Capítulo 2


LA DETECTIVE ELLIE Hatcher y su compañero J. J. Rogan estaban empapados. No humedecidos. Ni mojados. Empapados. Los meteorólogos podrían haber medido en cubos por segundo la lluvia que regó las calles de Manhattan esa noche.

Ellie tendría que haberse sentido agradecida por la tormenta. Era el primer respiro después de una ola de calor de finales de mayo que había durado una semana entera, batiendo todos los récords. Durante siete días consecutivos el mercurio había rozado los tres dígitos. Las temperaturas opresivas de esta índole nunca eran motivo de celebración, pero en Nueva York el calor atmosférico abocaba a un bochorno de otro carácter totalmente distinto. Como consecuencia del calor retenido por el cemento en combinación con el aire estático y viciado, la ciudad entera apestaba a una mezcolanza de sudor corporal, basura y orina. Las calles y las líneas de metro estaban atestadas de gente. La población, pegajosa. Malhumorada. Bebía más de lo habitual. Salía hasta más tarde. Y se volvía más peligrosa.

En Nueva York el calor engendra violencia.

Ellie y Rogan habían deseado que la lluvia limpiara la primera noche apacible de una semana que había sido febril. Tendrían que haberlo previsto.

La primera llamada que recibieron los envió al escenario de un homicidio en SoHo. Una pareja guarecida bajo el toldo de un restaurante había divisado la silueta de un hombre boca abajo en el asiento trasero de un BMW 325 aparcado en Grand. Para cuando los técnicos de emergencias médicas descubrieron las marcas de pinchazos y Ellie hubo sacado los cuarenta y seis centímetros de goma del reposapiés del asiento trasero, ella y su compañero estaban empapados.

Apenas habían terminado el informe, y se disponían a volver a la oficina de la brigada para secarse, cuando recibieron el segundo aviso, esta vez a un ático de Lafayette con Kenmare. Mientras subían por Crosby, Ellie vio un montoncito de flores apoyado en un pórtico en la esquina de Broome, un homenaje azotado por la lluvia al fallecido Heath Ledger. Habían transcurrido ya más de cuatro meses desde la sobredosis accidental del actor; hoy, los medios de comunicación habían anunciado la muerte de Sydney Pollack de cáncer de estómago. Cuando las celebridades morían, todo el mundo sentía interés, incluso si no conocían a estos astros mejor que cualquier pobre diablo cuyo nuevo expediente se dispusieran a abrir Ellie y Rogan.

La dirección del piso resultó ser el 212 de Lafayette, pero el letrero de cristal azul en la reluciente fachada blanca del edificio rezaba solamente 212. Mientras que un siglo atrás los constructores habían designado el oeste estadounidense con nombres como Dakota, Wyoming y Oregón, la última moda eran los títulos minimalistas que lograban evocar imágenes de perfección urbana con un discreto vocablo: Cielo, Onyx, Azure. ¿Y qué podía representar mejor la quintaesencia de Nueva York sino el famoso código de área 212 de Manhattan?

Charcos grisáceos y turbios se habían formado a sus pies cuando el ascensor llegó al séptimo piso. Las puertas se abrieron mostrando un pasillo estrecho ocupado por un agente vestido de uniforme, de pie, entre dos puertas de color pizarra. El policía hizo una seña en dirección a la que estaba abierta.

—No es técnicamente un ático —observó Rogan mientras las puertas del ascensor se cerraban con un susurro a sus espaldas—. En un ático de verdad se entra directamente desde el ascensor al apartamento.

Solo el vestíbulo era el doble de grande que todo el piso de Ellie.

—Como si un agente inmobiliario lo llama chabola —dijo Ellie—. Me lo quedaba igual.

Rogan se desabrochó la gabardina y la dejó caer al suelo del vestíbulo. Ellie hizo lo mismo con su impermeable. Lo último que necesitaban era un escenario del crimen encharcado.

Mientras se adentraban en los sonidos de las voces que procedían del salón, Ellie observó el estado del apartamento. Debajo de una estantería empotrada había libros esparcidos por el suelo. Los cajones vacíos de un aparador del comedor estaban completamente abiertos. Los armarios de la cocina, también de par en par.

Una pirámide de troncos sin prender descansaba pintorescamente bajo la repisa de una chimenea sobre la que lucía una única fotografía enmarcada en cristal: un hombre atractivo de mediana edad estrechando la mano del expresidente. El hombre le resultó familiar.

La persona de la foto no era, sin embargo, el hombre desnudo que hallaron tendido en las sábanas blancas de una cama extragrande en la suite principal, con un preservativo usado cuidadosamente anudado sobre la mesita de noche junto a él.

El cuerpo, la cama y la pared estaban acribillados por las balas. La mesita de noche y los cajones del aparador estaban abiertos, lo mismo que las puertas de dos armarios dobles. Todo vacío. En comparación, el cuarto de baño contiguo parecía relativamente intacto, con solo una pila de toallas esparcidas por el suelo.

Una voz procedente del salón interrumpió su inspección del desorden.

—¿Robo? ¡Robo! ¿Dónde narices está?

—Detectives. Creo que el propietario del piso está aquí. —Un agente aguardaba nervioso en el vano del dormitorio principal.

—¿Quién lo ha llamado? —preguntó Rogan.

El agente se encogió de hombros.

—Avisamos al conserje. El conserje habrá llamado al propietario.

—¿Le ha ordenado alguien que avisara al conserje, agente? —Sobre la mandíbula apretada de Rogan, una vena latía en la sien—. ¿Le hemos ordenado que lo hiciera?

—Ya me ocupo yo —dijo Ellie, que pasó rozando al agente mientras este balbucía una tímida disculpa. Ellie volvió al salón, donde encontró a un hombre esbelto de mediana edad con esmoquin negro y pajarita blanca. Tenía el pelo entrecano cuidadosamente recortado e intensos ojos verdes. Lo reconoció como el hombre de la fotografía en la repisa de la chimenea.

El hombre la miró de pies a cabeza, sin duda tratando de averiguar cómo encajaba una mujer descalza con camisa de lino turquesa y pantalones de pitillo negros en un piso lleno de agentes de policía.

—¿Quién es usted?

—Detective Ellie Hatcher. Departamento de Policía de Nueva York. —Le enseñó la placa que llevaba sujeta a la cintura.

—Deduzco por sus pies descalzos que dos pares de todos esos zapatos encima de mi Ryan McGinness son suyos.

—¿Se refiere a la alfombra? —Ellie miró la alfombra con estampados que la separaba del hombre con esmoquin.

—Es arte —dijo el hombre—, pero está claro que usted no lo aprecia. Robo, déjame todo esto limpio. Robo . . . Lo he llamado hace cuarenta y cinco minutos para que se encargue de todo este engorro. Robo . . . .

Se dirigió hacia el dormitorio, pero Ellie alzó una mano.

—He respondido a su pregunta, caballero. Ahora me toca a mí. ¿Quién es usted? —Seguía sin caer en la cuenta de dónde lo había visto antes.

—Soy el propietario del apartamento que, a todas luces, ustedes han requisado. Robo . . .

—¿Es Robo un tipo fornido? ¿De pelo castaño? ¿Tatuaje en la manga alrededor del brazo derecho, duende tatuado en la cadera izquierda?

El hombre la miró pestañeando.

—Haré como que no he oído lo que está insinuando.

—No estaba insinuando nada. Asumiendo que nunca ha visto el tatuaje de la cadera, ¿el resto de la descripción encaja con el hombre?

Este asintió.

—¿Dónde está? No me hace ninguna gracia que la llamada de un conserje me haya sacado de una reunión importante.

—Desgraciadamente, señor, el hombre a quien llama Robo está muerto. Le han disparado en lo que parece ser la cama de usted. Y estaba desnudo en ella, si es que siente curiosidad.

El hombre la miró durante tres latidos completos antes de que la comisura de sus labios se abriera lentamente.

—Va a lamentar esta conversación, señorita Hatcher. No voy a pedirle que asee el lío que han armado para que no me acuse de sexismo, pero le agradecería que uno de sus lacayos de guardia remunerados con el dinero de los contribuyentes quitase sus zapatos mojados de lo que tan elocuentemente ha llamado mi alfombra. Vale más de lo que usted gana en un año.

—Primero necesito un nombre y un documento de identidad, señor.

—Samuel Sparks. —Ni siquiera fingió el gesto de sacarse la cartera.

—¿Y quién es Robo?

—Su nombre es Robert Mancini. Es uno de mis especialistas en protección. Lo estoy llamando desde que me han mandado buscar por no sé qué emergencia de la policía.

—Un especialista en protección. ¿Se refiere a un guardaespaldas?

El hombre asintió y Ellie asoció de pronto el nombre a la cara: Samuel Sparks era Sam Sparks. Ese Sam Sparks. Antes de conseguir un subalquiler de renta limitada y legalidad cuestionable, Ellie había escudriñado detenidamente innumerables listas de pisos en edificios de Sparks para los que no le alcanzaba el dinero. Este era el hombre del que habían rumoreado que iba a comprar los 110 edificios de Stuyvesant Town para convertirlos en bloques de apartamentos, antes de que un potentado rival pujara más alto. Era el magnate que había sido fotografiado con tantas mujeres diez y se había convertido en pasto de la prensa amarilla y los paparazzi; algunos de ellos habían llegado a especular incluso sobre la sexualidad del autodenominado «soltero permanente». Ellie supuso que estos rumores podrían explicar la reacción de Sparks al mencionarle la cadera al descubierto de la víctima.

La sonrisita de Sparks se abrió a una sonrisa más franca.

—Puede disculparse en cuanto hayan recogido esos zapatos.

Sobra decir que Ellie no se disculpó.

—Señor Sparks, su apartamento es ahora oficialmente el escenario de un crimen. Necesito que se marche.

—¿Disculpe?

—¿Ha oído lo que le he pedido, señor?

—Pues claro que la he oído, pero . . .

—Pues entonces le ordeno, por segunda vez, que abandone el edificio. —Ellie usó intencionadamente la clase de tono hago-uso-de-mi-autoridad que provocaba que una persona quisiera desobedecer.

—No voy a marcharme de mi propio . . .

—Sam Sparks, queda arrestado por desobedecer la orden legal de un agente de policía. —Ellie señaló con el dedo índice a un agente que había estado observando discretamente desde la entrada. El agente sacudió las esposas de su cinturón.

—¿Quiere hacer los honores, o me lo deja a mí? —preguntó el agente.

Sparks sorbió entre dientes y forzó la vista para leer la placa del agente.

—Agente T. S. Amos. No se atreva a dar un paso más a menos que quiera pasarse el resto de su carrera en el Departamento de Policía de Nueva York estacionando patrullas.

Ellie le arrebató las esposas de la mano.

—Ni te molestes, Amos. Este es todo mío.