El recibidor de la casa del Hermano está iluminado por una luz muy cálida. En un rincón cuelga la lámpara de Coderch en forma de calabaza (con uno de los gajos de madera fuera de sitio) que tiñe, apenas ilumina, todo el ambiente de naranja. Destaca un cuadro de dimensiones considerables con una mujer desnuda, pelo caoba y piel blanca, recostada en un sofá rojo y con un fondo de pan de oro. Las paredes, pintadas de color siena, están, a media altura, algo desconchadas.
Vemos a una sirvienta de inconfundible aspecto filipino mirar embelesada, a través del cristal de la puerta, hacia el jardín. Va vestida de blanco. Habla por el interfono, sorprendida, excitada, alternando con extrema soltura tonos agudos con graves:
—Hola. Ooh. Sí, sí. ¿¿Sí?? —Vuelve la cabeza hacia el interior de la casa, sistemáticamente, como buscando algo o a alguien que le solucione el problema, con una expresión en el rostro que es una perfecta y rarísima mezcla de trastorno e impasibilidad—. I don’t know... —El timbre resuena de nuevo y ella responde con idéntica sorpresa—. ¿Sí? ¿A paquete? ¿A paquete, no? Oooh... ¿¿Hola?? —El timbre vuelve a sonar con más insistencia.
Un grito desaforado de mujer interrumpe el borboteo asiático —apenas españolizado— de la chica filipina o Asistenta Tres. Entra en escena el quinto personaje femenino en lo que llevamos de historia: la Cuñada. Una mujer azarada que sale corriendo desde el interior de la casa hasta el punto donde nos encontramos. Es alta, grande y no parece muy ágil. Luce un ligero vestido escote bañera con un estampado de mariposas multicolor (un Paul Smith que parece un Pucci). Las uñas de los pies esmaltadas en rojo sangre y el largo y cobrizo pelo recogido en una pinza. Corre con cierta dificultad debido a las plataformas que calza —unos cinco centímetros de alto con textura de corcho— y está muy irritada. Se dirige con rabia a la sirvienta:
—Why is so difficult to open the door, Joselyn? Why is so complicated? Can you tell me? —Se podría decir que el inglés, de marcado acento catalán, de la Mujer Azarada se quedó estancado un buen día en, pongamos, un intermediate level.
La Asistenta Tres ríe y se tapa la boca con la mano.
—I don’t know, señora Clara, but is not a paquete today, señora Clara.
La mujer filipina se queda repentinamente seria y niega con la cabeza. El timbre vuelve a sonar, los perros del vecindario a ladrar.
—Oh, Dios mío —se lamenta la Cuñada o señora Clara. Coge el auricular de la mano de Joselyn y pregunta—: Dígame, ¿quién es? —Pulsa varias veces el interruptor que debería abrir la puerta de la calle. Nada a través del interfono, nada al otro lado de la verja. La Cuñada sale al jardín, baja los ocho peldaños de mármol travertino y avanza los pocos metros que la separan de la reja exterior tan rápido como sus plataformas color crema le permiten. Alcanza la manilla y tira de ella con fuerza. Aparecen las tres mujeres rodeadas de varios chicos jóvenes (todos vestidos con camisetas rojas) que miran con risueña curiosidad a través del marco, en forma de arco, de la puerta.
La Asistenta Uno ríe y da los buenos días. La Asistenta Dos dice que hay un taxi esperando (la Cuñada lo ve aparcado en el vado, unos metros más abajo). La Asistenta Uno explica que la Señora Emma quiere ver a su Hermano, que ha pasado mala noche y tiene urgencias; la Asistenta Dos, que no tienen dinero; la Uno, que iban a casa de la Hija primero, a casa de la señora Ada después, pero que a medio camino la señora volvió a cambiar de opinión y que aquí están. La Asistenta Dos dice que tienen prisa. La Escritora mira hacia otro lado, levanta con desánimo una mano y murmura:
—Es igual.
La Cuñada se angustia. Otro pequeño grupo con camisetas color amarillo baja por la calle y canta con fuerza y al unísono: IN-INDE-INDEPENDENCIA, IN-INDE-INDEPENDENCIA...
La perra ladra.
—Entremos en casa —suplica la Cuñada. Y con cara de agobio, pregunta—: ¿Qué es toda esta gente?
La Asistenta Uno ríe y le responde:
—Señora, hoy es el día de la uve, es un día importante, señora. Está todito, todito, lleno de personas..., sí, sí, miles y miles de ellas vestiditas de rojo y amarillo, tan contentas, se reúnen para llenar la Gran Vía y la Diagonal, para hacer una forma de V bien grandecita, que se verá desde el cielo, señora, para que ustedes puedan votar y ser independientes, señora, por todas partes está lleno, sí.
Es jueves. Es 11 de septiembre. Es la Diada Nacional de Cataluña. Barcelona se hunde en un calor de canícula impropio de esta fecha.
—Entremos, entremos —insiste la Cuñada.
Las dos asistentas intentan levantar las ruedas delanteras de la silla para sortear el gran escalón de entrada al jardín. La Cuñada quiere ayudar pero la Asistenta Uno se ríe y se lo impide, ella puede con todo. Aparta con determinación a la Asistenta Dos, agarra las empuñaduras de la silla, apoya el pie en una de las barras inferiores y, zarandeando bolsas, bolsos, perra y señora, consigue subir el escalón, franquear la verja y entrar a la Escritora.
La Cuñada cierra la puerta de la calle con inusitada rapidez y una nimia sensación de alivio. Pero le dura poco. La Asistenta Tres sale de la vivienda, tranquila, ajena a lo que está ocurriendo, con unos auriculares en los oídos que cuelgan hasta su bolsillo. Desciende por los escalones de travertino con el perro del Hermano, el perro macho, un perro de la misma raza que la perra blanca pero diez años más joven, mucho más grande y extraordinariamente más bruto.
—No, Joselyn...
—Paseo, señora, las diez, paseo.
—No, Joselyn, not now. —Las protestas de la Cuñada no llegan a tiempo de evitar que el perro vea a la perra y se abalance sobre ella, arrastrando consigo a la Asistenta Tres. La Asistenta Tres ríe.
Los labradores se huelen. La hembra enseña los dientes y gruñe, el macho le responde moviendo la cola, irguiendo la cabeza, erizando el pelo del lomo. Las correas se enredan. La Asistenta Uno ríe. La Dos ha sacado un par de billetes de cincuenta euros y se los enseña a la Cuñada y le habla del taxi. Un estrepitoso sonido musical reverbera desde algún lugar blando, escondido, muy cerca. La perra aúlla, intenta esconderse tras la silla de ruedas, la Escritora la sujeta por el collar pero con la fuerza de la perra y la resistencia de la Asistenta Uno, que no suelta la correa, la mano se le retuerce al enredarse con la cadena metálica. La Escritora ordena:
—Soltadlos.
La chica filipina ríe, el móvil retumba desde el interior de algún bolsillo, bolso o bolsa, la Asistenta Uno acaricia a la perra mientras exclama:
—¡Calma, Safo, bonita, calma, calma Safo, calma!
—Lisa, limítate a obedecer mis órdenes —exige la Escritora en tono agrio—. Desatadlos a los dos.
La Cuñada se mete entre los dos labradores. Golpea el morro de su perro y los desata. El labrador macho se abalanza sobre la hembra. Se olisquean, el pelo erizado, y salen disparados hacia el jardín. La melodía telefónica se detiene con la misma brusquedad con la que ha llegado. Se hace el silencio. La Cuñada respira hondo. La Escritora entorna los ojos y murmura:
—No quiero verte más. Te despido.
—Señora Clara, necesitamos veinte euros —pide, dulzona, la Asistenta Uno a la Cuñada, tras arrancar de las manos los cincuenta euros a la Boliviana Dos y hacer caso omiso a su señora—. Si usted nos los puede dar ahorita, el taxi no tiene cambio, señora Clara.
—Eres siniestra.
La Escritora pronuncia estas palabras de espaldas a las cuatro mujeres (tal y como la ha dejado la Asistenta Uno). Entrecierra los ojos, cruza las manos frente al mentón y no ve lo que tiene delante, apenas a un metro de su marmóreo rostro, el turbador rostro cerámico de una Daphne. La escultura es una fuente, una cabeza de mujer con la boca semiabierta y las mejillas cubiertas del musgo verde negruzco que deja como rastro el constante goteo que le brota de los ojos. En lugar de cabello tiene hojas de laurel esmaltadas que se han ido mezclando con hojas reales de la invasiva hiedra del jardín. En una de las baldosas inferiores se lee, con dificultad, el nombre del Hermano.