EN EL SUR de California, los sandieguinos tenemos un dicho. Los hawaianos no lo apreciarán, pero nosotros lo decimos de todas maneras. Salimos a la calle, miramos en torno y entonces exclamamos: «Otro día en el paraíso».
El dicho se confirma prácticamente todos los días del año. En San Diego, que está junto al mar, no hace ni un frío mordaz ni un calor opresivo. Las realidades de una temperatura nada sublime en otras zonas del país no me son ajenas. Residí varios años en Chicago, cuando estudiaba en la universidad, antes de volver a San Diego. Más tarde regresé a Chicago para estudiar dos años de posgrado. Según mis cálculos, en los cinco años (sesenta meses) que viví en el Medio Oeste, cuarenta meses se caracterizaron por un invierno glacial y diecisiete por un verano tórrido, y de los cinco años en total, tres meses fueron agradables. Tal vez un día o dos podrían describirse como idílicos. San Diego es otra cosa: en ese mismo período de cinco años, tenemos unos cincuenta y nueve meses de tiempo celestial.
Un día de julio de hace pocos años, la temperatura era espléndida. El sol calentaba a veinticinco grados. Una fresca brisa marina soplaba por las ventanas abiertas de nuestra casa. Si alguna vez he podido exclamar con motivo «otro día en el paraíso», desde luego fue esta. Pero no lo hice. Era incapaz de articular las palabras. Estaba alterado. De hecho, era tanto mi desasosiego que sufrí una crisis. Una crisis pequeña, doméstica, pero una crisis al fin y al cabo, que provocó una revelación, un momento de clarividencia, o las dos cosas a la vez. Y en ese breve espacio de tiempo me di cuenta de que gruñía para mis adentros: «Voy a asumir el reto de las 100 cosas».
Aunque soy un tanto excéntrico, decir una cosa así no es muy propio de mí, de modo que permítanme que retroceda y les explique lo que sucedió. Aquel sábado viví uno de esos días ajetreados típicos de un estadounidense de clase media. Mi familia se componía de mi mujer, Leanne, y mis jóvenes hijas, Lucy, Phoebe y Bridget, que requerían mis atenciones; atenciones que, he de decir, siempre les he prodigado con gusto.
Bueno, casi siempre, porque también me apasionaba practicar senderismo en montañas y desiertos (como colofón al tiempo perfecto y la proximidad del mar, San Diego queda a un tiro de piedra de montañas y desiertos). Al perro había que sacarlo a pasear más cerca de casa y a los gatos había que salvaguardarlos de los coyotes hambrientos. Tenía una guitarra que tocaba cada dos noches. Y una afición vocacional, el bricolaje de madera, al que dedicaba un día del fin de semana. Me ganaba la vida con mi trabajo regular en el Departamento de Marketing de la cercana Point Loma Nazarene University.
Paralelamente, dirigía una empresa de publicaciones de audiolibros, ChristianAudio. Y durante unos años escribí un blog básicamente para despotricar contra el consumismo excesivo, StuckInStuff.com. En resumen, era un marido y un padre; un amante de las actividades al aire libre y de los animales; un cantante-compositor aficionado; un emprendedor; la clase de tipo al que le gusta usar las manos y además siente el imperioso impulso de escribir. Y como hacía todas estas cosas, tenía mi propio escritorio, que coloqué junto a mi cama para tenerlo más a mano. A veces estaba desordenado.
Aquel fin de semana de julio de 2007, nuestra familia empleó no poco tiempo en limpiar la casa. Recogimos y arreglamos el jardín. Pasamos la aspiradora por la moqueta y barrimos los suelos de bambú de la planta baja. Hicimos la colada y tendimos la ropa. Apretujamos juguetes en armarios y estanterías. Finalmente, decidí dedicar tiempo a mi empresa y volver a mi despacho improvisado para buscar algo en lo que estaba trabajando entonces. Después de echar un vistazo al escritorio, supe que no tenía la menor posibilidad de encontrarlo en este mundo de Dios. La cosa se me había ido de las manos. Los objetos de mi escritorio se habían fundido en un revoltijo difuso.
Al advertir lo desesperado de la situación, hice lo que cualquier persona emocionalmente sana habría hecho: dejarlo para más tarde. Pospuse la gestión del negocio y me acerqué al armario de mi dormitorio, unos cuatro metros más allá. Sin embargo, cuando recorrí la distancia entre el desorden de mi despacho y el armario, el desorden no me había abandonado.
El armario de nuestro dormitorio es tipo vestidor, con mucho espacio para ropa, zapatos, cinturones, sombreros y toda clase de chismes, incluso para las maletas vacías que guardamos en los estantes superiores. Yo reservo un rincón para almacenar mi equipo de acampada. Una mochila y una tienda caben en ese rincón, y mi saco de dormir cuelga de un clavo cerca del techo. Había espacio para prácticamente cualquier cosa que hubiese querido meter dentro, excepto para mí. Me quedé ahí plantado, sin poder moverme a mis anchas, y me dejé llevar un poco por el pánico.
Acabábamos de limpiar la casa. Mucho. Y he de precisar que no somos gente especialmente materialista que colecciona un sinfín de trastos porque sí. No creemos que el éxito se mida por la acumulación de objetos. Al contrario, hemos intentado vivir bajo el principio opuesto. Durante años, hemos dado cosas a personas que las necesitaban más que nosotros. Hemos intentado resistir las compras compulsivas. Nuestra familia no ha vivido como una familia de ermitaños, pero hemos intentado vivir una vida sencilla. No obstante, después de haber pasado el fin de semana limpiando y ordenando, mi escritorio y mi armario no parecían pertenecer a una persona que afirmaba vivir una vida de ahorro.
Bajé las escaleras y fui a la cocina a ponerme un vaso de agua fresca. La cocina de nuestra casa es larga y rectangular, y tiene una encimera con espacio para doce cajones. Cuatro de estos cajones están repletos de trastos. El treinta por ciento del espacio deslizante en nuestra cocina se destina a almacenar baratijas, chismes que rara vez o nunca hemos usado y por los que no nos darían ni un centavo si intentásemos venderlos en un mercadillo. Cosas como llaves para cerrojos que ya no tenemos, linternas rotas y sus correspondientes pilas gastadas, y un iPod mini azul de primera generación que ya no se enciende. Entre los cajones de trastos, no he contado los dos cajones tan repletos de utensilios de cocina que nos cuesta cerrarlos y que a veces ni siquiera podemos abrir. Y tampoco he contado los dos cajones a reventar de paños. No sé si mencionar los quince armarios. Digamos simplemente que guardan suficientes ollas, sartenes, libros de cocina, cacharros de café, jarrones, juguetes, manualidades y tarteras como para garantizar que caiga algo cada vez que abres uno. Y no hablemos ya de la despensa. No es que todo esto me pillara por sorpresa, pero estaba viendo la situación desde otra perspectiva. Mi pánico empezó a madurar al grado de preocupación.
Nuestra cocina tiene una puerta que da al garaje. Ese día, cuando crucé la puerta, apenas pude dar un paso antes de tener que pararme y girar como pude a la izquierda. Tuve que girar porque nada más entrar en el garaje los trastos ya empezaban a amontonarse. A una zancada de la puerta había una vieja estantería plegable que compré en Target. La monté yo mismo para guardar los sargentos de mango largo. Los estantes también albergaban una lijadora orbital, una sierra circular sin cable de 18 V, dos taladros, docenas de brocas, una fresadora de Sears Craftsman de hace treinta años, dos garlopas manuales antiguas, un juego de llaves de vaso rara vez usado, un modelo teledirigido de Mini Cooper, una linterna (inutilizable porque siempre se quedaba sin batería) y un nivelador láser jamás usado que mi madre compró online en QVC para mí y para todos los hombres de la familia unas Navidades.
Nuestro garaje de dos plazas tenía espacio para, en fin, algunas cosillas más. Había dos bancos de trabajo. (He cogido carrerilla quejándome, pero permítanme que haga una pausa y les diga que yo mismo monté uno de esos bancos con tres capas encoladas de madera de álamo contrachapada y un torno antiguo que encontré en eBay. Fue una auténtica delicia.) Había asimismo una mesa para fresadora y una nueva fresadora de 2,25 CV marca Triton fabricada en Australia, de las mejores del mundo. Y, apoyado en la pared cerca de la mesa, había un tablero aglomerado con una pieza grande de cristal unida a él. Esto último se usa para afilar las cuchillas de las garlopas manuales: se aseguran varios papeles de lija en la superficie ultraplana del cristal y se usan para afilar poco a poco las cuchillas.
Los bancos de trabajo y la mesa para fresadora no ofrecían un aspecto muy distinto del escritorio de mi despacho. No fue fácil encontrar todas las cosas que tenía allí, como clavos, tornillos, martillos, destornilladores, limas, llaves inglesas, leznas, cordel, insecticidas, lubricante, cola y masilla para manualidades. ¿He mencionado ya que quería construir la maqueta de un tren en miniatura? Necesitaba hacer algo con las tres cajas, todas ellas rebosantes de cientos de piezas de trenes y vías de juguete de la marca alemana Märklin, que llevaba años coleccionando.
Ah, y luego estaba la pared de escalada en roca que abarcaba la parte trasera del garaje. Y la estantería del suelo al techo que construí a lo largo de la pared del fondo para almacenar las cajas llenas con los adornos de Navidad, San Valentín, Pascua, Cuatro de Julio y Halloween, además del equipo de acampada familiar. (Recuerden que guardaba mi equipo personal en mi armario, pues soy más escrupuloso con el cuidado de estos equipos que cualquier otro adulto de nuestra familia.) Encima de la puerta del garaje estaban las estanterías colgantes que monté para almacenar otras ocho cajas llenas de archivos antiguos, juguetes a pilas estropeados y un montón de muñecas American Girl que se turnaron durante meses para dormir en tubos de plástico transparente mientras sus pares competían por la amorosa atención de mis hijas con otras docenas de juguetes en casa.
***
MIENTRAS ME PASEABA por la casa y el garaje ese día, físicamente no tropecé con nada, pero en mi fuero interno me estampé contra algo muy duro. Comprendí que era un hipócrita. ¡Ay! En mi blog renegaba de lo mucho que el consumismo arruina nuestras vidas, y en cambio todas mis pertenencias, y las cosas que había ayudado a mi mujer y mis hijas a acumular, estaban invadiendo nuestra casa.
Debía admitir que tenía un problema. ¡Y tanto! Les decía a los demás que rechazasen el consumismo y, mientras, yo seguía consumiendo. Fue una iluminación. Era consciente del problema del consumismo. Se me había ocurrido el nombre perfecto para describirlo y lo usaba como título de mi blog: era «esclavo de los trastos». Era capaz de explicar cuál era el lastre del consumismo, pero no había encontrado ni adoptado las medidas para liberarme de sus garras.
Es más, a lo largo de los años, para huir de la parálisis esclavizante de los trastos, no había hecho sino escaquearme del desorden yendo a la tienda a comprar más cosas. Mi camino a la tienda estaba sembrado de buenas intenciones, como ir a buscar una solución para almacenar todas nuestras cosas de forma limpia y ordenada. Pero era más fuerte que yo. Más de una vez, hice un alto en la limpieza general de la casa para ir a Target y echar una ojeada a los recipientes de almacenaje; sin embargo, siempre volvía con una linterna nueva, un set de lápices de colores o un marco de fotos que encontraba al final de uno de los pasillos con los saldos del demonio. O me quedaba mirando la pila de zapatos en el suelo de mi ropero, cada par destinado a una función diferente, y pensaba: «¿Por qué?». Y acto seguido ya estaba en REI buscando unas zapatillas híbridas que sirvieran para múltiples funciones, como calzado para practicar senderismo y de diario. De esta manera, y de nuevo con buenas intenciones, solía convertir dos pares de zapatos en tres.
Pero lo que más me perturbó fue comprender, aquel día de verano, que estaba viviendo la más aterradora de las pesadillas. Las exigencias triviales y cotidianas de mis pertenencias estaban comiéndole el terreno a mi deseo de vivir una vida más rica de significado.
Allí, de pie en el garaje, comprendí que la cuestión no era solo que mis pertenencias creasen desorden y exigiesen un tiempo valioso de mi vida para adecentar el espacio. Esto ocurría, sí, pero no era lo peor de todo. Comprendí que no era el caos, la acumulación excesiva de cosas, sino las cosas en sí las que desviaban mi atención de lo importante en la vida. Lo que robaba mi atención era el equipo de acampada, no el hecho de acampar al aire libre. Lo que me robaba tiempo eran las herramientas, no el hecho de usarlas para fines creativos. Los juguetes me distraían del placer de jugar. Mis pertenencias no estaban haciendo lo que se suponía que debían hacer: servir a un fin mayor que la posesión en sí.
En aquel momento me di cuenta de que no es que hubiese traspapelado algo en mi escritorio y punto; en algún momento de mi vida, antes de perder ese papel, había perdido mi libertad. De todos los habitantes de la tierra, yo pensaba que eso a mí no podría ocurrirme ni en sueños. Sin embargo, era esclavo de los objetos que poseía. Puede que todas mis pertenencias se lo estuvieran pasando pipa tiranizándome, pero me sentí miserable.
Volví pensativo a la casa. Subí las escaleras y fui a mirarme en el espejo de nuestro dormitorio. No era la primera vez que me plantaba ante él. Cada vez que he de tomar una decisión vital, ahí es donde voy. En el pasado, me había plantado ante el espejo, mirándome a los ojos e interrogándome sobre mi carrera. Me había preguntado si quería verme al cabo de cinco años empleado en el mismo trabajo que no llevaba a ninguna parte y no resultaba de provecho para el mundo. La respuesta fue que no.
Entonces reaccioné ante aquella respuesta negativa con la energía positiva necesaria para convertirme en un emprendedor. Abrí una empresa de audiolibros que daba prioridad a los muchos títulos religiosos interesantes que otros editores del sector habían pasado por alto. Incluso se me ocurrió el eslogan «Escucha. Disfruta. Piensa. Crece», porque creo que el gozo y la reflexión son dos componentes necesarios para la madurez espiritual. Si iba a fundar una empresa, quería que fuese una organización que ayudase a las personas a ser más humanas. Durante los años que dirigí ChristianAudio con mis socios, fui capaz de mirarme al espejo y de ver a alguien que sentía que hacía algo valioso por el mundo. No obstante, en los últimos tiempos ese sentimiento de estar haciendo un buen trabajo empezó a desvanecerse. Había hecho algo para cambiar la impresión que tenía de mí mismo desde una perspectiva profesional, pero no me sentía lleno.
Ahora, frente al espejo, reconocía que fallaba algo. Era una persona que vivía una verdad a medias. Estaba convencido de que, si no tomaba cartas en el asunto, los bienes materiales me arrollarían, impidiendo que diera un sentido a mi vida. Pero lo cierto es que aún no se me había ocurrido una respuesta. En el espejo veía a una persona con ideas pero sin demasiada iniciativa. No era una visión grata. Aun así, en lugar de ver solo desesperación, vislumbré un destello en mis ojos. Estaba decidido a actuar. Escribí sobre ello en mi blog ese mismo fin de semana: «Tengo una idea. Una idea espontánea que puede cambiar mi vida para siempre. Voy a llamarla “El reto de las 100 cosas”. Y voy a asumirlo».
Y mi vida dio un vuelco.