Los pensamientos son las conclusiones a las que llegas después de analizar y procesar los datos. Si estas deducciones son inexactas, distorsionadas o equivocadas, es probable que tu salud mental se afecte negativamente. Aunque no es el único factor que influye en el malestar psicológico, no cabe duda que el pensamiento negativo y/o irracional dispara un sinnúmero de emociones perturbadoras y destructivas.44, 45 En el Anexo 2: «Aplicaciones prácticas de la Segunda parte», podrás hallar una serie de procedimientos para vencer los malos pensamientos.
La clave está en disminuir los pensamientos negativos o cambiarlos por otros más constructivos.46, 47Repetirse a uno mismo seiscientas veces al día «Debo ser feliz» no aporta demasiado a la felicidad personal (en mi opinión el «poder del pensamiento positivo» debe tomarse con ciertas reservas). Las personas que quieren olvidarse de un amor imposible o doloroso saben que «pensar positivamente» no ayuda demasiado.
Analicemos algunos de los pensamientos negativos.
A las personas pesimistas las envuelve un halo de amargura.48 Su vida oscila entre la desilusión y la tristeza. El optimismo es para ellos una peligrosa enfermedad que hay que erradicar de raíz, porque el mundo fue y será definitivamente una porquería (parafraseando el famoso tango de Disépolo, Cambalache). El paquete desesperanzador está constituido por una serie de sesgos y actitudes cercanas a la depresión: descalificar lo positivo, magnificar lo negativo y estar preparado siempre «para lo peor». Como resulta obvio, la aplicación de este estilo hace que la vida pierda su encanto. Si el mundo es un campo de batalla y el futuro es negro, el presente puede llegar a ser insoportable. El fatalismo mata la risa y la esperanza razonable. No digo que haya que adoptar la sonrisa bobalicona de los que viven en el «mundo feliz» de Huxley y niegan los peligros y los inconvenientes del diario vivir (la esperanza llevada al extremo puede ser un mecanismo de escape); lo que sostengo es que el pesimista acaba por convertirse en un «ave de mal agüero», alguien a quien es mejor no frecuentar demasiado.
Los pensamientos típicos del pesimista son: «Me va a ir mal», «Podría haber sido mejor», «No hay solución», «Es terrible lo que ocurrió» y «Nada va a mejorar». O dicho de otra forma: nada está bien y la alegría no es otra cosa que una farsa. La sensación que lo embarga es la de un eterno vacío: siempre falta algo, siempre hay un detalle que daña el conjunto.
Alberto era un empresario de cincuenta y siete años que sufría de ansiedad generalizada. Dependiendo de las circunstancias, su estado oscilaba entre el estrés crónico y la depresión. Desde pequeño había sido educado con el valor de la competencia: «Debes ser el mejor» y «Debes ganar siempre», lo que se había convertido en un estilo de vida. La vida laboral de Alberto era una especie de campo de batalla cuya meta principal era sobrevivir a cualquier precio.
Si hacemos una composición de lugar y nos imaginamos por un instante que estamos perdidos en la selva de Vietnam, rodeados por el enemigo, es evidente que la hipervigilancia y «estar listo para lo peor» sería una buena estrategia de supervivencia. Si un compañero de combate altamente optimista y confiado nos dijera: «Ignoremos ese ruido que llega de los árboles... No podemos ser tan negativos, de pronto sólo se trata de un animal y no de un francotirador...», lo evitaríamos más que al enemigo mismo. El optimismo ilusorio puede ser tan nefasto como el pesimismo crónico.49
La máxima de Alberto hubiera sido ideal para tiempos de guerra: «No puedo descuidarme, si lo hago, me pasan por encima». El ambiente de su empresa lo había absorbido tanto que ya no discriminaba entre el peligro real y el imaginario.
Como parte del tratamiento, se le pidió que llevara un registro de sus pensamientos pesimistas para ver cuándo ocurrían y qué efecto tenían sobre su estado de ánimo. El resultado sorprendió a Alberto. Al cabo de cinco días de autoobservación había llenado un cuaderno de cincuenta hojas. Su promedio era de ciento cincuenta pensamientos pesimistas por día. ¡Ciento cincuenta veces al día su mente se autocastigaba! Algunos de estos pensamientos eran: «Cometo demasiados errores», «Estoy rodeado de ineptos», «No puedo más», «Mi oficina es horrible», «Me va a dar un infarto», «El negocio no se va a realizar», «Las ventas están estancadas», «Estoy muy viejo», «La vida es una mierda», «La vida no tiene sentido», «Trabajar es horrible», «El cansancio me va a matar». Una maraña de negatividad insoportable y agotadora.
Después de unas cuantas semanas, Alberto logró disminuir de manera significativa sus autoverbalizaciones negativas mediante técnicas de autocontrol y notó inmediatamente la mejoría. Esto permitió ahondar mejor y más fácilmente en los esquemas responsables de su enfermedad.
Una variación del pesimismo es la anticipación catastrófica, que consiste en adelantarse negativamente al futuro y esperar siempre lo peor. El calculador de probabilidades se daña y la persona comienza a pronosticar tragedias y desastres de todo tipo. Aunque el pesimismo se asocia más a la depresión y la anticipación catastrófica a la ansiedad, ambos muestran el mismo estilo subyacente: concentrarse más en lo malo que en lo bueno. Pesimismo y estrés suelen ir de la mano.50
Recuerda que la profecía autorrealizada siempre está vigente. Si eres pesimista, las cosas no te saldrán bien porque tú mismo te encargarás de que sea así ¿Cuántas veces el pesimismo te ha impedido disfrutar con tranquilidad de un evento agradable? ¿Cuántas veces tus anticipaciones te han precipitado a una angustia innecesaria y sin fundamento? ¿Cuántas veces te has preparado para una guerra totalmente irracional e imaginaria? La próxima vez que encares alguna actividad placentera no lleves el salvavidas puesto ni el plan B activado. Los pesimistas no se ríen porque piensan que la alegría anticipada puede ser una forma de llamar a la desgracia.
Si bien debemos reconocer que no siempre los extremos son malos y que incluso en ocasiones son útiles e imprescindibles, la tendencia a utilizar un pensamiento del «todo o nada» genera muchos problemas. Ver el mundo en blanco y negro nos aleja de la moderación y de la paz interior porque la vida, se mire por donde se mire, está compuesta de matices.51 Querer imponer al universo nuestra primitiva mentalidad binaria no deja de ser un acto de arrogancia y estupidez. He conocido infinidad de gente que vive amargada porque los hechos (vida, realidad, naturaleza) no concuerdan con su punto de vista.
El pensamiento absolutista y categórico te obliga a transitar por una carretera estrecha e incómoda plagada de «deberías». El pensamiento dicotómico promueve un estilo cognitivo orientado a la crítica destructiva y al perfeccionismo salvaje. Si sólo existe lo «bueno» o lo «malo», entonces no tengo otra opción: soy bueno o soy malo. La consecuencia de tal planteamiento es que la compasión o el perdón dejan de existir, ya que no hay justificaciones, atenuantes, disculpas o segundas oportunidades. La crueldad casi siempre va de la mano de la inflexibilidad. Si eliminas los grises en la manera de procesar la información, serás santo o pecador, puntual o impuntual, amigo o enemigo, bello o feo.
No estoy negando la posibilidad de que algunos valores tengan que ser considerados con la ley del todo o nada, lo que sostengo es que el uso indiscriminado del pensamiento dicotómico enferma y consume.52 Las palabras «nunca», «siempre», «todo» o «nada» son peligrosas porque no dejan opciones. Si la mente se acostumbra a fluctuar de un extremo al otro, la ansiedad y la depresión serán inevitables.53
Por ejemplo, si mi vida se manejara con las siguientes premisas: «Las personas inteligentes y virtuosas no comenten ningún error» y «Si no triunfo de manera absoluta, seré un fracasado», mi autoestima se mantendría en la cuerda floja, ya que no podría cometer un error jamás y bajo ninguna circunstancia so pena de convertirme en torpe o fracasado. Una forma de combatir semejante actitud sería cambiar mi valoración extremista por una más flexible y racional, es decir, utilizar pensamientos menos dictatoriales como: «Soy más que mis errores», «Los errores no ponen en juego mi valía personal» o «Errar es humano».
Liliana era una mujer viuda, madre de tres hijos varones. Como suele ocurrir en estos casos, la viudez había generado en ella un sentido exacerbado de la responsabilidad frente a la crianza. La necesidad imperiosa de que sus hijos fueran capaces de enfrentarse al mundo y bastarse a sí mismos la había llevado a establecer unos criterios educativos extremadamente estrictos y autoritarios.
En una ocasión me expresó así su sentir: «Mis hijos deben ser los mejores... Eso es lo que espero de ellos... El mundo es difícil y ellos deben ser capaces de ganar... Yo no soy de medias tintas, puede que sea estricta, pero creo que es la única manera de que ellos aprendan a sobrevivir». Ésta era la concepción con la que había educado a sus hijos, quienes evidentemente le temían. Cuando el menor de ellos, un muchacho preadolescente, tímido e inseguro, comenzó a fallar en el colegio, Liliana hizo gala del típico pensamiento dicotómico: «Si no te va bien en el estudio nunca serás alguien» o «Una persona inteligente siempre saca buenas notas». Al poco tiempo, ante las constantes «desilusiones» y regaños de su madre, el joven comenzó a experimentar un cuadro de ansiedad, lo que terminó por agravar aún más el problema académico. Liliana había decidido aplicar un método conductual combinado llamado coste de respuesta y refuerzo positivo: si su hijo no mostraba un buen rendimiento escolar, le retiraba el afecto maternal y otros privilegios materiales, y si funcionaba bien en el colegio, se los dejaba.
Reproduzco parte de una entrevista que tuve con la señora:
LILIANA: No estoy contenta con su tratamiento. Yo traje a mi hijo para que se sintiera más seguro y mejorara su rendimiento académico, pero no veo resultados...
TERAPEUTA: Es muy difícil obtener buenos resultados académicos bajo el estrés en que se encuentra.
LILIANA: No entiendo lo del estrés... Ha tenido todo lo que ha querido, no he hecho más que complacerle...
TERAPEUTA: Mi evaluación arroja un alto nivel de ansiedad. Debe tener en cuenta que el miedo al fracaso afecta negativamente las capacidades intelectuales...
LILIANA: ¿Y entonces?
TERAPEUTA: Hay que bajar la presión.
LILIANA: ¿Usted piensa que soy la responsable del estrés que él siente?
TERAPEUTA: Sólo en parte. Porque él también está convencido de que su vida futura depende del rendimiento académico.
LILIANA: ¿Y no es así?
TERAPEUTA: Yo diría que la nota académica es un indicador de quien cumple mejor las exigencias del colegio, pero ese requisito no mide la inteligencia, ni siquiera creo que mida lo que en verdad sabe un estudiante. Hay muchísimos casos de niños genios que muestran fracaso escolar simplemente porque no están motivados o porque el tema les resulta demasiado fácil o aburrido.
LILIANA: ¿Entonces debería despreocuparme de su mal desempeño escolar?
TERAPEUTA: Obviamente no, porque la «mala nota» estaría mostrando que hay un desajuste en el proceso enseñanza/aprendizaje. Pero aun así, la valía personal del muchacho no debería estar en juego. Si su autoestima depende del rendimiento que obtenga en el colegio, estudiar se convertirá en una tortura y su rendimiento irá en descenso. Para mí es evidente que la gente no vale por la posición que adquiere en la sociedad. De ser así, los ricos, los famosos y los políticos serían «mejores» que la gente común y corriente. Usted es una persona que ha luchado mucho para educar a sus hijos... Usted viene de «abajo» y no por eso es «menos» que nadie...
LILIANA: La tenacidad ha sido mi herramienta de trabajo.
TERAPEUTA: ¿Qué pasaría si mezclamos esa tenacidad con un poco de flexibilidad? La mayoría de los profesionales brillantes que conozco no fueron estudiantes sobresalientes. Hay infinidad de personas que prefieren trabajar a estudiar e incluso algunos eligen profesiones muy poco lucrativas y han podido sobrevivir sin problema.
LILIANA: Sí, puede ser que usted tenga razón...
TERAPEUTA: ¿No sería suficiente que su hijo simplemente aprobara las materias? Ni genial ni excepcional, sólo «suficiente».
LILIANA: Sería cambiar todo lo que le enseñé...
TERAPEUTA: Le aseguro que a sus hijos les agradará el cambio.
LILIANA: No sé qué decirle. Yo siempre he pensado que uno nunca debe dar el brazo a torcer...
TERAPEUTA: La palabra «nunca» puede ser peligrosa porque nos impide ver las excepciones. Le propongo que en algunas citas revisemos el pensamiento «todo o nada» que usted ha venido utilizando durante su vida y las creencias que lo sustentan. Podemos llegar a flexibilizar la mente, sin negociar con lo esencial. Le pongo un ejemplo: ¿matar siempre es malo, reprochable o moralmente inaceptable?
LILIANA: Sí, así me educaron.
TERAPEUTA: Supongamos que un asesino estuviera a punto de matar a uno de sus seres queridos y usted tuviera un arma disponible, ¿la usaría?
LILIANA: (Silencio).
TERAPEUTA: En principio, matar no es aceptable ni recomendable, sin embargo, podría presentarse, al menos en teoría, una situación en la cual matar se convirtiera en un «mal necesario», como es el caso de la defensa propia o ajena. Usted podría argumentar que aun en esa circunstancia el acto de matar seguiría siendo éticamente sancionable. Sin embargo, en el caso específico de la defensa propia, ¿no habría un atenuante, una justificación, una evaluación más clemente? ¿Juzgaría usted igual a un padre que mata para proteger a su hija de un violador, que al que mata por placer?
LILIANA: No, no lo haría...
TERAPEUTA: La invito a que veamos el mundo desde los matices, teniendo en cuenta las excepciones a la regla ¿Qué me dice?
LILIANA: Lo voy a intentar.
LA EXCEPCIÓN A LA REGLA
Nunca enseñamos el valor completo, es decir, con sus limitaciones naturales. Da temor explicarle a un niño que a veces la mentira es necesaria o que en ocasiones la agresión es justificada. Además, ¿cómo hacerlo si se supone que la verdad, el pacifismo y la dulzura son virtudes socialmente aclamadas, que forman parte de la mayoría de los códigos éticos conocidos? Aun así, la universalidad del valor no garantiza su verdad. Una cosa es el acuerdo mayoritario entre los seres humanos y otra muy distinta la verdad de la creencia como cierta e irrebatible.
Supongamos que un sicario me pregunta por mi mejor amigo porque quiere saldar una cuenta con él y yo sé dónde se esconde, ¿debo decir la verdad? Qué sería primero: ¿mantenerme fiel al precepto «no mentirás» o salvar a la persona que aprecio?
Nadie duda de que tratar de mostrar estos dilemas éticos a niños de corta edad que apenas están incorporando el esquema moral pueda resultar difícil de asimilar; quizás ésta sea la razón por la cual postergamos tanto la enseñanza de las excepciones a la norma en el proceso normal de aprendizaje. Nos aterroriza pensar que la excepción pueda llegar a convertirse en regla. De todas maneras, no se puede ocultar la verdad. Veamos algunos ejemplos.
La autonomía se fomenta en los colegios como una de las virtudes principales para acceder a la libertad psicoafectiva (a los psicólogos nos encanta hablar de autonomía). Eso está bien, pero me pregunto: ¿no es saludable y adaptativo «depender» a veces de alguien? ¿Enseñamos a discriminar cuándo sí y cuándo no depender? Y no me refiero al apego: ¡el esquizoide es un dechado de autonomía!
La perseverancia se considera una cualidad de los grandes triunfadores y la recomendamos a los cuatro vientos. Me pregunto, ¿y qué hay de la importancia de aprender a perder o deponer las armas a tiempo? ¿Dónde queda el atributo que define al buen perdedor?
La humildad: don de santos, místicos y seres bondadosos. Me pregunto: ¿no habría también que alertar a los niños contra la falsa modestia y el culto a la sumisión y promover la asertividad?
La confianza implica creer en los demás y entregarse sin miramientos. Sin embargo, ¿no será que cierta dosis de desconfianza es saludable y necesaria? ¿No será que por eludir la suspicacia proclamamos un culto irracional a la credulidad? Mejor una pizca de malicia, mejor un poco de recelo bien administrado.
Se me dirá, tal como enunciaba Aristóteles,54 que el valor es un punto medio entre el exceso y el defecto, y así es, pero el justo medio nunca es estático, no está predeterminado: necesitamos la reflexión, lo condicional, la ética más que la moral. El camino del medio requiere también de los afectos, del caso único, de las diferencias individuales. Lo que define la virtud no es la perfección del rasgo, sino el equilibrio dinámico y sutil entre los extremos del continuo. Por ejemplo, la actitud inteligente y virtuosa frente al peligro no es anular el miedo, sino saber cuándo se justifica escapar y cuándo no.
Los valores sin sus respectivas excepciones terminan por convertirse en cargas morales insoportables, lugares oscuros donde la conciencia se esconde de sí misma. Una profesora de bachillerato me dijo en cierta ocasión: «Yo sé que si evito mencionar las excepciones a las reglas y los dilemas morales en mis clases estoy educando personas rígidas y extremistas, pero prefiero no correr el riesgo de que los jóvenes vean en la excepción una justificación a sus conductas transgresoras». La pedagogía del pusilánime: para que los jóvenes no piensen mal, mejor les quitamos toda posibilidad de pensar por ellos mismos, mejor los encerramos en el pensamiento dicotómico.
Pero hay otra opción, siempre la hay, afortunadamente: flexibilizar la norma a medida que el niño crece. Contar las cosas poco a poco, a su debido tiempo, pero contarlas. Aumentar la complejidad de la información a medida que el cerebro va desarrollándose y no considerar a los jóvenes como psicópatas en potencia. En otras palabras, ir en busca de la cordura, lejos del dogma.
«No digas nunca jamás»: ¿cuántas veces, pese a la testarudez, te has visto obligado a revisar tus premisas porque los hechos te demostraron una verdad distinta? Recuerdo el caso de una señora que participaba activamente en una organización religiosa contra el aborto. La consigna era tajante y categórica: «La vida es sagrada, siempre y en cualquier circunstancia, sin excepciones». En una ocasión tuve la oportunidad de escuchar una de sus conferencias sobre el tema y quedé realmente impresionado por la solidez de sus convicciones, aunque no compartía sus ideas. Todo se trastocó cuando su hija menor, una niña de quince años, fue violada por un hombre mayor que padecía de problemas mentales y quedó embarazada. No hay que tener mucha imaginación para comprender el terrible conflicto al cual se vio enfrentada. La lucha interna fue terrible, pero finalmente, en contra de todas sus creencias, decidió apoyar el aborto de su hija.
Repito lo que ya dije antes: no niego que existan principios vitales y que ciertos valores no admiten puntos medios, tampoco desconozco que podríamos sacrificarnos incondicionalmente o dar la vida por ellos (pensemos en Nelson Mandela o Jesús). Pero también es cierto que cuando los dilemas nos confrontan de verdad, los extremos se sueltan y los paradigmas comienzan a tambalear.
Cuando tu manera de pensar se encuentre en un extremo irracional, afloja el cinturón. Busca cuidadosamente las excepciones, flexibiliza el concepto, vuélvelo relativo. Las palabras «nada», «todo», «nunca», «siempre», «indudablemente», «definitivamente», cuando se aplican de manera indiscriminada, alientan el pensamiento dicotómico. Si no ves los matices y niegas los puntos medios, sufrirás mucho. La vida no aceptará tu manera de procesar la información porque su esencia es pluralista. La sabiduría es la expresión de esa cualidad diferenciadora que reconoce la singularidad por encima de cualquier dogma. Si tu «yo» es totalitario, tu pensamiento será dictatorial.
Es la mala costumbre de atribuirse la responsabilidad ante determinados eventos externos, sin tener en cuenta otras explicaciones posibles. Es ponerse en el ojo del huracán cuando a veces ni siquiera hay huracán. Es la temible culpa.
Los humanos podemos adoptar dos posiciones frente al control que creemos tener sobre los hechos:55
A. Punto de control interno: «Todo depende de mí», «Soy el responsable de mi propio destino» o «Soy el principal responsable de lo que me ocurre». Esta posición, si se ejecuta de forma moderada y racional, es saludable porque hace que las personas se hagan cargo de sí mismas y decidan luchar por lo que quieren. Si se hace extrema y absolutista, empezarán a atribuirse la responsabilidad directa de eventos en los que nada tienen que ver culpa). Sentir que uno está guiando su propia vida genera seguridad e incrementa la autoestima, pero empecinarse en ello más allá de lo razonable no deja de ser un acto de arrogancia e irracionalidad. Precisamente, la personalización es una distorsión mental que consiste en adoptar una posición centralista: «Todo depende de mí» o «Todo se dirige a mí». Si el punto de control interno es total e irrevocable, el estrés y la ansiedad harán su aparición. Es importante sentir que uno controla su vida, pero también lo es aceptar que hay cosas que escapan al control personal pese a nuestros esfuerzos.
B. Punto de control externo: «Estoy a merced de los imponderables» o «Mi conducta está determinada por eventos externos ante los cuales no puedo hacer nada». Llámese Dios, destino, suerte o astrología, la idea es que no soy responsable de lo que me ocurre, y por lo tanto no tiene sentido que intente cambiar las cosas. En otras palabras: pongo las causas de mi vida fuera de mí. Esta actitud llevada al extremo es peligrosa, porque si no soy para nada responsable de mi destino, ¿para qué luchar entonces? El punto de control externo elimina de cuajo la autoestima porque nos cosifica, nos niega la posibilidad de escribir nuestra propia historia, nos quita fuerza. Sin embargo, no podemos negar que en ocasiones mantener un punto de control externo nos obliga a la sana resignación, a aprender a perder. Si el punto de control externo es total e irrevocable, la depresión es segura.
El pensamiento personalista aparece cuando nos quedamos en el extremo del punto de control interno y descartamos de manera irracional la influencia que puedan tener los eventos externos. Veamos dos ejemplos.
Adriana es una joven que trabaja como diseñadora de ropa infantil. Su actitud frente a la vida es la de sentirse responsable por todo lo que ocurre a su alrededor, el trabajo incluido. Si un producto diseñado por ella no logra el nivel de ventas que se esperaba, automáticamente el pensamiento personalista se dispara: «El diseño no fue bueno», «Lo podría haber hecho mejor» o «Yo soy la culpable». Los otros posibles factores, como la exposición en los puntos de venta, los canales de distribución o la recesión económica del país, no son tenidos en cuenta en su análisis. Sólo existe un punto de control interno altamente nocivo, ilógico y determinista: «Yo soy la única responsable». En el área afectiva ocurre algo similar. Cuando un amigo o amiga se aleja, la única explicación que se le ocurre tiene que ver con ella misma: «No sé mantener mis relaciones» o «Soy mala amiga». Una vez más, su razonamiento descarta las variables externas (como por ejemplo las características psicológicas o el estado de ánimo de las otras personas) y sólo se concentra en sus presumibles fallas. Esta actitud «egocéntrica negativa» la lleva a odiarse a sí misma y a mantener un estado depresivo casi permanente. Un bajón sostenido donde la vida pierde día a día su sentido.
Paula se había casado con un hombre inestable y bastante mujeriego. El problema adquirió ribetes trágicos cuando ella se enteró de que él tenía una amante desde hacía dos años. La actitud de Paula fue desplegar un cúmulo de pensamientos personalizados en lugar de buscar un balance racional entre el punto de control interno (en cuánto y en qué, verdadera y objetivamente, soy responsable) y externo (en cuánto y en qué es él el verdadero responsable). Reproduzco parte de una entrevista.
TERAPEUTA: ¿Realmente crees que tienes la culpa de lo que ocurrió?
PAULA: No fui una buena esposa.
TERAPEUTA: El registro de la semana pasada mostró un promedio diario de sesenta pensamientos personalizados, donde tú te sientes la principal responsable de la infidelidad de tu esposo. ¿No crees que él también tiene su parte?
PAULA: Yo no fui lo suficientemente cariñosa... Ni le di satisfacción sexual... Debería haber accedido a lo que me pedía, pero yo soy muy reprimida...
TERAPEUTA: El amor es muy frágil. Hay millones de parejas que luchan por su relación y tratan de buscar acuerdos porque piensan que vale la pena.
PAULA: Si yo hubiera sido mejor, él no se hubiera buscado una amante...
TERAPEUTA: Aceptemos que podrían haberse comunicado mejor, pero eso fue responsabilidad de ambos.
PAULA: Él no es un hombre muy comunicativo.
TERAPEUTA: ¿Y no crees que un marido más comunicativo podría haber facilitado la cosas?
PAULA: Sí, pero a él le cuesta expresar los sentimientos...
TERAPEUTA: Me dijiste que tus otras relaciones habían sido bastante satisfactorias: todos te trataron bien y fueron fieles. ¿Cómo te explicas que aquí no haya funcionado?
PAULA: No sé, ya no sé...
TERAPEUTA: Al menos podemos decir que la falta de comunicación no es totalmente responsabilidad tuya y que en tus relaciones anteriores fuiste una buena pareja, ¿estás de acuerdo?
PAULA: Sí, así es...
TERAPEUTA: Siempre podemos ser mejores, pero no me parece que tu «mal comportamiento como esposa» justifique la conducta de tu esposo. Pienso que si hay amor de verdad, uno trata de mejorar las cosas antes de buscarse una sustituta.
PAULA: ¿Usted quiere decir que no me amó lo suficiente?
TERAPEUTA: No podría responder eso, pero de lo que sí estoy seguro es de que tú no eres la única responsable, ni siquiera la principal. Tu tendencia general a personalizar los hechos hace que te veas a ti misma como la causante de todo.
PAULA: Saber que no soy la única responsable no me devuelve mi relación.
TERAPEUTA: Pero alivia tu malestar, la carga se distribuye mejor y te hacer ver las cosas con más objetividad. Si aceptas que el problema fue de los dos, dejarás de sentirte la «mala» y podrás actuar de una manera más inteligente.
PAULA: Me gustaría no sentirme tan culpable...
La culpa es un valor social. La premisa es como sigue: si cometes un error y no te sientes muy mal por ello, eres malo o mala. Pero si te sientes muy mal por haberte equivocado, eres bueno. La paradoja del autocastigo: sentirse mal para sentirse éticamente bien. (En el libro Cuestión de dignidad profundizo sobre el tema de la culpa y la asertividad.)
No tienes la culpa de todo, eso es obvio, aunque a veces te gustaría que fuera así, ni eres tan importante como para ser el centro del mundo. Digas lo que digas y hagas lo que hagas, lo que ocurre a tu alrededor no siempre tiene que ver contigo. Trata de moverte hacia un punto de control interno más o menos moderado. Aquí tienes tres opciones:
a. Punto totalmente externo (fatalismo): «Nada depende de mí».

b. Punto totalmente interno (personalización): «Todo depende de mí».

c. Punto de control interno racional: «Muchas cosas dependen de mí».

De las tres opciones, el punto (c) es el más saludable, ya que se encuentra cerca del punto de control interno pero no en el extremo: «Las cosas dependen de mí, pero no todas ni de manera definitiva».
Asumir la culpa por todo es una manera de autocastigarte. Así, cuando empieces a hacerte cargo de todo lo malo, busca también las causas externas. Descéntrate y orienta la atención hacia otros factores ajenos a ti que con seguridad intervienen. Equilibra tus atribuciones, pondera la información disponible, externaliza un poco el pensamiento.
No te laves las manos, pero tampoco excluyas el mundo y las demás variables para explicar tu comportamiento; de ambos modos la culpa te aplastaría. No creas que lo malo te persigue. Si el pensamiento personalista se vuelve costumbre, la depresión se instalará en tu vida.
Rumiar hace referencia a la costumbre alimenticia de los animales herbívoros de masticar por segunda vez el alimento, devolviéndolo de la cavidad del estómago donde estuvo almacenado. Por analogía, decimos que una persona es rumiadora mental cuando piensa de manera reiterada y obsesiva la misma cuestión.56 Por lo general, el pensamiento repetitivo se localiza de manera obstinada en los porqué, los cómo y los qué de una emoción perturbadora, tratando de hallar una solución o un aplacamiento al malestar.57Aunque a veces la rumiación pueda mostrar un consuelo aparente, las investigaciones muestran que en la mayoría de los casos el alivio esperado no se alcanza.58 Más aun, el pensamiento reiterativo puede llegar a enfermar a la persona porque actúa como un círculo vicioso que recicla la preocupación (ansiedad) y alimenta el esquema negativo.59
Cuando estamos ante un problema que parece irresoluble, la mente puede optar por la estrategia compulsiva de volver una y otra vez sobre lo mismo, machacar, revisar y desmenuzar la información con la esperanza de que esta actividad analítica produzca un efecto benéfico. La autoobservación es indispensable para potenciar nuestras capacidades, pero si se convierte en rumiación, el sentido original se distorsiona. La belleza de la meditación sería reemplazada por la actitud neurótica del que rezonga y refunfuña.
Hay circunstancias en las que el sistema se sobrecarga y pensar sesudamente se devuelve como un bumerán. En esos momentos, la solución al problema suele llegar por otros caminos, no tan racionales. Es el fenómeno del «ajá» o del «¡Eureka!», de la bombilla que se enciende como por arte de magia y todo empieza a encajar. El cerebro logra reunir las piezas y capta la totalidad del rompecabezas. Se llama creatividad: un salto al vacío, el efecto sorpresa, un flash repentino donde la conclusión hace su súbita aparición sin que se entienda cómo.60
Aléjate de vez en cuando de los temas que te preocupan, cambia el dial y deja que la mente se reorganice y adquiera una nueva perspectiva. El proceso creativo necesita de un período de descanso conocido como «incubación». Hay que crear las condiciones para que el aparato mental pueda dar sus frutos. Ningún científico o artista lograría nada significativo si se dejara llevar por la premura de un pensamiento rumiador. Aclimatar y serenar la mente, alejarla de la cavilación, ponerla a hacer otra cosa. La mente desprevenida es la que prefieren las musas.
Claudia era una mujer de sesenta y tres años, casada y con cuatro hijas. Había asistido a mi consulta debido al estrés ocasionado porque su hija menor, que había terminado su carrera de administración de empresas hacía unos meses, aún estaba desempleada. Este hecho, en principio comprensible (los comienzos no son fáciles), se había convertido para Claudia en una cuestión de vida o muerte. Sus pensamientos más frecuentes eran: «¿Por qué no encuentra empleo si es tan estudiosa e inteligente?», «¿Por qué otras personas menos preparadas sí consiguen trabajo y ella no?», «¿Qué estará haciendo mal?», «¡Dios mío, ¿qué está pasando?!», «¿Qué debo hacer para ayudarla?», «¿Cómo es posible que esto esté ocurriendo?», «¿Será que no estamos enviando el currículum vitae al lugar correcto?», «¿Y si no consigue trabajo?», «Debo encontrar una solución», «¿A quién deberíamos recurrir?». En fin, todos sus recursos cognitivos actuaban al servicio de una preocupación laboral cada vez más creciente. Sus pensamientos negativos no sólo eran reiterativos, sino que estaban plagados de preguntas sin respuestas.
Su conducta era un dolor de cabeza para la gente que la rodeaba: llamaba continuamente a amigos y conocidos para pedirles trabajo para su hija, cuestionaba e increpaba a su marido por su «falta de interés», reprendía a su hija porque «no se esforzaba lo suficiente», rezaba, prendía velas, pensaba, pensaba y pensaba. Había adelgazado siete kilos en un mes y medio, no dormía bien, se había vuelto irritable e hipersensible, lloraba sin motivo aparente y afirmaba que sólo hallaría la paz si su hija lograba encontrar empleo.
Aunque el tratamiento logró cierta mejoría, en la actualidad Claudia sigue asistiendo regularmente a una terapia de tipo cognitivo-conductual porque, si bien su hija ya consiguió empleo, ella considera que está enrolada en la fila de los «mal empleados» e insiste que cuando Dios le haga el milagro de que su hija acceda a un ascenso laboral u otro puesto de mejor categoría, volverá a nacer.
No te empecines. La obsesión sólo sirve para consumir tus facultades. El pensamiento es útil si lo ubicas en su sitio, si no exageras su uso. En el fondo, el pensamiento reiterativo no es otra cosa que la manifestación de la impaciencia. No pensar y dejar la mente en blanco es muy difícil, porque cuanto más intentamos desechar un pensamiento, más se fortalece. El pensamiento se vuelve importante, se engrandece. Es una de las tantas paradojas de la mente. Si te pidiera que no pensaras en un oso blanco, el esfuerzo por no pensar en él haría que tu sistema de procesamiento de la información se impregnara de osos blancos. En muchas ocasiones, no querer pensar lleva a pensar más. A veces, es mejor la distracción, la inatención sin tanto esfuerzo, mirar para otro lado, comprender que el pensamiento reiterativo no es saludable.
No creo que necesites un curso especial para dejar de destruirte, si en verdad quieres pensar bien. Si metes el dedo en el enchufe y recibes una fuerte descarga eléctrica, ¿necesitarías una explicación teórica del efecto de la corriente eléctrica sobre tu organismo para no volver a hacerlo o un listado de ventajas y desventajas? El impacto te convertiría automáticamente en un experto en electricidad. Volvemos al principio: ver las cosas como son. Pragmatismo puro: rumiar enferma, no genera soluciones significativas, te cuestiona innecesariamente y se convierte en una pesadilla para la gente que te rodea. Me pregunto: ¿no son suficientes motivos para dejarla a un lado?
Analizaré dos formas de pensamiento inconcluso que pueden considerarse corolarios del pensamiento dicotómico:
a. Cuando se tiene en cuenta sólo una parte del todo y se sacrifica el conjunto (racionalistas/detallistas).
b. Cuando se considera solamente el conjunto y se descarta la parte (emocionales/holísticos).61, 62
Obviamente, cualquiera de estos modos llevará a conclusiones incompletas y erróneas que afectarán el comportamiento. Analicemos cada uno en detalle.
1. RACIONALISTAS/DETALLISTAS
Estas personas, por ver el árbol no ven el bosque, se quedan en los detalles, son minuciosas, ultrarracionales y excluyen la experiencia subjetiva (sentimiento/ afecto/emoción). Al quedarse pegados a los pormenores y eliminar la percepción del conjunto, llegan a resultados parciales y fragmentados. La mente que utiliza esta «visión en túnel» inevitablemente termina por distorsionar la información. Desde esta perspectiva, el que robó una vez es visto como un ladrón. La conducta, aunque sólo sea una, determina la personalidad y el carácter del ejecutante. La conclusión es desproporcionada.
La sobregeneralización consiste en llegar a una conclusión general partiendo de uno o más incidentes aislados. La anécdota, el caso particular, se convierte en criterio para tomar decisiones. Por ejemplo, podría llegar a la conclusión de que los brasileños son apáticos e introvertidos porque mi vecino brasileño es así, contradiciendo cualquier estadística al respecto que diga exactamente lo contrario.
Recuerdo el caso de un hombre joven que se negaba a tener una relación afectiva estable porque en su concepto las mujeres eran «traicioneras» e «interesadas». Cuando le pregunté en qué fundamentaba su opinión me respondió: «Mi esposa me dejó por otro, ¿le parece poco?». En otro caso, una mujer ya entrada en años, militante activa de un grupo político, argumentaba que el senado era honesto porque algunos de sus miembros lo eran. Un anciano cascarrabias sostenía que su casa era un infierno porque nunca encontraba las cosas donde las dejaba. Una señora afirmaba de manera enfática que su matrimonio era un desastre porque su marido no la comprendía: su razón era que en ocasiones, él la contradecía, no importaba que tuvieran una buena vida sexual y afectiva, la «discusión esporádica» era el indicador que representaba al matrimonio como un todo.
Una de las características más importantes de este estilo es la exclusión de la subjetividad y de la emoción. Suelen ser personas extremadamente lógicas (el síndrome del señor Spock, de Viaje a las estrellas), que con frecuencia carecen de inteligencia emocional. La emoción también debe ser considerada como un tipo de información que el sistema requiere para funcionar adecuadamente. La emoción le da orientación y motivación al comportamiento, imprime energía y nos ayuda a comunicarnos, entre otras muchas funciones. Sin ella no seríamos más que fríos ordenadores.
El pensamiento racional no debe confundirse con la «racionalización». Pensar racionalmente es eliminar el pensamiento supersticioso de nuestra vida y tender a un pensamiento más agudo, eficiente y saludable que no genere malestar ni alimente emociones perturbadoras o destructivas. En cambio, la «racionalización» es un mecanismo de defensa o una estrategia compensatoria cuya misión es minimizar los estados emocionales o evitarlos. Pensar bien no es excluir la emoción, sino integrarla cuando debe hacerse y en dosis adecuadas. Hay veces en que debemos ser muy emocionales y otras, bastante racionales. La sabiduría está en aprender a discriminar. No existen pensamientos puros, nuestro sistema está impregnado de afecto y son muy pocas las emociones libres de cognición. Razón y emoción: dos caras de la misma moneda.
2. EMOCIONALES/HOLÍSTICOS
Esta manera de procesar la información es opuesta a la anterior: por ver el bosque no ven el árbol. Son personas que sacrifican los detalles por la totalidad, se quedan en lo global y le creen más a las emociones que a la lógica. La mente que utiliza este procesamiento emocional termina cometiendo errores de todo tipo, porque una cosa es integrar la emoción y otra muy distinta es dejarse llevar absolutamente por ella. El sentimentalismo descontrolado imprime una cualidad impresionista, romantizada y dramatizada al pensamiento, lo cual genera un distanciamiento con la realidad.
Creerle ciegamente a la intuición puede resultar peligroso. No niego que haya momentos en que la magia pueda ser divertida y hasta relajante, pero hacer de ello una forma de vida nos arrastra a la credulidad y al pensamiento mágico. ¿Te harías operar por un cirujano que en vez de utilizar los procedimientos técnicos se dejara llevar exclusivamente por su intuición? ¿Te montarías en un avión en el que el piloto empleara su «presentimiento» en vez de los radares? No conozco ningún hombre de negocios que decida «intuitivamente» cómo invertir unos cuantos millones de dólares. Pese a lo obvio de esta argumentación, llevamos a cabo infinidad de actividades basadas en nuestra capacidad de adivinación.
Hace poco pude ver en un canal de televisión que promueve este tipo de ideas un debate de «expertos en sirenas». Los participantes hablaron durante una hora sobre las características psicológicas y las particularidades afectivas de las sirenas. Por ejemplo: cómo se embarazan, su misión en el mundo humano y los traumas y las angustias que padecen. Pero lo que verdaderamente llamaba la atención era la seriedad y propiedad con que tocaban el tema. Para ellos no se trataba de una suposición, sino de una verdad absoluta: ¡las sirenas existen y hay toda una metodología disponible para poder estudiarlas! Nunca observé un dejo de duda o de escepticismo en los expositores. El descaro era tal que por momentos me parecía estar viendo National Geographic o Canal Historia. Una persona que crea firmemente en estas cosas puede llegar a explicaciones fantásticas y descabelladas sobre cualquier cosa, incluso su propia vida.
El pensamiento emocional63 se presenta cuando un individuo considera sus sentimientos y/o emociones como una evidencia de la realidad. Por ejemplo: «Me siento como un tonto, por lo tanto, soy un tonto». Como si se tratara de una varita mágica, la emotividad convierte en realidad todo lo que toca. Los hechos objetivos se desconocen para dejar lugar al afecto: «No importa que me desempeñe bien en mi trabajo; si siento que lo hago mal, soy ineficiente». Lo que siento se proyecta a mis creencias y juicios hasta distorsionarlos: «Me siento culpable, entonces debo haber hecho algo malo» o «Siento que no me quieres, por algo será». Sentir igual a ser.
Como ya mencioné, las evaluaciones de las personas emocionales/holísticas son opuestas a las de los racionalistas/detallistas. Por ejemplo: «Los españoles me parecen simpáticos, por lo tanto mi vecino español es simpático», la totalidad es absorbida por la singularidad. Ante la afirmación racionalista/detallista: «Un hombre abusó de mí, por lo tanto todos los hombres son violadores» (tomar la parte por el todo), el estilo emocional/holístico podría partir de lo opuesto: «Todos los hombres son violadores potenciales, por lo tanto, este hombre específico seguramente me quiere violar». Los extremos se juntan en el estereotipo. La irracionalidad puede llegar de abajo o de arriba, de lo particular a lo general o de lo general a lo particular.
Entonces, ni la parte aislada, ni el conjunto excluyente, sino ambas cosas. Ni razón pura ni emoción pura, más bien la integración. No puedo comprender lo particular sin el conjunto que lo contiene y no puedo comprender el conjunto sin tener en cuenta sus componentes. Los racionales/detallistas llevados al extremo configuran un cuadro clínico conocido como TOC (trastorno obsesivo compulsivo) y los emocionales/holísticos pueden desarrollar una alteración psicológica reconocida como trastorno de la personalidad histriónica.
No te dejes obsesionar por la lógica y los detalles ni le creas ciegamente a los sentimientos. Ambos, razón y emoción, deben estar juntos para asegurar que tu pensamiento sea adaptativo. Necesitas enfriar tus procesos pero no congelarlos. El balance entre razón y emoción se puede lograr haciendo la siguiente simulación. Cada vez que tengas que tomar una decisión lleva el calibrador mental al extremo racional y quédate allí un rato, analizando «fríamente» la cuestión. Luego deslízate hacia el polo opuesto de la emoción y concéntrate en «sentir». Realiza este juego (punto y contrapunto) varias veces. Expón las razones lógicas (que te dicta la mente) y las razones emocionales (que te dicta el corazón). Hazlas explícitas y en lo posible intenta integrarlas. Mi experiencia es que las razones lógicas pesan más que las emocionales y nos llevan a cometer menos errores, pero si se combinan con las del afecto puedes matizar tu decisión y hacerla más humana y acorde con tus necesidades. Lo importante es que estés atento tanto a los componentes del conjunto como al conjunto mismo.