ELLIE SEGUÍA EN camiseta y pantalón de chándal cuando J. J. Rogan apareció en un Crown Vic blanco, salió de Franklin D. Roosevelt y reclamó un trozo de tierra como aparcamiento.
Mientras iba hacia su compañero maldijo al joven agente Capra por no haber vuelto de lo que tendría que haber sido un desplazamiento rápido. Imaginó a su hermano enseñándole un riff en la guitarra a su nuevo fan mientras ella estaba trabajando en el escenario de un crimen con la ropa de correr.
Su inseguridad se multiplicó al ver salir del coche a Rogan. Como siempre, iba de punta en blanco. El conjunto que había elegido para ese día era un traje negro con chaqueta de tres botones, camisa gris metálico bien planchada y corbata morada con lunares blancos. Dos días antes había mirado la etiqueta de la chaqueta que había dejado en el respaldo de su silla, Canali. Unos dos mil dólares. Supuso que aquella costaba más o menos lo mismo.
No tenía ni idea de cómo podía costearse semejante vestuario —o cualquier otro lujo menos evidente que se diera—, pero no le habría sorprendido enterarse de que hacía horas extra trabajando de modelo. Era de estatura media, pero de complexión robusta, posiblemente un poco menos de uno ochenta y al menos noventa kilos, piel color canela oscura, cabeza calva y bonita sonrisa.
En pocas palabras, en cuanto a aspecto, J. J. Rogan estaba en lo más alto de la curva de Gauss.
Aparentemente era algo que no había pasado inadvertido en la brigada de homicidios, prácticamente masculina, de la comisaría del distrito 13. Ni tampoco había escapado a su atención que ella tampoco estaba mal. Incluso había oído a un compañero referirse a ellos como la Guapa y Tubbs. Imaginó que con el tiempo buscarían un apodo más ocurrente, pero, de momento, esa era la imagen que daban.
—Apenas son las seis, Hatcher. Esta mierda tendría que haberle tocado a otro.
—¿Me estás diciendo que si se llega el primero al escenario de un crimen hay que esperar a que le asignen el caso a otro?
No supo distinguir si la respuesta le había dejado satisfecho o si simplemente quería ver de qué iba todo ese asunto, pero fue directamente hacia la obra. Un investigador de criminalística acordonaba la zona con cinta amarilla.
Rogan se estremeció al ver el cadáver.
—Alguien se lo ha tomado muy en serio. ¿Por dónde vamos?
—Todavía no hay informe oficial del forense, pero, por la hinchazón de la cara y los ojos, creo que murió estrangulada.
Rogan asintió y apuntó con una linterna hacia el cadáver.
—Hizo los cortes para divertirse. La mayoría parecen post mórtem —Sin un corazón que mueva la sangre en el cuerpo, las heridas producidas después de la muerte están secas y sin sangre. Las marcas en la piel de la víctima parecían cortes hechos en espuma de poliestireno—. ¿Hay alguna identificación?
—Hemos encontrado un bolso, seguramente lo tiraron por encima de la valla, pero sin monedero ni carné de identidad.
—¿Qué me dices del pelo?
—No tenemos nada. O se lo cortó antes de llegar aquí o se lo ha llevado. Quizá lo ha guardado como un recuerdo.
Rogan seguía concentrado en el examen ocular del cadáver.
—Está demasiado sana para ser del oficio. No tiene marcas de agujas. Pedicura recién hecha. Ropa interior a juego . . .
Ella había hecho las mismas observaciones.
—¿Cuántos años crees que tendría? Ya sabes que no se me da bien calcular edades —preguntó Rogan sonriendo ligeramente. Cuando le presentaron a Ellie la semana anterior le dijo que apenas tendría veinte años, pero que nunca estaba seguro con la gente blanca.
—Ventipocos como mucho. Quizá incluso sea adolescente.
Rogan chasqueó la lengua.
—Encontramos un móvil debajo del cuerpo. Debió de caerse cuando el tipo la tiró allí, antes de que se deshiciera del bolso.
—Empieza a llamar a todos los contactos. Averigüemos quién es.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Pasa algo con la pantalla. Cuando apagué la alarma, la imagen empezó a aparecer y desaparecer. Ahora no se ve nada, solo líneas negras.
Rogan miró el móvil averiado.
—Me pasó lo mismo cuando se me cayó el Motorola en el gimnasio. Está roto.
—Encontré esto en su bolso —continuó Ellie, enseñándole una bolsa de plástico con cierre hermético que contenía una tarjeta de plástico del tamaño de una tarjeta de visita.
Sonrió al percatarse de la importancia del contenido de la bolsa.
—Eso nos facilita el trabajo. ¿Piensas estar en ropa de deporte todo el día?
Como dicho y hecho, un coche de policía paró junto al Crown Vic de Rogan. El agente Capra salió de él con una bolsa azul. Esperó que Jess se hubiera acordado de meter su placa y pistola, y la necesaria ropa interior.
—Estoy lista. Cuando digas.
LA TARJETA DE plástico blanco era una llave de hotel estampada con una «H» rodeada por una «Q» llena de florituras.
—En Manhattan hay tres Hilton —precisó Rogan—. En Times Square, Rockefeller Centre y el Distrito Financiero. Elige.
Ellie se quitó la ropa de deporte en el asiento trasero del coche e intentó no pensar en las distintas clases de mocos que habrían tirado y pegado en la tapicería desde la última vez que lo habían desinfectado.
—Las chicas de esa edad no se alojan en Wall Street.
—A no ser que sean putas —la contradijo Rogan.
—Y no creemos que lo fuera. Así que, entre los otros dos, yo me inclinaría por Times Square. ¿A quién no le gusta?
Cuando Rogan llegó al gigantesco reloj de cobre de la entrada del hotel en la calle 42, Ellie acababa de colocarse la cartuchera. Salió del coche, hizo una seña a uno de los encargados del aparcamiento y Roger le enseñó la placa mientras la seguía.
—No tardaremos nada, gracias.
Les sorprendió que la recepción estuviera en el piso vigésimo primero. Evitaron las oficinas que ocupaban la primera mitad del edificio con una subida directa en el ascensor art déco. Se acercaron al mostrador y sortearon la larga fila de clientes que seguramente se iban del hotel.
La mujer que los atendió tenía la tez pálida, moño pelirrojo y gafas colgadas al cuello con una cadena.
—¿En qué puedo ayudarles?
Rogan le enseñó la llave y le explicó con susurros lo que precisaban y por qué.
—¡Santo cielo! —exclamó la recepcionista bajando también la voz—. Por desgracia esa llave no es nuestra.
—¿Está segura?
—Sí —respondió al tiempo que sacaba una tarjeta blanca idéntica a la que habían encontrado en el cuerpo de la víctima, excepto por las palabras Times Square añadidas bajo el logo de la empresa—. Las nuestras son así. A la gente le gusta todo lo relacionado con Times Square y tenemos estilo boutique. Eso también les atrae. Deberían probar en el del Rockefeller Centre. Tienen más de dos mil habitaciones.
—¿Y el del Distrito Financiero? —inquirió Ellie.
—Quinientas sesenta y cinco.
—Así que, si tuviera que elegir . . .
—Nuestra sucursal del Rockefeller Centre está en la 53 y la Sexta Avenida.
Cuando bajaron en el ascensor hasta la planta baja se fijó en que Rogan comprobaba en el espejo si se había afeitado bien la cabeza. Ella también miró de reojo, pero cambió rápidamente de idea. Sabía que en su pelo rubio hasta los hombros habría mechones revueltos debido al sudor seco y a la coleta que se había hecho para correr. En cuanto pudiera tenía que encontrar un peine y, al menos, lavarse la cara.
—¿Cómo no se nos ha ocurrido a ninguno de los dos ir primero al hotel más grande? —preguntó sin quitar la vista de la pantalla digital en la que iban apareciendo los números de los pisos.
—Creo que han añadido los primeros veinte pisos para que parezca más grande de lo que es.
—Eso dijo ella —No pretendía hacer una imitación de Michael Scott delante de su compañero, pero la respuesta a aquel comentario fue automática.
Igual que la de Rogan. Soltó una carcajada espontánea, fuerte, genuina.
—Cuidado, Hatcher. Si se enteran de que tienes sentido del humor, los chicos de la oficina empezarán a perseguirte en serio, y no podré defenderte. Eso si algún día consigues darte una ducha.
EL TRÁFICO MATUTINO empezaba a llegar a Midtown desde el túnel Lincoln. Rogan accionó las luces intermitentes de los faros del Crown Vic y consiguió llegar a la entrada circular de la entrada del Hilton en la Sexta Avenida en cuatro minutos justos. Dejó el coche aparcado detrás de un gran autobús de la empresa Trailways y enseñó la placa al encargado del aparcamiento mientras se dirigían al vestíbulo, donde sortearon un nutrido grupo de adolescentes con camisetas de la banda de la Marshall High School que cargaban mochilas y fundas con instrumentos. La mayoría hacía las últimas fotos de Manhattan con sus móviles mientras esperaban subir al autobús.
Ellie supo que era el hotel acertado cuando vio a dos jóvenes junto al mostrador de los botones, al otro lado del vestíbulo. No consiguió entender lo que decían, pero por el tono de su voz supo que estaban angustiadas. Daba la impresión de que estaban discutiendo; una de ellas se echó a llorar y la otra le puso un brazo sobre el hombro para consolarla. Un botones con uniforme rojo y gorra de capitán las miró, claramente violento, deseando no tener que involucrarse.
J. J. se dirigió hacia la recepción, pero Ellie le apretó el codo y señaló con la cabeza hacia las nerviosas jóvenes.
—Compruébalo tú —le pidió Rogan—. Yo le enseñaré la llave a la recepcionista para ver si puede darnos información.
Cuando se acercó a ellas, consiguió oír el final de su conversación.
—No podemos irnos sin Chelsea —La chica que lloraba tenía el pelo castaño oscuro recogido en una coleta y sujeto con una cinta negra. Vestía una sudadera amarilla con capucha y zapatillas de deporte Puma.
Su amiga la confortaba acariciándole el hombro.
—No he dicho que nos fuéramos sin ella, solo que deberíamos ir al aeropuerto. Seguro que Chelsea está allí.
La chica que la confortaba era menuda, con el pelo negro muy corto. Ellie alcanzó a ver el extremo de un tatuaje por encima de la cintura trasera de sus vaqueros. La chica miró su reloj con el entrecejo arrugado.
—De todas formas ya hemos perdido el avión. Son casi las siete.
—Han dicho que llevaba retraso —le recordó la chica de la coleta, que había empezado a controlar sus lágrimas—. Chelsea nunca nos dejaría colgadas.
Otro botones pasó rápidamente delante de la pareja y cogió un manojo de llaves del mostrador que había a su espalda.
—¡Ándale! —exclamó para meterle prisa al perplejo botones, paralizado por las chicas.
—¿Queréis un taxi o no?
La pregunta provocó una nueva oleada de lágrimas en la llorosa chica y el botones finalmente se dio por vencido, cogió las llaves del mostrador y se dirigió hacia la entrada del hotel.
—¿Necesitáis ayuda? —preguntó Ellie.
La chica del pelo corto la miró irritada, como si el que una desconocida les prestara atención intensificara un drama no deseado.
—Estamos bien, señora. No queríamos montar ningún numerito.
—No hace falta que te disculpes —dijo Ellie sacando la placa que llevaba sujeta a la cintura de los pantalones—. ¿Estáis buscando a una amiga?
—Llega tarde, pero no pasa nada.
—Deja de decir que no pasa nada, Jordan —pidió la chica que lloraba apartando el brazo de su amiga—. Ha desaparecido. Tendría que estar aquí, pero no ha venido. Sabía a qué hora nos íbamos. Ha . . . ha desaparecido.
Por la forma en que pronunció esa palabra entendió perfectamente el dolor de aquella chica. La había vocalizado sabiendo que haber desaparecido significa mucho más que no saber dónde está una persona.
La chica menuda con el pelo corto y el tatuaje, la que al parecer se llamaba Jordan, adujo que simplemente necesitaban ir al aeropuerto. Una vez allí podrían esperar a su amiga y tomar un vuelo que saliera más tarde.
—Ya te he dicho que no me voy.
Jordan murmuró algo. Ellie lo oyó y deseó que la chica que lloraba no se hubiera enterado.
Pero sí lo había hecho y respondió tal como esperaba.
—¿De verdad? ¿Chelsea ha desaparecido y dices que la vas a matar? ¿Te das cuenta de lo horrible que es eso?
—Vale, intentad calmaos. ¿Te llamas Jordan? —preguntó directamente a la chica del tatuaje, que asintió—. Nadie va a matar a nadie, Jordan.
—Lo siento, Stef.
—¿Y tú te llamas Stef? —preguntó a la chica que lloraba.
—Sí, Stefanie. Stefanie Hyder.
—Muy bien. Sé que estáis muy alteradas pero necesito que una de las dos, solo una —recalcó levantando un dedo—, me diga qué ha pasado. ¿Puedes hacerlo tú, Stefanie?
La chica sorbió la nariz un par de veces y se tocó la coleta muy nerviosa.
—Estamos de vacaciones de Semana Santa. Nuestro vuelo sale hoy por la mañana, exactamente . . . ahora. Y nuestra amiga Chelsea no ha aparecido.
—Pero . . .
—Tendrás tu turno —le recordó Ellie levantando la mano.
Stefanie continuó sin que se lo pidiera.
—Anoche salimos. Cuando llegó la hora de volver al hotel, no quiso venir. Chelsea prefirió seguir allí. Me habría quedado con ella, pero teníamos que irnos. Nos prometió . . .
Jordan volvió a ponerle el brazo en el hombro y Stefanie no lo retiró. Cuando continuó hablando, sus lágrimas se convirtieron en sollozos.
—Me miró a la cara y me prometió que a esta hora habría vuelto. Prometió que estaría aquí. Lo prometió. Y no está. Algo le ha pasado. Algo malo.
Rogan había sacado una foto de la chica que había aparecido en el parque del East River, pero no quiso identificarla de esa forma. No en el abarrotado vestíbulo de un hotel de Midtown, ni en ese momento.
—¿Tenéis una foto de vuestra amiga? —Negaron con la cabeza—. ¿Estáis seguras? —preguntó al acordarse de los estudiantes de la banda fotografiando con los teléfonos—. ¿Ni en el móvil?
—Sí, claro —Jordan se acercó al montón de maletas que habían dejado en un rincón. Buscó en una bolsa blanca, sacó un bolso de charol sin asas y empezó a remover su apretado contenido—. Lo siento, para poder volar hay que ponerlo todo en dos bolsas.
Finalmente sacó un iPhone y pulsó unas cuantas teclas antes de entregárselo.
—Esa es, anoche en la cena, la del medio.
Cogió el aparato y estudió con detenimiento la imagen. Las tres amigas posaban entrelazadas sonriendo con la boca abierta, como si se estuvieran riendo. En el fondo, uno de los presentes no parecía muy contento. Seguramente las chicas habían armado demasiado alboroto en el restaurante. Al menos lo habían pasado bien en su última noche juntas.
Era una pantalla pequeña, pero distinguió bien las tres caras. La de la derecha era Stefanie Hyder, con el pelo suelto y los ojos brillantes, no enrojecidos como los tenía en ese momento. La de la izquierda era Jordan, la del pelo corto.
También reconoció a la chica del medio: su largo y brillante pelo antes de que se lo cortaran; la blusa roja sin mangas, elegida sin duda para que hiciera juego con los largos pendientes de cuentas carmesí apenas visibles bajo su melena rubia; y la sonriente cara antes de que alguien la utilizara como tabla de cortar.