EL SOL NUNCA brilla en la Oreja del Diablo. La agente especial del FBI Andie Henning debió de haber oído aquella advertencia una docena de veces de camino a Ginnie Springs, en Florida. La Oreja del Diablo era una de las puertas al inframundo acuático más espectaculares del acuífero del norte de Florida, un oscuro y peligroso laberinto de piedra caliza en el que se interconectan grutas que desaguan a diario veintinueve mil cien millones de litros de agua potable y cristalina.
—¿Cuánto falta? —gritó Andie, intentando hacerse oír a pesar del rugido del motor fueraborda simple.
La embarcación avanzaba a toda máquina e iba dejando una estela en forma de uve junto a las riberas del río, negro como la tinta. El Santa Fe era un río de aguas poco profundas, más adecuado para canoas y kayaks que para lanchas motoras. Solo un piloto experimentado podría navegar río abajo a esa velocidad, sobre todo en mitad de la noche. En algún lugar, en la oscuridad, habría garzas y caimanes, pero a medianoche el bosque dormía. Los altos cipreses eran simples siluetas cuyas extremidades cubiertas de musgo apenas eran visibles bajo el cielo estrellado. Una fina capa de niebla se extendía sobre el río y cubría hasta la cintura a los que estaban a bordo. Cortaba la lancha como un láser lo haría con un algodón de azúcar. Andie se subió la cremallera de la chaqueta del FBI para mantener el frío a raya.
—Unos dos minutos —gritó el piloto.
Andie comprobó la hora. Ojalá tuvieran dos minutos.
La llamada del secuestrador de la noche anterior había confirmado que la familia había pagado el rescate, a pesar de que el FBI les había recomendado no hacerlo. Un millón de dólares en efectivo sería una buena suma para una persona promedio, pero apenas suponía un problema para Drew Thornton, uno de los criadores de caballos más ricos de Ocala. El mensaje de teléfono entrecortado informaba de que podrían encontrar a la señora Thornton en la Oreja del Diablo. Les bastó un minuto para descifrar lo que eso significaba. La oficina del sheriff desplegó de inmediato un equipo de buzos de salvamento. Andie y dos agentes de la oficina de Jacksonville los acompañaron. Formaban parte del equipo asignado al caso Thornton, y Andie era la única negociadora que se había quedado en el lugar de los hechos, Ocala, a lo largo de aquel calvario que duraba ya tres semanas.
El motor se apagó, el ancla cayó por la borda y la embarcación se detuvo. De inmediato, el equipo tomó posiciones.
—¡Todos en pie! —gritó el jefe de la brigada de rescate.
Tres buceadores se lanzaron al río. Al tocar un interruptor, las linternas de buceo convirtieron el agua negra en una piscina clara y resplandeciente. El piloto de la embarcación era el sheriff Buddy McClean, un hombre corpulento de unos cincuenta años. Tanto él como su ayudante permanecieron a bordo con Andie y los dos agentes técnicos del FBI. El ayudante controlaba la cuerda salvavidas, una soga larga y sintética que ataba a los buzos a la embarcación. Era su ruta de salida de la red de cuevas. Uno de los técnicos ayudó a soltar poco a poco el cable de transmisión a medida que los buceadores descendían con una cámara sumergible. Mientras, el otro agente manipulaba el monitor e intentaba que se viera alguna imagen.
Cientos de burbujas asomaron a la superficie. Las luces se nublaron bajo el bote, y de repente el río recuperó su color negro. Era como si alguien hubiera tirado del enchufe geológico, pero la pantalla del monitor brillaba en la oscuridad y contaba una historia diferente.
—Ahí la tiene —dijo el sheriff McClean—. La Oreja del Diablo.
Andie comprobó el monitor. Las luces y la cámara acuática le permitían ver exactamente lo que los buceadores estaban viendo. El equipo estaba en la cueva, en algún lugar bajo el lecho del río. Andie preguntó:
—¿Conocen bien sus buceadores estas cuevas, sheriff?
—Demasiado bien —respondió McClean—. Desde la primera vez que nadé aquí, cuando era todavía adolescente, más de trescientos buceadores han bajado a estas cuevas y nunca volvieron. La Oreja del Diablo se ha cobrado su cuota justa de almas que estaban poco dispuestas a marcharse. En mis años mozos yo mismo saqué a dos con mis propias manos.
—¿Qué probabilidades hay de que la señora Thornton siga viva? —preguntó el ayudante.
Andie no respondió de inmediato.
—Hemos tenido casos en los que las víctimas secuestradas fueron enterradas vivas y salieron con vida.
—Sí, ¿pero bajo el agua?
—Nunca he oído hablar de un caso similar —contestó ella—, pero siempre existe una primera vez para todo.
Se hizo un silencio a bordo, como si todos temieran que se tratara más de la recuperación de un cuerpo que del rescate de una víctima. Aunque eso no significaba que hubieran perdido las esperanzas.
«¿Y si está viva?», pensó Andie. ¿Tendría esa pobre mujer idea de dónde estaba? En algún lugar bajo aquel cauce negro, por debajo de sabe Dios cuántos pies de arena y piedra caliza, yacía un ser vivo, mujer y madre. Quizá estuviera atrapada en algún tanque o cápsula presurizado, en una envoltura oscura y silenciosa, con aire suficiente para permanecer en ella un par de horas. O tal vez fuera peor, que su secuestrador la hubiera soltado allí con tan solo una máscara, el tanque de oxígeno y el regulador. Sea como fuere, estaría en la oscuridad total, incapaz de encontrar —o mejor dicho, de sentir— la forma de salir de aquel panel de abejas subacuático. Tal vez podía oír o incluso sentir las fuertes corrientes que pasaban a su lado, agua de manantial fresca que fluía a una velocidad de cientos de metros cúbicos por segundo. Podría decidir si ir contra corriente o si dejarse llevar por ella, pero sin saber cuál era el camino hacia la superficie. Las rocas puntiagudas podían cortar como cuchillos. Un cambio repentino en la altura del techo podría dañar su equipo de oxígeno o dejarla inconsciente. Pero ni siquiera en el momento más terrible de pánico llegaría a imaginarse que algunos de esos sistemas de cuevas se estrechaban unos veintiocho kilómetros, que podrían conducirla a lo largo de cientos o miles de kilómetros bajo la superficie, ni que el promedio de litros de agua potable del acuífero de Florida se filtraba y circulaba una y otra vez durante al menos veinte años antes de llegar a la superficie.
«Inconsciente», pensó Andie. Viva pero inconsciente; ese era, con diferencia, el mejor de los escenarios.
—¿Dónde están ahora? —preguntó Andie.
El sheriff McClean se acercó a la pantalla. Hacía tiempo que los buceadores habían pasado el punto donde ya no importaba si era de noche o de día.
—Diría que a unos trescientos veinte kilómetros cueva adentro.
—¿Y cómo lo sabe?
—¿Ve esa formación rocosa de ahí, justo delante de ellos? —dijo mientras señalaba al monitor—. Esa cosa que se parece a la enorme boca abierta de una ballena se llama la angostura de los labios. Es el primer estrechamiento del sistema del Diablo.
—¿Y van a pasar por ahí? —preguntó el técnico.
—Claro. Ahora mismo están en la galería, que es básicamente un gran pasillo que los llevará desde la entrada a la primera cueva. Todavía queda mucho por explorar más allá de esos labios.
—¿A qué profundidad están? —preguntó Andie.
—Quizá a quince metros. No se alcanza mucha más profundidad en esta parte del sistema. Lo que me da algo de esperanzas de . . . ya sabe . . .
De que la señora Thornton continuara con vida. No hacía falta que lo dijera.
En la pantalla, el buzo que lideraba la operación atravesó los labios, como cuando la ballena engulló a Jonás. El cámara iba detrás, controlando el aparato, que daba tirones hacia delante y hacia atrás a medida que se abría camino a través de la abertura. La imagen se estabilizó en cuanto la brigada estuvo reunida al otro lado de los labios. Allí, la cámara no tuvo que desplazarse arriba y abajo y de abajo arriba. En un solo cuadro podía verse toda la cueva, con el suelo de arena y el techo de piedra caliza. Los buceadores cambiaron los tanques de posición, pasándolos de la espalda al vientre, de manera que el equipo no rozara las formaciones escarpadas que tenían sobre sus cabezas.
Despacio, la cámara recorrió la cueva, con la ayuda de las potentes linternas de buceo. A Andie le recordó una antigua tumba, una versión acuática de las catacumbas romanas, aunque intentó no perderse en esos pensamientos. No cuando la vida de una mujer pendía de un hilo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
La cámara enfocaba un largo eje que sobresalía ligeramente de la pared.
—Parece un hueso —dijo el agente técnico.
—¿Cree que podría ser . . .?
—No es posible —replicó el sheriff—. Eso ha estado ahí desde hace siglos, probablemente sea de una ballena o incluso de un mastodonte. Hay todo tipo de reliquias prehistóricas ahí abajo. Antiguamente había más, hasta que todos los turistas imbéciles empezaron a venir y a llevárselas a paladas para convertirlas en pisapapeles.
La cámara se alejó y enfocó al tercer buceador. Todas las linternas le apuntaban. En la mano enguantada sostenía un frasco de vidrio. Lo rompió, y una fina raya azul se extendió por toda la pantalla.
—Es un tinte de contraste —aclaró el sheriff—. Están comprobando la corriente. No siempre es fácil saber la manera en la que está circulando el agua. Por lo general, fluye hacia arriba, como una chimenea, pero depende mucho de la cantidad de lluvia que hayamos tenido últimamente, de si ha habido derrumbes o hundimientos en el sistema. He visto como algunos estanques se vaciaban con tanta rapidez que los árboles eran arrancados de la misma orilla; la naturaleza no distinguió el grano de la paja y se lo tragó todo. Lo que sucede ahí abajo es algo complicado. Incluso un buceador experimentado puede desorientarse con mucha facilidad.
—¿Está insinuando que se han perdido? —preguntó Andie.
—En absoluto —respondió el sheriff—. Con todos esos pasadizos, lo único que están intentando averiguar es dónde habrá podido acabar la señora Thornton.
—¿Quiere decir si está viva o muerta?
—Me refiero a si está ahí abajo —respondió, evitando hacer predicciones.
En la pantalla, la estela de color azul se disipó. El buceador que dirigía la operación hizo un gesto y el equipo dio un giro de ciento ochenta grados.
—¿Van a volver? —preguntó Andie.
—Sí, pero no exactamente por el camino de entrada. Parece que están tomando el desvío de los labios, que también se conecta con la galería.
Los buzos cruzaron un pasillo estrecho que los condujo a una zona más amplia. Tal vez un experto podría apreciar los diferentes tonos de piedra caliza del Oligoceno, el mosaico de conchas y galletas de mar fosilizadas en la pálida piedra llena de huecos, la variedad de formaciones y texturas de superficie que se habían ido desarrollando a lo largo de entre treinta y sesenta millones de años. Para Andie, sin embargo, observar el monitor se estaba convirtiendo en algo monótono. No era de extrañar que tantos buceadores hubieran exhalado su último suspiro mientras nadaban en círculos, algunos sin ni siquiera darse cuenta de que la libertad estaba a tan solo unos pocos metros.
—Se dirigen hacia la rejilla —dijo el sheriff.
—¿Qué es eso? —preguntó Andie.
—Hay un pasaje en el túnel principal que está bloqueado por una reja de acero. Después de haber perdido a una veintena de buzos, parecía sensato barrar el paso y evitar que nadie más se colara por allí.
—¿Así que el tinte está dirigiendo a su equipo de buceo hacia el túnel principal, donde murieron todas esas personas?
Antes de que el sheriff pudiera contestar, la imagen de la pantalla captó su atención. Al principio, no era más que una mancha de color frente a la piedra caliza verde amarronado. La forma era demasiado irregular, demasiado retorcida como para ser humana. Poco a poco, sin embargo, el zoom de la cámara se fue acercando y las partes empezaron a convertirse en un todo.
—¡Dios mío! —exclamó Andie; sus palabras brotaron como un reflejo.
Era un cuadro inquietante y surrealista. En aquellas aguas cristalinas que fluían, el pelo largo hasta los hombros parecía flotar con tranquilidad, como si fueran los mechones de una sirena durmiente. La mujer estaba inconsciente, si es que seguía viva, y su torso estaba torcido y aprisionado contra la reja de acero por efecto de la fuerza de la corriente del acuífero. Tenía la pierna derecha atrapada entre los barrotes que bloqueaban la entrada al túnel principal. Obviamente, estaba rota, ya que colgaba en un ángulo pronunciado por debajo de la rodilla. Iba vestida, pero los pantalones y la camiseta estaban hechos jirones, y la piel mostraba muchos rasguños y cortes. Andie se acordó de una víctima por ahogamiento cuyo cuerpo había sido recuperado en el río Columbia, en Washington, el estado donde nació, y que había sido maltratado mientras fluía aguas abajo.
—Es Ashley Thornton —dijo McClean.
—¿Está seguro? —preguntó el técnico.
—¿Quién más podría ser? —dijo Andie.
Abajo, los buceadores se movían con rapidez. El cámara siguió grabando mientras los demás iniciaron el rescate. De inmediato, el jefe de la operación empezó a intentar liberar la pierna de la víctima de los barrotes, al tiempo que espantaba las pequeñas anguilas color mostaza que pululaban alrededor del cuerpo como buitres bajo el agua. El otro buzo se quitó el guante para comprobar el pulso, y enseguida le colocó en la boca un sistema de respiración.
—Ese respirador no le hará mucho bien si tiene los pulmones encharcados de agua —se lamentó Andie.
—Hay que intentarlo —replicó McClean—. El tiempo de supervivencia puede ser mayor en un agua tan clara y fría.
—Sigue siendo una cuestión de minutos —dijo Andie—. El agua dulce va directamente al torrente sanguíneo. Sus glóbulos rojos están estallando mientras hablamos. Nos enfrentaríamos a un caso de hipoxia o un ataque al corazón, si es que no los ha sufrido ya.
A cada segundo llegaban más pequeñas anguilas, que daban mordiscos a los buceadores para ver si ellos también se podían comer. El segundo de ellos comprobó de nuevo el pulso de la mujer. Miró fijamente a la cámara y negó con la cabeza, lo que no auguraba nada bueno. Su única esperanza era la reanimación cardiopulmonar, lo que supuso tener que llevarla de inmediato a la superficie, a pesar de que los buzos tuvieron que sortear las curvas. El buceador gesticuló con desesperación hacia el jefe de la operación, que estaba trabajando sin descanso para liberar la pierna de la mujer de los barrotes. El cámara dejó el aparato en el suelo y se acercó nadando para ayudar.
Los buceadores estaban fuera del cuadro, pero la señal de vídeo continuó. La tripulación de a bordo solo veía el suelo arenoso y el brazo de la víctima.
—¿Qué es eso? —preguntó Andie señalando la pantalla.
Los demás miraron más de cerca. La víctima tenía algo atado alrededor de la muñeca. Era una pulsera, pero no del tipo de joyería que llevaría una mujer. Más bien parecía una pulsera de identificación de plástico, como las que se usan en los hospitales.
—¿Estuvo la señora Thornton en el hospital antes del secuestro? —preguntó Andie.
—No, que yo sepa —respondió el sheriff.
—Creo que tiene escritas algunas letras —dijo Andie.
El técnico ajustó el contraste para que resultara más fácil examinar la pulsera. Al enfocar, apareció el texto.
—¿Puede leerlo? —preguntó el sheriff.
—Congele la imagen —pidió Andie.
El técnico pausó la señal de vídeo.
—Parecen dos palabras —dijo—. Quizá pueda aumentar su tamaño y hacer que se vea más nítido. —Trabajó en ello y enfocó la primera letra—. N-ú . . . algo. La última letra parece una o.
—¿Puede conseguir el resto? —le preguntó Andie.
Hizo un ajuste más y aparecieron dos palabras. No eran perfectas, pero eran claramente legibles.
—«Número erróneo» —leyó Andie en voz alta.
El sheriff refunfuñó.
—¿«Número erróneo»? ¡Qué hijo de perra! ¿Se cree que es gracioso, o qué?
—No es una broma —respondió Andie mientras apartaba la mirada de la pantalla—. Es un mensaje. Y creo que sé exactamente qué nos está queriendo decir.