Londres, abril, a 17 del año del Señor de 1752, y vigesimoquinto del reinado de su graciosa majestad don Jorge Segundo, rey del reino de Gran Bretaña y de Irlanda.
Mi muy respetado e ilustre caballero y amigo:
Confirmando mis anteriores epístolas, me place confirmarle el interés de mi muy considerado cliente mister John Blackwood en el negocio propuesto a través de su mandatario mister Giovanni Conti, así como su disposición a satisfacer el precio solicitado por las pinturas que le han sido detalladas. Como ya sabe, mi cliente mister Blackwood dispone de una admirable colección de maestros españoles, como el sevillano don Bartholomé Esteban Murillo, don José de Ribera llamado Españoleto, don José Jiménez Donoso, don Juan Bautista de Espinosa, don Juan Bautista Maíno y varios otros. Muchas de ellas adquiridas en la almoneda de la condesa de Verrie, como ya tuve ocasión de explicarle. Y mucho le placerá a mister Blackwood completarla con las pinturas ofrecidas de ese gran pintor español que tantos elogios merece de todos nosotros, al que tanto recomiendo y que tan grandes obras ejecutó para ustedes.
Otros asuntos me retendrán en Francia y Flandes durante este verano, y a su finalización he de completar otros negocios en Inglaterra, en Liverpool y Brighton. Pero, sin duda, poco antes de Samhain tengo previsto partir desde Dover para Cádiz, adonde, si el Señor así lo quiere, llegaré en los primeros días de noviembre.
Entonces podré hacerle entrega del primer plazo del precio pactado y al que mister John Blackwood ha asentido y confío en poder regresar con algunas de las telas comprometidas. A la entrega de las restantes se pagará el total precio, según lo convenido, a través de nuestros banqueros los señores Baring, mediante el corresponsal que allí mantiene. Comprendo la dificultad testamentaria para hacer entrega de una vez de todas las telas y mister Blackwood también la comprende y consiente. Únicamente hace ver que la comisión de mister Conti habrá de correr por cuenta de usted, como es norma.
Agradeceré confirmación de ésta. Si no pudiera estar presente usted o un enviado suyo en el puerto de Cádiz en el día que en su momento le señale para hacerme llegar a Jerez y a su casa, no dude que sabré encontrar los medios.
Recibirá noticias mías prontamente.
Quedo afectísimo suyo y por usted elevo mis oraciones en súplica de las mejores venturas para usted y sus socios, y las familias de todos, al Dios que es de ambos.
Firmado
Francis Jameson
* * *
Jacinto Jiménez Bazán, sotasacristán de la iglesia colegial, abrió con cuidado y procurando no hacer ruido la puerta de la casucha que habitaba en la cuesta del Aire, a pocos pasos de la puerta de la Visitación del templo en obras. Atravesó el sombrío zaguán, asomó la calva cabeza y, mirando a diestra y siniestra, comprobó que no transitaba nadie por el callejón y que todos los velones de las casas contiguas estaban apagados. Era noche cerrada ya. La hora undécima de las nocturnas había sonado hacía unos instantes en el cercano campanil de San Dionisio, avisando de la queda. Se acomodó bajo el brazo el cantarillo que portaba, se ajustó la capucha, cruzó la balaustrada de piedra y se plantó ante el portalillo de la iglesia. Abrió con su llave, cuidando de que los goznes no chirriaran. Volvió a comprobar que nadie rondaba y se adentró en el templo.
Cerró la puerta tras de sí y aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad de la nave. Poco a poco fue distinguiendo bultos y volúmenes. A esas alturas del siglo, y después de muchas décadas de esfuerzos, colectas, súplicas y dineros, se veía cercano el final de unas obras que a todos los jerezanos se les habían antojado eternas. La nave principal, la del Evangelio y el presbiterio ya sólo estaban a falta de remaches, algunas cubriciones, ornatos y acabados. Para las naves de la Epístola todavía quedaban años de trabajos, pues aún no se habían cubierto, y era allí donde se amontonaban materiales, herramientas y pertrechos: arenas del Guadalete, ladrillos de arcilla y piedras para labrar, maderas nobles y bastas, lenguas de gato, paletas y talochas, cimbras y andamios, escaleras, marros, cribas, picos y demás utensilios de maestros de obras y alarifes, canteros y tallistas, oficiales y peones.
Jacinto Jiménez, cierto de que la iglesia en obras estaba desierta, se dirigió hacia el improvisado cuarto donde el cabildo guardaba el vino de misa. Como hacía a principios de cada mes en los últimos años, desde que los canónigos regresaran de San Dionisio después de que este templo amenazase ruina, aprovechaba el relleno del tonel donde se guardaba el moscatel que el cabildo colegial adquiría a un bodeguero de la calle Muro para hurtar unos cuartillos —no más que dos azumbres o dos azumbres y medio— con los que completar la dieta de sus cinco hijos, que, a falta de carnero o perdiz, bien podían alimentar su sangre con las sopas de ese caldo dulce y nutritivo. Y para calmar su propia sed, que no era poca. Hasta hacía un par de años, los canónigos guardaban el tonel del vino de misa en la pequeña capilla adosada a la torre de la colegial, allí donde el cabildo se había recogido al tener que abandonar San Dionisio. Ahora, con las obras del nuevo templo tan avanzadas, ya cubierta la nave del Evangelio y siendo harto escaso el espacio disponible en aquella capilla, habían acondicionado en la colegiata un cuarto donde atesoraban a buen recaudo el vino de consagrar, las palmas del pasado Domingo de Ramos que habrían de ser después quemadas para obtener las cenizas con que marcar las frentes de los feligreses en el primer miércoles de Cuaresma, cálices y patenas y otros utensilios sagrados. Aunque los oficios y el coro aún se seguían celebrando a duras penas en la pequeña capilla de la torre.
Jacinto había conseguido hacerse con una llave del candado que cerraba el cuarto aprovechando un descuido de uno de los canónigos. Allí se dirigió, cuidando de no hacer ruidos y de no tropezar con nada. Manipuló el candado, lo abrió con torpeza y se adentró en la tosca dependencia. Se acercó al tonel, desenroscó la botana y comprobó que estaba lleno. Colocó bajo la espita el cantarillo que portaba, la abrió y dejó que el líquido, fragante y oscuro, color de almendra garrapiñada, lo llenase. Antes de que rebosara, cerró la espita, se llevó el cántaro a los labios y pegó un buen buche. Se limpió la boca con el dorso de la mano, se pasó la lengua por los labios con deleite, como para no desaprovechar ni una gota, y tornó a beber largamente. Volvió a abrir la espita y colmó el cántaro otra vez. Ajustó el corcho en la boca de la vasija y se la puso bajo el brazo. Comprobó que todo estuviese como antes de su llegada y abandonó la estancia. Salía a la nave del Evangelio cuando oyó un ruido, el rumor de una conversación que llegaba no muy distante. Del presbiterio o de lo que habría de ser la capilla de las Ánimas, como muy lejos. Alarmado, se escondió, trastabillando, detrás de una de las columnas istriadas de la nave y allí aguardó, medio temblando.
Las voces se fueron acercando. Eran varias y resonaban en la soledad y en el silencio del templo. Poco a poco fue distinguiendo palabras, primero inconexas, luego, inteligibles. A medida que la conversación lo iba asombrando hasta el extremo de aturdirlo, cedieron la aprensión y el miedo y dieron paso a la curiosidad. Asomó la cabeza por la columna y a no más de diez pasos y envueltas en sombras distinguió cuatro figuras oscuras que formaban corro en medio de la nave, frente al presbiterio. Quedó escuchando, intrigado, procurando permanecer entre las sombras. Al principio sólo consiguió entender palabras difusas que parecían referirse a pinturas, a cuadros, a doña Catalina de Zurita y Riquelme, que sabía Dios quién sería, y a una carta de Londres. Y también consiguió entender otro nombre que tampoco le sonaba de nada: Ignacio de Alarcón. O algo así.
Aguzó el oído, logró captar otras frases y otros designios y lo embargó una sensación de pasmo. «¡No era posible!», se dijo. Un rayo de luna asomó entonces por una de las partes descubiertas del templo e iluminó fugazmente a los contertulios. Distinguió a uno, a dos, a tres de ellos. «¡Aquello no podía ser verdad!», volvió a decirse.
Se recostó tras la columna e intentó amansar la respiración, que se le antojaba ruidosa. Poco a poco las voces se fueron alejando, hasta hacerse de nuevo el silencio. Un silencio aciago y al mismo tiempo auspicioso. Abrió el cantarillo y dio un trago largo del vino de misa que le chorreó por las comisuras de sus labios. Cuando se sintió seguro, salió del refugio y se apresuró a abandonar el templo por el portillo de Visitación. Comprobó que el callejón estaba desierto y buscó la protección de su casa. Se sentó junto al fogón, abrió de nuevo el cántaro y dio otro trago largo. Quedó pensativo, incrédulo, atónito ante lo que había oído.
Jacinto Jiménez Bazán era sotasacristán —o «sacristanillo», como el vulgo motejaba tal oficio— de la iglesia colegial de Jerez de la Frontera. Dado que las obras habían reducido a la mínima expresión los oficios y misas en la colegiata, el cargo de sacristán, reservado a curas y eclesiásticos, estaba vacante. Y era Jacinto quien tenía que ocuparse de la limpieza de los enseres sagrados, de asistir a los canónigos y sacerdotes, de cuidar los altares, de vigilar cepillos y limosnas, de mantener alejados de las sotanas los polvos y las barreduras de las obras y de todo aquello que los ilustrísimos y reverendísimos señores tuviesen a bien ordenarle. Por todo ello, el cabildo colegial, que sí pagaba bien a doctorales, magistrales y racioneros, sufragaba al sacristanillo unos pocos de miles de maravedíes al año. Sueldo que le era insuficiente para dar de comer a cinco hijos y una mujer, y eso que no pagaba arriendo por la casucha de la cuesta del Aire —cuatro habitaciones mal ventiladas en las que matrimonio e hijos vivían amontonados—, que el cabildo le cedía de balde.
El alba de mayo lo sorprendió sumido en cavilaciones. Sin darse cuenta, había vaciado el cantarillo de vino de misa, mas no se sentía achispado. Muy al contrario, se sentía despierto y perspicaz. Enseguida había descartado dar cuenta al corregidor o a los justicias de la ciudad de lo que había visto y oído. Ante ellos, su palabra, frente a la de hombres poderosos, nada valdría. Tendría, pues, que tomar otros atajos.
Lo que había escuchado esa noche en la iglesia colegial habría de reportarle beneficios, o dejaba de llamarse Jacinto Jiménez Bazán, natural de Jerez, de la collación del Salvador, hijo de Sancho y Josefa. Vive Dios que así sería.
Aquellos cuatro hombres, a tres de los cuales había reconocido sin duda alguna, no hablaban de poquedades por sus marrullerías. Hablaban de cientos, de miles de escudos de oro. Y algunas de esas monedas, el diezmo como mínimo —ellos, que tanto sabían de diezmos, lo entenderían—, tendrían, se dijo Jacinto, que acabar en su bolsa, como que Dios existe y es bueno y poderoso.