiasmo gatuno y dejar para mejor ocasión el cuento de lo que vi. Éste es un libro sobre Roldán, un malhechor de cuello y guante blancos, y no sobre animales que jamás cometerían un delito, pues la dignidad de su naturaleza se lo impide. Travesuras, sí, y benditas sean, pero siempre animadas por la espontánea rectitud de la que tan a menudo carecen los animales humanos.

Daniel y yo seguíamos la función con las pupilas tan dilatadas por el embeleso como las de los niños que nos rodeaban y a veces deslizábamos entre susurros los comentarios de admiración que las proezas de los animales nos sugerían.

Delante de nosotros había una pareja de mediana edad, calvorota y un poco acartonado él, educada y elegante como un junco ella. Nuestras voces no debían de ser tan bajas como Daniel y yo suponíamos, pues cuando terminó la función, mientras los gatos se deshacían en reverencias dirigidas al respetable para agradecer sus vítores y aplausos, la señora volvió la cabeza —también lo hizo su acompañante— y nos espetó:

—¿Son ustedes españoles?

Sonreí...

—¿Y usted? Muy española no parece.

No hay, del Pirineo hacia abajo, ojos tan azules como los que en aquel momento me miraban.

—Soy rusa —dijo—, pero mi marido es de su país.

—Eso explica por qué habla tan bien nuestra lengua. ¿Viven ustedes aquí o están de paso?

—A medias.

La gente, cansada de aplaudir, se había levantado e iba ya hacia el guardarropa. Lo hicimos también nosotros, después de estrecharnos las manos. Salimos juntos del local. Era noche cerrada. Soplaba un viento gélido.

Me arrebujé en el capote de Gogol y dije:

—¡Menudo tiempecito!

Daniel intervino...

—Eso, en Moscú, se arregla con un copazo.

—O alrededor de un samovar —dijo ella.

Su cónyuge nos precedía y guardaba silencio. Parecía algo cohibido. No le faltaban razones para ello, como luego vine a saber.

Diez minutos más tarde, gracias a uno de esos taxis ilegales que pululan en una ciudad donde todo el mundo equilibra así su presupuesto y ayuda de ese modo a los viandantes, estábamos los cuatro en el Carabás. Era Daniel quien lo había escogido. Está enfrente de la casa moscovita de Tolstói y en él, según nos explicó nuestro cicerone, aún podía palparse —más bien, diría yo, beberse, visto el trasiego de vodka que los parroquianos se traían— la atmósfera libertaria y prerrevolucionaria que fue caldo de cultivo de la cruzada mística, pacifista y anarquizante emprendida en sus últimos años por el autor de Guerra y paz.

Nada tenía que ver con la realidad lo que mi amigo decía. Su imaginación, cuando Tolstói anda por medio, se desboca (y cuando no, también). El Carabás, lejos de ser un antro de seguidores de Bakunin, era un restaurante de lujo. De mucho lujo. ¡Menos mal que se nos ocurrió echar un vistazo a la carta antes de tomar asiento frente a una mesa guarnecida de mantel de lino! En Moscú, que es la ciudad más cara del mundo, siempre hay que tomar precauciones de ese tipo. Los precios eran como para salir corriendo. Es lo que hicimos.

Utrilla padece furor tolstoíno. Ya lo he insinuado. Es dolencia que no tiene cura y que le obliga a ir constantemente de Moscú a Yásnaia Poliana, donde nació y está enterrado su maestro (¡perdón! ¡Qué cabeza la mía! Maestro, Maestro...) y de Yásnaia Poliana a Moscú. En todo lo restante su conducta es de lo más normal.

El Carabás quedaba lejos, pero en la avenida Kutúzovsky, cuyas dimensiones son siderales, es imposible refrescar el gaznate como los dioses de la Santa Rusia mandan. En ella sólo hay tiendas suntuosas, de esas en las que nunca se ven clientes, pues su única función es la de blanquear dinero, y cafeterías esterilizadas. Terminamos —¡qué se le iba a hacer!— en una de ellas, que para colmo era una franquicia. Así pasa la gloria del mundo. Aquello, tres lustros antes de que el Maestro naciese —nos explicó Utrilla con un melancólico deje tolstoiano en la mirada—, era un tupido bosque por cuyo follaje se abrieron paso las tropas de Napoleón en su conquista de la ciudad y luego, algo más mustios, en su retirada.

Los españoles, cuando coinciden en cualquier lugar del orbe, España incluida, siempre acaban acodados en el mostrador de una taberna o sentados alrededor de la mesa de un bar. No fuimos excepción.

—¿Vodka para todos? —propuso Daniel.

—Yo sólo tomaré una copa —dijo Natasha.

Ya se había presentado; su marido, no.

—Pues pidamos una botella —decidió, con lógica aplastante, el pope de la iglesia tolstoiana.

Y añadió, dirigiéndose en perfecto ruso tolstoiano a una camarera guapísima:

—Tráiganos también un par de latas de sardinetas letonas.

Luego, con una sonrisilla de superioridad, aclaró:

—A Tolstói le encantaban.

Son excelentes. Siempre que Daniel viene a Castilfrío, cosa que sucede a menudo, pues está convencido de que bajo la cama donde lo alojo hay un nido de musas que le hacen escribir a calzón quitado, me trae unas cuantas... Latas, digo; no musas.

Pero no había. ¿Sardinetas en una franquicia? ¡Qué vulgaridad! Tuvimos que conformarnos con unos burritos. Tentado estuve de pasarme al tequila. Seguro que de eso sí que había.

El vodka calienta el alma, incita a la amistad y suelta la lengua. Fuimos, los unos y los otros, tirando de ella...

—Te conocemos —dijo él—. Eres Dragó, ¿no?

Asentí.

—¿Y tú? —pregunté—. Me suenas. ¿Hemos coincidido en alguna parte?

Utrilla, divertido, y libres ya sus ojos de la murria tolstoíta, nos interrumpió.

—Lo dudo, a no ser que alguna vez te haya detenido la Benemérita. Se llama, si no me equivoco, Luis Roldán.

No se equivocaba, no, a fuer de sabueso amamantado por Pedro Jota. El aludido, con una sonrisa forzada y, a la vez, resignada, lo admitió. Yo, sorprendido, exclamé:

—¡Atiza! Pues es verdad...

Los cuatro éramos gatunos a más no poder y enseguida nos pusimos a hablar de esos animales. Era inevitable, considerando el lugar en el que nos habíamos conocido. La conversación fluía. Su tirantez inicial se desvaneció.

En Rusia, cuando alguien compra o alquila una casa, y antes de instalarse en ella, dejan que uno o varios mininos merodeen por su interior durante unos cuantos días para expulsar a los demonios, las brujas y los fantasmas.

Lo contó Utrilla, y Natasha, la mujer de Roldán, le dio la razón. Vivían, nos dijo, en Zaragoza, y allí tenían dos gatos: Pipón y Tracy. En Moscú, donde ella acababa de instalarse en un minúsculo apartamento, todavía deshabitado y sin muebles, aún no se habían hecho con ninguno. Querían pasar en él parte del año.

—Supongo —apunté— que antes de trasladaros meteréis alguno para que limpie de malos espíritus la casa.

—¡Faltaría más!

Yo me apresuré a explicar que tenía cinco, hablé de sus particularidades, me explayé sobre sus monerías —ellos no me fueron a la zaga; Daniel, Puzo va, Puzo viene, tampoco— y les prometí que en cuanto volviese a España, cosa que iba a hacer un par de días más tarde, les enviaría a la dirección de Zaragoza, si me la daban, un ejemplar de mi novela sobre Soseki.

Me la dieron.

Fue un rato de charla superficial y agradable. Sólo eso. Duró alrededor de una hora. Cayó toda la botella, menos un fondillo de nada. Tratándose de Rusia no era mucho. En Moscú, ciudad extravagante a más no poder, hay, incluso, un Museo de la Borrachera. Lo mencionó Luis, y quedamos, en alas de la euforia etílica (no compartida por Natasha, que había mantenido su palabra de beber sólo una copa; bueno..., dos), en ir a visitarlo «cualquier día de éstos», cosa que, naturalmente, no hicimos. ¡Estaría bueno! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Entre mis compatriotas, ya se sabe...

—Nos vemos, nos vemos —dicen.

Y hasta nunca. Somos gente de palabra.

Eso fue todo. Ni Daniel ni yo quisimos hurgar en la no por dramática menos nauseabunda historia delictiva del hombre que teníamos delante. Mal periodista es, y tonto de manual, quien no distingue entre lo privado y lo público. Yo me limité a preguntar en tono de broma, cuando ya nos disponíamos a levantar la sesión y pugnábamos los unos con los otros en la muy ibérica batalla de pagar la cuenta, si estaba su riñón tan a cubierto como la gente creía.

Le cambió la voz, se puso serio y dijo:

—No tengo una peseta, Fernando. Vivo de una pensión ridícula, que no llega a los ochocientos euros,[*] y de otra, aún más escasita, que mi mujer, ya jubilada, recibe en Rusia. Te lo juro por mis hijos.

Era difícil no creerle. Miré a Natasha. La insondable serenidad azul de sus ojos bálticos no había sufrido la más mínima alteración.

Y le creí.

 

 

 

MADRID, 16 DE MAYO

 

 

Volví de Rusia, saciada ya la curiosidad gatuna, y encontré en mi móvil antediluviano —nunca lo llevo en mis viajes. Es la marca de la Bestia y el grillete de la nueva esclavitud...— un recado de mi editor.

«¿Por dónde andas? —decía—. Llámame en cuanto regreses. Quiero contarte algo.»

Lo hice a escape. Con los editores, pocas bromas. ¡Señor, sí, señor! Sus palabras son consignas, y más aún en tiempos de tanto apuro como los que ahora corren. Ya nadie regala libros. Leerlos, de los Pirineos hacia abajo, sería mucho pedir. No hay precedentes.

Llegué a la editorial, cerca de la Cibeles, a media mañana. Mi interlocutor —eran las fiestas de San Isidro y había toros por la tarde— se fue derecho al hoyo de las agujas.

—Tenemos una bomba entre las manos —dijo— y de ti depende que estalle.

—Ve pasándome la mecha.

—Un figurón de la España corrupta está dispuesto a cantar de plano. Queremos que hables con él, que lo escuches, que leas lo que te entregue, que tires de esos cabos y que...

—¿Por qué yo? —le interrumpí con algo de brusquedad—. No es mi género, no es mi estilo...

—No digas bobadas, Fernando. Eres escritor, ¿no? En la Casa siempre hemos apreciado tu profesionalidad y tu versatilidad.

—¿Versátil yo? ¡Anda ya! ¡Pero si todo lo que escribo sale de lo que llevo dentro! Soy monocorde: mi vida, mis viajes, mis amores, mi familia, mis experiencias... Nunca he escrito sobre terceras personas, a no ser que tuviesen que ver conmigo, y menos aún si eran políticos, empresarios, banqueros y cosas así. Esa gente me aburre, y la actualidad, ni te cuento. El mundo se bate en retirada desde que los cromañones empezaron a tallar hachas de sílex. ¿Corrupción? Quita, quita... Ya sabes que estoy escribiendo el segundo volumen de mis Memorias. Eso me absorbe.

—El otro día tuvimos una reunión de alto nivel en la editorial y todos convinimos en que eres la persona idónea para apechugar con ese libro.

—Me sobrevaloráis.

—Siempre has dicho que la modestia es una horterada.

—Era Terenci Moix quien lo decía. Yo me apropié de esa frase. Y, además, ¿qué hay del segundo volumen de mis Memorias? Perdona que insista, pero he escrito ya la tercera parte.

—Puedes posponerlo...

—Me quieres mal. De sobra sabes tú lo que cuesta reanudar un libro al que has dejado en la estacada.

—No te pedimos un compromiso formal. Sólo queremos que lo consideres, que le des unas cuantas vueltas y que, si el asunto te tienta, te lances en tromba.

—¿En tromba? Eso significa, supongo, que me vais a poner Goma-2 en el culo y una pistola en la nuca para que el libro salga... ¿Cuándo?

—En septiembre. Hay que aprovechar el tirón. El país, de escándalo en escándalo, se está cayendo a trozos. Es el momento. Los lectores lo piden.

—O no. Secretos son los designios de tan misteriosos caballeros. ¡A ti voy a contártelo!

—Ya, pero todo libro es una apuesta. De no serlo, la tarea del editor sería tan aburrida como la de los registradores de la propiedad.

—¿Qué día es hoy?

—16 de mayo. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque de aquí a septiembre hay cuatro meses. ¿Te has vuelto loco?

—Bueno... Pues salimos para las Navidades, y arreglado.

—Ni siquiera.

—Deja eso. Ya se verá. Lo importante es que nos digas sí o no. De lo demás ya hablaríamos.

—¿De dinero, por ejemplo?

—Ya estamos...

Cedí. La curiosidad —pésima consejera— me picaba...

—De acuerdo. Suelta el nombre. ¿De quién estamos hablando?

Tomó aliento, tiró de la espoleta y lanzó la granada...

—De Luis Roldán.

—¡De Luis Roldán!

Me eché a reír. La explosión me alcanzó de lleno, pero no era meramente literaria.

—¿De qué te ríes? —preguntó, algo mosqueado, el Editor.

—Luego te lo explico. ¿A quién se la he ocurrido tan brillante idea? ¿A vosotros o a Roldán?

—A nosotros. Es la segunda vez que lo intentamos. La anterior se quedó en nada. Desde entonces han pasado siete años. Roldán, que no quería remover las brasas del monumental escándalo en el que se había visto envuelto, se mostró muy reticente.

—¿Quién iba a escribir ese libro?

—Él. No queríamos que fuese una obra de índole periodística. Ese filón estaba agotado y Roldán, por otra parte, huía de la prensa, que tanto lo maltrató, como de la peste. Lo que nosotros buscábamos eran unas confesiones, unas memorias... Ya sabes.

—Y no cuajó.

—No, no cuajó.

—¿Por qué? ¿Le ofrecisteis poco dinero? ¿Pedía más?

—No lo sé. Yo no intervine en el asunto.

—Y ahora volvéis a la carga...

—Exacto.

—¿Por estrategia editorial?

—Pues sí... Creemos que es el momento de sacar un libro de esas características. Los lectores lo reclaman. Ya te lo he dicho. ¡Con lo que está sucediendo! Mira a tu alrededor... España es un patio de mangantes.

Y eso que lo peor aún estaba por llegar.

—¿Y Cataluña? —pregunté con retintín.

El Editor era catalán. Muy catalán.

—También —dijo.

—Será que sois españoles...

—O vecinos. Todo se contagia.

Me eché a reír. Él también.

—Deja de joder, Fernando, y hablemos de lo que me ha traído hasta aquí.

—Muy bien. Supongo que, si te has tomado ese trabajo, es porque Roldán, en esta ocasión, acepta.

—Sí, pero no ha sido fácil. Seguía resistiéndose. Ha puesto algunas condiciones.

—¿Cuáles?

—Él no será el autor del libro.

—¿Quién lo será?

—Un escritor. Nada de periodistas.

—Eso ya lo sabíamos. ¿Está dispuesto a contarlo todo?

—Sí.

—¿Todo todo?

—Eso dice. Y, además, se compromete a entregarnos la copiosa documentación que, según asegura, obra en su poder.

—¿Por qué lo hace? ¿Por vanidad?

—Averígualo tú.

—¿Por afán de vendetta?

—Lo uno no quita lo otro.

—¿Para lavar su imagen?

—Podría ser.

—Pero corre el riesgo de ensuciarla aún más de lo que está.

—Eso ya depende de ti.

—Mi libro, si lo escribiese, sería cualquier cosa menos hagiográfico.

—Contamos con ello. No somos la Rota. El santoral no nos interesa. Y al lector, menos.

—¿Y a él?

—No lo tomes por tonto. No espera palabras bonitas ni que le pasemos la mano por el lomo. No ha nacido ayer. Le consta que nos trae al fresco su reputación y sabe a lo que se expone.

—¿No ha puesto ninguna otra condición?

—Sí, ha puesto una... Que su familia no resulte perjudicada. Hay que mantenerla al margen.

—¿Ha salido a relucir mi nombre? ¿Habéis hablado de la posibilidad de que sea yo quien escriba ese libro?

—Sí.

—¿El gran Dragó?

—El gran Dragó.

—¿El Dragó con veneno de serpiente de cascabel?

—Justamente ése, chato... Y deja de vacilar, que voy a perder el AVE.

—¿Ha aceptado? ¿No ha torcido el morro?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque él era socialista y yo siempre he dado leña a ese partido.

—Y a los demás...

—Sí, pero en menor medida. Anda por ahí mucha gente que me considera próximo al PP. Se equivocan, porque yo creo que militar en un partido político o acercarse a él es propio de adolescentes, pero... Seguro que Roldán es de esa colla.

—No creas. Ya ni siquiera es socialista. No tendría sentido que lo fuese. El PSOE labró su ruina.

—Y el PP no la recompuso.

—Ni podía hacerlo. Cuestión de jueces.

—Ya. Los políticos, cuando hay tribunales por medio, siempre se acogen a la tangente.

El Editor guardó silencio. Yo esperé a que lo rompiera. Lo hizo al cabo de unos segundos.

—Hay algo que no te he dicho, Fernando. Es cierto que en la reunión del consejo editorial se dio el visto bueno a tu nombre, pero la idea no fue nuestra. Era de Roldán.

Pestañeé y enmudecí. Fue sólo un instante. La sorpresa inmoviliza al conejo frente a la boa, pero no tardé en salir de mi estupor y en recuperar el habla.

—¿De Roldán?

—Sí, de Roldán. Él sugirió hace unos días que podías ser tú el elegido.

—Y vosotros, entonces, os mirasteis y exclamasteis: «¡Pues es verdad! ¡Bingo! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?»

—¿Ironizas?

—Algo así...

—Tú tienes un punto canalla, Fernando. No te lo tomes a mal. También lo tenían o lo tienen muchos escritores a los que aprecias: Henry Miller, Hemingway, Céline, Genet, Mishima, Houellebecq... En España no abundan. Ése es el tipo de escritor que necesitamos. Alguien capaz de contar la historia de un pícaro.

—O de un delincuente.

—No es fácil saber dónde está la línea divisoria.

—Ya. Pero me abrumas con esa lista de nombres... Favor que te debo. Estás invitado a una copa.

Miró el reloj.

—Va a dar la una. ¿La tomamos ya?

—No corras tanto... ¿Has dicho que la sugerencia de Roldán llegó hace unos días?

—Eso he dicho.

—¿Cuántos, exactamente?

—Cuatro o cinco... Acababa de volver de Moscú. Parece ser que pasa allí parte del año. Está casado con una rusa.

—¡No me digas!

Fue otra exclamación lanzada al vacío. El Editor no podía captar el porqué de su intención burlona.

Y yo, antes de acceder al encuentro con Roldán que mi interlocutor, a renglón seguido, me propuso, pensé que una botella de vodka bebida en una noche de perros y acompañada por un par de latas de sardinetas letonas es mejunje que hace milagros.

¿Noche de perros? No, no, de gatos.

Y con burritos en vez de sardinetas.

 

 

 

ZARAGOZA, 13 DE JUNIO

 

 

La cita se fijó en tal día como ése, a las dos de la tarde, en el restaurante Rogelio, sito en la calle de Eduardo Ibarra, frente al estadio de la Romareda, en Zaragoza. Y allá que nos fuimos el Editor y yo desde Madrid, a bordo del AVE.

Era Roldán quien había escogido el lugar de autos. Tenía que ser un sitio discreto, pues sería enojoso, si alguien nos reconocía, justificar la razón de aquel extraño almuerzo, compartido por dos personas tan dispares como lo éramos Luis y yo. No casábamos.

La editorial quería mantener en sordina el proyecto durante el mayor tiempo posible, aunque todos éramos conscientes de que, si la cosa cuajaba, no tardaría en aparecer algún periodista listillo que levantase la liebre. «Dragó y Roldán... —pensaría—. ¡Vaya par de dos!»

El propietario del restaurante y viejo amigo del ex director de la Guardia Civil nos saludó calurosamente. La cordialidad llevada al extremo es denominador común de los aragoneses. Supuse que Luis y él se habían conocido al arrimo del sagrado fuego del fútbol, al que nuestro hombre, acérrimo hincha del equipo de su ciudad, era aficionado de antigua data, según vine a saber más tarde.

Roldán aún no había llegado, pero lo hizo enseguida. El Editor, advertido por mí, ya estaba al tanto de que nos habíamos conocido pocos días antes, por causualidad, en el Teatro de los Gatos de Moscú. También le había mencionado, con una miaja de sorna, los restantes avisos.

—¡Hola, Luis! —dije—. Volvemos a encontrarnos. ¿Cómo están Pipón[14] y Tracy?

—Al cuidado de Natasha. ¿Y los tuyos?

—Al cuidado de Naoko.

—¿Habláis en cifra? —preguntó el Editor.

—Sería lo más indicado... —comenté—. Estamos jugando a guardias y ladrones, ¿no?

El amigo de Roldán nos condujo a un reservado en el que había una mesa bien aparejada y provista de contundentes aperitivos de cocina baturra.

—Aquí no os molestará nadie —dijo.

Sugirió unos cuantos platos, tomó nota de los que preferíamos y desapareció.

Unos sorbos de recio vino local nos ayudaron a entrar en materia. Roldán me informó de sus intenciones y condiciones, y yo le puse al tanto de las mías. El Editor callaba.

—No me comprometo a nada, Luis —expliqué—. Te adelanto que no me apetece escribir ese libro y que no estoy seguro de ser la persona indicada para hacerlo. Es un salto al vacío. Tengo setenta y seis años, casi cuarenta libros a mis espaldas, toda una vida dedicada, para bien o para mal, a la literatura y ninguna intención de sacar los pies de ese plato. Literatura, he dicho. La política no me interesa. No la sigo. Carezco de información sobre ella. Ni siquiera estoy muy al tanto de lo que a ti te pasó.

Tomé otro sorbo de vino.

—Sé que eres tú quien ha puesto sobre el tapete mi nombre y que la editorial lo ha aprobado. Os agradezco a ti y a ella la confianza, pero creo que hay escritores mucho más capacitados que yo para hacer frente a tan desagradecida empresa.

—¿Por qué desagradecida?

—Porque es un encargo. Porque no viene de dentro —me llevé la mano al corazón—, sino de fuera, y no la siento como mía.

El Editor intervino:

—Pero tú escribiste Muertes paralelas, que era la historia de un crimen. Investigaste a fondo durante varios años y lo reconstruiste al milímetro. Lo que te proponemos es algo similar...

—No, no lo es. El protagonista de esa novela era mi padre y los coprotagonistas éramos mi madre y yo. ¿Dónde está la semejanza? Pero dejemos eso, que no va a llevarnos a ninguna parte, y hablemos de lo que nos ha traído hasta aquí.

—Tú tienes la palabra.

Miré a Roldán...

—Quiero que tengas presentes dos cosas, Luis, para que no haya malentendidos. Primera: no voy a bailarte el agua. Si después de revisar la documentación y estudiar el asunto llego a la conclusión de que eres un hijo de puta, lo diré.

—Basta con que respetes a mi familia. De mí puedes decir lo que quieras.

—¿Por qué no iba a respetarla? Nada tengo contra ella. Nada tengo tampoco contra ti. Estoy en blanco, Luis, sin apriorismos. No me fío de lo que escriben los periodistas, ni de lo que dictaminan los jueces, ni de lo que charlotean los políticos. Los tendré, si acaso, después de hablar contigo a fondo...

—Estoy a tu disposición.

—... y de repasar los papeles que vas a entregarme.

—Serán muchos. Por cierto: te he traído algo.

Colocó sobre la mesa un maletín Samsonite, lo abrió y sacó de él un grueso fajo de folios —luego supe que había alrededor de cuatrocientos— unidos por una espiral.

—¡Menudo tocho! ¿Qué es?

—Una especie de memorándum, escrito a borbotones, en el que repaso mi vida, mi trayectoria política, mi fuga, la cárcel y todo lo demás. No sé por qué me metí en el fregado de escribirlo. Me dio por ahí. No tenía gran cosa que hacer en aquella época.

—¿Cuándo?

—Hacia el 2005. Cuando aún dormía en el Centro de Reinserción Social.

—Me será muy útil.

—Seguro que sí, pero no lo pierdas. Trabajé duro.

El Editor terció...

—No te preocupes. Sacaremos una copia y te devolveremos el original.

Luego se volvió hacia mí:

—Me lo llevo. En un par de días lo tendrás.

—De acuerdo. Segunda advertencia: no voy a escribir una crónica periodística. Eso ya lo han hecho muchos otros. No me interesan los entresijos de la corrupción ni los trapos sucios de la política. Para airearlos basta y sobra con la prensa. Han pasado, además, veinte años desde que empezó tu aventura, Luis, y tu desventura, y hay toda una generación de lectores que nada saben de ellas ni de quienes intervinieron. Lo que yo querría y, quizá, podría escribir es una novela de no ficción, como lo fue la del asesinato de mi padre, en la que contaré la historia moral de un crimen o de una serie de crímenes, el proceso psicológico en el que a consecuencia de ellos se vio sumergido el criminal y la concatenación de circunstancias delictivas que concurren, voluntaria o involuntariamente, en el ejercicio del poder.

—Tú eres el autor, Fernando. Tú mandas.

—He dicho novela, Luis, y lo recalco. O sea: literatura, no periodismo. Tendré que inventar cosas, tendré que rellenar huecos, tendré que dar carrete a las suposiciones y tendré que pasar por alto los tejemanejes políticos, administrativos y judiciales, aunque supongo que será inevitable aludir, de pasada, a ellos.

El Editor esbozó un gesto de protesta, enseguida sofocado, y metió baza.

—No exageres. Bien está ignorar lo que ya se sabe, por olvidado que esté, pero ¿y si Luis revela cosas importantes que hasta ahora no se hayan dicho?

—¿Te refieres a tirar de la manta de verdad y no sólo a medias, como en su día, amagando y retrocediendo, hizo? Eso era la artimaña del calamar: envolverse en una nube de tinta. En todo caso, está por ver, y si está por ver, ya lo veremos.

La conversación se prolongó hasta las cuatro y media de la tarde. Larga fue la sobremesa. Roldán prometió que me daría toda clase de facilidades, sin esconderme nada. Quedamos en vernos un par de meses después. En ese intervalo revisaría yo la documentación disponible y resolvería el dilema de si aceptaba o no tan incómodo encargo.

El Editor y yo nos despedimos de Luis y del campechano dueño del restaurante, cogimos un taxi y nos apeamos en la estación local del AVE: un monstruo grisáceo de hormigón armado que el cierzo azota en invierno y el bochorno aplasta en verano. Rara vez en mi vida he visto un lugar tan inhóspito. ¡Que la Virgen del Pilar perdone al arquitecto que lo diseñó!

Regresé a Madrid. El Editor se fue a Barcelona cargado con el mamotreto de Roldán. Antes de que los andenes nos separasen, y aún en el vestíbulo de la estación, cambiamos impresiones acerca de lo que habíamos escuchado...

—¿Escuchar? —dije—. Eso corrió de nuestra cuenta, porque Roldán no escucha. Lo suyo es un monólogo. Sólo se oye a sí mismo. No sé si te has fijado.

—¿Harás el libro?

—No puedo responder a esa pregunta.

—Dínoslo en cuanto lo sepas. —Descuida.

Su tren salió primero. Yo me senté en un banco y, mientras aguardaba la aparición del mío, me puse a devanar la madeja.

Roldán, pensé, no parecía un delincuente.

Eso me inquietó. ¿Empezaba, acaso, a ser víctima del famoso síndrome de Estocolmo? ¿Tan pronto? ¿Terminaría convirtiendo en héroe a un villano? ¿Escribiría la historia de un crimen carente de criminal?

El Editor ya me había avisado al respecto. Los dos éramos conscientes de que ese peligro me acechaba.

Apreté los labios en un gesto de enojo. ¿Correr el albur o no correrlo? ¡Maldita sea! ¡Con lo feliz que estaba yo escribiendo, tan pancho, mis Memorias! ¿A qué ton meterme en corral ajeno?

Pero era precisamente esa incertidumbre —la de probar a hacer algo que jamás había hecho— lo que me tentaba, aunque también me asustaba.

En mi primera experiencia carcelaria, cincuenta y dos años atrás, había leído una novela de Steinbeck titulada In dubious battle. Era ese título una cita de El paraíso perdido, de Milton. Así definía el poeta inglés, con metáfora certera, la eterna confrontación entre el Bien y el Mal. El responsable de la versión española lo había traducido como En lucha incierta.

Se me vino a las mientes ese libro, y esa pugna, mientras permanecía sentado en el banco de la antipática estación de Zaragoza a la espera de que mi tren llegase. Encrucijadas de la memoria, ese ordenador que corta, copia y pega como le da la gana. Así, en lucha incierta, forcejeando con el fiel de la balanza que pesa el querer, el deber y el poder, y reflexionando sobre lo que Hannah Arendt llamó «la trivialidad del mal»,[15] me encontraba yo.

El descubrimiento, corroborado luego en Castilfrío, Zaragoza y París, de que Roldán, sordo por sus años de cautiverio para el resto del mundo y sumido en un eterno soliloquio, sólo se escucha a sí mismo, lejos de preocuparme, me alentaba. Al fin y al cabo, si yo aceptaba el envite, de lo que en el curso de éste se trataba no era de que el criminal me escuchase a mí, sino de que yo escuchase al criminal y escuchara, sobre todo, lo que el criminal decía a su conciencia y ésta le respondía al hilo del interminable soliloquio que había empezado, supuse, cuando el 29 de abril de 1994 aquel reyezuelo destronado emprendió la fuga y renunció al más alto don del hombre, según Cervantes: la libertad.

Llegó el tren, subí a él y me puse en marcha.

¿De verdad lo hice o era también lo mío una huida?

 

 

Unos meses después, camino de Dublín, leería en el avión la novela de Benjamín Prado Ajuste de cuentas.[16] Lo hice con cierto sobresalto, porque se trataba de una empresa similar a la mía, aunque el protagonista no fuese Luis Roldán, sino Mario Conde, agazapado bajo el nom de guerre de Martín Duque.

«¡Vaya! —pensé—. ¡El fuguilla de Benjamín, que corre como una liebre, se me adelanta!»

¡Y tanto! Véase, por si cupiera duda, lo que sigue...

«¿Por qué no vas a poder escribir tú una buena novela a sueldo? —me decía para darme ánimos—. Virgilio hizo la Eneida porque se lo mandó el emperador Augusto. Los autores del Siglo de Oro vendían sus comedias a la carta, lo mismo que hicieron Victor Hugo con El jorobado de Notre Dame, Conan Doyle con El perro de los Baskerville y Oscar Wilde con El retrato de Dorian Gray. ¿Y qué me dices de Charles Dickens, que publicaba sus obras por entregas y hacía cambios en el argumento según las reacciones que tuviese el público al leer el capítulo de la semana anterior? ¿Es que eso le importa a alguien? No, sólo nos importan David Copperfield, Grandes esperanzas y Oliver Twist [...]. Supongo que no hará falta explicarte que por encargo no es lo mismo que al dictado[17]

 

 

Acabé Ajuste de cuentas en el hotel de Dublín y mi sobresalto se trocó en alivio. No era verdad, como sostenía El Mundo en una reseña, que los ajusticiados por el novelista fuesen, además de Mario Conde —el banquero guapetón y engominado que subió a los cielos para bajar después a los infiernos—, Luis Roldán y los demás fantasmones de la Santa Compaña de la corrupción. El autor sólo se refería al primero, aunque el telón de fondo del relato fuera lo que el propio Benjamín llama «los años del lodo». ¿Debería aclarar que se refiere a los del felipismo?

Suspiré, me fui a una cervecería y seguí braceando a solas.

 

 

 

MADRID Y CASTILFRÍO DE LA SIERRA (SORIA), 14 DE JUNIO A 23 DE AGOSTO

 

 

Días, semanas, meses dedicados a la investigación...

Nada más llegar a Madrid puse al tanto a Javi, mi ayudante,[18] del brete en el que me encontraba. Me dio ánimos. No los tenía, pero fui haciendo acopio de ellos. No era tarea fácil. Estaba desmotivado y desmoralizado.

El Editor me hizo llegar la transcripción del mamotreto de Roldán acompañado por el libro —Paesa: El Espía de las Mil Caras— que el periodista alicantino Manuel Cerdán había publicado en enero de 2006. Se trataba de un excelente trabajo de investigación y narración que en América habría ganado el Pulitzer. Pero Manolo es español. ¡Perra suerte!

Me abalancé sobre el libro, lo devoré, lo subrayé, lo jaloné con lengüetas de colorines y me vine abajo. Allí estaba todo. ¿Qué diablos iba a contar yo que mi colega no hubiese contado ya?

Y eso que el protagonista de su documentadísimo relato, que se lee como una novela de espías, agentes especiales, testaferros, timadores, vividores y rasputines, no es Roldán, sino Paesa, que no sólo tenía mil caras, como dice el título, sino una tonelada de conchas de tortuga en su caparazón. Otro ejemplo, por cierto, del nemo propheta in patria, porque ese pájaro de cuenta, si no hubiese tenido el mal fario de nacer en el madrileño barrio de Chamberí, sería tan célebre como Mata Hari.

Para entonces ya había hojeado yo, sólo por encima, posponiendo una lectura más detallada, el confuso memorándum de Roldán... De ahí mi decepción y desmoronamiento, que culminaron en un ataque de relativa cólera.

Por encima, digo, pero no tanto como para no reparar en la evidencia de que había en él muy pocas cosas, si es que había alguna, que no figurasen también, mejor contadas, en el libro de Cerdán y en el dossier de recortes de prensa que Javi había recopilado.

Leí también otros libros dedicados a Roldán, en particular, y a la corrupción de la hégira felipista, en general, que poco me aportaron, pese a su convincente documentación y a la solidez de sus argumentos, fuera de lo que al estricto ámbito de la política, el periodismo y la administración de justicia se refiere. Ya los cité.[19]

Hubo, además, otros títulos, que no merece la pena mencionar, pues no pude recoger en ellos ni un solo dato que me sirviera de inspiración ni de consuelo.

Salí descorazonado, como digo, de todas esas lecturas, que me ponían la cabeza como si girase en ella una Thermomix, y especialmente de la del largo reportaje que Cerdán dedicó a Paesa.

Pero no sólo con la moral por los suelos, como expliqué al Editor («aquí no hay libro», le dije), sino, por añadidura, furioso. Un día, malo, malísimo, cogí el teléfono con rabia y llamé a Roldán. Estábamos ya a finales de julio.

—Me has engañado, Luis —le solté—. En tu memorial no añades prácticamente nada a lo que es de dominio público. Podías haberte ahorrado el trabajo y haberme ahorrado a mí el tiempo que he perdido y, de paso, la sensación de ser un gilipollas. Tiro la toalla...

Primera crisis... ¡Y eso que aún no había puesto manos a la obra!

Envié un correo al Editor, que, alarmado —no sé por qué estaba tan convencido de que teníamos al alcance de la mano eso que en la jerga de los libreros llaman un «superventas», pues yo nunca, en principio, compraría un libro sobre Roldán, así fuera su autor el mismísimo Graham Greene—, vino otra vez a Madrid desde Barcelona sólo para calmarme.

—¿Y si fuese tu admirado Koestler o tu no menos admirado Truman Capote quienes firmaran la novela? Entonces, ¿qué? ¿La leerías o te fumarías un puro en un tendido de Las Ventas?

—Yo no fumo, chato.

Pero reconozco que el argumento me hizo mella.

El Editor, consciente de que me tambaleaba, asestó otro derechazo.

—¡Pues escribe El cero y el infinito o A sangre fría, coño, que ya va siendo hora!

—Sí, hombre. Y, ya puesto, ¿por qué no Crimen y castigo?

—Es una idea...

Lo era. Si un escritor no raya alto, aunque luego se pegue una costalada, más vale que cambie de oficio.

En el mismo instante en que cité, por pura rabieta, ese libro de Dostoievski, comprendí que había dado con el subtítulo de la novela de Raskolnikov, digo, de Roldán.

Subtítulo, aclaro, porque a esas alturas —tras más de un mes girando en el mismo cangilón de la misma noria— ya tenía yo más que decidido el título del libro. Sería el de la columna escrita en el Archipiélago de las Cuatro Mil Islas: La canción de Roldán. ¿Cuál, si no?

Me inquietaba la posibilidad de que esa alusión a la obra que inauguró la literatura francesa no dijese nada a los improbables lectores jóvenes, víctimas todos ellos de los planes de estudio del posfranquismo, pero ningún escritor que se precie debería tomar en consideración argumentos de esa laya. Quien piensa, al escribir, en los lectores escribe lo que éstos quieren leer y no lo que él desea escribir. El libro resultante no es suyo, sino del que lo compra.

Me tranquilicé un poco. Algo, aunque sólo fuera un título y un subtítulo —buenos, a mi juicio, ambos... Al Editor también se lo parecieron—, tenía ya en lo que hincar la pluma para hacer estribo y palanca. Hay en la historia de la literatura títulos (muchos) que surgen al ir escribiendo un libro, pero también hay libros (pocos) que nacen cuando al autor se le ocurre un título que le agrada y no quiere desperdiciarlo.

—Está bien —dije—. Hablaré con Luis, lo interrogaré a fondo, le apretaré las tuercas, le buscaré las cosquillas... A ver qué sale.

 

 

Habíamos concertado un encuentro en la aldea donde vivo o, más bien, donde vivía hasta que sobrevino la dichosa crisis económica, pues ya no tengo recursos suficientes para afrontar los gastos de la calefacción. Hace allí un frío que corta las partes pudendas durante más de ocho meses al año. No queda lejos de Zaragoza: alrededor de ciento treinta kilómetros.

Luis y Natasha llegaron a media mañana del día 23 de agosto. Lo hicieron con sigilo. Cabía la posibilidad de que algún mirón —en agosto, aquel pueblo, por lo general casi deshabitado, multiplica por diez el número de sus vecinos— reconociese a quien durante tanto tiempo había repiqueteado en todas las teles. El proyecto aún seguía siendo top secret, hasta el punto —excesivo, sin duda, por no decir ridículo, pero ¿a quién no le gusta jugar a detectives?— de que la editorial tomaba la precaución de enviarme en cifra sus correos.

Y yo, incapaz de forzar las cerraduras de aquel blindaje, tenía que recurrir a personas más avispadas en el manejo de la Red, con lo que el misterio dejaba de serlo.

Les enseñé mi casa y les presenté, uno por uno, a mis cinco gatos: Teseo, Sensei, Susto, Damisela y Bufanda. Miembros, todos, de la familia.

Nos instalamos en el salón. Naoko trajo una jarra de agua fresca, sólo fresca, sin cubitos de hielo ni frío artificial. No querían nada mejor (o peor, según se mire: un café, un refresco, una copa...). Puse en marcha la única grabadora, muy pequeña y del año de la polca, que encontré, de milagro, revolviendo cajones, en un escondrijo de mi escritorio. Es ya muy difícil dar con cintas para esos aparatos. Tuve que comprar media docena en un chino de Soria capital. ¡Si no fuese por los súbditos de Mao, que sigue tan vivo, después de muerto, como el Cid frente a los moros, España (y el resto del mundo) echaría el cierre!

Un par de días antes, por si acaso, había pedido a Luis que se trajera unas cuantas. Supuse que en Zaragoza sería más fácil encontrarlas, y acerté. Vino con ellas y, por más esfuerzos que hice, se negó a cobrármelas. Su amabilidad, que fue poniéndose de manifiesto en otros muchos detalles, y no digamos la de su cónyuge, sorprendió gratamente a la mía, que no terminaba de acostumbrarse, como japonesa que es, a la aspereza de trato de los españoles.

Soy de la era pretecnológica. Me llevo fatal con los artilugios electrónicos. Me enteré ese día de que los móviles sirven para grabar, pero tan sofisticadas virguerías no están a mi alcance. Tras no pocos intentos conseguí que mi diminuto magnetófono ronroneara y se pusiera a girar.

Un, dos, tres... Grabando, grabando.

—23 de agosto —dije—, viernes, doce del mediodía, salón de la casa de Castilfrío, primera charla con Roldán...

No era del todo cierto, pero ninguna de las dos mantenidas con anterioridad en Moscú y en Zaragoza había sido grabada.

—¿Ni siquiera es tuyo el piso en el que vives?

Así arranca la conversación. Raro. Es un comienzo demasiado abrupto. Probablemente borré las primeras frases o quizá no llegué a registrarlas. Ya he dicho que la tecnología y yo no hacemos buenas migas.

—No.

—Entonces está alquilada...

—Tampoco. Era de mis padres, que la compraron en los años sesenta. Yo, que soy hijo único, la heredé, pero al montarse el follón la embargaron. Luego la recuperó mi madre y la cedió a sus dos nietos pequeños.

—A tus hijos.

—A los que tuve con Clara, mi segunda mujer, porque hay otro de mi primer matrimonio. Son dos: uno de diecinueve años y otro de catorce. El piso, como digo, está a su nombre, porque, de no ser así, me lo quitarían. No es gran cosa. Un apartamento de pocos metros cuadrados y sin pretensiones.

 

 

Lo transcrito es un botón de muestra. A partir de él fue desanillándose la conversación como si lentamente recuperasen su actividad los músculos entumecidos de un reptil en letargo. Los recuerdos de Roldán se habían congelado al salir de la cárcel y su memoria era como un baúl polvoriento olvidado en el desván. Gajes del cautiverio. Diez años de soledad casi absoluta noquean a cualquiera y agarrotan la lengua del más pintado. Yo, en aquella conversación, y en las que la sucederían, hice, por una parte, de policía duro que obliga al sospechoso a vomitar lo que esconde y, por otra, de príncipe amigo que intenta despertar a la bella durmiente.

Luis, de vez en cuando, jadeaba y tosía un poco, no mucho. Era como si sus palabras salieran al exterior con dificultad desde el vientre de una botella de angosto cuello...

—¿Tienes algún problema pulmonar?

—Sí, de asma.

—¿Infantil?

—No. Adquirida. Empezó en la cárcel.

—Eso es psicosomático.

—Seguro. Y también por las alergias. Dispongo de un buen surtido y de una rinitis crónica bastante molesta.

—¿Qué otros achaques, si los hay, te dejó tu paso por la cárcel?

—¡Uf! La tira. Te enumero: gastritis, dermatitis, artritis, artrosis, pérdida de visión, dispepsia ulcerosa, ansiedad, uveítis repetitiva en el ojo izquierdo...

—¿Uveítis? ¿Qué es eso?

—Exceso de presión intraocular.

—¡Pues sí que estás bueno! Me dijiste en Zaragoza, si no recuerdo mal, que te tiembla la mano y se te descama la piel.

—Las dos cosas son ciertas.

—Y explicaste que el temblor, al principio, era intermitente, pero que ahora es continuo.

—Sí, sí... Mira esta mano: la derecha. Me tiembla siempre. La izquierda, no tanto.

—¿Eso también empezó en la cárcel?

—Sí.

—¿Sabes a qué obedece? ¿Te lo han diagnosticado?

—No. No lo sé. El médico no se pronuncia. Será de origen nervioso. No parece que tenga párkinson.

—¿Y la descamación?

—Podría ser cosa de la edad, como las manchas solares, o debido a una ligera psoriasis que se manifestó en la cárcel. Dicen que es una enfermedad genética y, por ello, hereditaria, pero yo, en mi familia, no sé de nadie que la padezca o la haya padecido.

—¿Dónde la tienes? ¿En los codos?

—Sí, en los codos. De vez en cuando me salen ahí unas burbujitas, se enrojece la piel, se pone dura, se seca y...

—Psoriasis. Diagnóstico seguro. Una enfermedad misteriosa que trae de cabeza a los dermatólogos. No dan con la cura, pero yo que tú probaría con el Serumdal.

—¿Y eso qué es?

—Extracto de crisálida de gusano de seda. Lo elabora un amigo mío en Murcia y lo vende mi mujer por Internet. Le diré que te regale un frasco.

«¡Lo que me faltaba! —pensé—. ¡El síndrome de Estocolmo cerniéndose sobre mí y encima me pongo a darle consejos sanitarios!»

A las dos y media interrumpimos la conversación para comer. Luisa, una señora del pueblo, que ayuda, de tarde en tarde, a Naoko en los trajines domésticos, andaba por allí, yendo de la cocina a la mesa, de la mesa a la cocina...

Cuando Roldán y su mujer regresaron a Zaragoza después del almuerzo y de otras tres horas de grabación, en las que no hubo grandes revelaciones, pero que me fueron útiles para ir despojando a mi interlocutor de falsas etiquetas y permitiendo que aflorara la persona real a la que yo debería convertir en personaje de novela, pregunté a Luisa:

—¿Sabes para quién has cocinado? ¿Lo has reconocido?

Me miró con sorpresa.

—Pues la verdad es que no.

—Mejor así.

—¿Tendría que saberlo? ¿Es alguien famoso?

—Lo fue. Y mucho. Pero ha venido de incógnito. No te digo quién es. Ya te enterarás.

Metí las cintas en un sobre para enviarlas a la editorial con objeto de que las transcribieran. Se habían comprometido a hacerlo, pero estábamos en agosto. Tardarían en devolvérmelas, supuse, y así fue.

A finales de septiembre recibí —en cifra, claro...— un archivo electrónico. Javi atinó a abrirlo con no sé qué diabólica palanqueta informática. En el ínterin, olvidándome de Roldán, había prestado atención a asuntos más acordes con mi carácter: el segundo volumen de mis Memorias, una escapada —ostras, vinos, quesos, toros— al sur de Francia, la Feria de la Vendimia en Nimes y, sobre todo, el nacimiento de mi último hijo, que fue sonado y me induciría, en los meses sucesivos, a escribir un libro anterior a éste.[20]

Y, como digo, por higiene psicológica, me olvidé de Roldán, de Paesa, de Belloch, de los corruptos, de los espías, de los políticos, de la perduta gente... ¡Qué alivio! «No le prestes atención, mírala y pasa de largo», decía Virgilio a Dante en La divina comedia. Durante un par de meses, con una breve interrupción, seguiría yo ese consejo.

Pero no hay plazo que no se cumpla. De nada sirve huir de Bagdad, como aquel caballero de Las mil y una noches, cuando la Muerte te espera en Samarra.

 

 

 

ZARAGOZA, 28, 29 Y 30 DE SEPTIEMBRE

 

 

Roldán, en su visita a Castilfrío, no trajo la documentación prometida.

—Aún estoy recopilándola —explicó—. Ya te dije que es copiosa y que la tenía traspapelada. No la he mirado desde que salí de Brieva.[21] Te la entregaré cuando vengas a Zaragoza.

Lo hice. Fui desde Madrid, acompañado por Javi. No me fiaba de mi grabadora de la Edad de los Metales ni de mi capacidad para manejarla. Recurriría a ella —¡qué remedio!—, pero mi ayudante recogería simultáneamente la conversación, que esa vez iba a ser larga, con su móvil, mucho más moderno que el mío. Quería ir sobre seguro. ¡Sólo faltaba, con lo que me aburría aquello, que me viese obligado a repetir el interrogatorio y a escuchar por segunda vez todo lo que a Roldán le apeteciera contarme!

Había preparado minuciosamente el cuestionario sobre la falsilla de lo leído y oído en los tres meses anteriores. En él figuraban no menos de cien preguntas. Soy muy puñetero.

Era viernes. De lo que en ese fin de semana sucediera dependía mi decisión. No podía posponerla. Llevaba ya demasiado tiempo cabeceando frente a ella como el burro del filósofo Buridán ante sus dos montones de heno. El Editor, si no le daba una respuesta definitiva, tenía todo el derecho del mundo a enviarme a tomar por donde la espalda deja de serlo.

¿He dicho que ya no podía posponerla? ¿De veras?

Sí, lo he dicho.

Sin embargo, después de salir en tromba, como inicialmente me había pedido el Editor, y de mantener la velocidad de crucero durante cuatro meses, la pospuse... No es cosa de contarlo aún. El Maligno acechaba. Ya se verá cómo, cuándo, dónde y por qué.

 

 

Era viernes, decía... Javi y yo nos instalamos en un hotelucho céntrico, pero barato, cuyas habitaciones tenían más de zulo que de dormitorios, y esa misma tarde visitamos a Roldán en su domicilio.

Cubrimos el trayecto, que no era largo, a pie. La avenida del Tenor Fleta sale del paseo de Sagasta. Es moderna, ancha, fea, carente de personalidad y víctima de la cementitis que devastó España en los años del desarrollismo franquista y terminó de cargársela, a impulsos del llamado boom de la construcción, durante el espejismo de prosperidad sufrido en la democracia. Sus edificios son altos y monótonos. Corre en paralelo a un parque que tampoco parece gran cosa y en el que ni se nos pasó por la cabeza entrar. No era una exploración apetecible. Hacía frío. Se puso a chispear. Apretamos el paso...

El apartamento de Roldán era tan minúsculo —no tendría más de sesenta metros... Setenta, como mucho— y tan humilde como su inquilino me lo había descrito, pero estaba cuidado con primor. Se notaba la mano delicada, firme y competente de una mujer de las de antes. Natasha, como iría comprobando en las jornadas y los meses sucesivos, aunque ya me lo malicié el día en que gracias a una troupe de gatos la conocí, había sido y seguía siendo una bendición para aquel macilento ex presidiario que sin su cariño, su abnegación y su ayuda nunca habría levantado cabeza después de salir de la cárcel convertido en un despojo casi infrahumano.

Lo primero que vi en aquel apartamento, después de quitarnos los zapatos en su vestíbulo mientras el níveo y augusto gatazo Pipón —yo, a la pata coja y tambaleándome— se restregaba contra el único de mis tobillos afianzado en el suelo y ponía en apuros mi ya de por sí dudosa estabilidad, fue una foto de Juan Carlos I apoyada en una mesita, recortada contra un lienzo de muro pintado al gotelé y enmarcada en plata de barroca orfebrería. A su lado, con las piernas cruzadas sobre el borde de la mesa, una cursi y, probablemente, falsa figurita de Lladró. Al pie de la efigie del monarca había una dedicatoria: «A Luis Roldán Ibáñez, con el afecto de Juan Carlos». Y una fecha, que no apunté,[22] pero que se remontaba, obviamente, a los años de dolce vita y esplendor en la hierba. Prisiones, Fabio, son las esperanzas cortesanas do el ambicioso muere.

En otros rincones de la casa vería luego más fotos de relumbrón, aparte de las de sus seres queridos. Una de quien entonces aún era Príncipe —«Para Luis Roldán Ibáñez, con todo mi afecto»— y dos en las que se veía a mi anfitrión acompañado por otro Felipe, menos principesco, pero, en sus días de gloria, aún más poderoso. Tanto como para haber respaldado muchos años atrás, a propuesta del ministro Barrionuevo, que también terminaría entre barrotes, el nombramiento de Roldán al frente de la Benemérita.

En una de esas fotos paseaban los dos, relajados y descorbatados, bajo las frondas de un jardín umbrío; en la otra, ya con corbata, volvían al unísono la vista, como un solo hombre, hacia la izquierda.

También vi un diploma, colgado de la pared, por el que Juan Carlos I, rey de España, concedía al Excelentísimo Señor don Luis Roldán Ibáñez la Gran Cruz de no sé qué...

La gata Tracy, de pelo marrón y jaspe, no tardó mucho en incorporarse a la reunión. Ya éramos cinco, incluyendo a Natasha y a Javi.

Todo estaba limpio, bruñido y ordenado, sin una mota de polvo ni una desportilladura, todo encajaba —un lugar para cada cosa y una cosa para cada lugar, como aconseja la Biblia—, en todo se apreciaba un amor al detalle y una voluntad de perfección que rara vez están al alcance de los varones desparejados y, casi siempre, en ese trance de soledad, desastrados.

Imaginé cómo estaría tan pulcro cubil sin la constante presencia de Natasha, confiados los muebles, los electrodomésticos, la utillería, la bañera, la colada, la compra y el ritmo de la vida a aquel Roldán que pasó seis meses en su primer apartamento de París, tras la fuga, sin cambiar las sábanas entre las que dormía —lo hizo, a decir verdad, una sola vez—, y que en Brieva, durante la fase álgida de su depresión, cuando pensó en el suicidio y a punto estuvo de dar ese paso, dejó de ducharse, de afeitarse, de ponerse ropa limpia, de comer, de hablar, de forcejear con los jueces, de salir al patio...

Yo sabía ya de todo ello por la charla mantenida en Castilfrío, la lectura del memorándum y la del libro de Cerdán, pero no se me ocultaba la insalvable anchura del trecho que separa lo pintado de lo vivo... Y era precisamente a lo vivo a lo que yo quería remontarme desde lo pintado en el curso de aquella visita y de las que el futuro pudiera depararme.

Aquel libro, pensé a modo de consuelo, me obligaría a recorrer los escenarios de París en los que mi antihéroe vivió como el conde de Montecristo, el aeropuerto de Bangkok en el que se entregó como un pardillo a los sicarios de Belloch, la cárcel de Brieva en una de cuyas dependencias se encontraba el módulo de aislamiento que durante diez años fue su domicilio y, seguramente, Moscú, de nuevo, para ver cómo se las apañaba allí aquel zaragozano unido a una dama rusa que parecía salida de los salones palaciegos de Guerra y paz.

Eso, como mínimo, si no se me ocurrían otras singladuras, calculé con exceso de optimismo, pues tan novelesca localización de exteriores (y de interiores) era lo único que me atraía en la absurda tarea que me había impuesto.

¡Lástima, me dije, que Roldán nunca llegase a Laos, porque recorrer con una lupa y la cachimba de Sherlock Holmes el aeropuerto de Bangkok, que conozco como el pasillo de mi casa, era —reconocí con pesadumbre— completamente innecesario!

Así estaba mi ánimo. También yo, como el Editor, empezaba a jugar a detective. ¿Quién no lleva un niño dentro?

 

 

Ya he dicho que Pipón y Tracy —gatos gordos, gatos peludos, gatos de emperatriz de Persia... No como los míos, que son plebeyos— salieron a saludarnos y a frotarse entre ronroneos contra nuestras perneras.

Les hice unos cuantos arrumacos, nos enseñaron la casa, Javi se aplicó a fotografiarla y los tres nos instalamos en el salón, al arrimo de la grabadora, mientras Natasha atendía a sus labores domésticas.

Faltaba poco para que anocheciese. Disponíamos de un par de horas, como mucho, pero teníamos por delante todo el sábado, de sol a sol, y la mañana del domingo.

Decidí, como homenaje a la señora de la casa y en vista de la evidencia de que todo funcionaba allí al compás de su batuta, dar comienzo a nuestra conversación por lo relativo a ella...

—¿Cómo la conociste?

—Por Internet.

—¿Tenías ordenador en la cárcel?

—Durante mucho tiempo no lo tuve, pero en el último tramo de la condena me dieron permiso para tener uno. Sin conexión a la Red, claro. Lo autorizaron para que atendiera a mis estudios. Me había matriculado en Políticas.

—¿Y móvil?

—No. Sólo podía utilizar el teléfono de los funcionarios. Al principio me dejaban hacer dos llamadas semanales. Luego cambió el reglamento penitenciario y lo subieron a cinco.

—¿Para todo el mundo?

—Sí, sí. No había excepciones, a no ser que estuvieras incomunicado por decisión del juez o castigado por cualquier pirula que hubieses hecho.

—Y ese teléfono, ¿dónde estaba?

—Delante del cuarto de los policías, entre los dos rastrillos.

—Querrás decir funcionarios.

—No, no, policías, puestos allí por Belloch y mantenidos luego por quienes, ya con el PP, heredaron la cartera de Interior.

—Mayor Oreja, Rajoy y Acebes, por ese orden, si no recuerdo mal.

—Tres eran tres... Todos iguales en lo que a mí respecta. Me dieron el mismo trato.

—Si estabas entre rejas, ¿para qué servían esos polis? ¿Para que no te escaparas?

—De allí era imposible escaparse. Sólo habría podido intentarlo cuando empecé a disfrutar de permisos de fin de semana.

—Supongo que durante esos permisos no se quedaban vigilando una celda vacía.

—No, claro. Se venían conmigo.

—Reitero la pregunta: si no era para evitar tu fuga, ¿qué diablos pintaban allí?

—Para protegerme. Ésa era la explicación oficial.

—¿Protegerte? ¿De quién y de qué? ¿Corrías peligro?

—ETA quería liquidarme. Pillaron documentos en los que se hablaba de mí. En ellos aparecían mis señas de Zaragoza y descripciones del portal. En la cárcel de Brieva, para complicar las cosas, estaban detenidas muchas etarras, que me insultaban desde el patio.

—Y tú las oías.

—Con la misma claridad con la que te estoy oyendo a ti. También me insultaban, desde fuera, los familiares y amigos que venían a visitarlas.

—¡Pues vaya plan!

—Y tú que lo digas. Pero a todo se acostumbra uno. Al cabo de cierto tiempo ya las oía como quien oye llover.

—¿Qué tipo de insultos te dirigían?

—«¡Terrorista! ¡Ya saldrás, ya!» Y cosas así.

—¿Cabía la posibilidad de que las etarras pasaran de su patio al tuyo?

—No. La tapia de separación era muy alta y estaba rematada por concertinas.

—¿Como las de la famosa valla de Melilla?

—Algo así.

—¿Cuántos policías te pusieron?

—Al principio había ocho. Belloch estaba obsesionado con la idea de que sus enemigos pudiesen atentar contra mi vida. Durante las primeras semanas hubo, incluso, geos, y entonces la cifra subió a once. Después, poco a poco, se redujo el destacamento. Al final sólo quedaban dos agentes.

—¿De uniforme?

—No, de paisano.

—¿A qué clase de enemigos te referías hace un instante? ¿A los etarras o a la mano negra que quería liquidarte en París o donde estuvieras, aún fugado, en aquel momento?

—A los unos y a los otros, pero supongo que era la mano negra lo que más inquietaba a Belloch.

—El propietario de esa mano era, según éste...

—Rasputín.

—¿Rasputín?

—Dejémoslo así. No quiero querellas.

—¿Le habían puesto ese apodo?

—Se lo puse yo.

—¿Después de conocer a Natasha?

—No. Antes. Ten en cuenta que siempre me había interesado la cultura rusa.

—¿Creía Belloch que todo un ex vicepresidente del Gobierno podía llegar al extremo de enviar un comando a Brieva para zanjar de modo inapelable el asunto?

—Eso me dijo Paesa y eso dice Pedro Jota en uno de sus libros. Cerdán, si no recuerdo mal, pues hace mucho que leí el suyo, lo corrobora. Yo no puedo saber si es cierto o si fue una triquiñuela de Belloch para traerme a España o del propio Paesa para ponerme a buen recaudo y quedarse con todo. Las cosas estaban muy enconadas. La lucha por el poder era brutal... A cara de perro de presa.

—Ocho polis, Luis... ¡Qué barbaridad!, ¿no? Eso debía de costar un pastón.

—Que salía de tu bolsillo, majo, y del de todos los españoles. Calculo que el costo total de la broma fue de unos ciento cuarenta millones de pelas.

—En euros...

—Casi un millón. Y lo gordo es que todo aquel despliegue era absolutamente inútil.

—¿Aprobaba el director del centro ese despilfarro?

—Al principio, sí. Luego fue cambiando de opinión.

—¿Hiciste amistad con los polis?

—No mucha. El trato siempre fue superficial. Eran relaciones corteses, pero nunca pasaron de ahí. Ellos iban a su bola y yo a la mía. Un paripé. Eso sí: estaban encantados, por las dietas, y porque no tenían nada que hacer. De hecho, se pasaban el día jugando al mus y viendo partidos de fútbol.

—Vacaciones a cargo del contribuyente.

—Tal cual.

—No sé si lo he entendido bien, pero tengo la impresión de que mantuvieron el servicio de vigilancia hasta el mismo día en que cumpliste la condena...

—¡Qué va! Me lo quitaron mucho antes, en mayo de 2000, pero por otros motivos. Ese mes se celebró en Sevilla, creo recordar, una reunión de la OTAN, o algo parecido, necesitaban policías para cubrir el acto y alguien debió de pensar: «¡Coño! Pero si en Brieva hay ocho agentes que no sirven para nada. Pues nos los llevamos y aviado...».

—Ya.

—Lo apunté en mis diarios. Fue el día 24. Para entonces ya me había sugerido el director del centro, consciente de que todo aquel despliegue de vigilancia era una tontería, que presentara un escrito solicitando la anulación del servicio. Le contesté que, no habiéndolo pedido yo, carecía de sentido presentar una petición así y que no pensaba hacerlo. Los polis, además, como ya te he dicho, estaban encantados. ¡Si hasta les habían puesto piso!

—¿Piso? Pero ¿no vivían en el módulo?

—No, no, allí sólo prestaban servicio a razón de ocho horas al día por cabeza. En teoría podían pasar el resto del tiempo en Madrid o donde les pareciese, pero era mucho más cómodo para ellos y más barato para la Administración hacerlo en Ávila, que está a tiro de piedra. Por eso alquilaron el piso al que me refiero.

—¿Y después? ¿Volvieron a ponerte escolta? Te lo pregunto porque, según tengo entendido, en tus permisos la llevabas y luego, al instalarte en Zaragoza, en libertad relativa y vigilada, también. Me enredo, Luis.

—Te explico... En 2001 me concedieron el primer permiso y, efectivamente, pusieron un coche para mí, con un conductor y un policía, y otro, de escolta, que venía detrás, con dos agentes. Eso cambió a partir del segundo permiso. Íbamos todos, los polis y yo, en un solo coche, que me llevaba a Zaragoza o al lejano lugar donde estaba mi mujer con los niños, y me devolvía al punto de partida.

—A Brieva.

—Sí.

—¿Eran permisos de fin de semana?

—Más largos. Por lo general duraban seis días.

—¿Y siempre con los polis pegados a tu trasero?

—Cuando salía de casa, sí.

—¿Y si cogías, por ejemplo, un autobús?

—Según... A veces se subía uno de los agentes conmigo y a veces no, pero el coche, en ambos casos, iba detrás del autobús.

—¿Y si te metías en un restaurante?

—Nunca lo hice. Comía en casa.

—¿Para evitar que la gente se diese con el codo?

—En parte.

—¿Y ellos te esperaban en el portal?

—No. Les decía a qué hora pensaba salir y quedábamos.

—¿Y si te daba por ir al cine?

—Pues se venían.

—¿Y se sentaban en las butaca contiguas?

—A veces, pero casi siempre lo hacían en las de detrás.

—¿Y si entrabas en un bar para tomarte una caña o, qué sé yo, un café con churros?

—Se quedaban fuera, esperándome, o entraban. Algunas veces los invitaba yo y en otras ocasiones lo hacían ellos.

—¿Eso era todo?

—Eso era todo.

—¡Menudo coñazo!, ¿no?

—Pues así viven los altos cargos y así vivía yo cuando lo era, aunque a veces me las apañaba para dar esquinazo a los escoltas.

—Yo no lo soportaría ni veinticuatro horas.

—Porque no tienes madera de político.

—Volvamos a lo del teléfono. ¿Llamabas cuando querías?

—Sí, pero con su autorización. Ellos anotaban el número y, en teoría, tenían que escuchar la conversación, pero la verdad es que no lo hacían. De sobra sabes tú, que hiciste la mili y también has pasado por la cárcel, que la disciplina siempre se relaja.

—Total, que pediste un ordenador, te lo concedieron y... Pero ¿sabías utilizarlo?

—No. Fui aprendiendo poco a poco. Ni siquiera ahora me manejo bien con él. Lo justito para enviar correos, leer la prensa y buscar algún que otro dato.

—¿Cuándo te lo dieron?

—En 2001, al disfrutar de mi primer permiso.

—¿Y la autorización para meterte en Internet? Porque fue de ese modo, me dijiste, como Natasha entró en tu vida...

—Sí, sí, pero no me la dieron hasta 2005, después de la excarcelación.

—¿La conociste chateando?

—No exactamente. Te cuento...

 

 

Lo hizo. Empezó por explicarme que siempre le había interesado todo lo concerniente a la Unión Soviética y al bloque de países comunistas.

—Pero eso —dije— terminó con Gorbachov y la caída del Muro en 1989, más de tres lustros antes de que conocieses a Natasha.

—Ya, pero de ahí pasé a la Rusia poscomunista y un día, con la ayuda de un compañero de trabajo en la empresa de seguros que me contrató al conseguir la libertad provisional, busqué a través de Internet a alguien de ese país que chapurreara el español para poder intercambiar opiniones y así, de oca en oca, di con Natasha.

—Un golpe de suerte.

—En efecto. Ella, de niña, en el cole, había estudiado nuestra lengua y luego, al enviudar...

—¡Ah! ¡Es viuda! Pensé que era divorciada.

—No, no. Bueno, ahora ya no es ni lo uno ni lo otro, porque se casó conmigo.

—¿Cuándo lo hizo?

—En 2007, un par de años después de nuestro primer encuentro.

—Pero tú, si no me equivoco, aún tenías que pernoctar en el Centro de Reinserción de Zaragoza.

—Sí. Mi condena no había terminado. Dormía allí a diario, menos los fines de semana. Lo hice hasta 2010.

—Una especie de matrimonio interruptus...

—Puedes llamarlo así, pero ten en cuenta que durante las horas diurnas disfrutaba de libertad de movimientos.

—Con la escolta detrás.

—Hasta mayo de 2008, pero ya te expliqué que no me la habían puesto porque existiera riesgo de fuga, sino para protegerme de un posible atentado de ETA. Yo, como ex director general de la Guardia Civil, aún figuraba entre sus objetivos. Me la tenían jurada.

—Decías antes que Natasha, al enviudar...

—Empezó a ir al Instituto Cervantes de Moscú para perfeccionar su español. No te puedes ni imaginar cuánto le gustaba España. Nos tenía, y nos tiene, un cariño tremendo.

—Hay muchos rusos así. Es algo que siempre me ha llamado la atención. Existe una sintonía muy fuerte entre los dos países. Viene de antiguo. Utrilla es un buen ejemplo de ello. ¿Te acuerdas de él?

—Sí, claro. Tu amigo de Moscú. El émulo de Tolstói...

—¡Hombre! ¡Tanto como émulo! Pero sigamos con Natasha. ¿Cómo pasasteis del mundo virtual al real? ¿Tuvisteis una cita a ciegas? ¿A vuestra edad?

No se rió. Ni siquiera le arranqué una sonrisa. De hecho, nunca le había visto ni le vería después reír o sonreír. Estaba siempre triste o, por lo menos, lo parecía. Pensé que era otra secuela del cautiverio, como la psoriasis, el temblor de las manos, la rinitis, la dispepsia ulcerosa y las alergias.

—Ella había cogido la costumbre de venir a España tres veces al año. Una semana al comienzo de la primavera, otra en octubre, por aquí y por allá, y todo el mes de mayo en Madrid. Se había matriculado en una de esas academias para extranjeros en las que dan clases de español por la mañana y de cocina, cultura, turismo y cosas así por la tarde.

—Y fuisteis intimando...

—Sí.

—¿Sabía algo de ti?

—Muy poco. Le dije que vivía solo, en Zaragoza, y... Si te refieres a mi peripecia, nada de nada. Hablábamos de literatura, de pintura, de cine, de si la Navidad se celebraba así o asao y de mil tonterías. Y en eso, un día, me llamó por teléfono desde Barcelona, me dijo que iba a pasar por Zaragoza, camino de Madrid, y que podría hacer un alto de varias horas para conocerme.

—Lo típico.

—Total... Que quedamos en la estación de autobuses, la recogí, la invité a comer y le enseñé las pinturas de Goya en la Basílica del Pilar, la Aljafería y los tapices de la Seo. No hubo tiempo para más, pero ella se mostró entusiasmada por todo lo que veía. Sacó fotos y más fotos.

—¿Y no notaba nada raro?

—Sí, que iba con escolta o, por lo menos, con gente que me seguía, pero no preguntó la razón. Es muy discreta.

—¿Cuándo se enteró del pastel?

—Luego, ya de vuelta en Moscú. Se topó por casualidad, en Internet, con una encuesta que habían hecho en la Guardia Civil sobre cuál era el director general que más había hecho por el Cuerpo...

—Y saliste tú.

—No. Me quedé el segundo, pero con una valoración muy alta.

—A pesar de tus chanchullos y de tu criminalización pública. Es curioso, ¿no?

—Pues sí, pero la verdad es que, al no ser yo guardia civil, desembarqué en ella con menos prejuicios de los que habría tenido caso de pertenecer al cuerpo y pude modernizarla.

—¿Cómo?

—Pues de mil maneras, Fernando. Por ejemplo: incorporé a las mujeres.

—¿Antes de ti no las había?

—¡Claro que no! ¿Te parece poco?

—¿Y qué más hiciste?

—Creé los servicios marítimos y los de protección de la naturaleza, eliminé del Estado Mayor a los mandos del ejército de tierra y los sustituí por oficiales del Cuerpo, mejoré todos los medios técnicos incluyendo los del transporte, organicé los servicios centrales de información y de policía judicial, conseguí que el costo de los uniformes corriera a cargo de los presupuestos y no de los usuarios, adopté una ley disciplinaria propia en vez de aplicar, como se hacía hasta entonces, las normas del ejército...

—Para, para, Luis. No te embales.

Lo hacía. Se le notaba entusiasmado. No ocultaba el orgullo por tanto logro. Supuse que decía la verdad. Habría resultado muy fácil pillarle en un renuncio. No iba a correr ese riesgo. Su crédito a mis ojos, si mentía, se vendría abajo y, con él, la posibilidad de seguir adelante con el libro.

—En fin, mil cosas, Fernando. Mira, hace una semana, el domingo pasado se celebró aquí, en Zaragoza, una exposición para vender antigüedades y cosas viejas...

—Una almoneda.

—Sí, una especie de almoneda. Natasha y yo nos dejamos caer por allí, no para comprar nada, porque no nos sobra el dinero, sino para curiosear. Y al salir nos fuimos a un barcito a tomar un cortado y en eso se nos acercó un señor, nos saludó y se presentó como capitán de la Guardia Civil en la reserva. Charlamos un rato, me dijo que se alegraba de verme y añadió que todos los números con los que habla, cosa que al parecer hace a menudo, pues vive en la Casa Cuartel de Collado Villalba, opinan que yo soy el mejor director que han tenido, el que más se preocupó por las viviendas, el que por primera vez en la historia de la Guardia Civil corrió con los gastos del uniforme...

Volvía a embalarse, se repetía.

—Eso ya me lo has dicho.

—Tienes razón. Perdona.

Tuve el primer atisbo de algo que en lo sucesivo, una y otra vez, comprobaría: la vanidad era uno de sus talones de Aquiles. Peccata minuta, cierto, pues rara es la criatura humana que no incurre en ella, pero Roldán, a pesar de las humillaciones recibidas, la tenía en grado sumo. El padre jesuita que lo asistió y lo reconfortó en los duros años de Brieva, y con el que me entrevisté unos meses más tarde, me lo confirmaría. Llegó, incluso, a decirme que la destrucción de la fama de un hombre de por sí, en mayor o menor medida, vanidoso, y más aún si ha sido un triunfador, puede llevarlo al suicidio. Roldán, de hecho, sopesó tan drástica posibilidad. El Páter añadió que ese defecto, en circunstancias similares, también puede ser motivo de conversión. A quien todo lo ha tenido y todo lo ha perdido, le queda Dios. Ya hablaré de ello.

—Supongo que tú, cuando te nombraron director general de la Guardia Civil, no tenías ni la más mínima idea acerca de lo que era o dejaba de ser el Cuerpo.

—Nada, nada. No sabía dónde me estaba metiendo. Iba a ciegas.

—Como si me hubiesen nombrado a mí. Oye, ¿hay en la Guardia Civil retratos de los directores generales? ¿Se estila eso?

—Sí, sí, los hay.

—¿El tuyo también o lo han quitado?

—Parece ser que sigue allí, aunque en algún momento pensaron en retirarlo. Era un retrato espantoso. No puedes imaginar hasta qué punto. Cerdán lo publicó en un cuadernillo que sacó El Mundo en 1994, a raíz de todo el lío. Mejor sería que lo hubiesen tirado a la basura.

—Seguro que alguien lo rescataba del vertedero para venderlo en el Rastro.

—O en una de esas almonedas a las que tanto nos gusta ir...

Era un comentario ocurrente, pero ni por ésas sonrió al hacerlo. Su rostro, de por sí inexpresivo, permanecía tan inmóvil como lo estaba, por fuerza, en su retrato, que no era el de Dorian Gray. Aquel hombre llevaba sobre los hombros una mascarilla fúnebre. Era un zombi. Es el precio de la cárcel cuando se prolonga muchos años (y más aún si el preso está en régimen de aislamiento). Yo conocí en la de Carabanchel a algunas personas así.

La grabadora, manejada por Javi, recogió cuatro largas sesiones de conversación. Tiempo habrá para mencionar, sólo en parte, pues hubo en ellas mucha farfolla, su contenido. Estoy adelantándome al curso de los acontecimientos. Mejor será que me detenga y rebobine...

Luis, el último día de aquel segundo encuentro en Zaragoza, me entregó kilos y kilos de documentos. Salí de su casa con una maletita de ruedas llena a rebosar. Pesaba endiabladamente. Fue el sufrido Javi quien cargó con ella. Había fotos, cuadernos de notas, recortes de prensa, papeles del juzgado y de la cárcel, recursos, sentencias, cartas remitidas y recibidas, qué sé yo... Y, sobre todo, un material para mí precioso: el diario que Roldán fue escribiendo, obsesiva y minuciosamente, al hilo de su cautiverio.

—No vayas a perderlo —me advirtió al dármelo—. Es un gesto de confianza. Nunca se lo he prestado a nadie ni nadie, en consecuencia, lo ha leído. Tú eres el primero.

—¿Y Natasha?

—Natasha tampoco.

—Lo fotocopiaré enseguida, aunque para eso necesitaré varios días, porque es muy voluminoso, y te devolveré por correo el original.

—Mejor en mano, ¿no?

—Sí, mejor en mano. En España no puedes fiarte de las mensajerías.

—Ni de nadie.

—Así es, pero tú, en este momento, aunque apenas me conoces, te estás fiando de mí.

—No sabes hasta qué punto. Y lo digo no sólo por el compromiso de devolución, sino porque al leer los diarios vas a enterarte de muchas cosas íntimas que nadie, ni mi mujer, ni mis hijos, ni mis abogados, conoce.

No tardaría en comprobar que no exageraba. Aquellos cuadernos, escritos a mano con una caligrafía pulquérrima, aunque difícil de descifrar, fruto de infinitas horas de la niñez haciendo palotes, eran una radiografía.

No, no, mucho más que una radiografía. Eran una prueba de ADN, una secuencia genómica, una tomografía axial —miles y miles de folios— en la que se escenificaba cuanto había pensado, sentido y vivido en el módulo de aislamiento penitenciario de la prisión de Brieva el hombre que tenía delante y a cuento del cual me había comprometido, en un momento de irreflexión, a escribir nada menos que una novela de Dostoievski.

O de Koestler.

O de Truman Capote.

O de los tres.

La derrota estaba servida.

 

 

Era la segunda vez que volvía de Zaragoza a Madrid en el AVE. Recordé que en la primera, mientras aguardaba, sentadito en un banco de la adusta estación, a que llegase el tren, se me había venido a las mientes lo que sobre la «trivialidad del mal» había escrito la filósofa Hannah Arendt —alemana, judía, amante de Heidegger (al que se acusa de haber colaborado por omisión, no por comisión, con los nazis) y convertida, a causa de todo ello, en un amasijo de contradicciones— en el celebérrimo y controvertido texto que dedicó a la fraudulenta detención en Argentina y posterior ejecución en Israel del coronel de las SS y organizador de la logística de transportes en el Holocausto Adolf Eichmann.

Tiré de aquel hilo, mientras contemplaba en silencio, junto a Javi, absorto en la lectura, el paisaje que corría, desolado y fugaz, ante la ventanilla del convoy, y traté de averiguar en qué medida era posible aplicar las reflexiones de Hannah Arendt a las fechorías incruentas (y, por ello, de menor cuantía) de Luis Roldán.

Paralelismos entre el ex director de la Guardia Civil y el verdugo nazi, salvando las telúricas distancias que median entre los respectivos crímenes del uno y del otro, había a porrillo.

Los repasé...

Eichmann manifestó durante el juicio que el único móvil de sus actos había sido el deseo de hacer carrera y no mostró síntoma alguno de antisemitismo ni de deterioro mental. Seis loqueros analizaron su carácter, su cognición y su conducta sin detectar anomalías relevantes. Idéntico fue el diagnóstico en lo concerniente a Roldán, en cuyo psicograma no se apreciaron irregularidades, aunque sí tendencias depresivas que el cautiverio disparó. Eichmann, en suma, podía ser un asesino, pero no era un psicópata. De ahí que muchos malinterpretasen lo que Arendt había escrito y llegaran a la turbadora conclusión de que, a juicio de la filósofa, cualquier persona normal podía cometer, si la ocasión lo propiciaba, delitos espantosos.[23] Los de Roldán, en todo caso, y por si fuera poco, no lo eran.

Peter Malkin, el agente del Mossad que capitaneaba el grupo captor de Eichmann, abundaría en lo mismo al afirmar que, en su opinión, «lo más inquietante de éste es que no era un monstruo, sino un ser humano».

Muchos años después, sumándose a esa corriente de opinión, incluso un hombre tan ponderado en sus juicios como suele serlo Varga Llosa, escribió: «Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre excepcional, sino común y corriente. Lo que significa que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann».

O lo que viene a ser lo mismo: en un ser balbuceante, porque si el mal, a diferencia del bien —añade Arcadi Espada, de quien recojo la cita—,[24] puede e incluso suele ser superficial, tal como sugiere Hannah Arendt, la maldad se identificaría con el no pensar y, en consecuencia, todas las tropelías originadas por ella serían expresión y fruto de la idiocia.

Ya lo había dicho Shakespeare... Si Eichmann era un individuo del montón, un uomo qualunque, un pobre diablo, su versión de la Shoah sería «el cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada».

Lo inquietante de esa hipótesis, subliminalmente enquistada en el libro de Hannah Arendt, es —sigo con Arcadi— que el sintagma de la banalidad del mal ha desembocado en un lugar común de «asombrosa vitalidad periodística y en uno de los memes más habituales a la hora de narrar la crónica del crimen, desde el momento seminal en el que, frente a un huerto de alcachofas, la vecinita de enfrente declara con poderío que el descuartizador del piso de arriba era un hombre perfectamente normal».

Por cierto: ¿qué es un meme? ¿Qué tal si lo traduzco por memez? El sentido de la frase se mantiene. Vuelvo a ella.

Sí, claro, todos hemos visto una y mil veces esa memez, esa abominable banalität periodística, en los telediarios, pero el problema —concluye Arcadi— es que la viralidad de tan estúpido y, en apariencia, inofensivo comentario desborda las alcachofas.

Cualquier zopenco puede alcanzar ahora su minuto de gloria televisiva. Para ello le basta con cometer un crimen. Si yo fuese director de un informativo, prohibiría dar ese tipo de noticias.[25] Los medios de comunicación, para evitar que cunda el ejemplo, no deberían divulgarlas. Tampoco, en mi opinión, tendrían que dar cuenta de las hazañas del terrorismo. Eso —agitprop— es lo que los terroristas buscan.

No todo fue un camino de rosas en la extraordinaria repercusión y generalizado, aunque no unánime, elogio del libro de Hannah Arendt. Es el propio Arcadi Espada quien recuerda que el cineasta de origen judío Claude Lanzmann, director de un impactante documental, ha arremetido con palabras muy duras contra Hannah Arendt y su antropología de la maldad en su, hasta ahora, último trabajo cinematográfico.[26] En él, Benjamin Murmelstein, que presidió el Consejo Judío en la etapa postrera del campo de concentración de Theresienstadt, asegura que Eichmann fue «de todo, menos un aburrido burócrata: era un demonio violento, corrupto y muy astuto».[27]

En el curso del proceso se demostró que el acusado no brillaba por su inteligencia, lo que le había impedido concluir sus estudios en la enseñanza secundaria y en el ámbito de la formación profesional. El rubor, fruto de la vergüenza que sentía ante esa falta de instrucción, tiñó su rostro cuando en la vista oral se habló de ella.

Roldán, que también —como Eichmann en su día— adolece de un complejo de inferioridad motivado por la irrelevancia de sus estudios, se inventó y falsificó una inexistente titulación más o menos universitaria (la de Ingeniería Técnica, que inició y no terminó, y la de Ciencias Empresariales, en un centro privado), y luego, ya en presidio, se esforzó por eliminar ese borrón matriculándose en Políticas, preparándose compulsivamente, tal como se aprecia en sus diarios, para salir airoso de los exámenes y aprobándolos con notas más que aceptables, aunque interrumpió los estudios cuando le faltaban tres o cuatro asignaturas.

En ningún momento dejó traslucir Eichmann indicios de odio a sus víctimas, contra las que nada tenía, dijo, ni de sentimientos de culpa por las atrocidades perpetradas, pues, según repitió una y otra vez hasta la extenuación, se había limitado a realizar del mejor modo posible la tarea asignada por sus superiores (Himmler, entre ellos), acogiéndose así a la habitual coartada de que obedecía órdenes. Llegó, incluso, al extremo de sostener, contra toda evidencia, pero sin asomo visible de cinismo, que su conducta se había ajustado siempre al imperativo categórico de la ética kantiana: «Obra en cada momento como si el principio inspirador de tus actos pudiera erigirse en norma universal».

¿Cabía extrapolar y aplicar todo eso, o parte de ello, al caso de Roldán? ¿Era éste otro posible ejemplo de la tan cacareada trivialidad (o superficialidad) del mal?

Luis parecía, en efecto, y esa impresión fue acentuándose a lo largo de la amistosa relación que en los meses posteriores mantuve con él, una persona corriente y moliente... Ni ángel ni diablo. Como Eichmann, ¡vaya!

¿Un don nadie? Pues sí: un don nadie, un pringao, un tipo del montón que no encajaba ni a martillazos en la imagen que la sociedad y los metomentodos de las ciencias del carácter atribuyen a los delincuentes y que, sin embargo, durante mucho tiempo, mientras la posibilidad de delinquir estuvo a su alcance debido a la meteórica carrera política que lo condujo desde su condición de pelanas —tirando a hortera— hasta la dirección de la Guardia Civil y que lo habría llevado, si las cosas no se hubiesen torcido, a la cartera del Ministerio de Interior, actuó como un criminal empedernido e impenitente, con todas las agravantes posibles, pues sólo cobró conciencia de sus delitos cuando éstos salieron a la luz, las Furias lo persiguieron y la némesis del felipismo se abatió sobre él.

Roldán, en sus conversaciones conmigo, adujo una y otra vez, con significativa machaconería, que se limitó a hacer, presionado por las circunstancias y el entorno, lo que mucha gente, alrededor de él, hacía: llevarse a la buchaca sobres repletos de billetes que procedían de los fondos reservados y no sujetos a más control que el arbitrio de los gobernantes, comprar bienes raíces pagados con dinero negro y abrir cuentas en paraísos fiscales para poner a buen recaudo el río de millones que la corrupción reinante en los círculos del poder político vertía gentilmente en su cartera.

¿Cómo resistirse a ello?

—¡Pero si todos tragaban, Fernando! ¡Todos! ¡Te lo juro! Estabas un buen día, tranquilito, en tu despacho y aparecía alguien, a menudo un mandamás, con un sobre y te decía: «Toma, es para ti». Y tú, a lo mejor, protestabas al principio y te hacías el estrecho, pero él insistía: «¡No seas gilipollas, Luis, que aquí cobra hasta el gato! ¿Quieres dejar en evidencia a tus compañeros y ganarte así su animadversión? ¡Venga, no rechistes! Cógelo y que te aproveche. Es de justicia». Y terminabas cogiéndolo.

Eso en cuanto a los sobresueldos: el primer paso, venial, sin duda, pero necesario para dar el segundo. Una vez, allá por mi adolescencia, me dijo el párroco de una iglesia rural: «Cuando alguien me pregunta en el confesonario si es pecado comer chorizo en Viernes Santo, ya sé que esa persona acabará perdiendo la fe...».

Después de los sobresueldos, de hecho, llegaban las comisiones pagadas por los empresarios, y eso ya eran palabras mayores, pecados mortales, pero si algunos (por no decir muchos) de los miembros de la alta Nomenklatura vigente en los cuerpos de Seguridad del Estado y en el Ministerio de Interior se las embolsaban, ¿por qué él, Luis Roldán, máximo responsable de uno de los sectores de más peso en ese mundo, iba a echar las patas por alto e incurrir con mohínes de monjita pudibunda en un gesto de honradez que pocos le agradecerían?

¿Agradecérselo? ¡Todo lo contrario! Se lo reprocharían, se lo cargarían en cuenta, dejarían de confiar en él.

Paradojas de la corrupción: probar a ser oveja blanca era algo que convertía en oveja negra al idiota que lo intentaba.

«¡Pero si todos tragaban!», había dicho Roldán. Claro, claro... Siempre la misma disculpa, ya sea en labios del demonio Eichmann, ya —ahora— en los de Bárcenas y las tarjetas opacas, que a demonios no llegan, pero a angelitos tampoco.

Los sobresueldos, si no nos ponemos a hilar demasiado fino, podían interpretarse como una caritativa compensación en concepto de daños y perjuicios, como una especie de aguinaldo o lenitivo, como una mínima y merecida reparación de las desgarraduras emocionales provocadas por el riesgo de sufrir un atentado y por el constante estrés que de esa situación límite se derivaba, pero ¿las comisiones? ¿La prevaricación? ¿Los sobornos? ¿Los cohechos? ¿El blanqueo de capitales? ¿El fraude fiscal?

No soy un puritano en lo relativo a este último. No quiero arrimar el ascua a las sardinas de una corrección política —la imperante hoy— que me resulta ajena. Creo que la democracia, tal como el mundo occidental la entiende y la aplica, se ha convertido en un sistema de exacción confiscatoria. Me parecen injustos todos los tributos directos, no así los indirectos, y más aún, como es el caso, si se regulan a tenor de una escala móvil y en función del nivel de los ingresos. El IRPF es un atraco y una injusticia clamorosa que castiga la laboriosidad, la productividad, el mérito, el esfuerzo, la excelencia, el espíritu de iniciativa y el ahorro a cambio de premiar la abulia, la holgazanería, la gorronería, la incompetencia y el conformismo, cuando no, abiertamente, la estulticia. Así nos va.

En Rusia, por poner un ejemplo cercano a Roldán, sólo hay un tipo impositivo, común a todos, y es del trece por ciento. Igualito que aquí. El resultado está a la vista: España se hunde en la miseria —no es la única— y en lo que fuese paupérrima Unión Soviética cunde, poco a poco, la prosperidad.

Pago escrupulosamente mis impuestos, lo que me lleva (como a muchos) a la ruina, pero lo hago por imperativo del código vigente y por miedo a las represalias, no por convicción ideológica ni moral.

Lo digo para que quede clara mi postura en lo relativo a la ristra de delitos mencionados entre interrogantes un poco más arriba. Eran seis. El último de ellos, a mi juicio, no es equiparable a los demás, a condición de que no sobrepase los límites que la razón sugiere —¿qué tal un quince por ciento de tipo máximo? ¡Ea! ¡Subámoslo hasta el veinte!— y la defensa propia no justifica. ¿Quién delinque, si hacemos caso omiso del estricto criterio judicial? ¿El contribuyente que defrauda sin sobrepasar los límites de lo razonable —confieso que nunca he incluido en mi declaración de impuestos los juguetes que los Reyes Magos traían a mis hijos— o el recaudador que se apropia del fruto del sudor ajeno para financiar el Estado de Corrupción (otro no hay) o para conseguir votos repartiendo cazos de sopa boba, panem y circenses entre el grueso de la población?

Ahora bien: Roldán era socialista, no liberal. Eso invalida mi argumento. Defraudar al fisco, en su caso, transgredía la ley de su conciencia. No puede, por ello, invocar en su descargo el eximente de la convicción ideológica, filosófica y moral.

 

 

Unas horas antes, en respuesta a una maliciosa pregunta concerniente a lo que Felipe González había hecho o dejado de hacer mientras a su alrededor crepitaba aquel fuego graneado de sobres, talones y transferencias, Roldán, con suma cautela, tanteando el terreno, me había dicho:

—Era imposible que no estuviese al tanto. Ahora bien: ¿se lucró? Sospecho que sí, pero no me consta. Voy a contarte algo que quizá no pase de ser un chisme sin fundamento. Dicen las malas lenguas que el solar de la casa de Felipe en Aravaca... Bueno. Mejor será que me calle.

Y lo hizo. Gato escaldado...

No sabía yo aún, mientras el traqueteo del tren mecía mis reflexiones, que Roldán, en sus diarios, menciona expresamente a Hannah Arendt y alude en más de una ocasión al imperativo categórico de Kant. ¿Buscaba un descargo de conciencia en la coartada de la banalität del mal?

Fue entonces cuando me pregunté con inquietud, mientras miraba de reojo y con recelo a Javi, que seguía enfrascado en la lectura, qué habría hecho yo si las circunstancias de la vida me hubiesen llevado a ocupar un puesto con tanto poder como el que tuvo Roldán.

¿Habría rechazado los fajos de billetes que tan alegremente circulaban?

¿Habría tenido conciencia de que era dinero público y de que, por ello, no me pertenecía?

¿Me habría acogido a la socorrida estratagema moral de que la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda?

¿Me habría convertido yo también, poco a poco, en un delincuente de camisa bien planchada, como la de Roldán, sus émulos y sus cómplices?

Mi respuesta, de la que por falta de experiencia no puedo estar seguro, fue (y es) afirmativa.

Nunca me han querido sobornar, nunca han premiado bajo cuerda mis servicios, nunca he conocido a un jefazo, un magnate o un mangante que me tendiera discretamente un convoluto, pero, de haber sucedido, ¿podría estar ahora presumiendo de rectitud moral?

Lo dudo.

Creo que el poder corrompe inexorablemente a todo el que lo ejerce, y eso vale —salvando de nuevo las distancias entre lo incruento y lo sangriento— para los políticos que cobran una comisión y para los nazis que abrían las espitas del gas en los campos de exterminio.

Frente a ese cuello de botella que desemboca en la ignominia, frente a esa porte étroite que no conduce al Reino, como la del Evangelio de Lucas, sino al rechinar de dientes, sólo hay una actitud posible: eliminar la tentación, rehuir el poder, no escuchar nunca, nunca, nunca sus cantos de sirena. Débil es la carne, frágil la voluntad.

Roldán les prestó oídos, mordió el anzuelo y paso a paso pasó lo que pasó.

Poder político, económico, social, cultural, religioso, mediático... ¡Vade retro!

Siempre, desde que recuerdo, funcionó en mí ese instinto de conservación moral. Era espontáneo. No estaba condicionado por las ideas, por las ideologías, por las creencias, por las lecturas, por los catecismos y por las prédicas.

He sido, desde ese punto de vista, una persona afortunada. No todo el mundo es así. Son muchos los que carecen de los anticuerpos que desactivan la tentación del poder. Raros son los que, expuestos a ella, desdeñan éste.

No lo digo por ponerme moños, sino para señalizar el punto en el que, a mi juicio, se equivocó Roldán, el mojón que lo indujo a tomar un camino equivocado.

Hice la mili, a secas, como soldado raso, en el Regimiento de Zapadores de la Primera Región Militar. El mismo día en que, aún como recluta, me incorporé a él, fui convocado para rellenar la hoja de filiación por el oficial que se ocupaba de ello. Era persona amable, inteligente y cultivada. Al llegar a la pregunta relativa a mis estudios y mi nivel de alfabetización dije:

—No sé leer ni escribir.

Yo era ya licenciado en Letras, y el teniente, pues tal era su graduación, lo sabía. Me miró, sonrió y comentó:

—No quieres que te nombremos cabo, ¿verdad?

—No —le dije—. No me gusta obedecer y, por lo tanto, tampoco me gusta mandar.

Puso en la casilla correspondiente lo que acababa de sugerirle. Así quedó la cosa.

Una semana después me encomendaron la tarea de enseñar a leer y escribir a los analfabetos llamados a filas. Eran muchos.

Pero no me nombraron cabo.

Empiezas siéndolo y terminas de director general de la Guardia Civil.

Yo, en defensa propia, a ciegas y a rastras de mi sistema inmune, me curé en salud, pero eso nada quita a la evidencia de que llevo, como todo el mundo, un delincuente dentro.

La banalidad del mal.

 

 

No es agradable descubrir tu potencial delictivo. El tren seguía en lo suyo («¡este placer de alejarse!», decía Machado), y Javi, también, mientras yo me consolaba pensando que eso —el cómo y por qué corrompe el poder, despiadada e inexcusablemente, a todo el que cae en sus garras, llámense Roldán, Vera, Sancristóbal, Urdangarin, Maleni, Bárcenas, Pujol o Rodrigo Rato— debería ser el telón de fondo del libro que aún no sabía si estaba dispuesto a escribir.

 

 

«El tren camina y camina / y la máquina resuella. / ¡Vamos en una centella!»

La del AVE... Y, de repente, me acordé, al respecto de cuanto sobre la banalidad del mal llevo dicho, de un episodio que se remonta a los últimos días del invierno de 1958 o, quizá, a los primeros de la primavera. Estaba yo entonces, junto a otros diecisiete compañeros de armas y de ideas, acogido a la hospitalidad de la Prisión Provincial de Hombres de Carabanchel. Nuestra situación era de prisión preventiva decretada por el tribunal castrense a cuya férula se nos había confiado. Nos acusaban de pertenecer al Partido Comunista, y era cierto, por más que, ateniéndonos a los consejos de los abogados, hiciéramos todo lo posible para convencer al juez instructor, que tenía tantos percebes en los cojones como los que cuelgan de los roquedales del litoral gallego,[28] de que tan sólo éramos cándidos e inofensivos compañeros de viaje.

Pero no coló. Nos habían pillado in fraganti, con la multicopista al cuello y las manos en la masa de los pasquines, y más de uno, durante los interrogatorios, había cantado La Traviata, La verbena de la Paloma y todo el repertorio de Carlos Gardel.

No éramos héroes. Éramos hijos de papá.

Nuestro lugar de residencia estaba en la Novena Galería —quizá en la Sexta...—. ¡Pasé tantas veces por la cárcel entre 1956 y 1970 que los números bailan y los recuerdos se solapan!—, asignada, en teoría, a los presos políticos, pero en la que también disponían de rancho, escudilla, jergón y traje de estameña los fuguistas, los majaras que de puro locos no tenían cabida en el psiquiátrico y algún que otro cautivo de difícil clasificación y ajuste.

Entre los últimos había un raterillo de Málaga, muy joven —no llegaría a los dieciocho años—, muy ingenuo, muy buena persona y prácticamente analfabeto.

Corrían voces de que era homosexual, pero procedían de radio petate y no estaba en la trena por eso, sino por un delito contra la propiedad de exigua monta y feble pena.

Aquel chaval nos adoraba. Veía en nosotros, en nuestra buena educación, en nuestras encendidas discusiones, en el efervescente ir y venir de nuestras ideas, un asidero al que agarrarse, una lección de la que tomar ejemplo, un poco de luz en la penumbra de su futuro, una esperanza de salida del túnel en el que se encontraba...

Venía con frecuencia ese chico, cuyo nombre no recuerdo, a la celda número 48, en la que estábamos no tanto alojados cuanto embutidos, pues no tendría más de doce metros de superficie, el hoy renombrado filósofo Javier Muguerza, el futuro lector de español en la universidad de Estrasburgo Manuel Moya Trelles, premio extraordinario de Licenciatura prematuramente fallecido de extraña manera, y el no menos inteligente, cultivado y bondadoso Alberto Saoner —un Sócrates mallorquín—, que llegaría a ser (y en ésas estaba cuando murió) catedrático de Filosofía Política en la Universidad de las Islas Baleares.

La flor y nata de la Facultad de Letras de Madrid y del antifranquismo en pie de guerra.

Y yo.

Aquel muchacho, de pelo rizado y rubio, expresión de inocencia y rara discreción, venía, como digo, a nuestra celda, se sentaba, prudente, en un rincón, a culo seco sobre las frías baldosas, y escuchaba embobado durante muchas horas, sin intervenir nunca, nuestras incendiarias conversaciones.

Esa actividad, pasiva por su parte, tan inocua, tan humilde, tan barata, era para él timbre de orgullo y atisbo de redención. Nuestra amistad lo honraba. Teníamos, a sus ojos, el prestigio que los de abajo atribuyen a quienes tienen estudios, saben expresarse y disfrutan de una posición acomodada.

Tan inocente toma y daca, aunque daca no hubiera debido al respetuoso silencio de aquel huésped, se prolongó desde mediados de enero hasta... No lo sé con exactitud. Duraría un mes o dos, calculo.

Todo parecía ir bien, pero un mal día fuimos convocados Alberto, Manolo, Javier y yo por los severos apparátchiki del comité que intramuros de la prisión era depositario de la autoridad del Partido y celoso vigilante de la estricta observancia de sus dogmas de fe. Recuerdo muy bien los nombres de las tres personas que en aquella ocasión nos llamaron a capítulo, pero no los mencionaré. Es agua pasada y perdonada. Dos de ellas pertenecían a nuestro grupo: un médico y un economista. Éste llegaría luego a desempeñar un cargo de altísima responsabilidad en el consejo rector de una de las empresas de hidrocarburos más importantes del país. Añado, porque es circunstancia agravante, como enseguida se verá, que el economista en cuestión era homosexual, aunque en aquel momento no lo sabíamos. Muchos años después me lo confesó. Yo, me dijo, lo atraía. Estaba, en aquellos tiempos, enamorado de mí. Su confesión me impresionó, pero no me sorprendió. Yo también le tenía (y le tengo) estima, aunque de diferente índole.

El tercer hombre era de clase obrera. No todos pertenecíamos a la de los señoritos. Entre los dos sectores —proletarios y estudiantes— corría, por parte de ellos, un sí es no es de desconfianza hacia nosotros, a la que respondíamos con zalemas de victimismo de clase no exentas de hipocresía. Burgueses éramos, cierto, por nuestra extracción social, aunque renegáramos de ella, y eso, a los ojos del buen proletario, es sacramento de iniquidad que imprime carácter.

No se nos ocultaba que los portavoces y portacoces oficiales y oficialistas del Partido, así como algunos de los contritos camaradas no universitarios, veían con malos ojos nuestra relación de afecto con el raterillo de Málaga, en particular, y de generosa campechanía con los presos comunes, en general, pero no sospechábamos que serían capaces de llegar tan lejos como, por desgracia, llegaron.

El sanedrín de la Inquisición estalinista sentó sus reales en una celda de ambiente mucho menos festivo que la nuestra, a la que aquellos desdeñosos Rottenmeier llamaban, por su desorden y aparente suciedad, la cerda 48. El chascarrillo, lejos de molestarnos, nos halagaba, y no tardamos en darle carta de institucionalidad. Representábamos nosotros —argüíamos— el Partido Occidental, frente al suyo, cejijunto y monolítico, que era el Oriental. Aludíamos con esa broma a la situación de las dos Alemanias divididas por el odioso Muro que aún tardaría treinta años en caer.

No. Treinta y uno. Salió duro de pelar.

Fueron al grano. En el órgano del Partido por ellos representado no se andaban con chiquitas. Nos invitaron a sentarnos en el borde de una de las dos literas inferiores, se acomodaron ellos en la opuesta y...

—Esto tiene que acabar —dijo quien llevaba la voz cantante.

—Esto... ¿qué? —adujo uno de nosotros.

Probablemente fui yo, que era el más respondón y el que más galones de antigüedad ideológica tenía.

—Lo de las visitas a vuestra celda de ese ladronzuelo con fama de afeminado.

No era necesario decir más para que todos entendiéramos a quién se refería.

—¿Por qué? ¿Qué daño hace? Es un buen chico.

—No lo ponemos en duda, pero perjudica nuestra reputación...

Nos quedamos sin habla.

El camarada portacoz nos miró de uno en uno y, tragando saliva, rompió el silencio:

—Sois unos insensatos. ¿No os dais cuenta de que los políticos somos presos de honor y de que tener trato con un mariquita nos desprestigia ante la población reclusa?

Eso dijo. Con un par.

—¿Y qué deberíamos hacer?

—Prohibirle el acceso a la celda.

—No hablarás en serio...

—¿Tengo cara de broma?

No la tenía.

—¿Es una sugerencia o una orden?

—Viene de arriba.

—¿Querrás decir de fuera?

—Por supuesto.

—¿No tienen otra cosa en que pensar? Creo que Franco sigue donde estaba cuando nos metieron aquí.

—No te hagas el gracioso.

Abrevio...

—Muy bien —dijimos—. Nos damos por enterados.

Recurro a la primera persona del plural porque bastó un cruce de miradas entre nosotros para que los cuatro nos aviniésemos al trágala.

Nadie podría culparnos. Obedecíamos órdenes, como Eichmann. Banalidad del mal.

Ya nos íbamos, con el rabo entre piernas y la cabeza gacha, cuando el Ogro nos detuvo...

—Perdonad. No es todo.

Nos volvimos hacia él, inquisitivos, desde el dintel de la puerta que daba a la galería.

—Tú dirás.

—No basta con que le prohibáis la entrada. Tenéis que explicarle por qué lo hacéis. Es posible que así reaccione y se convierta en una persona normal. Pedagogía revolucionaria, chicos.

Me resistí a creer lo que estaba oyendo.

—¿Nos pides que le digamos que no puede venir a vernos porque es maricón?

Sí. Eso, exactamente eso, es lo que nos pedía.

Y lo hicimos. Obedecíamos órdenes, como Eichmann, como los kapos... Palabra, por cierto, que viene de cabo. Entre el episodio recién descrito y el de mi filiación en la mili pasarían dos años.

Aún me cruje el alma al pensar en aquello.

 

 

Entre Eichmann y Roldán había, sin embargo, una diferencia de peso, aparte de la existente entre la enormidad de los crímenes del primero y la relativa insignificancia de los trapicheos y gitanerías perpetradas por el segundo.

Reparé en ello al hojear cerca ya de Madrid —el AVE corre que se las pela... ¡Cuánta prisa!— Lo molesto es la llegada, el original de la novela que mi amigo Javier Ruiz-Portella[29] me había enviado unos días antes para que le echase un vistazo y le diera, si lo tenía a bien, mi opinión.

¿Cabe hablar de grandeza en el mal?, se preguntaba el autor.

Sí, claro, por escandaloso que tal aserto resulte... ¿Acaso no fue grandiosa la rebelión de Lucifer? El comunismo y el nazismo son, a cuál peor, sendos catálogos de horrores, pero volaban alto, miraban lejos, apostaban fuerte. Hacer lo que ellos hicieron, cometer los crímenes que cometieron, es algo que sólo está al alcance de portentosos titanes de la monstruosidad, como lo fueron Hitler, Stalin, Pol Pot... Los enanitos depilados, perfumados, vestidos por Prada, metrosexuales y políticamente correctos que ahora controlan el mundo son —sostiene Portella, y yo se lo abono— abanderados de la insignificancia y adalides del vacío que ni siquiera en el despliegue y ejecución de la maldad consiguen elevarse por encima de su vuelo timorato y gallináceo.

¿Significa eso que la grandeza del Mal sería preferible a la insignificancia de la Nada?

 

 

El suave traqueteo del ferrocarril no sólo me alejaba de Roldán en lo concerniente a la geografía, sino que me incitaba a digresiones ajenas a su caso y a mi libro. Las ahuyenté, dejé de irme por las ramas y volví con un respingo al meollo de la antinomia que me había llevado a los nazis: el de la grandiosidad y la superficialidad del mal aplicadas, o no, al protagonista de mi relato y al carnicero que subió al patíbulo en Jerusalén.

Eichmann, en su patética y descomunal pequeñez, se puso al servicio de la primera; Roldán, cuya poquedad era análoga a la del verdugo nazi, en ningún momento despegó los pies del suelo de la segunda. Sólo quería salir de pobre, conocer el lujo, sacar pecho ante su mujer y su hijo (el que le quedaba, pues el otro había muerto en un accidente de moto), presumir frente a los amigos que había dejado en Zaragoza y chicolear entre los figurones de la nueva clase surgida del estercolero en que el semidiós Felipe, con la ayuda de los españoles, siempre dispuestos a ensalzar al pícaro, había convertido el socialismo.

Era un pelanas, ya dije. Su vida carecía por completo de interés, y su historial delictivo, comparado con el de Eichmann, no digamos. ¿Cómo encontrar carnaza novelesca en la que hincar el diente? ¿De qué sirve el apetito frente a una mesa vacía?

Ése era el problema literario que me atormentaba —tran-tran, tran-tran—, con Javi, leyendo, a mi vera, cuando el AVE entró por fin en la estación de la ciudad en la que había transcurrido mi infancia, mi adolescencia y parte de mi juventud, pero que ya no sentía como propia.

Sin embargo, a pesar del pesimismo en el que me sumía la insignificancia del protagonista de mi novela, ya disponía de otro mimbre, junto al de la inevitabilidad de la corrupción aparejada al ejercicio del poder, con el que tejer el cesto: el de la banalidad con la que aquel pequeño tunante de andar por casa había perpetrado durante casi una década sus trapacerías.

Algo era algo. El tren, entre Zaragoza y Madrid, había atravesado muchos túneles. ¿Empezaba yo a salir del mío?

 

 

Todavía una digresión a propósito de quien banal, pensara lo que pensase la señora Arendt, nunca había sido:

 

La especificidad del genocidio nazi es que se practicaba sobre el ser del hombre y no sobre su conducta. Eso es lo que explica que tantos héroes alemanes de la Primera Guerra Mundial fueran llevados con todas sus medallas a los campos de exterminio. La condición ontológica de judío primaba sobre cualquier conducta episódicamente alemana.[30]

 

Por eso —aventura Arcadi en el artículo citado— insistió la filósofa en que los judíos, a los que no se persiguió por ser alemanes, sino por ser judíos, se defendieran como judíos y no como alemanes. Ella no era, en sentido lato, lo segundo. Los nazis no se lo permitieron.

Roldán, en cambio, y de ahí su banalidad, en la que perseveraría hasta que lo pusieron fuera de la ley y empezó su calvario, no actuó al perpetrar sus crímenes en función del ser del hombre, pues aún, stricto sensu, no lo era, sino de su descoyuntada conducta de pelele socialdemócrata zarandeado por los procónsules, marionetas y mamporreros de Felipe González.

Llamar criminal a ese conato de hombre resulta excesivo. Era sólo un bribón, un pícaro, un truhán, un galopín metido en años.

Sería, paradójicamente, en los dos lustros largos de escapada, captura y cautiverio, mientras todo se derrumbaba dentro y alrededor de él, cuando cruzó la línea de lo que Hegel llama en la Fenomenología del espíritu «conciencia infeliz» (desdichada, desventurada o desgraciada, en otras versiones) y Bujarin, invocándolo, «desdoblamiento de conciencia», comprendió que se había convertido en un delincuente, purgó con creces su crimen, lo perdió todo —familia, reputación, ideología, posición social, patrimonio, amigos, esperanzas—, conoció a Natasha y se irguió hasta alcanzar, por mínima que siguiera siendo, la auténtica estatura del ser humano, como millones de años atrás lo habían hecho los primates que abandonaron la jungla para adentrarse en la sabana.

Pero yo nada sabía aún de ese proceso de redención (no de contrición ni de demanda de perdón, pues no se alude a lo uno ni a lo otro en los diarios ni lo mencionó Roldán en nuestras conversaciones iniciales) y tardaría meses en cobrar conciencia de él: los necesarios para descifrar, desojándome, refunfuñando y perdiendo una y otra vez la paciencia, los miles de páginas escritas a mano por las dos carillas que Roldán acababa de entregarme en Zaragoza.

En ellas, además de las alusiones a Hannah Arendt, se vuelve una y otra vez, obsesivamente, a Hegel, a Bujarin y al estado de conciencia infeliz y desdoblada (pues en ella se convive al mismo tiempo con el bien y con el mal) descrito en circunstancias muy dispares, pues el segundo estaba a punto de ser ejecutado, por uno de los filósofos más importantes de la historia y por el revolucionario bolchevique que admitió, a viva fuerza, haber traicionado la revolución.

En él, por cierto, y en algunos otros como él, víctimas todos ellos de la sangrienta depuración estalinista y, a la vez, culpables de haberla desencadenado, se inspiró Koestler para crear la figura de Rubashov en El cero y el infinito. Su tarea fue similar a la de Yavé en el Génesis: convertir el fango en criatura humana.

Ya tenía el tercer mimbre, junto al de la banalität del mal y el del connubio entre el poder y la corrupción: el de la desdicha de la toma de conciencia. La luz, efectivamente, empezaba a disipar las sombras de la tarea que me había (o me habían) impuesto. El libro estaba en suerte. Sólo faltaba lidiarlo.

 

 

 

MADRID, TOKIO Y CASTILFRÍO, 1 DE OCTUBRE A 15 DE DICIEMBRE

 

 

Mi hijo Akela, a todo esto, ya había nacido. Aterrizó en el antiguo barrio de Maravillas, y maravilloso, en efecto, fue el lance, que yo tuve la fortuna de presenciar.

Aquel niño llegaba marcando con vigor su territorio. El barullo organizado en torno a él, por razones que le eran ajenas, fue notable. Tanto como para que se me ocurriese escribir, sobre la marcha, aprovechando el impulso y clavando las espuelas en los ijares del ordenador, un libro entero. Ya ha sido mencionado. Tuve mucho quehacer en esos días y casi todo lo conté en él. No voy a repetirlo.

Los bebés son como los mejillones cebra: colonizan la casa en la que viven. Poco a poco —ropa, cuna, balanza, papillas, juguetes— se van apoderando de ella. También invaden los sonidos, los olores, los sabores y el horario de la vida cotidiana.

Akela irrumpía así en mi espacio y en mi tiempo. Sus herramientas eran la sonrisa (frecuente) y el llanto (inusual). Escribir se volvió tarea imposible. Necesitaba aislamiento. Llegué a envidiar el que tuvo Roldán en los dos zulos de París donde a cal y canto, como si fuese el prisionero de la Máscara de Hierro, lo encerró Paesa mientras iba ordeñando con su habitual astucia y dedos ágiles las ubres del caudal robado por su protegido. ¿Cabe imaginar algo más idóneo para la tarea —ascética, monacal, espartana— de ir deslizando garabatos salidos de la chistera del escritor en la pantalla de un Toshiba?

Decidí poner aire, tierra y mar de por medio. Me fui a Tokio y alquilé un apartamento de veinte metros cuadrados en el sector gay de Shinjuku,[31] que es el más sandunguero de la ciudad. Pasaría allí un mes, desde el 14 de octubre hasta el 14 de noviembre, en soledad absoluta. Como Roldán en París, aunque su encierro, mucho más largo, durase trescientos diez días. Me juré que no llamaría a ninguno de los pocos amigos que me quedan en Japón y cumplí casi a rajatabla, con tres únicas excepciones, la promesa. Tampoco salí en busca de chicas, que son tan numerosas en aquel país como los gorriones en el Retiro y tan cariñosas como mis gatos. ¿Estaba envejeciendo?

El apartamento era moderno, silencioso, confortable, situado a gran altura —en el vigésimo piso de un inmueble anodino— y había en él una sola habitación, una cocina minúscula de dos fuegos de gas con algo de vajilla, una cacerola y una sartén, un paraguas, un baño de talla nipona, una mesa, una silla, una cama, un edredón, un armario empotrado, una nevera, una lavadora, conexión a Internet, climatización y una angosta terraza para tender la ropa. Eso era todo.

Bastaba. Compré un flexo y puse manos a la obra. Me levantaba a las cinco, me preparaba un desayuno frugal, escribía hasta la una, salía a tomar un bol de ramen, me echaba una breve siesta, leía los diarios del cautivo hasta las seis, subrayando en ellos lo que juzgaba merecedor de ser tenido en cuenta, y salía, ya de noche, a cenar, a recorrer, a veces, los escenarios y las viviendas de mi juventud tokiota en compañía de una cineasta que desde tiempo inmemorial está filmando una película sobre Naoko y sobre mí, y a brujulear, sin perder el seso ni la compostura, por los mil y un escondrijos del barrio más centelleante, hedonista y pecaminoso de la ciudad.

Me gustaba esa vida. Disfruté de ella y la aproveché a fondo. Escribí más de cien páginas del libro dedicado a Akela y arreé una buena dentellada a los cuadernos de Roldán.

Era, lo último, un cometido difícil, pues no es fácil descifrar manuscritos de tan considerable extensión ni vencer el tedio provocado por la lectura de un texto en el que cada página se parecía a la siguiente y repetía, con muy pocas variaciones, la anterior.

La vida en la cárcel es monótona de por sí —«pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó»—, y ese goteo llega a ser exasperante no sólo para quien lo padece, sino también para quien lo contempla, cuando la situación penitenciaria es de aislamiento. La de Roldán lo era.

Aquellos diarios, para colmo, no estaban completos, lo que entrecortaba y retrasaba mi investigación, constriñéndome a rellenar los huecos (o a intentarlo) con material de dudosa procedencia: el de la deducción, el de la imaginación, el suministrado oralmente por su autor... Era aquel cartapacio como una dentadura mellada, como un coitus interruptus, como un jersey mordisqueado por las polillas.

La primera anotación se remontaba al 1 de enero de 2001, cuando Roldán llevaba ya casi seis años pudriéndose en Brieva. De los diez meses pasados en París y en régimen de oficiosa prisión domiciliaria establecido por Paesa —la mitad frente a la Torre Eiffel y la otra mitad en una bocacalle de la plaza de la Bastilla—, ni rastro.

Eso era lo peor. Habría yo dado, dentro de los límites de mi maltrecha economía, lo que Paesa me hubiese pedido a cambio de la devolución de la maleta que Roldán, antes de salir hacia Bangkok para entregarse como un idiota a los pretorianos de Belloch, consignó a la única persona que a la postre sacaría beneficio de todo aquello y que se había comprometido a hacérsela llegar, ya él en España, por medio de uno de sus testaferros.

En aquella maleta había, al parecer, no poca quincalla —efectos personales, mayormente— y, sobre todo, en lo que me concernía, el minucioso cuaderno de bitácora que Roldán había escrito, sin marrar una sola jornada, durante los diez meses en los que estuvo bajo siete llaves en la ciudad a la que había viajado con Clara para festejar el aniversario de su boda y no para enterarse allí una mañana, al encender la tele, de que sus correligionarios y compañeros de andanzas delictivas habían puesto precio a su cabeza.

Paesa sostiene que envió, en efecto, la maleta, pero que se equivocó al escribir la dirección del destinatario, por lo que le fue devuelta, y en ese ir y venir entre dos países se perdió su pista. La justificación huele a disculpa de mal pagador, pero, tanto si el Espía de las Mil Caras y otros tantos pasaportes dice verdad como si no, lo cierto es que el propietario de la maleta jamás la recuperó.

Y yo, de resultas, me quedé sin algo que me habría sido de suma utilidad. El período de París, al fin y al cabo, era —unido al fantasmagórico viaje a Vientián que se interrumpió en Bangkok— el factor más novelesco de la historia que debía contar. Por eso, entre otras razones, me vi obligado a recorrer dos veces —la primera en compañía de Roldán y la segunda a solas— los lugares en los que transcurrió el entreacto parisién. Tenía que suplir con experiencias visuales, fragmentarias, fantasiosas y, por ello, insuficientes todo lo que el prisionero había vertido, de primera mano y minuto a minuto, menos los dedicados al sueño, en las confesiones que Paesa, por chapuza postal o por malicia, había extraviado.

Imposible es ya rastrearlas, según Roldán, aunque no me daré por vencido hasta que consiga hablar con Paesa, cosa harto dudosa, pero no imposible, si Manolo Cerdán está en lo cierto. Fue él, gentilísimo, quien me informó de que el espía, que tiene pasaporte español y goza del amparo o de la vista gorda de los servicios de inteligencia y del Ministerio de Interior, viene a menudo a Madrid para visitar a su hermana María. Ésta, en cuya casa, probablemente, se aloja, vive en un barrio céntrico, no lejos de la Gran Vía. Manolo me pasó sus señas y sus teléfonos.

El inefable Paesa fue dado por muerto en Tailandia, a consecuencia de un tiroteo, el 2 de julio de 1998 —su familia publicó la correspondiente esquela en El País diecinueve días más tarde—,[*] pero seis años después reapareció, como Jesús, en este valle de lágrimas.

Genio y figura: su resurrección se produjo al verse implicado en una tentativa de deponer al dictador Obiang. ¡Qué hombre! No para. Aún hoy, con setenta y siete años a cuestas —los mismos que tengo yo—, sigue metiéndose en líos. El último es de 2013: parece ser que ha estafado la friolera de diez millones de dólares propiedad del magnate ruso y antiguo agente del KGB Aleksandr Lébedev, al que prometió fundar un banco con ese dinero en el reino de Bahrein. Una cantidad algo menor, aunque no mucho, a la que le birló a Roldán, según éste, llevándosela a Singapur. Lo extraño es que ni John Le Carré, ni Frederick Forsyth, ni Larry Collins hayan contado y cantado en una novela las hazañas de tan soberbio personaje.

Tampoco, por otra parte, es del todo imposible que la maleta se materialice por sí misma, sin necesidad de que yo engatuse al hombre que la escamoteó, en una subasta de Sotheby’s o en cualquier almoneda zaragozana o moscovita de esas a las que suele acudir Roldán acompañado por su santa. Tan extraño no sería. En períodos de crisis afloran los pecios mientras los precios bajan.

Paesa, que, según dedujo Cerdán durante su último encuentro con él, andaba entonces —eso fue el 28 de noviembre de 2005—[32] tan tieso como Roldán ahora, bien podría haberse desembarazado de la dichosa maleta para salir de pobre.

Manolo, que ese día, ayudado por la fortuna, se topó a quemarropa con Paesa en las cercanías de la estación de Montparnasse y consiguió arrastrarlo hasta la cafetería Les Cascades, sostiene que el espía, agente múltiple de cien gobiernos y traficante internacional de armas al servicio del mejor postor, ofrecía la imagen de una persona cansada, derrotada por la vida. No debía, empero, de estarlo mucho a juzgar por las hombradas que, siempre en su línea de barrer hacia dentro con los haberes de su clientela, ha seguido protagonizando hasta el año —2013— en que escribo esto. Pero eso es otra historia, que dejo, si le interesa, para Cerdán.

Éste, a cuento de las supuestas estrecheces económicas de Paesa en los días en que por última vez lo vio, me explicó de viva voz —ignoro si también lo ha contado por escrito— que su interlocutor, al término de la entrevista en Les Cascades, se empeñó en pagar las consumiciones y sacó, para ello, una billetera ajada de la que extrajo el único y triste billete, de diez euros, que contenía. Hay detalles que retratan y que matan.

¿Una subasta, decía? Pues aquí, por si acaso, va mi puja, convencido de que el Editor, en tiempos de tanta crisis y de tan pocas ventas, no querrá correr con el gasto de adquirir la maleta: ofrezco, para empezar, un billete de quinientos pavos, ateniéndome a la especie de que son, por su tonelaje, los preferidos por los mafiosos, y después ya se irá viendo...

 

 

En la desdentada aunque bien surtida colección de documentos que me había entregado Roldán, faltaba otra pieza valiosa: la carpeta, mantenida a buen recaudo en la casa de lujo que fue su último domicilio madrileño hasta que los enjuagues delictivos salieron a la luz y tuvo que poner tierra por medio, en la que el fugitivo guardaba papeles confidenciales. Entre ellos, la correspondencia cruzada, a raíz del momento en que la prensa empezó a denunciar sus manejos, con José María Aznar y otros políticos del PP o, incluso, del PSOE, como Borrell.

Esa carpeta, según Roldán, desapareció misteriosamente después del registro practicado por los representantes de la ley, con el fugitivo ya en busca y captura, y nunca llegó al juzgado o, si llegó, alguna mano negra, no sé si adornada o no por las primorosas puñetas de la toga de algún funcionario adicto a las golosinas del poder, se las apañó para que se volatilizara, pues no figura en el sumario. Así funciona en Caconia, antes España, el Estado de Derecho.

La casa en cuestión (que era, como ya he dicho, de ringorrango) se encontraba en la calle de Platerías, había sido adquirida por Roldán con caudales que en teoría no ganaba y corrió la misma suerte —el embargo, primero, y la subasta, después— que el resto de sus propiedades inmobiliarias, a excepción de las que fueron a parar de oca en oca, mediante oscuras operaciones de transferencia mercantil, a manos del ínclito Paesa o de otros cofrades, parientes y testaferros de su clan.

Hablando de subastas... Curioso es que el piso de Platerías, cuyo valor de mercado era de 721.210 euros en el momento de salir a subasta, pasase después a manos de Pío García Escudero, conspicuo dirigente multiusos del PP desde hace muchas lunas —antes, durante y después de Aznar— y presidente ahora del Senado, canonjía en la que no estoy seguro de que siga cuando este libro se publique. Los políticos son pájaros de mal asiento. Van y vienen continuamente del coro del escaño al caño del escoño.

Poco tienen que envidiar en este revoloteo los de Génova a los de Ferraz, los de Ferraz a los de Génova y ambos a quienes no moran en ninguno de esos dos sitios. Quien en el PSOE o en la Izquierda Plural (oxímoron) no corre, en el PP o en Convergencia vuela.

¿Antes España, dije? Pues no, porque siempre fue terreno abonado para la corrupción «esta pobre, sucia, triste, desdichada patria», como la definiese Espriu, y este «intratable pueblo de cabreros», en palabras de Gil de Biedma. Catalanes los dos, por cierto... Ya en el Rimado de Palacio, escrito a finales del siglo XIV, denunciaba el condestable de los reyes de Castilla Pero López de Ayala, con indiscutible conocimiento de causa, delitos análogos, por no decir idénticos, a los que hoy, casi a diario, denuncia la prensa que no está vendida a uno u otro partido de los que trinchan los pavos (reales o no) en el festín del poder.

Recojo el dato en el sagaz análisis de la corrupción política en la España democrática que el catedrático de Derecho Administrativo de la Complutense Alejandro Nieto publicó en 1997,[33] cuando el rescoldo del affaire Roldán no se había extinguido, pues aún estaba en las parsimoniosas manos de los jueces, como tampoco lo habían hecho los de otras zalagardas similares. La de Mario Conde, sin ir más lejos, que corrió paralela a la del zaragozano y cuyo trapío nada tenía que envidiar a la de éste.

El país se había vuelto un campo de minas a mayor gloria del periodismo de investigación, que es uno de sus principales beneficiarios. Que se lo pregunten a Pedro Jota. El Mundo alcanzó el cénit de su órbita y aterrizó en la Luna, aunque no precisamente en el lecho del Mar de la Tranquilidad, el día en que Manolo Cerdán y Antonio Rubio, tirando del ovillo de Paesa, localizaron en París a Roldán en la primavera de 1994, lo entrevistaron y lo fotografiaron. Fue ésa la primera zancada, aunque ya se habían dado pasos previos con el asunto de Filesa, en la recta final de la Larga Marcha (horresco referens) que condujo a la derrota del presunto señor X —el de los GAL— en las elecciones del 96 y al Gran Salto Hacia Delante emprendido por Aznar y por él mismo interrumpido, contra toda lógica, cuando cometió el error de nombrar heredero a quien así en el triunfo de 2011 como en los revolcones de 2004 y 2008 ha ido dilapidando su legado.

Escribe Pedro Jota en el libro Amarga victoria:[34]

 

A los pocos meses de llegar [Cerdán y Rubio] lograron lo que sin duda alguna quedará como la más espectacular exclusiva periodística de la década de los noventa. Me refiero a la entrevista con Luis Roldán, huido de la justicia y buscado activamente por la Interpol en medio mundo. Nunca olvidaré cómo vibramos aquel primer fin de semana de mayo del 94 cuando llegaron a la redacción con las fotos y la larga entrevista grabada con el primer prófugo del felipismo.

 

La gente, hoy, con lo de Bárcenas, los ERE, los Pujol y las tarjetas opacas, como ayer, con lo de Roldán y Mario Conde, se solivianta y da en aspavientos de Tacañona de Chicho Ibáñez Serrador, pero a la hora de votar sigue haciéndolo, grosso modo, por los de siempre, polarizada como una pelota de ping-pong entre la raqueta del PSOE y la del PP. Se diría que esa jodienda, con perdón, no tiene enmienda, o, por lo menos, no la tuvo hasta que Pablo Iglesias se tiró de espontáneo al ruedo de la política.

El español vive ésta como si fuese un campeonato de fútbol: es de derechas «de toda la vida» o de izquierdas «hasta la muerte», y no hay quien lo saque de ahí. Flaca es su memoria e indulgente su actitud ante el pícaro, héroe de la sociedad y de la nación por casi todos sus miembros perdonado, envidiado y ensalzado.

 

La verdad —añade Alejandro Nieto— es que las prácticas corruptas han sido lamentadas siempre, pero no han escandalizado nunca: son algo así como la enfermedad o el hambre y, en el ámbito social, la violencia o los impuestos. Para el cristiano la corte celestial está presidida por Dios Padre —fuente arbitraria de felicidades y desgracias, justiciero impredecible—, al que únicamente se puede acceder a través de sus administradores terrenales y de sus intercesores celestiales, que son, por fortuna, corruptibles.[35]

 

Y más adelante, abundando en lo que un poco más arriba insinué acerca de los beneficiosos efectos secundarios del mamoneo político:

 

La corrupción es un buen negocio no sólo para quienes la practican. Los periódicos aumentan sus ventas cuando la denuncian con nombres y apellidos, los abogados cobran excelentes honorarios para defender a los acusados de ella, con ese pabellón se organizan cursos, congresos y conferencias, y en las cajas de las librerías canta el dinero de los libros que se publican, uno tras otro, sobre ese tema.[36]

 

Acuso el golpe. ¿No es eso, exactamente eso, lo que yo hago? Cosa bien distinta es que la novela con la que ahora —perra vida— me peleo genere dividendos sustanciosos en una época de tan magras ventas como la que corre, pero algo, poco o mucho (cree el Editor mientras pone velas en todos los altares de su industria), se venderá. Y yo, a partir de ese momento, me habré convertido en un beneficiario más de la corrupción, así sea en concepto de calderilla para pagar el pienso de mis gatos, ya que loro no tengo, y si lo tuviese no le daría chocolate, porque nos lo zamparíamos Akela y yo.

 

 

—¿Qué le dijiste a Aznar? —pregunté a Luis.

—Le pedí amparo frente a las mentiras que el PSOE estaba poniendo en circulación a propósito de mí y frente a las barbaridades que algunos de sus correligionarios me atribuían.

—¿Quiénes?

—Luis Ramallo, por ejemplo, que luego se vería envuelto en la trapisonda de Gescartera, de la que salió absuelto, y Rogelio Baón, que en gloria no esté.

—Acaba de morir.

—Por eso lo digo.

—No te muerdes la lengua.

—Tampoco ellos se la mordieron al hablar de mí.

—¿Te contestó Aznar?

—Sí. Su respuesta estaba en la carpeta desaparecida.

—¿En qué términos?

—Respetuosos, amables, comprensivos... Ten en cuenta que mi cuñado Pepe, hermano menor de Clara y abogado que al principio se encargó de mi defensa, aunque luego, por suerte para mí, la abandonase, militaba en el PP y era uno de sus dirigentes en Galicia.

—¿Por suerte?

—Sí, por suerte. ¡Menudo pájaro!

—¿Era tu mujer de derechas?

—No, ella, no, más bien lo contrario, pero su familia, sí. Muy de derechas.

—¿Cómo eran vuestras relaciones?

—Convencionales, al principio, tirando a frías o, por lo menos, a indiferentes, pero luego se tensaron.

—¿A raíz de tu encarcelamiento?

—Y a lo largo de él.

—En los diarios de Brieva tienes palabras muy duras contra ellos. Los llamas «el Clan de los Gilipollas».

—¿Eso digo?

—En un montón de ocasiones.

—Se lo merecen. Hicieron todo lo posible para envenenar las relaciones con mi mujer.

—Y lo consiguieron, ¿no?

—Sí, lo consiguieron.

—El divorcio te dolió, Luis. Y todo lo que condujo, poco a poco, a él, todavía más. La falta de entendimiento con Clara y su progresivo distanciamiento son dos de las piedras angulares de tus diarios. Te agarrabas a ella como un náufrago a su bote y veías cómo éste hacía agua por todas partes. Casi no hay jornada en la que no aludas a ese conflicto con un desgarro que impresiona y también con una esperanza de reconciliación absurda, pues el desenlace, para un observador neutral, como yo lo soy, estaba cantado desde el principio.

—¿Cómo no iba a dolerme? Toda mi estructura familiar se venía abajo. Los hijos siempre han sido para mí lo más importante de la vida. Aún estaba enamorado de mi mujer, a la que quise mucho, y además, para complicar las cosas, me sentía culpable en lo concerniente a ella.

—¿Por qué?

—Por dos motivos. Porque en los años de trapicheo le oculté lo que hacía en vez de tenerla informada, que es lo que el sacramento del matrimonio ordena, y porque la pobre pagó, en parte, los vidrios que sólo yo había roto.

—¿Cómo puedes decir que no sabía nada si ella misma reconoció ante la juez que estaba al tanto de todo lo relativo a los ingresos procedentes de los fondos reservados?

—Me refería a las comisiones, Fernando. Ésa era la parte del león y el único delito. Lo otro era alegal, si quieres, pero no ilegal. Se pagaban, a menudo, con talones al portador. Muchos de los altos cargos de Interior recibían sobresueldos.

—Pero tú no te conformabas con la cantidad que Vera te asignaba, sino que te apropiabas de un buen pellizco del resto y lo enviabas a tus cuentas en Suiza. ¿Tampoco eso era ilegal? ¿No lo es desviar dinero público?

—Sí, lo es, y pagué por ello. Pero Clara nunca supo de tales pormenores. Lo que sabía, lo sabía a bulto.

—Lo cierto es que la empapelaron, la condenaron y estuvo año y pico entre rejas. ¿Fue una venganza?

—Inicua. En su procesamiento se conculcaron las normas jurídicas más elementales. Todo el mundo, en el ámbito de la justicia, lo reconoce. Habla con su abogado, que después, al tirar Pepe la toalla, también fue el mío.

—Lo haré.

 

 

El diálogo que acabo de transcribir forma parte de las charlas que Roldán y yo mantendríamos meses después de mi paso por Tokio, cuando ya había leído el grueso de sus diarios.

Roldán, en aquel quejumbroso suma y sigue de calamidades, se inculpaba y, a la vez, se exculpaba. Reconocía, por una parte, la inmoralidad de su conducta, cruzando así la línea de la conciencia infeliz de Hegel y la desdoblada de Bujarin, y se sentía, por otra, chivo expiatorio con el que los matarifes de la policía, la magistratura y las instituciones penitenciarias se ensañaban, mientras otras ovejas del rebaño, tan negras como él, recibían trato judicial de favor o se iban, incluso, de rositas con el bolsillo a salvo. Entre ellas, por poner dos ejemplos clamorosos, Felipe González y Narcís Serra, que eran, según él, y sin menoscabo de las fechorías cometidas por Rafael Vera y el ministro de la patada en la puerta, lo peor de lo peor.

Verdugo y víctima, pues, al mismo tiempo... Como Rubashov, como Bujarin. Así se sentía Roldán.

Y lo cierto es que, a mi juicio, no le faltaba razón. Los hechos, en el futuro, se la darían.

El cautivo no se limitó a pedir árnica a quien poco después de su detención llegaría a ser jefe del Gobierno. Obran en mi poder las fotocopias de las cartas que envió al socialista Borrell en la época en la que éste se presentó a las primarias de su partido frente a Almunia, a Jaime Mayor Oreja y a Rajoy, ministros ambos de Interior con Aznar.

Echemos un vistazo...

 

Brieva, 15 de marzo de 1999

 

Candidato Borrell:

Te aseguro que he dudado mucho antes de ponerte estas líneas.

Cada vez que me citabas en público me decía a mí mismo: son cosas de Pepito...

No podía evitar el recuerdo de mis despachos con Narcís. Me contaba éste que en algún Consejo de Ministros sacabas de quicio a Felipe. Narcís siempre daba la cara por ti y decía: son cosas de Pepito Borrell. No te enfades, presidente.

¡Qué buen amigo tuyo es Narcís!

Ayer te escuché una vez más citarme en vano, así que me dije: «Luis, escríbele unas líneas a Pepito, pues el pobre anda mal informado y no tiene buena memoria. ¡Ayúdale!».

Y aquí estoy a impulsos de ese propósito.

En primer lugar, como te digo, no estás bien informado. Eso, hasta cierto punto, es natural, porque la prensa, en su momento, no puso excesivo énfasis en algunos detalles de mi sentencia. En ella se me condena, como sabes, por malversación, «cometida ésta porque recibía sobresueldos de fondos reservados que me daban mis superiores». Te acompaño copia de dicha sentencia referida a ese delito.

¿Te das cuenta, Pepito, del panorama que tienen nuestros amigos Barrionuevo, Corcuera, Colorado y el yerno del ferretero?[*] Es bastante negro...

O los condenan también a ellos o tendrán que revisar mi sentencia. ¿Qué dirás entonces?

En cuanto a lo de «tapar a Piqué»,[*] me ha parecido tedioso y no muy original que me cites a mí. Voy a recordarte algunos nombres: Filesa y sus cuentas suizas, el AVE, Mariano Rubio e Ibercorp,[37] Movilma, la Expo, los Juegos Olímpicos del 92... Etcétera.

Si también te parecen muy oídos, voy a darte uno nuevo: Albero, ex secretario de Estado de Medio Ambiente y ex ministro de Agricultura cuando tú andabas por allí. ¿Te explicó el tema de los pagarés y otras minucias? Reconocerás conmigo que ese asunto aún no se ha explorado.

En fin, Pepito, ya ves que lo mío es colaborar... Tus amigos me pidieron indirectamente, primero, y me rogaron después que me entretuviese con la escritura y olvidase la música y el canto. Sigo, por ahora, ese consejo.

Para terminar voy a hablarte un poco de mí. De momento no te pido nada, pero no dudes de que en el futuro lo haré, abusando de la confianza que a todas luces me otorgas y seguro de que cuento con tu aprobación.

Bueno, Pepito... Termino deseándote toda la felicidad del mundo junto a Cristina. ¡Qué cambio el tuyo!

Indiferentemente,

 

Luis Roldán.[38]

 

P.D.: La ley de Murphy se cumple con rigor en el tema de los GAL.

¡Vaya, vaya!

 

¿Algún comentario? ¿El de Romanones, quizá, cuando no alcanzó el quórum necesario para entrar en la Academia?

Cristina será, supongo, la mujer de Borrell o, como dicen los de izquierdas, su compañera sentimental.

¿Contestó Pepito a su amigo Luis?

No, no lo hizo. Rajoy, al que escribiría más tarde, cuando era ministro de Interior con Aznar, tampoco le respondió. Se lo quitaban de encima como si fuera una pulga. Al caído, ni agua.

 

 

Seguía yo en Tokio, a todo esto, disfrutando con la redacción del libro sobre Akela y aburriéndome con la lectura de los diarios de Roldán, mientras el Editor se interesaba por la marcha de las investigaciones y me conminaba, en cifra, naturalmente, a guardar el secreto.

—¡Mantén la boca cerrada! —me decía—. ¡Que no se entere nadie! Tenemos que aprovechar el efecto sorpresa...

—¡Pero qué sorpresa ni sorpresa! —argüía yo—. ¿Cómo voy a mantener la boca cerrada si tengo que abrirla para hablar con medio mundo? Secreto de tres, de todos es.

En la lista de los contactos que pensaba entablar a mi regreso a España había más nombres que uvas en el racimo del ciego del Lazarillo: Asunción, Barrionuevo, Corcuera, Vera, Sancristóbal, Belloch, Narcís Serra, Alberto Perote, Julio Feo, Cristina Alberdi, Enrique Múgica, Ruiz-Mateos, Solchaga, Sáenz de Santamaría, Ferran Cardenal, Damborenea, Rodríguez Colorado, Carlos Bueren, Eligio Hernández, Mario Conde, Cobo del Rosal, los policías que fueron a Bangkok, las jueces Ana Ferrer y María Tardón, el director y el médico de la cárcel de Brieva, el conseguidor Jorge Esparza, Pedro Jota, Baltasar Garzón, Manolo Cerdán, Antonio Rubio, José María Irujo, Cristina Cifuentes, Torres-Dulce, el psiquiatra y el Páter que acudieron —cada uno en su jurisdicción— a socorrer a Roldán, la mujer y los hijos de éste, sus abogados, sus deudos, sus amigos...

Y Paesa, claro.

Aunque la lista, previsiblemente, iría disminuyendo a medida que la mayor parte de las personas mencionadas me diese con la puerta en las narices.

—¿Roldán? ¿Dragó? —responderían a mi ayudante—. ¡Eso ni se contempla!

Mejor así, pensaría yo entonces, convencido de que mi única recompensa si se avinieran a recibirme sería la de acabar con la cabeza como un avispero.

Y, como era de esperar, pese a la cautela reclamada por el Editor, a la que escrupulosamente me había atenido hasta el momento, los fisgones de la canallesca, siempre al queo, terminaron por olerse la tostada y dar noticia de ella. A bulto, tal como suelen, pero eso, tratándose de amarillismo, es lo de menos.

Apareció en no sé qué cabecera digital un suelto en el que se decía que yo estaba escribiendo por encargo de Planeta las confesiones de Roldán y que éste, tan avida dollars como Dalí en su día y tan desplumado por la ingeniería financiera de Paesa como uno de esos isidros de la estación de Atocha que caen en la trampa del tocomocho, se había comprometido a contar todo lo que nunca, pese a sus amenazas, contó.

Eran tan sólo unas líneas, pero bastaron para que repicase el gong de los mentideros digitales —a los de papel, que yo sepa, no saltó— y la noticia culebreara por la Red.

Varios periodistas intentaron dar conmigo, según me informó Javi desde Madrid, pero yo no me di por aludido, utilicé como cortafuegos a mi ayudante y le sugerí que se quitara de encima a los moscones diciéndoles que su jefe estaba escribiendo un libro —lo que era cierto— en paradero ignoto (lo que no lo era) y había dado órdenes tajantes de que no se le molestara.

La treta funcionó. Si no soy fácil de localizar ni siquiera cuando estoy en España, menos aún lo seré, digo yo, en tan remotas tierras, pues viajo sin el móvil, no tengo perfil en Twitter y nunca he braceado ni bracearé en el peligroso remolino de las redes sociales, que tantas reputaciones se cobra.

El frufrú mediático cesó a las cuarenta y ocho horas, y yo, buey solo y sordo al tam tam, me fui tan ricamente aquella noche a zamparme una ijada de atún con un par de botellines de sake en el izakaya de la esquina.

No soporto los mordiscos de la prensa en mis talones (ni en otras partes más delicadas). Los periodistas —lo dice uno que por ley de sangre y en sus ratos libres, y a veces a regañadientes, lo es— se han convertido en una patulea de chismosos, embusteros y soplones que juegan a detectives de Raymond Chandler, pero no pasan de ser la portera del inmueble.

 

 

Enumero algunas de las falsedades sobre Roldán que aún circulan por las redacciones de los medios de desinformación y que, por culpa de tanto sabueso de nariz roma, han echado raíces muy difíciles de extirpar en el imaginario del pueblo llano...

Antes se llamaban bulos. Ahora, rindiendo pleitesía al imperialismo lingüístico del inglés y a la cursilería imperante, son leyendas urbanas.

 

Primer bulo: Roldán está forrado...

No es cierto. Ya lo desmentí. Es probable que usted, lector, por insignificante, pringado y enculado que sea, disponga de más dinero que él. Basta con ver cómo vive ese hombre, y yo lo he visto en su salsa de Zaragoza, París y Moscú, para llegar a la conclusión de que no tiene un chavo. Con todo arrambló Paesa, menos con los trescientos millones de pesetas (sobre un total, grosso modo, de mil cuatrocientos millones), que recuperó el Estado español repatriando fondos de Suiza y vendiendo en pública subasta, a precios de orillo, algunos de los bienes raíces que en Madrid, Cádiz, Navarra, Zaragoza, París y las Antillas francesas poseía el reo.

 

Segundo bulo: Roldán fue taxista y saltó bruscamente a la opulencia desde tan humilde situación...

Pero ¿de dónde sacará la gente cosas así?

Ni fue taxista ni su enriquecimiento fue tan brusco como dicen. Se lo forjó poco a poco al hilo de una pila de años de perseverante latrocinio. Su carrera, fruto de la época y de la sinvergonzonería inherente al carácter de los españoles, fue análoga a la de tantos otros: la del clásico tipo del montón que entró en el Partido Socialista poco después de la muerte del Generalísimo, cuando la organización estaba en cuadro y sus líderes necesitaban apparátchiki sin más méritos que los de la lealtad, la laboriosidad, la mediocridad y el servilismo para ir colocándolos como peones de ajedrez en las casillas del partido y, llegado el caso (que, en efecto, llegó, y más pronto de lo que se auguraba), del Gobierno.

Algo de verdad hay, sin embargo, en el cuento del taxi... Su padre heredó uno de su suegro, lo condujo durante algún tiempo, muy poco, y luego fue adquiriendo otros hasta disponer de una minúscula flotilla, pero no era él quien se ponía al volante. Y su hijo, menos.

 

Tercer bulo: el relativo a las orgías, el desenfreno y la disipada vida de quien siempre había sido, en lo relativo al sexo, las drogas y el rock and roll, para decirlo de algún modo, un horterilla de provincias, un paleto baturro, un personaje de película de Paco Martínez Soria (paisano suyo), un santurrón progre ajeno a la relativa libertad de costumbres que el posfranquismo había puesto en circulación. ¿Swinging, intercambio de parejas, putas rumanas? Tonterías... Ya hablé de esto a propósito de las fotos publicadas por Interviú en las que Roldán aparecía en calzoncillos, lanzado, drogado, rodeado de mujerzuelas y amigotes, y dispuesto a entrar a matar, según la revista, aunque la estocada, a juzgar por el escaso relieve de la zona inferior de los gayumbos, no pareciera inminente ni, menos aún, se anunciara fulminante.

Aquello, pese a su carácter de simple anécdota, dañó gravemente la reputación de Roldán. Hubiera podido éste querellarse contra la revista, pero no estaba ya el horno para tales bollos cuando el reportaje, con su protagonista en situación de busca y captura, apareció. Más valía dejarlo estar.

Indagué sobre tan chusca y cuartelera historia en mis conversaciones castilfrienses y zaragozanas con el supuesto sátiro, al que no conseguía imaginar metido en berenjenales de esa índole.

—¿Orgía? —exclamó, pagando con pregunta mi pregunta—. Jamás he intervenido en ninguna.

—¿Tampoco en aquélla?

—Tampoco.

—Pero apareces en calzoncillos, y hay chicas, alcohol, cocaína...

—Eso fue lo que dijo la revista, pero no era cierto.

—¿Te refieres a la farlopa?

—Sí. No la había ni por asomo. Lo que ellos tomaron por cocaína era un paquete de kleenex. Siempre llevo alguno o, mejor dicho, varios.

—¿Ahora también?

—Sí. Mira...

Echó mano al bolsillo y puso encima de la mesa un paquete de servilletas de papel.

—¿Es por el asma?

—No. Es por la rinitis, que en la cárcel se hizo crónica. Los amigos me llaman «el hombre kleenex».

—Esas fotos se sacaron en Palma de Mallorca.

—Sí. Habíamos ido allí tres parejas a pasar un fin de semana. Gente de lo más normal...

—¿Fuiste con tu mujer?

—No, no. Ya me había separado de Ángeles, la primera, y a Clara ni la conocía.

—Pero ibas emparejado.

—Con un rollete sin importancia, de esos que llegan, pasan y se van.[*]

—¿Cuándo sucedió todo eso?

—En la primavera del 88.

—Ya eras director de la Guardia Civil.

—Desde unos meses antes... No muchos. Cinco o seis.

—Supongo que un cargo así ayuda a ligar.

—Menos de lo que crees.

—A las mujeres les gusta el poder. Lo ven como un rasgo de virilidad. A los hombres les pasa lo contrario. Se asustan. Una vez, hace ya tiempo, leí en el Paris Match una encuesta sobre las motivaciones de las mujeres a la hora de acostarse con un tío. Creía yo que la principal sería que fuesen guapos o ricos. Pues no. Lo que encabezaba la lista, pásmate, era la fama, la popularidad, ese tipo de cosas... Que fuesen personas conocidas, ¡vaya! Pero en fin, dejemos eso. Estábamos en Palma. ¿Qué pasó?

—Eran las fiestas de la ciudad. Había una feria, la recorrimos y una de las chicas, la mía, ganó un mono de peluche en una tómbola. Luego se puso a diluviar, terminamos hechos una sopa y nada más llegar al apartamento que habíamos alquilado durante unos días nos cambiamos de ropa.

—¿Cuántos dormitorios había en ese picadero?

—Tres, a razón de uno por pareja. Y no era un picadero, sino un apartotel. ¡Qué mal pensado eres!

—Es mi obligación. Sigue, sigue...

—Hacía bastante calor y yo me quedé un rato en calzoncillos mientras se secaban la camisa y los pantalones. Ten en cuenta que estábamos entre amigos. Había confianza. A veces, aquí, en mi casa, también me paseo en ropa interior, a condición de que no haya visitas. Normal, ¿no? ¿Tú no lo haces?

—Las chicas...

—Ya te he dicho que la mía era un ligue de poco recorrido. Yo, entonces, estaba soltero. Las demás eran las mujeres de mis amigos: señoras respetabilísimas. Ni ellas ni ellos se habrían prestado a amontonamientos.

—¿Y las fotos?

—Eso es una historia demencial. A uno de los presentes se le ocurrió sacarlas en plan de broma. Yo le dije que no lo hiciera, que las carga el diablo y que a saber dónde podían acabar, y él me prometió que las rompería.

—No lo hizo.

—Pues no, no lo hizo, y luego, cinco años después, cuando estalló el escándalo, se las vendió a Ruiz-Mateos...

—¡A Ruiz-Mateos!

—Como lo oyes. Y él se las entregó a la revista.

—¿Gratis?

—Sí, gratis... Nuestras relaciones no eran muy buenas que digamos, aunque fluctuaban. El propietario de Rumasa fue el brazo del destino que se abatió sobre mí. Ya ves lo que son las cosas. Es posible que sin su intervención yo hubiera llegado a ser ministro de Interior y luego, al perder el PSOE las elecciones, me habría ido de rositas y estaría ahora disfrutando de mis ahorros en París o en la isla de San Bartolomé junto a Clara y mis hijos. Posible, digo, no probable, porque todo estaba ya muy envenenado y en cualquier momento, con Ruiz-Mateos o sin él, podía saltar el polvorín por los aires.

—¿Ahorros has dicho, Luis? ¿No te parece un poco cínica esa expresión?

—Ahorros eran, fuese cual fuese su origen.

—Explícame lo de Ruiz-Mateos.

—Quería vengarse del PSOE y por eso, para hacerle daño, presentó una querella contra mí el 17 de diciembre de 1993. Así empezó todo.

—¿Efecto dominó?

—Efecto dominó. Un par de meses después estaba yo huido en París y encerrado por Paesa en un apartamento de moros frente al Sena.

—Dijiste antes que tus relaciones con Ruiz-Mateos fluctuaban...

—Sí, porque pasado algún tiempo, encontrándome ya en Brieva, al hombre le entró el remordimiento por el follón en el que me había metido y me envió un par de cartas en las que me pedía perdón. ¡A buenas horas!

—El arrepentimiento, en todo caso, fue pasajero. Más que contrición de buen cristiano sería atrición de fariseo.

—¿Por qué lo dices?

—Porque en 2010, cuando tú ya estabas libre, su abogado solicitó en sede judicial (la de Garzón, por cierto) que te retirasen el pasaporte y te obligaran a devolver todo lo robado.

—¿Cómo lo sabes? A mí no me consta.

—Lo he leído o quizá me lo haya comentado alguien... No estoy seguro.

—Figurará en las actas del proceso...

—Supongo que sí, pero da igual. Volvamos a lo de las fotos. ¿Por qué las tenía Ruiz-Mateos?

—Las compró. Creo que la broma le salió por treinta millones de pelas.

—Y luego se las pasó gratis a Interviú, según dices, sólo por joder.

—Por joder al PSOE, no a mí. Pero fui yo quien pagó el pato.

—¿Estás seguro de todo eso?

—Hay constancia documental.

—¿Quién sacó las fotos? No me has dicho su nombre.

—El hijo de unos bodegueros andaluces que luego se arruinaron. Su madre era familia de la madre de Ruiz-Mateos. Prima, o algo así. No lo sé con exactitud.

—Es curioso. A mi padrastro le enviaban todos los años, por Navidad, una caja de botellas de ese jerez, el de Agustín Blázquez, que tenía entonces muchísimo prestigio. En mi casa no las bebía nadie y se iban acumulando hasta que yo llegué a la universidad, empecé a tontear con chicas y me puse a echar mano, poco a poco, de esa reserva, que anualmente se renovaba. Llevaba botellas a los guateques e incluso a un bosquecillo cercano a la Facultad de Letras en el que las chavalas y yo nos las bebíamos a morro. Y morreándonos, claro... Los besos sabían a jerez.

—Pero no saliste en Interviú...

—Esa suerte tuve. Te estoy hablando de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Supongo que mi familia estaba al tanto del saqueo, pero nunca me lo reprochó. Las botellas yacían tan olvidadas como el arpa de Bécquer en el hueco inferior del trinchante de caoba del comedor.

—Buenos tiempos aquéllos, Fernando.

—Sí, buenos tiempos, que nunca volverán... El mundo se ha acabado.

—El mío se acabó en el 93.

 

Cuarto bulo (no por ingenuo menos surrealista): el enriquecimiento de Luis Roldán, según algunos dirigentes del partido en el que aún militaba, se debía al éxito alcanzado en el cultivo de melocotones no sé si transgénicos, transexuales, extraterrestres o fortalecidos por la radioactividad de cualquier reactor nuclear un poco chungo, digo yo, pues se necesitarían miles y miles de toneladas de la fruta en cuestión para generar la inmensa fortuna que, paradójicamente, llevó a la ruina a su titular.

Parece ser, y ése sería el origen del bulo, que Roldán y tres compañeros de partido compraron una finca en Mequinenza con la intención de plantar allí melocotoneros, pero éstos, vinieran de donde viniesen, tanto si lo hacían desde el planeta Marte como desde la vega de Cieza, jamás llegaron a su destino.

Menciono este bulo, pese a su insignificancia, para ilustrar con él la situación de absoluto estupor que produjo en el PSOE y en el Gobierno de Felipe la noticia de que el director de la Guardia Civil —¡nada menos!— era un maleante metido hasta el gañote en asuntos turbios.

Pepe Bono cuenta en sus diarios lo que sigue:

 

Me comenta Ventura Pérez Mariño que, antes de que Diario 16 dijera nada de Luis Roldán, Raúl Morodo le tenía dicho que compró una casa a Carlos Ibarra por ciento cincuenta millones de pesetas y que se escrituró por unos sesenta. Llamo al secretario general técnico de Interior, Miguel Ángel Montañés, que es paisano, de Villapalacios, y le pido opinión sobre Roldán. Me dice: «Todo parece un montaje para impedirle ser ministro. Por lo que yo sé, Roldán es un buen agricultor y el éxito de sus negocios reside en que produce melocotones tempranos que exporta con resultados económicos increíbles. Ésa es la información que esta mañana me han dado». No sé si reír o llorar, o si verdaderamente es Montañés quien se ríe de mí con esto de los melocotones.[39]

 

Y luego:

 

[...] aunque no tengo relación personal con él, llamo a Roldán y le digo: «Si todo lo que cuentan es mentira, debes salir a desmentirlo». Me contesta: «Mi patrimonio es fruto del trabajo durante más de veinte años. Después de tanto tiempo como director general de la Guardia Civil he firmado muchas disposiciones contra muchas personas que ahora me lo hacen pagar con filtraciones insidiosas y mentiras. Yo soy honrado, muy honrado, y lo voy a demostrar». Me lo dice con fuerza y le creo.[40]

 

Sus correligionarios, como se ve, fueron al principio incapaces de reaccionar y, cuando por fin lo hicieron —turulatos como estaban—, era ya demasiado tarde y sólo les quedaba el asidero de los disparates para utilizarlos como disolvente y el de convertir en chivo expiatorio a quien podía morir matando, cosa que, en definitiva, Roldán, cobardón y cauteloso, nunca hizo, aunque amagó con hacerlo.

¿Todos picaron?

Casi todos, porque en aquel puerto de arrebatacapas había que ser primo de solemnidad para no meter la mano hasta el codo en el cepillo.

La banalidad del mal. Si el ciego cogía las uvas de dos en dos, ¿por qué no iba a cogerlas su lazarillo de tres en tres?

Seguro que Roldán había leído esa novela o, por lo menos, conocía tan célebre pasaje. Sin pícaros no hubiese existido el género de la picaresca, pero ésta, a su vez, por realimentación, se convirtió en manual de instrucciones de muchos pícaros. Raros eran, entre los tipos de alto copete que rodeaban al zaragozano, quienes no recibían sobresueldos de dos uvas. Con las comisiones se pasaba a tres. O a cuatro. O a mil millones.

Es lo que hizo Roldán: entrar por uvas y llevárselas a su lagar. Lo extraño es que nadie, en su entorno, al ver que el jefazo de la Benemérita no denunciaba, como hubiera sido su deber, semejante trapicheo de sobres y talones, se maliciase que el muy ladino los estaba cogiendo de tres en tres.

 

 

Un addendum agrícola al bulo de los melocotones...

El periodista Juan Luis Galiacho publicó en el suplemento Crónica del diario El Mundo correspondiente al 22 de agosto de 2004 un reportaje[41] en el que sostenía que Roldán cultivaba tomates en el módulo de aislamiento de la cárcel de Brieva. Divertida metamorfosis, tan carente de fundamento como el bulo de los melocotones. Roldán, al que por segunda vez convertían en labrador, montó en cólera, no tanto por el embuste de los tomates —«¡Dime tú cómo coño puede crecer una hortaliza en el cemento!», exclamó al mentarle yo el asunto— cuanto por otros pormenores del reportaje, pues había en él numerosas cargas de profundidad relativas al lamentable estado psíquico en que se encontraba el preso.

El periodismo, como de la teología dijese Borges, es una rama de la literatura fantástica. Yo mismo pude comprobar, cuando visité la cárcel de Brieva, que en el suelo del módulo de aislamiento —casi una penthouse— ocupado por Roldán no había un solo centímetro de superficie que no estuviese aplastado por una espesa capa de cemento.

Lo único que el recluso regaba y cuidaba con la atención que cabe suponer —recuérdese el gorrión de Burt Lancaster en la película El hombre de Alcatraz— eran las macetas de uno de los funcionarios, pero eso acabó a raíz de la aparición del reportaje de Galiacho. Lo escrito por éste generó daños colaterales, como llaman ahora a lo que antes sólo eran efectos secundarios, y también, de rebote, algunos beneficios del mismo jaez.

El director de la cárcel de Brieva llegó a la conclusión —errónea, puesto que Roldán, sometido a un régimen de férrea vigilancia durante las veinticuatro horas del día, no podía establecer comunicación alguna con el exterior a espaldas de sus celadores— de que era el cautivo, y no, bajo cuerda, cualquier «garganta profunda» de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, quien había suministrado información al periodista, y abrió diligencias al respecto.

De resultas de las mismas se prohibieron las macetas —¿por qué? ¿Qué daño hacían? No consta que hubiese en ellas marihuana— y se retiraron los manteles que cubrían las mesas del salón de la penthouse, digo, del módulo, pero, en compensación, se instaló una nueva tele, menos arcaica que la anterior, y se repintó de arriba abajo todo el recinto, cosa que llevaba diez años sin hacerse.

Otro efecto secundario: el hijo mayor de Roldán, cuya salud siempre había sido frágil, sufrió una grave crisis de ansiedad al leer el reportaje sobre el estado anímico de su progenitor. Lejos de mí la tentación de cargar ese patatús, pasajero, por suerte, en la cuenta de un periodista de investigación tan solvente, por lo general, como lo es Juan Luis Galiacho, pero bien podría éste haber reconocido que jamás habló —eso asegura Roldán, y no creo que mienta— con el protagonista de su reportaje.

¿A quién puede extrañar la mala prensa que la prensa tiene?

Roldán la odia. Clara, su ex mujer, la odia. A mí tampoco me cae simpática. No hay paparazzi —Galiacho no lo es— que no merezca una buena patada en los cojones. O en el trasero, si no los tiene.

 

 

Anotación del 13 de junio de 2001 en los diarios de Roldán:

 

Tengo un nido de gorriones y otro de golondrinas en la puerta del patio. Cuando salgo, el gorrión vuela y se queda en la tapia vigilando. Las golondrinas salen, dan vueltas, y vueltas, y vuelven a entrar y salir. Me resulta entrañable ver cómo cuidan sus huevos, primero, y sus crías después.

¿Y yo? Ni entro ni salgo ni estoy en la tapia.

¿Hasta cuándo? Tal vez para siempre.

 

Pido aclaraciones a Luis sobre su relación con los gorriones. Me cuenta, por correo, que un día, en la época de cría de esos pájaros, encontró uno en el suelo, mientras paseaba por el patio. Eso, al parecer, era relativamente usual. Los pajarillos anidaban en el techo del módulo y, a veces, cuando aún eran polluelos incapaces de volar, se caían y morían. Roldán, al verlo, se echó a llorar.

 

Quizá te parezca excesiva mi reacción —escribe—, pero tenía la sensibilidad a flor de piel, sobre todo en lo relativo a cosas que guardasen relación con el sufrimiento, con la muerte, con la fugacidad de la vida. Me conmovieron el dolor de la madre y sus esfuerzos para ayudar a su hijo, que piaba desesperadamente, llamándola. Siguió llevándole comida hasta que guardó silencio y se quedó inmóvil. Yo no me atreví a cogerlo. Lo dejé allí y durante muchos días vi cómo el sol y la intemperie iban consumiéndolo, reduciéndolo a la nada. No sé, Fernando. Era una tontería. Al fin y al cabo se trataba sólo de un gorrión. Seguro que en otro momento y en otro lugar mi reacción habría sido muy distinta. Pero aún hoy llevo clavado en el alma el recuerdo de aquel animalillo desesperado. Chorradas mías, quizá.

 

El birdman de Brieva, no de Alcatraz.

Todas las cárceles se parecen. En la de Rubashov no había pájaros, al menos que yo recuerde, pero seguro que los oía cantar.

El director del módulo de aislamiento eliminó las macetas, pero no se atrevió a arrancar los nidos de los gorriones y de las golondrinas. Quizá fue porque Galiacho no habló de ellos.

Roldán, según el periodista, y eso sí que era verdad, no como lo de los tomates, abrigaba intenciones de suicidio. Me pregunto si conocía y si alguna vez recordó, mientras paseaba por el patio cubierto de cemento, el verso de Juan Ramón: «Y yo me iré, / y se quedarán los pájaros cantando...».

O los gatos ronroneando.

 

Quinto bulo: el referente a la supuesta apropiación de setenta y cinco millones de pesetas de los fondos de la Asociación de Huérfanos de la Guardia Civil. Entre los papeles que me pasó el abogado defensor de la mujer de Roldán (y, posteriormente, también de su marido) figura el acta judicial en la que se certifica que esa acusación es falsa de arriba abajo.

Roldán la lleva como un estigma, pues todavía hay —me explica— quien se la restriega.

«Se trata de un episodio ignominioso y muy doloroso para mí... Una hijoputez sin nombre, que aún arrastro como una cruz.»[*]

En conversaciones posteriores, cada vez que de pasada se mencione ese asunto, saltará como si le hubiese mordido una serpiente de cascabel.

—Es, quizá, entre todas las mentiras que se dijeron sobre mí, la que peor llevo. Una cosa es quedarse con comisiones de empresas que están forradas y otra llevarse los cuartos de chicos que han perdido a sus padres en atentados terroristas. Ponlo, Fernando, ponlo...

Y lo pongo. Plegaria atendida.

Pero robar —mascullo sin que mi interlocutor lo oiga— es robar, se robe a quien se robe. No es cierto que quien roba a un ladrón merezca cien años de perdón.

 

Sexto bulo (el de mayor alcance): si Roldán, dejándose de gaitas, se atreviese a volcar los cajones de lo que oculta, podría llevarse por delante a muchos personajillos que aún colean, con las espaldas cubiertas y las espadas en alto, y ocupan puestos de responsabilidad en el PSOE, en sus aledaños, en sus tentáculos, en la Administración, en las grandes empresas, en la banca...

Tampoco es verdad. Los delitos que el ex director de la Guardia Civil, ex ministro de Interior in péctore y ex presidiario estaría en condiciones de destapar ya han prescrito. Todo lo que Roldán puede saber se remonta a hace más de veinte años. Lo único que conseguiría al tirar de la manta es un fuego graneado de querellas, y en casi todas saldría trasquilado, pues la corrupción rara vez deja rastro probatorio: se paga en negro, se cobra en negro, se invierte en negro. Donde la presión fiscal es excesiva, y en España lo es hasta extremos que jamás, antes de Rajoy, habríamos imaginado, todo se torna negritud.

 

Hay más bulos, pero lo dejo aquí. ¿A qué ton agitar lo que carece de posos?

La mala uva del pueblo llano y la suficiencia de los todólogos de las tertulias, que hablan como si fuesen pontífices en un concilio, seguirán haciéndolo. En agosto de 2013, cuando ya era de dominio casi público el nombre del protagonista del libro que me obligaba a llevar una vida de fraile de clausura en Castilfrío, repleto aquel mes de alegres veraneantes, una vecina se descolgó, no sin gracejo, con un anagrama en el que yo, bobo de mí, no había caído...

—¿Roldán? ¿Te has dado cuenta de que si cambias de orden las letras de su apellido sale «ladrón»?

Fingí que lo sabía para defender mi honrilla de escritor supuestamente diestro en los juegos de palabras.

—Sí, claro —comenté con una sonrisa forzada—. Los romanos decían: nomen est omen... El nombre es el destino.

—Por algo te llamas Dragó —repuso ella.

 

 

Echaba de menos a mi hijo. Nunca me había sucedido eso. ¿Estaba, efectivamente, envejeciendo? El 14 de noviembre, como dije, regresé a la ciudad en la que preferiría no haber nacido. Akela era ya epicentro arrollador del terremoto —visible y audible— que hacía temblar la casa. Apenas pude escribir y, menos aún, bucear en el testimonio que tanto me encorajinaba.

Visité a algunas personas, muy pocas, pues juzgué que era prematuro hacerlo antes de haber revisado toda la documentación entregada por Roldán, y me encerré de nuevo con Javi en mi refugio soriano, donde permanecí desde el 1 hasta el 10 de diciembre, para dar un empujón, por breve y leve que fuera, a mis dos empeños: el libro sobre el nacimiento de Akela, que se quedó con su madre en Madrid, y la lectura de los diarios, que cada vez se me hacía más cuesta arriba.

Una tortura. Visto uno, vistos todos, aunque de tanto en tanto relampaguease entre su hojarasca el fulgor de un dato nuevo, de una opinión relevante, de un episodio significativo, de una anécdota curiosa, de un trallazo de emotividad, de un arrebato de desesperación, de una temblorosa lucecilla de esperanza...

Y, sin embargo, como historial clínico, aquel documento era impagable.

A lo largo de él, poco a poco, en morosa y morbosa teatralización de un implacable estilicidio judicial, penitenciario y psicológico, el lector asistía nada menos que a la demolición de la identidad de un hombre.

¿Rubashov?

Sin duda... El paralelismo era evidente. De la imposibilidad de mantener la conciencia del yo en la cárcel y de la destrucción de la personalidad de un condenado trata, en definitiva, El cero y el infinito.