Capítulo 4


11.45 h

MEGAN GUNTHER ACARICIÓ suavemente con las puntas de los dedos el teclado de su ordenador portátil. Era un tic. Si los dedos que usaba para mecanografiar estaban colocados en su sitio, tenía la tendencia de seguir moviéndolos; pequeños estremecimientos contra las teclas negras y lisas.

Recordó lo mucho que le suplicaba a su madre que la enseñara a escribir a máquina cuando tenía seis años. Sus padres acababan de comprar un ordenador doméstico, y Megan escuchaba a hurtadillas mientras se sentaban uno al lado del otro en el escritorio del padre, admirando las maravillas de la pantalla, todo ello atribuible a algo llamado internet. Pero Megan admiraba la rapidez con que los dedos de su madre volaban sobre el teclado.

Echó un vistazo al reloj blanco redondo que colgaba sobre la pizarra vacía detrás de la profesora Ellen Stein. Las 11.45. Quince minutos más. Treinta y cinco minutos de clase habían transcurrido, y las únicas palabras en la pantalla de su ordenador eran «vida y muerte», seguidas de la fecha, seguida a su vez de una sencilla pregunta: «¿Valen lo mismo todas las vidas?».

Megan se había apuntado a este seminario porque la descripción del programa había picado su curiosidad: «¿Merece la pena vivir la vida porque sí, o solo si la vida vivida es una buena vida? ¿Es la muerte necesariamente negativa? ¿Es una vida no vivida superior a una vida vivida en vano?».

La filosofía no era una asignatura principal de Megan; elegiría biología al año siguiente y su currículum seguía la línea específica de Medicina. Pero la descripción de este curso había captado su interés. Pensó que para ser bueno en la profesión médica, un futuro médico debía tomarse su tiempo para meditar sobre el hondo sentido de la vida y la muerte, además de aprender la ciencia que podía prolongar una y prevenir la otra.

Debía de haber previsto, no obstante, que un seminario de filosofía sin requisitos previos degeneraría en una serie de sesiones delirantes durante las cuales los universitarios dispersos —esos mismos que terminarían detrás de un mostrador de Starbucks o acaso en la facultad de Derecho— intentaban probar su maestría sobre las versiones más reduccionistas de las distintas ramas de la filosofía.

La clase de hoy, como solía ser el caso, había anunciado una promesa momentánea cuando la doctora Stein planteó la pregunta que seguía observando a Megan desde la pantalla de su portátil: «¿Valen lo mismo todas las vidas?».

Por desgracia, el primer estudiante que respondió sacó inmediatamente la baza de Hitler. «Pues claro que no. O sea, ¿quién lamenta la muerte de Hitler?» Después de tres semanas en un único curso de filosofía, Megan tenía el convencimiento de que la calidad del diálogo cívico nacional mejoraría considerablemente si prohibían motu propio todas las alusiones a la Alemania nazi.

La pobre doctora Stein había hecho lo posible por volver a encarrilar la conversación, pero entonces la chica que siempre vestía monos y se echaba aceite de pachulí desencadenó otra paja mental delirante al preguntarse en voz alta si los deficientes mentales disfrutaban de la vida tanto como la gente «normal».

Megan se descubrió observando como sus dedos zangoloteaban sobre el teclado otra vez. No tanto sus dedos como el teclado en sí. La composición. Entendía por qué la Q y la Z pertenecían al capricho de su meñique izquierdo; las alusiones a Hitler eran más comunes que el uso de estas letras. Pero ¿qué criterios se habían empleado para determinar las teclas que confeccionaban el «punto de partida», como lo llamaba su madre durante su temprana formación mecanográfica? A, S, D, L: estas las entendía. Pero ¿F y J? ¿Y el punto y coma? ¿Con qué frecuencia usaba nadie el punto y coma?

Se obligó a volver a la charla en torno a la mesa del seminario. Dedujo que el comentario de la chica del pachulí sobre los deficientes mentales había abierto un debate más amplio sobre el valor del conocimiento, cuando un chico con una gorra de vendedor de periódicos y una perilla mosca tipo beatnik repuso:

—Por favor, lee más a Ayn Rand. ¿Te preguntan sobre vidas sin valor y tú va y nos sales con retardados? De valor mucho más cuestionable es una vida gastada en absorber conocimiento pero sin hacer nada con él luego.

Después del comentario, Megan pensó que había visto un tic en el ojo izquierdo de la doctora Stein. Veinte minutos más tarde, la clase seguía debatiendo si el conocimiento valía algo en sí o meramente como un medio hacia fines prácticos.

—Pero incluso diferenciar entre conocimiento de por sí y por su importancia pragmática es una ficción —insistió la mujer del pachulí—. Eso presupone una realidad objetiva que existe sola, con independencia de nuestras respuestas cognitivas al respecto. No tenemos una medida de la realidad que no sea a través de nuestros pensamientos, entonces ¿a qué te refieres concretamente cuando hablas de «conocimiento que existe por sí solo»? Conocimiento es realidad.

—Solo si eres un idealista epistemológico —arguyó la mosca—. Puede que Kant acepte ese tipo de lógica, o incluso John Locke. Pero un realista sostendrá que existe una realidad ontológica que es independiente de nuestras experiencias. Y si podemos dejar de lado nuestro narcisismo durante treinta segundos y aceptar esta premisa, entonces no es mucho pedir a la élite privilegiada que use su conocimiento para marcar una diferencia concreta y objetiva en esta realidad.

—Esto se sale un poquito de nuestro tema . . .

Megan notó que sus ojos se apartaban involuntariamente del interlocutor, el chico mono que siempre llevaba camisetas de conciertos.

—Se saldrá un poquito del tema, pero ¿se ha preguntado alguien más por qué John Locke de Perdidos se llama John Locke? Eso explica las inconsistencias en las distintas historias. Los guionistas nos están diciendo que agarremos todos esos saltos al pasado y al futuro con pinzas; todos ellos están filtrados por el prisma de las experiencias personales de los personajes.

—Por Dios, ¿de verdad que acaba de decir eso? —El susurro procedía del estudiante que estaba sentado al lado de Megan, un chico con un suéter de los Philadelphia Flyers y una melena de aquí te espero—. Tendría que haber ahorrado el fondo fiduciario y matricularme en la universidad de Penn.

—Vale, chicos, se acabó. —Stein dio golpecitos con los nudillos en el tablero de la mesa para llamar al orden a sus alumnos —. Volvamos a la pregunta original.

Megan deseó haber recibido un dólar por cada vez que la doctora Stein los había devuelto «a la pregunta original». Desde luego, la mujer estaba puesta en lo suyo, pero tenía que dejar de tratar a aquellos imbéciles como a iguales intelectuales. Si este grupo tuviera la suficiente madurez para departir seriamente sobre la pregunta original, no estaría hablando de Hitler, deficientes mentales y una serie televisiva de náufragos en una isla.

Finalmente sucumbió a la tentación y abrió Internet Explorer en su portátil. Casi todos los edificios de la universidad estaban equipados con acceso inalámbrico a internet, pero una profesora seria como la doctora Stein ciertamente esperaba que sus estudiantes se contuvieran de usarlo en horas de clase. Sin embargo, la navegación apenas disimulada estaba al orden del día, lo cual no sorprendía a Megan. Esta política universitaria no era diferente, desde su punto de vista, de preparar unas rayas de cocaína delante de un adicto y decirle que no esnifara.

Desplazó la mano derecha a la alfombrilla del ratón y miró su cuenta de Gmail sin olvidar levantar la vista de la pantalla de vez en cuando para ofrecer un mohín pensativo. Del correo pasó a la página web de Perez Hilton con los cotilleos de los famosos. Después a Facebook, donde era su turno en el Scrabble que jugaba con Courtney. Sabía que, un día, la decisión de Courtney de no matricularse en la Universidad de Nueva York terminaría distanciándolas, pero de momento seguían en contacto virtual diario.

Megan observó que el vecino de la mosca tenía clavada la mirada en la pantalla de su portátil. Megan se disponía a lanzarle su mirada de advertencia más severa cuando el chico movió con el codo su cuaderno tres centímetros hacia ella.

Debajo de una serie de recuadros y círculos garabateados, había escrito: «Te falta PALURDO para ganar la partida».

Megan volvió a mirar el juego y confirmó el error. Cambió de nuevo a la pantalla de sus apuntes en blanco y escribió una cara triste, una coma seguida de una raya y el paréntesis izquierdo.

Su vecino escribió otra nota: «campusjuice.com».

Megan volvió al navegador, tecleó el nombre de la web en la barra de direcciones y le dio suavemente a la tecla entrar. «Campus Juice». Letras blancas burbujeantes sobre un fondo naranja, seguidas de un eslogan que lo decía todo: «Todo el jugo, siempre anónimo».

En medio de la pantalla, un recuadro con la etiqueta: «Elige tu campus».

Megan tecleó NYU y le dio a entrar. Apareció un menú que consistía en una lista de entradas, cada cual con su propio asunto.

El más tarado de tu residencia

WTF?!: ¿Brandon Salztburg ha dejado las clases?

Freshman 15 (y otros 15 más)1

¿Quién es más guarra, Kelly Gotleib o Jenny Huntsman?

Las profes más buenorras

Tengo un sex tape

Michael Stuart me ha pegado la gonorrea

Megan metió la mano derecha debajo de la mesa del seminario e hizo la señal del pulgar en alto a su vecino, que escribió un punto de exclamación en el margen de su cuaderno.

Luego pulsó el enlace que accedía a los cotilleos sobre Michael Stuart y su supuesta enfermedad de transmisión sexual. El mensaje llevaba colgado una hora, y ya habían respondido dos personas; una alegaba que Stuart vivía en su residencia y era un adicto total a las anfetas, la otra afirmaba ser el propio Michael Stuart con unas palabras poco amables sobre los muslos celulíticos de la que había colgado el mensaje original.

Megan se desplazó por las tres páginas siguientes de mensajes. La página entera estaba dedicada a cotilleos, insultos y ataques dentro del campus; todos aludían a nombres reales, pero con la posibilidad de hacerlo desde el total anonimato si el autor así lo prefería.

Terminaba de leer con detenimiento uno de los hilos más respetables —que especulaba sobre la identidad del orador de la ceremonia de graduación de ese año— cuando el título de otro mensaje llamó su atención.

Se quedó mirando las dos palabras en la pantalla:

Megan Gunther.

Movió el cursor hacia el hipervínculo, pero no acababa de decidirse a hacer clic en el texto. Algo en su interior —los instintos que poseen los humanos para la supervivencia emocional— le decía que ese clic lo cambiaría todo. No quería leer lo que fuera que hubiesen escrito ahí a ojos de todo el mundo.

Megan se sobresaltó ante el sonido de un libro cayendo en su mesa. Alzó la mirada para ver los ojos de Ellen Stein clavados en los suyos, junto con diecinueve caras más jóvenes y conspiradoras que sonreían ante su embarazo.

—Disculpe, señorita Gunther. ¿Estamos interrumpiendo su búsqueda informática?