Me alejé de la taberna presa del malhumor. Siempre confío en que Adolphus me proporcione una dosis de frivolidad matutina, y sin ella me sentía falto de algo. Entre eso y el mal tiempo, empecé a desear haber hecho caso de mi primer impulso de pasar el resto de la tarde bajo las mantas, consumiendo vid del sueño. Hasta el momento, lo mejor que podía decir de aquella jornada era que había transcurrido la mitad.
El encuentro inesperado de la pasada velada me había apartado de mi intención original de visitar al Rimador, circunstancia que debía rectificar. Él me perdonaría la ausencia, probablemente ya se había enterado del motivo, a pesar de lo cual teníamos que hablar. A esa hora del día lo más probable es que estuviera trabajando en el muelle o en casa de su madre. Su madre tenía la tendencia de intentar juntarme con las mujeres de su vecindario. Pensé que estaría en el muelle y encaminé mis pasos en esa dirección, a pesar de que el dolor del tobillo se mostraba tan enconado como el que me atenazaba el cráneo.
Yancey era probablemente el músico con mayor talento de la parte baja de la ciudad, y también era un contacto excelente. Lo había conocido durante la época que estuve trabajando como agente: formaba parte de un grupo de isleños que tocaba en los bailes frecuentados por aristócratas y funcionarios de la corte. En una ocasión lo saqué de un brete, y a cambio, él empezó a pasarme información: minucias, chismorreos en su mayor parte. Nunca la tomaba con nadie. Desde entonces nuestras trayectorias profesionales se movieron en direcciones opuestas, y últimamente sus habilidades eran muy solicitadas en algunos de los círculos más exclusivos de la capital. Seguía manteniendo los oídos abiertos para mí, aunque el uso que yo hacía de su información había cambiado.
A ninguno de los dos se nos escapaba la ironía de la situación.
Lo encontré a unos metros del muelle oeste, rodeado por un puñado de espectadores indiferentes, tocando los kpanlogos y declamando la rima que le había dado su apodo. A pesar de su capacidad,Yancey era el peor artista callejero que había visto en la vida. No aceptaba peticiones, se apostaba en lugares por los que apenas pasaba gente, y se mostraba bastante hosco con los espectadores. La mayoría de los días tenía suerte si sacaba unas monedas de cobre, modesta recompensa para alguien de su talento. A pesar de todo, cuando me lo encontraba solía verlo de buen humor, y creo que disfrutaba mostrando sus habilidades ante un público ingrato. De todos modos, ganaba el dinero suficiente tocando para la clase alta como para preocuparse de lo que pudiera obtener del populacho.
Lié un cigarrillo. A Yancey no le gustaban las interrupciones en su trabajo, sin importar dónde se produjeran. Una vez tuve que apartarlo de un cortesano que había cometido el error de reírse en mitad de su actuación. Tenía el impredecible temperamento propio de los hombres de corta estatura, una especie de ira que se desata con violencia antes de apaciguarse por completo de forma tanto o más repentina.
Al cabo de unos instantes terminó de recitar, y la escasa audiencia respondió con un mudo aplauso. El artista se rió ante semejante falta de entusiasmo y luego levantó la vista hacia mí.
–Vaya, pero si es el Guardián en persona. Por lo visto ha logrado por fin hacer un hueco en su apretada agenda para visitar a su amigo Yancey –dijo con voz ronca pero con tono melifluo.
–Algo me distrajo.
–Ya me he enterado. –Negó con la cabeza, lamentándose–. Feo asunto. ¿Asistirás al funeral?
–No.
–Bueno, yo sí quiero ir, así que ayúdame a recoger todo esto. –Se dispuso a desmontar todos y cada uno de los diminutos tambores, que fue introduciendo en diversos saquitos de algodón. Tomé la más pequeña de las piezas e hice lo propio, momento que aproveché para introducir un puñado del producto que le había prometido. Por norma, Yancey se hubiera arrojado sobre cualquiera lo bastante insensato para tocarle los instrumentos, pero en mi caso él sabía cuáles eran mis intenciones y no hizo comentario alguno–. La nobleza se llevó una decepción al ver que no aparecías anoche.
–He ahí un gran peso que me anega el alma.
–Seguro que has perdido unos instantes de sueño. Si quieres compensarlos, podrías acercarte a la finca del duque de Illador el martes por la noche, a eso de las diez.
–Ya sabes cuánto me importa la opinión que los nobles tengan de mí. Supongo que esperas obtener tu porcentaje de costumbre.
–A menos que tengas pensado aumentármelo.
No era ésa mi intención. Una vez que los espectadores se hubieron alejado,Yancey cambió de tercio:
–Dicen que fuiste tú quien la encontró.
–Eso dicen, ¿eh?
–¿Estás limpio?
–Como una patena.
Asintió, comprensivo.
–Feo asunto. –Terminó de guardar las cosas en una bolsa de lona gruesa que seguidamente se colgó del hombro–. Hablamos más tarde. Quiero hacerme con un buen sitio en la plaza. –Chocamos los nudillos y se alejó–. No te preocupes.
El muelle estaba prácticamente desierto, pues hacía rato que las habituales cuadrillas de operarios, mercaderes y clientes lo habían abandonado para acudir al funeral, contentos como Yancey de renunciar a unas horas de trabajo para tomar parte en aquella pública muestra de duelo. En su ausencia se había impuesto en la zona una atmósfera de densa quietud, en marcado contraste con el bullicio habitual. Me aseguré de que nadie me miraba antes de hundir la mano en la bolsa en busca de un pellizco de aliento. Me alivió el dolor de cabeza, así como el del tobillo. Atento al reflejo del cielo gris en el agua, recordé el día que pasé de pie en el muelle en compañía de otros cinco mil jóvenes, listo para subir a bordo del transporte de tropas que navegaría con rumbo a Gallia. Pensé entonces que el uniforme me sentaba muy bien, y el yelmo de acero refulgía al sol.
Contemplé la posibilidad de liar un cigarrillo de vid del sueño, pero al final opté por no hacerlo. Nunca supone una buena idea drogarse cuando la melancolía se abate sobre uno, puesto que la vid tiende a aumentar las inquietudes en lugar de abotargarlas. La soledad resultó mala compañera, y me descubrí arrastrando los pies hacia la iglesia. Por lo visto no iba a perderme el funeral.
Para cuando llegué había empezado el servicio fúnebre y la plaza de la Benevolencia estaba tan abarrotada que apenas se veía la tarima. Bordeé la muchedumbre y me introduje por un callejón situado frente a la plaza principal, para después tomar asiento sobre un montón de cajas apiladas. Estaba demasiado apartado para oír lo que decía el sumo sacerdote de Prachetas, pero confiaba en que se trataría de un bonito discurso, ya que no se alcanza en la vida un puesto en que la gente te introduce oro en la ropa interior a menos que seas capaz de decir cosas muy bonitas en los momentos oportunos. De todos modos el viento había arreciado, así que la mayoría de los presentes tampoco oyeron el discurso. Al principio hicieron el gesto de arrimarse más a la tarima, y al ver que no servía de nada se incomodaron, los niños tiraron de sus padres y los trabajadores rebulleron de pie para no quedarse congelados.
Sentada en la tarima, a unos diez pasos de respetuosa distancia del sacerdote, se hallaba la madre de la joven, a quien reconocí, a pesar de lo lejos que estaba, debido a la expresión de su rostro. La había visto durante la guerra en la cara de los jóvenes que habían perdido un brazo o una pierna, era la expresión de quien ha sufrido una herida que debía de haber sido mortal, sin serlo. Se solidifica como yeso húmedo, injertada para siempre en la piel.Tuve la sospecha de que la desdichada mujer jamás se libraría de aquella expresión, a menos que el tormento se revelase demasiado intenso y una fría noche se acariciara con acero la muñeca.
El sacerdote alcanzó un crescendo, o al menos creyó hacerlo. Seguía sin oír nada, pero sus gestos grandilocuentes y las bienaventuranzas que murmuraba el gentío me indicaron que se había alcanzado una especie de punto álgido. Intenté encender un cigarrillo, pero el viento insistió en apagarme las cerillas, un total de media docena antes de darme por vencido. Era una de esas tardes.
Todo terminó, concluida la oración y entregadas las ofrendas. El sacerdote sostuvo en alto el icono sobredorado de Prachetas y bajó de la tarima seguido por los portadores del féretro. Parte de los asistentes a la ceremonia siguió a la comitiva. La mayoría no lo hizo. Después de todo, el ambiente refrescaba y había un largo trecho hasta el cementerio.
Esperé a que la multitud se escurriera de la plaza y luego me incorporé en el asiento. Durante aquel discurso que no oí había tomado la decisión de faltar a mi autoimpuesto exilio y volver al Aerie para hablar con la Grulla Azul.
Putos funerales. Jodida madre. Jodida cría.