Semana 1 del juicio, lunes
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En cualquier caso, me encantaba estar con Amanda. Íbamos casi siempre juntas. En clase y en el comedor nos sentábamos juntas, estudiábamos juntas y hacíamos pellas juntas. Rajábamos de las tías que nos caían mal («no es por ser zorra, pero»), ascendíamos hacia ninguna parte en las máquinas de steps del gimnasio. Nos maquillábamos juntas, íbamos de compras juntas, hablábamos durante horas, chateábamos sin interrupción, nos reíamos de aquella manera en que se ríen las chicas en las pelis cuando una está boca abajo en la cama de la otra mientras esta está de pie en el colchón y lleva un camisón demasiado corto y usa un cepillo a modo de micrófono mientras hace playback de una canción buena o imita a alguna petarda del instituto.
Salíamos de fiesta juntas. Amanda se emborrachaba enseguida. La trompa siempre seguía el mismo patrón: risitas, carcajadas, bailar, caer, más risas, tumbarse en un sofá, llorar lagrimones calientes que se le metían en las orejas. Vomitar, llegar a casa. Siempre era yo la que cuidaba de ella, nunca al revés.
Me gustaba estar con Amanda, poder desconectar de todo. Junto a ella parecía evidente que el sentido de la vida era pasarlo lo mejor posible. Y, por lo demás, su papel de rubia tonta resultaba de lo más entretenido. Si le preguntabas qué tiempo iba a hacer, te contestaba «chanclas». O «pantis tupidos». Si hacía mucho frío, contestaba que aquello era «un maldito resort de esquí» y entonces venía al instituto con leggings térmicos, botas forradas y anorak de plumas con cuello de piel de conejo.
Decir que Amanda era superficial sería demasiado fácil. Desde luego, no habría podido sacarse un dinero extra como editorialista en un periódico serio. Opinaba que «la represión es horrible», que «el racismo es horrible» y que «la pobreza es superhorrible». Era una tartamuda positivista. De las que duplican las valoraciones. Supersuperbien, megamegachulo y miniminidiminuto. (Esto último incluso contaría como triplicación). Su visión de la política, de la igualdad o de cualquier otra cuestión cogida al azar se basaba en los tres capítulos y medio que había visto de Objetivo: periodismo de investigación (y con los que había llorado). Y cuando miraba los vídeos en YouTube del hombre más gordo del mundo saliendo por primera vez en treinta años de la casa en la que vivía te decía: «¡Shhh! Ahora no, estoy mirando las noticias».
De lo que más le gustaba hablar a Amanda era de sus propias angustias. Se inclinaba y te susurraba lo pesados que eran los trastornos de alimentación y el insomnio («de verdad, superpesado»). Durante una época me explicó que «tenía» que evitar el color verde y el número nueve, que «tenía» que evitar los bordes de las aceras («o sea, no es algo que yo decida, es que tengo que hacerlo; si no, me creo que voy a morir, o sea morir de verdad, realmente morir»). A veces subía el volumen si no conseguía provocar la reacción que buscaba. Podía fingir que una quemadura que se había hecho mientras tratábamos de preparar tortitas para merendar era una cicatriz de otra cosa, algo de lo que «prefería no hablar». La idea era que la gente creyera que se trataba de las marcas de un intento de suicidio. Que yo pudiera contar la verdad era una posibilidad que ni siquiera sopesaba.
Pero no era algo tan simple como que Amanda dijera mentiras, o al menos no era solo eso. Está claro que a veces la vida le parecía pesada. Y creía que la angustia era equivalente a preocuparse por si perdía el autobús y que tenía bulimia porque se encontraba mal si se tragaba doscientos gramos de chocolate con nueces en menos de diez minutos.
Amanda estaba mimada, por supuesto que sí, por su madre, su padre, su terapeuta y el que cuidaba de su caballo. Pero no era cuestión de ropa y chismes. Era otra cosa. Tenía la misma postura hacia sus padres y hacia sus profesores —hacia todas las autoridades, incluido Dios— que la que tenía hacia el personal de servicio, como si todos fueran recepcionistas de un hotel de lujo. Esperaba obtener ayuda para cualquier cosa, desde un grano en la nariz y un pendiente perdido hasta atención médica de urgencia y vida eterna. Le daba igual si Dios existía o no, pero era obvio que Él tenía que ayudar al primo de Amanda que tenía cáncer, puesto que le daba «supersuperpena», y el primo era «supersupermono, aunque se ha quedado calvo». Le daba pena la gente con problemas pero le molestaba que no sintieran la misma pena por ella.
Y era una egocéntrica. Le dedicaba tanto tiempo a su melena, larga hasta la cintura, que cabía pensar que se trataba de su abuela moribunda. La gente la veía simpática. Pero ella no era realmente simpática. Siempre te preguntaba dos veces si querías leche en el café («¿estás segura del todo?») y te hacía sentirte gorda. Decía «me gustaría tanto ser como tú, relajada y despreocupada de mi aspecto» y «eres increíblemente fotogénica», y esperaba que le dieras las gracias, porque no entendía que lo encajabas como un insulto.
Y sí, Amanda opinaba que «la política es superimportante». Pero no estaba políticamente comprometida de esa manera que hace que la gente quiera apuntarse a una asociación de jóvenes, ir de campamento y disparar con arco junto a otros semejantes en pantalón corto. Tampoco se habría teñido jamás el pelo de negro ni le habría prendido nunca fuego a una granja de visones, ni habría tenido siquiera ánimos para leerse un informe sobre el agujero de la capa de ozono y la desaparición de las barreras de coral, y desde luego no estaba políticamente comprometida de la manera en que todos los profes creían que lo estaba Samir, porque tenía un padre que había ido a la cárcel y había sido torturado por defender sus puntos de vista.
Para Amanda, la política consistía en que la diputación provincial debería financiar la operación de balón gástrico que planeaba hacerse si algún día llegaba a pesar «como sesenta kilos». Era «lo más justo», «teniendo en cuenta los impuestos que todos pagamos». Y con «todos» no se refería a su madre, pues el único dinero que su madre gestionaba venía de las vueltas de la caja del súper cada vez que iba a hacer la compra. Luego lo metía en el banco en lo que llamaba su «cuenta para zapatos», y que a Amanda le impulsaba a poner gestos de hastío. Despreciaba aquella cuenta. A mí me lo contaba, pero solo porque pensaba que su madre era ridícula, no porque le pareciera raro que esta pudiera reservar de forma impulsiva un vuelo en primera clase a Dubái con estancia en un hotel de lujo para toda la familia el puente de noviembre pero que tuviera que ocultar calderilla para poder comprarse unos vaqueros nuevos sin tener que pedir permiso.
De qué manera Amanda pasaba a formar parte de «todos» junto con su padre y el dinero de este y de qué manera le parecía que ella misma aportaba algo a la economía nacional eran temas que nunca quedaron claros.
Durante una discusión política con Christer unos meses antes de que todo pasara salió a colación el Che Guevara.
—Me parece despreciable matar a niños —dijo Amanda—. Aunque no conozco demasiado lo que pasa en Oriente Medio.
Samir estaba sentado detrás de ella, en diagonal, y Amanda tuvo que esperar un momento antes de que él entendiera que era el destinatario de su intervención.
—Así que puedo entender que odies a los americanos —dijo ella cuando por fin logró captar su mirada.
No recuerdo qué fue lo que dijo Christer. Solo que Samir me miró a mí. Directamente a mí, no a Amanda. Le parecía que era culpa mía que Amanda no supiera quién era el Che Guevara. Que no fuera capaz de distinguir entre Latinoamérica, Israel y Palestina. Y que se le hubiera metido entre ceja y ceja que Samir tenía algo personal con Estados Unidos.
Claro. Amanda estaba interesada en política a un nivel Disney Channel, y a veces costaba mirarla y verla como supersuperencantadora. Casi nunca hablábamos de política. A mí me daba dolor de cabeza y Amanda se mosqueaba porque se daba cuenta de que se le notaba que no sabía de qué estaba hablando.
Pero muchas veces pensé, tumbada en su alfombra y escuchando su voz de «ahora estamos en una peli de adolescentes en la que todos se suben de un salto al descapotable sin abrir la puerta», mientras le prestaba la misma atención que al hilo musical de un ascensor, que ella y yo éramos tan diferentes que nos volvíamos bastante parecidas. Amanda hacía ver que se implicaba y yo hacía ver que pasaba de todo. Y se nos daba tan bien fingir que engañábamos a todo el mundo, incluso a nosotras mismas.
¿Que si pienso que era una lerda? En el informe policial aparece un mensaje de Amanda para Sebastian. Se lo mandó cuatro días antes de que tanto ella como él murieran. «No estés triste —le ponía—. Pronto esta primavera no será más que un vello recuerdo».
La fiscal todavía no se ha puesto a hablar de Amanda. Se lo guarda para el crescendo. Ahora se está centrando en Sebastian.
Sebastian, Sebastian, Sebastian. Va a pasarse días hablando de él. Todo el rato. Si hay alguien en todo esto que se pueda parecer a una estrella de rock, ese es Sebastian. Sander me ha mostrado las fotografías que la prensa ha encontrado y publicado. La foto individual de Sebastian en blanco y negro del álbum de la clase ha salido por lo menos en veinte portadas, por todo el mundo, incluida la de Rolling Stone. Pero también hay otras fotos. Sebastian sonriendo con un cigarro en la boca, borracho y con sudor en la frente, de pie en la popa de su barco mientras navegamos por el canal de Djurgården de camino a Fjäderholmarna y yo sentada justo debajo, apoyando la cabeza en su regazo. Hay otra del mismo viaje en la que Samir está sentado a mi lado mirando en la otra dirección, volviéndonos la cara. Parece que lo hayamos obligado a venir, que esté aguantando el mareo por estar cerca de nosotros. Amanda está al otro lado, dientes blancos, piernas bronceadas, ojos azules, montones de pelo ondeando en la dirección adecuada. Dennis no sale en las fotos, evidentemente. Pero hay fotos suyas en el informe; Sebastian tenía algunas en su móvil, le gustaba sacarle fotos cuando iba borracho, no sé por qué no las han conseguido. La cuestión es que hay fotos suyas y de Dennis, juntos, igual de borrachos, colocados, enloquecidos. Sebastian está espectacularmente guapo en todas. Dennis parece Dennis.
La fiscal hablará más de lo que Sebastian hizo que de otra cosa, porque dice que todo lo que hizo, lo hicimos juntos. No sé cómo voy a tener fuerzas para escuchar. Pero es peligroso desconcentrarse. Porque entonces vienen los sonidos.
Los sonidos de cuando entraron en el aula y me apartaron de un tirón, el sonido de cuando la cabeza de Sebastian golpeó contra el suelo, hueco. Me resuenan por dentro, en cuanto me despisto vuelven. Me clavo las uñas en las palmas de las manos. Pero no sirve de ayuda. No puedo eliminarlos. Mi cerebro siempre me arrastra de vuelta a esa maldita aula.
A veces cuando duermo sueño con ello. El momento antes de que llegaran. Mi mano en su sangre, lo tengo tumbado en mi regazo y presiono con todas mis fuerzas. Los borbotones no se detienen, por mucho que apriete. Es como tratar de cortar el agua que sale de una manguera que ha comenzado a soltarse del grifo. ¿Lo sabías, que la sangre puede salir a chorro? ¿Que es imposible detenerla con la manos? Y Sebastian se va quedando frío, todavía lo noto, por las noches —una y otra vez—, sus manos se enfrían cada vez más. Pasa deprisa. Y sueño con el momento en que Christer exhaló su último aliento. Sonó como un desagüe en el que has echado sosa cáustica. No sabía que se pudiera soñar con el tacto de la piel de otra persona ni con cómo suenan las cosas, pero se puede. Lo sé porque lo hago constantemente.
Trato de no mirar a los que están en la sala para mirarme a mí. Ni siquiera he mirado a papá al entrar. Pero mamá me ha agarrado cuando he pasado por su lado. En sus ojos había algo que no pude identificar. Me ha sonreído, ha ladeado la cabeza y elevado las comisuras de la boca para dibujar algo que bien podía recordar a lo que me había dicho el día anterior por teléfono. Una sonrisa de «todo va a salir bien». Pero le ha dado un espasmo justo antes de que yo apartara la mirada, un microsegundo demasiado pronto, se ha quitado algo de encima con una sacudida.
Antes de que todo esto pasara, el mayor desafío de mi madre era intentar vivir sin hidratos de carbono. Subía y bajaba de peso tan deprisa que daba la impresión de que era su trabajo, y estaba de lo más satisfecha cuando tenía la comida bajo control. Ahora está aquí sentada. En el informe policial sale casi todo. No se habla solo de aquel día. También de nuestras fiestas, lo que Sebastian hacía, lo que yo hacía. De Amanda. Mamá adoraba a Amanda. También adoraba a Sebastian, al menos al principio, pero supongo que ahora ya no lo quiere reconocer.
Me pregunto si mamá cree «mi historia». Si «elige» creerla. Pero no ha dicho nada al respecto y yo no se lo he preguntado. ¿Cómo voy a hacerlo? No he visto a mamá y papá desde la audiencia de la prisión provisional, hace nueve meses, y nuestras conversaciones telefónicas no es que hayan sido confidenciales, precisamente.
¿No es raro? Que hayan pasado nueve meses sin que mamá, papá y yo hayamos estado en la misma habitación. Aunque lo cierto es que aquel día tampoco nos reunimos. Solo los vi a través del cristal que separaba la salita para declarar del tamaño de un aula escolar, en la prisión provisional, de la fila de asientos para el público en la que tuvieron que permanecer sentados por lo menos un cuarto de hora antes de que el juez dijera que la vista se haría a puerta cerrada y todos, incluidos mamá y papá, fueran invitados a salir.
Lloré desconsoladamente durante la audiencia de prisión provisional. Sin parar. Ya estaba llorando incluso cuando entramos. Me sentía más o menos igual que una oca a la que le embuten pienso a la fuerza para producir fuagrás, me encontraba igual de mal, y mamá y papá parecían estar muertos de miedo.
En la audiencia, ella llevaba una blusa nueva. Nunca se la había visto. Me pregunto de qué iba disfrazada aquel día, cuando todo era aún tan confuso. Antes de que ella supiera. Quizá penséis que iba vestida de madre que sabía, que sabía seguro, que todo era un error y que su hija no tenía la culpa de nada. Pero yo creo que iba disfrazada de una madre que lo ha hecho todo bien, una madre a la que no se la puede culpar de nada, independientemente de lo que haya pasado.
La audiencia de prisión provisional se celebró tres días después de que yo entrara en la cárcel y desearía no haber llorado tanto. Me habría gustado reventar aquel cristal para poderle preguntar a mamá cosas que no tenían ninguna importancia.
Quería preguntarle si me había hecho la cama después de que me marchara a casa de Sebastian. Tanja no trabajaba los viernes. ¿Estuvo deshecha hasta que llegó la policía? Pero ¿y luego? ¿Qué pasó luego? ¿Tanja había limpiado después de aquello, o mamá y papá le habían prohibido que entrara en mi cuarto, tal y como hacen los padres cuando sus hijos mueren y conservan la habitación intacta durante treinta años y se queda igual que la última vez que el hijo estuvo allí?
Deseaba que mamá y papá lo hubiesen hecho, quería que me lo dijeran, que todo estaba igual que cuando me fui, que la policía no había cambiado nada, que la vida, mi vida, la vida de antes, previa, estaba congelada, conservada, envuelta en varias capas de grueso vendaje para momias. Si sobrevivía a esto y podía regresar a casa, quería reconocer mi espacio.
Pero no pudieron decírmelo, claro. Y supongo que tampoco tenía ninguna importancia si mamá me había hecho o no la cama. Ya estaba al corriente de que la policía había llevado a cabo un registro domiciliario porque me lo dijeron al interrogarme. Y me habían contado que tenían mi ordenador y que se habían llevado mi teléfono del hospital (tuve que entregar todas mis contraseñas, de todos los foros, apps y webs en las que me había registrado), y cuando pregunté qué más habían cogido contestaron que «casi todo…, el iPad y papeles y… libros, la ropa de cama, tu ropa de la fiesta». «¿Qué ropa?», les pregunté, y ellos respondieron, como si fuera lo más normal del mundo: «Tu vestido, tu sujetador y tus bragas».
Se llevaron mis bragas sucias. ¿Por qué habían hecho eso? Quería reventar aquel cristal y exigirle a mamá que me lo explicara, porque no quería preguntárselo a Sander. «¿Por qué se llevaron mis bragas, mamá?». Eso quería preguntarle. No quería hablar con Sander sobre algo que tenía mis fluidos corporales.
Y las cosas que dejaron, ¿qué habían hecho con ellas mamá y papá? También quería saberlo. Me preguntaba si Tanja había tenido que quitar mi olor del resto de la ropa. Siempre me ha parecido que le gusta tender la colada. Alisar las arrugas, estirar las costuras, abrir los dobladillos. Colgar los jerséis boca abajo, como si hubieran tirado la toalla, tipo «me rindo». Y los calcetines por parejas, dos en cada pinza. Para que luego sea más fácil clasificarlos.
Me preguntaba si habían dejado que Tanja borrara mi rastro. O si mamá miraba el cuchillo para la mantequilla, que yo siempre me dejo fuera, y pensaba: hace nada la tenía aquí. Ahora ya no está.
«¿Mamá? —quería gritar. A viva voz—. ¿Qué está pasando?».
Pero había un cristal de por medio. Y apenas tuve tiempo de sentarme cuando el juez hizo salir a todo el auditorio. No obtuve ninguna respuesta. En lugar de eso, me metieron en prisión.
Una vez, mucho antes de todo esto, le pregunté a mamá por qué nunca me preguntaba nada importante. «¿Qué quieres que te pregunte?», quiso saber. Ni siquiera probó suerte.
Hoy, ella y papá pueden quedarse en sus sitios. Tienen asientos reservados —los «mejores», me imagino, en primera fila, lo más cerca de mí (aunque nos separen unos metros)—. Y mamá ha engordado. Sigue disfrazándose de madre que no ha hecho nada mal, pero quién sabe, a lo mejor ha estado picoteando un poco a modo de consuelo. O atiborrándose de pasta rebozada en mantequilla, queso y kétchup. Hinchándose a hidratos de carbono rápidos. Teniendo en cuenta lo que he hecho, tiene excusa para cualquier cosa, incluso subir de peso. Todo el mundo lo entiende. Y despreciarla la desprecian, esté delgada o no.
Cuando mamá se pone nerviosa le salen manchitas en el cuello y siempre se pone nerviosa cuando intenta explicar lo que quiere decir. Y resulta imposible concentrarse en lo que dice, no puedes dejar de mirarle las manchitas. Supongo que esa es la razón por la que mamá nunca cuenta lo que piensa. Es demasiado arriesgado. Se limita a preguntar qué opina papá. Si él está de buen humor se lo cuenta. Y entonces puede pasar una tarde entera sin que ella diga: «Ya no hablaaaamos nunca entre nosotros».
Que pueda preocuparse de que no hablas lo suficiente con ella y aun así nunca se atreva a preguntarte cómo estás es algo que supera mi capacidad de comprensión. Pero nunca la he odiado por no enterarse. La odio porque no quiere saber. Y cuando más la odio es cuando me dice lo que estoy sintiendo.
«Sé que estás preocupada». «Sé lo asustada que estás». «Sé lo que sientes».
Mi madre es imbécil. «Me gustaría poder cambiarle el sitio a Maja». ¿Ha dicho eso? Al menos a mí no.