CAPÍTULO 1

Cerró de un golpe la cremallera de la cartera. Un último vistazo a la cama, no sin que el recuerdo de la tibieza de las sábanas y el cuerpo le llenara de pereza. Se acercó con sigilo y se apoyó remolonamente contra su cuello.

—No te levantes. Yo tengo que irme, pero tú no te preocupes. Hay café hecho y creo que encontrarás lo que necesites para desayunar en la cocina… las toallas están en el armario del baño y, cuando salgas, sólo tienes que dar un portazo. Ha sido estupendo. Te llamo cualquier día de éstos y nos vemos… —le susurró.

Apenas unos minutos después su Kompressor rugía por el paseo de la Castellana sin más limitación que los primeros atascos del día y el respeto que por decencia debía a las normas. Así y todo, las Torres Kio se dejaron ver a una hora razonable y enseguida estaba metiendo el coche en el garaje del edificio de juzgados.

Incluso antes que otros días. Unos periódicos en la esquina y el tiempo justo para subir a su despacho antes de ir a instalarse en el que debía ocupar durante veinticuatro horas mientras durara su turno de guardia.

Los ascensores de plaza de Castilla eran a todas horas como un gran cesto de humanidad. Policías y ladrones, abogados y partes contrarias, jueces e imputados, todos debían hacer los mismos esfuerzos para encajarse en ellos sin ninguna esperanza de defender su espacio vital. Otra forma de promiscuidad.

Entró en uno, no sin espera, y volvió a sentir que la estatura siempre es una ventaja en las aglomeraciones. Casi sin respirar asistió al tortuoso recorrido del montacargas que llegó al fin hasta su piso.

—¡Buenos días, señoría! —saludó obsequioso un letrado.

—¡Buenos días! —respondió, entre institucional y cortante.

No tenía el día para muchos bollos. Se zafó como pudo al llegar a su piso y atravesó la secretaría del juzgado hasta llegar a su propio despacho. Entró como una exhalación entre los preceptivos saludos matinales y cerró de un golpe la puerta. Respiró. Tendría que llamar en un rato para comprobar que su invitado se hubiera ido ya. No era buena idea dejar en casa a alguien a quien apenas conocía y se prometió arreglar ese déficit de seguridad. Era incorregible. ¿Lo era?

Se sentó ante su mesa, encendió el ordenador y, antes de nada, metió una mano cuidadosamente por debajo de la mesa y se quitó los stilettos.

La juez Aldama empezaba una jornada densa, larga y sólo tal vez apasionante. Como otras muchas.

El Bizco se encogió en su asiento del 130. Todavía le quedaba sangre reseca del último chute entre las costras del cuello. Ya podía volver por unas horas a arrastrarse por el centro. Hasta que asomara el próximo mono. Pero ya no tenía miedo. Tenía su tesoro. No sabía muy bien lo que era, pero fijo que le daba unas pelas. En el Monte. O en otro lado. Qué carajo importaba.

Lo importante era que el bus llegara rápido. Miró por la ventanilla para que esos dos no le vieran la jeta. Apestaban a polis de los que viajan en las rutas. Él no se hacía muchas carteras mientras iba hacia el poblado, excepto que tuviera el día pringao de veras. Pero tenía su tesoro y eso le tranquilizaba. Le daba vueltas con la mano temblorosa en el bolsillo.

—¡Eh, tú! ¿Qué coño llevas ahí? —le volvió a la realidad el «Rutas» mientras le agarraba la mano en la que daba vueltas a su botín del día.

—Nada, ¡hostias! Déjame, tío, que yo no he hecho nada…

—Bueno, pues a ver qué llevas. —Le siguió retorciendo el brazo hasta abrirle la mano.

El Rutas dejó al descubierto una curiosa pulserita.

—¿De dónde coño has sacado esto? Venga y no vaciles, cuanto antes nos digas dónde te lo has hecho, antes acabamos… A lo mejor con suerte no te da el mono en el calabozo, si no has hecho algo más de la cuenta —insiste el pasma mientras le zarandea.

No quería darle el tesoro. No quería quedarse sin ese asidero para evitar la angustia del próximo bajón. Pero el Bizco llevaba mucha calle y sabía que había llegado el momento de cantar. Tendría que buscarse la vida para el próximo chute. Como siempre. Pues vale. Mejor les contaba entonces cómo estaba preparándose la jeringa en aquel solar lleno de mierda del Camino de los Yeseros al que iba a veces para estar más tranquilo. Con menos riesgo de que alguien le quitara la dosis en el último momento.

Les dijo cómo ese día le había parecido que la mierda era más mierda que cualquier otro día y que apestaba más. Todo se solucionaba con una jeringa. Al principio no había visto nada porque no tenía vida más que para clavarse la aguja, pero luego, cuando el caballo le iba volviendo al mundo, había visto algo que brillaba en el suelo y lo había cogido.

Pero no paraban. No se creían que estuviera simplemente tirado en el suelo. Vaya, que tuvo que decirles que la tierra estaba removida como si unos perros lo hubieran desenterrado.

—Ya, los perros detectores de metales, ¡venga ya! ¿A quién y dónde se lo has levantado? —le gritó cabreado el poli.

—Que vale, que es verdad que unos perros habían escarbado, pero que igual lo habían hecho por el fiambre.

—Coño, Bizco, ¿qué fiambre? ¿Qué has hecho esta vez…?

El fiambre no tenía nada que ver con él. Era un fiambre viejo y apestoso. Los perros habían mordido los restos que quedaban en la mano que habían sacado. Y de ahí habría salido el tesoro, pero lo que es él, el Bizco, no tenía ni puta idea.

Y entonces alcanzó a darse cuenta de que había pringado igual. Iba a tener que llevarlos hasta el solar y luego iba a tener que ir a la comisaría a largar y largar, aunque él sólo sabía que allí estaba, brillando entre la mugre. Es lo que les pasa a los pringaos como él cuando creen que tienen un día de suerte.

Aldama estaba firmando unas órdenes de entrada y registro, en el juzgado de guardia, y abajo, en los calabozos, le esperaban los detenidos que acababan de ser puestos a disposición judicial. Seguía sin humor para la sonrisa medio boba que solían ponerle a veces los policías cuando la justificación de las intervenciones telefónicas o los registros que pedían era algo más que floja legalmente hablando. Y sobre todo si intentaban ablandarla por la vía del halago. Ya tenía ella bastante con autoflagelarse.

—Doña Gabriela —dijo el funcionario que acababa de golpear la puerta y que entró sin demora—, llaman de la comisaría de Puente de Vallecas para un levantamiento de cadáver. De dos cadáveres que al parecer están en avanzado estado de descomposición.

La juez Aldama asintió y no movió un músculo, pero casi notó cómo le subía la arcada que sabía que llegaría más pronto o más tarde. Dio las instrucciones para que se constituyera la comisión judicial y se fue haciendo a la idea.

El móvil la sacó de su déjà vu.

—¡Hola, madre! ¿Cómo estás? Me pillas un poco liada, estoy de guardia.

—Nena, siempre estás en algo. Si no es de guardia, en sala, si no con el móvil fuera de cobertura y el teléfono de casa descolgado… Voy a empezar a pensar que hay algo de intención, pero, claro, eso es imposible. Cómo ibas tú a evitar conscientemente hablar con tu madre. Sobre todo porque sabes que yo intento no molestarte, pero, claro, esta vez tu padre dice que no puedes eludirlo como…

—¡Por Dios, mamá, para el carro! Es verdad que estoy muy liada y si llamas para que tengamos un intercambio de todo tipo de impresiones, pues te llamo yo luego… Ahora, si quieres algo concreto, aprovecha, porque no sé a qué hora tendré un rato.

—No, bueno, pues que papá quiere que hagamos una cosita con unos amigos. Nada, una cosa informal con unos cuantos amigos muy monos, pero dice que esta vez tienes que estar y por eso quiere saber cuándo te viene bien para que ajustemos agenda y luego no puedas decir… Porque estamos a 25 de febrero, o sea, que este mes ya no va a poder ser…

—Mamá… para un momentito, anda. Vale. Querrás un jueves, supongo. Si no queda otro remedio, ya te llamo y te digo una fecha de aquí a dos o tres semanas. Y para que me cuentes, claramente, de qué y de quién se trata. Ahora tengo que dejarte. Un beso fuerte, mamá, un beso fuerte.

Respiró profundamente. Para turbulencias, preferibles las profesionales. Sobre ésas tenía algún control. Sobre las zancadillas y manejos de mamá y papá, poco, la verdad.

Confirmó por teléfono que todos los integrantes de la comisión judicial habían sido avisados y que el coche de incidencias estaba preparado para conducirles hasta Las Barranquillas. Raúl, el secretario judicial, lo tenía todo bajo control. Había incluso tiempo para resolver algún otro asunto menor.

Mientras Gabriela tecleaba aún en el ordenador, la forense había llegado ya hasta su despacho y estaban listas para ponerse en marcha. Casi no se dijeron nada. Esta parte del trabajo era necesaria y asumida, pero nunca dejaba de ser impresionante. Por muchos años que pasaran.

El coche oficial se sumergió en el empeño de abandonar plaza de Castilla para coger la M-40 hasta llegar a la zona más deprimida del distrito de Puente de Vallecas y, probablemente, de Madrid. El solar en el que debían realizar el levantamiento está en el Camino de Yeseros, muy próximo al poblado marginal conocido en la capital como el «supermercado de la droga».

La juez, el secretario y la forense sabían perfectamente lo que se iban a encontrar. Gabriela daba vueltas en el abrigo al bote de pomada de mentol que había cogido de un cajón del despacho del juzgado de guardia antes de salir. Ni siquiera eso serviría. Tampoco aliviaría el encogimiento de corazón. A la miseria, al dolor humano que transpiraba cada uno de los toxicómanos con los que se había encontrado en su vida, tampoco se acostumbra uno nunca.

Allí, en un recóndito lugar olvidado de todos entre la M-40 y la M-45, les aguardaban los restos de dos personas que había dejado de existir y con ellos todos los interrogantes. Incluso el gran interrogante de si podrían responder alguna vez a ellos. Historias de sobredosis o de ajuste de cuentas o de seres sin vida para los que la existencia ya no tenía ningún valor cuando se poseía y mucho menos aún cuando se arrebataba.

Otro Madrid muy distinto al que recorrían cada día desfilaba por las ventanillas. La distancia entre el ambiente cotidiano de los ocupantes del coche oficial y este dolor urbano era enorme. Para la juez Aldama incluso de varios miles de kilómetros más.

En silencio, llegaron al lugar en el que les esperaba la zona acordonada por la Policía, que ya había levantado su atestado y realizado la inspección preliminar. Los coches de la Policía Científica estaban también a la espera de que la juez ordenara el levantamiento del cadáver para poder ponerse en marcha.

Apagó el móvil y se puso un pegotón de Vicks Vaporubs bajo la nariz. Le ofreció el tarro a Raúl, el secretario, quien, sin aspavientos, metió el dedo también. La forense tenía sus propios métodos.

«Levántese, se lo ordeno».

«Levántese, se lo ordeno».

«Levántese, se lo ordeno».

Así, por tres veces. Gabriela se alegró de no tener que pronunciar la arcaica fórmula de una derogada ley que tanta gracia le hizo cuando la estudió. ¡Ojalá tuviera algún efecto que ella pronunciara ese ritual! En lugar de eso, sacó del bolso su pequeña grabadora digital y comenzó a dictar las instrucciones que daba al secretario judicial.

—Por favor, consigne en acta y dé fe de la constitución de la comisión en este solar del Camino de Yeseros, sin número, en el que aparecen dos cadáveres semienterrados y en avanzado estado de descomposición…

Todos se afanaban alrededor del cráneo que los perros habían desenterrado parcialmente y del que colgaban aún los restos de la que debió ser una abundante cabellera femenina. A unos metros yacía lo que el atestado policial denominaba «trapo con encajes», pero que la juez, sin necesidad de pericial alguna, pudo identificar como la ropa interior de la víctima. A unos veinte metros se encontraban los otros restos. Éstos, al parecer, de un hombre.

—Señoría, como verá, aparecen vestigios de que los restos han sido pasto de animales en alguna de sus partes —le indicó uno de los policías—, pero podemos afirmar que hubo por su parte un desenterramiento parcial, vamos, que los cuerpos estuvieron cubiertos antes de su intervención.

—Gracias, inspector —dice Gabriela.

Todavía era pronto para desestimar nada. Podían incluso haber sido enterrados por otros toxicómanos, pero —pensó la juez Aldama— esto no dejaba de ser raro y casi llevaba ya la investigación por otros caminos que los de la simple sobredosis.

Era una inspección y un levantamiento sin curiosos. Ni siquiera habría hecho falta la barrera policial tradicional. A los habitantes de Las Barranquillas la Policía y los jueces no les producían curiosidad sino recelo y la muerte no les conmocionaba, era su compañera habitual. Las pequeñas tragedias, que en cualquier momento podían acabar como ésta, en un solar hediondo, seguían desarrollándose a su ritmo normal. Algo más ocultas si cabe, al menos mientras la pasma anduviera por la zona.

—Pueden proceder a ir desenterrando los cuerpos para su traslado —ordenó.

Las palas comenzaron a trabajar lentamente mientras unos y otros iban tomando notas o dictando apreciaciones que posteriormente serían reflejadas en los informes y nutrirían la investigación.

—Señoría, así, a primera vista, no se aprecia de forma clara cuál haya podido ser la causa de las muertes, por lo que me remito al informe de autopsia que presentaré — va indicando la forense—. Por el putrílago que aparece en las cavidades abdominal y torácica, yo diría que estamos hablando de más de dos meses de data de la muerte. Esta data la matizaremos tras la autopsia…

Aldama aprovechó la pausa para retirarse unos pasos hacia atrás mientras seguía dictándole al secretario parte del acta de levantamiento. Ambos aprovecharon para respirar un poco más profundamente. No demasiado. Lo justo para volver a aproximarse al lugar donde continuaba el examen de la forense.

Gabriela no pudo evitar volver a fijar la vista en los despojos de lo que fuera la ropa interior de una mujer. La Policía seguía mientras tanto disparando las cámaras digitales y tomando vídeo de la zona y de los detalles.

Raúl continuó escribiendo al dictado: «Al exhumar los cadáveres se descubre que estaban cubiertos con restos de escombros de los que proliferan por en el solar. Puesto al descubierto el primer cadáver, corresponde a una mujer que conserva únicamente partes blandas en el brazo que resta, en cavidad abdominal y en las dos extremidades inferiores que están cubiertas por medias unidas a un liguero y sin zapatos. Su señoría acuerda que las prendas referidas se unan al sumario como prueba de convicción…».

Entre frase y frase, Gabriela recordó que debía llamar para comprobar que su apartamento estuviera ya vacío. A veces las cosas podían terminar de manera muy distinta a como una había previsto. ¿Le había sucedido eso a la mujer cuya única actividad era ya emanar este hedor que la estaba asfixiando? A su madre le gustaría saber que a veces, ante la muerte, ella se replanteaba algunas cosas de su vida.

Se arrebujó en el abrigo y cambió el chip.

—¿Vamos estando dispuestos para firmar el acta y trasladar los cuerpos? — pregunta con voz firme—. Autorizo sean conducidos al Instituto Médico Forense para la práctica de la preceptiva autopsia.

Tras el acta se van estampando las firmas.

Con todo ello se da por terminada la presente diligencia en la que se han invertido cuatro horas, firmando el médico forense con su señoría, de todo lo cual, doy fe.

María Gabriela Sáenz de Aldama Bravo de Togores.

Elena Escameta López

El secretario, Raúl Bujanda Martínez.

En el coche de regreso aprovechó para hacer la llamada pendiente. En casa estaba la asistenta y todo parecía en orden. Lo imaginaba, pero respiró más tranquila.

De vuelta a plaza de Castilla era hora de comer, pero no tenía cuerpo. Aun así le preguntó a la forense si quería tomar un emparedado o algo. Nada, nada. Un café de máquina y todos los detenidos por delante.

Sólo tenía el tiempo de tomarse un respiro leyendo unos papeles en el despacho mientras bebía el brebaje que encima no le gustaba.

Cuando Raúl entró, clavó en él los ojos verde intenso. Al secretario le seguía intimidando un poco. Tanto poder y tanta belleza a veces daban miedo.

—Bueno, hay para pasar doce detenidos. Sin mucha complicación. Salud pública, robo con fuerza, tres de ellos por exhorto… Ha habido además un par de tráficos para los que hay que firmar la autorización de retirada de los cadáveres. Dentro de lo que cabe, de momento parece una guardia tranquila —le dijo, sin aguantarle mucho la mirada.

—Vamos a ello. Ahora al salir, firmo en secretaría eso y avisa al fiscal que nos vamos ya para los calabozos. Así tomamos declaración y hacemos inmediatamente las comparecencias de prisión que haya que hacer… —respondió.

Aldama estaba ya andando por el pasillo. A Raúl sus ojos se le quedaron bailando aún un rato, como las luces cuando las miras fijamente.

La atmósfera de los calabozos del sótano era opresiva y quedaban varias horas por delante. Lo mejor era coger el toro por los cuernos cuanto antes y cruzar los dedos para que fuera una noche tranquila en Madrid.

Estirarse entre sábanas blancas de algodón recién planchado. Lujazo. Fuera se ajetreaba la ciudad pero estar saliente de guardia tenía sus ventajas. Gaby saltó desnuda de la cama y se metió directamente en la ducha de pizarra panorámica en la que una pared completa de cristal le dejaba ver los tejados de Madrid. Le gustaba la sensación. A pesar de saber fehacientemente que el cristal era totalmente opaco desde el exterior. Podía dejar que el agua resbalara y resbalara, eternamente, mientras se mostraba libremente. Aunque a veces, cuando se ponía de frente a la ciudad, se sentía muy pequeña.

Mientras se secaba enérgicamente y terminaba de arreglarse recordó que no tenía más remedio que llamar a su madre y darle una fecha para esa cena. También que tenía el resto del día libre, que llevaba casi día y medio sin comer en condiciones y que sería estupendo cenar con una copa de vino, oír una ópera y leer un rato.

En albornoz, optó por lo ineludible:

—Mamá, soy Gaby…

—Hola, hija… Qué bien, sólo has tardado día y pico en contestar. Por cierto, ¿cómo estás? Si no te molesta que te lo pregunte, en el sentido de que no quiero inmiscuirme en tu vida…

—Bien, mamá, bien. Estoy un poco aturdida, porque estoy saliente de guardia y me acabo de levantar. Mira, he pensado que en realidad no hay por qué esperar tanto si a ti te viene mejor antes. Yo voy a tener más o menos el mismo lío, así que, si te parece, dentro de dos jueves por mí estaría bien…

—Bueno, creo que me dará tiempo. A decir verdad, sabes, voy a llamar para que monten la cena, porque yo ya no estoy para trotes, y Amalia, pues tampoco, así que…

—Me parece estupendo, mamá. Siempre te quedan genial… Ya hablamos un poco antes y me das más detalles ¿vale? Ahora voy a tomar algo, que estoy muerta de hambre y a poner un poco de orden en todo esto…

—No sé qué gusto le sacas a estar sola todo el rato… Teniendo aquí una casa tan grande y con lo bonito que es formar una familia.

—Claro, mamá, pero ya sabes lo que pienso yo al respecto. Venga, no te preocupes, que yo estoy estupendamente. Dale un beso fuerte a papá, ¿vale?

Una cosa menos. Hasta el día siguiente, el cielo de Madrid era suyo y se disponía a disfrutar de ello.

A media mañana del miércoles 27 los informes de autopsia llegaron a su mesa. Elena es meticulosa y cumplidora. La juez Aldama se dispuso a leerlos antes de recibir al inspector de Policía Judicial que le esperaba fuera.

La señora médico forense, comparece ante su S.Sª., asistida de mí, el secretario, y previo juramento que presta de forma legal emite el siguiente:

Informe de autopsia

Sobre el cadáver de la persona enterrada y designada como número 1…

La juez recorrió los folios hasta encontrar lo que buscaba. Cadáver de mujer de entre veinte y treinta años, con una lesión de violencia en las partes del cadáver que se conservan y que no permite establecer la causa de la muerte siendo ésta de etiología violenta. No se puede descartar la muerte por impacto de bala puesto que faltan huesos que podrían ser los afectados por los orificios de entrada y salida… Más vueltas al informe. Cadáver de varón, de entre cuarenta y cincuenta años, que sufrió varias contusiones con fractura en la base del cráneo… Data de la muerte de dos a tres meses, siendo más probable dos.

Al sumergirse en el relato pormenorizado hecho por Elena, casi puede volver a revivir el olor y la sensación del levantamiento. Dos desconocidos a los que les han quitado la vida. Otro caso más de los muchos similares que se seguían en el juzgado y en los que la Policía acababa teniendo más o menos fortuna. Aunque casi siempre se esclarecían. Más pronto o más tarde.

Lo primero era devolverles la identidad. Conseguir que dejaran de ser unos restos pútridos para insuflarles de nuevo una chispa de humanidad.

Tocó el teléfono interior.

—Por favor, dígale al inspector que ya puede pasar —ordenó.

Es nuevo y la juez Aldama no lo había visto nunca. Y a juzgar por su cara, queda claro que él tampoco había visto bien a la juez Aldama. El día del levantamiento todo estaba polarizado en las fosas y además hacía frío, había abrigos, gorros… En aquel momento no. En aquel momento había una mesa de despacho y una juez que se impacientaba.

—Siéntese, siéntese ya, por favor. Hay que despachar esto antes de que tenga que volver a sala a seguir con los juicios de faltas. Acabo de leer el informe de autopsia y queda determinado que cuanto menos estamos ante dos homicidios, ¿qué tenemos hasta ahora? —le urge con tono impaciente.

—Bueno, pues, efectivamente, el primer problema será la identificación. Se han rescatado dedos para su rehidratación y si se tratara de drogadictos o traficantes tendríamos que poder sacarlo por sus huellas, estarán seguramente fichados. Ahora, si no es así… Pondremos también en marcha los mecanismos necesarios para establecer qué desapariciones se han denunciado y comprobar si pueden concordar con los cuerpos hallados —empezó en tono trastabillado.

—Para esto último, inspector, así como para el resto de la investigación será importante determinar la data exacta de la muerte, los forenses se muestran muy imprecisos. ¿Debo entender que partimos de la base de que los homicidios se produjeron en el mismo lugar en el que hallamos los cuerpos? —dijo la juez, que volvió a utilizar sus ojos a modo de taladro perforador.

—Pues vera, señora. Perdón, señoría. Todo está en el atestado que le voy a remitir pero la Policía Científica tiene indicios de que no, de que pudieron ser trasladados. Quedaban algunos restos de materia textil, que podría pertenecer a una manta, en el cadáver del hombre… Nos abre también una vía el hecho de que éste tuviera un defecto en los pies y llevara plantillas que se han conservado dentro de los zapatos. Los técnicos están con ello. Igualmente, vamos a comenzar a interrogar por allí a ver si alguien pudo ver algo extraño en las fechas tan amplias en que nos movemos y que nos pueda ayudar a fijar días más concretos…

—Pues está difícil, supongo. Buscar a alguien que viera algo, en un poblado en el que por definición van casi todos a ponerse ciegos y, además, algo extraño en un lugar en el que lo raro debe ser que se desarrolle cualquier actividad de las que consideramos normales y cotidianas…. —le espetó con una sonrisa la magistrada.

Al inspector le entró de pronto una corriente de simpatía. Pues se encontraría lo que hiciera falta. Claro que sí. Y de todo le daría puntual cuenta a la juez. Faltaría más. Como mandaba la ley. Aunque no siempre la ley se acompasara tan bien con lo que le salía del cuerpo, como en este caso.

—Hemos terminado, inspector. —Aldama se estaba poniendo de nuevo la toga que tenía sobre uno de los sillones—. Para cualquier cosa no dude en venir y despachamos lo que necesite. Por cierto, no estaría mal que sus expertos le echaran un vistazo más en profundidad a la ropa interior de la mujer. Puede decirnos cosas sobre el tipo de vida o de entorno del que proceden… Y gracias, gracias, inspector. Hasta otro día. En cuanto tenga un informe más completo, remítanlo, por favor.

Gabriela no podía quitarse de la mente una pequeña chapita que había visto sobre el «trapo con encajes». Si no se llamaba a engaño, y en estos temas se equivocaba poco, se trataba del anagrama que llevan algunos modelos de Lejaby. Demasiada lencería francesa para acabar en Las Barranquillas. Había aquí algo que rechinaba.

Descolgó el teléfono.

—Elena, soy Gabriela, perdona que te moleste, ¿habéis hecho análisis toxicológicos completos que nos permitan saber si alguno de ellos había consumido drogas antes de su muerte y cuáles? ¿Es posible eso a pesar de las condiciones en las que estaban los cadáveres?

—Pues lo cierto es que en lo practicado de rutina no se aprecia nada, pero podríamos insistir y duplicar y completar a ver si hay algo… pero me lo tendrías que pedir.

—Ahora mismo dicto una providencia y te la remito para que puedan estar cuanto antes. Me parece importante discriminar por el camino que sea si el caso tiene algo que ver con las drogas o si el entorno nos está despistando de la verdadera naturaleza de los homicidios o asesinatos.

—No te preocupes. Sabes que por mi parte lo tendrás en cuanto técnicamente sea posible.

—Gracias, sé que lo harás. —Se despidió antes de colgar.

Del resto de los datos podía deducirse que se trataba de una mujer y de un hombre no muy altos y bastante morenos, sin que le hubieran precisado todavía la nacionalidad o características raciales. Empezaba a ponerle un poco nerviosa no saber aún con qué estaba tratando.

A Ildefonso Segarra el interrogatorio le venía grande. Pues qué de malo había en que él atajara por los Yeseros para ir del taller a su casa. Miedo él no había tenido nunca. Lo más que podían intentar quitarle era la motillo y, como la llevaba debajo del culo, lo tenían más que complicado. ¡Y en qué hora le dijo al tío éste que había visto un coche más caro de la cuenta un día por allí! No iban a dejarle en paz hasta que se acordara de qué coche y, lo que es peor, de qué día. Por no hablar de más detalles… Él, que no es que no se acordara de lo que había hecho ayer, es que no se quería acordar. Ni puñetera falta que le hacía.

Pues el coche, desde luego, no era de los más habituales por la zona. Vamos ni por Puente Vallecas tampoco. A Ildefonso le había gustado el radiador sobre la pintura oscura porque hacía como elegante, no sabía, como para ser un gran señor y que te llevaran. ¿Pero cómo iba a saber él de qué marca era el coche? No es que no hubiera visto uno igual en su puñetera vida, que no lo había visto, es que no le sonaba ni de los anuncios. Ahora, desde luego, se iba a hacer un experto. No iban a dejar de darle prospectos y cosas de la Internet hasta que no se acordara. ¿Y quién iba a imaginar que había tantas marcas que llevaran alitas en el radiador?

—Vamos, Ildefonso, tiene que tratar de acordarse. Tenga en cuenta que estamos hablando de dos asesinatos y esos coches pueden ser la única pista para saber quién dejó allí los cadáveres y que día sucedió todo. Voy a intentar ayudarle. Quedamos en que el coche era de gente pudiente, que tenía un radiador muy bonito, que le parece que llevaba unas alas… Le he traído unos modelos más para que vea. Digamos que podemos descartar el Morgan, porque estos tienen una forma muy particular —el inspector le mostró unas fotos—, y de eso sí se acordaría.

«No —pensó Ildefonso—. Un coche antiguo no parecía…».

Los funcionarios policiales siguieron poniendo sobre la mesa de la comisaría todo tipo de información sobre las marcas de vehículos de lujo que les parecía que podían concordar con los recuerdos de lo único parecido a un testigo que habían logrado encontrar. Habían imprimido los modelos que habían encontrado en Internet de Aston Martin, Bentley, Mini, Morgan, Chatenet o Chrysler. Tal vez eso refrescara la memoria de Segarra.

—Por lo que usted recuerda, quizá fuera un Aston Martin o un Bentley. Si es así, no me extraña que le llamara tanto la atención. ¡No es que no se vean en Puente Vallecas, es que es raro verlos hasta en el centro de Madrid! —intentó ganarse su confianza el inspector que ya sabía que le quedaba un arduo trabajo hasta sacar algo en limpio.

Conocer el modelo de coche era importante para intentar localizarlo. El hecho de que no fuera un utilitario corriente también iba a ayudarles cuando tuvieran algo claro. Pero necesitaban igualmente que el testigo lograra fijar sus recuerdos en unos días concretos. Sólo uniendo esto con los estudios forenses podrían ir cerrando una fecha de comisión de los hechos que les permitiera poner en marcha otros aspectos de la maquinaria de identificación, como la búsqueda entre la lista de desapariciones que se hubieran producido esos días.

—Hombre, pues yo no puedo estar muy seguro, claro, ya les he dicho que memoria no tengo ninguna, pero más bien me creo que sería esto antes de las Navidades, porque este año vino mi suegra, sabe usté, y mi suegra es mujer de mucha conversación y de mucho preguntar y querer enterarse, ya se puede imaginar. Sí me acuerdo que hablando de la cosa de la droga y de si los traficantes se sacaban mucho, le comenté yo que vaya sí les debía ir bien y le dije que hasta cochazos impresionantes se veían a veces por la zona de los drogadictos. Así que lo tuve que ver antes del día 20 que llegó ella y no hacía mucho del sucedido. Mire usté por dónde lo hemos ido a sacar —se explayó de un tirón Ildefonso, contento al pensar que iba a poder irse ya.

El inspector respiró, iba a poder darle un intervalo de data razonable a la juez, jugando con estos datos y los de la autopsia y el material permitía comenzar a moverse hacia algún lado. No tuvo más remedio que desinflar a Ildefonso y decirle que tendría que prestar una declaración al respecto y firmarla y que después, si la juez lo estimaba oportuno, sería llamado al juzgado para declarar como testigo. A Ildefonso se le borró la sonrisa de golpe.