Cuatro meses después . . . Miércoles, 24 de septiembre
11.00 h
ELLIE HATCHER LEVANTÓ la mano derecha y juró decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Pero el testimonio que dio al juez Paul Bandon no fue realmente toda la verdad. Fue una recitación escueta y concisa de los hechos básicos —y solo los hechos— de una llamada de hacía ciento veinte días. Hora: las 11.30. Lugar: un ático en un edificio llamado 212 en la esquina de Lafayette con Kenmare. Naturaleza de la llamada: el informe de unos disparos, seguido del posterior descubrimiento de un cadáver acribillado en el dormitorio. El hombre asesinado: Robert Robo Mancini, guardaespaldas del magnate inmobiliario de Manhattan Sam Sparks.
Ellie se permitió mirar de reojo a Sparks, el cual, sentado a la mesa del abogado de la defensa Ramón Guerrero, tenía una mirada impasible. Según el informe policial, Sparks contaba cincuenta y cinco años, pero al observarlo esa mañana, Ellie comprendió por qué disfrutaba de la asidua compañía de las modelos y jóvenes aspirantes a estrella que lo acompañaban en las páginas de sociedad. No era solo el dinero. Con la mandíbula cuadrada, los claros ojos verdes y la eterna mirada fruncida de Clint Eastwood, Sparks desprendía esa intensidad cincelada que es un anzuelo para cierta clase de mujeres.
A Ellie le asombraba que el magnate se hubiera molestado en aparecer en persona. Probablemente era su forma de señalar al juez Bandon que la audiencia era tan importante para él como para la policía. La única espectadora del lado del Gobierno en los juzgados, en el último banco junto a la entrada, era Genna Walsh, la hermana de la víctima. Ellie le había dicho que no valía la pena que fuese a la ciudad para la audiencia, pero no pudo disuadirla. Puede que Sparks no fuese el único que intentaba transmitir un mensaje.
El ayudante del fiscal del distrito Max Donovan siguió formulando a Ellie las preguntas directas que sentarían las bases de la moción del día.
—¿Residía el fallecido en el apartamento donde fue encontrado su cadáver, el ático del Edificio 212 en el número 212 de Lafayette?
—No. La residencia personal del señor Mancini estaba en Hoboken, Nueva Jersey.
—¿Era propietario del apartamento donde fue encontrado su cadáver? —preguntó Donovan.
—No.
—¿Quién es el propietario?
—El jefe de Mancini, Sam Sparks.
—En su minucioso registro del escenario del crimen, ¿encontraron alguna prueba que sugiera que el fallecido pasaba una temporada larga en el 212?
—No, no encontramos ninguna.
—¿Ninguna maleta, cepillo de dientes o kit de afeitar, nada en esta línea?
—No. —Ellie odiaba el formal tira y afloja de rigor en las testificaciones. Habría preferido sentarse a una mesa frente al juez Bandon y exponerle todos los hechos a él—. De hecho, el mismo señor Sparks nos dijo aquella noche que el fallecido solo iba a hacer uso del apartamento por la tarde.
De nuevo, Ellie se limitó a informar de los hechos. Según Sparks, había finalizado la urbanización del 212 seis meses antes y había decidido quedarse el ático como inversión y espacio donde alojar a inversores europeos, los cuales preferían cada vez más los lofts modernos del centro a las viviendas temporales más convencionales y no tan céntricas. Para justificar la deducción fiscal de este espacio como gasto de la empresa, cedía el uso del apartamento a su asistente personal y sus agentes de seguridad cuando el calendario lo permitía.
Max Donovan había clavado fotografías del escenario del crimen en un tablón cerca del estrado. Desplazándose por la secuencia de fotos, Ellie describió el desorden del apartamento: los armarios y los cajones abiertos, las posesiones relativamente escasas esparcidas por el suelo como confeti.
—Por lo que parece —dijo Max—, ¿solo se salvó el cuarto de baño?
En la última foto del tablón, solo la puerta de un armario en el cuarto de baño principal, por otra parte ordenado, aparecía completamente abierta, con una pila de toallas esparcidas por el suelo de azulejo bajo el lavamanos.
—Correcto —respondió Ellie.
—Supongo que unos rollos extra de papel higiénico y números pasados de Sports Illustrated no son el objetivo usual de un allanamiento de morada.
El comentario de Max no fue especialmente gracioso, pero como los chascarrillos en los juzgados eran notoriamente inusuales, el apunte provocó una risita del juez Bandon.
El quid del testimonio era simple: el violento allanamiento de morada del 27 de mayo en un apartamento de la séptima planta que daba a la calle Lafayette no tenía nada que ver con Robert Mancini hasta que el pobre hombre se vio atrapado en medio de un tiroteo. La relación del guardaespaldas con la casa era demasiado irrelevante —demasiado tangencial— como para que el fallecido hubiera sido el objetivo premeditado de las cuatro balas que acabaron penetrando su torso desnudo aquella noche.
No, el crimen no tenía nada que ver con Mancini. El objetivo real era, o bien un robo, o bien el propio Sam Sparks, y el robo parecía improbable. Pese al mobiliario caro —dos televisores de pantalla plana, un equipo estéreo de primera calidad, la alfombra que hacía las veces de obra de arte—, no faltaba nada en el apartamento.
De modo que, en adelante, la policía quería saber más sobre Sam Sparks.
Desde el estrado, Ellie vio por el rabillo del ojo un retrato en un marco plateado detrás del tribunal. En la fotografía, un feliz Paul Bandon sonreía de oreja a oreja junto a una esposa de aspecto impecable y un adolescente con toga y bonete azul marino. Fuera de esa sala, debajo de la toga, Bandon era una persona normal y corriente, con una vida real y una familia. Ellie se preguntó —si se dejaba de tonterías y le exponía todos los hechos— si el juez Bandon comprendería por qué la serie de sucesos del 27 de mayo la habían colocado en medio de una batalla entre la oficina del fiscal del distrito y uno de los hombres más poderosos de la ciudad.
Acaso entendería cómo se había sentido ella cuando Sparks irrumpió en el escenario del crimen, con su esmoquin a medida, seco y como un pincel, en aquella noche torrencial, enojadísimo por el alboroto en su ático prístino. Acaso imaginaría las miradas desdeñosas de Sparks a los agentes de policía que habían mancillado su inmaculada segunda vivienda, los mismos oficiales que protegían la apariencia del orden que permitía a Sparks ganar miles de millones con el negocio inmobiliario en Manhattan. Acaso comprendería que ella ni siquiera había pretendido arrestar a Sparks y al punto se habría dado de tortas por haberlo hecho. Todo lo que quiso entonces fue borrar la mirada engreída de su cara, lo justo para que un hombre asesinado en su dormitorio cobrase para él más importancia que la alfombra de su vestíbulo.
Si Ellie contara toda la verdad, le diría al juez Bandon que había algo en Sam Sparks que la sacaba de sus casillas. E intentaría explicar que lo único que le preocupaba más que ese algo era su incapacidad por controlar esta sensación.
El rígido rechazo de Sparks a cooperar en la investigación de la policía —todo por culpa de su primer fatídico encuentro; encontronazo al que ella había contribuido, y no poco— había concurrido en una investigación de cuatro meses que no llevaba a ninguna parte.
—En suma, pues, detective Hatcher, ¿el acceso a los documentos financieros y empresariales que le pedimos al señor Sparks la ayudarían en su investigación? —preguntó Donovan.
—Eso creemos —dijo mirando esta vez al juez Bandon—. El señor Sparks es, como todos sabemos, un hombre extremadamente exitoso. La irrupción en una de las propiedades personales que usaba de escaparate podría ser un mensaje para él. Si tiene enemigos financieros o empresariales, necesitamos investigarlo.
—Y para que nos aclaremos, ¿es el señor Sparks objeto de su investigación?
—Por supuesto que no —dijo Ellie.
Si hubiera de revelar toda la verdad, Ellie le diría al juez Bandon que, sin duda, sospecharon de Sparks en su momento, pero que lo descartaron de inmediato.
—¿Hay algo más que desee añadir a su testimonio, detective Hatcher?
En el discurso educado de los juzgados, el ayudante del fiscal del distrito Max Donovan la llamaba detective Hatcher. Pero esa tampoco era toda la verdad. Si los tribunales tuviesen algo que ver con toda la verdad, Max la llamaría Ellie. Y uno de los dos habría tenido que revelar que, esa misma mañana, la detective que prestaba testimonio se había despertado desnuda en la cama del ayudante del fiscal del distrito.
—No, gracias, señor Donovan.