La familia Martínez Salgado vuelve de las vacaciones y parece que de pronto se llena el barrio de gente.
Tres coches entran en la ciudad en fila india, en el mismo orden que adoptaron esta mañana para abandonar un pueblo de la costa situado a casi cuatrocientos kilómetros de Madrid.
En el primero, que ha pasado ya dos ITV, pero sigue siendo grande y está muy limpio, vuelve Pepe Martínez con sus padres y su hija Mariana.
En el segundo, un poco más modesto, sin pegatinas a la vista y tan sucio como si su dueña hubiera pretendido traerse media playa de recuerdo, vuelve Diana Salgado con su madre y su hijo pequeño, Pablo, que ha amenizado el viaje repitiendo la misma pregunta —¿cuánto falta?— cada dos o tres kilómetros.
En el tercero, que primero fue de Pepe, después de Diana, y durante años ha seguido acumulando adhesivos de todos los colores hasta completar la admirable colección que exhibe el lateral derecho del parabrisas, vuelve Jose, el hijo mayor, con su novia y Tigre, el gato de la familia, recluido en ese infernal instrumento de tortura que se llama transportín.
—Bueno, pues ya estamos otra vez aquí —exclama Pepe mientras mete la última maleta en el ascensor de la casa de sus padres—. ¡Las vacaciones se hacen siempre tan cortas! Qué pena.
—¡Ay sí! —su madre se cuelga de su cuello, le besa en las mejillas con expresión compungida—. Nos lo hemos pasado tan bien...
—Muchas gracias por todo, hijo —y su padre le abraza sólo un poco, como si, desde el día en que cumplió diez años, le diera vergüenza abrazarlo del todo—, pero vete ya, anda, a ver si te van a poner una multa por estar en doble fila.
Pepe vuelve al coche y espera a que su padre se asome a la terraza del salón, para certificar que todo está en orden, antes de marcharse. Lo que nunca podría adivinar es lo que está diciendo su madre mientras su marido mueve una mano en el aire.
—¡Qué gusto, Dios mío! ¿Sabes lo que voy a hacer ahora mismo?
—Claro que lo sé —él va hacia ella, la abraza—. Quitarte el sujetador.
—No, eso después. Primero voy a bajar a la calle, voy a comprar la oreja de cerdo más grande que encuentre y voy a poner en remojo unas lentejitas...
—¡Ay, sí! —a él se le hace la boca agua—. Ya se han acabado las ensaladas de espinacas con champiñones crudos.
—Y la pechuga de pavo para cenar. Esta noche voy a hacer una tortilla paisana con su chorizo, su jamón, sus guisantitos...
—Qué alegría. Voy a poner a Bambino para celebrarlo.
—¡Muy bien! —ella se ríe, se levanta la falda con una mano, ensaya dos pasos de rumba al ritmo de una música que suena sólo en su cabeza—. Que ya está bien del chilaut ese...
Al rato, Diana acompaña a su madre hasta la puerta a pesar de sus protestas.
—Bueno, pues ya estamos otra vez aquí —exclama al dejar la última bolsa en el recibidor de la casa donde se ha criado—. ¡Qué pena!, ¿verdad, mamá? Qué cortas se hacen siempre las vacaciones.
En un solo movimiento, su madre la abraza, la besa con fuerza y empieza a empujarla hacia la escalera.
—Sí, pero vete ya, corre, que hemos dejado al niño solo y yo estoy bien, hija, no necesito nada, de verdad...
Después cierra la puerta, se descalza sin mirar adónde van a parar las sandalias, sale al balcón para decirle adiós a su nieto con la mano, y mientras pierde de vista el coche de su hija, abre los brazos, da una vuelta completa sobre los talones y suspira.
—¡Qué gusto, Dios mío!
A continuación abre la maleta, mete una mano hasta el fondo como si supiera dónde está exactamente lo que busca, saca un paquete de tabaco, enciende un cigarrillo y da tres caladas con los ojos cerrados. Antes de la cuarta, se dirige a la cocina y, tras la quinta, se hace un café del color exacto que su hija le tiene terminantemente prohibido, más negro que el alma de Satanás. Armada con la taza, entra en su despacho, enciende el ordenador, mueve el ratón para activar un icono con forma de casco de guerrero antiguo y hasta se emociona al escuchar esa musiquilla que ha echado tanto de menos.
—Griegos malditos... —murmura mientras se registra con su nick en ¡Que arda Troya!, estrategia, multijugador, online—. ¡Andrómaca ha vuelto! —y enciende otro pitillo mientras selecciona la partida que dejó inconclusa antes de su viaje a la playa—. Te vas a cagar, Aquiles.
Pepe llega a casa antes que su mujer y se encuentra con el pobre Tigre, metido aún en el transportín, encima del felpudo.
—¡Joder con el niño este! —murmura mientras libera al animal de su cárcel para ponerse la camisa perdida de pelos húmedos, impregnados en el clásico aroma a pis de gato—. ¿Qué tendrá que hacer con tantas prisas?
—Papá... —Mariana, diecisiete años muy espabilados, pasa a su lado como una exhalación y se vuelve a mirarle un segundo antes de cerrar la puerta de su cuarto con pestillo—. A veces pareces tonto.
—Ya, ya.
A pesar de todo, cuando deja al gato en el suelo y mira a su alrededor, está a punto de pronunciar las mismas palabras que grita Mariana mientras enciende su superordenador, con todos los cachivaches del mundo acoplados y una conexión superferolítica que la ha metido en Google en menos que se tarda en decir amén.
—¡Qué gusto, Dios mío!
Porque ya no tiene que pelearse con el resto de su familia por un único portátil, ni compartir dormitorio, ni esperar turno para ducharse al volver de la playa, ni ir a la playa, ni entrar en el mar con sus dos abuelas cogiéndola de la mano como si todavía tuviera cinco años.
—¡Qué gusto! —repite en voz baja como si necesitara acomodarse a su suerte, y mueve el ratón, acaricia el teclado, contempla la pantalla con la más amorosa de las devociones, hasta que entra en Facebook y se encuentra con un nombre que la descoloca—: ¡Andrómaca! ¿Otra vez Andrómaca? ¡Pero qué petarda! Mira que es pesada...
Intenta eliminarla de todos sus contactos pero, como de costumbre, vuelve a aflorar con la persistencia de una mancha de fuel en la costa del Mediterráneo.
—¿Y quién será, la tía esta?
Mientras tanto, Pepe ya ha tenido tiempo de quedar con dos amigos para ir al fútbol al día siguiente, la primera jornada en casa y con un recién ascendido, un regalo de bienvenida del calendario, y las cañitas de antes, y las copas de después, y el lunes a trabajar, tan ricamente, él solito, en su despacho con aire acondicionado, diseñando sistemas y motores para aviones, que es precisamente lo que sabe hacer, y no montar sombrillas que se le vuelan, ni asar chuletas que se le queman, ni pasear ancianos que se le cansan, ni esperar colas de media hora en los supermercados para que su hija le eche una bronca después, encima, porque los yogures están a punto de caducar, y te los he pedido con fibra, no con soja, que la de la soja es mamá, a ver si te enteras...
—¡Qué gusto, Dios mío! —proclama al fin mientras va a la nevera a por una cerveza, para ir preparando el partido.
Y desde la ventana de la cocina ve pasar el coche de su mujer, que va a tener que aparcar en la calle porque él ya ha metido el suyo en el garaje.
Pablo, por supuesto, no espera a que su madre encuentre un sitio libre.
Lo suyo es visto y no visto, porque sus amigos estaban al acecho y llegan corriendo casi al mismo tiempo que él, Felipe con un balón de baloncesto, Alba con los brazos abiertos. Los tres se abrazan en el recibidor como si hubieran pasado varios años, y no veintidós días, desde que se vieron por última vez. Luego Pablo va a su cuarto, abre la puerta, tira su bolsa en el suelo, la empuja hacia dentro con una patada, vuelve a cerrar y se larga a la calle sin más preámbulo que el habitual.
—¡Papááá, que me voy!
Él es el único miembro de la familia Martínez Salgado que no dice esta tarde ¡qué gusto, Dios mío!, pero en el descansillo lo reemplaza con una expresión equivalente.
—¡Menos mal que ya estoy aquí! Tenía unas ganas de volver... Ya no podía más con la peña, os lo juro.
La peña era su abuela Aurora cogiéndole de la barbilla, ¡ay, qué guapo es mi nieto!, y su abuela Adela revolviéndole el pelo y diciéndole a la otra, ¿has visto, Aurora, qué nieto tan guapo tenemos?, y su abuelo Pepe empeñándose en que le enseñara a montar un cubo de Rubik, y su padre diciéndole, Pablo, juega con el abuelo, y su madre diciéndole, pero, Pablo, ¿qué trabajo te cuesta jugar con el abuelo?, y su hermana diciéndole, enséñale, Pablo, pobrecito, y su hermano diciéndole, mira que eres borde, Pablo, ¡móntale ahora mismo el cubo al abuelo!
Diana es la última porque le toca abrir las maletas, aunque no las deshace del todo, porque como mañana vuelvo a tener asistenta, recuerda con una sonrisa.
Luego llena el cubo de la ropa sucia pero no pone la lavadora, porque como mañana vuelvo a tener asistenta, y su sonrisa crece un poco más.
Después estudia la nevera y hace una lista de la compra, pero no baja al súper, porque como mañana vuelvo a tener asistenta y me queda una semana de vacaciones, y la sonrisa ya no le cabe en la boca.
—¿A alguien le importa que pidamos pizzas para cenar? —grita al aire del pasillo.
Nadie contesta, ni le recuerda por tanto que es endocrinóloga, así que se encierra en su dormitorio, enciende el ventilador del techo, se quita la ropa, se tumba en la cama, abre los brazos, las piernas, y vuelve a sonreír.
—¡Qué gusto, Dios mío!