Con demasiada frecuencia demasiados lectores solían pedirle que publicara un libro sobre sus vidas, pero Mauro Balaguer nunca había experimentado el menor interés por tales historias hasta la calurosa noche que le invitaron a pronunciar una conferencia sobre el futuro del libro electrónico y las ventajas o inconvenientes que traerían aparejadas las nuevas tecnologías digitales a un sector demasiado castigado por la crisis económica.
Al concluir, y cuando se esforzaba por acortar el fastidioso ritual de estrechar manos anónimas y recibir lo que pretendían ser entusiastas felicitaciones, una elegante anciana que había estado escuchando con especial atención y conservaba parte de lo que debió de ser una excepcional belleza se aproximó con el fin de entregarle una tarjeta de visita en cuyo reverso aparecía escrito en rojo y doblemente subrayado «La bella bestia».
–Fui su esclava y esta es la prueba –dijo al tiempo que se bajaba apenas el vestido exhibiendo un pequeño tatuaje en el hombro–. Si le interesan los detalles, puede llamarme.
De inmediato se perdió de vista entre los asistentes sin darle tiempo a reaccionar o pronunciar palabra.
Al acabar el acto los organizadores de la conferencia le invitaron a cenar al Caballo Rojo, lo cual a su modo de ver constituía un magnífico colofón para cualquier tipo de actividad, pero lo cierto es que ni aun así se le pudo ir de la mente aquella corta y casi increíble frase: «Fui su esclava y esta es la prueba».
Y lo que le inquietaba no era la frase en sí misma, sino que hubiera sido pronunciada como si se tratara de una verdad indiscutible.
Absurda a su modo de ver, pero incuestionable.
Mauro Balaguer sabía mejor que nadie que a causa de la edad algunas personas perdían la cabeza o la noción de la realidad al punto de creerse sus propias fantasías, pero ya en la habitación del hotel llegó a una sencilla conclusión; ningún ser humano sería capaz de crear una fantasía de semejante envergadura a no ser que dispusiera de una mínima base sobre la que sustentarla.
Su tren partía al mediodía, pero antes incluso de bajar a desayunar marcó el número de la tarjeta de visita y en cuanto respondieron inquirió:
–¿Doña Violeta Flores...?
–La misma.
–Soy Mauro Balaguer –dijo procurando que su voz no denotara excesivo interés–. ¿Es cierto lo que me dijo sobre «La bella bestia»?
–Por desgracia lo es... –fue la tranquila respuesta.
–Nunca había oído mencionar que tuviera una «esclava».
–Pues la tuvo.
Tras llevar casi cuarenta años en el oficio y haber trabajado para algunas de las mejores editoriales del país, Balaguer había adquirido fama de hombre pragmático de los que nunca abrigaban la esperanza de descubrir a un autor genial o encontrar un viejo manuscrito anónimo que acabara convirtiéndose en un clásico de la literatura, pero quienes le contrataban lo hacían conscientes de que poseía una extraordinaria habilidad a la hora de mantener una saneada cuenta de resultados a base de acertar de pleno en uno de cada tres títulos que decidía publicar.
Gracias a ello aquella mañana consideró que si tan solo existía un hálito de verdad en lo que le aseguraban, valía la pena perder un poco de su tiempo, ya que para eso le pagaban, por lo que pidió al recepcionista que le guardara la maleta y le cambiara el billete para el último tren de la noche.
Media hora después penetraba en un hermoso patio que llamaba la atención no solo por el fascinante colorido de las macetas de geranios y los espesos parterres de rosas y jazmines, sino sobre todo porque en el aire flotaba un intenso aroma en el que se entremezclaban infinidad de esencias que se sentía incapaz de diferenciar pese a que al ser duro de oído se preciaba de poseer como compensación un excelente olfato.
La anciana le aguardaba acomodada en un blanco sillón de mimbre de alto respaldo sobre el que se posaba un inquieto guacamayo que no cesaba de parlotear, y, en cuanto el recién llegado hubo tomado asiento, inquirió señalando a su alrededor con un gesto de innegable orgullo:
–¿Qué le parece...?
–Realmente precioso.
–Es el patio que más concursos ha ganado en la historia de Córdoba.
–Bien merecidos, sin duda –fue la sincera respuesta de quien aún continuaba observándolo todo con sincera admiración–. Había oído hablar de él, pero no tenía idea de a quién pertenecía.
–Por el momento a mí. En esta casa han nacido doce generaciones de la familia Flores, soy la última de la estirpe, y en honor al patio a las chicas se las bautizaba siempre con el nombre de una flor –le aclaró su propietaria en un tono levemente burlón–. Que yo recuerde, hemos sido tres Violetas, cuatro Azucenas, dos Amapolas y por lo menos una Lirio, una Magnolia, una Rosa, una Jazmín y una Margarita; los nombres de los chicos los elegían libremente las madres.
–Las tradiciones familiares siempre son respetables –replicó su interlocutor por decir algo debido a que se le antojaba un capricho un tanto absurdo.
–Era una majadería que consiguió que las mujeres de la familia acabáramos siendo conocidas por «las Capullo»... –le contradijo ella, y al advertir que se desconcertaba añadió–: Puede tomárselo a broma, pero en una ciudad que tiene fama por la belleza de sus mujeres, «las Capullo» estaban consideradas las más espectaculares y es cosa sabida que mi tía Azucena posó desnuda para Julio Romero de Torres. En secreto, eso sí, pero tal como vino al mundo. ¿Le apetece un café...?
Lo sirvió una muchacha uniformada a la que al poco la dueña de la casa hizo un gesto para que los dejara llevándose al viejo jardinero que podaba los parterres, así como al guacamayo, que no paraba de alborotar.
Cuando comprobó que se habían alejado, bebió con estudiada lentitud y, con la taza aún en la mano, inquirió:
–Supongo que le ha sorprendido que conociera a «La bella bestia».
–Mucho –no pudo por menos que admitir el editor sin el menor reparo–. Nunca imaginé que aún sobreviviera nadie de aquella época.
–Estoy a punto de cumplir los noventa, y me llevaba tres –le aclaró Violeta Flores sin abandonar su burlona sonrisa–. Le juro que aunque cueste creerlo existe gente aún más vieja.
Mauro Balaguer hizo un esfuerzo intentando recordar en qué año había publicado el polémico libro en que se mencionaban parte de los crímenes atribuidos a «La bella bestia», pero tal como solía sucederle cada vez más a menudo, las fechas y los nombres se le olvidaban o se le entremezclaban, por lo que agitó las manos como dándose por vencido al comentar:
–Creo que ahorraremos tiempo si me cuenta lo que quería contarme.
–Supongo que no necesita que le advierta que tratándose de quien se trata resultará bastante desagradable –señaló sin tapujos su anfitriona cambiando el tono de voz–. Y personalmente me resultará muy doloroso, o sea, que si tiene alguna duda sobre si la historia le puede interesar, preferiría que lo dejáramos ahora.
Reservado, adusto, seco y amargado a causa de una desastrosa vida familiar y una difícil situación económica motivada porque en el transcurso de unos años el mundo editorial había cambiado en exceso, el veterano editor había perdido toda esperanza de publicar algún título que superara sus éxitos de antaño, por lo que se concedió unos instantes para reflexionar, ya que le asaltaba la inquietante sensación de que estaba pisando un terreno resbaladizo. Creía recordar que cuanto se refería a «La bella bestia» le había atraído, pero también le repelió hasta el punto de que incluso dudó a la hora de publicar el inquietante libro que detallaba algunas de sus increíbles atrocidades. Posteriormente algunos lectores le comentaron que habían experimentado la misma fascinación e idéntico rechazo, mostrándose incapaces de decidir cuál de los dos sentimientos había prevalecido.
–¡Bien...! –señaló al fin concediéndose un paréntesis de tiempo y una vía de escape–. Supongo que si he venido será por algo, y lo primero que tengo que hacer es escuchar al menos una pequeña parte de su historia.
La decisión no pareció ser del agrado de su anfitriona, que vaciló unos instantes, pareció a punto de ponerse en pie dando por concluida la entrevista, pero acabó por dejar sobre la mesa la taza de café que aún tenía en la mano y replicar:
–¡De acuerdo! Pero le agradecería que en cuanto considere que no le interesa el tema, me lo diga porque lo que en verdad me importa de este asunto es destacar la magnitud de aquellas barbaridades, pues últimamente proliferan quienes intentan que esa clase de aberraciones se repitan.
De apariencia mesurada y tranquila, Mauro Balaguer siempre se había sentido seguro de sí mismo, pero en los últimos tiempos dicha seguridad no era más que una fachada y el temor a quedarse de pronto «en blanco» le había obligado a tomar la precaución de recurrir a una pequeña grabadora en la que confiaba más que en una libreta de notas, por lo que la extrajo del bolsillo de la chaqueta y la depositó sobre la mesa al tiempo que señalaba:
–Le doy mi palabra, pero debe permitirme registrar lo que vaya diciendo y en cuanto decida que no me interesa, lo borramos y en paz.
En esta ocasión la anciana pareció sentirse satisfecha, pese a lo cual observó el minúsculo y sofisticado aparato como si pudiera morderle antes de decidirse a preguntar:
–¿Cuánto tiempo puede estar grabando?
–Varias horas y en cuanto se va a parar, me avisa.
–¡Qué cosas inventan...! Entre eso y las cámaras en miniatura cualquier cornudo caza a su mujer en la cama con otro para ir a contarlo a una cadena de televisión y llevarse un dinero fácil. ¿Dónde ha ido a parar la privacidad?
–La privacidad era un lujo que ya no nos podemos permitir... –le hizo notar su interlocutor, y en su tono se advertía una ligera impaciencia, puesto que no era de aquello de lo que deseaba hablar–. La tecnología permite llegar a unas galaxias que se encuentran a millones de años luz, pero también permite espiar en el baño de señoras de unos grandes almacenes. Son los tiempos que nos ha tocado vivir y no queda otro remedio que aceptarlo.
–Supongo que tiene razón, aunque a mi edad cuesta aceptarlo... –pareció resignarse la cordobesa para añadir al poco como quien se lanza al agua–: ¡Vamos allá! Como le he dicho, nací en esta casa, en aquella habitación del piso alto, pero cuando estaba a punto de cumplir once años, mi padre, que había ejercido lo que le gustaba calificar como «puesto de alta responsabilidad política» durante la dictadura del general Primo de Rivera, comenzó a sospechar que se avecinaba una guerra civil, por lo que decidió que nos trasladáramos a Alemania, ya que, siguiendo otra vieja tradición familiar, había estudiado en Berlín y siempre había demostrado una abierta admiración por Adolf Hitler.
–Ese sería un buen comienzo para un libro autobiográfico porque pocas personas admiten que un familiar tan directo fuera nazi –señaló quien en su juventud había militado casi en la extrema izquierda, aunque con el paso del tiempo abominara de cuanto se refería a la política–. A mi modo de ver, el hecho de reconocerlo inspira confianza.
–Ni pretendo que esto sea un libro «autobiográfico», ni nunca he dicho que mi padre fuera «nazi» –se apresuró a puntualizar su anfitriona visiblemente molesta y quisquillosa–. Tan solo era «fascista», lo cual a muchos les suena igual pese a que existen marcadas diferencias; mi padre nunca odió a los judíos, aunque tan solo fuera por el hecho de que nuestra casa familiar se alza en pleno corazón del barrio de la Judería y entra dentro de lo plausible que por sus venas aún corrieran gotas de sangre de «conversos». A decir verdad, huyó por miedo a que se tomaran represalias por cuanto había hecho durante la dictadura, y ello trajo aparejado que de la noche a la mañana me arrancara de este maravilloso entorno y me trasladara a un oscuro apartamento en una ciudad en la que cuando no llovía era porque nevaba y además no entendía una palabra. Casi la primera que escuché fue zigeuner, que viene a significar «gitana» o más bien «zíngara», y en la Alemania de aquellos tiempos gitanos y zíngaros constituían el escalón más bajo de la sociedad, justo un peldaño por encima de los judíos... –Quedó unos instantes en silencio, con la vista clavada en la pequeña fuente de azulejos que se alzaba en el centro del patio, aunque resultó evidente que lo que hacía era evocar tiempos pasados, y al fin añadió como si costara trabajo admitirlo–: Mi padre necesitaba ver cómo crecía convirtiéndome en una auténtica «Capullo» de cuya belleza tan orgulloso se sentía, aunque evidentemente su actitud resultaba egoísta, puesto que nunca entendió el daño que me causaba obligándome a vivir en un lugar en el que se rechazaba el color de mi piel. A sus ojos yo era una criatura hermosa y adorable; pero en el Berlín de los años treinta, solo a sus ojos.
Mauro Balaguer era lo suficientemente inteligente como para comprender que lo mejor que podía hacer era guardar silencio o limitar al mínimo sus intervenciones, actitud que su interlocutora pareció agradecer porque tras servirse una nueva taza de café, que sin duda consumía en exceso, dijo:
–Asistir al colegio era un suplicio, ya que casi a diario me enfrentaba a unos niños que llegaban a ser muy crueles en sus burlas porque se consideraban de una raza superior, por lo que mis padres decidieron ponerme una profesora particular, una gordita dotada de una infinita paciencia porque intentar enseñarme alemán era como pretender enseñar a un camello a tocar las castañuelas. –La cordobesa sonrió apenas al añadir–: Y a eso era a lo que me dedicaba; a pasar gran parte del día encerrada en mi cuarto repicando los palillos hasta que me dolían los dedos.
–¿Su madre qué opinaba al respecto? –quiso saber el editor, consciente de que era un punto de vista importante a la hora de construir un relato que, pese a que la propia Violeta Flores lo negara, empezaba a adquirir un claro tono autobiográfico.
–Mi madre nunca opinaba sobre nada.
–¿Y eso?
–Servía las mesas en el restaurante familiar el día que un rumboso cliente habitual algo maduro la pidió en matrimonio y aceptó en el acto imaginando que un influyente político dueño de media docena de cortijos y de una de las casas más hermosas de Córdoba le proporcionaría cuanto una muchacha de su condición social hubiera podido soñar. En su defensa debo añadir que tampoco podría haber opinado gran cosa, ya que mi padre jamás admitía una réplica, y menos si provenía de aquella a quien solía denominar «desertora del fregadero». Por las mañanas mi madre se ocupaba de la casa y después de comer se encaminaba a una especie de club social en el que se reunían españolas e italianas y donde jugaban a las cartas hasta la hora de cenar. Su única obligación se limitaba a estar siempre guapa, impecable, asequible y decir «amén» a todo.
Tomó de la mesa un abanico y comenzó a agitarlo con la gracia con que tan solo saben hacerlo las andaluzas, y al advertir que su invitado se limitaba a escuchar como si estuviera calibrando cada una de sus palabras, dijo:
–El resultado fue que me pasaba las horas «practicando» con los palillos, leyendo cuanto caía en mis manos e intentando aprender un idioma que se me antojaba endiablado... –Cerró el abanico como si con ese simple gesto remarcase las palabras al añadir–: Poco a poco mis aspiraciones se limitaron a conseguir que el color de mi piel y mi pelo se aclararan, cosa imposible si se tiene en cuenta que mi padre exigía que me dejara la melena larga y suelta, por lo que me obligaba a sentirme como una mosca en un vaso de leche.
Quien la escuchaba con renovada atención estuvo a punto de comentar sin reparos que su padre se le antojaba un cretino, pero se abstuvo de hacerlo abrigando la seguridad de que ella opinaba lo mismo y se lo estaba dando a entender de una manera menos ofensiva.
–Supongo que se quedará a comer porque Fuensanta tiene fama de ser una de las mejores cocineras de la ciudad... –comentó la anciana sin venir a cuento, y ante el mudo gesto de asentimiento que siguió al primer gesto de sorpresa, quiso saber–: ¿Qué le apetece?
–Cualquier cosa que no tenga ajo.
–Difícil me lo pone, pero se hará lo que se pueda. –Agitó la campanilla que se encontraba sobre la mesa y al poco reapareció la muchacha de servicio, a la que le rogó–: Rocío, cielo, pídele a Fuensanta que vaya preparando el almuerzo, pero sin ajo.
–¿Sin ajo...? –repitió la muchacha en el tono de quien acaba de escuchar una inconcebible herejía–. ¿Cómo pretende que haga el gazpacho sin ajo, señora?
–No tengo ni la menor idea, pero no quiero que nada tenga ni sombra de ajo. ¡Un día es un día! Y por favor, retira las tazas y tráenos unos vinos.
Se abanicó de nuevo y aguardó a que los dejaran otra vez a solas antes de decidirse a añadir:
–Tal como mi padre sospechaba, aunque creo que siempre tuvo la certeza de que iba a ocurrir, estalló el «Glorioso Movimiento Nacional» y como Córdoba había quedado en poder de los fascistas, al cabo de casi un año decidió regresar porque suponía que Hitler y Mussolini ayudarían a Franco a ganar la guerra y no deseaba que sus amigos le consideraran desertor. –Hizo una corta pausa para inclinar a un lado la cabeza como si estuviera valorando lo que había dicho y rectificar–: Lo que en verdad temía era que si continuaba en Berlín tanto los de un bando como los del otro acabarían quitándole la casa y los cortijos. –Ahora se encogió de hombros como si se estuviera refiriendo a una anécdota sin importancia al puntualizar–: Nunca volvimos a saber de él; años después me comentaron que lo habían fusilado los republicanos, pero no tengo idea de dónde le mataron, ni en qué hoyo lo enterraron. Al fin y al cabo, los huesos no son más que huesos dondequiera que se guarden y a quienquiera que pertenezcan.
–La mayoría no opina lo mismo y el culto a los muertos, sobre todo a los antepasados, casi siempre ha estado muy arraigado en un gran número de civilizaciones a lo largo de la historia... –le contradijo el editor.
–A mi modo de ver, eso se debe a que quienes rinden culto a la memoria de sus antepasados confían en que de ese modo sus descendientes le rindan culto de igual modo a su memoria.
–Hasta cierto punto es lógico porque a nadie le apetece caer en el olvido.
–No es mi caso porque no dejo descendencia y me indigna la hipocresía de esa gente que clama por encontrar el lugar en que los de uno u otro bando enterraron a sus abuelos, pero ni siquiera se molestan en visitar a sus padres. Durante nuestra maldita guerra civil miles de inocentes murieron porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado y no encontraron forma de escapar... –Hizo una pausa para puntualizar con sorprendente dureza–: Pero si un hombre abandona a su mujer y a su hija en un país en el que sabe que son rechazadas para acudir a defender unos cortijos o el derecho a volver a ocupar «un puesto de responsabilidad» en la nueva dictadura, juega con fuego, y si se quema es culpa suya. Cuando los intereses o la política llegan a ser más importantes que la familia, se trastocan los valores, por lo que no debe escandalizarse si le aseguro que tanto a mi madre como a mí nos importó un rábano que se lo tragara la tierra. Pocos seres humanos han sufrido lo que sufrimos debido a que mi padre no supo cuáles eran sus prioridades, y le juro que aunque supiera dónde se encuentra enterrado, no iría a llevarle flores.
El editor, que se preciaba de conocer a las personas, ya que ello formaba parte muy importante de su profesión, la observó bajo un nuevo punto de vista debido a que un hondo rencor rezumaba de cada una de sus palabras y a su modo de ver no le faltaba razón: ninguna ideología, creencia religiosa o interés económico debería colocarse nunca sobre el deber de protección a la familia.
Si alguna duda albergaba sobre la sinceridad de la cordobesa, se disipó desde el momento en que esta reconoció que jamás iría a poner flores sobre la tumba de su padre, ya que nadie que no estuviera muy seguro de la fuerza de sus argumentos afirmaría algo así, aunque tan solo fuese por pudor.
Tras dirigir una larga mirada a la grabadora, como si por primera vez dudara a la hora de seguir hablando y sus palabras quedaran registradas para siempre, Violeta Flores resopló, pero al fin alzó sus inmensos ojos negros antes de añadir:
–Mi madre, que como de costumbre no había puesto la menor objeción a unas órdenes que consideraba «inapelables», permaneció tres o cuatro semanas tan desorientada como un ciego al que le hubieran robado el perro lazarillo, incapaz de tomar cualquier tipo de decisión, hasta el punto de llegar a pedirme consejo sobre lo que tenía que hacer... –Se golpeó ligeramente el pecho con el abanico al exclamar como si ella misma no pudiera creérselo–: ¡Me pedía consejo a mí, una niña que nunca ponía los pies en la calle y apenas empezaba a entender lo que decía la radio! ¿Qué podía opinar si toda mi actividad se limitaba a limpiar, cocinar, tocar las castañuelas y releer unos viejos libros que ya se me deshojaban entre las manos?
A quien se sentaba al otro lado de la mesa le hubiera apetecido responder que cuando su matrimonio comenzó a hundirse solicitó de igual modo la ayuda de sus hijos pese a que por su edad fueran incapaces de comprender por qué razón su madre prefería pasarse las horas en el bar de la esquina a ayudarles a repasar los deberes o preparar la cena, pero no lo hizo, consciente de que sus problemas personales no venían al caso.
Al advertir que no obtendría respuesta, la anciana añadió con desconcertante naturalidad:
–Por suerte o por desgracia, mi madre continuaba siendo una auténtica cordobesa, fascinante y en cierto modo «exótica», por lo que a los dos meses había encontrado quien le «aconsejara bien y a diario». Alex era mucho más joven que mi padre, bien parecido y muy agradable, pero estaba casado aunque sin hijos, por lo que en cuanto la relación se consolidó, consiguió convencer a mi madre para que nos instaláramos en una pequeña granja, a casi un centenar de kilómetros al norte de Berlín.
Volvió a hacer una nueva pausa que aprovechó para rellenar las copas de vino, por lo que su oyente se limitó a esperar fiel a su teoría: cuanto menos hablara y más cortas fueran sus preguntas, mejor fluiría el relato.
Y así fue.
–Era un lugar precioso... –añadió Violeta Flores cuando hubo apurado su copa–. A orillas de un gran lago con espesos bosques y pequeñas granjas, y donde admito que por un tiempo me sentí, si no feliz, por lo menos libre. Alex, que era tripero, acudía...
–¡Un momento! –Ahora sí que la interrumpió el editor, visiblemente confundido porque jamás había oído semejante palabra–. ¿Qué significa eso de «tripero»?
–«Tripero» es quien se dedica al negocio de las tripas, querido –le aclaró ella en un tono casi condescendiente–. Los alemanes consumen tantas salchichas que los cerdos no tienen intestinos suficientes para embutir todos sus productos, por lo que a menudo se utilizan tripas de vaca. Alex compraba las de los animales que se sacrificaban en las granjas de la región y las enviaba a su factoría, donde las limpiaba y preparaba antes de revendérselas a los salchicheros. Por esa razón había alquilado una granja que quedaba justo en el centro de su zona de trabajo. Nos visitaba todas las semanas y cuando venía, yo procuraba alejarme con el fin de no escuchar los gritos y jadeos que provenían de la habitación de mi madre; gritos y jadeos que, por cierto, nunca había escuchado antes, ni en Córdoba, ni en Berlín...
La última frase emanaba un leve aroma a satisfacción, como si el hecho de que su madre disfrutara del sexo de una forma abierta, escandalosa y desinhibida fuera una especie de revancha que compartía con ella a cambio de largos años de silencio y represión.
–Mi madre había sido una típica «mujer objeto» que mi padre había adquirido con el fin de usarla, exhibirla y que le diera hijos, exigiéndole «compostura en el tálamo nupcial», puesto que según él ya no era una friegaplatos, sino una señora, y según él las señoras no podían permitirse el lujo de gritar, moverse en exceso o jadear.
En esta ocasión a su interlocutor le resultó del todo imposible morderse la lengua y permitió que se le escapara un comentario que muy bien podría haberse ahorrado y del que se arrepintió al instante:
–Con todos los respetos, e independientemente de las connotaciones del apodo, su padre era lo que hoy en día consideraríamos un auténtico «capullo».
–¡No sabe bien hasta qué punto! –admitió ella de inmediato y sin el menor reparo–. Sería un «capullo» entre «las Capullo», pero no debemos olvidar que los cambios que se han producido a lo largo de mi vida equivalen a los que pudiera haber presenciado la Esfinge durante sus veinte primeros siglos de existencia. –El abanico aceleró sus pulsaciones como si a su dueña le hubiera sobrevenido un sofoco, pero se limitó a sonreír mostrando una blanca y envidiable dentadura que a la distancia a la que Mauro Balaguer se encontraba no parecía haber pasado por la consulta de un odontólogo–. Uno de ellos fue escuchar a mi madre declarar sin el menor recato que esa tarde había disfrutado de cuatro orgasmos y había destrozado la almohada a mordiscos, pero por el hecho de haberse criado entre pucheros y sartenes pasó en pocos días de «desertora del fregadero» a «reina de la cocina», y como en la granja disponíamos de toda clase de productos, el bueno de Alex se sentía de lo más feliz y satisfecho. Yo engordé cinco kilos que me vinieron muy bien porque estaba creciendo y durante el tiempo que habíamos vivido en Berlín me había convertido en una especie de espingarda...
Bruscamente se puso en pie y se encaminó al interior de la casa indicando a su acompañante que la siguiera al tiempo que especificaba:
–La caló aprieta, dentro estaremos mejor, y quiero enseñarle algo antes de comer.
El viejo caserón, de altos techos y gruesos muros, resultaba muy fresco y el amplio salón era lo que el editor esperaba encontrar en plena Judería cordobesa, con una gran chimenea coronada por la disecada cabeza de un toro de imponentes cuernos, infinidad de cuadros y fotografías enmarcadas en plata.
Doña Violeta Flores se apoderó de una de las fotos y se aproximó con ella a lo que parecía ser un pequeño pero auténtico Julio Romero de Torres que colgaba en una de las paredes y sobre el que la luz del exterior incidía directamente.
–Este es el cuadro al que me refería, y esta una foto de mi tía Azucena –aclaró–. Son tan iguales como puedan serlo dos capullos, y por aquí puede ver a todas las Azucenas, Amapolas, Lirios, Rosas o Margaritas... –Avanzó hacia otro cuadro bastante mediocre colgado junto al ventanal con el fin de añadir–: Y esta era mi madre, Paloma Anaya, que no desmerecía del resto e incluso se les parecía, porque podría decirse que mi padre, al igual que la mayoría de mis antepasados, eligió a su esposa con el fin de perpetuar un determinado canon de belleza típicamente andaluza. Sus amantes podían ser rubias, castañas o pelirrojas, pero las madres de sus hijos debían tener unas características muy concretas.
–¿Como si se tratara de caballos de raza criados exclusivamente en una determinada cuadra? –aventuró él.
–No hablemos de raza, porque sufrí en propia carne el fanatismo de los nazis; digamos que era cosa de «estética», aunque en lo que respecta a este cuadro debo admitir que la estética brilla por su ausencia, ya que el pintor era un seboso gordinflón amigote de mi padre que mejor hubiera hecho en dedicarse a pintar muros. Esa fotografía de su boda sí que le hace justicia –dijo señalando la que se encontraba sobre un piano–. Puede que nadie la considerara la más lista del toreo, pero era una excelente persona y una madre maravillosa. ¿Por dónde iba?
–Creo que algo referido a gritos y jadeos... –le recordó su invitado.
–¡Cierto! Tantos eran, sobre todo a la hora de la siesta, que yo optaba por coger la bicicleta y alejarme. Una de esas tardes que me había adentrado por un sendero del bosque muy poco transitado, escuché música y cuando me aproximé descubrí que surgía de lo que parecía un cobertizo que se alzaba justo a la orilla del lago en una zona casi deshabitada. –Dudó unos segundos antes de puntualizar–: Eran apenas tres paredes y un techo de madera que utilizaban los pescadores para protegerse de la lluvia, y sonaba una de esas óperas que duran horas y en las que parece que el mundo se está viniendo abajo. Surgía de un pequeño gramófono mientras una muchacha cantaba a voz en cuello y, pese a que no entendía bien el alemán y no sé una palabra sobre música wagneriana, graznaba de tal modo que comprendí la razón por la que había elegido un lugar tan solitario: hasta los patos se mantenían a prudente distancia.
–La verdad es que a menudo me sorprende su sentido del humor... –le hizo notar él, y era cierto, puesto que las expresiones de la anciana resultaban muy poco habituales en una mujer de su edad y su posición social.
–El sexto sentido, del que tanto se habla y nadie ha conseguido demostrar en qué consiste exactamente, es el del humor –replicó ella con una de sus habituales sonrisas–. Mi marido era un maestro del humor negro, y el día que el médico le anunció que le quedaba un mes de vida, comentó: «Pues sí que es mala pata, porque estamos en febrero, que es más corto». Pero, como comprenderá, no le he pedido que venga para hablar de él porque la felicidad no tiene historia; estamos hablando de una muchacha sin el menor futuro como prima donna que pareció presentir mi presencia, puesto que se volvió con el fin de dirigirme una mirada de reproche. Era preciosa y nos observamos, la una de corta melena rubia, piel muy clara y ojos azules, de pura raza aria, y la otra de larga melena azabache, piel oscura y ojos negros, casi como el positivo y el negativo de una fotografía. Por unos instantes tuve la sensación de que me iba a gritar: «¡Lárgate de aquí, maldita zíngara!», pero de improviso su expresión cambió al inquirir:
–No lo hago bien, ¿verdad?
Mi silencio, pero supongo que sobre todo mi expresión, debieron de bastar como respuesta, aunque estoy segura de que la conocía de antemano, por lo que se limitó a lanzar una especie de suspiro de resignación antes de preguntar de nuevo:
–¿Sabes cantar...?
Le respondí que no, pero me aproximé con el fin de mostrarle las castañuelas que siempre llevaba conmigo, las observó desconcertada y las rozó para convencerse de que estaban hechas de madera. Al poco me las ajusté, comencé a tocar y continué haciéndolo hasta que de improviso le dio una patada al gramófono, que cayó al agua y se hundió como un plomo. Me dirigió una nueva mirada, no sabría decir si de envidia, furia o impotencia, y dando media vuelta se alejó sin pronunciar palabra.