Capítulo 5


Mediodía

ELLIE TERMINABA DE bajar del estrado y volvía a su asiento en un banco detrás de Max Donovan cuando el juez Bandon abrió el turno de palabra para la discusión. Como Ellie había previsto, y Max le había advertido, el abogado de Sparks la estaba presentando como una especie de policía corrupta con una firme misión antiSparks: Mark Fuhrman sin el elemento racial.

El abogado se llamaba Ramón Guerrero. Según Max, Guerrero era un acérrimo anticomunista de Miami que en su día se matriculó en Derecho para ayudar a otros cubanos a solicitar asilo político, pero, como es habitual entre abogados, se había forjado otro camino desde entonces, y más lucrativo. Ahora era uno de los pocos socios con una oficina de vistas panorámicas en un bufete de abogados de quinientos fiscales con experiencia real en juicios. Era el tipo carismático al cual recurrían los cerebritos cuando ya se habían revisado los documentos, rellenado los informes, finalizado las declaraciones y era hora de hablar con un juez o un jurado.

Y en esta tarde en particular se encontraba en los juzgados de Paul Bandon, demonizando a Ellie Hatcher.

—Señoría, la única razón por la que el Departamento de Policía de Nueva York no ha avanzado más en su investigación sobre el trágico asesinato del señor Mancini es que los detectives a cargo del caso, muy especialmente la detective Hatcher, decidieron de inmediato que, dondequiera que apareciese Sam Sparks, Sam Sparks debía ser noticia. En lugar de investigar a fondo la posibilidad de que alguien quisiese ver muerto a Robert Mancini —alguien violento, alguien que sigue suelto—, se dedican a hacer una búsqueda aleatoria de medios de prueba a través de documentos empresariales y financieros confidenciales.

—Con el debido respeto al señor Guerrero —dijo Donovan, levantándose de la mesa—, esta no es la clase de conflicto contractual a la que él y el señor Sparks están acostumbrados. Estamos ante una investigación de asesinato. Y como usted y yo sabemos, por los miles de casos de asesinato que hemos visto, las víctimas de homicidio —y su círculo cercano— pierden su privacidad como resultado de la violencia dirigida en su contra. Ha firmado usted innumerables órdenes de registro en casas de víctimas, sus oficinas, sus vehículos . . .

Mientras Donovan continuaba enumerando la lista, la mirada de Ellie se deslizó del Bic Rollerball que sujetaba su mano al Montblanc de Guerrero.

—La policía escudriña cada documento y cookie almacenados en el ordenador de una víctima. Revisamos cada registro bancario, cada registro telefónico y el efectivo en las cuentas de crédito. Y todo es una cuestión de rutina, señoría. Solo estamos aquí porque Sam Sparks es . . . en fin, Sam Sparks.

—El problema de su análisis, señor Donovan, es que Sam Sparks no fue la víctima del crimen. Fue Robert Mancini.

—Sparks fue una víctima, señoría. Fue en su casa de ocho millones de dólares donde irrumpieron. Fue su casa la que fue acribillada a balazos.

—Pero su cadáver no fue el hallado en la cama —repuso el juez Bandon.

—No, pero la policía cree que el objetivo era él.

—Precisamente. Eso es lo que la policía cree. Y, normalmente, cuando hablamos sobre lo que la policía cree, basamos esta creencia en una norma de causa probable. No veo causa probable para rebuscar en los documentos personales de Sam Sparks.

—Exacto —terció Guerrero.

—Pero, su señoría, el señor Sparks no es sospechoso. Si eso es lo que le preocupa, podemos llegar a un acuerdo de inmunidad para apaciguar al señor Guerrero.

—¿Inmunidad? —preguntó Guerrero—. ¿Inmunidad? Lo último que Sam Sparks necesita es que cualquier periódico informe de que ha recibido inmunidad en un caso de asesinato. Como la propia policía ha reconocido, él no tiene nada que ver con los sucesos del 27 de mayo en su casa. Como no corre riesgo de que le imputen cargos criminales por estos sucesos, la inmunidad judicial no le sirve de nada. —Guerrero apoyó su peso en sus manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante para dar más énfasis a sus palabras—. El Gobierno no sabe apreciar la importancia de la opinión pública y la privacidad de la información para el importante patrimonio de Sam Sparks. Su patrimonio inmobiliario es valioso, sí. Pero como todos sabemos, el valor real para la industria que representa Sam Sparks estriba en su reputación como empresario. Que hayan disparado a una persona en una de sus propiedades no es la mejor publicidad. Pero si la policía está investigando realmente al señor Sparks —incluso como posible blanco—, entonces, a la que nos descuidemos, la gente empezará a especular sobre una deuda financiera indebida, la mafia . . . ¿quién sabe? Y, cómo no, los riesgos de que la información relativa a acuerdos pendientes sea revelada no pueden ser subestimados en este tipo de mercado.

Ellie empezaba a cansarse de la presentación de ventas «invierta en Sam Sparks para su futuro» y se puso a garabatear en el cuaderno que había sacado del bolso. Dejó que su mirada se desplazara hacia la izquierda, donde el jefe de lo que Industrias Sparks llamaba su División de Seguridad Corporativa, Nick Dillon, estaba sentado en un banco detrás de Sparks y Guerrero.

Antes de que Dillon se asociase con Sparks o Mancini había sido agente del Departamento de Policía de Nueva York. Tras una temporada trabajando para un contratista de compañías militares privadas, pasó a la empresa de Sparks. Ahora era uno de esos afortunados expolicías que ingresaba una pensión de policía además de un sueldo privado. Dillon había sido el supervisor inmediato de Mancini. Había sido su amigo también.

Ellie y Rogan hablaban con Dillon al menos una vez a la semana desde aquella primera llamada cuatro meses antes. Dillon hizo lo posible por mediar en el conflicto, pero habían terminado en los juzgados de todos modos. Dillon sostenía el razonamiento de Guerrero, pero Ellie sabía por conversaciones previas que nada le habría gustado más que clavarle un codo a su jefe en la garganta por su rechazo a cooperar con la policía. A Ellie le gustaba la imagen.

—Señoría —protestó Max—, el argumento del abogado da por hecho que cualquier información revelada como parte de esta investigación se hará pública. Esta sugerencia es un insulto a los excelentes detectives que han trabajado . . .

—Lo que nos devuelve a la detective Hatcher —intervino Guerrero—. Según nuestra información, en el corto período de tiempo que lleva en la brigada de homicidios, su nombre ha aparecido en cuarenta y nueve artículos de prensa en una búsqueda de LexisNexis. Y con anterioridad concedió varias entrevistas a agencias como la revista People y Dateline NBC sobre la historia de su familia . . .

Ellie alzó bruscamente la vista de su cuaderno. Dillon la miró de soslayo con un encogimiento de hombros apenas perceptible. La idea de su codo del tamaño de un posavasos aplastando la tráquea de Sparks se le antojaba más atractiva por momentos.

—Los comentarios del abogado son enteramente inapropiados —dijo Max.

«Bazofia pura y dura.» Ellie siguió garabateando mientras escuchaba como su novio impostaba la voz una octava.

—Dos de las detenciones más importantes del último año. Una Cruz de Combate Policial por rescatar a otro agente en el cumplimiento de su deber. Entrevistas personales concedidas solo por su cuenta y riesgo y únicamente para ayudar a su madre, que enviudó en Kansas cuando . . .

El juez Bandon lo interrumpió.

—Yo mismo he leído alguna vez la revista People. Estoy familiarizado con las circunstancias de la muerte de su padre.

—Lo que yo digo —continuó Guerrero— es que la detective Hatcher es relativamente inexperta y, si bien se ha creado un buen currículum en un corto período de tiempo, también tiene el don de aparecer en el ojo público. Además, con la ultrajante detención de mi cliente dejó claro que alberga un rencor personal hacia él.

—Yo difícilmente llamaría a eso detención —arguyó Max—. Le puso las esposas sin apretárselas al señor Sparks después de que este desobedeciera por segunda vez la petición de marcharse del escenario del crimen. En cuanto estuvo fuera del apartamento y en el pasillo, le quitó las esposas de inmediato y le dio otra oportunidad de mantenerse al margen, la cual aprovechó sabiamente. Cualquier otro ciudadano en la misma situación habría pasado la noche en el Registro Central de Detenidos.

El juez Bandon lo interrumpió.

—¿Está insinuando en serio que el señor Sparks debería ser tratado como cualquier otro ciudadano común?

Max había advertido a Ellie de que el juez Bandon se sentiría intimidado por Sparks, pero ella nunca había imaginado que oiría a un juez admitir abiertamente un favoritismo hacia los ricos y poderosos. Se volvió para lanzar una mirada a Genna Walsh, que meneaba la cabeza con disgusto.

—Lo que quiero decir —dijo el juez, conteniéndose— es que en ese punto la detective Hatcher ya sabía que el señor Sparks era el propietario del inmueble en cuestión y un respetado miembro de esta comunidad. Tales consideraciones deberían de haberla frenado en su decisión de detenerlo, siquiera brevemente. He de admitir que me desconcierta lo que veo aquí.

—Y no es para menos —añadió Guerrero—. La misma obsesión con el señor Sparks que hizo que se precipitase la primera noche ha distorsionado la investigación desde el comienzo. Señoría, somos personas ajenas a esta investigación, y además estamos al tanto de al menos dos teorías mucho más creíbles sobre el móvil del asesinato de Robert Mancini.

Guerrero enumeró sus teorías con dos dedos rechonchos.

—Primero, cuatro meses después del asesinato, la policía sigue sin identificar a la mujer que a todas luces mantuvo relaciones sexuales con la víctima antes de su muerte. Segundo, y separadamente, acabamos de enterarnos de que el Departamento de Policía de Nueva York está realizando una investigación del apartamento contiguo a donde ocurrió este asesinato.

El movimiento del bolígrafo de Ellie en su cuaderno se detuvo.

—¿No podría tratarse de un allanamiento de morada en la dirección equivocada? —prosiguió Guerrero —: ¿Acaso la policía ha contemplado esta posibilidad?

El allanamiento de morada solía ser el modus operandi elegido en los robos vinculados con drogas, por lo que uno de los primeros pasos de Ellie y Rogan había sido contemplar la posibilidad de que hubiesen entrado por error en casa de Sparks. Inmediatamente después del asesinato, ella revisó personalmente la base de datos del departamento en lo relativo a investigaciones de drogas en curso. Incluso consultaron a narcóticos para cerciorarse. No encontraron direcciones susceptibles de haber sido confundidas con el apartamento de Sparks, salvo uno en la misma planta.

—Con estas dos preguntas tan importantes sin responder, señoría, nos parece bastante osado, de hecho, que la policía y el ayudante del fiscal del distrito se presenten aquí para pedir información privada a mi cliente como parte de una búsqueda de medios de prueba mientras un asesino anda suelto.

—A mí tampoco me gusta —dijo el juez Bandon recostándose en su silla con respaldo de cuero acolchado—. El tribunal concede al señor Sparks la petición de anular la citación del Estado . . .

—Pero señoría . . .

—Ya he oído suficiente, señor Donovan. Interrúmpame una vez más y se atendrá a las consecuencias. En virtud de Zurcher contra Stanford Daily, la acusación tiene derecho a obtener pruebas de terceros no sospechosos, pero únicamente si aporta pruebas de causa probable de que puede hallar pruebas materiales sobre la parte interesada. No ha habido tales pruebas aquí. Se dictará una orden por escrito.

Max bajó la cabeza un momento antes de ponerse a guardar los materiales de la audiencia en un maletín de piel marrón. Fue un gesto sutil, pero Ellie lo captó. Max estaba decepcionado, y no solamente por la sentencia del tribunal. Había advertido a Ellie esa mañana que sus probabilidades no eran buenas. Pero ese pequeño gesto sugería el temor de haberla defraudado.

Max miró por encima del hombro en dirección a Ellie. Su rizado pelo castaño estaba más revuelto de lo habitual; llevaba una semana intentando encontrar un momento para cortárselo. Sus ojos grises tenían un aspecto cansado, pero cuando ella levantó la barbilla hacia él y le guiñó el ojo, le devolvieron la sonrisa.

El intercambio privado no duró mucho.

—¡Su señoría! —A la exclamación de Guerrero siguió rápidamente una aspiración audible de Sam Sparks. Ambos tenían los ojos fijos en el cuaderno de Ellie, aún abierto en su regazo bajo el bolígrafo.

Ellie sintió como los ojos del juez Bandon seguían la mirada de los dos hombres.

—Supongo que hay más que ver aparte de recuadros de tres en raya y vectores de cubos.

Se hizo el silencio en los juzgados.

—Sus notas, por favor, detective Hatcher. —Apenas tardó un brevísimo vistazo antes de llamarla de nuevo al estrado.

—Yo también tengo unas cuantas preguntas que hacerle, detective.