La primera vez que lo escucha, Sofía Salgado no reconoce el eco del llanto.

El apartamento es feo, pequeño y sofocante. Con vistas a un mar tan lejano que ni siquiera parece azul, ningún entendimiento madrileño lograría concebir cómo es posible que todo en él, paredes, cristales, sábanas y los correspondientes muebles provenzales de oferta —¡amueble su piso entero por 500 euros!—, pueda rezumar tanta humedad, con el sol de justicia que las ha achicharrado en los doscientos metros escasos que han tardado en llegar desde el aparcamiento. Lo primero que ve Sofía al entrar es un espantoso payaso triste de cristal de colores sobre una repisa y un triángulo de agujeros de cigarrillo estampando un ominoso tejido de color teja, pero no dice nada. Su amiga Marita, tan decidida y eficiente como de costumbre, abre las cortinas de par en par, mete el payaso en un cajón, se acerca a ella, le pasa un brazo por los hombros y los sacude con energía.

—¿Mejor?

Sofía asiente con la cabeza, intenta sonreír, le sale regular e insiste hasta que lo consigue. Porque Marita, su mejor amiga desde el colegio, no tiene la culpa de que su vida sea un desastre.

Ella también se casó mal, también se separó después de muchos años de matrimonio, también tuvo un hijo que está pasando los últimos días de agosto con su padre, pero tiene más suerte que Sofía. A Marita dejó de gustarle su marido mucho antes de que él decidiera que le gustaba otra, pero además, sobre todo, fundamentalmente, nunca le pilló en su despacho con su entrenadora personal, los dos desnudos, haciendo ejercicio sobre la alfombra.

Eso fue lo que le pasó a Sofía, maestra de Educación Infantil, hace un par de meses, una mañana de primavera en la que salió de una reunión antes de lo que había calculado y no tuvo mejor idea que ir a buscar a Agustín para pedirle que la invitara a comer. Al recordarlo, siente el impulso de precipitarse sobre el cajón, sacar el payaso triste de cristal de colores y mirarlo fijamente hasta estallar en sollozos, igual que el día en que salió corriendo como una loca de aquel despacho para buscar refugio en casa de Marita.

—Y lo peor de todo es que tendrías que verla —aquella misma tarde se lo contó todo—, treinta años, un cuerpo acojonante, una melena rubia y ondulada, con mechas doradas, cayéndole en cascada sobre las tetas... La Venus de Botticelli, pero como si no se la arreglara, ¿sabes?, como si hubiera nacido con ese pelo, la muy puta...

—¿Y qué? —Marita la interrumpió antes de darle la oportunidad de añadir que, encima, aquellas tetas ni siquiera parecían operadas—. Tú tienes treinta y seis años, Sofía, y dos tallas de sujetador más que ella, seguro. ¿Y qué? Más caro le saldrá el mantenimiento a tu marido. Que se joda.

—Ya, es tan fácil decir eso...

Y era verdad. Era tan fácil que Marita se calló y no volvió a sacar el tema. Se limitó a cuidarla, a hacerle compañía, a perder el tiempo a su lado hasta que pudo proponerle un plan mejor.

—Mira, he pensado que lo que vamos a hacer tú y yo es irnos juntas a la playa una semanita, ¿qué te parece? A no hacer nada, sólo comer, emborracharnos, ligar con hombres fascinantes...

Así han venido a parar a este apartamento infernal que por la noche, cuando vuelven del pueblo, sin ningún hombre fascinante pero con varias copas de más, a Sofía ya no le parece tan mal. Y sin embargo, le cuesta dormir. No han pasado ni tres meses desde que su marido duerme con su entrenadora y meterse en la cama sola sigue siendo un suplicio para ella.

Por eso, mientras intenta imponerse a la estrechez del colchón, a la humedad de las sábanas, lo escucha, un ruido sordo al principio, como un ronroneo grave y rítmico que asciende de pronto para hacerse casi estruendoso, más agudo, y caer de nuevo en una sofocada sordina. La primera noche no logra identificarlo, un perro, piensa, o un niño, pero no, porque ella conoce bien el llanto de los niños. Se queda dormida antes de resolver el enigma y en el desayuno le pregunta a Marita, pero ella ha dormido como un tronco, siempre me pasa cuando estoy al nivel del mar, confiesa, así que no he oído nada. Durante el día —playa, chiringuito, sardinas a la plancha, mojitos, y más playa, más chiringuito, más mojitos— Sofía olvida el misterio del apartamento de al lado, pero por la noche vuelve a escucharlo y comprende al fin lo que ocurre al otro lado de la pared.

Desde entonces dedica más atención a su vecino que a su propio programa de diversiones. Porque aquel llanto tenaz, desconsolado, proviene del cuerpo y el espíritu de un hombre solo, a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta, cabeza afeitada para disimular la calvicie, barriga apenas prominente gracias a las largas carreras que, mañana y tarde, le devuelven a su apartamento empapado en sudor, y piernas flacas. No es ni guapo ni feo pero resulta atractivo de esa manera instintiva, brusca, hasta asombrosa, de los machos rapados que al andar parecen derrochar testosterona, y sin embargo está triste. Es, sobre todo, un hombre triste.

Este ha pillado a su mujer con su entrenador personal, piensa Sofía, y día tras día acumula indicios que parecen darle la razón. Porque el apartamento de su vecino es de tres dormitorios, pero sólo uno tiene la ventana abierta.

—¿Dónde están Javi y Elena? —un día se lo encuentra en el portal, hablando con unos niños—, ¿cuándo vienen?

—Pues... —él contesta mirando al suelo—, este año creo que ya no van a venir. Lo siento, ya les diré que habéis preguntado por ellos.

Otro día coinciden en el supermercado y Sofía le ve escoger una caja de seis cartones de leche entera. La pone en su carrito, la mira con extrañeza, la saca de allí, la devuelve a su lugar y coge un solo cartón de leche con Omega 3. Así que encima tienes el colesterol alto, piensa ella, pobrecito mío, mientras siente una misteriosa oleada de ternura sin nombre hacia el desconocido.

—No estarás pensando en liarte con él, ¿verdad? —le pregunta Marita, forzando un gesto de escándalo casi teatral que se apresura a corregir sobre la marcha—. Aunque a lo mejor tampoco sería mala idea, fíjate lo que te digo...

—Que no —replica ella—, que no es eso.

No es eso, y sin embargo, el desconsuelo del hombre que duerme al otro lado de la pared le hace compañía incluso cuando deja de llorar y los sonidos de un insomnio más pacífico, el repiqueteo del interruptor, los quejidos del somier, los paseos entre la cama y el baño, la arrullan cada noche como una canción de cuna.

Nunca se ha atrevido a hablar con él, ni siquiera sabe cómo se llama. El primer día de septiembre, tan rotundamente veraniego y deslumbrante como sólo saben ser los últimos de vacaciones, los dos se cruzan por la escalera. Sofía baja con su maleta, su vecino sube con un cartel impreso en letras muy grandes, SE VENDE, sobre un número de teléfono de Madrid. La escalera es estrecha y no cabe tanto bulto. Él cede el paso con una sonrisa, ella se la devuelve y sigue su camino sin decir nada.

—Mira, Sofi... —Marita señala hacia el edificio con el dedo antes de encender el motor del coche—. Ya ha colgado el cartel. ¿Quieres que apunte el teléfono?

—No. Arranca de una vez y vámonos ya, no seas tonta.

En la escalera, Sofía Salgado ha tenido tiempo de sobra para leer con el rabillo del ojo el nombre de la inmobiliaria encargada de vender el apartamento.

No tiene la menor intención de llamar a Soluciones Inmobiliarias Prisma en lo que le queda de vida pero, aunque ni siquiera ella acierta a explicarse por qué, vuelve a Madrid de mucho mejor humor.