Capítulo 7


Jueves, 25 de septiembre

14.00 h

ROGAN AGARRÓ LA bolsa hermética de plástico con capacidad para unos cuatro litros que sostenía el recepcionista del número 100 de la calle Centre.

—Te borraba la sonrisa de la cara rapidito, hijo.

El recepcionista bajó los ojos y siguió rellenando la autorización que Ellie debía firmar como cese oficial de su sentencia por desacato al tribunal.

—«¿Y si lo hizo Sparks»? —preguntó Rogan a Ellie con voz queda—. Pero ¿se puede saber en qué hostias estabas pensando?

«¿Y si lo hizo Sparks?» Habían transcurrido poco más de veinticuatro horas desde que el juez Paul Bandon leyera estas palabras en el cuaderno de Ellie. Las había escrito junto a una caricatura de una figura tiesa con el pelo de cepillo y traje a rayas, detrás de los barrotes de una celda.

—Aparentemente estaba pensando que nos hemos precipitado al descartar a Sparks. —Sacó sus pequeños pendientes de aro dorados de la bolsa de plástico y empezó a pasárselos por los lóbulos de las orejas.

Rogan se sujetó el puente de la nariz y meneó la cabeza.

—Como si las joyas fuesen a mejorar esa pinta que tienes.

Los colegas eran como las familias en esto: el recepcionista había hecho mejor en mantener el pico cerrado, pero para Rogan su encarcelación era un asunto legítimo.

Ellie se había reproducido la escena en el juzgado durante veinticuatro horas y todavía le costaba creer que Bandon la hubiese tomado con ella. Estaba convencida de que hasta aquel momento —cuando Bandon había dicho «sus notas, por favor, detective Hatcher—, ni siquiera tenía conciencia de las palabras y los dibujos que estaban formando sus garabatos.

Su error había sido intentar convencer a Bandon de este hecho. Si hubiese admitido sencillamente que albergaba vagas sospechas que no había revelado en el estrado, probablemente habría salvado el tipo con una reprimenda.

Pero no, Ellie había intentado explicárselo. Y Bandon, en lugar de mostrarse comprensivo, la había acusado de ser «muy lista». Y después, cuando le discutió con mayor insistencia mientras Max intentaba calmarla, Bandon concluyó que estaba mintiendo. A él. Personalmente. Y eso ningún juez iba a tolerarlo.

Y como pensaba que era una mentirosa, había pasado la noche en el calabozo.

—¿Ningún chicarrón que te pague la fianza? —preguntó Rogan.

—No me has pagado la fianza. Me han soltado después de que cumpliera plenamente mi sentencia de veinticuatro horas.

—Lo que tú digas. ¿Dónde está tu hombre, Max?

—No quería arriesgarme a que Bandon se enterase de lo nuestro. Está claro que ya estoy en su lista negra. No hay necesidad de incluir a Max en la película. Además, eres tú quien ha insistido en venir a por mí. Podría haber vuelto a la comisaría yo solita.

—¿Qué? ¿Y perderme la oportunidad de verte dando el paseo de la vergüenza con tus chanclas de goma?

Ellie se miró las bailarinas de piel negra, feliz de volver a tener sus zapatos.

—Por favor, dime que el olor en mis narices es solo el recuerdo de mis pernoctación en el bonito motel de la calle Centre.

—Lo siento, chica. Me temo que has absorbido la angustia penetrante de la atmósfera que te rodeaba.

—Me alegra tanto que mi desgracia personal y profesional te procuren tanta felicidad.

—Entonces ¿vas a explicarme qué eran esas notas que te han dejado en este montón de mierda?

—Mi mente divagaba en el juzgado. Tú y yo concebimos algunas de nuestras mejores ideas cuando no lo intentamos siquiera.

—Y estás olvidando que estudiamos a Sparks muy de cerca al principio. Muy de cerca.

Rogan tenía los brazos cruzados, con las yemas de los dedos debajo de las axilas. Siempre bien vestido, este día Rogan llevaba un traje de lana negro, una camisa lavanda de vestir recién planchada y una corbata Hermès que valía más que todo el conjunto de Ellie. Puede que sus valores fuesen los de un policía obrero, pero, gracias a una abuela que contrajo matrimonio con un buen partido a una edad tardía, podía vivir con más que un sueldo de policía.

—Oye, ¿te importa si hablamos de esto en un entorno un poquito menos deprimente?

Ellie marcó el camino de la planta con los calabozos a la salida, y Rogan no la detuvo. Cuando llegaron al coche patrulla que Rogan había aparcado en la calle Centre, ya se sentía dispuesta a hablar.

—Así que investigamos a Sparks y lo descartamos.

Rogan echó un vistazo al edificio del que acababan de salir.

—Juraría que yo acabo de decir eso mismo hace un par de minutos.

—Llaves. —Ellie levantó la mano derecha para que se las diera. En los poco más de seis meses que llevaban siendo socios en la brigada de homicidios del Distrito Sur de Manhattan, Ellie no había tenido ningún problema con dejar que Rogan condujera, pero después de las últimas veinticuatro horas, quería tener el control de sus movimientos. Rogan la complació, lanzándole las llaves por encima del capó.

—Nos encargamos de este caso hace ya cuatro meses —dijo Ellie, girando la llave de contacto mientras Rogan se subía al asiento del copiloto—. Comprobamos los puntos más evidentes primero: sexo y dinero.

Un hombre es acribillado después de dejar su semen atado en un preservativo sobre la mesita de noche y la primera teoría es el sexo. Pero en cuestiones de sexo, todos los que conocían a Robert Mancini afirmaban que era un tipo sencillo. Treinta años de edad. Soltero desde que un primer matrimonio con su novia del instituto terminara ocho años antes. Sin hijos. Si tenía novia —y no tenía en el momento de su muerte—, estaba con esa mujer, y solo con ella. Si no tenía novia, estaba echando un polvo y había dejado claro que echar un polvo era lo único que le interesaba. Aparentemente, no faltaban mujeres deseosas de jugar con estas normas básicas.

Desafortunadamente, habían sido incapaces de localizar a la mujer que le siguió el juego aquella noche en particular. El conserje nocturno del 212 no la recordaba ni a ella ni a Mancini, y lo habían despedido desde entonces porque tenía la costumbre de abandonar su puesto de trabajo para irse a jugar a los videojuegos con el hijo adolescente de un inquilino. Sin una grabadora de vídeo, el sistema de vigilancia del edificio no servía de nada, y los registros de las llamadas telefónicas y los correos electrónicos de Mancini tampoco habían llevado a ninguna parte.

Luego estaba lo del dinero. Pero incluso con dinero, el cuadro aparecía igual de sencillo. Mancini había trabajado en Sparks Industries durante casi un año antes de su muerte. Con anterioridad había servido en el ejército estadounidense, donde conoció a un contratista privado llamado Nick Dillon en Afganistán. Cuando Dillon cambió los viajes a Oriente Medio por la dirección de la división de seguridad corporativa de Sparks Industries, ofreció un cargo en Nueva York a Mancini, quien lo aceptó apenas hubo cumplido su compromiso militar. Su sueldo rondaba los cinco ceros por lo bajo, cantidad que Rogan y Ellie habían confirmado como la tarifa normal para un puesto decente de seguridad corporativa.

Era propietario de un apartamento de dos habitaciones en Hoboken, a solo cuatro kilómetros de donde la familia de su hermana seguía viviendo. Estaba al día con una hipoteca moderada. No tenía deudas inusuales ni irregularidades en sus cuentas bancarias.

—El sexo y el dinero no nos han dado una mierda —dijo Rogan—. Y cuando el sexo y el dinero y el juego no nos dan una mierda, observamos más de cerca a Sam Sparks y lo descartamos. Creo que esta es la tercera vez que estamos de acuerdo en eso.

Sin embargo, las notas que Ellie había apuntado durante la audiencia petitoria les pedían que revisaran esta determinación. Y Rogan quería saber por qué.

Mientras remontaba la calle Centre, Ellie pulsó en el salpicadero las luces de emergencia para saltarse el tráfico estancado que bloqueaba la intersección de Canal con Chinatown.

—Observamos a Sparks antes de que decidiera cerrarse en banda con nosotros. Ahora que sabemos lo mucho que quiere salirse de nuestro radar, tenemos que investigarle otra vez.

—CIELO SANTO, HATCHER. Rogan nos dijo que te habías metido en la mierda en los juzgados, pero no creímos que fuera literalmente.

John Shannon era un detective corpulento de cabello rubio claro y tez rubicunda. Se sentaba directamente detrás de Ellie en la oficina de la brigada y tenía la costumbre de liquidarse un frasco de colonia Old Spice a la semana.

—He tenido dos horas de sueño en un colchón más fino que la capa de sebo que rodea tu cuello, Shannon; no he comido desde que di un bocado a la misteriosa carne de hamburguesa que me dieron ayer para cenar; y me he pasado las últimas veinticuatro horas en unos paños menores administrados por el Gobierno con la consistencia aproximada del papel de lija de arena de ochenta . . .

—Y sigue teniendo mejor aspecto que cualquier tía con la que hayas salido, Shannon —repuso Rogan.

—Oye, venga . . . no te pases.

Rogan cubrió el respaldo de su silla con su chaqueta. Mientras tomaba asiento en la mesa gris metálica frente a la de Ellie, lanzó a Shannon una mirada que devolvió la atención del detective a su trabajo.

—Solo porque se nos cierre en banda no significa que sea nuestro hombre. —Rogan alcanzó una caja de Altoids en su mesa y se echó una pastilla de menta a la boca—. Los capullos ricachones se cagan en nosotros todo el tiempo. Pero no suelen ser asesinos. ¿No será que esto tiene algo que ver con que Bandon te metiera en el trullo?

Ellie le hizo la peineta y le mostró su sonrisa más simpática.

—¿He dicho algo de investigar a Bandon? Estoy hablando de Sparks. Lo único que queríamos era un examen más detenido de sus finanzas. Era solo una forma de ver si tenía enemigos. ¿Qué sentido tiene ir a los juzgados por algo así?

—Donovan dijo que si íbamos probablemente perderíamos. No teníamos causa probable.

Ellie abrió el cajón superior de su mesa y sacó un tarro de Nutella. Hacía mucho tiempo que había desistido de ofrecerle a Rogan.

—¿Y? —preguntó—. La mayoría de los inocentes cooperan con nosotros incluso cuando tenemos las manos vacías.

—Como he dicho, los capullos no.

—No, pero incluso los imbéciles suelen tener un motivo. En los juzgados. Estaba sentada observando como Guerrero ganaba cuatrocientos dólares la hora por ir a por nosotros. Hasta el mismo Sparks apareció en persona, y su tiempo tiene que costar bastante más que el de Guerrero. ¿Por qué?

El padre de Ellie siempre le había dicho que la clave del trabajo de policía bien hecho era buscar el móvil de la gente. «Descubre el móvil —solía decirle— y el móvil te llevará al culpable.»

Entendía por qué los ciudadanos inocentes de Bushwick no cooperaban cuando los Trinitarios se cargaban a otro pandillero. En un barrio gobernado por bandas, una conversación con la policía podía ir seguida de una llamada a tu puerta en medio de la noche de un mensajero con un machete. Entendía incluso cuando un funcionario no quería abrir los archivos de su empresa sin una orden judicial. La gente normal tenía un trabajo que proteger.

Pero Sparks no era una persona normal. Era el jefe. Era multimillonario. Era una opción suya, y era la equivocada.

Rogan apoyó su peso en la silla y las manos en la afeitada coronilla.

—Sparks apareció en persona, ¿eh?

—Sí.

—Mierda —dijo, dejando que su peso inclinase la silla hacia el suelo. La señaló con el dedo por encima de su mesa—. Sabes que no nunca creí que Sparks fuera el culpable .

Desde el principio, Rogan había creído firmemente que un hombre de la inteligencia de Sam Sparks no eliminaría una amenaza dentro de una casa de su propiedad. Ellie, por el contrario, había creído que precisamente esa era la clase de psicología inversa que alguien tan arrogante como Sparks utilizaría. «¿Yo? Pero ¿por qué iba a llamar la atención sobre mí haciendo que mataran al hombre en mi propia casa?

—J. J., sabes tan bien como yo lo pronto que lo descartamos como sospechoso. Lo único que nos importó fue el calendario, los registros de las llamadas y la ayudante personal.

La misma ayudante estaba a cargo tanto del calendario personal de Sparks como de los horarios del 212. Según ella, Mancini no solicitó usar el apartamento hasta las 14.30 el día del asesinato, y nunca se lo mencionó a Sparks. La ayudante insistió en que Sparks no podía haber sabido que Mancini estaría en el apartamento aquella noche.

Y como habían tachado a Sparks de la lista de posibles sospechosos, nunca habían arañado bajo la superficie de la figura pública de Sparks para desenterrar los posibles secretos que Mancini pudiera haber descubierto sin quererlo.

—Tú ganas —dijo Rogan—. Volvemos a investigar a Sparks.

Ellie sonrió mientras tomaba otro bocado de Nutella.

—Pero tienes que decírselo a la teniente. Estaba cabreada ayer.

—¿Conmigo o con Bandon?

—Un poco con los dos. Mucho con los dos, la verdad. Querrá saber que has vuelto.

—Vale, sí.

Ellie se levantó para ir a la oficina de su teniente, pero se volvió otra vez hacia Rogan.

—¿Me haces un favor?

—¿Quemar la ropa que llevas puesta?

—Localiza al tipo de narcóticos con el que hablamos en mayo. Dile que espere una visita nuestra sobre —miró su reloj y calculó el tiempo que necesitaba para otra parada— las cinco.

—¿Alguna pista de por qué?

—En los juzgados, el abogado de Sparks afirmó que estamos investigando el apartamento de al lado.

—¿Y cómo ha podido saberlo?

—Lo averiguaremos cuando comprobemos si tiene razón.