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LAS MUJERES SANTÁNGEL

Vendrá del mar y el verde de las parras

con memoria de amor y de muerte

mensajera del último de los nombres.

De la luz y de la sombra

despertará por su boca la lengua de los dioses

que en el alabastro esperaban su vuelta.

Libro de Jabir

Fue norma en la familia Santángel que las mujeres nacidas ya cristianas llevaran los nombres de las ajusticiadas por la Santa Inquisición para completar, decían nuestros mayores, las vidas de aquellas, muertas por lo general jóvenes y sin poder demostrar que no eran ciertas las culpas que les trajeron ese final horrible en la hoguera. Y quiso la vida que fueran muchas las nacidas mujer en mi familia y que sus maneras y sus formas de estar en el mundo no fueran sumisas ni de pasar inadvertidas, como la propia Brianda de Santángel, que me legó a mí su nombre, penitenciada en 1491 y ajusticiada porque no quiso renunciar a su amante verdadero ni aceptar la boda impuesta con el comendador que la juzgaba, ni tan siquiera para demostrar que su cristianismo era sincero y puro; o igual que su nieta, de su mismo nombre, quemada viva porque sabía curar con las manos y la voz, y convinieron en que era bruja.

Eran además muy bellas y de espíritu libre, cosas que aprendí a temprana edad a entender peligrosas en una mujer, porque la belleza llama al placer y el saber, y el espíritu libre llama a la independencia. Eso, unido al estigma de nuestro apellido de judeoconversos, hizo que mi familia contase por docenas los nombres de sus mujeres muertas por designio de los ministros de Dios en menos de ochenta años. A lo largo de mi infancia aprendí sus nombres y las fechas de su sacrificio y los nombres de sus hijas y sus vidas inconclusas en la voz de las otras Santángel, hembras que sobrevivieron a fuerza de negarse a sí mismas, pero arraigadas en la sorda voluntad de honrar a las que habían muerto en todas las que íbamos naciendo.

Revivo en mi memoria la nómina de las mujeres de mi rama familiar recitada por mi abuela Isabela como una letanía, penetrando en mi piel como cada una de las puntadas del bordado que mis dedos ejecutaban cada tarde en aquel patio en mi tierra valenciana, bajo las parras verdes esplendorosas de sol, agitadas por la brisa caliente del mar cercano que traía aquel olor a salitre, aquel aroma que luego echaría tanto de menos:

—Donosa de Santángel, quemada en persona en 1488, como Isabel de Santángel y Juana, en 1499; Beatriz, quemada en estatua, aun después de muerta por su propio marido porque faltó a sus votos matrimoniales enamorándose de un hombre joven; otra Juana de Santángel, penitenciada en 1492, y Gracia Sánchez Santángel, que hablaba idiomas sin haberlos aprendido, muerta mientras esperaba a ser muerta, en ese mismo año; Luisa de Santángel, vecina de Calatayud todavía, prima y decían que amante de Tomaso, muertos los dos en junio de 1493; Lucrecia, sabia y maestra, sacrificada en 1496, igual por envidia de su inteligencia que porque dijeron de ella que adoraba a otros dioses que no eran ni el cristiano ni el judío, a ella le debe el nombre tu propia madre...; y María, que era hija de Albamunta, de piedad intachable, que murió joven y triste por los tantos recuerdos que cargaba aún sin saberlo..., y otra María, que hacía música que dieron en decir que se la había inspirado otro dios que no el cristiano, y por ella se llama así tu hermana.

Todos los procesos que la Santa Inquisición instalada en Zaragoza había abierto contra mi familia de conversos se fundaban en acusaciones, verdaderas o falsas, de practicar ceremonias judaicas y de tener amistades con hebreos; pero me enseñaron que en realidad habían sido consecuencia de un odio que más tenía que ver con la envidia: los conversos de raíces hebraicas eran ricos y por tanto poderosos y mostraban una predisposición especial para el éxito en las finanzas que los ensuciaba ante los ojos cristianos. Aunque las más entre los ajusticiados eran mujeres y de ellas solía decirse sobre todo que hacían trato carnal con no cristianos, que se escapaban por las noches y devenían mágicamente en animales extraños y que asaltaban las casas, o también que eran irreverentes con las normas del pudor en la hembra y gustaban de exhibir su belleza, provocando los malos pensamientos en los hombres...

La Santa Inquisición no se contentaría con la expulsión de los judíos de esta tierra que era su misma madre; además intentaría borrar las huellas de sus descendientes aunque se jurasen cristianos convencidos. Por eso, aquella Teresa de Santángel, hija de padre ya convertido, había sido procesada con acusación de que ella y sus hermanas iban a la judería y tenían amigos entre los no convertidos todavía. Y por eso Leonor de Santángel fue también denunciada y encarcelada y luego ajusticiada vergonzosamente en el año 1486, porque dijeron que en su casa obligaba a sus criadas a quitar el tocino de la olla, y que no quería confites ni otras cosas de azúcares cristianos...; o su prima Isabel, que corrió la misma suerte porque daba limosna de pan a los judíos y judías que venían a su casa, diciendo que seguía el mandato de la parábola de la buena samaritana.

Sus memorias se mezclaban con mi propia memoria.

—Las más bellas son las peor castigadas —repetía mi abuela—, recuérdalo siempre, Brianda, que llevas el nombre de una de las más hermosas, porque, en la religión que hoy nos manda nuestro Señor, que es la cristiana, la hermosura es pecado y una prueba de las más duras, y has de recordar siempre que la belleza de tu cuerpo es una trampa horrenda de tu destino..., como para aquella Brianda de Santángel que no quiso renunciar a sus principios de hembra y curó las fiebres de su amante con su propio cuerpo, la que te dio a ti el nombre, Brianda, de final muy parecido al de otra de las más bellas y libres, Viola, enamorada de su amante cristiano, que prefirió quitarse la vida antes que renunciar a él, por lo que fue procesada después de muerta y expuesto su cadáver a las puertas de la iglesia principal.

Mi familia provenía de una estirpe de judíos aragoneses convertidos al cristianismo porque el patriarca familiar, de origen Azarías Ginillo de Calatayud, decidió profesar la fe cristiana a principios del mil cuatrocientos, después de la gran matanza de judíos en 1391, para conservar sus tierras y sus posesiones, como siempre ha ocurrido en tantos momentos de la historia del mundo. Azarías Ginillo tomó el nombre de Luis del Santo Ángel, que luego devino en Santángel, y lo mismo hicieron sus hermanos. Uno de ellos fundó familia en Teruel y se vendría después huido al Levante por pensar que junto al mar serían más leves las penas de la vida y de la religión, como habían pensado ya antes que ellos otros infieles convertidos al cristianismo en tiempos de los visigodos, o cristianos convertidos al islam en la edad de al-Ándalus…

Del hijo de este, sobrino nieto de aquel Azarías llamado ya para siempre Luis de Santángel, proviene la rama de mi familia instalada en Valencia después de que en Zaragoza se pusieran las cosas muy difíciles para el apellido Santángel, porque otro Luis, este de la rama directa y uno de los muchos Luises que tuvo mi familia porque era nombre honorífico entre nuestros patriarcas, estuvo implicado en el asesinato del inquisidor Pedro Arbués, que ocurrió en la catedral de Zaragoza, en el año de 1485.

—Desde Calatayud la Noble, nuestro apellido se expande por la ribera del Ebro, por Zaragoza, Teruel y Valencia, y llegan sus ramas a Huesca y más al norte, recuérdalo bien, Brianda, que tu apellido es uno de los más principales de la corona aragonesa, y uno de los más ricos y poderosos, aunque ello le haya traído envidias sin remedio...

Yo tenía trece años cuando mi abuela Isabela, que lloraba todavía la vida breve de sus hijas Juana y Lucrecia, esta mi propia madre, me hablaba de mi tía Sabina de Santángel, la gran dama zaragozana esposa de otro cristiano nuevo, el señor Zaporta. Sabina era nieta de Salvador de Santángel, rico mercader que provenía de la rama común asentada en Barbastro de Huesca, donde habían quedado sus hermanos, mercaderes y ricos como él. El segundo de sus hijos, Alonso, era el padre de Sabina. Mi tía ya había nacido en Zaragoza, en 1529, fruto del matrimonio de Alonso con doña Ana Torrijos, una noble dama de familia de cristianos viejos, y era al parecer una mujer insólita, poseedora de una belleza de esas que los cristianos relacionan con el pecado, pero protegida por la inmensa fortuna de su familia materna. Se había desposado a sus veinte años con Gabriel Zaporta, un rico hombre viudo de cuarenta y cuatro, que la veneraba.

A punto de cumplir mis dieciséis, el nombre de Sabina seguía tintineando en mi oído:

—Doña Sabina es tu pariente, hija mía, y es muy rica —insistía mi abuela Isabela, viendo mermadas sus rentas por alimentarnos a mí y a mis hermanos—, y serás nodriza de su tercer hijo, una hembra, a la que ha llamado Leonor. No serás sirvienta con ella, no te equivoques, que sé que ha de tratarte bien y se ocupará de tu dote cuando llegue el momento de casarte..; de otro modo, solo te auguro que se quede contigo algún labriego ahorrador de la Albufera que te hará trabajar hasta que revientes.

—No sé nada de criaturas, y no he de casarme —yo me resistía—, no me urge dote alguna para tener luego que donarla a cualquier convento de monjas a cambio de misas que...

—¡Calla! —su tono era agrio como la carne del limón verde—, ¡y no levantes los ojos de la costura, Brianda, te lo he dicho siempre, reza una salvemaría, ahora mismo...! Has visto crecer a tus hermanos y ya no eres una niña, tienes edad que otras viven con un hijo, o hasta dos...

Ya le había escuchado eso mismo a lo largo de los últimos meses, mientras intentaba, más que convencerme, doblegarme.

—No quiero dejar Valencia —protesté, sin embargo, otra vez más—, nada tenemos que ver con los Santángel de Zaragoza, siempre lo he oído de su boca, abuela...

—Esta rama nuestra ya está seca —me contestó ella—, tu antepasado Luis de Santángel, escribano de ración del rey Fernando de Aragón, fue quien decidió el ánimo vacilante de la reina Isabel la Católica para autorizar el viaje a las Indias de Cristóbal Colón, y el que puso los dineros por cierto también, que los reyes cristianos, empeñados como estaban en las guerras por conseguir Granada y sus tierras, no tenían ni un maravedí para aprovechar la ventaja que les proponía el marino..., y de ello y de su listeza ha vivido esta familia durante cincuenta años, pero de su estirpe Santángel solo quedamos mujeres, y no valemos más que lo que otros quieran pagar por la prosapia de un apellido que ahora se torna en peligroso, Brianda..., no lo olvides, están cambiando las cosas.

Mi abuela tenía razón. En aquel año de 1559, cuando fue recibida en nuestra casa de Valencia aquella carta de doña Sabina de Santángel que había de cambiar mi vida, la persecución inquisitorial sobre los conversos era agobiante y continua, y las hembras padecíamos especialmente su vigilancia, pues cualquier motivo o excusa era suficiente para acusarnos de brujería.

No siempre había sido así, no obstante. En los años en que el primer Santángel había abrazado la fe católica renunciando a su apellido judío, en torno al mil cuatrocientos, los conversos eran protegidos y favorecidos por las distinciones de muchos notables, pues se les juzgaba dignos de recompensa por haber abjurado de una religión impía como la judaica. Los judíos nuevos católicos conservaban por otro lado las aptitudes particulares de su raza, como la docilidad y tolerancia para el trato, los recursos de la astucia, la implacable perseverancia en lograr sus fines y una particular destreza para los negocios dinerarios, además de ese permiso que su propio Dios anterior, el judío, les otorgaba para no contemplar el dinero, la riqueza y el poder como cosas obscenas o sucias, como les ocurría a los cristianos, y todo ello hizo que los nuevos conversos medraran mucho en poco tiempo encumbrándose a los puestos más altos, acaparando los oficios más lucrativos y emparentando con las familias más ricas y de mayor nobleza. Tampoco transcurriría mucho hasta que se convirtieron también en objeto de la más ácida envidia de insignes cristianos viejos a causa de las fortunas amasadas por su listeza y por su esfuerzo.

Cuando en el año 1484 se estableció la nueva Inquisición, fundada principalmente contra los conversos del judaísmo, los Santángel vieron truncada su buena estrella, pues eran los más envidiados y a los que primero intentarían derribar los jueces para apropiarse de sus fortunas. Muchos Santángel quisieron reforzar sus parentescos maridando entre sí, como mi propia abuela, que casó con un primo para que sus hijos e hijas no perdiesen el apellido relegándolo al de cualquier otro padre, y así había obligado a hacerlo a sus propias hijas, víctimas de matrimonios sin pasión, pero que a ella le dejaron el ánimo muy conforme, pues todos sus nietos llevarían como primero el orgulloso apellido.

Pero aparte de tener que sobrellevar el acosamiento del Santo Tribunal, como se llamaba a la Inquisición, por sus orígenes conversos, definitivamente cambiaría la suerte para muchos Santángel cuando el nieto de aquel Azarías devenido, llamado Luis Sánchez de Santángel, conspiró con otros para asesinar al inquisidor mayor de Zaragoza, el odiado don Pedro Arbués, que los odiaba a ellos, y cuya muerte aconteció mientras rezaba en la catedral de San Salvador de Zaragoza, tan solo un año después de llegado a la capital de la corona aragonesa.

—Desde entonces, los Santángel fueron especialmente perseguidos, y las mujeres de nuestra familia todavía más, porque ya su forma de ser las hacía distintas incluso de las de su propia religión... —la letanía de mi abuela era incansable, pero muchos años después comprendí que gracias a su memoria desgranada en tantas tardes de costura y reflejos dorados entre las parras pude comprender muchas de las cosas que luego ocurrieron—. Aragón es la mejor cepa madre, recia y dura, y la más hermosa, y siempre dio hijas bellas y muy deseadas, pero muy rebeldes también y de gesto áspero cuando no están complacidas, como tú, Brianda, ¡que veo en tu semblante que no estás por aceptar dócilmente el requerimiento de tu tía doña Sabina!

—¡Ningún interés tengo en dejar esta casa que es mía y marchar a Zaragoza! —respondí en aquella ocasión, agriamente como ella, pero sin levantar mis ojos del bordado.

—¡Pues ya lo encontrarás! —atajó mi abuela, más agria y más testaruda que yo misma, pero sobre todo acuciada por la escasez de sus fondos—. ¡Tu tía Sabina de Zaragoza quiere una dama de confianza y de su mismo linaje para su hija Leonor, y es un orgullo que se haya acordado de ti, que solo te vio una vez, cuando eras chiquilla y acababa de morir tu segundo padre dejándote a ti y a tus hermanos sin más recursos que los míos y además ya mermados! Algo debió ver en ti, Brianda, no desprecies esta suerte..., en algo le gustaste y ahora quiere que vayas a su casa, a Zaragoza, ¡la ciudad más hermosa de todo el reino de Aragón!, para que vivas con ella y con sus hijos, y para que esa niña Leonor aprenda de ti lo que es una Santángel, y a mí me lo debes, tampoco lo olvides, pues por mí puedes presumir de ser dos veces Santángel...

Como una burla de la vida, el primer esposo Santángel de mi madre, Lucrecia, había muerto en la misma noche de bodas, apenas después de consumado su matrimonio y sin que abriese de nuevo los ojos derrumbado sobre ella, que soñaba en secreto quedarse preñada de él y que se muriese, porque no lo amaba. Yo nací fruto de aquella unión fugaz, pues en efecto mi madre quedó preñada, y mi abuela no pudo ya poner inconvenientes para que casara de nuevo, y esta vez con su amante elegido, Martín de Castro, el padre de mis tres hermanos. Puesto que no pudo evitar que ellos tuvieran que llamarse De Castro Santángel, mi abuela forzaría a que me conservaran el apellido de mi padre muerto, y por eso mi nombre es Brianda de Santángel y Santángel, y por eso ella siempre me consideró distinta y preferida sobre aquellos. Los cuatro hermanos quedaríamos después al cargo de ella.

—El mar... —musité por fin, como un ahogo de mi pecho—, echaré de menos el mar...

—El mar siempre estará aquí, para cuando vuelvas, igual que estaremos tu hermana María y yo.

Miré a mi hermanilla, me abordaron sus inmensos ojos suplicantes y mudos viajando desde las puntadas del cobertor hasta los míos... Dejé la costura, entonces sí, y levanté mi mirada hacia el dosel de parras que cubrían como un techo el espacio entre los muros de la terraza. La pequeña María hizo un gesto de susto. Por primera vez en mi vida mi abuela no me regañó por apartar mis dedos del bordado, y ahí comprendí que me estaba permitiendo despedirme de mi vida hasta ese momento. Mi destino estaba ya escrito. La luz brillante atravesaba las hojas tiñéndolas del color verde más radiante que no volví a ver en ningún otro lugar, y entre los resquicios de sus bordes dentados vislumbré el azul del cielo, tan azul como ese mar que me acunaba cada noche antes de dormir.

—¿A quién le debe ella su nombre? —pregunté al cabo de un momento, rendida ya a esa nueva vida que se abría para mí junto a Sabina de Santángel.

—A la primera y la única Sabina que ha tenido esta familia..., fue hermana bastarda de aquel Azarías llamado Luis de Santángel, educada y muy leída, experta en la lengua de los astros, rebelde como pocas a su destino... y amante con desmesura de la vida, hija mía. Tomó el apellido converso de su hermanastro como desafío, pues su familia no la quiso aceptar como una de su estirpe por ser nacida no legítima, pero sí la tuvieron por tal el cristianismo y la Inquisición, que la reconocían Santángel hija del mismo padre de Luis con otra mujer. Pero también la sabían amante de su hermano bastardo, que ella lo quiso hasta el punto de no tomar otro hombre, como él la quería a ella también, sí, aunque él tuvo además mujer legítima. Sabina sí fue Santángel para que la Inquisición ordenase ajusticiarla igual, por indócil y por libre, como otra de la nuestras, pero ella siempre quedó en la sombra... Nunca se pensó en repetir ese nombre en nuestra familia..., nunca.

—¿Y por qué entonces la de Zaragoza lo lleva?

—Porque su madre, cristiana noble y de estirpe vieja y recia en la fe católica, no entendía lo mismo que nosotros en los nombres, y recordaba que en las tierras profundas cerca del padre Moncayo, el gran monte que domina Zaragoza, se veneraba a una virgen de la Sabina, y ya desde niña se había prometido a sí misma que de tener una hija, la llamaría así. Y precisamente casó con un Santángel, ese Alonso que te he contado, y que no pudo hacer nada por evitarlo, pues que el destino viene prescrito y nadie puede contradecirlo...

Miré de nuevo el entoldado de hojas verdes y brillantes, las ramas desmandadas de los sarmientos rizándose entre los palos, el fulgor de chispeos verdes y sombreados estallándose contra las paredes encaladas de blanco de aquel patio de mi infancia, comprendiendo que lo estaba mirando por última vez. El inmenso cobertor extendido a medio tejer por todo el suelo hasta la puerta, tras la que el mar aguardaba mi visita como cada atardecer, no sería nunca acabado; sus bordados quedarían inconclusos, tal como los dejé en ese momento. Llevé mis ojos hasta el botón de seda que estaba rematando, una baya roja del manojo de grosellas que se repetía constante entre racimos de uvas verdes y ramas de limones...; una lágrima se escapó de mis ojos y cayó sobre el fruto de mi bordado, enjugándose al instante con su hilo rojo y apretado, silenciando así mi llanto. Lo comprendí muy bien; nadie más que yo vería nunca mi lágrima.

—¿Qué has pensado para mis hermanos? —pregunté por fin, con un hálito de voz.

—Harán las Américas —respondió la abuela Isabela con resolución—. De algo vale todavía que tu antepasado financiase a Cristóbal Colón. Los Santángel de Valencia todavía tienen las puertas abiertas de cualquier navío rumbo a las costas indias... y si alguno de ellos es listo y hace honra de su origen, sabrá volver con nueva fortuna, como vuelven muchos que partieron con menos mérito de antemano.

Suspiré, retirándome con el dedo una nueva lágrima que pretendía correr libre por mi mejilla.

—Son muchachos todavía...

—No has de preocuparte por ellos —replicó mi abuela—. Son hombres, y entre los indios al otro lado del mar nadie prestará atención a los estigmas de su apellido...; prepárate, Brianda, marcharás mañana.

Recuerdo aquella luz que no he vuelto a ver, porque nunca después regresé a aquella casa. Entonces no podía adivinar que Zaragoza era el verdadero destino de mi historia, y que todo lo que me esperaba en ella iba a ser mi verdadera vida... No podía saber que mis hermanos nunca regresarían de las Indias, porque murieron de malas maneras y extraños ya a España y a sus recuerdos, ni podía saber que mi hermana María nunca iba a perdonarme que yo aceptara el mandato de nuestra abuela, marchándome a Zaragoza y dejándola abandonada a su memoria y a su resentimiento contra la vida. Pero no debo adelantarme en mi relato. Pues tengo que recordar, para hacer la crónica de esta casa y mis débitos para con la vida, recordaré, siguiendo el orden de lo acontecido, y aunque el discurso de mis recuerdos se vea empañado por mis propias preguntas sin contestar y mis propias emociones, esas que ni siquiera el paso del tiempo ha podido contener...

ESA ZARAGOZA RICA Y UFANA DE SU SUERTE

Venus eligió la ciudad de los tres ríos.

Le otorgó su luz sonriente y un cielo con dos lunas.

En la casa de los destinos de alabastro

ella guarda el umbral y la memoria

de aquel sagrado tiempo anterior.

Desde el alféizar del cielo de Zaragoza

saludan el león y la dama.

En su esplendor casa y ciudad se hermanan.

En el olvido y en el sueño

también juntas irán enlazadas.

Libro de Jabir

Mi pariente doña Sabina había mandado un carruaje para mi traslado con guardias y dos sirvientas muy bien vestidas, una morisca sonriente de facciones bellas y una mujer madura a sus órdenes. Apenas tenían nada que hacer, pues mi equipaje se reducía a un baúl de poco peso donde, más que ropas, llevaba los recuerdos que me quedaban de mi madre, algunos libros y un medallón, y todas las hojas verdes que pude tomar del emparrado clavado para siempre en mi memoria. El salvoconducto que portaban los guardias me reconocía como doña Brianda de Santángel y Santángel, hija de Jaime de Santángel de Valencia y de Lucrecia de Santángel, descendiente de linaje hermano del primer Santángel del reino de Aragón, sobrina segunda de doña Sabina de Santángel y Torrijos de Zaragoza, esposa de don Gabriel Zaporta, tesorero del rey Carlos, noble de Zaragoza y señor de Valmañá.

El carruaje realizó el camino real estipulado en el reino de Aragón dentro de sus dominios desde que así lo trazara el propio rey Fernando, entrando a tierras de Teruel por Morella, puerta a otro mundo que jamás hubiera intuido que existía. El calor de aquel mes de junio de 1559 se sentía asfixiante mientras atravesábamos los páramos secos y adustos de las tierras turolenses, curtidas del sol justiciero por el día y maltratadas por el frío acuchillante de sus noches después de la puesta. Las dos mujeres me acompañaban en el interior irrespirable del carruaje, a merced de los saltos provocados por las innumerables e inmensas piedras del camino chocando contra las ruedas, y continuamente cegadas con el polvo despedido por los cascos de los caballos, que invadía nuestras ropas y nuestros dientes. La morisca, llamada Perla, había observado mi melancolía, y aprovechó el sueño de su compañera para hablar libremente y preguntarme con dulzura de todo lo que había dejado atrás; y como viera que mi corazón no tenía deseos de remembranzas, fue ella misma quien se puso a contarme de sus propias vivencias, en algo parecidas a las mías, pues procedía de una larga estirpe de esclavos «moros de paz», propiedad de la casa real y originarios de Borja, de la cual era ella la última viva.

Observé su ropa, una aljuba bien cosida con ribetes de seda dura, y ella sonrió dándose cuenta de mi examen. Las interminables tardes de costura con mi abuela también me habían dejado en herencia esa facilidad para distinguir los tejidos y los hilos de calidad.

—Zaragoza tiene pañería excelente... —dijo como si reconociera mi pensamiento—. Te gustará esa ciudad que te espera, es espléndida, créeme, señora, Zaragoza es la premiada por el dios de todas las religiones con los permisos de gozo y alegría que no tienen otras muy importantes, como Toledo o Burgos, porque más se parece a la que llaman Florencia italiana... Es ciudad de comerciantes principalmente, y ello le otorga un trasiego y una gracia especial, pues todo el que pasa por Zaragoza deja una huella de lo que ha visto en otros sitios, y trae modas y modos de hacer que nuestra ciudad adopta enseguida, porque es abierta de mente y curiosa y sabe que la vida es para el disfrute y el mundo no es de nadie... —hizo un amago de pausa, supuse que por mirarme de reojo y, como no viera que me disgustaba, continuó—: Dicen que debe su temperamento a que fuera creada en el punto en que se juntan y se cruzan los caminos y las vías de mercaderes, pues que todos los negocios tienen que atravesar nuestro reino para dirigirse al resto de España...

Perla me hablaba porque sabía que así me aliviaba de esas voces interiores que me inundaban..., sí, ella lo sabía. La otra servidora, llamada Alfonsa, despertó con un sobresalto y se incorporó a la charla, como si hubiese podido escuchar a la vez que dormitaba:

—Muchas de las mercaderías se trasiegan por el Ebro, el gran río que atraviesa Zaragoza y su vega, muy rica, señora, no como este secano que estás viendo, que te seca el alma y el ánimo, y que por eso sus gentes se marchan en cuanto pueden...; pero Zaragoza es un vergel y un paraíso que vende trigo, aceite, azafrán y sobre todo lana al resto de los territorios hispanos, y es tanta su bonanza que se cuentan en casi treinta mil los fuegos censados dentro de sus murallas, y no paran de venirse mercaderes italianos, catalanes y franceses, porque el comercio de lana y de trigo en Aragón es el más floreciente y el más seguro de estos tiempos...; y ahora sobre todo se llegan franceses, niña Brianda, muchos franceses, gascones y bearneses, que además se establecen en las tierras de regadío y empiezan a ser, con los italianos, tantos como los nacidos en la propia capital.

Perla dejó hablar a Alfonsa; ella paliaba así también su aburrimiento, y yo obtuve información valiosa sobre el nuevo hogar que sería ya el mío para siempre. Gabriel Zaporta, mercader judío converso originario de Monzón, había nacido al parecer en el año de la gran epidemia ocurrida en Aragón que había diezmado terriblemente la población, más de cincuenta años atrás. Se decía que los supervivientes de aquel terrible año de 1507 estaban protegidos por la estrella de la fortuna, y máxime si eran nacidos en medio de toda la muerte que trajo la epidemia. Sin duda, Gabriel Zaporta hacía gala de aquella buena suerte, y todo en su vida habían sido parabienes.

—Los palacios y las casas señoriales en Zaragoza se cuentan por cientos —dijo Perla, en una pausa de Alfonsa—, porque los nobles compiten entre sí edificando la villa más preciosa, siguiendo la moda italiana, que es la de más elegancia, o donando cuantiosos fondos para la edificación de iglesias y torres, como la llamada Torre Nueva, que fue alzada con la campana más sonora de todo el reino, o la Lonja de mercaderes, que fue terminada hace poco tiempo bajo el auspicio del arzobispo don Hernando de Aragón, junto a la catedral Seo de San Salvador.

—Nuestro señor, don Gabriel Zaporta —tomó de nuevo la palabra la otra mujer—, ha financiado algunas de las grandes obras del ensanche en Zaragoza, haciendo plazas abiertas y muy bellas donde antes se hacinaban algunas casas viejas del barrio judío, y él mismo mandó construirse una hacienda de medidas palaciegas reformándose una casa anterior que tenía y juntándose a ella un puñado de calles angostas, que ha resultado la residencia más bella de todas las que los ricohombres de Zaragoza han hecho hasta ahora... En esa casa vas a vivir tú, niña Brianda, rodeada de los lujos y los adornos más exquisitos que tanto gustan a doña Sabina.

Mi vista se había perdido en los confines del paisaje llano y ardiente que contemplaba sin ganas por el ventanuco del carruaje. Eché de nuevo la cortinilla, protegiéndome de la desolación polvorienta de aquellos parajes y reparé en que Perla estaba mirándome, con una media sonrisa, atenta y fijamente.

—Eres muy bella, Brianda, no desmerecen tus rasgos de la hermosura que siempre tuvieron las mujeres Santángel... —aunque también yo había observado los rasgos aceitunados e intensos de Perla, esos mismos que en Valencia muchos hombres buscaban como los más seductores.

—Y tienes la suerte de ir a parar con doña Sabina —añadió Alfonsa—, pues ella no se molestará con tu belleza, como les ocurre a otras damas que se sienten envidiosas de las más jóvenes aunque sean de su familia, y, aún mejor, doña Sabina te enseñará a lucir esa hermosura con elegancia y con saber, como ella hace, pues que por eso es tenida como una de las guapas de Zaragoza, como le dicen entre el pueblo llano, y acaso la más bella de las damas de alcurnia, como le dicen entre la nobleza, y por ello el señor Zaporta la venera como a una diosa de las que pueblan sus libros de culturas viejas y se llama a sí mismo el más afortunado de los hombres, «no por ser el tesorero del rey, sino por ser el real guardián del tesoro»..., que así la llama a ella.

Mi boca emuló un gesto de complacencia, como si sonriera ante su comentario. Solo Perla comprendió que mi ánimo estaba todavía prendido de los últimos recuerdos con mi familia, ese llantito de mi hermana, la mirada displicente del más mayor de mis hermanos varones disimulando su turbación por la despedida...

—¿Qué sabes de tu pariente doña Sabina? —atajó entonces mi deambular por el silencio—, ¿cuándo la conociste?

—Ella me conoció a mí, en realidad —me esforcé para responder—, yo era una niña y no guardo imágenes en mi memoria de aquel momento.

—¿Cuántos años tienes, Brianda?

—Dieciséis hechos a final de mayo.

—Doña Sabina apenas tenía veinte años cuando casó con el señor Zaporta, que le llevaba veinticuatro —intervino Alfonsa—; él ya había enviudado y tenía dos hijos, y, aunque fue un matrimonio muy sonado entonces por la importancia de las familias y por el abolengo y los intereses que unía, lo cierto es que el señor Zaporta estaba locamente enamorado de doña Sabina. Además, ella demostró tener un alma muy noble y acogió a los hijos de su esposo como si fueran sus propios hijos, o como hermanos pequeños incluso, porque la primogénita, Isabel, ya tenía trece años y su hermano Luis acababa de cumplir los once.

—¿Cuántos hijos propios tiene doña Sabina? —pregunté, más por parecer amable que por verdadero interés.

—A los veinte meses del matrimonio nació Gabriel, que se llama como su padre y cumplió en esta primavera los ocho años, y el segundo se llama Guillén, que va para seis.

—Los dos niños son dignos herederos Zaporta de Santángel —dijo entonces Perla—, pero Sabina suspiraba por una hija y cuando nació Leonor no cabía en sí de gozo. Yo la saqué de su entraña con mis propias manos y se la entregué, sin poder contener las lágrimas...; cumplirá cuatro años.

—Pero ya recién nacida su hija, doña Sabina quería mandarte a buscar —añadió Alfonsa—; doña Blanca la ha contenido todo este tiempo, diciéndole que era prematuro y que tu abuela habría de echarte en falta...

Vino a mi mente la última imagen de mi abuela Isabela, de pie junto al portón de nuestra hacienda, observando mi partida, y sentí que todavía retumbaban en mis oídos sus palabras de adiós: «No te dejes llevar por los impulsos de las emociones y hazte valer en lo que es tuyo, que es linaje de prosapia y una belleza que muchos querrán poseer, ponle precio a todo eso y sácale provecho, Brianda, nunca te desvíes de mis consejos, no me olvides y no olvidarás mis palabras...».

Alfonsa interrumpió mis pensamientos:

—No me preguntas quién es doña Blanca, pero sin duda tendrás curiosidad por saberlo...; es cristiana vieja, prima de Jerónima Arbizu, la primera esposa de don Gabriel Zaporta, cristiana vieja también. Blanca había vivido siempre con doña Jerónima y no quiso separarse de su compañía ni siquiera cuando se casó. Jerónima solo tenía quince años cuando maridó con el señor Zaporta y vivió poco, la pobre, solo hasta los veinticinco, en que murió de malas fiebres por perder a su tercer hijo... Doña Blanca asistió a su desdichada prima en la enfermedad hasta que murió, y por ello la tiene el señor Zaporta en estima, y así Sabina, que aceptó todo lo que el marido ya traía con él, se quedó también con doña Blanca, que ronda ahora los cuarenta años y nunca buscó esposo para no abandonar a sus sobrinos, decía..., aunque, a pesar de su abolengo, no se sabe que tuviera pretendiente alguno. Al poco de casarse Sabina, la niña Isabel, con catorce años, casó también con don Juan de Gurrea, otro noble de prosapia cristiana, y fueron muy famosas sus bodas, porque es muy propio de tu familia procurarse buenos matrimonios..., pero te lo contaba porque doña Blanca se marchó con su sobrina Isabel para vivir con ella en su casa y asistirla con su compañía, pero al poco regresó —y no habían pasado ni dos meses—, diciendo que doña Isabel no la necesitaba…

—Mira allí, Brianda —exclamó Perla de pronto—, ya se vislumbran las torres de Zaragoza.

Saraqusta, Cesaraugusta o Zaragoza, allí estaba, una mancha blanca extendida ante mis ojos, crepitando bajo el sol, alzándose hacia lo alto en el temblor de torres incontables que parecían tremolar por el efecto de la luz abrasadora del mediodía.

—Medina Albaida la llamaron también —dijo Perla contemplando mi asombro—, «la ciudad blanca», porque se exhala de ella una luminosidad blanca que solo se ve desde lejos, como si fuera una nube y se elevara a los cielos... Dicen que es polvo de mármol que sale de sus entrañas, el mismo que forma luego el alabastro. Y ahora le dicen Zaragoza, la Harta, porque todo en ella es abundancia...

Después de cruzar el portón abierto en una muralla de torreones con huertas y campos a ambos lados que regaba el río La Huerva, el carruaje atravesó la llamada puerta de Valencia o del Este, donde los guardias no nos obligaron a parar porque conocían el carro y la enseña de la casa Zaporta, igual que al cochero, que los saludó desde el pescante. Tomó un camino ancho que recorría la primera y más antigua muralla, derribada en algunas zonas por las que podían verse más campos labrados y la corriente poderosa del río Ebro. El coche buscaría sin duda la ruta más adecuada a su envergadura, pero presentí, en la sonrisa complacida de Alfonsa observando mi asombro, que el cochero tenía orden de dar un rodeo para que pudiera admirar las hechuras de la ciudad. Las calles eran largas y derechas, con torres y campanarios en muchos lugares señalando iglesias y monasterios nobles. Mis ojos contemplaban con avidez el señorío de muchos de los edificios que parecían alzados para el orgullo de aquella ciudad que me esperaba; me llegaban los fugaces destellos de lo que luego comprendería como su peculiar forma de mostrarse al mundo, una satisfacción íntima y ufana, un recóndito placer silencioso de portadas y aleros, de ventanales y torres, de plazuelas sombreadas y fachadas sobrias con blasones soberbios, como un eco de gloria que se expandía desde la piedra y que estaba inundando mi alma, atrapándola para un secreto que trajo a mi mente de pronto la voz de mi abuela Isabela empapándome con los nombres y el orgullo de las mujeres de mi familia Santángel...

Llegamos a una zona esclarecida junto al puente de piedra que Perla me dijo que habían construido los romanos sobre el río Ebro y luego reforzado en el siglo anterior por el Gobierno de la ciudad.

—Aunque la llaman la ciudad de los tres ríos porque tres corrientes la riegan las del Ebro, la Huerva y el Gallego —añadió Alfonsa—, es el Ebro el gran padre de todos y el más importante entre muchos otros. A su lado quiso residir la propia madre de Dios, y a ella se encomienda la iglesia de Santa María la Mayor, que se alza en su orilla porque allí fue donde ella se mostró, sobre una gran columna de piedra de jaspe rojo, diciendo que esa había sido siempre su casa. La llaman Santa María del Pilar por ella, por esa columna que la gran madre le dejó al apóstol Santiago como testigo de su venida.

Perla sonrió en silencio ante la devoción infantil de Alfonsa.

—Todos los que hemos nacido cristianos verdaderos, de padres y abuelos y bisabuelos y muchos ancestros cristianos, así lo hemos aprendido —replicó Alfonsa, resaltando su condición cristiana frente a la morisca de Perla—, que la madre de Dios es esa virgen de piedra que se guarda en Santa María, porque ella quiso aparecerse junto al Ebro. Nuestra doña Sabina —Alfonsa se giró hacia mí, evitando mirar a Perla— es devota de santa María del Pilar, y eso distingue a los católicos verdaderos… Fue ella, la madre divina, la que hizo de esta ciudad su casa, y durante siglos su capilla ha sido lugar de peregrinación, hasta hoy.

—En Valencia también se conoce Santa María del Pilar —respondí, ganándome su orgullosa sonrisa—. Mi abuela Isabela hizo peregrinación a su capilla cuando era todavía una niña, con sus padres y sus hermanas…; ella me hablaba de una columna de jaspe pulido de la altura de un hombre rematada con una base de oro sobre la que se alzaba la madre divina aparecida a los ojos mortales.

—Es que se apareció al apóstol Santiago «en carne mortal» —me dijo Alfonsa en tono condescendiente, pero con enorme satisfacción—. Y desde aquel año 40 de los cristianos se custodia en Zaragoza la columna que dejó como muestra de su venida.

El carruaje no pudo continuar; teníamos que echar pie a tierra. Un enorme multitud se aproximaba por la calzada que había de tomar mi transporte, porque se honraba en procesión al cuerpo de Cristo. Era el jueves de Corpus Christi, que en aquella ciudad se celebraba con mucho boato, porque era el escaparate donde los ciudadanos comprobaban entre sí su fe cristiana, vigilando sobre todo las demostraciones de los conversos, innumerables en aquella tierra.

Cumplí también con los gestos obligados y cubrí mi cabeza con la toca, arrodillándome al paso del séquito con el gran lábaro del obispo y con todas las jerarquías eclesiales portando cruces, cirios, estandartes y cálices de corporales, y sentí sobre mí las miradas curiosas que no me reconocían de los altos dignatarios y damas ricamente enlutadas de la nobleza, que cerraban la comitiva rezando los ensalmos dirigidos por el obispo. Un inmenso gentío bullía a ambos lados del pasillo que guardias y vigilantes mantenían libre para el paso de los señores y los eclesiásticos hasta La Seo, su catedral de proporciones espectaculares que guardaba huella indeleble de los artistas y artesanos mudéjares, aquellos musulmanes que después de la primera expulsión dictada por los Reyes Católicos pudieron quedarse en esta tierra con permiso especial, porque sabían trabajar la tierra y eran los mejores artesanos y albañiles. Junto a La Seo estaba la casa del arzobispo, en buena parte asentada sobre la ribera del río, que era de factura bellísima empleando el ladrillo como principal material, ese ladrillo que aprendí a entender tan propio de Zaragoza, porque nunca en otro lugar se llegó a utilizar con tanta maestría y con tanta gracia. Muy cerca, la Casa de la Diputación del Reino, un soberbio edificio guardado por guardias apostados en su puerta, y la Puerta del Ángel, otra de las entradas a la ciudad al pie del puente de piedra, que proclamaba una vieja tradición de estar protegida por ángeles.

Varias casas regias sobre la ribera del río como la de Albión y la de Ayerbe o Villahermosa, aunque muy ricas, parecían darle la espalda a la ciudad. Pero Alfonsa no dejó que me demorara observando sus adornos; me señaló con prisa el edificio que más interesaba y enorgullecía a los ciudadanos: la Lonja, reciente dignidad conseguida para los zaragozanos, porque siendo una encrucijada de caminos, a Zaragoza le hacía falta un lugar de reunión para los mercaderes, como ya lo tenían en Valencia y en Barcelona, otras ciudades pertenecientes a la corona de Aragón. La construcción se había concluido hacía muy poco tiempo gracias al empeño del arzobispo Hernando de Aragón, nieto del rey Fernando, gran mecenas que había promovido otros edificios y una capilla propia en La Seo; mostraba en la parte alta de su contorno grandes medallones con las efigies de los prohombres zaragozanos que habían ayudado a la financiación, decorados en vistosos colores contra los que refulgía el sol, como si hubiera sido deliberadamente. Adornaba rematando las cuatro fachadas del edificio un alero en madera riquísima y espectacular que no reconocí en el edificio del mismo motivo de Valencia, con un vuelo al exterior de casi metro y medio, que le otorgaba un aspecto peculiar y potente, que luego vería de nuevo en todas las casas palaciegas de esta capital, uno de los muchos detalles con que los potentados zaragozanos embellecían sus calles.

Más que una procesión religiosa de recogimiento en honor al cuerpo de Cristo, se respiraba una sensación de fiesta especial; los congregados allí se empujaban unos a otros intentando ver pasar a los nobles y sus comitivas, como si viviesen un momento que no querían desaprovechar, algo inolvidable. Me sentía desbordada íntimamente por aquellas sensaciones, desconocidas para mí hasta entonces. Las campanas comenzaron a sonar potentes mientras la comitiva eclesial se cerraba atravesando el umbral de entrada a la catedral. Los señores nobles escucharían el santo oficio de la misa y después sería el resto de los ciudadanos los que entrarían para hacer lo mismo. Durante ese tiempo el gentío se dispersaría, y los burgueses y nuevos ricos lucirían sus mejores galas mientras paseaban, haciendo tiempo, junto a la capilla de Santa María la Mayor, donde se veneraba una vieja idea de madre ancestral y primitiva, que ya adoraban moradores anteriores a los romanos.

Creí concluido el ritual, pero un nuevo cortejo se abría paso entre la bullanga y las personas que no habían abandonado su puesto flanqueando el camino hasta La Seo, sabiendo sin duda que todavía quedaba el final de la procesión. Miles de voces plenas de excitación y alegría mezcladas curiosamente precedieron la llegada de un carro bajo de potentes ruedas tirado por mulos pacientes y lentos, que soportaba una enorme jaula de metal rico y bellamente labrada, con un león rubio de abundante melena en su interior. El animal se alzaba rampante, intentando alcanzar una pieza de carne en una de las esquinas altas de su cárcel, dejando ver su estampa inmensa y escalofriante de la altura de casi dos hombres, y su pelaje dorado y limpio, mientras gruñía porque la pieza le obligaba al esfuerzo y no podía apresarla. Todo mi ser quedó paralizado ante la visión del animal que nunca antes hube conocido, y del que solo sabía por los libros, escuetos, que conservaba mi abuela de la biblioteca que fue de su familia y que poco a poco había ido vendiendo. Aquel león era la imagen más potente y hermosa que podía imaginarse, y en ese momento el sol, que caía de lleno sobre su paso, parecía iluminarlo de forma especial, haciendo resaltar sus músculos y el color natural de su pelaje. Finalmente el león se cansó de porfiar sobre la pieza de carne y dejó caer la envergadura de su bestialidad sobre sus cuatro patas, mirando, entonces sí, a su alrededor, donde el gentío se agolpaba gritando su excitación de terror y admiración a un tiempo. El león rugió terriblemente y de pronto se encaramó a los barrotes de la jaula, como si pudiese intentar derribarla, lo cual provocó más gritos y más intensidad en el orgullo de las gentes, porque estaban viendo en él el espíritu de su ciudad.

—El león dorado es el símbolo de Zaragoza... —me susurró Perla, observándome extrañada y fascinada a la vez—. Los hubo libres en un foso del palacio que fue musulmán, La Aljafería, al cuidado de un leonero judío que tenía el favor personal del rey, pero desde hace unos cincuenta años, después de la implantación de la nueva Inquisición, solo se mantiene a uno, un león vivo y del color del oro, como el que figura representado en el escudo de armas de nuestra ciudad, y por ello se le rinde veneración y respeto, porque simboliza a la propia Zaragoza..., mírale, dorado como el oro, el metal ansiado por los alquimistas que conocen los secretos..., bello, lúcido y esplendoroso, como el sol, al que representa..., como el rostro de un rey, que disipa el temor de sus súbditos, y como Zaragoza, la galana, la harta y la regia..., ¿comprendes ahora, Brianda?

Asentí en silencio, impresionada por aquella visión del león magnífico, vitoreado y alabado a su paso por el canal abierto entre las gentes de toda condición y aspecto, que simbolizaban en él todos los atributos de aquella ciudad orgullosa y contenta de sí misma. Su carruaje se dirigía igualmente a la catedral, donde también recibiría la bendición del obispo.

Desviando mi atención de los detalles en los que una y otra vez se quedaban mis ojos atrapados, Perla me hizo una proposición:

—Si no estás muy cansada podríamos hacer el camino que nos queda a pie; los guardias nos protegen —no respondí, y ella añadió—: La casa Zaporta está en la vieja judería y conserva todavía calles muy angostas que son más cómodas para atravesar caminando...; además no hay prisa, pues Sabina y su esposo son de los que están ahora con el obispo siguiendo el oficio. Mientras tanto, el carruaje dará la vuelta hasta la vía ancha y entrará a la cochera, con tu equipaje al resguardo.

—Como digáis... —contesté finalmente.

—Tendríamos que asistir también a la santa misa en La Seo, como nos manda nuestra religión y por honrar el día en que has llegado a Zaragoza —dijo Alfonsa, santiguándose.

—Estoy segura de que doña Brianda tiene deseos de ver a su tía cuanto antes —atajó Perla a su mandadera—, y sin duda que ella sabrá indicarle cómo hacer mejor para conseguir el perdón por el pecado de aplazar la misa para después...

Asentí nuevamente, en silencio.

Echamos a andar en dirección a la casa Zaporta, por las callejas sombreadas de la vieja judería remozadas con nuevos palacios de fachada imponente y sobria a primera vista, pero rematados con detalles exquisitos, como balcones espléndidos, ciertas ventanas coronadas por arcos y rosetones que destacaban maravillosas sobre la fachada limpia del resto de la pared y aleros riquísimos que parecían proclamar la riqueza de sus dueños. Me explicó Alfonsa que en el lado de la muralla opuesto a la puerta por la que habíamos entrado se hallaba extramuros ese gran palacio llamado de La Aljafería, muy bello, del que muchos de los ricos zaragozanos seguían tomando ideas para los ornamentos de sus casonas aunque hubieran sido artistas musulmanes sus constructores.

—Fue residencia de los reyes y ahora está instalado allí el Santo Oficio de la Inquisición, con todos sus oficiales y su cárcel... Don Luis tiene ciertas relaciones entre sus jerarcas y entra y sale a su antojo, porque estudia leyes...

—¿Don Luis? —pregunté.

—El primer hijo varón del señor Zaporta —me recordó Perla, y afirmé con mi gesto, sí, el hijastro de Sabina.

—¿Cómo era la madre? —vino a mi mente mi abuela otra vez.

En mi interés repentino por esa mujer desconocida y anónima para mí vi un reflejo indudable de esa curiosidad que mi abuela Isabela siempre mostraba por la vida de las mujeres de cualquier linaje.

Perla sonrió también de nuevo y me siguió la conversación.

—Jerónima Arbizu, sí... Era una buena cristiana, y frágil, como dicen muchos prohombres que han de ser las mujeres de alcurnia...; murió santa, no me cabe duda, aunque dicen que nunca se vio al señor Zaporta embelesado con ella como desde el primer día se mostraría con tu tía.

El sol empezaba a ponerse detrás de los altos muros que jalonaban las calles del entorno de la catedral, estallándose en las fachadas de las casas imponentes que denotaban abolengo sin remedio, como la de Miguel de Donlope, jurista notable y también de origen converso, que se había mandado hacer un edificio siguiendo la última moda renacentista del gusto italiano, según iba relatando Alfonsa, conocedora de apellidos, familias y memorias de toda Zaragoza.

—También la casa de Miguel Velázquez Climent, protonotario real —siguió Alfonsa—, muestra un mirador como esta, de ventanas amplias y con arcos ricos..., aunque es la nuestra Zaporta la que más asombro sigue causando, y pronto has de entender el porqué, niña. Esta otra —dijo entonces, señalando a la que se miraba de frente con la de Donlope— es la casa de los Juan Sariñena, padre e hijo arquitectos de fama, aunque el padre murió hace pocos años antes de concluir la factura de la Lonja, pero acuérdate igual de ese nombre porque verás al nieto en muchas de las veladas cultas que doña Sabina gusta de celebrar en sus salones...

Se adosaba a la fachada posterior de este otro caserón con torre en cuyas esquinas todavía estaban extendidos los tablados que servían de banco para corrillos de viandantes que se demoraban para saludarse, sonrientes y exhibiendo sus galas, al estilo de lo común en esa Florencia italiana. De nuevo el alboroto señorial de una campana en la distancia repicando con arrogancia señaló que había pasado una hora más; se iniciaba el crepúsculo. Me deslumbraron los destellos rojizos que llegaban colándose por la única rendija posible entre las dos esquinas de una calleja hasta el arco de filigrana que adornaba el balcón principal de otra casa importante, coronada por una galería de arquillos en la tercera planta al modo italiano, y lancé mis ojos instintivamente hasta el ventanal cerrado con una fina lámina de alabastro; en su interior distinguí una sombra moviéndose, alguien que presentía mi paso igual que yo presentía su presencia, como si fuera un presagio de los insondables secretos guardados tras los muros, que de pronto prendieron en mí el deseo de descubrirlos.

—Las casas denotan el poderío de sus dueños —comentó Perla, que había visto también a la figura que nos había observado tras el balcón.

—Y en Zaragoza hay muchos señores, nuevos de ahora y también de nobleza vieja, comerciantes muy ricos... —añadió Alfonsa—, y todos rivalizan entre sí por construirse lujosas mansiones y por casar a sus hijos con apellidos más linajudos todavía que los propios...; tu cepa es buena, Brianda de Santángel, y ya verás que tu pariente doña Sabina sabrá conseguirte marido pudiente entre los muchos señores que llevan negocios con los Zaporta.

Nuevamente vinieron a mi mente las palabras de mi abuela y ese dolor rancio que parecía eternamente abierto en mi piel. No dije nada, pero mi gesto me descubrió ante Perla.

—Contente, Alfonsa —reprendió a su mandadera.

Perla comprendía que yo traía heridas bajo mi silencio, y su respeto me llegaba como esa brisa que había levantado el atardecer. Con el tiempo aprendería a entender que el saber que Perla mostraba sobre mi alma solo era porque ya ella había recorrido el camino del dolor antes que yo. Pero entonces, en ese primer día de mi nueva vida, mientras me sonreía de nuevo mirándome de soslayo, yo luchaba contra mi miedo a ella; no quería rendirme a su calidez, esa que mi corazón intuía, precisamente porque desconocía esa emoción. Mi abuela Isabela nunca había dejado que el cariño nublara sus decisiones, o quizá simplemente no lo había sentido...; sacudí un poco la cabeza, empezaba a pensar que nunca podría dejar de relacionar con ella cualquier cosa nueva que viviera.

Pero no iba a ser así. Las nuevas sensaciones me embargaban y desterrarían rápidamente los recuerdos que entorpecieran la necesidad de supervivencia que poco a poco volvía a manifestarse en mí, ese empecinamiento por mantenerme en pie, adaptarme, salir adelante y remontarme a mi propio destino que desde los primeros instantes de mi existencia sentía que había sido mi propia definición.

La torre de un monasterio cercano se dejaba ver, soberbia como si señalara al cielo, más alta que el rafe de madera que con enorme prestancia protegía la fachada de la casona de los Fanegas, una de las más bellas, con un mirador adornado con arcos y yeserías policromadas según la hechura mudéjar. Mis ojos no dejaban de admirarse íntimamente por la necesidad de belleza que me transmitían esas gentes y sus casas.

El aroma de un horno recién encendido me envolvió, percibía el latido de mi corazón en mis sienes; cada pisada que daba por el empedrado liso de aquellas callejas retumbaba en mi pecho con ecos que parecían venir a buscarme; cada paso parecía hundirme más y más en la arena de una playa desconocida que sin embargo me atrapaba irremediablemente, y de cuyo amoroso hechizo ya no querría huir.

LA VOZ DEL ALABASTRO

Los ecos del tiempo hacen dulce su sombra.

Todos los ojos la miran a ella,

la que puede escuchar los latidos de la piedra

y conoce el murmullo de su despertar.

Libro de Jabir

Brianda de Santángel escuchó los gritos sofocados de varios hombres que se acercaban corriendo desde la callejuela que esquinaba la casa de Donlope, pero no reaccionó a tiempo al aviso de Perla, que intentó apartarla. Los guardias servidores Zaporta tampoco llegaron a evitar que aquel grupo de embozados que corrían alcanzaran de golpe a la muchacha; eran cuatro o cinco quizá, y pasaron a su lado como una exhalación, mientras el más rezagado de ellos, cojeando claramente, sufrió un traspiés y tropezó violentamente con su costado, por lo que Brianda cayó al suelo entorpecida por el vuelo de su propio manto, hecho un rebullo a sus pies. El hombre llevaba la cabeza cubierta con el capuchón de la capa y además se tapaba la cara con una solapa interior, que no soltó aun cuando se giró hacia ella, comprendiendo que su paso en falso la había derribado. Hizo ademán de intentar alzar a la joven con su mano, pero quedó al descubierto una empuñadura que llevaba en un bolsillo interno de su capa y al darse cuenta se precipitó a ocultarla de nuevo entre los pliegues y siguió corriendo. Brianda había visto su mano, mientras se la tendía por un instante, una mano con dedos largos y carnosos, sin anillo alguno, de uñas cuidadas y de piel muy blanca, y guardó en la memoria, como un destello, su gesto al ocultar la empuñadura que desapareció ante sus ojos en un instante, pero reconoció en ella los materiales y el color de los esmaltes venecianos que tanta fama llevaban. También en Valencia gustaban los adornos italianos de metales ligeros que venían de Oriente a través de los mercaderes venecianos, y ese puñal estaba decorado con ellos, solo que su pomo mostraba una peculiar estrella de puntas que parecían los destellos de un sol de los que conocía por los libros antiguos de su madre. Sin embargo, lo que en verdad sobresaltó a Brianda fue vislumbrar las gotas de sangre que se deslizaban por los bordes de la capa de aquel hombre, y que al detenerse un instante a su lado le habían manchado un pliegue del faldón. Levantó el rostro espontáneamente para ver el suyo, pero el hombre ya lo había girado y emprendía de nuevo su carrera. En ese momento los guardias llegaban hasta ella, mientras Perla se incorporaba también, desde la pared contra la que se había refugiado, y Alfonsa gritaba alarmada el nombre de la muchacha, sollozando porque temía que le hubiesen causado algún daño.

—Moriscos embozados, malditos revolvedores... —masculló con desprecio uno de los guardias.

Perla no disimuló su incomodo atajando el comentario con rapidez.

—¡No tienen por qué ser moriscos, ni sus borceguíes de piel fina eran moriscos! Más creo yo que sean hidalguillos cristianos ricos y malcriados que empiezan la juerga en cuanto declina el sol.

El guardia no dijo más, acatando la reacción de Perla con displicencia solo por no entrar en polémicas inservibles, aunque al parecer eran muy comunes en las calles. Vinieron al recuerdo de Brianda las muchas veces que habían llegado hasta la hacienda de su abuela, un pequeño mundo aislado por el muro entre un bosque y la playa de Valencia, las noticias de algaradas y revueltas en la capital, donde la población morisca era tan abundante como en Zaragoza, porque esos mudéjares forzados a abandonar su religión, su lengua y sus costumbres aprovechaban las fiestas cristianas para manifestar su disgusto.

Alfonsa le atusaba la falda y el manto sobre los hombros, dulce pero nerviosa todavía mientras Perla le preguntaba si llevaba algún rasguño, cuando llegaron, con aún más alboroto que los anteriores, varios hombres armados con puñales que a punto estuvieron de hacerlas caer de nuevo.

—¿Por dónde han ido? —le gritó uno, de malas maneras, al guardia.

—¡Por dónde va a ser! —respondió este, soltándose del agarrón—. ¡No hay otro sitio, se han marchado corriendo calle arriba!, ¿qué han hecho, pues?

—¿Los conocéis? —gritó otro de los perseguidores, alcanzando la altura del grupo.

Los vigilantes acompañantes de las mujeres negaron ambos con el gesto.

—Estas mujeres... ¿les han visto la cara a alguno de esos bellacos?

—Las señoras no han visto nada —atajó de nuevo el primer guardia, cortándole el paso porque se había acercado demasiado a ellas—. Iban cubiertos y además corrían como diablos, ¡ninguno de nosotros hemos podido verles!

—Más vale que sea así entonces —le espetó el hombre con mala cara, entre aspavientos de agotamiento y malhumor, descansándose la espalda con los brazos estirados y las manos apresándose las rodillas.

—¿Qué han hecho? —insistió el guardia.

—En La Aljafería... uno de ellos ha matado al emisario del inquisidor de Castilla.

Un grito increpándolo del otro hombre que ya se alejaba lo contuvo a este, que hubiera contado más cosas, pero alertado en su imprudencia no dijo más y siguió corriendo a duras penas.

Brianda de Santángel observó sus piernas cortas y avejentadas, enfundadas en esas calzas ceñidas que rezumaban sudor. Se veían de buen hilo con bordados a la altura exterior de los muslos; le decían además que ese hombre no estaba acostumbrado a correr. Pensó que no podría desprender de sí esa costumbre aprendida de la abuela Isabela, deducir la vida, el carácter, las costumbres de una persona a través de la calidad de los tejidos de sus ropas. El jubón era de paño ligero caro, excesivamente ajustado sobre esa cintura que parecía a punto de estallar, y le colgaba de un lado una espada corta en su funda.

—Son funcionarios del Santo Oficio... —dijo el otro de sus vigilantes, acercándose al primero—. Es mejor que lleguemos cuanto antes a la casa, hay que evitar a los curiosos, seguro que uno u otro habrá echado a correr detrás de ellos para enterarse de algo.

Perla se apresuró y empujó suavemente a la recién llegada para reiniciar el paso, comprendiendo que el guardia tenía razón. No obstante, el compañero lo entretuvo un instante, mirándole al rostro:

—Si era emisario del inquisidor general, ¿por qué no estaba con los demás inquisidores en las celebraciones del Corpus? —observó.

—No lo sé; ni me importa a mí ni tiene que importarte a ti. Vamos deprisa... Ya están llegando los primeros fisgones y doña Sabina puede reprocharnos no haber velado por la discreción de su sobrina.

Habían pasado por la iglesia de San Lorenzo, y desde su esquina solo distaba una calleja corta hasta la casa Zaporta, situada a la entrada de la vieja judería principal de la ciudad, en la calle pública a las botigas fondas, que ya se nombraba como «la calle nueva» porque la construcción de Gabriel Zaporta así la había configurado justamente. Casi lindando con la propiedad de los Zaporta se había asentado en otro tiempo la sinagoga de la judería intramuros, tal como la llamaban porque hasta las disposiciones inquisitoriales de 1501 los judíos de Zaragoza cerraban las puertas de su comunidad por la noche. Durante un tiempo todavía conservaron discretamente carnicerías, baños y comercios, hasta que su religión se consideró erradicada totalmente y se suprimieron los signos, restos y huellas o cualquier otro indicio que pudiera recordar que había existido una Zaragoza judía. Aunque nunca podría olvidarse. Los antiguos judíos estaban mal vistos como cristianos nuevos, sobre todo porque acumulaban grandes fortunas y ocupaban puestos de poder en la administración del reino, y la Inquisición los vigilaba estrechamente para descubrir entre ellos a los que, aunque bautizados, seguían actuando bajo las tradiciones judías. Ningún converso escapaba a su observación, aunque pudiera demostrar que contaba en su familia más de tres generaciones bajo seña cristiana; la desconfianza del Santo Oficio les perseguía hicieran lo que hicieran.

Venía de atrás el desencuentro de los aragoneses con la Inquisición. La normativa impuesta de 1483, que obligaba a la conversión sin paliativos, había sido muy discutida y motivo de fuerte oposición en Aragón, porque perjudicaba a los influyentes conversos, familias aragonesas muy poderosas, pero sobre todo porque se consideraba una intromisión castellana contra los Fueros aragoneses, y por eso la mayor parte de sus nobles y sus ciudadanos habían salido en defensa de sus leyes particulares. El representante de la Inquisición para Aragón, Pedro Arbués, había sido asesinado como muestra de esta insumisión; pero su muerte solo consiguió hacer más rápido e irreversible el proceso de expulsión para los judíos y provocó que la Inquisición se ensañara especialmente en este territorio, aplicando sus directrices con inmenso y severísimo rigor. Desde entonces, los perseguidos, procesados y ajusticiados por la Inquisición en los tribunales de Aragón eran más de la mitad del total conocido en España. Y desde que Fernando Valdés había asumido el cargo de inquisidor general, el resentimiento y la dureza del Santo Oficio contra este reino aun era todavía mayor.

Perla se dirigió de nuevo a Brianda para indicarle que habían llegado; allí se alzaba la que sería su casa por siempre y en cuyo interior esperaba su verdadero destino. Alfonsa se despidió para ir al encuentro del carruaje y los baúles.

La casa Zaporta alcanzaba la altura de tres plantas y ocupaba una gran extensión con fachada de casi cincuenta metros y esquina despejada y embellecida con yeserías hasta el orgulloso rafe, tallado en madera de nogal todavía nueva, de metro y medio de anchura, que protegía la galería de arquillos que rodeaban el edificio, decorados según el gusto mudéjar acabados en puntas y lóbulos, que Brianda ya había visto repetidos en otros ventanales de los edificios zaragozanos. La esquina marcaba el comienzo del callizo a la iglesia de San Andrés, frente a la que se abrían, protegidos por su muro, los jardines posteriores de la residencia. La joven se detuvo un momento observando la portada de acceso, de factura bellísima, completada por un friso labrado de inspiración grecorromana, con columnas esculpidas de alabastro a ambos lados. Sobre ella se erguía un amplio ventanal rematado con una reja de filigrana que semejaba un potente ojo de significados ocultos. Y entre ambos, la efigie exquisita y menuda de una Venus ancestral, desafiante y delicada a un tiempo, presidiendo la entrada con su desnudez misteriosa, levemente mitigada por un velo tallado alrededor de sus piernas. La estatua bellísima captó la atención de Brianda, que se detuvo un instante a admirarla como si obedeciera al privilegio que se desprendía de ella.

La casa Zaporta transmitía sin duda la pujanza del propio Zaporta, pero también una fuerza especial, algo insólito y extraño que no era visible, pero que Brianda sintió palpablemente sobre su piel.

La morisca la apremió con suavidad, rescatándola de aquella fascinación íntima para avanzar hasta el portón abierto por el que se podía admirar, sin interrupción ni zaguán previo, el interior de la casa o, mejor dicho, el patio principal alrededor del cual transcurría la vida de los Zaporta y se distribuían las piezas de la casa. Brianda sintió que su corazón se detenía; nunca antes había visto nada igual y, aunque su experiencia en estampas bellas se reducía a aquellos recuerdos en el mar y junto a su madre, todo su ser intuyó que no era posible encontrar otra imagen más hermosa debida a la mano humana.

Atravesó el dintel y se sumergió de lleno en ese lugar mágico, un corazón palpitante pleno de murmullos que ella podía escuchar, la maravilla por la que hubiera merecido la pena cualquier desarraigo como el que ella sentía, el misterio por el que comprendía que en realidad su destino era estar allí. Percibió que sus sentidos la abandonaban, como si viajaran ajenos a ella y a ese momento trayéndole emociones de recuerdos que no sabía que poseía, de otras vidas, de sus sueños ocultados quizá, y sintió que el cuerpo se le hacía ligero y ella no tenía fuerzas para sujetarse en él ni podía hacer nada para evitarlo. Sin más aviso, Brianda se desvaneció allí mismo, cayendo con todo su ser al suelo alfombrado, con la íntima y oscura sensación de que necesitaba abrazarlo, como en un viejo deseo dos hermanas se encuentran y se reconocen una parte de la otra. Cerró los ojos apresando en ellos la imagen de las columnas labradas en alabastro y sus relieves plenos de significados ocultos, y sobre los rosetones cincelados en yeso endurecido y los frisos decorados que inundaron sus párpados y su garganta. Ni un suspiro, ni un gemido, solo el sonido sordo de su cuerpo cayendo, como si hubiera llegado al final de un camino, pero era solo el principio.

Perla gritó angustiada. Se había demorado con los guardias indicándoles que debían ir hasta la cochera por detrás de los jardines para recoger allí el equipaje de la joven y que lo subieran hasta la cámara de la niña Leonor, donde ella se alojaría... Gimió como si la caída de Brianda le hubiera dolido a ella misma, llegó de un salto hasta ella y se lanzó presurosa a desabrocharle el cierre del manto, sacudiendo sus hombros y dándole palmadas en el rostro, para que recobrara el sentido.

—¡Brianda, niña! Brianda, ¿qué tienes? Traedme agua, que venga la doncella enfermera... Te lo ruego, atiéndeme, Brianda, despierta, despierta, muchacha..., solo es cansancio, ¡Brianda!

La joven sintió que un aroma penetrante punzaba el interior de su frente obligándola a abrir los ojos de nuevo. Los suspiros y las voces de todos los que habían acudido a la alarma de Perla, varias doncellas, los guardias, algunos lacayos que habían observado el desvanecimiento desde su asiento junto a la escalera y una vieja matrona enfermera la envolvieron con sus palabras de consuelo, achacando lo sucedido a la fragilidad obligada en una mujer de linaje. Perla los despejó a todos, excepto a la mujer cuidadora, esa que había acercado las pavesas enervantes a su nariz, y la ayudó a levantarse con suavidad, llevándola hasta uno de los sillones de respaldo alto que había en un lado, tapizado en terciopelo bermellón, entre jardineras floreadas.

Solo ella había escuchado las palabras que en su delirio había pronunciado la boca de Brianda sin saberlo: «Me ha encontrado..., él me ha encontrado y ya me está llamando...».

Perla la había abrazado entonces, protegiéndola. Solo ella podía comprender lo ocurrido, el intenso encuentro de Brianda con su destino, tal como estaba escrito en las líneas de su nacimiento. Ella la protegería siempre con su cariño y solo ella sería la depositaria de su secreto..., pero eso vino después.

Brianda aguardó el regreso de la familia Zaporta sentada «entre el Sol y Júpiter, en la esquina del poder», como bromeó dulcemente Perla, sumida en la contemplación de las tallas imponentes que representaban a la Tierra, a Venus y a Saturno, en el ángulo opuesto a su espera. Su caída se había producido a los pies de Saturno, observó Perla.

—Saturno es el que guarda la semilla de lo que vendrá... —dijo, todavía atusándole los cabellos por detrás de los hombros—. Muchos temen a Saturno porque simboliza el destino, pero él es el más sabio y si te atreves a mirarle de frente, te dirá la verdad de ti mismo.

Brianda no podía decir nada, no todavía. Sus ojos recorrían incesantemente los detalles tallados en los frisos, las columnas, los arcos del piso superior, los rostros, las figuras, las imágenes de riqueza exquisita, de lenguajes ancestrales..., y solo eran capaces de llorar quedamente ante su maravilla, como si toda su vida pudiese resumirse en ese momento, pues toda su vida parecía haber esperado ese momento.

El patio donde se hallaban era un cuadrado perfecto con una galería superior de seis arcos en cada lado, soportada por ocho columnas, ocho pilares que contaban una historia que ella debería descifrar, que ya ansiaba descifrar... ¿Por qué su mente creía ahora estar en otro lugar? Los recuerdos de Brianda se mezclaban con las imágenes de ese momento, recuerdos desterrados, de aquellos años en que había acompañado a su madre en su apasionado deambular por los palacios de otros mundos y otras tierras.

Cada columna era un planeta, le recitó Perla, su iniciadora, trayéndole ahora a la memoria las listas de hilos y texturas de colores que había aprendido de niña, en aquella vida anterior junto al mar de Valencia... La Luna, flanqueada por Marte a su derecha y Venus a su izquierda, en el lado frontal, el más visible desde la entrada, el primero que veían los ojos que atravesaban aquel umbral a otro mundo; Saturno, la sombra, en el lado izquierdo, entre Venus a su derecha y la Tierra a su izquierda, mirándose de frente con el Sol, la luz, en el lado derecho, entre Júpiter a su derecha y Marte a su izquierda, y finalmente Mercurio en el lado de la entrada, con Júpiter a su izquierda y la Tierra a su derecha.

—Hay muchas casas ricas e importantes en Zaragoza, la Harta... —Perla hablaba con una devoción y un respeto nacidos en su voz que le hubieran llamado la atención si no fuera porque todo el entendimiento de la joven estaba pendiente de aquel lugar—, muchos ricohombres han alzado casas señoriales y palaciegas en los últimos veinte años, pero ninguna es como esta, Brianda, te lo aseguro...; ninguna de ellas puede hacer gala de poseer un patio como este ni otro lugar que se le compare, porque este lugar nació del amor y para el amor.

La muchacha retiró una lágrima silenciosa de su mejilla. Dos servidores prendieron el aceite de las lámparas que colgaban del artesonado del techo procurando nueva luz a la estancia. Ahora, sus figuras y sus rostros esculpidos parecían tomar vida propia y sus ojos la miraban. En ese momento escucharon a los perros, que ladraban alborozados al otro lado de la casa.

—Ya anuncian que los Zaporta llegan —dijo Perla—. Ven, Brianda..., estás bien, ¿verdad?, ven, recibamos a tu tía en la puerta, seguro que está deseando verte...

La figura de Sabina emergió del contraluz que llegaba del exterior. De pie junto a una de las columnas de la entrada, sonreía como sonreían las efigies de mármol que Brianda recordaba de la catedral de Valencia, bellas y distantes en su perfección.

—¡Sobrina queridísima! —exclamó.

Extendió el brazo para soltar su bolsa de mano, de terciopelo y encajes de color cereza, que una de las doncellas tomó con sus dedos adelantándose como un pajarillo domesticado, y abrió el otro brazo alargando su palma hacia Brianda y dejando ver su talle esbeltísimo entre las puntas de la capa de seda escarlata que ondeaban con gracia una a cada lado. Desabrochó el engarce del cuello y la servidora la recogió de sus hombros, dejando al descubierto su tocado. Una trenza de su propio pelo con matices trigueños rodeaba su cabeza, sujeta con una elegante redecilla y su diadema de terciopelo oscuro con engarces de perlas diminutas. Acompañaban a Sabina su esposo y sus hijos, varias damas que discretamente se habían quedado junto a la puerta y dos caballeros vestidos con traje oscuro como don Gabriel.

Brianda también se adelantó unos pasos y se inclinó para saludarla con una reverencia, pero Sabina la tomó por los brazos alzándola y acercó su rostro al de su sobrina. Brianda aspiró su aroma aleteando hasta ella desde las puntillas ocres de la abotonadura de su vestido, un perfume de limón e incienso, y se dejó envolver suavemente por sus brazos; al cabo de un instante Sabina los estiró de nuevo, alejándose un poco para mirarla.

—Tenía muchísimas ganas de tenerte aquí, Brianda, sé bienvenida; intentaré que no eches de menos tu vida en Valencia, te lo prometo.

—Doña Sabina, estoy muy contenta —respondió la muchacha— y sé que me va a gustar mucho vivir en vuestra compañía.

Sabina sonrió más ampliamente y realizó un gesto elegante para dirigirse al señor Zaporta, que había llegado junto a ella.

—Querido esposo, esta es Brianda de Santángel y Santángel, mi querida sobrina, de la que te he hablado... —Sabina acarició el óvalo de su rostro—. ¡Ah, eres preciosa, tal como te recordaba!, y te pareces tanto a...

—Considérame de corazón tu tío, doña Brianda —se adelantó Gabriel Zaporta—; deseo que te encuentres cómoda en nuestra casa.

Con el tiempo, Brianda comprendería que Gabriel había querido evitar la remembranza que entristecía el alma de su esposa y que él no podía soportar, ese recuerdo de su hermana muerta siendo una muchacha y que Sabina no había logrado apartar de su corazón.

Saludó al señor Zaporta con la reverencia debida, y él la aceptó elegantemente, mientras ya iniciaba su marcha desprendiéndose el sombrero y haciendo un gesto a su mayordomo personal para que le siguiera hacia la escalera. Sabina se apartó un poco y entonces quedó a la vista la pequeña Leonor, que había aguardado obedientemente detrás de su madre, asida de la mano por su hermano mayor.

—Leonor también te esperaba con mucha ilusión —dijo Sabina con voz alegre, dirigiéndose a la niña—: ¿Verdad, Leonor? Saluda a tu prima Brianda, hija mía, ha venido desde Valencia para estar contigo, ¿estás contenta?

La niña tenía los mismos ojos irisados de tonos ámbar que su madre, y su mismo porte regio. Llevaba un vestido de lino teñido que dejaba a la vista por delante un forro ligero de color blanco y una capita corta que protegía sus brazos del relente crepuscular. Sobre su cabellera, de un castaño más oscuro que el de Sabina, llevaba una diadema que le sujetaba el pelo desde detrás de la cabeza. Brianda se arrodilló, para mirarla desde su misma estatura y cruzó sus manos sobre el pecho saludándola con una leve inclinación de la frente, como había aprendido siendo niña a saludar a sus mayores.

—Tenía muchas ganas de conocerte, doña Leonor.

La niña dobló una rodilla estirando las puntas de su falda con sus manos y respondió al saludo con una suave caída de sus párpados. Sus modales eran impecables.

—¿Qué sabes hacer? —le preguntó muy seria.

—Sé fabricar muñecas con telas de todas las clases —respondió Brianda también muy seria, aceptando su examen— y sé coser vestidos para ellas, de verano y de invierno.

Leonor abrió mucho sus ojos y quedó sin habla. Su madre rio de buena gana y lanzó una nueva señal a sus hijos Gabriel y Guillén, que cumplieron su saludo como jóvenes nobles.

—Tengo mucho de qué hablar contigo, Brianda... —Sabina giró de nuevo su rostro hacia su sobrina, pero uno de los caballeros se acercó a ella y le indicó algo en tono bajo.

—Está a salvo —alcanzó a escuchar fugazmente la joven.

Era el licenciado Miguel Violante. Sin que terminase de hablar, Sabina asintió levemente y se separó un poco, finalizando la entrevista con la recién llegada.

—¿Ha sido bueno el viaje, Perla? —se dirigió a la morisca, que ya se había acercado.

—Sí, Sabina.

—¿Estáis bien vosotras? —al poner su mano sobre el brazo de Perla, Brianda entendió que su tía se refería al incidente de los embozados.

—No tengas preocupación, ya te lo contaré luego.

Sabina asintió.

—Que lo dispongan todo para mi sobrina —añadió—, y que su doncella se lleve ya a Leonor, debe cambiarse de ropa antes de cenar. Brianda —la buscó de nuevo con sus dedos hacia ella—, descansa, hazte con la casa, con los horarios...; nos veremos mañana, más tranquilas —Sabina sonrió y le acarició de nuevo el rostro—: ¡Estoy feliz de tenerte aquí!

La joven se apartó despidiéndose de ella, mientras Miguel Violante la alcanzaba de nuevo para murmurarle algo muy cerca; ambos caminaban concentrados en su conversación en voz baja, hacia la escalera, y los ojos de Brianda los siguieron a ambos hasta encontrarse con ella: doña Blanca Ramírez de Arbizu había descendido sus peldaños con total sigilo y se había quedado de pie en el último, observándolos a todos. Tampoco Sabina había reparado en su presencia.

—¡Blanca! —exclamó con sobresalto—. ¡Celebro que hayas salido de tus habitaciones! ¿Ya estás mejor? —se había distanciado apresuradamente del licenciado y entonces se dirigió a la joven, agitando nuevamente con sus gestos todo su entorno—: Ven, Brianda; querida Blanca, esta es mi sobrina Brianda de Santángel y Santángel, acaba de llegar...

En pocos pasos muy rápidos la muchacha llegó hasta el inicio de la escalera y saludó con una inclinación de rodilla a esa mujer delgada, vestida de negro rigurosamente, de gesto endurecido; sus ojos, de un azul turbio, despedían una intensidad fría y punzante que la estremeció.

—De los Santángel de Valencia... —respondió a su saludo en un tono de reprobación.

Doña Blanca tenía los brazos ligeramente doblados y las manos enlazadas sobre el estómago. Su blusa era de seda y los brocados de los puños y el cuello de tafetán duro. Llevaba el pelo recogido y estirado en un moño que escondía bajo una toca.

Antes de que Brianda llegara a contestar, Sabina atajó la displicencia de su pariente:

—¿Cenarás con nosotros? —dijo ignorando su comentario.

—Ya he cenado. Voy a la capilla.

Sin más contestación a su pariente y sin dejar su sonrisa elegante, Sabina sorteó la presencia sombría de Blanca y siguió ascendiendo por los peldaños.

La escalera, en el mismo lado oeste del patio, junto a la entrada, daba acceso a la planta principal de la casa y era de factura magnífica, con una columna bellísima como inicio de la balaustrada que se adornaba con medallones similares a los tallados en los antepechos de los cuatro lados del patio, representando rostros y motivos que sugerían la existencia de ese otro mundo que parecía llamar a Brianda.

Sabina se paró un instante en el descansillo del primer tramo y, volviéndose a mirar por debajo de sí, se dirigió de nuevo a Blanca.

—Lo olvidaba, querida prima... Gabriel no está en su despacho y tampoco en la capilla, pues hemos cumplido con los rezos en La Seo. Ya te disculparé con él si no te vamos a ver en la cena; es mejor que sigas descansando, te vendrá bien...

Doña Blanca ya había llegado a la pequeña escalinata que conducía hasta el retrete del señor Zaporta y sin contestar, aunque con todo su ser incomodado, volvió sobre sus pasos. En el lado de la izquierda, junto a la cuadra y una cochera que guardaba un carro de dos mulas y una silla de manos, se encontraba la escalerita estrecha pero muy adornada que llevaba a una soberbia puerta de madera con tracería mudéjar resaltada entre cariátides y un frontal decorado con unicornios y florones y un blasón en la parte alta del dintel. Por ella se accedía a la entreplanta donde estaban las dependencias profesionales de Gabriel Zaporta, su despacho privado o retrete, una capilla y otra sala, llamada «de los emperadores», de hechura riquísima y cubierta con guadamecís brocados sobre negro que simulaban columnas de oro; Gabriel Zaporta la usaba para las reuniones con otros comerciantes y políticos, allí se habían formalizado las transacciones más importantes de su fortuna, y allí había firmado el propio emperador Carlos las disposiciones nobiliarias a favor de su familia.

La capillita era de uso particular como oratorio para Gabriel Zaporta, con un retablo que representaba a Cristo entre su madre y santa María Magdalena, y otros tres lienzos de pared de mucho valor. Perla se la mostraría a Brianda uno de aquellos primeros días.

—A Blanca le entusiasma este lugar —le explicó—, y viene muchas veces, con la excusa de los rezos, a platicar privadamente con Gabriel, cosa que a él no le agrada sin embargo, pues más de una vez le ha sorprendido con sus compadres jugando a los dados en su despacho particular.

—¿Los dados? —se extrañó Brianda. Ese juego, muy del gusto de la cultura judía, se decía erradicado entre los conversos de alto apellido—. ¿Aquí no está prohibido?

Perla se encogió de hombros con su sonrisa habitual y puso un dedo estirado sobre sus labios indicándole que también ella debía guardar la confidencia.

Brianda fue instalada en un dormitorio anejo a la cámara de la niña Leonor, en la planta principal de la casa. Las salas y habitaciones nobles se distribuían en torno al patio a lo largo del corredor superior abierto con arcos sobre columnas exquisitas, y embellecido con yeserías policromadas maravillosamente esculpidas en las paredes y los arquillos, sin un solo hueco dejado sin decorar, y con un artesonado de madera en el techo imponente. En el lado sobre la entrada del piso superior se situaban varias dependencias con comedores y salones para música y reuniones sociales, además de la biblioteca y el gabinete de lectura; los dormitorios se distribuían a derecha e izquierda. El espacio para Leonor tenía, además de su dormitorio y el de Brianda, una sala donde deberían realizar sus tareas conjuntas, y en la que pasarían las largas horas de los inviernos hasta que ella cumplió sus nueve años y todo cambió para las dos.

En el mismo lado estaban las cámaras de Blanca y su doncella y una alcoba siempre cerrada que pertenecía a Isabel, la hija Zaporta ya casada con Juan de Gurrea, un grande de Zaragoza. En el lado opuesto estaban los dormitorios del niño Gabriel y su hermano Guillén, que compartían con sus mentores particulares, y el aposento con despacho particular de Luis, el varón primogénito Zaporta. Las habitaciones del matrimonio Zaporta ocupaban el lado frente a la galería de los salones y tenían además de sus alcobas privadas reservados especiales para cada uno. Anejo al edificio había otro patio interior alrededor del que se distribuían más piezas y otras zonas de servicio.

Con el tiempo, Brianda aprendió que la casa estaba atravesada por galerías interiores de anchura escueta con cabida para una sola persona que conectaban todas las habitaciones, formando un laberinto interno que comunicaba con las salas del piso bajo y los subterráneos, que incluían las bodegas de vino y aceite y las salas de cubas, prensas, tinajas y aparejos, y con el tercer piso, no visible desde el patio, donde estaban los desvanes, otros dormitorios de servidores y la escalera hasta el torreón. Desde la galería intramuros se accedía a las chimeneas de las habitaciones y se distribuía el calor generado por fogones especiales situados en la cocina baja de la planta calle, junto a un pasillo que conducía al pozo, al corralillo y al jardín, y en la que había una puerta disimulada en la inmensa alacena de la pared, que daba a un cuarto donde se guardaban picas y arcabuces para la custodia de la casa y sus habitantes. El frente del patio en la planta baja lo ocupaba una sala principal cubierta con guadamecís, con dos puertas de acceso que a veces estaban abiertas complementando así la visión del patio desde la calle, y que servía de paso a dos habitaciones laterales, además de a otro salón frontal llamado «sala del jardín» porque comunicaba con este a través de una bellísima puerta de alabastro que dejaba pasar la luz y la reflejaba en un mural cubierto por una plancha de espejo.

Brianda nunca había visto un lugar como la sala del jardín. Fue en ella donde descubriría quién era el hombre que la aguardaba en su destino, ese destino que ella creía cambiado de un vuelco al llegar a aquella casa, y así sería, pero solo porque era allí donde él esperaba.

EL FIN DE UNA ESTIRPE

El cielo se escribe en un espejo de alabastro.

Él guía mi mano en la estrella de ocho puntas.

Mi cincel es cálamo que susurra el sueño

de aquellos que duermen bajo las aguas.

Diré adiós, llevaré una perla en mi voz.

Libro de Jabir

Me otorgaron nombre cristiano como Francesca de Zaragoza cuando fui bautizada. El mundo sin embargo me conservaría mi nombre original, Perla, y dejaron que en todas mis cédulas como mujer libre así constase, que mi nombre para siempre fuera Perla de Zaragoza, ama de llaves de la casa Zaporta y servidora de confianza de su señora, doña Sabina de Santángel.

Llegué a esta casa la víspera de la primera noche que ella dormiría aquí, y que sería además su noche de bodas, en aquel verano de 1549. Tenía solo unos pocos años más de edad que Sabina, pero mi experiencia en la vida y en los ciclos que marcan los días era en mucho superior a la suya, y pude aleccionarla en las cosas que, al saberlas, la harían dejar de temblar como temblaba aquella tarde en que la estaba acicalando y preparando para recibir al esposo. Sabina era preciosa, de tez muy clara y grandes ojos de color ambarino que parecían reflejar los tonos castaños y de oro viejo de su pelo, que guardaba trenzado bajo redecillas y tocas. Su juventud se advertía exquisitamente educada en aquellas maneras delicadas y de expresividad contenida con que se dirigía a las cosas. Sus manos pequeñas no tenían ninguna rozadura, acostumbradas únicamente al tacto de su libro de oraciones o su pañuelo; me confesó que jamás había acariciado siquiera a un gato, y que nunca había tocado la piel de un hombre, ni aun la de su padre, pues solo le había besado sobre el guante. Y sin embargo, me hablaba de las leyendas de dioses y diosas de los viejos países mediterráneos que estaban tan de moda en las cortes italianas, y de su pasión por comprender el influjo de los astros en las almas, y «de la música, que es un lenguaje de ángeles»..., y sus ojos brillaban de pasión y su sonrisa se abría llena de vida.

Nunca adiviné que aquellas mañanas de entretenimientos, recién casada Sabina y asistiendo con ella a los trabajos de organización y retoques de la casa Zaporta, iban a ser tan decisivas para mí. Ella puso su empeño en enseñarme a escribir y a leer en la lengua castellana, la oficial y tenida por culta en Zaragoza, que sustituía ya a la propia de nuestra tierra hablada por el pueblo llano, y en correspondencia, dijo, yo tenía que enseñarle el lenguaje de las estrellas y los signos del cielo, de los días y los nacimientos. Fue así como aprendimos sobre todo a conocernos y a confiar la una en la otra. Cada mañana trenzaba su cabello sujetándolo alrededor de la cabeza o en un amplio moño detrás del cuello, y con él ella misma parecía quedar también sujeta; y cada noche lo destrenzaba después, dejándolo caer en ondas y mechas de tonos desiguales sobre su espalda, con la misma libertad con que su voz entonces dejaba suelta la recóndita expresividad de su alma, deseosa de abrirse al mundo y necesitada de mi protección. Poco a poco nos fuimos haciendo insustituibles la una para la otra, aprendiendo a amar lo que veíamos de nosotras en el espejo de la otra. Esa fue la fortuna con que el destino compensaría mi pérdida, que mi amistad llegase a ser para Sabina tan valiosa como la joya más querida entre las muchas joyas que poblaban esa casa maravillosa hecha para ella.

Jabir y yo fuimos un regalo de bodas para el matrimonio Zaporta. Éramos los últimos vivos de una larga y antigua estirpe de «moros de paz», así nos llamaban a los mudéjares sometidos, descendientes de aquellos que aceptaron su condición de esclavos protegidos de los reyes de España a cambio de seguir en la tierra que les había visto nacer con sus trabajos, sus creencias y sus casas. Nuestra familia había ido desapareciendo a medida que se iban imponiendo los bautizos obligados para los de nuestra condición, a lo largo de los últimos treinta años. Habíamos nacido primos; Jabir y yo estábamos juntos desde niños, afortunados porque nuestro señor permitía que siguiéramos con la larga tradición que había distinguido a muchos de los nuestros: el estudio de las estrellas y las artes de su lenguaje. Yo apenas sabía leer y escribir en mi idioma, y sin embargo reconocía e interpretaba al instante los símbolos, las formas, las posiciones y los movimientos de cada una de las estrellas que marcaban el nacimiento, la vida y la muerte de los seres. Nuestro abuelo y maestro, Farax de Borja, llamado el Mago, fue el astrólogo más reputado de todas aquellas tierras que tenían al Moncayo como dios y dueño de las estaciones. Hasta nuestra casa, entonces poblada de varias generaciones de nuestro apellido, llegaban encargos y señores de todos los confines de Aragón pidiendo los servicios de Farax: la interpretación de un sueño, el augurio de un nacimiento, la predicción de los astros ante este o aquel acontecimiento, la forma de evitar la confluencia de detalles antagónicos, la fecha propicia para el inicio de una empresa o una construcción... Cuando murió Farax, de ochenta años, después de ver cómo nuestra familia desaparecía en unos pocos y terribles meses por la peste, nuestro dueño en delegación del rey, el señor de Bisimbre, nos acogió como esclavos en su servicio, lo normal entre muchos nobles y señores de haciendas rurales, que tenían a su cargo una gran población de moros y moriscos trabajándoles las tierras y los rebaños. Pero la formación de Jabir y la mía no era la de otros obreros útiles en los campos y en las haciendas de los potentados infanzones rurales, y sabíamos que el de Bisimbre haría lo posible por desembarazarse de una presencia tan comprometida como éramos nosotros, dos jóvenes amantes inseparables, herederos de los secretos de la noche...

Las cosas habían cambiado en esos últimos años. Los astrólogos empezaban a ser mal vistos por los prelados cristianos y, aunque sus señores e incluso sus monjes les seguían consultando en secreto, su ciencia no tardaría en prohibirse por el Santo Tribunal.

—En mi casa VI se encuentra Marte, en conjunción con la Luna y el Sol... —recuerdo a mi abuelo Farax, como si todavía lo pudiera escuchar, desvelando el momento de su muerte, el día 6 de marzo de 1545—: Marca ello el advenimiento del nuevo mundo que yo no puedo ver, porque mi tiempo habrá concluido.

—¿Cómo puedes contemplar impasible lo que dices, el fin de tus días? —me agité.

—De nada sirve rebelarse, el destino es el capricho de un instante, así nos lo enseñan las estrellas y los planetas; el horóscopo de un individuo o de un acontecimiento es el mapa de su destino, y nosotros, los astrólogos, solo somos sus portavoces.

«Mago por la gracia de Dios o del Diablo»..., así llamaban a Farax, porque sus profecías eran infalibles.

Después de años de ausencia, Farax regresó de nuevo a Zaragoza desde Francia, donde había enseñado su ciencia a otros científicos del destino, como el brillante Michel de Nostredame, que ya trabajaba en una obra monumental sobre el destino del mundo, a la que Farax había contribuido estudiando con él el futuro de las coronas españolas. Farax lo había visto todo, también el momento de su muerte y la muerte de este tiempo, y volvió cuando yo tenía siete años y Jabir cumplía once y había llegado el momento de nuestra formación. Farax conocía la misión que tenía que desempeñar hasta la fecha de su muerte; esa misión éramos nosotros.

—Fuisteis juntos como uno solo, en otro tiempo y otro lugar, pero habéis de ser dos en este mundo —nos dijo muchas veces a Jabir y a mí—; aprenderéis a ver desde otros ojos y a hablar desde otras bocas, pero solo al final volveréis a reuniros...

Seguramente él ya sabía que Jabir y yo nos amábamos desesperadamente y que nos habíamos jurado amor eterno juntando nuestra sangre.

—Aries, tú, Jabir, valiente pero temerario; Caprus, tú, Perla, fuerte pero prevenida, Saturno os separa, porque habéis de vivir lo que guarda su sombra...

Hubiera querido negarme a él y a sus profecías; yo nunca podría separarme de Jabir. Pero en los planos astrales que Farax extendía sobre el piso del inmenso salón donde astrolabios de mediciones extraordinarias, catalejos y artilugios sin nombre formaban su paisaje cotidiano, ya éramos capaces de leer la llegada de la oscuridad.

—Sois dos partes de un mismo tiempo, representáis cada cual lo que acaba y lo que empieza, el final de un mundo y el comienzo de otro. Ambos tenéis vuestra Luna en Libra: Perla, tú en trígono con el Sol; Jabir, tú en trígono con Marte. La luz os separa, la noche es una madre débil que no podrá protegeros; Mercurio os trae cambios en vuestra casa primera, la ciudad que tiene a Venus en Leo significa la vida y la muerte, y os aguarda.

Sí, Zaragoza era nuestro destino, y la boda de Sabina de Santángel el momento elegido para manifestarse. Todo se precipitaría de golpe; Saturno reclamaba su trono. Recién llegados a la residencia del rico matrimonio de Zaragoza se nos comunicó a Jabir y a mí aquello que traía su cambio inexorable: los Zaporta no tenían esclavos y no podíamos encajar en su estructura social si seguíamos siendo lo que habíamos sido hasta entonces. Las nuevas leyes nos obligaban a la libertad y a la conversión.

—¡Falsa condición de libertad la que obliga a renunciar a tu pensamiento a cambio de llamarte liberto y no esclavo! —protestó Jabir—. Perla, es mejor que regresemos a nuestra casa.

—El señorío de Bisimbre ya no es nuestra casa —repuse.

—Hablo de la casa donde nacimos, donde aprendimos con Farax a interpretar las señales del cielo...

—Estamos solos —intenté convencerle—, no tenemos casa ni mundo, tal como vaticinó nuestro abuelo. Luchemos por crear aquí nuestra propia casa, Jabir.

—Si nos quedamos, estamos obligados a la conversión cristiana..., y yo no estoy dispuesto a ello.

—Empezaríamos de nuevo —insistí—, tal como habíamos planeado, los dos juntos, amándonos como hasta hoy, Jabir, juntos siempre, pero ya no en secreto, sino como un matrimonio legal, cumpliendo nuestro sueño, ¡estar juntos a la luz para comenzar nuestra propia estirpe de descendientes de nuestro apellido!

—Solo son mentiras lo que esconden esas promesas —nunca he olvidado aquella amargura que escuché en la voz de Jabir—. ¿Qué clase de libertad puede comenzar con una imposición?, ¿qué felicidad sentiremos sabiendo que hemos renunciado a nuestras creencias más íntimas?

Junto a la faz de Saturno grave e inexorable creí vislumbrar el gesto compasivo de Farax mirando mi desolación. Hubiera querido rogarle, pero desapareció detrás de la voz de Jabir.

—¿Quién serás cuando tengas que cambiar de nombre, renunciando al apellido de tu familia?

—Seré alguien que puede decidir dónde quiere vivir, y no seré parte de las posesiones de un dueño que puede regalarme con un pedazo de tierra.

—Podemos vivir juntos como dices, sin ser posesión de nadie, Perla, podemos ir donde queramos, las estrellas nos marcan el camino…

—El mundo tal como lo conocemos está cerrando su ciclo, Jabir, no te resistas a lo que ya comprendimos en las enseñanzas de nuestro abuelo —le rogué a él.

—No puedo renunciar a lo que soy y sé.

Le abracé aterrorizada.

—Y yo no puedo aferrarme a un pasado que ya sé muerto, Jabir —sollocé.

Su silencio me hizo comprender que él había aceptado nuestro destino mucho antes que yo.

Jabir... Sigo amándole y le he añorado cada uno de los días de la vida que he vivido, siempre le añoraré y siempre será así.

Él había compartido la vida de los hombres de nuestra familia y había escuchado su triste realidad, que jamás serían considerados ciudadanos de pleno derecho sabiendo que renunciarían a sus principios simplemente a cambio de nada. Yo había compartido la vida de las mujeres de mi familia, mujeres sin vida propia que escuchaban calladas a sus hombres, que acataban las decisiones de ellos para el destino de ellas, mujeres sometidas a los sometidos, refugiadas en sus canciones en baja voz, refugiadas en sus pequeños momentos solo compartidos por las otras mujeres de su estirpe. Jabir y yo los habíamos visto morir a todos, a algunos de viejos y a otros muchos, niños y jóvenes, de enfermedad por aquella infección que asoló la ribera derecha del río Ebro durante cinco años, arruinando las tierras poderosas y fértiles de Borja y Tarazona. Solo habíamos quedado él y yo, aferrados el uno al otro, amándonos por encima de las prohibiciones de nuestros mayores, que me hubieran expulsado de su lado si hubiesen sabido nuestro pecado, y por encima de todas las dificultades que habían ido creciendo a nuestro alrededor. Solo Farax había conocido nuestro secreto, porque se lo habían desvelado los astros, y tenía que protegerlo, porque así estaba dictado en su propio destino.

Farax nos dejó su legado de vaticinios del futuro que había visto y que yo aprendí a odiar desde mi alma, porque su verdad me dolía. No quería saber. No quería conocer el futuro escrito porque no quería saber cuándo tendríamos que separarnos Jabir y yo y, además, lucharía para que eso no ocurriera. Farax predijo que no podríamos estar siempre juntos, pero desafié su vaticinio y llegué a creer que podría vencerle, igual que sentía que Jabir también lo intentaba; no importaban las limitaciones, todavía nos teníamos el uno al otro, viviríamos nuestra vida de amantes proscritos contra el destino ya escrito, contra el mundo de los cristianos, contra la luz del sol, contra la realidad. Y la ciudad de Zaragoza fue nuestra aliada, albergándonos con su tolerancia como a muchos extranjeros y otros ajenos a las leyes de la ortodoxia católica.

Gabriel Zaporta tenía un carácter reservado y mantenía una prudente distancia con el resto del mundo. No solía hablar de sí mismo, pero escuchaba a todos, era observador y respetuoso. Su familia había nacido en Monzón, donde él tenía propiedades y compartía posesiones comunes con sus hermanos, todos mayores que él. La conversión de sus antecesores, ya ricos administradores de señoríos y haciendas, se había producido más de cien años atrás cuando por un edicto real se impuso la prohibición a los judíos aragoneses de ejercer cargos públicos, y por lo que muchas familias judías de altos funcionarios y representantes gubernamentales en Aragón formalizaron sus cargos y sus fortunas convirtiéndose al cristianismo oficial. Desde entonces, y como en el resto del territorio hispano, su obsesión como cristianos nuevos había sido «lavar» su antigua ascendencia judía maridando y emparentando con cristianos viejos para que su sangre fuese, poco a poco, purificándose; además, serían los más piadosos, los más observadores de la fe, los más píos y devotos de su religión, demostrándolo cuanto fuese preciso. Y Gabriel Zaporta era digno ejemplo de todo ello; su integridad, su rectitud virtuosa y su esfuerzo cristiano eran valores tan apreciados por los próceres católicos como su desprendimiento, al avalar con su fortuna cuantos favores económicos, limosnas y aportaciones dinerarias le solicitaran. Solo se le conocía una mancha en sus estrictas costumbres, esa afición a los dados que delataba su ascendencia judía, y que llevaba en secreto.

Además de administrar sus propiedades y arrendamientos de aduanas, Zaporta se dedicaba a actividades de exportación de azafrán, trigo y lana entre otros productos con Castilla y Valencia, Francia, Flandes y algunos estados italianos como Milán y Florencia. También era prestamista y tenía en su gabinete de entreplantas del patio de la casa su despacho de trabajo con expendeduría de documentos de cambio y préstamo, por lo que casi todas las mañanas había trasiego de señores o sus recaderos, esperando en el patio a ser recibidos por él. Su condición de tesorero del rey Carlos l le había granjeado esa credencial para siempre y muchos se vanagloriaban de tener en Zaporta el mismo acreedor que había tenido el propio rey.

Si en su afición a los dados se le escapaba su raíz judía, sometida para todo lo demás a través de sus muestras de ejemplaridad cristiana, en la devoción que sentía por Sabina se le escapaba ese gusto por la vida que había aprendido también a dominar y reprimir como correspondía a un noble caballero cristiano de su condición. Pues era cierto que Gabriel Zaporta había desposado a Sabina profundamente enamorado; la amaba como a la luz del día y le hubiera dado su vida, aunque limitara a su débito marital cristiano el permiso de unión con ella, solo como esposo y esposa.

Lejos de adocenarse en los lujos y los rezos y limosnas como otras damas de linaje, Sabina de Santángel no tardó en demostrar su fuerte personalidad y su poderosa seducción. Pocos podían comprender la pasión mal disimulada en esa joven, manifestada desde su boda, por dotar a la mansión regalo de su esposo del único adorno que le faltaba: una biblioteca con todos los libros que ella ávidamente había mandado a buscar. En los diez años transcurridos desde el día de su boda, la casa Zaporta se convirtió en la referencia del esplendor de aquella ciudad que saboreaba el éxito en el orgullo de sus torres. Su magnificencia no tenía rival, ni siquiera en las otras casas nobles de los Morata, los Alagón o los Coloma, porque irradiaba algo distinto y único que la elevaba sobre todas las demás. Gabriel Zaporta era comparado con el patriarca Médicis, Cosme el Viejo de Florencia, pues, igual que él, había sabido combinar una inmensa fortuna con una gran influencia política y social y un especial gusto por el saber alentando la creación de artistas y estudiosos a su alrededor.

Aunque en realidad, era Sabina la inspiradora de toda aquella fascinación que irradiaba la casa Zaporta, «el palacio del amor», «templo del saber» o «de la fama», como la conocían algunos, o «el templo de Venus», como la nombraban quienes querían indicar que sabían muy bien que Sabina era esa Venus, alma, señora y regente de lo que allí ocurría. Ella atrajo a intelectuales y cortesanos muy importantes, pero también a poetas, astrólogos y músicos, creando El Ágora de Venus, esas reuniones que Sabina comenzó a organizar, al poco de su matrimonio, con cada luna llena, reuniendo a los artistas y pensadores más inquietos de aquellos años.

Al principio se dijo que los Zaporta querían emular el refinamiento de las cortes europeas actuando como mecenas y mostrando distinción erudita además de linaje y poderío. Luego pudo comprobarse que era Sabina de Santángel la que amaba apasionadamente el saber, y que en ese fervor ella volcaba toda la intensidad de su vida. A pesar de los recelos que ello creaba a su alrededor, Sabina se sabía a salvo gracias a su inmensa fortuna.

Gabriel Zaporta dejaría hacer a su esposa, devotamente sabedor de que él no poseía su erudición, pero tampoco su intención de amor a la sabiduría. Gabriel se conformaba con verla a ella, reina de ese universo de fascinación creado por su mano, y agradecía a su dios cristiano cada día de los que vivía en su compañía, aunque supiese que la pasión desbordada de Sabina por cada detalle de su entorno o por cada página que tocaban sus dedos nunca sería suya. Su posesión era la de un esposo, únicamente. Pero se sabía envidiado también y sobre todo por ello. No era capaz de crear belleza, por eso había llamado a un poeta para dirigir las obras de esa casa que sería la expresión más completa del mensaje de amor que deseaba para Sabina. El encargado sería Miguel Violante, un erudito licenciado del Estudio General de Zaragoza, de la misma edad que Zaporta y prestigiado por varias academias europeas. Micer Violante se aplicaría en transmitir lo que el mercader le pedía porque era lo que él mismo sentía, su propio mensaje íntimo de amor y de pasión oculta, puesto a la luz del mundo en un lenguaje que solo podrían comprender los amantes de cualquier época de la historia, porque esa casa era un mensaje de amor intenso e inmortal. Un mensaje que tenía que llegar al mundo, aunque ese amor fuera irreverente, intenso y prohibido, como un pecado, pero era un amor enviado por el dios de todos los dioses para significar y representar el total conocimiento adquirido por su favor. Sí, su mensaje tendría que concentrarse en el patio central de la casa, un lugar al alcance de todos, un patio que todos podrían ver y admirar, donde quedarían los secretos guardados para la historia y desvelados para el mundo. Pero micer Violante no era tampoco el destinado para esculpirlo; él solo sería su intermediario rendido, el que lloraría ante la obra que él solo pudo soñar, porque era Jabir el designado para ello.

Jabir poseía una inteligencia que Gabriel Zaporta captó rápidamente y que hizo valer, por encima de su negativa a la conversión, para procurarle un oficio de escribiente con cuyo sueldo se pagaría el precio de su libertad jurídica. El resto del tiempo, Jabir completaba para Sabina los trabajos de albañilería que habían quedado pendientes, los remates de adornos en las zonas interiores de la casa y el cerrado de los pasillos y los almacenes. Pero el destino no tardó mucho en manifestarse, y Jabir recibió el encargo de la obra principal que había de culminar aquella casa hecha por el amor a Sabina. Fascinado por la fascinación de su esposa hacia las ciencias de las maravillas ocultas, Zaporta le solicitó, para obsequiarla a ella, el horóscopo astral del día de su boda. Y ante la envidia admirada de Miguel Violante, Jabir lo escribió en el alabastro.

El patio de la casa era un lienzo en blanco. Jabir plasmó en su estructura, apenas iniciada en aquellos primeros días de nuestra llegada, el horóscopo oculto que todos negarían, porque hubiera sido pecado de paganismo: 18 horas y 50 minutos del día 3 de junio de 1549, fecha de la firma del matrimonio Zaporta, el León y la Dama, tallando sus misterios en la piedra a la vista de todos, allí donde más certeramente se guardan los secretos.

—Mercurio a 2 grados de Géminis en Piscis se mira con la luna de Libra. Sol a 21 grados de Géminis frente a Saturno y Capricornio en la casa VII. La fortuna en Taurus, el signo de Gabriel Zaporta.

Consumando su adivinanza cósmica, Jabir construyó un relato donde los temperamentos del hombre y sus edades, los elementos de la Creación, los trabajos de Hércules y los mandatos del universo completaban el espacio más bello y misterioso que jamás otro artista de este tiempo hubiera concebido, convirtiéndolo en un mundo de presencias mágicas y poderosas, un mapa celestial de lenguajes ocultos cuya inspiración se hacía eterna en los detalles del patio, sus balaustradas, las columnas y sus tres caras. El águila representando el aire, el unicornio como la tierra, el león símbolo del fuego, un grifo o dragón alado como el agua, los cuatro misterios formando una cruz equidistante. Júpiter en aspa con Venus, Marte al otro extremo de la única columna sin nombre.

—Son ocho las pilastras, como las ocho puntas de una estrella mudéjar, los dos cuadrados superpuestos, el plano celeste y el de la tierra, la condición humana y la divina girando en esa estrella que juega a ser luna o sol… —mis oídos no han olvidado el timbre de su voz hablándome.

Todos los otros mensajes con que Jabir rodeó la lectura de la carta astral encargada por Zaporta servirían sin embargo para ocultar y proteger su verdadera traducción. Nunca quise ver los planos completos; ya sabía que la oposición de Saturno con el Sol era augurio de lucha encarnizada entre poderes más allá de lo terrenal, y sabía que Júpiter alineado con Marte señalaba acontecimientos inexorables y dolorosos, pero me negué de nuevo al destino trágico que intuían sus columnas y le rogué a Jabir que me ocultara las profecías que descifró de las conjunciones planetarias en la luz y la sombra de aquel plano de nuestro sino. Y él lo respetó, como no podía ser de otro modo, pues ya había visto el futuro.

—Me he alejado de la herencia de nuestro abuelo Farax —me justifiqué.

—Nunca podremos evitar comprender las lecturas astrales al primer golpe de vista —respondió Jabir—; nuestro aprendizaje con Farax fue para siempre. Somos herederos de su ciencia y de las predicciones sobre este tiempo, y lo sabes.

—No tenemos que hacerles caso, Farax predijo nuestra separación y se equivocó, porque seguimos juntos. Olvidemos las profecías y lo que dicen los astros en este patio hermoso, y nuestra vida nacerá cada día.

Jabir negó con su gesto.

—No lucharé contigo, Perla. Solo tú puedes tomar tus decisiones; ellas te esperarán el tiempo que sea necesario, y también eso está escrito.

—Nuestra vieja ciencia ya está en desuso —me rebelé—, nadie quiere creer en lo que dicen los planetas y ya no importan por tanto. Perderán también su influencia, puesto que las mentes se la niegan.

—El mundo está obsesionado con su futuro, los astros envían mensajes que los hombres necesitan saber. Reyes y plebeyos buscan profecías que les alumbren en su camino; el propio Gabriel Zaporta me pidió conocer la predicción del día de su boda.

—¡Solo por complacer a Sabina! Este horóscopo es solo un juego que divierte a Gabriel, y no está interesado en los malos augurios —le desafié—: ¿Le has dicho todo lo que has visto?

No contestó de inmediato.

—Mi misión no es esa, Perla —esperó un momento para continuar—: Gabriel ha de vivir su destino, igual que tú y que yo. Está todo escrito, lo que hemos heredado de nuestro abuelo y lo que tú descubrirás a través de mí. Pero todo tiene que esperar a tu decisión.

—No quiero saber porque no quiero sufrir, te lo ruego, no insistas.

—Esculpiré los mensajes de los astros y convocaré en la piedra cuantas protecciones sean posibles para equilibrar los augurios más adversos. Solo eso has de saber entonces. Tu destino vendrá a ti cuando llegue su tiempo.

En ese momento solo había pensado en él, en que gracias a ese horóscopo y ese patio dispuesto como un tapiz para su bordado, Jabir se quedaría conmigo al menos todo el tiempo que durase su trabajo en el proyecto, como así fue. Y yo ya había decidido olvidar esa existencia anterior en la que podía ver la vida antes de que ocurriera.

Durante los cinco años que Jabir vivió conmigo en la casa Zaporta, su presencia cumplía los trámites aparentes de liberto contratado, acatando su condición de exarico o aparcero bajo el nombre de Juan Sanz de Borja, con cuyo título consintió en firmar algunas de las tallas del patio. Fue la única concesión a la petición de Gabriel, que tenía que dar cuenta al Concejo de la ciudad de algunos detalles de la construcción, pero eso me dio esperanza para creer que mi amante consentiría en la conversión. Por la noche él regresaba a mis brazos ávidos de su amor, y compartíamos la ilusión de que existiera el día en que no tuviéramos que separarnos otra vez, alimentando ese amor dueño de la oscuridad sin futuro. Pero no sería suficiente; esa oscuridad iba apoderándose de nosotros. Nuestras noches de amor se rubricaban con la misma discusión de siempre, yo entre súplicas intentando convencerle, y él confirmando cada vez más rotundos sus argumentos y sus decisiones tomadas. Las profecías de nuestro abuelo eran ya el presente entre nosotros. Yo había aceptado la conversión cristiana y Jabir se había convertido en un proscrito odiado porque arengaba a los moriscos alentándolos a recuperar sus creencias en el dios heredado de sus familias.

Por el edicto de 1525 todos los mudéjares de Aragón habían de ser bautizados como cristianos y, aunque durante muchos años se había demorado su cumplimiento, ya no era posible seguir haciéndolo. La obligación de conversión era inexorable bajo pena de persecución y expulsión. Los mudéjares forzados al cristianismo serían llamados «moriscos», y continuarían con sus trabajos habituales dedicados a la agricultura, la alfarería y la albañilería; pero aunque como cristianos nuevos ya no tenían que pagar el impuesto de religión, los señores siguieron exigiéndoles por su cuenta el tributo y eso creó un gran malestar entre la población morisca. Las antiguas aljamas musulmanas se convirtieron en concejos de convertidos, quejosos porque su situación había empeorado, pues los moriscos seguían considerados de baja condición por los cristianos, habían aceptado una religión que no deseaban y además no se podían librar de impuestos y sumisiones que arrastraban como parias de la tierra. Muchos de ellos volvieron por despecho a sus prácticas religiosas y sus costumbres anteriores, y ahora la Inquisición también los perseguía.

Rozando los límites obligados, su rechazo a la conversión fue aceptada por los Zaporta sin imposiciones de ningún tipo, pero cumplido el plazo, Jabir había de buscarse el sustento por su cuenta y se tenía que marchar de la casa.

Mientras tanto, los trámites para mi conversión culminaron por fin. El aval y la solicitud cursada de mano del propio señor Zaporta acortaron los tiempos de espera y conformidades necesarias y tomé el bautismo el mismo día que se cumplía el plazo que Gabriel Zaporta le había concedido a Jabir para declararse nuevo cristiano o marcharse para siempre. Las obras de la casa y del patio, todos sus detalles y guarniciones estaban concluidos.

Jabir se despediría para siempre de su alabastro.

Acariciaba la columna de Marte en presencia de Luis Zaporta y Arbizu, el primogénito de Gabriel, nacido de su primera mujer.

—«Marte reclama su tributo. Con rostro fiero y la señal del combatiente perpetuo espera su luna de plata y ruega a Mercurio el filtro de amor que beberá en los labios de Venus.»

El muchacho había visto construir la mansión que su padre deseaba para la nueva vida que emprendía con esa mujer joven a la que llamaría madre. Sin conocer la casa acabada por completo, su hermana Isabel se había marchado ya casada y adulta de pronto, resentida contra la vida por la muerte de su madre, Jerónima Arbizu. Isabel se había secado por dentro y jamás volvería a sonreír. Pero Luis había crecido al mismo tiempo que se creaba ese mundo nuevo, construido a partir de la primera casa sencilla que había habitado el matrimonio Zaporta Arbizu en los límites de la vieja judería, y adscrita a la parroquia de San Pedro. El potentado Zaporta había comprado los solares de alrededor y asimiló un par de viejos habitáculos desvencijados consiguiendo una extensión cuadrada y suficiente de terreno, y contrató al mejor arquitecto que merecía esa mansión que ya tenía en la mente. Durante el resto de la infancia de Luis, las voces de sus compañeros, Miguelón Torrero, Juan Sariñena Gil, Gaspar de Aliaga, o Tomaso López Tarazona, herederos de otras poderosas familias zaragozanas, poblarían las estancias asistiendo a los trabajos de Jabir y viendo concluir los detalles innumerables de todos sus rincones, hasta que un día habían desaparecido, igual que Jabir.

Pero todas las horas que Luis había compartido con él viéndolo esculpir las historias secretas de las columnas estaban talladas también en su alma.

—¿Por qué sabes que Marte desea amar a Venus? —le preguntó el muchacho aquel día.

—Los dioses habitan en nosotros, son las caras del alma que no vemos, pero viven en nuestros deseos y nuestros impulsos —contestó Jabir—. Marte, dios de la guerra, busca a su amante Venus, la diosa del amor que él debe conocer para paliar su sed de muerte. La Luna es su cómplice, porque su pasión debe ser en la oscuridad, y Mercurio les guía a la morada donde han de encontrar la inexorable sabiduría.

—Amor y muerte se miran uno en el otro—observó Luis, alargando sus dedos hasta los surcos tallados del alabastro. En efecto, Venus miraba a Marte y Marte miraba a Venus, a través de la figura de la Luna interpuesta entre ellos, creando una sensación de insondable misterio.

—Igual que oscuridad y saber se reconocen uno en el otro —dijo Jabir.

—No solo son columnas, ¿verdad? —preguntó el muchachito de pronto.

Jabir admiró la obra terminada y se arrodilló. Le indicó a él que lo hiciese también.

—Son las imágenes del alma de esta casa…, no lo olvides, Luis, respiran y sienten y nos observan y nos muestran su mensaje, pero solo podrán revelarse cuando sea el momento indicado.

Las tres caras de Apolo, el Sol, y las tres caras de Diana, la Luna, las tres caras de Saturno, hoy, ayer y mañana, y las tres de Mercurio; el día y la noche, el tiempo y el saber se cruzaban como opuestos de dos ejes en un punto equidistante de todos los lados del patio, el centro desde donde Jabir y el muchacho levantaban los ojos y veían todos sus rostros hablando en una cosmogonía plena de belleza.

—El Sol es el espíritu, la Luna el instinto; Mercurio es la memoria, Venus la emoción, Marte es la voluntad, Júpiter la búsqueda, Saturno la conciencia.

Luis señaló a la octava columna.

—Dime su nombre.

—Ella es el origen y el fin, el destino sin nombre.

Luis Zaporta miró intensamente hacia su esquina.

—¿También está aquí mi destino? —dijo entonces.

—Sí.

El muchacho pasaría dos años en Flandes, donde Zaporta tenía propiedades y negocios, recibiendo formación en ciencias humanísticas como los hijos de nobles de prosapia. Regresó después a Zaragoza, donde haría estudios de leyes para conseguir su título como jurista y abogado, tal como era conveniente para la gestión de la fortuna familiar.

A su vuelta, la ausencia de Jabir engulló también aquellos recuerdos.

Sabina de Santángel adoraba aquella casa, que recorría una y otra vez, palmo a palmo, rincón a rincón, acompañada por micer Miguel Violante, el poeta licenciado de ascendencia gascona y experto en cultura grecorromana que su esposo había contratado como director de obras para que siguiera las modas italianas, en honor a ella. Las comparaciones de Zaporta con el banquero florentino Cosme de Médicis crecían con el tiempo, ambos compartían un mismo origen de comerciantes y a través de su esfuerzo y su astucia habían llegado a ser inmensamente poderosos. Pero Gabriel negaba humildemente, diciendo ser simplemente un mercader admirador de los logros del ser humano, de los que él no era capaz.

—Dios me ha concedido poder disfrutar de la hermosura del mundo —le escuché decir más de una vez— y de una fortuna mayor de todas: tener por esposa a Sabina. Debo ayudar a permitir que aquellos que son capaces de crear belleza puedan hacerlo, porque eso también le complace a Dios, y con ello algo le devuelvo a la vida de mi propia suerte…

De su fortuna personal costearía, para honra de Sabina de Santángel, la obra más hermosa que se pudiera concebir, así se lo dijo a micer Violante, y este buscó los modelos más fieles a lo que él mismo hubiera querido ser capaz de idear.

Solo yo podía ver los ojos de Miguel Violante mientras miraban a Sabina y solo yo escuchaba su voz hablándole de las figuras, las estatuas, las planchas esculpidas, las orlas y los ornatos en su honor. Aunque todos acordaran que la casa Zaporta estaba inspirada en los dibujos del pintor Jerónimo Vallejo Cósida y en los grabados del libro de Andrés Alciato de Lyon, el patio central, sin embargo, no respondía a ningún esquema previo ni tenía paralelo alguno, porque su origen, su motivo y su significado respondían a un mandato celestial que solo había conocido Jabir. Miguel Violante se rindió ante un verdadero artista como él, y dejó que llevara a cabo la auténtica misión para la que Jabir había venido a la mansión Zaporta, hacer brotar el alma de la piedra esculpiendo en ese universo misterioso y de belleza inconmensurable un homenaje al amor y al destino que solo puede comprenderse a través de los sentidos.

El patio de la mansión sobrecogía el alma; su observación fascinaba a cuantos ojos se acercaban hasta el portal para contemplarlo, y se demoraban sin remedio como si fuese posible atrapar algo de lo que allí se sentía, algo de la belleza que allí se respiraba. Pero no era posible, como no es posible atrapar para siempre un perfume evocador; la historia confidencial que guardaban esas piedras les pertenecía a otros.

Les pertenecía a esos de los que Miguel Violante hablaba a Sabina de Santángel, amantes de otro tiempo, de otras vidas, amantes de siempre y para siempre, reunidos en los medallones de los frisos rematando la parte alta de las paredes, las galerías y los soportales de las puertas, el único misterio que Jabir desveló a micer Violante. El patio central y la galería superior se habían rematado con el relato de las grandes historias de amor del mundo, expresado en los retratos de quienes las habían vivido. Miguel Violante contaría a Sabina una a una sus historias y las historias de sus muchos amores truncados, eternizados en sus decisiones tomadas contra las leyes de la vida: Balkis, reina de Saba, y Salomón, el rey sabio; Apolo y Dafne; Aquiles, el gran guerrero, y Pentesilea, la reina de las amazonas; Ginebra y Lanzarote, unidos y separados por Arturo; Dante Alighieri y su amada Beatrice; Francesco Petrarca y aquella Laura a la que dedicara su obra más hermosa; Tristán e Isolda; Paris y Helena; Eros y Psique; Antia y Habrocomes; Archemidora y Mausolo, y otros tantos cuyas gestas de amor llenaban de sueños las estancias y los corredores de aquella casa y su patio, ese universo misterioso pleno de mensajes donde vi llegar el atardecer cada día durante cinco años junto a Jabir, que pulía el alabastro de sus columnas y tallaba los detalles y las esculturas más exquisitas con los mensajes de su legado para la vida.

Sí, la historia de aquellas piedras y aquellos arcos también nos pertenecía a Jabir y a mí, amándonos entre los cinceles y las piedras que acariciaban sus manos; le pertenecía a su voz añorada inspirando el diálogo oculto de las columnas del patio, y a mi alma tendida y abierta a su sonrisa mientras le sentía junto a mí, repujando sus secretos.

Cuando Jabir vino aquella noche miré la luna: era igual a la de aquella primera noche de nuestra llegada a la casa Zaporta, cinco años atrás. Él me recordó su decepción porque era su obligación, como lo hacía cada noche, igual que me repitió cuánto me amaba, como cada noche. Pero me confesó que había aceptado su condición de proscrito para siempre porque era su forma de expresar la rebeldía contra las injusticias que sufrían los de nuestra clase, y también porque lo había visto ya escrito en su horóscopo, con Marte y Mercurio en Virgo y ascendente en Saturno... Me zafé de sus explicaciones astrológicas, rechacé una vez más la imposición de un destino al que me quería negar con todas mis fuerzas. Había soñado que podría evitar el momento tan temido por los dos, el momento de ese adiós inexorable y repetido en todos los mapas y cartas celestes consultadas para nuestro amor y que yo había odiado tanto.

Jabir regresaba del último trabajo realizado en el jardín de la casa, apuntalando una bóveda decorada con pinturas muy antiguas que se había descubierto detrás de un muro. Le había dedicado varios meses desde que intuyera que esa parte escondía una obra falsa; en efecto, lograría recuperar una estancia tan maravillosa como extraña que con el tiempo pasaría a ser una más de las bellezas por las que era conocida la mansión Zaporta, una pieza que «solo podía haber sido concebida por amor y para el amor...», como había susurrado en mi oído cuando me la mostraba, estrechándome con su abrazo. Era un pabellón con diversas estancias y un ábside con tres hornacinas talladas que seguramente albergaron estatuas en una época anterior. Había inscripciones y pinturas repartidas por las paredes, que Jabir había intentado descifrar.

En esta ocasión me había negado sus brazos, y apartó el rostro de mis manos cuando le pregunté por qué había llorado.

—Mi deuda con Zaporta está saldada, soy libre y musulmán —me respondió, trayendo sus ojos tristes hacia mí.

Sentí que una garra fría me apresaba por dentro.

—En cambio, tú no podrás restañar tu débito, Perla, porque tu deuda es tu renuncia al dios de nuestros mayores... y a nuestro destino juntos.

—Yo sigo rezando al mismo Dios que recé en mi infancia, Jabir..., porque mi dios es el amor que siento por ti, y en él también cabe el recuerdo de mi familia.

—El amor no va a ser suficiente, Perla...

—¿Por qué dices eso, Jabir?, ¿qué te ocurre?

—Eres morisca, y significa que has renegado de tu religión, pero a cambio de eso sigues siendo sierva.

Estallé, dolorida como él.

—No he renegado de Dios, porque él sabe de la pureza de mi corazón, ni he renegado de los míos, ni de ti, y no renegaré nunca, porque no puedo vivir sin ti... ¡Solo las religiones se llaman diferentes, solo las religiones quieren imponer sus leyes y su mando..., pero tampoco estoy de acuerdo con eso! ¿Quién sabe verdaderamente qué es Dios y dónde está? La religión no tiene importancia, solo sirve para separarnos, pero, si nos amamos, estoy segura de que es porque así lo quiere nuestro destino, o ese a quien llamamos Dios...

Jabir negaba simplemente con su cabeza. Me acerqué de nuevo, rogándole con mi calor que volviera la sonrisa a su bellísimo rostro.

—Esta vida que tengo es buena, pero no es nada para mí sin ti y, por eso, mi mayor deseo es compartirla contigo, Jabir, solo eso quiero... —me incorporé, rota por dentro—: Te lo ruego, compréndeme y no me eches en cara mi condición de sierva porque sí me siento libre; la supervivencia de una mujer es más dura y más difícil. Sabes que antes o después mi final hubiera sido el de otras moriscas, en los arrabales y entre los mercados de Zaragoza, mancillada en los burdeles que usan los cristianos.

En Aragón los moriscos siempre fueron una raza muy bella, de piel aceitunada y miembros largos y rasgos con gracia, con una buena altura, superior a la de los cristianos viejos, y una salud fuerte. Muchas mujeres tenían los ojos negros y expresivos, y su mirada intensa era uno más de los goces que muchos cristianos buscaban con ellas en los lugares que abundaban extramuros, porque se decían hijas de los reyes de Egipto y achacaban a esa fantasía su sapiencia en los placeres. Vendiéndose en los callejones y entre las sepulturas de los cementerios acababan muchas de ellas, solteras con hijos o viudas.

Jabir no me reprochó más.

—Se acabaron los días para los nuestros —dijo sin mirarme apenas—. Los mandatos de la nueva Inquisición han llegado también a Aragón y ya no van a ser consentidas las prerrogativas de condescendencia que existían hasta ahora, porque los señores y los nobles tienen que rendir cuentas al Tribunal bajo pena del rey de España. Los moriscos aragoneses ya viven en la inseguridad, las autoridades cristianas confiscan sus bienes, los condenan a muerte, a prisión o a galeras, injustamente y bajo mentiras, conozco muchos casos, Perla, ayudo como escribano a algunos juristas que han elevado quejas a la Inquisición por tratos indecentes, y no han podido hacer nada... Las leyes cristianas ofrecen la conversión, pero te desprecian igual; ¡nunca te considerarán cristiana como ellos!

—Jabir, ten paciencia, hay que pensar que podrán arreglarse las cosas. Aunque pueda haber dioses diversos, somos todos nacidos de la misma tierra, ella es nuestra madre, aquí trabajamos y aquí nacen nuestros hijos, y así se ha vivido en Aragón desde siempre...

—No te quieres dar cuenta. Detrás de la excusa de las religiones están los intereses políticos de los reinos. Igual que se sigue persiguiendo y vigilando a los judíos conversos, aunque sus descendientes demuestren tres o cuatro generaciones de cristiandad, la Inquisición perseguirá y seguirá odiando a los moriscos convertidos, no te engañes, Perla; nunca serán ciudadanos de pleno derecho.

En efecto, yo no deseaba escucharle.

—No me importa llamarme cristiana si con eso puedo amarte a la luz del día, Jabir, tener nuestra familia y nuestros hijos... Tu oficio como escribano te servirá para establecerte, podemos ser felices, ¡son tantas las posibilidades que tiene esta ciudad, Jabir! Te lo suplico, mírame, solo ansío que nos casemos...

—Escúchame —me interrumpió, con lágrimas en los ojos—, no va a haber solución, no importa lo que queramos, no importa lo que podría ser…

Su tono era profundamente triste.

—He de marcharme, Perla, mi amor...

—¿Marcharte? —ahogué un grito.

—No podré volver a verte... y juro por mi vida que hubiera querido que las cosas fueran de otra manera.

Me faltaba el aire, cerré mis puños sobre su pecho, sin fuerzas siquiera para llamar a las puertas de esa piel que se cerraba para mí.

—El Tribunal me persigue... —la voz de Jabir era un eco sordo y amargo de ese destino que venía a buscarme, ese eco que nunca ya me ha abandonado—: Me acusan de haber matado a un hombre, un cristiano maestro de teología.

—¿Qué?

—Pero no es cierto, amor mío, te lo juro, no es cierto.

—¡Entonces tiene que ser un error! —la rabia y el pánico venían como borbotones a mi boca, como bocanadas de la sangre que parecía escaparse de mí—. Déjame que hable con Sabina, todo se puede aclarar, Gabriel Zaporta te avalará a ti también, estoy segura, el Tribunal lo escuchará a él y conseguirá al mejor experto en leyes, espera un poco...

—No puede ser, Perla, y lo sabes. Debo escapar, no querrán escuchar las razones de un mudéjar que se ha negado a recibir la conversión, además... solo es una excusa, todo es una mentira.

—Te lo ruego..., moriré si no vuelvo a verte —sollocé.

Jabir retiró las lágrimas de mi mejilla.

—Solo quiero salvar tu vida, jamás lo olvides, Perla, que somos el uno del otro, y ocurra lo que ocurra, te esperaré hasta que podamos estar juntos de nuevo.

Mis ojos aturdidos todavía lo miraron con extrañeza, pero mi corazón estaba abrumado por el peso de esa vida que ya no quería sin él.

Jabir besó mi frente.

—Es mejor que nadie te relacione conmigo. Recuerda el augurio de nuestro abuelo, volveremos a reunirnos, recuérdalo siempre. Queda contigo su herencia, solo de ti dependerá que vea la luz.

—¡Pero no puedes marcharte así..!

—Verás las señales de mi amor, Perla, las verás, y lo comprenderás todo. Adiós, amor mío...

No tuve fuerzas para otra pregunta y agarroté mis manos sobre su ropa, pero él las soltó y se dio la vuelta, desapareciendo en la negrura del callejón trasero del jardín que conducía a la iglesia de San Andrés.

Fue apresado en un lugar de la cuenca alta del Ebro, apenas entrado el signo de Aries, el suyo, y condenado sin paliativos a la horca, sin que valiese mediación ninguna y sin dar tiempo a la petición escrita de juicio público que enviaría el propio experto en leyes consejero de Gabriel Zaporta y avalada por su poderosa firma. El muerto era Diego Fernández Pardo, un teólogo para el que Jabir realizaba trabajos de escribanía. No importaba que Jabir estuviese muy lejos de aquella casa cuando el maestro apareció muerto con nueve puñaladas en el vientre..., los guardianes del Santo Oficio habían decidido que mi amante tenía que ser su asesino porque se halló una daga mora a su lado.

El cadáver de Jabir fue traído a Zaragoza y expuesto a las puertas de la catedral, como el de los criminales, y sus restos después arrojados a los perros. Nuestra familia, nuestro futuro, mi vida, todo había muerto con él. Yo, como él, era un cadáver al que le negaban la sepultura; no me quedaba nada de Jabir, solo ese inmenso vacío ya para siempre alojado en mi alma.

Sabina cuidó mi duelo como yo la había cuidado en su encuentro con su destino de hembra y lloró conmigo su propia pena, esa que la había seguido hasta la maravillosa residencia construida para ella; velaría cada una de mis noches sumidas en la amargura hasta que acepté que mi sino era aceptar la ausencia de mi amante para siempre, y seguir viva a pesar de ello.

Jabir era mudéjar rebelde a la conversión, y por tanto culpable. Todos procurarían olvidarlo pronto; era preciso borrar la memoria de un condenado por los tribunales de la Inquisición como asesino. Gabriel Zaporta dobló su protección sobre mí otorgándome su confianza y el cargo de mayor responsabilidad en su casa al frente del resto de los servidores, y fui casada con un buen hombre que murió al poco, lo que me daría respetabilidad a los ojos cristianos y una condición de viuda que me salvaguardaba de las sospechas del Santo Tribunal como prima de Jabir.

Nadie dijo que además de las funciones de escribiente, Jabir hizo para Diego Fernández traducciones de textos de astrólogos islámicos zaragozanos, y que ambos seguían trabajando codo con codo en obras de importancia para el Estudio General de la capital, reconstruyendo la historia de la devoción popular a la madre divina custodiada en Santa María la Mayor según la tradición ancestral, y a la que el teólogo profesaba veneración. Además, había conocido a nuestro abuelo Farax, de quien había aprendido adivinación y la interpretación de ciertos signos en los sueños, y buscaba la influencia divina en la manifestación de los astros, convencido de que su lenguaje era un lenguaje también de Dios. Hasta entonces, Diego Fernández había sido apreciado y bien considerado por el Santo Tribunal, a pesar de su ascendencia conversa, pero también lo olvidarían pronto. Su casa, situada en una pequeña finca junto a la iglesia de Altabás, al otro lado del río, sufrió un incendio inesperado que hizo desaparecer sus escritos y sus secretos. Su familia, una mujer morisca con la que estaba amancebado y dos de sus tres hijos naturales, había muerto entre las llamas, y su primogénito, Juan, estaba desaparecido. Desde entonces, ese lugar se consideraba maldito por las gentes y ni siquiera los cercanos o vecinos del viejo sabio quisieron acercarse por allí pensando que había sido objeto de brujería y mal de ojo.

Luis era mancebo cuando pasó por la vergüenza de que todos supieran que el ajusticiado y expuesto vergonzosamente a la puerta de la catedral había sido amigo suyo, pero no dejaría morir su recuerdo; Jabir le hablaba de un tesoro más grande que la más inmensa de las fortunas, un tesoro al que solo se podía llegar si era él tu destino, un privilegio concedido por el dios que cada cual lleva dentro de sí y al único que hay que rogarle: el privilegio de conocer el verdadero amor. Aunque el nombre de Jabir jamás sería mencionado de nuevo entre nosotros.

Abandoné en un arcón los planos originales que él había trabajado, el astrolabio, los aparatos de medición astral, documentos y cuantos restos me podían recordar a él, y empeñé toda mi fuerza de voluntad en olvidar que mi vida anterior existió. Abandoné esa memoria a la que Jabir había apelado la última noche de nuestra vida juntos, esa herencia del saber de mi abuelo Farax que me guardaba la verdad de mí misma y que quería ignorar, negar a toda costa, porque me dolía. Entre esas escuetas pertenencias no hallé los planos secretos del patio de Venus.

Durante los años que pasaron desde la muerte de Jabir, mi ser entero durmió acunado por el sueño del resto de los habitantes de la casa Zaporta, sus esculturas, sus medallones y símbolos.

Tuvo que llegar Brianda para que todos despertásemos.

Asistí al nacimiento de Leonor, la más deseada por Sabina, a quien yo misma puse en sus brazos. Sus hijos varones tendrían cada cual su mentor ya desde muy niños, y Sabina los vería crecer con la distancia que obligaba en ellos al respeto por la madre. Pero se guardaría más cerca de sí a la niña Leonor, su desafío para la vida, esa hija que llevaba el nombre de su hermana menor desaparecida, y para la que quería una mujer de su familia Santángel como tutora, aun en contra de la opinión de su pariente doña Blanca. Esperaría el tiempo necesario para conseguir traer a Zaragoza a su sobrina Brianda, una muchacha culta y de vida sencilla en una hacienda familiar de Valencia, no maleada todavía por los vicios de la alta sociedad.

Brianda era hija de una artista, de esas muchas que habían existido en la familia Santángel, que a pesar de sus continuos viajes a distintas ciudades de Italia, la había educado en la poesía de los grandes autores de Grecia y de Roma, en la historia de la filosofía y el gusto por las otras ciencias que solo un artista puede transmitir.

En la última cita de El Ágora de Venus antes del verano, un día especial que se rubricaba con un cierzo desacostumbrado para esas fechas, Sabina no podía disimular su satisfacción cuando comunicó a sus amigos que su sobrina Brianda, de los Santángel de Valencia, estaba a punto de llegar a Zaragoza, y que viviría con su familia.

Fue la primera vez que se sabía de la existencia de esta pariente de Sabina, una muchacha hija de la poetisa Lucrecia de Santángel, que comprendía el latín y el francés, que a los siete años recitaba primorosamente a Ovidio y a Safo y que estaba especialmente dotada para los libros, tal como ella en persona había comprobado cuando la conoció años atrás.

Sabina estaba alegre por proporcionar a su pequeña hija Leonor la compañía de esta muchacha que podría inspirar para ella la exquisitez y la predilección por la belleza que siempre había distinguido a las mujeres Santángel. Además echaba muchísimo de menos a su hermana. La joven Brianda tenía en aquellos días la misma edad que tenía Leonor, esa hermana perdida de Sabina, cuando murió. En su honor le había puesto su mismo nombre a su hija, y la niña parecía una continuación de la vida de aquella, con su misma dulzura y su misma vulnerabilidad.

Me había pedido insistentemente que estudiara la fecha de nacimiento de Brianda para conocer su destino con ella: 31 de mayo de 1543, el Sol en Géminis, la Luna en Leo. Acababa de cumplir los dieciséis años. Vi en las estrellas que era una muchacha de sensibilidad acusada y que su corazón ya conocía el tormento. Pero no quise saber más.

LA INSPIRADORA

Mueve las aguas con el soplo de su voz.

Luminaria en las tinieblas,

otorga con su mirada el camino a la luz.

En silencio besa los nombres

entregados de su amor.

Solo ella es señora de leones y lobos

y contempla su reino desde el jaspe rojo.

Libro de Jabir

Sabina me citó en su reservado particular del piso superior al otro día de mi llegada. Perla me había acompañado en la cena de aquella primera noche con la pequeña Leonor y sus hermanos, compartida con el mentor del niño Gabriel, llamado Alarcón, y el secretario del señor Zaporta. Nadie habló del incidente en el callejón cercano a la plazuela de San Lorenzo ni de ese emisario que había sido asesinado; era como si no hubiera ocurrido, todos los adultos platicaban despreocupadamente sobre la celebración del Corpus en La Seo. Mi piel sin embargo presentía cierta inquietud entre aquellos muros, reflejada también en las miradas que de vez en cuando se lanzaban los dos lacayos que velaban por los herederos Zaporta.

Mientras seguía a Perla, que me conducía a la alcoba de Sabina, escuché voces que llegaban ahogadas desde de las piezas bajas de la casa. Zaragoza estaba agitada, se había propagado como el fuego la inquietante noticia del asesinato: el muerto era un importante emisario y buscaban al criminal entre los rebeldes al rey. Cuando los servidores atisbaron nuestro movimiento por la galería del piso superior, cesaron bruscamente los murmullos.

Perla abrió la puerta de la cámara de mi tía después de un suave repique en su marco de tres golpecitos, como si fuera señal convenida entre ellas, y la saludó sin entrar, con una sonrisa y un gesto de enviarle un beso desde la distancia. Ella había levantado la cabeza y le correspondió con otra sonrisa. La pieza donde esperaba Sabina se abría a un mirador cubierto alzado sobre el jardín, por donde llegaban los aromas penetrantes de los macizos de jazmines, madreselvas tempranas y sándalo, que tanto le gustaban a mi tía. Una ventana a la izquierda de la estancia daba a un segundo patio que distribuía otras dependencias interiores de la mansión, con arcos de factura italiana, pero sin los adornos del patio principal.

Sabina estaba sentada dentro de la propia terraza en un sillón de brazos con respaldo alto, y al verme entrar dejó en la repisa el libro que leía y vino a mi encuentro. Sobre una mesita había un armazón de bordado con la tela sin quitar y varias agujas descuidadamente prendidas de la labor. Una de las esquinas de la estancia estaba forrada con una librería de madera de cerezo tallada con motivos de la mitología grecorromana, a la que Sabina era muy aficionada; poblaban el mueble un centenar de volúmenes, según calculé, de tamaños y grosores diversos, en los que presentí la avidez de conocimiento que luego entendería como natural en Sabina. En el lado de la chimenea se disponían frente a los ojos un par de sillas bajas, otro sillón de respaldo alto, reposapiés y varios elementos cuidadosamente apartados del paso, distintos entre sí y tan bellos y únicos como nunca antes había visto igual. Las alfombras habían sido retiradas y dejaban a la luz el suelo de baldosas de cerámica decorada en tonos blancos, azules y dorados que formaban varias estrellas superpuestas como si fuera una sola de múltiples puntas, como los rayos de un sol femenino. En otra de las paredes colgaban tres medallones de buen tamaño con los retratos pintados de sus hijos; reconocí a Leonor de más niña y sonreí instintivamente. Sabina me había dejado admirar la estancia absorta en los detalles diversos que me hablaban de ella misma por sí solos, y en ese momento rompió su silencio.

—Leonor solo tenía dos años cuando posó para esa pintura.

—Discúlpame, señora —reaccioné turbada de pronto—, he sido descortés mirando con tanta fijeza vuestra habitación...

—Ven, siéntate a mi lado —me señaló un sillón de madera de respaldo escueto y patas en aspa con sus iniciales grabadas en el cuero. Un par de cojines protegían la parte baja de la espalda haciéndolo muy cómodo—. No te disculpes por admirar lo que te resulte de belleza, Brianda; lo bello eleva nuestro espíritu y es esencial en la vida.

No tardé mucho en comprender que Sabina hablaba por sí misma, pues nadie como ella necesitaba tanto de la belleza para vivir.

—Cada una de las habitaciones de esta casa tiene su significado —principió a decir—. Forman... una constelación interior. Y cada habitación es un pequeño mundo en sí mismo, donde cada una de sus piezas tiene también un motivo y una razón de ser, y todo ello forma un universo..., un gran cielo pleno de misterios...

Me había mirado, pero mientras hablaba fue girando su rostro hacia la vista del jardín, llevándola a través de los tres arcos del mirador. Detrás de los árboles se podía ver la torre de la iglesia de San Andrés, cuya campana despedía un sonidillo agudo y entrañable. El sol de la mañana ya empezaba a entrar a la pieza, haciendo destellar los ojos de Sabina y las piedrecillas del collar que le rodeaba el cuello. Parpadeó de pronto y dirigió de nuevo su mirada hacia mí.

—¿Te gusta la astrología, Brianda? ¿O quizá no te parece una ciencia fiable? Eso dice mi esposo, que es mucha la influencia que ejercen sobre mí los libros antiguos de magia y los escritos de astrólogos italianos... —Sabina forzó una risa despreocupada—, pero lo dice con cariño y me admira en el fondo por disfrutar de cosas que él no entiende ni puede entender... ¿Conoces el signo de tu nacimiento?

—Es el de Géminis.

Asintió.

—El signo de los gemelos, hermano y hermana, luz y sombra...; entiendo pues que aprecies la belleza, y entiendo por tanto otras cosas en ti... —Sabina iluminó su sonrisa—: Yo también pertenezco al mismo signo, en el día tres de junio, el mismo día que Gabriel eligió para nuestra boda. Acaban de cumplirse diez años de nuestro matrimonio, ¡diez años!, y en el mes de agosto se cumplirán también de la primera noche que habité en esta casa... —ahora Sabina miraba de nuevo hacia el jardín y por un instante sentí que su mente viajaba muy lejos de allí, pero restableció su sonrisa elegante y regresó conmigo—. Por ese motivo celebraremos una fiesta de aniversario, el último día de agosto, ¡y estoy encantada porque ya estás aquí y podrás conocer a nuestros invitados, todos nuestros amigos vendrán!

Sabina calló un momento mientras me miraba intensamente, y me sentí en la obligación de decir algo.

—Leonor es una niña encantadora, y está muy bien educada..., ¿a quién debe su nombre?

Sabina parpadeó varias veces y tardó unos instantes en reaccionar. De nuevo mi abuela Isabela, pensé con cierto fastidio, parecía haber inspirado mis palabras con su letanía sobre las mujeres Santángel, esa leyenda de que unas portábamos los nombres heredados de las muertas más jóvenes...

—Mi hermana... —respondió por fin Sabina, interrumpiendo las voces airadas de mi interior—. Mi hermana querida se llamaba Leonor y murió con tan solo dieciséis años, unos pocos días antes de mi boda...; prometí, mientras la velaba, que tendría una hija y que llevaría su nombre...

Enmudecí. Las mujeres Santángel siempre tendríamos una vida corta, porque estábamos viviendo los años no vividos de nuestras antecesoras. Así lo había comprendido desde mi infancia.

—Sí, Leonor lleva su nombre... —la voz de Sabina parecía responder a mi pensamiento, pero ocultaba algo que en ese momento no pude comprender todavía—: ¡Y tú te pareces mucho a ella, querida Brianda! Te miro y vuelven mis años de muchacha, porque mi corazón se equivoca y cree que la estoy viendo a ella... Pero no te inquietes, querida sobrina —Sabina volvió a sonreír—, ello solo indica que la belleza en nuestra familia también es hereditaria, y estoy segura de que, asimismo, tú posees la misma bondad y la misma alegría que tenía mi hermana.

—Sería un honor para mí parecerme de verdad a alguien que dejó tan profunda huella en tu recuerdo, querida tía.

Sabina asintió complacida ante mi comentario elegante, aunque yo lo había dicho sinceramente, porque la fascinación que empezaba a sentir por ella me llevaba a desear poder ser una de esas personas que ella necesitaba cerca de sí. Se levantó y caminó hacia una repisa donde había una jarra y regresó con ella y dos copas de loza; vertió un poco de agua y me tendió una... No podría saber cuánto tiempo transcurrió para mí en ese instante. La observaba en sus movimientos y sentí que todo mi ser se había ausentado nuevamente y que regresaba a mí con la memoria recóndita de lo que aguarda para ser revelado. Sabina llevaba el pelo suelto cayéndole sobre la espalda con las ondas perfectamente destrenzadas, y al contacto con la luz se movían en destellos clareados del mismo color que el manto que forman las hojas de los árboles caídas al principio del otoño, pleno de matices. Iba vestida con una pieza entera de lino teñido en verde con encajes en los bordes, sin ceñidor, cubriendo una camisa interior de tela fresca que dejaba ver sus brazos desde el codo. En aquella forma de moverse, en aquellos susurros de sus manos ordenando el aire a su alrededor, vi a mi madre, su misma libertad íntima, su misma decisión y dominio sobre su mundo.

Bebí un sorbo de agua. Su frescura me atravesó como si abriera una gruta dentro de mi estómago, y regresé al momento.

—Pensé en ti, Brianda, incluso antes de nacer mi hija, porque quiero una mujer Santángel como mentora suya —Sabina reanudó la conversación; me había esperado—. Hubiera sido mi propia hermana la elegida..., pero ha querido la vida que seas tú, y estoy muy contenta, Brianda, de verdad, muy contenta. Aunque cuando llegue el momento sea menester organizar su formación con profesores y otros tutores, quiero que mi niña Leonor reciba la educación de hembra y la memoria de nuestro apellido de mano de una Santángel, de una mujer de mi estirpe... Mi hijo Gabriel, el mayor, es el preferido de su padre —Sabina no ocultó una cierta sonrisa de circunstancias—, y él mismo seleccionó mentor para su tutela, el licenciado Gil de Alarcón, castellano y cristiano viejo, del total beneplácito de su prima doña Blanca —vino a mi mente el hombre de jubón negro abotonado hasta el cuello que no se había desprendido de su bonete profesoral, que corregía cada tres palabras al niño Gabriel hasta que este calló, y que había estado frente a mí durante la cena—. Pero el tutor de mi hijo Guillén es don Miguel Violante, ya le conoces, ¿verdad?..., es un gran erudito, filósofo, traductor y experto en la herencia de los griegos...; conoces la cultura antigua, ¿verdad sobrina?

Aunque comprendí que su pregunta era solo para desviar mi atención de la intensidad que Sabina había empleado para describir al licenciado Violante, mi obligación era responder y lo hice.

—Sé que los grandes maestros, arquitectos y filósofos griegos son los que inspiran el pensamiento y los descubrimientos de nuestro mundo actual..., pero no me ha sido posible estudiar en profundidad a Platón, ni a Sócrates, ni a Aristóteles, ni conozco más allá del legado accesible de Homero o del teatro de Eurípides, querida tía; y lo escaso que sé es porque mi madre, Lucrecia de Santángel, me contaba lo que ella misma había descubierto en sus viajes a algunas ciudades del Mediterráneo...

Sabina sonreía sin cortapisas escuchando en mi voz los nombres de los sabios antiguos. Cuando nombré a mi madre, su cabeza afirmó con un gesto.

—Sí, recuerdo a tu madre, mi prima Lucrecia, yo era niña y ella era ya una joven muy hermosa que cantaba con una deliciosa voz; recuerdo una fiesta familiar que reunió a varias ramas de los Santángel, estábamos todas las mujeres y las niñas en un gran salón de inmensos ventanales por donde se veía el mar, y tu madre cantaba. La mirábamos fascinadas, como si nos hubiese hechizado, y cuando acabó su canción nos dijo que sabía de memoria todas las canciones de amor del mundo —mi tía sonrió a su propio recuerdo; quizá esa fascinación era la misma que ahora sentía yo—. Pero después confesó que lo que más amaba era hacer poemas y que el mundo la recordaría haciendo poemas.

Asentí doblegando mi emoción. «Hacer poemas» era su título, su don, como ella decía.

Era cierto, mi madre era un espíritu de esos que mi abuela denostaba como perniciosos para las mujeres, un espíritu libre. Escribía poemas y conocía el lenguaje de la música, y se había casado con el gran amor de su vida, mi padrastro, junto al que dilapidó los escasos recursos que podía considerar nuestra herencia en sus viajes a Florencia, a Milán, a Roma y a Venecia, de donde cada vez regresaba preñada de pasión y de un nuevo hijo, para desesperación de su madre Isabela, y contándome a mí las maravillas que había visto, los libros que había leído en la voz de su esposo y los artistas que habían hecho su retrato o le habían enseñado tal o cual rima, o le habían hecho algún regalo. Cuando cumplí mis ocho años pude acompañarla en algunos de esos viajes..., fue cuando había comprendido que mi madre era una desconocida para mí.

—Ella adoraba la lectura de los grandes poetas griegos y latinos... —añadí, intentando resumir brevemente el final de una saga familiar—, pero cuando murió y mi abuela decidió que nos trasladásemos a vivir para siempre en la casa de verano junto a la playa, también se perdió su biblioteca...

Sabina cabeceó suavemente. Ella, como yo, sabía que la casa familiar en la capital, con todos sus enseres, fue vendida para conseguir los fondos que precisaba mi abuela para hacerse cargo de los cuatro hijos sobrevividos de su hija Lucrecia; solo quiso guardar algunos libros, los que habían venido conmigo, porque eran mi escueta herencia. Mi madre había muerto feliz junto a su esposo-amante, enfermos por las fiebres contraídas en el regreso en barco de su último viaje a Roma. Poco después de ella, su hermana Juana había muerto en el parto de un hijo que tampoco se había salvado. En apenas tres meses mi abuela tuvo que enfrentarse al desastre de su estirpe, finiquitada en las deudas secretas de su hija Juana, los versos inservibles de su hija Lucrecia y cuatro nietos desorientados, entre los que únicamente yo conservaba directo el apellido Santángel.

—Sé que tu inteligencia es digna de nuestro linaje de mujeres Santángel —dijo entonces Sabina, rescatándome de esos abismos donde a veces mi corazón se perdía—, que lees y escribes a la perfección y eso es lo principal, sobrina. Quiero que mi hija descubra el placer del saber.

—Aprenderé con Leonor cuantas ciencias y libros quieras tú que ella aprenda, querida tía —me apresuré a contestar.

Sabina me demostró con su gesto que era lo que ella quería escuchar. Pero vi, en un destello de mi imaginación, el rostro airado y crítico de mi abuela Isabela, que, lejos de aceptar mi «conversión» a la nueva religión que intuía en la personalidad cautivadora de Sabina y todo lo que ella me ofrecía, me reprochaba que hubiera cambiado tan rápidamente mi opinión de las cosas y estuviera ahora tan conforme y tan entregada a mi nueva vida en Zaragoza, traicionando su recóndita necesidad de saberme a mí tan insatisfecha y contrariada como ella.

—Amarás Zaragoza tanto como amas Valencia, querida Brianda —me recobró nuevamente Sabina.

—No tengo apenas recuerdos de Valencia —reaccioné con rapidez— y, sin embargo, ahora estoy completamente segura de que mi destino era llegar a Zaragoza.

Aunque me hubiera resistido tanto a ello... —pensé íntimamente otra vez— y aunque ahora estuviese viendo dentro de mis ojos la expresión triste de mi hermana María, mirándome entre sus lágrimas, despidiéndose para siempre de mí.

—Empezaremos el domingo, después de volver de los oficios obligados. Mañana viernes es luna llena y me debo a mi compromiso con ella… —Sabina sonrió, divertida sin duda por el interrogante de mis ojos que quise disimular—. Se trata de un ritual…, rendirle homenaje a Venus ejercitando la mente para saber más y comprender. Nuestra amiga Perla te lo explicará, como si fuera yo misma —Sabina se acercó y acarició algunos de los mechones de mi pelo como si mirara algo más allá de mí, y al cabo de unos instantes puso su palma sobre mi rostro, sonriendo enigmáticamente esta vez—. Perla sabe leer las estrellas, ella nos dirá cuál es tu destino…

Se escucharon unos golpes suaves en la puerta y Sabina alzó su rostro, como si ya supiera quién había al otro lado. Se levantó, caminando hacia ella, al tiempo que entraba el licenciado Miguel Violante. Él se quedó respetuosamente de pie, con la puerta cerrada tras de sí, esperando la indicación de Sabina.

—Te esperaba..., os esperaba, licenciado —dijo adelantando su mano hacia él. Antes de que él se acercase más, Sabina se giró hacia mí. Yo también había abandonado mi asiento junto al mirador y esperaba de pie sus palabras, igual que ese hombre, alerta y silencioso junto al umbral.

—Brianda, si quieres conocer el significado de las tallas y los motivos que adornan esta casa, Miguel Violante es quien podrá responderte, sin duda... ¡a él le debemos esta maravillosa residencia y cada uno de sus lugares especialmente pensados!

Di unos pasos hasta el centro de la alcoba y saludé como la dama de compañía de Leonor, el papel que me permitía tener un lugar propio en ese mundo.

—Señor licenciado, es un honor poder felicitarle sinceramente...

—No lo merezco, doña Brianda —respondió Miguel Violante—. Esta casa es un regalo de bodas de don Gabriel Zaporta a doña Sabina de Santángel, y solo fue posible su realización por el gran amor que él le profesa a vuestra tía...; los demás solo somos testigos de tal adoración.

Sentí la sonrisa complacida de Sabina. Levantó los ojos hacia él.

—¿Se ha sabido algo, micer Violante?

—Nadie vio nada, así lo aseguran los guardias del inquisidor... —respondió el licenciado respetuosamente—. Su nombre era fray Francisco Rodriguez de Toledo, un emisario del inquisidor general, pero no saben qué ocurrió para que cayera desde la torre.

—¿Por qué nadie sabía que estaba en Zaragoza?

—Se ha desvelado que era una visita secreta…

—¿Un emisario del inquisidor de oculto? —repitió Sabina con tono incrédulo.

—Gran devoto de Santa María —añadió Violante.

—¿Qué queréis decir?

—Se dice que en varias ocasiones hizo peregrinación hasta Zaragoza para visitar Santa María la Mayor y su pilar y que su devoción le había llevado a exigir a los capellanes de la iglesia que le permitieran quedarse a solas en su capilla, con la propia imagen divina y con su columna de jaspe.

—Quizá su obsesión le llevara a hacer algún trámite especial —murmuró Sabina todavía extrañada—. Pero no tiene sentido...

—Nadie sabe qué estaba haciendo —apostilló el licenciado—, ni puede saberse qué pasó, quizá él mismo se arrojara al vacío…

—Tampoco lo creo —musitó Sabina zanjando la confidencia con Violante.

Se giró hacia mí y me tomó suavemente por el brazo.

—Sobrina, hablaremos con frecuencia, porque me gusta que los tutores de mis hijos me rindan cuentas de sus avances, y me gusta decidir con ellos la orientación de sus estudios... —se detuvo frente a mí—. Ya eres una más de esta casa, querida Brianda...; conocerás a mis hijastros, Isabel tiene su propia residencia y Luis, el heredero, está terminando sus estudios —hizo una pausa y cambió el tono de su voz, y presentí que quizá ese último instante había de ser la pieza más importante de mi entrevista con Sabina—. Brianda, una cosa más...: ayer, mientras llegabas a la casa, te ocurrió algo...

—Mi caída no tuvo importancia, tía —atajé, creyendo que la tranquilizaba.

—Lo sé, y me aseguré de que estabas bien, Brianda —pero era otro su propósito—: Si vuelve a suceder algo parecido o presientes algo que debas contarme, te ruego que vengas a decírmelo, sin tardar. Zaragoza es maravillosa…, pero las cosas están cambiando para ella, y hay muchos ojos que miran hacia esta familia, unos con cariño y otros con recelo, ¿lo entiendes, Brianda?

Asentí mientras salía de la alcoba. Me dirigía hacia las habitaciones de Leonor, pero equivoqué la dirección y tuve que hacer el recorrido del pasillo en sentido inverso, pasando por la cámara de mi tío Gabriel. La puerta, decorada con detalles de inspiración mudéjar, lucía el escudo de armas del apellido Zaporta en lo alto del dintel. Una de sus hojas estaba entreabierta dejando pasar la penumbra en que estaba sumido su interior, pero un reflejo llamó mi atención y me detuve un instante. Nunca hubiera imaginado que me dejaría llevar por aquel impulso, mis voces interiores intentaban detenerme, pero mi mano ya estaba empujando la puerta y mis pies ya estaban adentrándose en la pieza, conmigo y con mis latidos al galope. Presentí la extremada sobriedad de la estancia en la densidad de sus tinieblas. Mis ojos se adaptaron a la oscuridad solo atravesada por un breve haz de luz escapado de un pliegue de la cortina, esa luz que hacía destellar algún objeto en la pared, y que me había convocado sin poderlo evitar. Di unos pasos sobre el suelo todavía alfombrado. Distinguí una mesa alineada con el rincón, unos estantes en la pared junto a la chimenea, un lienzo de un cristo crucificado que despedía hacia mí los reflejos de su mortaja blanca…, pero yo caminaba hacia esa pared iluminada donde se exhibía una pequeña colección de sables, cuchillos y espadas con empuñaduras exquisitas cuyos esmaltes venecianos formaban un solo dibujo completado entre todos, y que se remataban con esa estrella de puntas imitando los destellos de un sol antiguo que ya había visto antes. Forcé mi vista queriendo contar las piezas tontamente, instintivamente, pero solo para comprender que faltaba uno de los cuchillos, cayendo en la cuenta de que era el mismo cuchillo que llevaba aquel hombre del día del Corpus. Me sentía amordazada en mi propia respiración y quise darme la vuelta para huir, pero tropecé, golpeándome con algo.

—¡Maldita estúpida! —la voz ajada de Blanca Ramírez de Arbizu me estalló muy cerca de la cara, levantándose del sillón donde había permanecido oculta y que mi vista no descubrió a tiempo.

Ahogué un grito. Apenas podía distinguir su cara, envuelta en las sombras de su propia vestimenta, más negra que la oscuridad de la alcoba.

—Fuera de aquí, criatura indigna —masculló—. No tienes derecho a estar aquí.

Pero Blanca Ramírez de Arbizu no había levantado la voz; su tono apenas podía escucharlo yo, porque no debía ser escuchado por nadie más. Ella tampoco podía estar en la alcoba de Gabriel Zaporta. No me moví, me sentía paralizada, pero quizá creyó que mi silencio era un desafío. Percibí que dudaba. Por fin, me empujó para hacerse paso.

—Pagarás caro haber venido a esta casa —dijo con la rabia de saberse descubierta—, solo eres una ramera, tú y las de tu calaña, y yo te descubriré.

Salió con rapidez, dejando un aroma agrio tras de sí, y yo me marché también, corriendo al encuentro de Leonor.

La niña Leonor había heredado la misma afección respiratoria que había matado a la hermana de Sabina, aquella otra Leonor. Eso era lo que su voz había evitado revelar el día de nuestra entrevista, y esa era la primera de las sombras que marcaban la vida de los Zaporta.

La dolencia de la hija de Sabina y Gabriel era tratada por el mejor médico de Zaragoza, puesto al servicio de la familia Zaporta y particularmente dedicado a la observación y cuidado de la niña. Era un judío converso llamado Alfonso de San Pedro, al que todos llamaban Moshé, en recuerdo de su viejo nombre judío, y su prestigio le hacía ser conocido como «el heredero de Averroes».

Moshé colocaba unos emplastes especiales sobre el pecho de Leonor dos horas diariamente para facilitar la apertura de sus caminos interiores, como explicaba, capacitándola para la respiración holgada y sin traba para, al menos, el resto del día. Durante ese tiempo, Leonor debía descansar con los ojos cerrados y en silencio; entonces yo solía acompañar a Perla en sus tareas fuera de la casa, un maravilloso pretexto para compartir su deleite por mostrarme esa ciudad que a ella misma le había hechizado.

Perla estaba al cargo de la distribución de tareas entre los servidores bajos, como encargados de la limpieza, plateros, lavanderas, hortelanos, cabrerizos y cocineros, en total veinte criados fijos de la casa; además hacía los encargos para abastecer la despensa y guardaba todas las llaves.

Ella fue mi guía también desvelándome los entresijos de ese mundo complejo y en ebullición que era la ciudad de Zaragoza, soberana y satisfecha de saberse cabeza del reino de Aragón, privilegiada ciudad de privilegios, como la calificaban sus Fueros. Me gustaba acompañarla para organizar las compras que luego llevarían los tenderos hasta la casa, acudiendo al mercado principal de la capital, aquel hervidero enloquecedor de puestos, gentes de múltiples razas, ascendencias y condiciones, establecido de fijo por autorización del rey junto a las viejas murallas. También Alfonsa venía con nosotras, como si siempre hubiera sido aquel primer viaje en el carruaje desde Valencia a Zaragoza. El calor en aquellos días de verano era sofocante, pero lo recuerdo como la caricia húmeda que dejaba en mi piel la emoción de mi nueva vida. Perla se protegía con una sombrilla de mano de la que no podía prescindir, en cambio a mí su campana de puntillas me entorpecía la vista y prefería caminar fuera de su resguardo, admirando la alegría desprendida de los edificios en nuestra ruta.

—Haces que me recuerde a mí misma, cuando llegué a Zaragoza, descubriendo las calles... —evocó Perla.

—Todo ha cambiado mucho en estos diez años —replicó Alfonsa—. Estas casas no existían, ha crecido mucho esta ciudad, ahora hay mucha más gente y está todo mucho más caro.

Entre la vieja aljama judía en cuyo límite estaba la casa de Gabriel Zaporta y el viejo barrio morisco extramuros, recorríamos una de las vías principales, el Coso, que era límite de la Cesaraugusta romana, y donde los edificios superaban en grandura y en ostentación a los de otras zonas. Esta vía era tan espaciosa y ancha que podían pasar a la vez seis carrozas sin embarazarse, y se abría en su mitad una plaza donde las comparsas de cómicos celebraban representaciones y bailes muy a menudo, aprovechando la largura de los días en verano. En ella, y muy cerca de la plaza, se estaba haciendo la ampliación de la casa de los Alagón, y siguiendo el corso se hallaban las residencias imponentes del protonotario del rey, Miguel Velázquez, y de Francisco Pérez de Coloma, secretario del Consejo Real, entre otras que aprendería a distinguir con el tiempo; al final, doblando el codo de la que había sido muralla de la vieja ciudad romana, se alzaba, recién terminada, la casa del conde de Morata y virrey de Aragón, don Pedro Martínez de Luna, que ocupaba seis solares completos que habían pertenecido al interior del recinto romano. Alfonsa no dejaba ni un detalle sin referir.

—¿Qué significa virrey? —pregunté en aquella ocasión, más por descansar de la memorización de datos que por interesarme verdaderamente la respuesta.

—Que representa al rey de España en Aragón —respondió Alfonsa rápidamente—, y repetiré cuantas veces sean precisas los nombres y los apellidos de estas gentes, por tu bien, niña, y porque así se lo prometí a tu tía doña Sabina, pues, como ella dice, «no es nadie en esta ciudad quien a nadie conoce»...

La imponente fachada estaba flanqueada por tres torres, y se habían empleado en su construcción los propios sillares extraídos del muro romano y los que traían tallados de las canteras de Épila; flanqueaban ambos lados de la puerta dos gigantes, cuyos nombres Alfonsa no quiso decirme, para no desorientar mi mente y creer luego que ellos eran algunos de los nobles que yo tenía que recordar. Pero mi mente no tendría problema en retener adecuadamente los apellidos y los títulos de las familias relacionadas con los Zaporta, pues parecía regresar a la vieja costumbre adquirida junto a mi abuela Isabela en los años de mi infancia, repitiendo las largas listas de los nombres de las mujeres de mi familia Santángel y sus varias ramas, y ya mi cabeza estaba ejercitada sin remedio para recordar.

Como ahora mismo tengo que recordar..., como si en realidad yo hubiera nacido solo para tener que recordar algún día, como si solo hubiera nacido para contar lo que ahora tengo que contar y recordar, memorizando cada detalle de lo que pasó, de aquellos a los que conocí, de aquellos que me conocieron...

Algún otro día utilizaríamos la ruta más directa hasta la gran plaza del Mercado, rodeada por casas con grandes balcones desde donde se podían contemplar las corridas de toros, los juegos de luchas de forzudos y otros deportes, las representaciones de los autos de fe y los bandos públicos, y a la que acudían todos los zaragozanos, viajeros de paso, visitantes y comerciantes, formando una algarabía difícil de olvidar y de describir.

Entonces, como en aquella ocasión, sorteábamos las plazuelas y los muros de los jardines de las nuevas mansiones que conformaban las calles ricas, como la llamada «de los Torreros», por la casa de Miguel Torrero, infanzón y mercader adinerado, cuya largura del muro que señalaba la propiedad daba clara idea del poderío familiar, una de las estirpes de más prosapia zaragozana.

—Los conocerás en la fiesta de agosto... —añadió Alfonsa al relato que me había descrito sobre la familia de los Torrero.

—¿La fiesta?

—La del aniversario de bodas —rápidamente recordé que Sabina ya me la había anunciado y asentí, cayendo en la cuenta.

—El nieto del patriarca, al que llaman Miguelón, es amigo del alma de nuestro don Luis.

—¿Qué don Luis? —volví a preguntar.

—El primogénito varón del señor Zaporta...

—Es cierto, nunca recuerdo a ese hijo de los Zaporta.

—La casa de Miguel Torrero es muy parecida a la que construyó Gabriel Sánchez, que fue tesorero del rey Fernando de Aragón —Alfonsa siguió con sus indicaciones—, también judío converso, como nuestro señor Zaporta, y, a la sazón, mentor suyo, que muchos negocios, cuando murió, le donó a don Gabriel y en buena memoria lo tiene, pues que en La Seo le dedica una misa con cada luna llena.

—¿Aquí guarda relación benigna la luna con la misa? —pregunté con cierto interés.

Alfonsa se santiguó enmudeciendo de pronto y Perla rio de buena gana.

—Si los jerarcas eclesiásticos se hicieran esa misma pregunta, más de un judío converso se echaría a temblar...; nunca vuelvas a hacer esa observación, ¿me oyes, Brianda? Simplemente tómalo como una forma de acordarse de una promesa, apréndelo...

—Mira, esa es otra de las casas de nombradía —reaccionó Alfonsa, señalándome el portón por cuyo frente caminábamos ahora—, la casa de Diego de Aguilar, infanzón también de origen judío, al que heredó su hermano Juan..., sí; veo por tu gesto que no te interesa la vida de estas gentes, pero a todas estas familias las tratarás, pues tu papel de dama de tu prima doña Leonor Zaporta y Santángel te obliga a relacionarte con la más alta nobleza de Zaragoza, y digo la más alta nobleza, pues que aquí son muchas las gentes y muy diversas sus procedencias, pero ciudadanos, ricohombres y nobles se distinguen de todos los demás, moriscos y moros habitadores, judíos todavía, cristianos nuevos y conversos, vecinos, caballeros, infanzones e hidalgos, y además están los eclesiásticos, que estos se consideran por encima de todos ellos, pero te aseguro que muchos son los peores de lo peor de todos ellos...; pero esto solo me lo escuchas, no lo repitas, ¿eh, muchacha?, no lo repitas...; mira esos arquillos que parecen los de nuestra casa Zaporta..., unos y otros señores se inspiran mutuamente y se apoyan en sus muestras de poderío, como si así pudieran callarle la boca y el remordimiento a su nuevo dios cristiano, que a través de los prelados y los juristas no hace más que ordenar leyes de contención del lujo y de la belleza, pero no puede nada contra estos conversos que no sienten culpa alguna por la riqueza ni por la belleza...

Admiré la fachada del palacio de Aguilar y el zaguán que daba acceso al patio y los medallones que se intuían al fondo. Pero había observado el cambio de tono en las últimas palabras de Alfonsa y miré a Perla, que siempre escuchaba como si lo hiciera desde muy lejos.

—¿Echas de menos tus antiguas creencias? —le pregunté de sopetón.

Perla no esperaba mi comentario, pero no se incomodó tampoco. Alfonsa resopló de nuevo, abanicándose con furia y aminoró su marcha quedándose dos pasos por detrás, en señal de disgusto.

—Las creencias no cambian, pero las personas sí... —respondió Perla, con su prudencia habitual—. En cuanto a la religión, solo hay una cuestión, Brianda, que es sobrevivir. Ningún dios es más fuerte que la necesidad de vivir, y si para conservar mi trabajo y mi vida tengo que utilizar otro nombre para mi dios, lo hago. Pero hay muchos que no quieren que eso sea bastante, ni creen que sea bastante que los moriscos son los más pobres aunque tengan habilidad con las manos y sean dóciles de trato..., no, no es bastante y ya les están obligando a que abandonen las tierras que les dan de comer.

—¿Los eclesiásticos de la Santa Inquisición?

—Sé prudente, Brianda... —me hizo un gesto y bajó la voz—; no es correcto en una dama de tu alcurnia hablar de ciertas cosas en público, y mucho menos conmigo, al fin y al cabo una servidora de tu casa y morisca..., sí, soy cristiana pero nueva y la verdad es que nunca dejarán de llamarme la morisca de los Zaporta... Tú observa, calla fuera y habla cuando puedas en tu casa...; verás muchas cosas y muy pronto, porque todo está moviéndose muy deprisa y el Santo Tribunal impone cada día más normas y más leyes para todos, y también para los judíos de nueva conversión, que no tendrán los privilegios ni títulos de infanzones como los tuvieron los judíos de hace cien años..., esos tiempos han acabado.

En los alrededores se veían maestros de obras hablando con arrieros de mulas que llevaban cargas de maderos y pilastras de alabastro hacia alguna casa en construcción, o grupos de alarifes terminando de levantar el muro de una nueva propiedad. La prosperidad de los mercaderes zaragozanos se reflejaba inevitablemente en nuevas residencias.

—Allí mismo verás la mansión del infanzón Jerónimo Cósida —Alfonsa había adelantado su paso hasta el nuestro con la intención de seguir recitándome apellidos—, y también estarán sus hijos en la fiesta, pues forman parte de la rica prohombría zaragozana, Brianda, esa nobleza nueva a la que tú perteneces ya...

—Nada tengo que atestigüe eso que dices —protesté.

—Tienes casta, un apellido de prosapia y una tía que, además de ser muy, muy rica, sabrá hacerlo valer cuando llegue el momento.

No respondí a la observación de Alfonsa. Perla comprendió mi incomodidad en ese silencio precavido que protegió con una seña a Alfonsa para que no insistiera en sus comentarios.

Sí, Perla aprendió a conocerme muy bien. Mi querida Perla... Ella sabrá algún día de la existencia de estos pliegos, sí, debe saberlo, porque la historia debe ser contada, tal como ella me decía, debe ser contada desde la piel, desde la memoria de quien la ha vivido con su carne viva...

Ella sabía que yo no estaba interesada en matrimonios ventajosos por mi linaje ni en otra cosa que no fuera vivir esa nueva oportunidad de vida que el destino me había brindado a través de mi tía Sabina y esa ciudad que era como ella, un alma ávida de ojos abiertos con el pecho rebosante de voces.

En la plaza del gran mercado estaban las antiguas casonas de varios parientes de Sabina, los poderosos Luis y Juan de Santángel. Zaragoza guardaba huella de esa acaudalada familia en varias obras que habían regalado a la ciudad en diferentes momentos, incluso un hospital para pobres extramuros como prueba de que su conversión había sido sincera, y seguían pagando con creces para demostrarlo.

—Ya estamos en la zona de San Felipe…, esa es la casa de los Aliaga, dicen que el que queda, Gaspar, vuelve pronto a Zaragoza; se marchó a Salamanca a titularse como jurista, lo recuerdo muy bien. Este Gaspar también corría por nuestra casa cuando era un crío como Luis, pasaba horas enteras escondido por los sótanos y las bodegas, y yo tenía que llamarle a gritos cuando anochecía para que se marchara de una vez…; yo creo que quería quedarse a vivir en la casa Zaporta. Pero Gaspar de Aliaga no tenía alegría, Brianda, te lo digo yo, que le veía el gesto de amargura a pesar de ser solo un muchacho, y es que su padre tenía manceba y otros hijos con ella, y todos sabían que los quería más a ellos, y así fue, que terminó marchándose.

—Sí… —murmuré—, y también le veré en la fiesta de agosto…

No retuve aquel nombre en mi memoria, pero iba a acompañarme hasta el último momento de mi vida. Y no lo sabía.

Nos desviamos por la calle que iba a parar a la Torre Nueva, erigida en 1515 como lugar de vigía principal para la ciudad, regida por el sonido fieramente masculino de sus campanas conectadas al reloj marcando las horas y las medias, y a cuyo pie se cerraban muchas de las transacciones comerciales que se iniciaban en los puestos del mercado. Un vigilante, emplazado en el habitáculo más alto del chapitel bellísimo, atisbaba hasta veinte leguas a la redonda. La Nueva, llamada así para distinguirla de las muchísimas otras torres que se alzaban en Zaragoza, era también emblema de la ciudad, así la veían aquellas gentes, que creyeron a pies juntillas la profecía...

—¿Profecía? —Alfonsa consiguió arrancarme de nuevo de mi silencio.

Ella sonrió ante su victoria.

—La casa de Fortea pertenece a un gran terrateniente... —continuó describiendo otra casa, saboreando que yo advirtiera que estaba ignorando mi curiosidad—, pero pasa todo el tiempo en las Indias, pues dicen que allende los mares se encuentran ahora las mayores oportunidades de riqueza.

—¿Qué profecía es esa de la Torre Nueva? —insistí.

—Ya te lo cuento, ya te lo cuento —consintió Alfonsa—. Un viejo agorero ambulante pasó por Zaragoza, haciendo una ruta de estrellas que solo él podía descifrar, según se dijo, en el mismo año en que se había dado por concluida la Torre Nueva. Como otros muchos miles de vecinos y habitadores de esta ciudad, él también acudió a escuchar el tañer por primera vez de sus campanas, y se cuenta que un tremendo espasmo lo invadió y que mientras tañían las doce campanadas del mediodía él tuvo la visión completa de las doce generaciones que habría de tener el esplendor de Zaragoza... Dijo que «cuando la Torre Nueva fuese destruida, se acabaría el brillo de esta ciudad, pues en ella y su envergadura se había depositado la estrella zaragozana, y su fulgor se apagaría cuando sus puntas cayesen al suelo».

—¿Qué ocurrió después?

—Nadie le prestó atención al viejo estrellero... —respondió Alfonsa encogiéndose de hombros—. ¿Quién puede imaginar que alguna vez se destruya la torre que es el orgullo más sobresaliente de esta ciudad? El tiempo demostrará que aquel agorero se equivocó.

El mercado estaba junto a las murallas que decían romanas, hundidas en algunas de sus partes y de las que se habían reconstruido en estos últimos años varios de sus torreones más soberbios. Nos acercaríamos al arco de Toledo, flanqueado por dos torreones fuertemente vigilados, junto a los que se reunían vendedores de perfumes y quincallerías de mucho éxito entre las mujeres jóvenes, y donde Perla y yo acudíamos siempre al principio de todo lo demás, para disfrutar un rato de las noticias que traían los poetas callejeros y los músicos itinerantes que siempre se daban cita allí para echar requiebros a las sirvientas y esclavas adolescentes que pululaban entre los puestos.

Alfonsa necesitaba hacerse notar entre nosotras, demasiado cómplices, demasiado sonrientes con algunos comentarios dichos en voz baja que a ella la enrabiaban, y tenía que intervenir separándonos otra vez:

—¿Sabías que en la fiesta del 31 de agosto, festejándose el aniversario de tu tía, se anunciará también el compromiso de don Luis con una dama? Será la celebración más importante de este año en Zaragoza, y han anunciado su presencia el virrey de Aragón don Pedro Martínez de Luna y su familia...

—¿El hijo de mi tío es mercader como él?

—Don Luis es jurista, experto en leyes de exportación y en las leyes aragonesas independientes de las del rey de España. Don Gabriel le orientó hacia el estudio jurídico por propia conveniencia, pues bien le sirve en su dedicación al comercio con otros países y a la exportación de mercaderías, pero, aparte de eso, su interés en la filosofía y en la historia ha sido por convencimiento propio. Después del matrimonio que su hermana Isabel realizó con el grande Juan de Gurrea, que hoy es gobernador de Aragón, su compromiso con una hija de los Albión, otra familia de nobleza rancia, le sitúa como uno de los prohombres que mejor futuro tiene en las instituciones de esta ciudad...

En nada me importaba la vida de Luis Zaporta. Sin duda sería uno más de esos jóvenes privilegiados acostumbrados a los lujos, egoísta y prepotente por saber que todo en su futuro habría de ser afortunado. Haría matrimonio con una dama de la alta alcurnia y nuevamente se reunirían los intereses de dos familias para mantener el poder de sus negocios y aumentarlo; ocuparía cargos públicos en la administración de la ciudad, solo reservados a los ciudadanos y comerciantes notables, y construiría una residencia para orgullo de su linaje y de esa Zaragoza rozagante que se miraba con Florencia de igual a igual. Yo me sentía muy lejos de eso; sabía muy bien que la fortuna puede volverse en contra y que en una sola generación familias enteras lo han perdido todo por un revés del destino. Los comentarios de Alfonsa acerca de Luis apenas cruzaban mis oídos, más atentos a los sonidos de la algarabía del mercado y las voces en los aledaños de la Puerta de Toledo, imaginando múltiples formas de crear música con ellos.

Olvidé nuevamente la existencia de ese hombre; por dos veces había sabido de él y por dos veces su idea había pasado de largo sin rozar mi piel. Pero los días eran luminosos y perfectos, rendida al hechizo de ese nuevo mundo ante mí; nada podía perturbarme, ni el calor sofocante desde la media mañana que hacía protestar a Alfonsa, ni las incomodidades de las múltiples obras y construcciones que nos cortaban el paso, ni las dudas que al principio sentía preguntándome por aquel puñal que faltaba del conjunto que vi en la pared de la alcoba de Gabriel Zaporta. Llegué a convencerme de que nada de eso había sido importante. Solo me dolían los sueños que me asaltaban por la noche, escuchando el llantito de mi hermana María confundiéndolo con mi remordimiento por esa felicidad que crecía dentro de mí con cada nuevo amanecer.

Sí. Las noches me devolvían el gesto triste y severo a un tiempo de mi hermana María. No podía olvidar su última mirada, negándome su perdón y decidiendo sobrevivir al odio que sentía hacia nuestra abuela. La única manera sería hacerse como ella. Mi insomnio pertinaz era mejor que caer dormida y despertar violentamente escuchando su voz entre lágrimas.

—No tendré mucha vida, las mujeres Santángel con mi nombre son las de vida más corta, pero yo no quiero morir.

—Tú has de vivir lo mismo que todas ellas juntas, haz la cuenta, María, te tocan más de ochenta años…

Aquella noche también prefería estar despierta. Salí de mi alcoba descalza, saboreando el frescor de las losas del suelo y descendí el primer tramo de peldaños para sentarme en el ángulo del descansillo protegida por su oscuridad perpetua, donde había visto ya a Reina, la gatita que recorría libremente toda la casa. Desde allí podía contemplar las columnas del patio iluminadas por la luna.

Supe que el artífice final de aquella belleza homenaje a Venus había sido Jabir, un mago experto en adivinación, que había tallado símbolos inalcanzables a la comprensión de Miguel Violante y había muerto sin que este hubiera llegado a conocer los planos secretos del lugar. Jabir había realizado una obra suprema de inspiración y misterio que superaba cualquier pauta conocida de los libros italianos y franceses tan de moda entonces, y por la que el licenciado sentiría ya para siempre los celos más profundos e irremediables hacia él. Respiré hondamente; ese lugar ya era mi casa. Quería saborear la visión de aquellos volúmenes palpitantes. Sus sombras parecían estar vivas; casi podía sentir la respiración de sus cuerpos tallados, sus rostros mirándome también ellos a mí. Escuché de pronto un entrechocar de dos vasos, muy leve, y el movimiento susurrante del líquido cayendo en ellos. Alguien había salido al patio, se movía en la zona donde no alcanzaba mi vista, murmuró algo. Sentí el mismo pánico que ya conocía, tantas noches esperando que nuestra abuela Isabela irrumpiese en la alcoba arrojándonos la culpa de su propio insomnio. Había aprendido a respirar sin ruido, a que mi corazón latiese como lo hacía el corazón de alabastro de las columnas de ese patio, donde hubiera querido ser una de ellas, viva e inerte, a la luz de todos pero oculta e invisible al mundo. Me replegué sobre mí abrazando mis piernas dobladas y esperé a que pasase el tiempo, como ya sabía hacerlo, hasta que fuese seguro para mí moverme otra vez.

—Están registrando la biblioteca del Estudio General y las casas de algunos de sus cátedros —reconocí la voz apagada de Miguel Violante.

Violante no obtuvo respuesta.

—Creo que lo que buscan lo tienes tú.

—Micer licenciado, os ruego que no insistáis —era la voz de Perla. Surgía del ángulo en mayor penumbra del patio—. No hay ningún libro de Jabir, ni voy a buscarlo.

Aprendí pronto que Perla se quedaba parte de la noche en aquel patio, cuando ya todos dormían, dejando pasar las horas sin dejar de mirar las columnas y el resto de las esculturas.

—Escribió los horóscopos de cada uno de los miembros de esta familia, y escribió las profecías de Zaragoza y de esta casa.

—Y qué más da, micer Violante, yo no tengo nada, no quise compartir ese trabajo con él —replicó Perla.

—Pero es más valioso de lo que te imaginas.

—No sé por qué.

Cuando desperté, las voces habían cesado. No sabía cuánto tiempo había transcurrido; el reflejo de la luna había cruzado al otro lado del patio dejando casi en total oscuridad las columnas; solo llegaba un leve resplandor alejándose sobre Mercurio. Su imagen me acompañó regresando a mi alcoba.