Capítulo 4


EL TINTINEO RESULTÓ ser el tono de llamada Gwen Stefani en el móvil de la víctima. La alarma estaba puesta a las 5.32. Treinta y dos minutos antes de que ella se hubiera despertado. Una hora y treinta y dos minutos antes de que tuviera que presentarse en la comisaría del distrito 13.

¿Por qué era importante esa hora para aquella joven sin nombre? Quizá era el momento en el que le gustaba despertarse los lunes por la mañana o un recordatorio para volver a casa los domingos. Podía ser la hora en que tomaba una medicación o la de pasear al perro. Cualquiera que fuera su propósito, a las 5.32 la chica estaba muerta y lo único que había conseguido había sido atraer la atención de los tres corredores.

Su compañero tardaría al menos veinte minutos en llegar desde Brooklyn Heights. Por de pronto tenía que asegurarse de que no hiciera el viaje en balde.

El agente uniformado que iba al volante fue el primero en salir. Tenía el mismo aspecto que muchos otros policías novatos: en forma, cara aniñada, entusiasta y pelo corto. Quizá en otros tiempos se habría alistado en el ejército. En aquellos sin duda tenía una madre que se lo había impedido. Era, pues, agente de la ley.

Dirigió la linterna hacia la chica muerta y por su reacción supo que era el primer cadáver que veía.

—¡Dios mío! —exclamó llevándose la mano a la boca en un acto reflejo.

—Los estómagos delicados por allí —dijo señalando en dirección a Jess, que, tal como le había pedido, se había alejado del escenario del crimen y miraba al río al tiempo que inspiraba con fuerza—. Soy la detective Hatcher, de homicidios de Manhattan Sur. Necesito su radio.

Llevaba una semana en el departamento de homicidios y hasta ese momento lo único que había hecho era ayudar a su compañero a atar cabos en casos antiguos y a apoyar a otros equipos mientras se «ponía al día». En ese momento prácticamente había tropezado con el cuerpo de aquella pobre chica en el distrito de Manhattan Sur. Había sido el primer policía en llegar al escenario y era detective de homicidios. Si no conseguía hacerse con ese caso, no merecía su nuevo puesto.

El agente uniformado la miró y parpadeó rápidamente. Primero un cadáver desfigurado y después una sudorosa mujer con pantalones de chándal y camiseta de los Pretenders que le pedía la radio.

—Pero . . .

Tras bajar del coche, la compañera de aquel joven policía encontró las palabras que aparentemente él no encontraba.

—Lo confirmaré —anunció antes de coger el transmisor Vertex que llevaba en el hombro de su uniforme azul marino—. Nadie puede utilizar nuestras radios. Lo siento, señora.

Ellie asintió. Era una buena policía. Dependiendo de en qué distritos hubiera trabajado, fácilmente podía ser su primer cadáver también, pero tenía sangre fría, más que su compañero. Echó una rápida ojeada al cuerpo y después observó con mayor detenimiento a los presentes. Tres corredores, la sudorosa mujer que quería utilizar su radio y un tipo alto que parecía fuera de lugar.

—Asegúrate de que ese tipo no va a ninguna parte —pidió a su compañero. Sin duda era buena. De todos ellos, Jess era el que debía destacar con más intensidad en el radar de un policía. Pedir a su compañero que no lo perdiera de vista alejaba del cadáver al nervioso y joven policía.

—Tiene razón —admitió Ellie levantando las manos—. Haga esa llamada, pero dígales que homicidios ya está aquí. Placa 27990, Hatcher. Me conocen por Elsa.

Prestó atención mientras la agente comunicaba esa información básica por radio. Estaban en el parque del East River, al sur de Houston y al norte de las pistas de tenis, tenían un 10-29-1.

Era un código 10 estándar: 29 significaba delito y 1 homicidio. Los códigos 10 empezaban a desaparecer en favor del lenguaje llano. El Departamento de Seguridad Nacional incluso había obligado al Departamento de Policía de Nueva York a formar a sus agentes en el inglés sencillo que se suponía contribuiría a fomentar la comunicación entre los diversos cuerpos de seguridad en casos de emergencia. Pero las sesiones de ocho horas de formación en lenguaje llano solo habían servido para que la policía tuviera otra oportunidad para burlarse de los federales.

—Necesitamos técnicos en urgencias médicas —solicitó la agente. Tras la llamada original al 911 habrían enviado paramédicos, pero en aquellos tiempos había más demanda de ambulancias y, obviamente, los agentes de la ley respondían con mayor celeridad. El aviso a homicidios implicaba la llegada de agentes de criminalística y de la oficina del forense. Para que luego hablaran de lo solitario que era el East River . . .

Le hizo un gesto para que se diera prisa. La agente confirmó el número de la placa y notificó al operador de radio que había un detective de homicidios en el escenario del crimen.

—Dígales también que J. J. Rogan está de camino —añadió—. Jeffrey James Rogan, mi compañero; que nos asignen el caso, no es necesario llamar a otra brigada a homicidios.

Asintió mientras la mujer repetía la información y después se fue a ver a Jess.

—Ya veo que has conocido a mi hermano —comentó al otro agente—. No es tan peligroso como parece.

—Resulta que tu colega es un auténtico fan de Dog Park —recalcó Jess apuntando una imaginaria pistola con la mano al policía.

Dog Park era el grupo de rock de Jess. Sus actuaciones más importantes habían sido en tabernas de diez mesas en Williamsburg y alguna noche de micrófono abierto en Manhattan. Decir que eran un grupo con futuro sería una verdadera afrenta a los que realmente iban camino del estrellato.

—Sabía que habría alguien a quien le gustarían tanto como a ti.

—Sí, el mundo es un pañuelo —comentó el agente sonriendo entusiasmado. Jess estaba disfrutando de lo lindo, pero Ellie sospechó que parte de aquel entusiasmo se debía al alivio de tener un tema de conversación que no fuera el cadáver que acababa de ver.

Se dio la vuelta al oír otro motor y vio que llegaba un segundo coche azul y blanco.

—¿Le importaría llevar a mi hermano a casa, esto . . . agente Capra? —preguntó tras leer el nombre en la placa—. Creo que su corazón ya ha hecho suficiente ejercicio esta mañana.

—Por supuesto.

—Si no le importa, le entregará mi equipo y algo de ropa para que me lo traiga.

—Sí, claro —Capra miró a su compañera como si le preocupara su reacción. Antes casi había vomitado encima del cadáver y ahora lo enviaban a hacer un recado.

—Necesito la ropa —confirmó al notar dónde miraba—. Me aseguraré de informarle de que se lo he ordenado.

—Duerme un rato, luego te llamo —aconsejó a su hermano poniéndole una mano el hombro.

Miró el reloj. Eran las seis menos cuarto. Habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que Jess le había lanzado las zapatillas, treinta y cuatro desde que había tomado nota mental de la salida del apartamento y trece desde que había oído el primer tono Gwen Stefani.

Miró a la chica, desnuda y abandonada en un montón de desechos de la obra. Si hubiera continuado corriendo, le habrían asignado el caso a otro. Otra persona habría tenido que comunicar la noticia a su familia; ofrecerles el pobre consuelo de que estaban haciendo todo lo que podían para encontrar al que había asesinado a su hija. Pero se había parado. Le había pedido al agente que diera su nombre por radio. Era su caso. Tenía un compromiso con esa chica.

Había llegado el momento de averiguar quién era.

A CINCUENTA METROS, al otro lado de la autopista del East River, había un Ford Taurus azul aparcado frente a un edificio de apartamentos de la calle Mangin. El hombre que había sentado al volante observó la llegada del segundo coche patrulla, seguido de una ambulancia con las luces y las sirenas encendidas. Antes de la ambulancia habían aparecido dos coches patrulla con cuatro agentes uniformados. Le pareció irónico. Menos mal que no había nada que hacer por la chica.

El primer coche salió del parque y se dirigió hacia el norte por Franklin D. Roosevelt con un agente en el asiento delantero y un civil en el trasero, sin esposas. El resto permaneció en el escenario del crimen. Le habría gustado quedarse, pero sabía que pronto peinarían la zona.

Giró la llave de contacto. El reloj digital del salpicadero marcaba las 5.46. Cambió el canal de la radio por satélite. Quedaban catorce minutos hasta el programa de Howard Stern.

A LAS 5.48, a cuarenta kilómetros al este, en Mineola, Long Island, Bill Harrington abrió los ojos cuando el repartidor volvió a fallar y el periódico chocó contra las contraventanas del dormitorio en vez de caer en el porche. Tenía el cuerpo pegajoso. Apartó el edredón y agradeció el frío que sintió en los pies.

Había estado soñando con Robbie.

El sueño había comenzado en la fábrica de Alcoa, a las afueras de Pittsburgh, un lugar donde no había estado desde hacía cinco años, tras ceder ante la insistencia de Penny en que se jubilara y se fueran a vivir a Long Island. Había trabajado cinco días a la semana en aquella fábrica durante veinticinco años —la mayoría de ellos muy feliz— fundiendo y vertiendo para hacer piezas de acero. En el sueño, al entrar en la sala de descanso de los empleados, se encontraba sentado a la mesa de la cocina de su antigua casa.

Era el sexto cumpleaños de Robbie. Jenna solo tenía doce años, pero había insistido en hacer la tarta ella, con la mínima ayuda posible de su madre. La tarta acabó inclinada, llena de grumos y cubierta con un extraño glaseado de color verde, pero Robbie no pareció darse cuenta.

Allí estaba, de rodillas sobre la tapicería de escay de la silla de la cocina, con los codos sobre la mesa y el pelo rubio sujeto con una tiara de cumpleaños de papel rosa, mirando con avidez las seis velas encendidas, mientras Bill, Penny y Jenna cantaban las últimas estrofas de Cumpleaños feliz para prolongar su entusiasmo. Bill había sonreído en sueños cuando Robbie había cerrado los ojos, había inspirado con fuerza y había soplado con cuidado a cada una de las llamas.

—¡Lo he hecho, papá! ¡Las he apagado todas tal como me habías pedido! ¿Se cumplirá mi deseo?

—Tendrás que esperar para saberlo, Robbie. Pero, recuerda, no puedes contárselo a nadie.

En su sueño Robbie había bajado de la silla y salido de la cocina hacia lo que, momentos antes, en su mente, era la fábrica Alcoa. Bill la había seguido deseando tenerla más tiempo, pero era demasiado tarde. La encontró en el lugar donde la había visto por última vez hacía ocho años, desnuda en una camilla de acero, tapada con una sábana.

Llevaba muchos años acordándose de su hija menor. Ni se había preocupado por contar cuán a menudo; al menos una vez al día, eso seguro, pero normalmente más. E, igual que al principio, cuando Jenny aún estaba con él y Jenna vivía cerca, le despertaban sueños convertidos en pesadillas.

A pesar de todo, hacía tiempo que Bill Harrington no tenía recuerdos tan vívidos de Robbie.