CAPÍTULO 20

Alemania vuelve a las andadas

Hitler había anunciado su firme propósito de recuperar los territorios de habla alemana confiscados en virtud del Tratado de Versalles y entregados a otros países.

El primer territorio en el que puso los ojos fue Renania, una rica región industrial con mucha minería e industria, además de vides aterrazadas sobre el río Rin que producen un blanco delicioso. En realidad seguía perteneciendo a Alemania, pero el Tratado de Versalles la había declarado desmilitarizada para evitar la instalación de tropas en las inmediaciones de la frontera francesa.

El 7 de marzo de 1936, Hitler envió unos cuantos batallones, casi en excursión dominguera, aprovechando que los franceses estaban de elecciones y los ingleses de weekend. Las instrucciones eran retirarse inmediatamente sin pegar un tiro si los franceses se les enfrentaban.

Pero los franceses se limitaron a gruñir un poco. Y un gruñido, en el lenguaje diplomático de Hitler, no significaba nada si no venía acompañado por la exhibición de una buena estaca.

A los ingleses tampoco les hizo gracia, pero consintieron. Al fin y al cabo, Renania era parte de Alemania. «No han hecho otra cosa que salir a su propio patio», declaró un lord en el parlamento. Pelillos a la mar.

O sea, que el primer farol había colado (aunque Hitler, años más tarde, confesaría: «Las cuarenta y ocho horas que siguieron fueron las más angustiosas de mi vida»).

Hitler dejó pasar un par de años antes de subir la apuesta, pero mientras tanto envió material y técnicos en ayuda de Franco, sublevado contra la República Española. La Legión Cóndor le sirvió para probar tácticas y materiales en una situación de guerra real.

El 5 de noviembre de 1937, Hitler convocó a los generales de la cúpula militar para comunicarles que debían prepararse para una guerra próxima.127

—¿Cómo de próxima? —le preguntaron, alarmados.

—Si las cosas se precipitan, es posible que tengamos guerra en 1938, aunque espero que podamos retrasarla hasta 1943.

Los militares se llevaron las manos a la cabeza. Alemania dista mucho de estar preparada, argumentaron. Los enemigos potenciales, Francia e Inglaterra, son mucho más fuertes, etc.

El problema es que Inglaterra y Francia se han asustado por el rearme alemán, que va camino de superarlas en potencia militar, y se están incorporando a la carrera de armamentos. Quizá si esperamos unos años nos adelanten. Aparte de que nos estamos quedando sin blanca: para seguir gastando, tendremos que abastecernos de oro y divisas en los bancos centrales de los países que expoliemos.

Para qué discutir. Los militares no entienden las sutilezas de la política. Hitler, impaciente, decide renovar la cúpula militar y sustituirla por otros militares más leales y complacientes.

El primero en caer es el ministro de la Guerra, Werner von Blomberg. Viudo desde hace seis años, el Generalfeldmarschall ha reincidido en el matrimonio, esta vez con la mujer que tenía más a mano, su secretaria, la señorita Erna Gruhn, una chica de humildes orígenes, lo que ha disgustado a la cúpula militar, los Von de monóculo y columna vertebral soldada, tan clasistas ellos. Ninguno ha querido asistir a la boda. Al final el propio Göring se ha ofrecido como padrino, y el Führer como testigo.

Tras la boda, cuando el general y su flamante esposa están de viaje de novios, la policía se descuelga inoportunamente con un informe en el que se revela que la señorita Erna no es tan virginal como aparentaba, que tiene un pasado. Su currículum, más culum que curri si se me permite el execrable chiste machista, muestra un adecuado progreso de empleada de casa de masajes a prostituta pasando por modelo de fotos pornográficas.

¡El ministro de la Guerra casado con una profesional del fornicio, menuda campanada!

Resuenan teléfonos en todos los cuarteles generales. La noticia corre como la pólvora. Junta de generales. El honor del cuerpo en juego. Acuerdan enviar a Blomberg un oficial mensajero que le entregará en propia mano una carta colectiva redactada en los más enérgicos términos, una misiva que exprese el sentimiento del ejército y las posibles soluciones para remediar este baldón que ha caído sobre el cuerpo depositario del honor y las esencias de la Patria, etc., etc.

El mensajero encuentra a la feliz pareja disfrutando de su luna de miel en Capri.

Le entrega a Blomberg el sobre que contiene una copia del informe sobre su nueva esposa y le pone una pistola en la mano, sutil sugerencia de que debe suicidarse para restituir el honor del ejército.

Blomberg lee el informe con expresión seria, pétrea. Terminada la lectura, dobla los folios y los devuelve al sobre pardo, con membrete oficial, donde venían. Inspira profundamente. Están en Villa Farniente, una mansión palladiana de muros rojizos en cuyo jardín, al otro lado de la pérgola con cenador, hay una fuente de cuatro surtidores en cuyo centro un fauno itifálico de mármol requiebra de amores a una cabra.

Blomberg contempla el cielo azul en el que lentamente se desliza una nubecilla blanca como un copito de algodón.

Pensativo, sopesa la pistola, sopesa el honor del ejército alemán, sopesa su propia vida.

Mira la mar amalfitana, tan luminosa, tan azul, tan cálida. Nunca había sido tan feliz. Está encantado con todo lo que está aprendiendo de la experta cónyuge (ahora se explica de dónde sacaba tantos conocimientos) y está encantado con Capri, la isla soleada, el retiro del emperador Tiberio, sol, vino Chianti, pezzogna a la brasa, serenatas de mandolina, paseos en barca por la roccia di Tiberio, todo tan luminoso, todo tan lejos de Alemania y sus cuarteles, su ordenancismo y sus campos de maniobras...

El Generalfeldmarschall llama al enviado que aguardaba en la habitación contigua atento a la esperada detonación.

—Ya tengo la respuesta: ¡iros todos a la mierda!

Blomberg, recién descubierta la verdadera vida, no se suicida. Seguirá hasta el fin de sus días explorando los conocimientos de la suculenta Erna, esta mujer amable y sencilla que espanta sus soledades de viudo y lo colma de cuanto un hombre necesita. Eso sí, tiene que resignarse a abandonar el ejército.

Ya ha removido Hitler el primer obstáculo. Ahora vayamos al segundo, el general Werner von Fritsch, que debe suceder a Blomberg al frente del Ministerio de la Guerra.

Este general de monóculo es una especie de monje militar al que no se le conocen líos de faldas.

—¿No tiene novias?

—No.

—Pues por ahí le vamos a entrar.

Lo acusan de ser homosexual, con un informe falso cocinado por Heydrich, la mano derecha de Himmler. La moral castrense es muy estricta en lo tocante al sexo con semejantes. El acusado se ve obligado a dimitir.128

Hitler aprovecha la crisis para suprimir el Ministerio de la Guerra (Reichskriegsministerium). En adelante, las fuerzas armadas dependerán de una nueva organización, el Mando Supremo de las Fuerzas Armadas (Oberkommando der Wehrmacht, OKW), controlada directamente por el Führer («Desde ahora me hago cargo de todas las fuerzas armadas», declara).

Su primera providencia fue relevar de su mando a dieciséis generales y trasladar de puesto a otros cuarenta y cuatro. Todos aceptaron a regañadientes (obediencia debida). Una facción del ejército, la más joven, aplaudió la purga encubierta, ya que se veía favorecida por el corrimiento del escalafón.

Le salió bien la jugada. Ahora el ejército dependía directamente de él y estaba a su servicio. Nombró comandante en jefe al manejable general Walther von Brauchitsch, y se dispuso a preparar la guerra, sin oposición visible.

¿Y los militares? ¿Se conformaron con el expolio? ¿Permitieron que el cabo austriaco los abocara a una guerra para la que no estaban preparados?

Bueno, en 1938 surgió un grupo que, cuando comprendió que Hitler arrastraba Alemania a una guerra que inexorablemente iba a perder, urdió una conspiración para derrocarlo y acabar con el régimen nazi.129 Al final los conspiradores aplazaron sine díe el plan después de fracasar en un intento de atraer a su causa a Von Brauchitsch («Yo no haré nada, pero no impediré que otros actúen: son asuntos políticos, no militares», les dijo).

En el fondo, unos acojonados, como veremos a lo largo del libro.