Capítulo 01

Mi hermana mayor, Teresa, dice que si nuestra madre no hubiera muerto, nada de lo que pasó después habría ocurrido. Es posible. Desde luego, si tuviera que elegir un momento para empezar esta historia, sería ese.

Cuando murió, por sorpresa, en la cama de un hospital, tras una operación que en principio no revestía mayor peligro, nuestro padre guardó una gran entereza. Soportó su muerte como hizo frente a cada uno de los golpes que le había dado la vida: apretando los dientes y sin bajar la mirada. Ella había sido el gran amor de su vida. Estuvieron juntos más de treinta años. En los buenos y en los malos momentos. Queriéndose siempre. Realizó los preparativos del entierro con diligencia y se mostró sereno cuando la gente del barrio, los amigos y los familiares presentaron sus respetos durante el funeral. Vació los armarios, entregó algunas bolsas con su ropa a la iglesia, repartió sus joyas y un par de abrigos de piel entre mis hermanas y volvió a su trabajo en la fábrica. Todos nosotros, sus tres hijos, observamos esa ceremonia asumiendo que él se hacía cargo de todo, que debía ser así, que no podía ser de otra manera. En lugar de expresar su dolor se preocupó de aliviar el nuestro. En su espalda nos pudimos proteger, en sus hombros pudimos llorar, en sus brazos nos pudimos consolar. Como había sido siempre.

Aparentemente, después de aquel día, su vida no cambió. Se impuso con voluntad la rutina diaria. Se levantaba temprano, hacía sus ejercicios físicos, se afeitaba, desayunaba un zumo de limón y algo de pan tostado con aceite de oliva, salía a la calle y caminaba hasta la estación del metro, donde cogía un tren que le llevaba hasta su trabajo. Volvía por la tarde, hacía la compra en el mercado y preparaba la cena. Veía un poco los programas de la televisión y sobre las diez y media se metía en la cama. El día siguiente era una repetición del anterior. Mantenía la misma disciplina que le había acompañado toda su vida. Cuando durante las semanas y los meses posteriores le preguntábamos qué tal se encontraba, siempre contestaba con un simple «bien» e inmediatamente quería saber cómo estábamos nosotros. Nunca dejó de mostrar su amor por lo que éramos y su orgullo por lo que hacíamos; de jugar con sus nietas como lo había hecho con nosotros muchos años antes; de mantener un sentido del humor muy agudo, de contar historias y anécdotas divertidas; de buscar siempre un momento para interesarse por nuestros problemas y ofrecernos su ayuda. Era el mismo hombre que habíamos conocido desde pequeños. Nos dijimos que nada había cambiado. Pero estábamos equivocados. Algo se le había roto por dentro. Era como un huevo que mantiene el cascarón intacto pero que ha perdido su contenido a través de un pequeño agujero invisible en alguna parte. La muerte de nuestra madre se lo llevó a él también. Y cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde.

Dos años después de que nuestra madre falleciera, mi hermana menor, Vicky, me llamó por teléfono una mañana a principios del mes de febrero de 1994. Yo estaba en el trabajo, en la redacción de una agencia nacional de noticias, escribiendo una aburrida nota sobre la próxima reunión política entre gobierno y oposición. Mi hermana me llamaba desde el vestíbulo de un hospital en el norte de la ciudad: nuestro padre había sufrido un infarto. Dejé lo que estaba haciendo, le conté a mi jefe lo que ocurría, cogí el coche y me marché hacia allí con la sensación de que sería el último en llegar y de que no podría despedirme de él. Ocurrió lo mismo cuando murió nuestra madre. Aquella noche me sorprendió otra llamada de mi hermana. Me dijo que había empeorado y que debía ir cuanto antes. Supongo que no me di bastante prisa. Cuando llegué ya no existía. Sobre aquella cama había un cuerpo sin vida que ya no era ella. Era otra cosa. Fue un momento horrible que me atormentó durante mucho tiempo. Y no quería volver a pasar por la misma experiencia.

En la entrada del hospital me estaba esperando mi hermana Teresa. Sus ojos me dijeron que aquella vez no había llegado tarde: mi padre seguía con vida. Nos abrazamos muy fuerte durante unos segundos. Me acarició una mejilla y dijo algo así como «tranquilo, le han cogido a tiempo». Había llegado una media hora antes que yo y, nada más poner un pie en el hospital, se había acercado al mostrador de urgencias y, con mucha educación pero también de una forma muy resuelta y demostrando una enorme firmeza, les había pedido que un médico del equipo que atendía a nuestro padre la informara de su estado lo antes posible. A los pocos minutos, un residente había hablado con ella. La situación era grave. Nuestro padre se encontraba en la unidad de cuidados intensivos, inconsciente y monitorizado. De momento, su estado era estable, pero las siguientes horas resultaban críticas. No le había dado mucha más información, aunque, por decirlo de alguna forma, disponía ya de los titulares.

Tenía dos años más que yo y estaba cerca de cumplir la treintena. Había heredado de nuestra madre su sensatez, su genio y su seguridad en sí misma. Siempre había ejercido de hermana mayor con una autoridad especial. Cuando éramos pequeños y se enteraba de los líos en los que yo me metía —y no sé cómo lo hacía porque no tenía amigos o amigas en el barrio y nunca salía a jugar a la calle—, entraba en mi dormitorio, cerraba la puerta y, esgrimiendo su condición de hermana mayor y de cabeza en la que se había posado la madurez que a mí me faltaba, solía echarme una de aquellas regañinas en las que se mezclaban por un lado la acusación de todos mis defectos y por otro la manifestación de que había algo bueno y admirable en mí que, ella no sabía por qué, me empeñaba en ocultar. A mí me fastidiaba esa prepotencia, nunca prestaba atención a sus consejos y la mayor parte de las veces me burlaba de ella con ironía antes de pedirle que me dejara en paz. Me parecía que, con toda su perfección —era más seria, consecuente y más inteligente que yo, la que sacaba las mejores notas de su clase y la que coleccionaba, uno tras otro, premios especiales en los estudios—, yo sabía mucho más de la vida de lo que ella sabría nunca. Sin embargo, aquella niña mandona y arrogante se transformó en una mujer valiente, con los pies anclados a la tierra; en una de esas personas que cuando se desata una tormenta se ponen al frente del timón y siempre saben lo que hay que hacer; en una mujer decidida que tenía muy claro qué era lo que quería de la vida y que había peleado muy duro por conseguirlo. Desarrolló, cómo no, una vocación por la educación: estudió una carrera universitaria, encontró un empleo en un colegio heredero de la Institución Libre de Enseñanza, y a los pocos años, y por aquella época, ya era la jefa de estudios. Se independizó, se casó, compró una casa en un bonito barrio residencial a las afueras de la ciudad, tuvo dos crías preciosas y construyó con cimientos de hormigón armado su propia familia. Y un día descubrí que me sentía muy orgulloso de ella y que admiraba lo que era y cómo lo había conseguido.

Tras la muerte de nuestra madre, ella recogió su testigo con absoluta naturalidad. Era ella la que hacía una ronda semanal de llamadas telefónicas para ver qué tal estábamos, era ella la que organizaba las celebraciones familiares y la que distribuía los días en los que nos reuniríamos en Navidades, dónde y hasta qué platos formarían el menú. También era ella la que, si caíamos enfermos, se preocupaba de venir a casa y ver cuál era nuestro estado, traernos las medicinas que debíamos tomar, la que se preocupaba por las notas de mi hermana Vicky en la universidad, la que le servía de confidente sobre sus relaciones amorosas, la que se preocupaba por encontrar y comprar el regalo que deseábamos en nuestro cumpleaños. Aquel día, en el hospital, su mera presencia consiguió que me tranquilizara.

Subimos en un ascensor hasta la planta en la que se hallaba la unidad de cuidados intensivos. Vicky, mi hermana pequeña, estaba sentada en unos bancos alineados junto a la pared al fondo de un pasillo. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y cuando me vio llegar, se echó a llorar de nuevo. La abracé e intenté aplacar su sofoco mientras Teresa nos miraba con una mezcla de ternura y vergüenza por la profusión de lágrimas. Cuando conseguí que se calmara, nos contó que nuestro padre se había desvanecido en plena calle, en el barrio, sobre las once de la mañana. Unos vecinos que le conocían le atendieron en un primer momento y llamaron a una ambulancia. Más tarde se acercaron hasta la casa familiar —Vicky todavía vivía con él— y le contaron lo que había sucedido.

—¿Qué hacía papá a esas horas en el barrio? —le pregunté a mi hermana.

Eso fue lo primero que se me ocurrió pensar. No concordaba con la diligente rutina de nuestro padre. A esas horas debería haber estado en la fábrica.

—No lo sé —me contestó—. A lo mejor se encontraba mal y había decidido volver a casa. —Y añadió entre dos suspiros—: Pobre, ni siquiera pudo llegar.

—¿Y ayer?, ¿se encontraba bien? —preguntó Teresa.

—Como siempre —dijo Vicky encogiéndose de hombros y apartando un mechón de cabello negro de su rostro.

Tenía seis años menos que yo y ocho menos que Teresa, y todavía estudiaba en la universidad. Aquel año estaba haciendo cuarto curso de Económicas. Había llegado a nuestra vida por sorpresa. Ni Teresa ni yo esperábamos tener una hermanita y creo que mis padres tampoco. Recuerdo el día en el que volvieron de la maternidad con ella. Mi madre se sentó con cuidado en uno de los sofás del salón, abrió la mantilla de color blanco y nos dejó ver la carita del bebé. Era muy pequeña y muy bonita.

—Esta es vuestra hermanita. Tenéis que quererla mucho.

—¿Cómo se va a llamar? —le preguntó Teresa.

—Se llamará Victoria, como vuestra abuela.

Teresa sonrió satisfecha. Al fin y al cabo, ella era la mayor y podría mandar sobre alguien más. Yo no estaba tan contento. Había perdido el trono del pequeño de la familia. Mi único consuelo fue que no había sido un niño.

Era, de los tres hermanos, la que mayor parecido físico tenía con nuestra madre. Había heredado de ella unos ojos muy grandes, una nariz pequeña, una boca bonita y el pelo ondulado negro. Había heredado también su gracia y la armonía de un cuerpo pequeño muy bien proporcionado. Pero muy poco de su carácter. Mi hermana Vicky siempre fue una niña muy miedosa. Le daban miedo los perros, los gatos, la luna llena, el mar, el fuego, cien mil cosas más y las tormentas. Sobre todo las tormentas. En verano, durante uno de esos intensos chaparrones que inundan las calles, con rayos resquebrajando las nubes negras, los truenos resonando en el cielo y el viento soplando con tal intensidad que levanta pequeños tornados sobre el suelo, Vicky corría a refugiarse en su dormitorio, cerraba ventanas y persianas y se metía debajo de la cama. Le daba igual que, mientras contemplábamos el espectáculo con placer desde alguna de las ventanas de nuestra casa o desde la terraza de la cocina, Teresa y yo le dijéramos que no pasaría nada. Con el primer trueno, ella corría a su cuarto.

A cambio, siempre fue la más alegre, la más sociable y la más simpática de los tres hermanos. Hablaba con todo el mundo, tenía amigos y amigas en cualquier parte. Llegaba a casa, tras las vacaciones, con cientos de direcciones de chicos y chicas con los que se escribía durante mucho tiempo. Era la más popular de su clase, del colegio o del instituto. También tuvo siempre una vena sentimental, dramática y enamoradiza, que no sabemos de quién sacó. Era una adolescente que siempre estaba embarcada en líos amorosos, en increíbles flechazos, en dolorosas rupturas y reconciliaciones maravillosas. Cuando Teresa y yo nos reíamos de lo apasionada que era su vida, ella se enfurecía y se encerraba en su dormitorio y nuestra madre tenía que ir a consolarla. Escuchábamos sus lamentos sobre lo injustos que éramos con ella y gritaba que nos odiaba.

También era la más sensible y la más cariñosa. Alguna vez, después de que mi madre me hubiera castigado sin salir de mi cuarto por haberme metido en una pelea con otros críos, o haber roto de una pedrada el cristal de una ventana, o haber destrozado unos pantalones nuevos arrastrándome por un descampado del barrio, entraba sigilosa por la puerta y se echaba a mi lado sobre la cama. Allí se quedaba mirándome fijamente con sus grandes ojos negros y empezaba a acariciarme el pelo y la cara y decía «guapo, hermanito, no te preocupes, que a mamá se le pasará el enfado». Hacía pucheros o ponía caras raras y sacaba la lengua o contaba alguna tontería y de repente se reía como una loca. Ella sola. Me encantaba su risa. Era una de esas risas contagiosas. Una risa que muchas veces se desataba en el peor momento. En el funeral de nuestra madre, en aquellos duros días para todos, cuando habíamos perdido a una de las personas más importantes de nuestra vida, cantó un coro de las viejas de la parroquia. Juro que nunca he oído a nadie cantar tan mal. Crucé una mirada con mi hermana Vicky: allí estaba, mordiéndose la lengua y tratando de contener la risa, y, al mirarla, sentí que dentro de mí estallaba una carcajada que a duras penas pude contener. Mi padre, que estaba a mi lado, giró un poco la cabeza y me miró de forma acusadora y sentí que me había ganado la condenación al deshonrar la memoria de mi madre. Pensé que nunca me lo perdonaría. Pero él era un poco como Vicky. Mientras caminábamos hacia nuestra casa, en silencio, mi padre, sin mirarnos, dijo en voz alta: «Dios mío, qué mal cantaban esas viejas», y entonces Vicky soltó una carcajada que estalló por toda la calle y que provocó miradas reprobatorias, caras de extrañeza y murmullos de muchas de las personas que nos acompañaban. Yo también me reí. Mi padre nos pasó un brazo por encima del hombro a los dos y así llegamos caminando hasta nuestra puerta.

Cuando llevaba más o menos una hora en el hospital, sentado en el banco de la sala de espera, con Vicky apoyando su cabeza en mi hombro y Teresa, sentada al otro lado, muy seria, con la mirada fija en la pared de enfrente, perdida en sus pensamientos, apareció el jefe del servicio de cardiología con su estetoscopio colgado al cuello y su batería de bolígrafos en el bolsillo de la bata blanca. Por supuesto, se dirigió a mi hermana Teresa, que tenía ese halo magnético invisible de autoridad, y le habló directamente a ella, como si Vicky y yo fuéramos dos figurantes sin frase. Habían conseguido estabilizar la situación de mi padre. El infarto había sido muy grave y podría haberle matado, pero el trabajo de los médicos que le habían recogido en la calle había sido muy bueno. De llegar unos minutos más tarde, probablemente no podrían haber hecho nada por salvar su vida. De momento se encontraba bajo sedación, inconsciente, y necesitaban ver la evolución de las próximas horas antes de hacer un estudio completo de las causas del infarto. Hizo una serie de preguntas sobre los hábitos de mi padre: alimentación, tabaco, alcohol, antecedentes familiares, estrés. Y nuestras respuestas no fueron lo que él esperaba. Mi padre había dejado de fumar hacía treinta años, apenas probaba el alcohol y tenía una alimentación bastante sana; poca carne y mucho pescado y verduras. En su familia no había antecedentes de otros infartos. El médico dijo que estudiarían los análisis que le iban a practicar y que entonces tendrían un diagnóstico más concluyente. No esperaba que hubiera ninguna noticia en las próximas horas, pero en caso de cualquier cambio, él nos informaría. Le dio la mano a mi hermana Teresa y salió de la sala de espera.

Teresa dijo que lo primero que debíamos hacer era llamar a la fábrica e informarles de lo que había pasado. Probablemente estarían preocupados. El problema era que ninguno de los tres sabíamos el número de teléfono. Supusimos que nuestro padre llevaría alguna tarjeta de visita junto a su documentación. Bajo uno de los asientos de la sala de espera había una bolsa de color azul con su ropa y sus efectos personales que las enfermeras le habían entregado a Vicky cuando llegó al hospital, así que buscamos en el interior de su cartera. Además de un par de billetes pequeños, una tarjeta de crédito, unos tiques de compras y las fotografías de carné de sus tres hijos y una bastante antigua de mi madre, no había nada más. No encontramos ninguna tarjeta de visita con el teléfono de la fábrica. Teresa revisó la ropa de nuestro padre y observó que el cuello de la camisa estaba muy rozado, que los pantalones eran muy antiguos y que sus zapatos tenían las suelas desgastadas.

—No merece la pena ni echarlo a lavar —comentó—, sería mejor tirarlo.

—Es la ropa cómoda y vieja que usa para trabajar —le dije.

—Esta camisa está demasiado raída —me contestó—, hasta para trabajar.

Teresa le acusó de no preocuparse por su aspecto y de no invertir el tiempo suficiente para ir bien vestido. Lo cierto es que a mi padre no le gustaba ir de compras y era mi madre la que siempre se había ocupado de esas cosas.

—Le regalé un par de camisas preciosas en su último cumpleaños. Seguro que las tiene guardadas en su armario y no se las ha puesto nunca.

Pronunció esa frase en un tono de reproche, no hacia mi padre, sino hacia ella misma. Supongo que Teresa estaba haciendo un examen de conciencia, preguntándose, como cabeza de familia y autoridad máxima, si había atendido correctamente sus necesidades. Salió de su reflexión íntima y estableció lo que haríamos cada uno. Ella iría a la casa familiar, cogería ropa nueva del armario y traería algunas cosas de aseo para estar prevenidos en el caso de que le pasaran a una habitación de planta en el hospital; Vicky se quedaría en la sala de espera por si había novedades; y yo iría a la fábrica y les informaría de lo que había pasado. Esas fueron las órdenes, todo tenía sentido práctico y era absurdo discutirlas.

Mi padre era copropietario de una empresa que fabricaba relojes de oro para marcas suizas como Omega, Certina y Longines. Los otros socios eran un joyero que tenía una tienda en el centro de la ciudad y el director de una sucursal de un banco de inversiones. Mi padre era el director de producción, dirigía todo el proceso de fabricación de los relojes, mientras que sus socios se ocupaban de los aspectos financieros y de la comercialización. En la fábrica trabajaban unas cincuenta personas entre obreros y personal administrativo. Estaba situada en un pequeño polígono industrial en el barrio de Moratalaz entre talleres de confección, industrias de pequeña maquinaria y almacenes de distribución. El edificio de ladrillo rojo tenía dos plantas y unos grandes ventanales en el segundo piso.

Aparqué en una de las calles laterales del polígono y llegué a pie a la puerta de entrada. Estaba cerrada y por la suciedad que había acumulada en el suelo, nadie la había abierto desde hacía bastante tiempo. Retrocedí unos pasos. En una de las ventanas había un cartel de una agencia inmobiliaria. La nave se vendía. En ese momento sentí un vuelco en el estómago, una sensación de vértigo, un intenso mareo. Me di la vuelta, caminé hasta la entrada de un almacén que había frente a la fábrica y le pregunté al encargado si sabía qué había ocurrido. El hombre no estaba muy seguro, pero creía que la empresa había cerrado hacía unos meses. Yo iba vestido con un traje de color azul oscuro, una camisa blanca y una corbata y creo que me confundió con un posible comprador. Me preguntó si estaba interesado en la nave. Le dije que esa era la fábrica de mi padre.

—Vaya —dijo frunciendo la frente—, lo siento. Las cosas están jodidas.

Un par de años antes, por las mañanas, las bocas del metro escupían una masa de trabajadores y los bares se llenaban de gente al mediodía, y, por las tardes, a última hora, se formaban atascos para salir del polígono. Sin embargo, hacía muchos meses que las calles estaban silenciosas y apenas se escuchaban los ruidos de las fábricas y de los camiones de distribución.

Salí del almacén y me dirigí a mi coche. Pero a medio camino cambié de opinión y, diciéndome a mí mismo que no podía irme de allí sin echar un vistazo al interior de la fábrica, me encaminé a la parte de atrás de la nave. La puerta estaba cerrada con un candado y una cadena. Rompí el candado, tiré de la hoja de metal y entré. La fábrica estaba vacía. No había ni máquinas, ni puestos de joyería, ni mesas y estanterías en lo que había sido la administración, ni taquillas en los vestuarios de los trabajadores. El suelo estaba sucio, con papeles de embalar tirados aquí y allá y mucho polvo. En un rincón encontré algunas cajas de cartón que contenían embalajes de reloj y algunas tarjetas de visita con el nombre de la empresa. Entré en la sala donde se hallaba la caja fuerte. Solo quedaba un hueco en la pared. Se hizo un vacío dentro de mí tan grande como aquel agujero. Había estado allí hacía algo más de un año, durante un día laborable, y la fábrica rebosaba de actividad. Mi padre salió a recibirme a la puerta y me presentó a todos los que no me conocían como su hijo, el que trabajaba como periodista en una agencia nacional de noticias «de las más importantes del mundo». A pesar de que yo había crecido en ese ambiente y conocía muy bien en qué consistía su profesión, me hizo seguirle en un recorrido por toda la nave, dándome explicaciones sobre el funcionamiento de cada máquina, los tornos, las cortadoras y las laminadoras, me llevó hasta el horno industrial donde fundían los lingotes de oro, me hizo caminar a su lado junto a los puestos de joyería donde se encorvaban sus trabajadores, todos con sus batas azules, puliendo las piezas, montando las pulseras y la maquinaria de los relojes de forma manual. Había calendarios colgados de las paredes y se escuchaba música clásica en una radio y el olor del oro fundido se extendía por toda la nave. La visita guiada terminó delante de aquella caja fuerte. Mi padre me guiñó un ojo y en un susurro me dijo la combinación: el cumpleaños de mi madre, el cumpleaños de mi hermana Teresa, mi propio cumpleaños y el cumpleaños de mi hermana Vicky, girando al principio a la derecha y en sentido contrario cada vez. Era como una broma. Una de sus bromas.

Salí del edificio y me encaminé cabizbajo hasta donde tenía aparcado el coche preguntándome cómo era posible que nuestro padre no nos hubiera dicho ni una sola palabra. En aquel momento mi cabeza era un caos de ideas que iban y venían, que se empujaban las unas a las otras quitándose el sitio de privilegio. Me fumé un cigarrillo y decidí que antes de volver al hospital averiguaría qué había pasado con la fábrica y el negocio.

Sabía que la joyería de uno de los socios de mi padre estaba en el distrito centro de la ciudad en una de las calles principales del barrio de Salamanca, muy cerca de la Castellana. Era una tienda espaciosa, con un gran escaparate que hacía esquina, expositores de color negro brillante y un toldo de tela donde estaba escrito con letras «Geneva» doradas el apellido de su propietario: Pastor. Al entrar en la joyería, una de las dependientas, con una gran sonrisa y un toque de rojo fuerte en los labios, acudió solícita a atenderme. Le di mi nombre y le dije que deseaba hablar con el dueño. Me contestó que esperara un momento y se marchó caminando sobre sus sinuosas piernas. La joyería, las dependientas, la decoración destilaban buen gusto y lujo. Los expositores empotrados en los muebles de las paredes estaban bien iluminados por luces halógenas y los relojes, las pulseras, los anillos y los demás objetos de lujo se veían más bonitos de lo que probablemente eran. En el techo lucía una lámpara de cristal. Un minuto más tarde, Pastor entró desde la trastienda. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, grueso, con la cara redonda, el cabello que ya le empezaba a ralear peinado hacia atrás, la frente despejada, bolsas grises debajo de los ojos y manos pequeñas. Vestía un traje azul, una camisa de rayas con el cuello blanco y una corbata de seda. Me saludó con una sonrisa cordial y con un gesto amable me hizo pasar al interior. Entramos en una habitación pequeña amueblada con un estrecho sofá de dos plazas, un par de butacas y una mesa de cristal negro. Le conté que mi padre acababa de sufrir un infarto y que en esos instantes se debatía entre la vida y la muerte en la unidad de cuidados intensivos del hospital.

—Lo lamento muchísimo.

—Acabo de estar en la fábrica —le dije—. ¿Qué ha pasado?

—¿Es que vuestro padre no os ha puesto al corriente? —preguntó extrañado.

No, no nos había contado nada. Por eso yo estaba allí. Pastor suspiró con gesto grave.

—Ya veo —comentó—. Así que no me hizo caso.

Le miré pidiéndole una explicación y en seguida continuó hablando.

—Cuando las cosas empezaron a ir mal, le aconsejé que hablara con vosotros. Pero él me contestó que no quería daros más preocupaciones.

Las palabras de Pastor sonaban a una verdad que yo también conocía. Mi padre tragándose los problemas, rumiándolos en soledad, digiriéndolos sin mostrar ni un signo de alarma, solucionándolos con esfuerzo y sin decir nada. Había sido siempre así.

Pastor me contó que el negocio había quebrado. Habían desmontado la fábrica y liquidado la sociedad. La nave industrial ahora era propiedad de un banco. Casi sin dejarme asimilar lo que me acababa de contar volvió al tema de la salud de mi padre: era un hombre fuerte y confiaba en que se recuperara muy pronto. Lo de la fábrica ya no tenía remedio, lo importante era su salud. Me dio una de sus tarjetas, nos despedimos con un apretón de manos y me hizo prometerle que le mantendría al corriente de cómo evolucionaba la situación.

Regresé al hospital. Teresa estaba en la sala de espera con Vicky, así que me senté con ellas y les conté lo que había descubierto. Una vez más, nos volvimos los dos hacia Vicky, la más joven de nosotros tres, la que todavía vivía con él.

—Últimamente pasaba más tiempo en casa —dijo Vicky—, hablaba de que quería volver a trabajar en su taller. Le pregunté si ocurría algo malo y dijo que no me preocupara de nada, que cada día se le hacía más duro ir a la fábrica, que organizar el trabajo de tanta gente le daba demasiados problemas y que quería vivir más tranquilo. Le pregunté si iba a vender su parte de la empresa y me contestó que no. Esa fue la única vez que hablamos del tema.

—¿Notaste que le faltaba dinero? —preguntó Teresa.

—No, seguía pagando las facturas y la comida de la casa y mi matrícula de la universidad y todavía me daba algo de dinero los viernes para mis gastos.

Teresa, con gesto serio, nos contó que al abrir el armario de nuestro padre había tenido la sensación de que algo no iba bien. Todas sus camisas, excepto las dos que ella le había regalado por su cumpleaños, y sus pantalones estaban muy viejos. El instinto le había llevado a bucear en los cajones. No estaban las joyas de mi madre, ni los anillos, ni las pulseras de las que mi padre no se había querido desprender cuando ella murió. Solo había encontrado una medallita de la Virgen y otros objetos que a simple vista eran bisutería sin ningún valor.

—Yo creía que las joyas de mamá las había repartido entre vosotras dos —dije.

—A mí me regaló el anillo de diamantitos de mamá —afirmó Teresa.

Vicky se había quedado con el reloj de pulsera de Cartier. Nada más. Sin alzar la voz Teresa dijo que habría que averiguar en qué situación económica se encontraba nuestro padre y qué era lo que podíamos hacer para ayudarle. No dejaba traslucir sus emociones, pero sabía por sus gestos, como cuando éramos pequeños, que estaba enfadada.

—¿Por qué no me contó nada? —preguntó en voz alta.

—Papá siempre ha sido así —le dije—. Seguramente no quiso preocuparnos.

Teresa me dirigió una mirada llena de recriminación. Se levantó de la silla y empezó a caminar por la sala en silencio. Le exasperaba que nuestro padre se comportara de esa forma, que guardase esos secretos, sobre todo a ella. Sé que me odió por tratar de justificar su comportamiento. En aquellos momentos no quería estar cerca de ella, así que yo también me levanté y puse una excusa para salir de allí.

—Tengo que llamar a Cris —le dije.

Cris era mi novia y trabajaba como pasante en un despacho de abogados. Bajé en ascensor hasta el vestíbulo, encontré un teléfono público libre y marqué su número. Le conté que a mi padre le había dado un infarto, que estábamos en el hospital y lo que nos habían dicho los médicos. Omití lo que había descubierto de la fábrica. Me contestó que llegaría en diez minutos como mucho. Me quedé fumando en la puerta hasta que la vi bajarse de un taxi en la parada del hospital. Era atractiva, con los pómulos marcados, el pelo y los ojos de un color castaño claro, la nariz fina, la boca un poco grande y los labios delgados. Tenía cierto aire inocente. Vivíamos juntos desde hacía un par de años y medio en un pequeño apartamento de dos dormitorios cerca de una de las zonas de negocio de la ciudad, a un paseo de diez minutos de la oficina donde trabajaba. Caminó con paso decidido hasta la puerta del hospital, con un bolso grande cruzado en bandolera, sobre su traje de chaqueta gris, una camisa blanca y medias negras con zapatos de tacón. Esa mañana, recostado contra el cabecero de la cama, había observado cómo se vestía en el interior de nuestro dormitorio. Había seguido sus pasos desde el baño hasta el mueble donde guardaba la ropa interior, había observado cómo elegía las braguitas, cómo se abrochaba el sujetador, cómo subía las medias por sus largas piernas. Había contemplado aquella ceremonia como un magnífico y alucinante espectáculo de la naturaleza que se representaba para un público compuesto por un solo espectador. Yo. Y al verla otra vez caminando hacia mí, no sé por qué volví a recordar ese instante y me excité y al segundo me sentí terriblemente culpable por que una imagen como aquella viniera a mi mente justo en aquel preciso momento. Me besó, me abrazó y me preguntó cómo me encontraba. Le dije que bien. Le mentí. Subimos a la planta donde estaba ingresado mi padre y repartió besos entre mis dos hermanas. Sacó su agenda. Había conseguido los nombres y teléfonos de médicos de cardiología, jefes de no sé qué departamento que eran amigos de su familia y que estaban esperando una llamada nuestra por si queríamos saber algo más del estado de nuestro padre o consultar una segunda opinión. Teresa se lo agradeció, de hermana mayor a hermana mayor, y después le hizo un resumen de lo que había pasado con una cronología bastante exacta de los hechos. Cuando Cris se enteró de que llevábamos en el hospital desde el mediodía, se volvió hacia mí y arrugó la frente. Conocía esa expresión.

—¿Por qué has tardado tanto en llamarme? —me preguntó.

—No quería preocuparte.

No lo dije a propósito, pero mi hermana mayor lo entendió como una especie de broma pesada y soltó un vehemente bufido de gato rabioso. Saqué a Cris de la sala de espera y nos fuimos a tomar un café y a fumar un cigarrillo. Estábamos sentados uno frente al otro en una de las mesas de la cafetería y de repente se echó a llorar. Desde el principio de nuestra relación él la había tratado con cariño, amabilidad y respeto. Siempre tenía para ella un cumplido oportuno. Cuando le visitábamos lo primero que hacía, después de darle un beso, era decirle que estaba preciosa. Elogiaba el color y la forma de sus ojos, su peinado, su manera de vestir, su risa y siempre se las arreglaba para rematar aquellas enumeraciones de virtudes con la coletilla de que era tan guapa como la más guapa de las actrices de Hollywood. En sus conversaciones siempre hacía algún comentario sobre lo inteligente que era y le aseguraba que tarde o temprano sus jefes del despacho de abogados donde trabajaba se darían cuenta de lo que valía, de la joya que tenían trabajando para ellos, y la ascenderían o le harían socia. Al despedirnos, siempre me decía que tenía mucha suerte de que una chica como Cris me hubiera elegido como pareja. Y que debía cuidarla. Ella se emocionaba cuando él contaba sus historias de la posguerra, niño huérfano obligado a sobrevivir en las peores condiciones, y algunas veces, hablaban durante largo rato por teléfono. Aquellas lágrimas que derramó sobre su café en el hospital hicieron que la quisiera muchísimo.

Cuando volvimos a subir a la planta, el mismo médico que nos había informado unas horas antes volvió a acercarse. Podíamos entrar cinco minutos para ver a mi padre. Seguía en un estado de coma inducido, intubado por la nariz y la boca, pegado a máquinas que respiraban por él y que mantenían las pulsaciones de su corazón. Siempre había sido un hombre fuerte, con el pecho y los hombros muy anchos y dos brazos como postes. Y ahora, allí sobre la cama, la nariz parecía más grande en el centro de su cara, sus ojos estaban hundidos, la carne colgaba flácida de sus mejillas de un color blanco macilento, el pelo blanco que siempre llevaba peinado y cuidado aparecía revuelto y desmadejado, incluso empezaba a perfilarse una barba incipiente también de color blanco. Allí estaba postrado el hombre duro y fuerte que había sido mi padre y por primera vez lo vi como a un héroe caído.

Un rato después mis hermanas y Cris se marcharon. Teresa debía volver con su marido y sus niñas, Vicky estaba agotada, y no tenía sentido que Cris pasara una mala noche. Yo me quedé en el hospital con la promesa de que ante cualquier novedad las llamaría inmediatamente.

Era de noche. Ya no se veían enfermos con sus goteos y sus mascarillas de oxígeno trasladados sobre camillas de un lado a otro, ni familiares reproduciendo escenas de lágrimas y dolor, ni enfermeras y médicos caminando con prisas por los pasillos. La intensidad de luces había disminuido y solo había algo de actividad en el mostrador de las enfermeras, cerca de las puertas de los ascensores. Me sentía terriblemente cansado, como si aquel día hubiera durado una eternidad. No sé qué hora sería cuando se abrieron las puertas del ascensor y le vi acercarse al mostrador de las enfermeras. Le hubiera reconocido aunque se encontrara en mitad de una multitud. Su forma de caminar, balanceándose un poco de un lado a otro, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, era inconfundible. Cruzó unas palabras con la enfermera de guardia y miró hacia el final del pasillo donde yo estaba sentado. Se despidió de la enfermera con ese gesto que él siempre hacía, llevándose dos dedos a la frente y desplazándolos hacia delante, y caminó hacia mí. Era Eduardo Sastre. Edi Sastre. Sastre. Mediría un metro setenta y pico, de complexión atlética, con los hombros muy anchos, los brazos fuertes y unos puños grandes y duros. Tenía el pelo castaño, siempre revuelto, como si se acabara de levantar de la cama. Los ojos de un color azul oscuro y una mirada profunda y astuta. Nos dimos un abrazo.

—Qué pasa, macho. ¿Dónde está? —preguntó Sastre—. Quiero verle.

—En la UCI. Ahora no se puede entrar —le contesté.

—¿En serio? ¿Y quién coño nos lo va a impedir? —En su tono había una sombra de burla.

Eludimos la vigilancia de la enfermera de guardia y entramos a escondidas en la sala de cuidados intensivos. La habitación estaba tranquila, con las luces bajas y los enfermos dormidos o sedados. Nos detuvimos a un lado de su cama. Sastre puso su mano sobre la de mi padre con cuidado, para no moverle la vía, y la apretó durante un segundo.

—Me hubiera gustado venir antes, pero no me he enterado hasta hace un rato. Anoche le dimos el palo a un camión de electrodomésticos y me acosté a las tantas —dijo con absoluta tranquilidad.

—No hace falta que me des más detalles.

—Y qué más da. No vas a ir con el cuento a la Brigada de Robos y Atracos, ¿verdad?

—Lo digo por él. Lo mismo nos está escuchando. Quién sabe. Dicen que a veces la gente que está en este estado es capaz de escuchar las conversaciones de los que están alrededor.

—Pues será mejor cerrar la boca. —Sonrió y después me preguntó—: ¿Qué os han dicho los médicos?

—Está muy jodido.

—Tu padre tiene el corazón de un tigre. Saldrá de esta.

Salimos de allí y bajamos hasta la calle para fumarnos un cigarrillo. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos, probablemente unos cuantos meses.

—¿Cómo te va? —le pregunté.

—Bien, como siempre.

Sastre asaltaba y robaba almacenes y camiones de reparto en las calles de los polígonos industriales o en las áreas de descanso de las autovías que entraban en la ciudad. Había formado su propia banda con José de la Casa, Dela, y Francisco Javier Vares, Boris, dos antiguos compañeros del colegio, y con Agustín Molina, Agus, un conocido del barrio algo mayor que nosotros. En general, se dedicaban a los pequeños electrodomésticos, la alta fidelidad y también a la ropa de marca. En Navidad, trabajaban más las perfumerías, los abrigos de pieles y los reproductores de vídeo. Después vendía la mercancía robada a gente que la distribuía en el mercado negro por toda la ciudad.

—A veces compro un periódico. —Y al observar mi mirada puntualizó—: Lo leo y miro quién firma las noticias y nunca veo tu nombre.

Se lo había explicado un millón de veces.

—Trabajo para una agencia. Nadie firma las noticias. Nunca vas a encontrar mi nombre en un periódico.

Movió la cabeza con un gesto despectivo como si no tuviera ninguna gracia trabajar en algo así. La verdad es que no la tenía. Atrás habían quedado los sueños románticos de ser corresponsal de guerra, de saltar de conflicto en conflicto, de vivir al límite, de escribir en primera persona, de emular a los protagonistas de El año en que vivimos peligrosamente, de aspirar a publicar un reportaje a cinco columnas en algún diario internacional, del Premio Pulitzer, de la portada del Life. Mi trabajo consistía en asistir a ruedas de prensa en las sedes de los partidos políticos, entrevistar a diputados de un amplio abanico de colores, acudir a presentaciones de programas electorales y presenciar largas y aburridas sesiones parlamentarias. Desde luego, su «trabajo» era mucho más excitante.

Un par de enfermeras de guardia salieron a la calle a fumar un cigarrillo. Sastre se las quedó mirando un segundo y después se volvió y me preguntó por Cris.

—Está bien —le contesté—. ¿Tú sigues saliendo con aquella chica? ¿Fanny?

—Qué va —dijo moviendo la cabeza—, eso acabó hace meses. Era una puta loca. Ahora estoy con otra. Miranda. También es del barrio. Tú la conoces.

Le contesté que me acordaba de ella, pero la verdad es que no era cierto.

—Yo creo que, con esta, lo mismo tengo alguna posibilidad. —Y se rio.

Antes de despedirnos, Sastre me puso una mano en el hombro.

—Para lo que quieras, ya sabes dónde estoy.

—Claro —le contesté.

Nos dimos la mano.

—Sastre —le dije—, gracias por venir.

Se encogió de hombros. Me dio unas suaves palmadas en la mejilla y sonrió. Se despidió con ese gesto tan suyo y le vi alejarse, caminando bamboleante, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. En aquel momento, no sé por qué, me vino a la cabeza una historia que había leído unos meses antes en un periódico. Era una noticia sobre un asalto a un camión que transportaba equipos de alta fidelidad en el área de servicio de una autovía. Después de hacerse con el vehículo y la mercancía, los ladrones habían dejado al camionero atado a un poste de teléfono con los pantalones a la altura de los tobillos. La noticia recogía algunas declaraciones del camionero. Decía que los asaltantes se habían comportado como salvajes. Una media sonrisa apareció en mis labios. Lo que el camionero tendría que haber dicho no era «como salvajes», sino «como apaches».

Capítulo 02

Sastre y yo nacimos el mismo año, aunque él era unos meses mayor que yo. Nuestras casas estaban a unos cientos de metros de distancia. Nosotros vivíamos en la calle Algodonales. Él en la de María Juana. La primera vez que nos vimos yo estaba en los brazos de mi madre y él dentro de un carrito de bebé. No nos separamos desde entonces. Eso era lo que decía mi madre. Era mi mejor amigo. Casi como mi hermano. Y, sin embargo, nuestras vidas no podían ser más distintas.

El padre de Sastre era militar, un sargento del Ejército de Tierra destinado en un cuartel del sur de la ciudad. El mismo pelo castaño, los mismos ojos azules. Tenía muy mal carácter. Era un hombre grosero, pendenciero y bebedor. Le recuerdo apoyado en la barra de un bar del barrio, con la mirada turbia por los efectos del alcohol, observándome de una forma desdeñosa, envuelto en el humo del tabaco negro que le traían de Canarias. A veces entrábamos en el portal del edificio de Sastre y la escalera apestaba a aquel tabaco negro. Entonces, dábamos media vuelta y nos íbamos a mi casa o seguíamos en la calle hasta que se marchaba o se quedaba dormido. La razón era que al sargento le gustaba pegar a su mujer y a sus hijos. En más de una ocasión vi en la piel de la espalda de mi amigo un hematoma con la forma del escudo del Ejército de Tierra que tenía en la hebilla del cinturón.

Su madre era una mujer menuda, con el pelo rubio y los ojos grandes. La peor decisión de su vida fue casarse con el padre de Sastre. Habían tenido cuatro hijos. Sastre era el tercero de los cuatro, pero cuando teníamos cinco o seis años, su hermana pequeña murió en un accidente doméstico: la caldera del calentador se estropeó y dejó salir el gas y la niña, que en ese momento estaba en la cocina, se asfixió. Su madre se tiró un año entero sin salir de la cama afectada por una profunda depresión. Era una mujer que siempre estaba triste, asustada, deprimida. Nunca llegaba a fin de mes. Mi madre le prestaba algo de dinero, le hacía la compra a veces, le llevaba comida, le cedía algo de ropa. Era adicta a los estimulantes y a los tranquilizantes. Sastre le robaba las anfetaminas, que luego vendía en las calles del barrio. El hermano mayor de Sastre se metió en el ejército al cumplir los dieciocho, y su otra hermana se marchó a la costa.

Nos pasábamos el día juntos. Mi madre nos llevaba al colegio por la mañana y nos recogía a mediodía. La mayor parte de los días, al volver a casa, nos quedábamos en el taller de joyería de mi padre, que estaba en el bajo del edificio donde vivíamos, y esperábamos a que echara el cierre. Nos íbamos con él hasta el bar de la esquina y allí nos invitaba a un vermut con agua de seltz y una bolsa de patatas fritas. Por la tarde, al acabar las clases, hacía los deberes, estudiaba un rato y cuando me asomaba a la ventana, Sastre estaba sentado en el bordillo de la acera esperándome. Nuestro territorio era el barrio. Conocíamos cada rincón, cada portal, cada escaparate de las pequeñas tiendas; conocíamos a todos los vecinos, sabíamos quién vivía en cada casa, manejábamos todas las relaciones sociales y de parentesco; incluso conocíamos detalles de relaciones secretas que los adultos ignoraban. Era la consecuencia lógica de pasar horas y horas en las calles. Jugando, pero también observando, hablando con unos y con otros. Y nos daba igual que fuera invierno o verano, que lloviera, nevara, hiciera frío o que el asfalto se levantara por culpa del calor. Nosotros siempre estábamos en la calle. Nos separábamos cuando las farolas hacía rato que se habían encendido y entonces se escuchaba la voz de mi madre que desde la ventana me llamaba para cenar, o a veces era mi hermana Teresa quien, muy enfadada, venía a buscarme para decirme que toda la familia me estaba esperando sentada a la mesa.

Los fines de semana mi padre se levantaba tan temprano como cualquier día laborable y después de seguir la rutina de todas las mañanas —hacer sus ejercicios de gimnasia, ducharse y afeitarse— se acercaba hasta una churrería del barrio y volvía con dos docenas de churros y porras para el desayuno. Al poco rato, mi hermana Teresa entraba en mi dormitorio, me sacudía el hombro para despertarme y me decía con sarcasmo que «mi amiguito del alma» estaba comiéndose nuestro desayuno en la cocina. A mi hermana no le gustaba Sastre. Lo veía como un intruso. Eso de que hubiera que poner un cubierto más en la mesa, de que estuviera zascandileando por el salón de casa y de que se sentara a ver la televisión con nosotros, o de que se asomara a su cuarto cuando ella estaba estudiando, la enfurecía. «Podrías buscarte otro mejor amigo, uno que no fuera tan idiota», decía, o «¿Es que no hay más casas en el barrio donde pueda ir a mendigar?». Creo que Sastre fue la causa que provocó más conflictos, peleas y discusiones entre nosotros. Cuando me decía aquellas cosas, yo me indignaba y atacaba su falta de humanidad. Ella era tan consciente como yo, aunque éramos unos niños, de que la vida familiar de Sastre era un infierno y de que él estaba deseando huir de ese ambiente. En nuestra casa se respiraba una atmósfera de armonía y tranquilidad que era todo lo contrario a la de la suya, donde los gritos de su padre y sus hermanos y los lamentos de su madre eran el hilo musical de cada día.

Me levantaba, todavía medio dormido, y en pijama recorría el pasillo de nuestra casa. Y según me acercaba a la cocina, el olor de la masa de la harina frita en aceites de cualquiera sabe qué procedencia entraba por las aletas de mi nariz y me despertaba completamente. Justo a tiempo para ver a Sastre, sentado en una silla frente a mi madre, que le miraba desde detrás de la taza de café negro que tomaba por las mañanas, devorando churros y porras mojados en leche con cacao. Cuando todos habíamos terminado de desayunar, siempre sobraban uno o dos churros o porras sobre la mesa. Entonces, mi madre le animaba a cogerlos y mientras se los comía, Sastre le sonreía con una expresión de felicidad total. Creo que él provocaba en mi madre un sentimiento de enorme ternura y piedad. Le veía como uno de esos niños perdidos de Peter Pan y creo que sentía que, acogiéndole en su hogar y tratándole como a uno más de sus hijos, estaba haciendo algo realmente bueno. Delante de mis padres, pero sobre todo de mi madre, fue siempre un chico educado, atento y respetuoso, dentro de su espontaneidad, como si sufriera una transformación con solo entrar en contacto con ella. A mí, que conocía al auténtico Sastre, me fascinaba ese cambio de registro de mi amigo, que, para resumirlo en una expresión coloquial, «estaba hecho de la piel del diablo».

Después de desayunar mi padre nos proponía un plan para la mañana del sábado. Cuando éramos muy pequeños nos llevaba caminando hasta el Museo de Ciencias Naturales para ver los animales disecados; cuando fuimos un poco más mayores cogíamos un autobús hasta las afueras de la ciudad, y nos bajábamos en una parada cerca del cuartel de artillería mecanizada de El Goloso. Allí, en un bosque de pinos enormes, jugábamos a ser apaches. La causa de que en nuestros juegos eligiéramos ser apaches en lugar de vaqueros como el resto de los niños del mundo fue mi padre. Él sostenía que en las películas del Oeste, los vaqueros eran ladrones y asesinos que querían robarles sus tierras a los indios americanos. «Los indios eran los buenos», decía mi padre. No sé por qué sabía tantas cosas sobre las costumbres de aquellas tribus, pero sí recuerdo aquellos trayectos en autobús y cómo nos contaba un montón de relatos y de historias sobre la manera de tender emboscadas a los enemigos o montar trampas para cazar animales o cualquier otra cosa que hicieran los apaches. Nos construyó unos arcos y flechas y nos pasábamos la mañana aullando como pieles rojas. Imaginábamos que éramos dos jóvenes guerreros apaches que luchaban contra la invasión del hombre blanco.

Sastre nunca fue un buen estudiante. Era indisciplinado y no tenía ninguna constancia. Sus trabajos de clase, los que presentaba, eran un auténtico desastre. Estaban arrugados, con manchas, escritos con una caligrafía espantosa, y con un desorden tal de ideas que resultaba imposible entenderlos. Era desafiante con los profesores y siempre andaba metido en líos. Probablemente, fue el alumno que más veces visitó el despacho del director del colegio. Jamás le vi estudiar. Fue aprobando los cursos a fuerza de robar exámenes, dar cambiazos, copiar y extorsionar a otros para que le hicieran los trabajos. Cuando éramos pequeños su madre convenció a la mía de que le dejara estudiar conmigo para ver «si se le pegaba algo». No se le pegó nada. Sastre era incapaz de sentarse delante de un libro y aguantar más de cinco minutos sin levantarse e ir a hacer otra cosa o hablar de alguna idea que se le había ocurrido en ese momento. Ideas como entrar en una obra y robar unas herramientas con las que podríamos hacernos un coche de carreras para bajar por mi calle a toda velocidad. Yo intentaba explicarle los conceptos y las lecciones que venían en los libros o los apuntes que había tomado en clase. Me miraba muy serio. Luego le preguntaba si lo había entendido y él empezaba a reírse a carcajadas y me decía que no. Le di por imposible. Así que mientras que yo estudiaba o hacía los deberes, él se pasaba la tarde mirando la calle por la ventana de mi dormitorio. Ahí era donde él quería estar. En la calle.

Sastre era de carácter impetuoso, agresivo, violento. Era como un animal salvaje. Nunca le vi acobardarse ante nadie, ni callarse una palabra, ni bajar la cabeza, ni rehuir una pelea. Daba lo mismo que su oponente fuese tres años mayor que él o que le doblara en peso y en altura. Como siempre andábamos juntos, era inevitable entrar en las peleas que él provocaba. Y era inevitable que me dieran a mí también. No recuerdo las veces en las que llegué a casa sangrando, con la ropa destrozada y un ojo morado. Creamos nuestra primera banda cuando teníamos cinco años, en el patio del colegio junto al Dela y al Boris, los mismos chicos que años más tarde se unirían a Sastre para asaltar almacenes y camiones de reparto. Éramos el Terror de Primaria. Robos, extorsiones, amenazas, peleas. Todo eso antes de que alguien inventara la palabra bullying. Cuando las madres de los otros alumnos dieron la voz de alarma y un día a la salida del colegio mi madre vio cómo una de ellas me señalaba con el dedo, me llevé tal cantidad de zapatillazos y tirones de pelo que inmediatamente deserté de la banda. Ese fue el final del Terror de Primaria.

Sastre cometió su primer delito con doce años. Lo sé porque yo estaba allí. En una de las calles principales del barrio había una de esas tiendas de aparatos electrónicos, juegos y equipos de música que llamaban decomisos. El dueño era un libanés. Un día nos detuvimos delante del escaparate y vimos unos preciosos walkman. Ni yo, ni por supuesto Sastre, podíamos permitirnos el lujo de tener un aparato como aquel. Tarde tras tarde nos deteníamos delante del escaparate y lo mirábamos y lo volvíamos a mirar y hablábamos de la envidia que les daríamos a los demás chicos si apareciéramos un día en la calle con el walkman en el bolsillo. Le pedí a mi madre que me lo comprara y me contestó que no éramos ricos y que si quería aquel artilugio —«Aunque no sé para qué lo quieres. Yo no te he visto escuchar música en toda tu vida»—, me esperara a mi cumpleaños o a Navidades. Ambas fechas quedaban demasiado lejos en el tiempo como para contener nuestros deseos. Así que una tarde Sastre dijo que entraríamos en la tienda y lo robaríamos. Éramos apaches y ese walkman era nuestro por derecho propio. Y lo hicimos. Entramos en la tienda y mientras yo distraía al Libanés, pidiéndole cosas de las estanterías más alejadas del escaparate, Sastre cogió el walkman y salió de la tienda como si nada. Aguanté cinco minutos la mirada del Libanés, con el corazón en la boca y un sudor frío recorriéndome la espalda y mojándome la camiseta, mientras fingía estar indeciso entre varios de los artículos que le había pedido y que estaban sobre el mostrador. Al final le dije, muy educadamente, que volvería en otro momento acompañado de mi madre. Cuando salí de la tienda, Sastre me estaba esperando en la esquina de la calle. Dios, qué sensación, qué subidón de adrenalina, qué euforia. Nunca había sentido algo así. Estuvimos riéndonos y rememorando cada detalle de nuestro golpe una y otra vez durante aquella tarde y los días siguientes; cómo habíamos entrado, cómo había distraído al Libanés, cómo Sastre había cogido el walkman con sumo cuidado y cómo había salido de la tienda sin mirar atrás. Y cada vez que lo volvíamos a contar, disfrutábamos como si lo estuviéramos haciendo de nuevo. Mi madre tenía razón. A los dos días de llevar el walkman de acá para allá y de escuchar un millón de veces la única cinta grabada que Sastre le había quitado a uno de sus hermanos, nos aburrimos. Pero seguíamos contando y contando los detalles del robo. Y entonces Sastre se inventó el negocio.

Hablamos con los otros chicos del barrio. Nosotros les conseguiríamos un montón de los productos del Libanés, pequeñas maquinitas de videojuegos, radios, equipos de música o lo que fuera a un precio mucho más bajo del que lo comprarían en la tienda. Recibimos una pila de encargos y nos pusimos a ello. De la misma forma y con la misma estrategia que la primera vez —yo distraía al Libanés y Sastre se hacía con el producto que nos habían encargado— dimos un par de golpes. Vendimos lo que habíamos robado y ganamos una pasta que nos gastamos en cerveza, cigarrillos y entradas de cine. El tercer golpe lo dimos para un chaval unos cuatro años mayor que nosotros al que conocíamos por el sobrenombre de Morris. El encargo del Morris tenía una dificultad añadida. Quería unos auriculares con radio incorporada que estaban detrás del mostrador de la tienda, así que no bastaba con distraer al Libanés y que Sastre cogiera algo del escaparate. Teníamos que hacer que se metiera en la trastienda. El golpe empezó tal y como habíamos planeado. Entramos los dos juntos, yo hablé con el Libanés y le pedí unos juegos magnéticos que hacía unas semanas había visto en el escaparate. Dijo que iría a ver si le quedaba algo en la trastienda y entonces, Sastre aprovechó la ocasión, se coló detrás del mostrador, agarró los auriculares con radio incorporada y se dirigió hacia la salida justo en el momento en el que un hombre entraba en la tienda. Ya contábamos con una nueva victoria cuando el hombre detuvo a Sastre y le preguntó si había pagado lo que llevaba debajo del brazo. En ese instante salió el Libanés de la trastienda y nos dimos cuenta de que estábamos perdidos. Sastre intentó sortear al hombre, pero este se movió con agilidad y le tapó la salida. «¿Son estos dos?», preguntó al Libanés, y este nos identificó sin lugar a dudas y le dio al hombre la lista de todo lo que habíamos robado en las últimas dos semanas. El hombre agarró a Sastre de la camiseta y nos llevó al interior de la trastienda, un almacén alargado con estanterías pegadas a las paredes donde se apilaban hasta el techo todos los aparatos electrónicos que eran el objeto de nuestros deseos. Se sentó en una silla y encendió un cigarrillo. Nos conocía, sabía nuestros nombres y los de nuestros padres y también dónde vivíamos. Estábamos muertos de miedo. A mí me temblaban las piernas y hacía un verdadero esfuerzo por no mearme en los pantalones cortos. Sastre le preguntó si era policía. No, no lo era. Era un buen vecino que se preocupaba por los intereses de los comerciantes del barrio. Y los comerciantes, como el Libanés, recurrían a él cuando, por ejemplo, dos chicos se dedicaban a robar sistemáticamente en sus tiendas. «Vosotros dos sois del barrio. No podéis robar aquí. Sería como hacerlo en vuestra propia casa. No robamos a nuestros vecinos. Esa es la ley. Tenéis que prometerme que la cumpliréis el resto de vuestra vida.» Lo hicimos levantando la palma de la mano derecha al unísono como accionados por un resorte. Entonces el hombre sonrió levemente y añadió: «Hay un montón de tiendas y de grandes almacenes por toda la ciudad. Pero no le digáis a nadie que os lo he dicho yo». Le preguntamos qué pasaría con lo que habíamos robado. El hombre dijo que lo arreglaría, pero que no quería que nos asomáramos al escaparate ni una sola vez más. A partir de entonces, Sastre y yo siempre dábamos un rodeo para no tener que pasar por delante de la tienda.

Unos meses después descubrí quién era aquel hombre. No sé por qué, un día acompañé a mi padre hasta el final de Marqués de Viana, la calle principal de nuestro pequeño universo. En aquella zona, muy cerca de los descampados que formaban la frontera del barrio, los edificios de dos o tres plantas como el nuestro eran sustituidos por casitas de una sola altura, de paredes de ladrillo rojo y ventanas de madera. Aquella parte del barrio era extraña dentro de un barrio extraño. Caminamos hasta una casa baja de paredes encaladas. Mi padre golpeó con el puño sobre un portón de metal pintado de un color verde desteñido. Un muchacho lo abrió y nos hizo entrar. Le seguimos atravesando un patio adornado con tiestos y flores y nos condujo hasta el interior de una vivienda. Allí, en un salón abigarrado de muebles y objetos, nos recibió un hombre, algo mayor que mi padre, vestido con un traje de chaqueta gris, aunque sin corbata, con zapatos de cordones y un sombrero del mismo color que su traje. Me llamó mucho la atención lo del sombrero. Nunca había visto a nadie con sombrero. El hombre del sombrero envió a un chico que andaba por allí a un bar a por unas cervezas y una Coca-Cola para mí. Me senté en una silla con la Coca-Cola, cerré la boca y escuché. Había en aquella casa una atmósfera especial. Densa, opresora, cargada de humo de tabaco. Mi padre sacó del bolsillo interior de su abrigo unas piezas de joyería de señora, aunque él no solía hacer ese tipo de negocios. Normalmente su producción de relojes estaba vendida de antemano a determinadas tiendas o representantes. Las piezas se distribuían en grandes cantidades, jamás al por menor. Les escuché hablar. Se trataban con respeto mutuo. Entonces, entró en el salón el hombre que nos había detenido en la tienda del Libanés. Era algo más joven que el del sombrero, pero se parecían mucho, así que supuse que probablemente sería su hermano pequeño. Le dio un apretón de manos a mi padre y al darse la vuelta me vio sentado en la silla pegada a la pared. Por supuesto, me reconoció, sabía de sobra quién era yo. Pero no dijo nada. Me revolvió el pelo con la palma de la mano. Luego hizo algún comentario del tipo «parece un buen chico» y me guiñó un ojo. Cuando salimos de allí le pregunté a mi padre quiénes eran aquellos hombres. «Unos amigos», me contestó, y no comentó nada más.

Esa misma tarde fui a contarle a Sastre lo que había descubierto. Sastre silbó. Él había oído hablar de ellos. Se decía que controlaban todo el tráfico de objetos robados y de mercancías de contrabando del barrio, que había que tener mucho cuidado, que era gente peligrosa. ¡Y nosotros habíamos estado hablando con uno de ellos frente a frente en la trastienda del Libanés! Silbamos de nuevo. Aquel día les pusimos el sobrenombre de «los hombres de las casas blancas» y siempre prestamos mucha atención a cualquier noticia que tuviera relación con ellos. A finales de los setenta y en los primeros ochenta, cuando la heroína transformó las calles de la capital en un territorio salvaje y los navajeros ocupaban las esquinas de media ciudad, y los tirones de bolsos se multiplicaban por mil, y todo el mundo podía contar cómo le habían robado un plumas o la moto, cuando las farmacias se convirtieron en objetivos principales de los yonquis, el barrio siguió sorprendentemente tranquilo. En nuestras calles no se produjeron ni tirones ni atracos. Recuerdo que una vez dos hombres aparecieron muertos en los descampados del final de Marqués de Viana y que en otra ocasión un chaval, al que a veces veíamos recorrer las aceras y merodear por los portales, recibió una brutal paliza que le dejó en una silla de ruedas. Alguien dijo que había entrado en una tienda con una navaja y que había pinchado al dueño. Nadie podía afirmarlo con total seguridad, pero todo el mundo sabía que la paliza había sido obra de los hombres de las casas blancas. La ley del barrio.

Aquel susto nos mantuvo alejados del delito una buena temporada, pero la experiencia del robo y la inigualable sensación de victoria cuando salíamos de la tienda con el producto de nuestro golpe debajo de la camiseta era tan fuerte como una droga. Durante ese verano estuvimos contando, y por tanto reviviendo, nuestros delitos, nuestro encuentro con el hombre y nuestra conversación en la trastienda una y otra vez.

Un día, cuando estaban a punto de acabar las vacaciones, nuestra madre nos llevó de compras. Siempre nos compraba la ropa, los zapatos y cualquier otra cosa que necesitáramos en las tiendas del barrio. Pero aquel día, comenzamos a caminar, Vicky de su mano, Teresa y yo siguiéndolas un paso por detrás. Pasamos por delante de nuestro colegio, bajamos hasta la avenida de Perón, doblamos por Orense, y, al final de la calle, giramos de nuevo y nos encontramos ante un gran edificio con enormes escaparates y banderas en la puerta. Aquella fue la primera vez que pisé unos grandes almacenes. Mi madre había decidido que en lugar de dedicarle dos semanas a visitar diferentes comercios para comprar ropa, zapatos y cosas del colegio a Teresa, a Vicky y a mí, lo haría todo en un solo día y sin salir de una sola tienda. Nos pasamos toda la tarde de planta en planta, subiendo y bajando escaleras mecánicas, probándonos vestidos, pantalones, jerséis, camisas y zapatos. Eligiendo estuches, carteras escolares y juegos de bolígrafos y lápices. Aquellos grandes almacenes eran el lugar donde aquel hombre, que nos había sentado frente a él en la trastienda del Libanés, nos había dicho que podíamos robar. Mientras Teresa y mi madre discutían junto a los probadores sobre si unos pantalones vaqueros le sentaban mejor o peor que otros similares pero de marca, le dije a mi madre que me iba a dar una vuelta, cogí a Vicky de la mano y bajamos por las escaleras mecánicas hasta la planta de electrónica. Allí había docenas de expositores llenos de diferentes tipos de máquinas y juegos de toda clase. Me fijé con atención en los dependientes, en la forma que tenían de trabajar, en lo difícil que era controlar lo que ocurría en un lugar en el que cientos de personas querían, al mismo tiempo, saber el precio de algo, que les cobraran, que les explicaran las características de un producto, que les dijeran dónde podían localizar tal o cual cosa. También observé dónde estaban situadas las puertas de entrada, las escaleras mecánicas, incluso las salidas de emergencia. Vicky se aburría y quería volver con mamá y le prometí que iríamos a ver los juguetes. En la sección de juguetería ocurría lo mismo que en la planta de electrónica: los dependientes no daban abasto para atender a toda la gente que había allí. Paseamos entre las estanterías hasta que Vicky encontró una muñeca de cabello rubio, piernas largas y vestido de princesa de la que se enamoró. Le dije que la cogiera y de la mano y tranquilamente nos dirigimos a la escalera y volvimos al lado de nuestra madre, que todavía discutía con Teresa, ahora sobre una blusa o un jersey que no quería ponerse ni muerta. Metí la muñeca en una bolsa debajo de las cajas de zapatos y una hora más tarde salimos de los grandes almacenes. Nadie detuvo a una señora con un vestido estampado de flores, un bolso colgado del brazo y tres niños a su lado que parecían educados, sanos y bien alimentados.

Dejé las bolsas con las compras encima de la cama, salí a la calle y corrí a buscar a Sastre. Cuando le encontré, con la respiración entrecortada, le conté todo lo que había sucedido aquella tarde y sobre todo que había descubierto el paraíso de los jóvenes delincuentes. Esperamos unos días hasta que Sastre reunió a seis o siete chicos del barrio y una tarde nos dirigimos hasta los grandes almacenes. Con el corazón bombeando sangre a ciento cincuenta pulsaciones por minuto dentro de nuestros cuerpos, y la adrenalina y todos los indicadores hormonales disparados, entramos en el edificio. Yo les había explicado más o menos que debían pasar inadvertidos, que debían disimular, que…; no me escucharon. Sastre y los demás pusieron en práctica una táctica totalmente apache. A una señal cogieron lo primero que estaba a su alcance y salieron corriendo en todas direcciones. Creo que el factor sorpresa o la suerte hizo que aquel día no hubiera detenidos. Cuando volvimos al barrio le dije a Sastre que la técnica apache no era una buena idea, que si lo hacíamos así, nos acabarían deteniendo. Sastre se rio y, enseñándome el botín que habíamos conseguido, dijo que yo era idiota. Creo que con lo que había disfrutado de verdad era con el caos que se había formado en los almacenes, con una docena de chicos corriendo vertiginosamente entre los pasillos, subiendo los peldaños de las escaleras mecánicas de tres en tres, empujando a las mujeres y lanzándolas al suelo, esquivando a los guardias de seguridad en las puertas. Aquel había sido un día épico y si yo no quería verlo así, es que no tenía ni idea. En la puerta de mi casa, saqué del bolsillo del pantalón lo que había robado. Era una absurda y fea figurita de plomo de un caballero medieval que yo no quería para nada.

Empezaron las clases. Por las tardes, Sastre se reunía con los otros chicos del barrio en la puerta del colegio. Me invitaba a ir con ellos a los grandes almacenes, pero yo siempre tenía una buena excusa a mano. Tenía que estudiar, tenía que llevar a Vicky a casa, había quedado con mi madre para ir a cualquier sitio. Siguieron haciendo las incursiones apaches, pero los guardias, los clientes o los dependientes siempre detenían a alguno de ellos y acababa en el cuarto de seguridad. Las madres o los padres del detenido iban a las casas de los otros chicos que habían participado en el robo y se montaban discusiones y las acusaciones de «tu hijo es un ladrón» duraban semanas. Las culpas siempre acababan recayendo en Sastre. Algunas veces su madre conseguía ocultárselo a su padre. Otras era imposible y aunque él negase de la forma más convincente del mundo que no había participado en el robo, a la mañana siguiente aparecía en el colegio con un ojo morado, el labio hinchado o las marcas del cinturón de su padre en un brazo o en la espalda. Entonces era el momento de la venganza. Los chivatos sabían que iban a recibir la misma paliza que Sastre había recibido y se generaba una imparable espiral de violencia.

Hasta que un día, en una incursión apache a los grandes almacenes, detuvieron a Sastre. Y en el cuarto de seguridad no hubo un hombre que con voz suave le explicara lo que debía o no debía hacer. El encargado de la planta telefoneó a la casa de Sastre con tan mala suerte que fue su padre quien descolgó el teléfono. Y el sargento del Ejército de Tierra fue a buscar a su hijo.

Yo estaba sentado en el escalón del portal de mi casa y los vi llegar, caminando rápido, Sastre a unos dos metros por detrás de su padre y con la cabeza agachada entre los hombros. Al pasar delante de mí cruzamos una mirada. Yo alcé la mano, pero Sastre no me devolvió el saludo y siguió caminando. Esa tarde, su padre le dio una paliza que casi lo mata. Ya por la noche, escuchamos el sonido de las sirenas de una ambulancia. Estábamos cenando. No sé por qué, supe inmediatamente que esa ambulancia venía a por Sastre. Se me hizo un nudo en la garganta y cuando mi madre me preguntó, en la mesa, delante de todos, qué era lo que me ocurría, estuve a punto de contarle lo del robo en los grandes almacenes y que habían cogido a Sastre y que probablemente su padre le había dado una paliza de muerte. Pero cerré la boca, dije que me encontraba mal y me fui a mi cuarto. Cogí el caballero medieval de plomo, lo arrojé por la ventana y lo vi hacerse añicos contra el asfalto. Aquella noche, tumbado sobre la cama en la oscuridad, recé para que Sastre sobreviviera. Y sobrevivió.

Cuando los médicos le preguntaron cómo se había hecho aquellas heridas, Sastre respondió que unos chicos mayores habían intentado robarle y que, como se había resistido, le habían dado una paliza. Los médicos aconsejaron a su madre que lo denunciara a la policía, pero él dijo que no sabía quiénes eran y que si volvía a verlos, no sabría si sería capaz de reconocerlos. A los tres días le dieron el alta, aunque estuvo otra semana convaleciente en su casa. La noticia fue lo bastante sonada para que corriera por el barrio como la pólvora. Lo de los robos en los grandes almacenes, lo de que habían detenido a Sastre, lo de que su padre le había metido una paliza de muerte. Mi padre me preguntó si yo sabía algo de esos robos. Le contesté que no tenía ni idea. Me dijo que esas cosas no se hacían, que robar estaba mal y que no debía intentarlo jamás o me podrían pasar cosas como las que le habían pasado a Sastre. Yo le contesté que aunque todo aquello fuera verdad, no se merecía que su padre le hubiera mandado al hospital de una paliza. «No, no hay derecho», me contestó, y eso fue todo lo que hablamos.

Unos días más tarde mi padre se encontró al sargento del Ejército de Tierra en el bar en el que este solía emborracharse. Le acusó en voz alta, delante de todo el mundo, de ser un cobarde que pegaba a su mujer y a sus hijos. El sargento, envalentonado por el alcohol, le lanzó un puñetazo en la cara. Mi padre se repuso del golpe y le dio una paliza. Cuando lo tenía en el suelo, sangrando por la nariz, la boca y una de las orejas, se agachó junto a él y le dijo que si volvía a pegar a Sastre, iría a por él y no volvería a levantarse jamás. Cuando mi madre se enteró puso el grito en el cielo. Le parecía que lo que había hecho mi padre tenía un gran mérito y que de alguna forma había impartido justicia y que ese hombre se lo merecía, pero también sabía que el sargento tenía una pistola y que, borracho como estaba casi siempre, podría utilizarla contra mi padre. «Ese hombre es un cobarde —dijo mi padre—, no hará nada.» Tenía razón. El sargento abandonó el barrio unas semanas después. Dijeron que le habían destinado a un cuartel en la otra punta del país.

Fue un alivio para Sastre, sus hermanos y su madre, pero sobre todo contribuyó a engrandecer la imagen heroica de mi padre. Recuerdo que durante las semanas posteriores, en el colegio, estaba deseando volver a casa y entrar en su taller y acompañarle al bar de la esquina para tomar el aperitivo. Dios, recuerdo con qué admiración y respeto le miraba la gente del barrio. Recuerdo lo orgulloso que yo caminaba a su lado por la calle y las veces que conté, mil veces, a todo el que quiso escucharlo, que mi padre había sacado a patadas al sargento de allí.

Una tarde, al salir de clase, le dije a Sastre que me acompañara a los grandes almacenes. Nos quedamos tranquilamente a esperar en la planta de música mirando los discos. Un dependiente se acercó a nosotros y nos preguntó qué hacíamos allí. Con cara de fastidio le dije que estábamos esperando a que nuestras madres terminaran de probarse vestidos en la planta de señoras. El dependiente nos miró con comprensión y nos dejó en paz. Estuvimos una hora estudiando los movimientos de los vendedores y cuando apareció el momento oportuno, nos acercamos a la estantería y metimos unos cuantos discos dentro de una bolsa de los grandes almacenes que yo había cogido de mi casa. Bajamos por las escaleras mecánicas hasta la planta de la calle y aguardamos de nuevo hasta que vi a una señora, agradable, guapa y bien vestida, que se dirigía a la salida. Entonces nos pusimos a su lado. Le sonreímos, ella nos sonrió, yo le pregunté, con mucha educación y amabilidad, qué hora era, ella me contestó, también con una sonrisa, y pasamos la puerta a su lado sin que los guardias de seguridad nos miraran siquiera. A un par de manzanas de allí, Sastre dejó de caminar. Se detuvo en la calle, con la bolsa de los grandes almacenes en la mano, y se quedó como encogido. Por un segundo me pareció que era más pequeño de lo que realmente era. Le pregunté qué le pasaba. «No vuelvas a dejarme solo. Si es necesario, me metes una leche. ¿Vale, macho?» Se lo prometí.

A los quince robamos nuestro primer coche. Nos enseñó a hacerlo un mecánico del barrio que trabajaba en un servicio oficial en la periferia de la ciudad. Los fines de semana, en un taller roñoso, lleno de grasa y de calendarios de chicas desnudas en las paredes, hacía pequeños arreglos a los vecinos del barrio por su cuenta. Ya no me acuerdo de cómo empezamos a ir a su taller y a pasar las tardes de los sábados y los domingos allí, viendo cómo desmontaba motores mientras bebía cerveza y nos hablaba de su estancia durante tres años en una prisión por un delito contra la propiedad privada. Una tarde nos sacó unos botellines, se sentó en una silla, puso los codos sobre las rodillas y nos propuso un negocio. Unas semanas atrás había necesitado unas piezas de recambio para un modelo concreto de coche, un Renault Copa Turbo. Había intentado sacarlas del servicio oficial donde trabajaba, pero su jefe sospechaba de él y no quería arriesgarse a perder el empleo. Al final había tenido que comprarlas. Las piezas de sustitución eran muy caras, así que el mecánico nos propuso que robáramos coches para él, que los lleváramos a un lugar discreto —como por ejemplo los descampados donde terminaba el barrio antes de llegar al paseo de la Dirección— y que allí él le sacaría las piezas que necesitaba para su reparación. «Os podéis ganar unos buenos billetes», dijo, y nos guiñó un ojo. Sastre no tardó ni un segundo en aceptar el trato. De vuelta a casa le dije que no me quería liar en ese asunto, que el mecánico me daba mala espina y que además seguramente iba a timarnos. Sastre se encogió de hombros y dijo que tampoco pensaba trabajar para él. Le miré sorprendido. Sastre nunca faltaba a su palabra o rompía un trato. «Para cuando se dé cuenta de que no pensamos arriesgar nuestro culo por él, ya nos habrá enseñado a robar coches y lo que es mejor, nos habrá enseñado a conducir.»

El mecánico nos enseñó todas las técnicas para abrir puertas con alambres hechos con perchas de la ropa y placas de metal con un gancho en el extremo; nos enseñó en qué modelos era necesario hacer un puente para arrancar el coche y en cuáles una cucharilla doblada funcionaba como una llave. Y durante los dos fines de semana siguientes, mientras mis padres pensaban que estaba en el cine o en casa de unos amigos del instituto, Sastre y yo conducíamos un Renault 12 ranchera por las calles y los descampados del final de Marqués de Viana.

Un viernes por la noche Sastre le dijo a su madre que dormiría en mi casa y yo le dije a mis padres que dormiría en la de Sastre. Y como dos exploradores cruzamos la frontera del barrio y nos aventuramos en lo desconocido. Llevábamos en los bolsillos de las cazadoras una percha de alambre y una placa de metal que habíamos sacado de la estructura de un sofá viejo. Callejeamos hasta llegar a una zona de la ciudad sin comercios, con edificios altos y jardines con árboles frondosos, poco alumbrada y sin mucho tránsito. Y lo vimos. Aparcado en la calle había un Seat 132 Sport, de color chocolate metalizado, con sus cuatro faros y su capó ligeramente curvado hacia delante. Era precioso. Aquel era el coche con el que nos íbamos a estrenar. Metimos la placa de metal entre el cristal de la ventana y la puerta y tras forcejear unos segundos, el seguro saltó. Sastre rompió el cajetín, le hizo el puente, el motor se encendió y empezó a ronronear con suavidad. Un poco a trompicones al principio, pero luego como sobre raíles, sacó el coche y nos fuimos con él a dar vueltas por la ciudad. A ratos conducía Sastre y a ratos yo. Fumábamos cigarrillos y escuchábamos música en la radio. Volvimos al barrio y pasamos por delante de mi casa y de la suya. Nos dio un ataque de risa y a punto estuvimos de estrellarnos contra una farola. Llegamos hasta la calle donde lo habíamos robado, lo aparcamos y cerramos las puertas. Todavía, durante un minuto, nos quedamos allí, admirándolo. Y tan contentos regresamos a nuestro barrio cantando.

Hicimos un par de trabajos para el mecánico, pero dos meses más tarde nos desentendimos de él. La verdad es que tuvimos la suerte de que agrediera a su jefe con una llave de palanca y que lo volvieran a meter en la cárcel. Estuvimos más o menos dos años robando coches casi cada fin de semana. Nunca los destrozamos, nunca les hicimos nada malo. Eran coches preciosos que nos encantaba conducir. Y nunca tuvimos un problema hasta que una noche Sastre estampó un Golf GTI contra un muro del colegio de los jesuitas. Él se rompió una muñeca y se hizo un corte en la cabeza contra el parabrisas; yo me hice polvo una rodilla, me destrocé una ceja y me rompí la nariz. Salimos del coche cuando algunas personas venían a auxiliarnos, y nos alejamos de allí sin decir palabra. Nos fuimos en metro hasta un hospital y entramos por urgencias. Dijimos que nos habían pegado. Los médicos llamaron a mi padre. Recuerdo que fue a buscarnos al hospital y allí estábamos Sastre y yo con un brazo enyesado, la cara y la cabeza llena de puntos. Volvimos a casa en un taxi. Mi padre nunca se creyó lo de la paliza. Al final, tras largas discusiones y varios interrogatorios, tuve que confesarle la verdad. Aquellos fueron los peores días por los que había pasado mi familia. Mi madre temblaba cada vez que oía una sirena de la policía en la calle. Pensaba que en cualquier momento vendrían a detenerme. Yo la escuchaba llorar por las noches; escuchaba a mis padres discutir como no les había visto hacer nunca; Vicky dejó de comer, Teresa me retiró el saludo. Un día bajé al taller y el hombre de las casas blancas estaba allí. Mi padre me dijo que el tema del robo del coche quedaba solucionado. Les prometí que nunca más volvería a meterme en otro lío como aquel.

Un par de semanas más tarde, la policía detuvo a Sastre por el robo de otro coche. Esa noche yo no estaba con él. Se pasó un año completo en un centro de menores. Fui a verle una vez. Me hice pasar por su primo para que me dejaran entrar y estuvimos más o menos una hora en una especie de comedor amueblado con mesas y bancos corridos y con un enrejado de metal en las ventanas. Hablamos de lo que había pasado. Sastre robó un precioso BMW descapotable de color negro. No se lo había pensado dos veces. Suponía que el dueño se había dado cuenta demasiado pronto porque solo había dado un par de vueltas por la ciudad cuando una patrulla de la policía puso las sirenas y se le pegó a la matrícula. La persecución duró hasta que en un semáforo en rojo se le cruzó una furgoneta y se empotró contra ella. «Unos centímetros más y la hubiera pasado, pero culeó y me di de lleno contra ella, de costado», me contó. Los dos policías le bajaron del coche y le dieron una paliza en el suelo. Uno tenía una bota sobre su cuello y el otro le daba patadas en los riñones. Le esposaron y le metieron en la parte posterior del coche. «Me rompí este diente —dijo levantándose el labio—. Puta mala suerte…, por unos centímetros. Si hubiera esquivado a la furgoneta, esos maderos no me habrían visto el pelo.» Le pregunté cómo se estaba allí. No era mal sitio, como unas vacaciones comparado con el infierno que era su casa. «Por lo menos aquí no tengo que seguir viendo a mis hermanos ni soportando a mi madre.» Tenían profesores y cuidadores sociales y psicólogos que le hacían exámenes de todo tipo. Mantenía a los demás chicos a raya. Les había contado que había matado a una vieja en un atraco y que por eso estaba allí. «A los que han matado los respetan más», aseguró con suficiencia. Al cabo de una hora nos despedimos. Antes de marcharme me dijo que no volviera. Que no quería verme allí.

Cuando salió del centro de menores ya nada fue igual. Aunque seguíamos viéndonos, yo notaba que Sastre trataba de evitarme. Él empezó a salir con otros chicos del barrio, de las calles que lindaban con la Ventilla. A mí no me gustaban sus nuevas amistades y poco a poco nos fuimos distanciando. Nuestros caminos se dirigieron hacia destinos diferentes. Con dieciocho, yo había terminado el instituto y me había matriculado en la universidad. Con dieciocho, Sastre tenía a sus espaldas una larga lista de asaltos y robos de coches. A los diecinueve le cayó su primera condena: dos años de cárcel por un atraco en una gasolinera. Salió antes de lo que nadie esperaba en el barrio. Sastre se convirtió en el chico al que la gente señalaba por la calle, el delincuente, el bala perdida, el hijo que nadie quiere tener, el chico que no deseas que salga con tu hija, con el que no te quieres cruzar por la noche, el hombre con el que no te interesa tener un problema.

Acabé la universidad, encontré un trabajo, alquilé un apartamento en otra zona de la ciudad y me marché a vivir con Cris. Nos veíamos cuando me dejaba caer por el barrio algún domingo para comer con mis padres. Casi siempre estaba en el bar de la esquina y cuando me veía pasar por la calle, salía a la puerta y me invitaba a tomar una cerveza. Charlábamos un rato y nos despedíamos con un «tenemos que vernos más». Pero nunca le llamé por teléfono o fui a buscarle al barrio. Él tampoco hizo ninguna intención de encontrarme a mí.

El día en que murió nuestra madre apareció en el tanatorio. Estaba borracho y dio un poco el espectáculo a la entrada. Mi padre estuvo a punto de darle un puñetazo, pero en ese momento se acercó hasta el féretro, se arrodilló y se puso a llorar. Lloró como no lo hicimos ni mis hermanas ni yo. Después del entierro, cuando ya estaba más sereno, me dijo que nunca se perdonaría no haber ido al hospital para verla por última vez. Se sentía terriblemente culpable de haber estado en una fiesta que había durado tres días, mientras la mujer que le había cuidado, le había dado de comer, de cenar y de desayunar, que le había protegido y besado y acariciado como si fuera su propio hijo, exhalaba su último aliento. «Tu madre ha sido la única persona que vio algo bueno dentro de mí y yo ni siquiera he estado presente para decírselo y para cogerle la mano una última vez», dijo con la cabeza agachada y la mirada fija en la punta de sus botas de cordones cruzados. Le dije que necesitaba emborracharme. Estuvimos bebiendo en un garito del barrio. En un momento de la noche, en plena exaltación de la amistad, con los ojos vidriosos por el alcohol, me dijo que se sentía «muy orgulloso» de mí, y añadió que él era en parte responsable. Le pregunté qué quería decir con eso. Sé que el alcohol le animó a expresarlo en voz alta y que de otra forma hubiera guardado el secreto. Unas semanas más tarde de que robáramos aquel coche y de que nos estrelláramos contra el muro del colegio de los jesuitas, mi padre le buscó por el barrio hasta que le encontró en un bar. Le invitó a una cerveza y le dijo que se alejara de mí, que yo tenía un futuro lejos del barrio, un camino prometedor y que él era una mala influencia. Mi padre había conseguido arreglar lo del robo del coche a través de los hombres de las casas blancas, aunque sabía, con total seguridad, que no podría sacarnos del próximo lío en el que nos metiéramos. No podría impedir que yo me viera implicado. Pero Sastre sí. Acudió a él para pedirle que se apartara de mí y le dijo que no podía negarse porque se lo debía. Puso encima de la barra del bar todo lo que él había hecho por Sastre: los domingos en el campo de fútbol, los vermuts del mediodía, la paliza que le dio a su padre, las veces que mi madre le puso delante un plato de comida y le hizo la cama para que se refugiara en mi casa. Era una lista muy larga y muy pesada. Sastre le dio su palabra de que así sería. Sé que aquello tuvo que partirle el corazón. Sé que oír a mi padre pedirle, exigirle que me mantuviera alejado de él tuvo que destrozarle. Al fin y al cabo, yo era como su hermano, y mi padre era como su padre. Aquella noche, Sastre perdió a la única familia que había tenido desde que era pequeño. La nuestra. Y creo que todo lo que ocurrió con él más tarde fue consecuencia de aquella conversación en la barra del bar del barrio. Le pregunté por qué no me lo había contado antes. «Era un asunto entre tu padre y yo», me respondió. Durante unos minutos me quedé en silencio. Pensé que Sastre había robado el coche y se había dejado atrapar con el único objeto de poner una distancia insalvable entre nosotros, de apartarse de mí de forma definitiva. Por la misma razón me había dicho que no volviera a visitarle al centro de menores. Se lo comenté. Sonrió de medio lado. «Te quiero mucho, Miguel, pero no tanto como para dejar que la madera me atrape por ti», me contestó. La verdad es que hubiera sido una estupidez. Pero también que era una de esas estupideces que solo podía cometer Sastre.

—Para lo que quieras, ya sabes dónde estoy —dijo en la entrada del hospital, la noche en la que nuestro padre había sufrido un infarto que estuvo a punto de acabar con su vida.

Lo dijo de verdad, de corazón. Sastre tenía un sentido de la lealtad tan grande que incluso había superado lo de aquella noche en la barra del bar del barrio cuando mi padre le expulsó de la familia. Se había sacrificado sin una sola objeción, sin la menor duda, sin oponer resistencia. Y años después había vuelto y había clavado las rodillas delante del ataúd de nuestra madre y había llorado. Y aquellas lágrimas eran la prueba de que nos seguiría queriendo a pesar del dolor que le habíamos causado. De alguna forma, durante todos aquellos años de exilio, Sastre había continuado formando parte de mi familia y yo supe en aquel instante que lo seguiría siendo pasara lo que pasara. Que lo que había recibido durante su infancia se vería pagado con creces cuando se lo exigiéramos y que él lo haría con gusto, por el amor que atesoraba por todos nosotros.

Capítulo 03

Caminé por los pasillos del hospital, estuve en la cafetería un tiempo, fumé un paquete de tabaco en el aparcamiento y me entretuve hasta que amaneció con un periódico que alguien había dejado abandonado encima de un asiento. Por la mañana, bastante temprano, Vicky me relevó. Le transmití el parte oficial que había escuchado del médico de guardia unos minutos antes: el estado clínico de mi padre no había empeorado y era posible que a lo largo del día decidieran sacarle del coma inducido. Le pedí que me llamara en el caso de que hubiera novedades y me marché.

Cris me estaba esperando en nuestro apartamento. Hablamos poco. Le dije que estaba destruido y que necesitaba dormir un par de horas. Ella se marchó a trabajar. Llamé a la agencia y hablé con mi jefe. Dijo que me tomara el día libre, que había distribuido los temas para que no se notara mi ausencia. Me tumbé sobre la cama un rato. Todavía no era consciente de lo que venía, pero había algo dentro de mí, un rumor, una canción, un mantra, que se repetía sin parar y me avisaba de que los tiempos habían cambiado, de que a partir de aquel día las cosas serían diferentes. Tuve un sueño agitado. Me despertaba continuamente con la sensación de que sonaba el teléfono o de que alguien había entrado en el apartamento. Volvía a dormirme y entonces mi sueño era invadido de nuevo por malas sensaciones que desembocaban en terribles pesadillas. Cuando decidí levantarme al cabo de unas horas, la almohada y las sábanas de la cama estaban empapadas por el sudor, como si hubiera pasado por un proceso febril infeccioso, como si me hubiera atacado un virus. Y lo cierto es que me sentía enfermo. Me di una ducha, comí algo en un bar cercano y regresé al hospital.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Teresa—. Tienes mala cara.

—Te han salido las ojeras de mamá —afirmó Vicky.

Aquel día, unas profundas ojeras de color marrón habían aparecido debajo de mis ojos. Era de lo poco que había heredado de mi madre. Teresa, aunque se había maquillado y vestía de forma impecable, también había sufrido una pequeña transformación con respecto al día anterior. Sin duda se debía a la falta de sueño. La conocía. Seguramente había pasado la noche dando vueltas por su casa, saltando de la cama al sofá del salón y del sofá a la cama, valorando hasta el último detalle de cada una de las decisiones que iba a tomar. Vicky, en cambio, estaba mejor. Había dejado de llorar, había dormido profundamente y las últimas noticias sobre la mejoría del estado de nuestro padre le habían devuelto la esperanza.

Los médicos le sacaron del coma inducido aquella tarde. Una enfermera nos informó de que podíamos estar unos minutos con él en una nueva sala de cuidados intensivos a la que le habían trasladado. Acordamos, antes de entrar, que no le diríamos nada de lo que había averiguado sobre la quiebra de su empresa; que esperaríamos hasta que se recuperara, quizá hasta que volviera a casa. Los médicos nos dijeron que solamente podíamos entrar de uno de uno y Teresa fue la primera que cruzó las puertas de la UCI. Era la mayor y esas cosas no se discutían en la familia. Cuando salió nos dijo que le había visto bien, que le había preguntado por las niñas y por cómo iban las cosas en casa. Que le había pedido que le echara una mano a Vicky. Dejé pasar a mi hermana pequeña y fui el último en entrar. Atravesé la sala de la unidad de cuidados intensivos con la cabeza baja, mirando de soslayo a los pacientes que compartían aquel espacio. Postrados sobre sus camas, con las miradas perdidas en el vacío, las bocas abiertas, sus labios agrietados y pálidos y los brazos agujereados por vías intravenosas, parecían los objetos de una exposición siniestra. Llegué a la última cama, la que ocupaba mi padre. Al verme aparecer sonrió y me guiñó un ojo como cuando era pequeño y compartíamos un secreto. Extendió su brazo para que yo le cogiera la mano y me la apretó con fuerza durante un buen rato.

—Nos has dado un buen susto —le dije.

—No te preocupes, que ya ha pasado lo peor.

Me contó que se sentía bien atendido, que se había hecho amigo de los médicos y que bromeaba con las enfermeras. Se reía. Se reía como si no hubiera ocurrido nada. En ese momento llegó la enfermera y dijo que debía abandonar la sala porque otro de los enfermos estaba sufriendo un colapso. Le di un beso y salí.

En el pasillo hablamos con los médicos que le atendían. Las pruebas que le habían efectuado confirmaron que el infarto había sido muy grave y que las paredes de las membranas que recubrían su corazón eran muy débiles. La causa de su infarto había sido una fuerte subida de la tensión arterial. Confiaban en que se recuperaría, pero a partir de ese momento debía hacer una vida mucho más sedentaria, alejada de cualquier actividad profesional y con la mayor tranquilidad posible. De otra manera, un nuevo infarto acabaría con él.

Bajamos los tres en el ascensor.

—¿Os ha contado lo de la vieja de la cama de enfrente? —preguntó Vicky.

La vieja de la cama de enfrente había estado llamando a un tal Benito toda la tarde. La vieja decía «¡Benito! ¡Benito!» y mi padre le contestaba poniendo una vocecilla, como si estuviera en un lugar muy lejano: «Estoy aquí. Estoy aquí». «¿Ha terminado la guerra?», preguntaba la vieja, y mi padre le contestaba: «Sí, la del 14». Vicky soltó una carcajada y a mí, como siempre, se me contagió su risa. Teresa nos miró como si estuviéramos cometiendo una especie de sacrilegio.

—No tiene gracia. Esa pobre mujer está desorientada y encima papá se ríe de ella.

—Que tenga ganas de bromear es una buena señal —le dije.

Salimos al exterior. Hacía frío. Las temperaturas habían bajado unos cuantos grados en muy pocas horas. El cielo se había cubierto de enormes nubes color plomo y se había levantado un viento helado del norte.

—Tenemos que hablar de lo que vamos a hacer con papá —dijo Teresa—. Ya habéis oído a los médicos: tiene que tomarse todo con mucha tranquilidad.

—Yo estoy agotado —repliqué—, necesito volver a casa. Hablamos mañana.

—¿Le has contado a Cris lo de la fábrica?

—Apenas si la he visto un minuto.

—Eres como papá. —Y en su boca sonó como un insulto.

Esa noche, en nuestro apartamento, le confesé a Cris que la fábrica de mi padre había quebrado hacía unos meses. Cuando me preguntó por qué no había dicho nada, me encogí de hombros. Le contesté lo mismo que a mi hermana en el hospital: «Probablemente no quiso preocuparnos».

—Y ¿qué ha estado haciendo todos estos meses?

Yo no lo sabía. Ninguno de nosotros lo sabíamos.

—Mañana iré a su taller —le contesté—, quizá lo averigüe.

Aquella noche en la cama, Cris unió su cálido cuerpo al mío, me abrazó con fuerza, me acarició el pelo, me susurró palabras tranquilizadoras y me dormí entre sus brazos.

Llegué temprano al barrio. Era sábado y como todos los sábados había cierto bullicio en las calles. Los camiones refrigeradores de distribución se amontonaban a la puerta del mercado, los hombres transportaban pesadas barras de hielo en sus espaldas desde una fábrica cercana hasta los puestos del pescado; por las calles, las mujeres arrastraban sus carritos de la compra por las aceras, mientras sus maridos empezaban a entrar en los bares; algunos críos se agolpaban delante del quiosco de prensa buscando las nuevas colecciones de cromos mientras otros jugaban al balón contra las tapias. Subí las escaleras hasta la casa de mis padres. Vicky me abrió la puerta en pijama. Había hecho café y me preguntó si quería uno. Nuestra casa, la casa de mis padres, en la que nos habíamos criado, se hallaba en el segundo piso de un edificio de dos plantas. No era una casa muy grande, pero tampoco pequeña, y estaba distribuida en un recibidor, tres dormitorios, una cocina, un salón donde cenábamos y veíamos la televisión, una especie de comedor que mi madre solo usaba en Navidades y grandes celebraciones, un baño y una pequeña terraza acristalada. Mi dormitorio era el más pequeño de la casa, casi un pasillo estrecho, con una de las paredes ocupada por un mueble, librería, armario y cama todo en uno. La cama era plegable y había que extenderla cada noche. En la pared del fondo seguía mi viejo escritorio de estudiante y al lado, una ventana que daba a la calle. El dormitorio más grande era el de mis padres y al final del pasillo estaba el de mis hermanas, que tenían dos camas de verdad, un armario para cada una de ellas y dos mesas de estudio.

Nos sentamos en la cocina. Por un momento pensé que me daría la vuelta y mi madre aparecería caminando por el pasillo, se serviría una taza de café y se sentaría junto a nosotros.

Le pregunté a Vicky dónde estaban las llaves del taller.

—Las dejé encima de la cómoda del espejo de mamá —dijo.

Hacía mucho tiempo que no entraba en el dormitorio de mis padres. Seguía igual a como yo lo recordaba. La gran cama con su cabecero de bronce, el armario que ocupaba todo un lateral, las fotografías de su boda colgadas de las paredes y la cómoda con el espejo. Había un retrato de mi madre, muy joven, encima del mueble. No sé por qué, allí, en pie, delante de su fotografía, me invadió de nuevo aquel presentimiento de que algo malo estaba a punto de ocurrir.

El taller de joyería se hallaba en un local con entrada desde la calle en el bajo de nuestra casa. Mis padres habían comprado el piso y el bajo al mismo tiempo, treinta años atrás. No soy capaz de imaginar el esfuerzo y los sacrificios que debieron hacer para conseguirlo. Mi madre nos contaba que hubo una época en la que él tenía tres trabajos: una fábrica de lunes a viernes de ocho a cinco de la tarde, otro taller de joyería desde las cinco hasta las diez de la noche, y un tercero al que iba los sábados. Ella ahorraba hasta el último céntimo. Descorrí el cierre metálico de la entrada y su sonido también me transportó a otro tiempo. Todas las mañanas, a las ocho en punto, mi padre descorría ese cierre y la mayoría de los vecinos de nuestra calle usaban el chirrido que producía como despertador. Aquel sonido me despertó, también a mí, durante todas las mañanas de mi infancia y de parte de mi adolescencia. Abrí la puerta y encendí la luz. Los fluorescentes del techo parpadearon ruidosamente, como si los golpearan insectos invisibles, y se encendieron uno a uno. El taller de nuestro padre no era muy grande, apenas setenta metros cuadrados divididos en tres espacios: una pieza central, la más amplia, un pequeño despacho acristalado y una pequeña habitación donde se encontraba el horno de fundición. Mi padre todavía conservaba los viejos puestos de trabajo de joyería donde se montaban las cajas, las pulseras y la maquinaria de los relojes de forma manual. En el centro del taller seguía la prensa con sus dos enormes bolas de acero y su base de cemento. Detrás de ella y en línea recta estaban la laminadora, la fresadora y la pulidora; todo limpio y ordenado. Sobre el primero de los puestos de joyería, el que siempre había utilizado mi padre, había unos troqueles de acero con un perfil en forma de rombo en el centro. En el cajón metálico sobre el que se trabaja para no perder ni una sola mota de polvo de oro, sus herramientas de precisión estaban perfectamente alineadas. También había un par de máquinas nuevas en un extremo del taller. Una de ellas todavía conservaba parte del embalaje. Caminé hasta el final del taller y entré en el pequeño despacho acristalado donde innumerables veces, a última hora de la tarde, le había visto escribir en los libros de cuentas la facturación de los clientes, los pagos a los proveedores y los impuestos trimestrales. Su vieja bata de trabajo de color azul oscuro colgaba de una percha. Sobre la mesa, un desorden de papeles, cartas de los bancos sin abrir, facturas y albaranes. Me senté detrás de la mesa y comencé a revisarlo todo. Encontré las facturas de las dos máquinas nuevas que había en el taller. También algunos documentos de préstamos y créditos que le habían dado algunos bancos. Las fechas eran recientes, del último año. La verdad es que mi padre era un desastre. No había un orden en todo aquello y de vez en cuando encontraba nuevos papeles en cajones apartados, en carpetas cerradas, que añadían nuevas deudas aquí o allá. Mi padre había pedido mucho dinero para poner en marcha de nuevo su taller y no localizaba por ninguna parte las facturas que debía haber emitido a sus clientes. En uno de los cajones encontré dos libretas de un banco. Durante los últimos meses la cantidad que tenía ahorrada había ido descendiendo poco a poco. A veces había anotado algún ingreso, cantidades pequeñas, pero la mayoría de los apuntes eran de dinero que había ido retirando. Una de las cuentas estaba en números rojos y en la otra había una suma muy pequeña. Cuando llevaba allí un rato escuché el timbre de la puerta del taller. Era Vicky.

—Papá es un desastre —le dije.

—Deberíamos irnos.

En el hospital les conté a mis hermanas y a Cris que sin duda nuestro padre había estado trabajando en el taller, que durante los últimos meses había sobrevivido de los ahorros que había conseguido durante toda su vida y que en aquellos momentos apenas si le quedaba nada. Teresa dijo que no podría seguir trabajando, que cuando estuviera mejor hablaríamos con él, que todos juntos buscaríamos una solución, que podríamos devolver las máquinas, alquilar el local, que arreglaríamos su pensión de jubilación y que entre unas cosas y otras tendría para vivir de una forma más que decente. Eso era lo que haríamos y todos estuvimos de acuerdo.

Esa tarde le pasaron a una habitación en una planta del hospital. Era una habitación compartida con otro infartado, con dos camas separadas por una cortina. Pasamos la tarde con él. Si mi padre sabía guardar secretos, nosotros también podíamos hacerlo, así que durante aquellas horas nadie mencionó el asunto de la fábrica y la tarde transcurrió como la sobremesa de cualquier comida de domingo, entre el comentario de la actualidad, las críticas veladas al compañero de la habitación y los progresos de las hijas de mi hermana Teresa, que habían preguntado por el abuelo y le habían dibujado en unas hojas unos bonitos paisajes con casitas y perritos. Aun así, durante toda la tarde flotó en el ambiente el peso de ese secreto, y creo que hizo las conversaciones incómodas, hasta que una enfermera entró anunciando que el turno de visitas había terminado y que solamente un familiar por paciente podía pasar la noche en el hospital. Les dije que me quedaría yo y salí con ellas hasta la calle. A esa hora, parientes y amigos abarrotaban los pasillos camino de las salidas, después de haber pasado una aburrida tarde en habitaciones y salas de espera, después de haber respirado el olor de la enfermedad, después de haber conversado de innumerables dolores y sufrimientos. Se les notaba aliviados al abandonar aquel edificio de enfermedad y muerte. Sus conversaciones, en un tono de voz demasiado alto que ignoraba los carteles de «Guarde silencio», trataban de lo que harían a continuación, de adónde irían, de los bares y restaurantes donde comerían y beberían para olvidar lo que habían sentido aquella tarde. Los más necesitados en dejar atrás aquellas paredes empujaban a los que tenían delante intentando llegar a la salida cuanto antes. Si la vergüenza no se hubiera aliado con mi autocontrol, yo habría hecho lo mismo. Aunque la idea de pasar otra noche en el hospital había sido mía, lo cierto era que en aquel momento me arrepentía. Lo que deseaba de verdad era ir a cualquier bar donde beber hasta emborracharme, meterme en la cama con Cris y pegarme a su cálido culo. Teresa lo vio dibujado en mi cara.

—Podría quedarme yo —dijo—, al fin y al cabo, tú lo hiciste la primera noche.

—No me importa, de verdad —le mentí—, vuelve con las niñas.

Antes de despedirnos, me recordó que no debía hablar con él sobre lo de la fábrica y le prometí que no diría nada. Cris me dio un beso y me dijo que procurara descansar. Esa noche mi padre, el otro infartado y yo vimos un partido en la televisión. Ellos comentaban las jugadas como si estuviéramos en la barra del bar de la esquina tomando unas cervezas y las vías no les agujerearan los brazos, las sondas no penetraran en sus cuerpos y las bolsas de suero salino no colgaran de perchas junto a los cabeceros de sus camas. Cuando acabó el partido apagamos las luces. Me acomodé en una especie de butaca reclinable, incómoda y ruidosa, entre la ventana y su cama, cerré los ojos y busqué algún pensamiento que me adormeciera, algo que me permitiera conciliar el sueño durante un tiempo y hacer más corta aquella noche. Pero fue inútil. Una y otra vez acababa volviendo a mi cabeza la imagen de la fábrica desierta, los papeles en el suelo, el hueco de la pared donde había estado la caja fuerte.

Le oí gemir. Abrí los ojos. Él estaba frente a mí, con su cabeza reposando en la almohada. La luz nocturna entraba por la ventana iluminando su rostro y su pelo con un color gris azulado. Me levanté de la butaca tratando de no hacer ruido y me acerqué hasta el cabecero de su cama. En voz baja le pregunté si estaba bien.

—No tenías que haberte quedado —dijo—, vas a pasar una mala noche sin necesidad. Me encuentro bien. ¿Por qué no te marchas a casa?

Le acaricié el pelo blanco revuelto y le contesté que no iba a dejarle solo. Respiró con fuerza, miró a la ventana y volvió sus ojos hacia mí.

—¿Llamaste a la fábrica?

—No —le contesté. Pero, contraviniendo las órdenes de Teresa, añadí—: Estuve allí.

—Las cosas no salieron bien —dijo con tristeza—, tuvimos que cerrar.

—Lo sé.

—Tengo un negocio con un antiguo compañero. Lo voy a poner en marcha en el taller. Vosotros no os preocupéis. Ya lo he hecho antes.

Nuestro padre se había arruinado en dos ocasiones, y las dos veces se había levantado y había vuelto a construir su negocio desde las cenizas. Pero entonces era joven. Sobre aquella cama de hospital respiraba un hombre de casi sesenta y cuatro años. Tenía que haber estado pensando en la jubilación en lugar de tratar de poner en marcha un negocio. No era el momento de decirle que su aventura había acabado, que ya no tenía la edad ni las fuerzas para seguir luchando, que lo mejor era retirarse. Cogí su mano amarilla y llena de manchas.

—¿Sabes, papá? —le dije—. Me estaba acordando de los trenes nocturnos en los que viajábamos en verano para ir a la playa. Recuerdo que mientras tú y los demás hombres estabais en el pasillo, mamá y nosotros intentábamos dormirnos en aquellas literas. Y al día siguiente nos despertaba el olor del mar.

—A tu madre le encantaba el mar —añadió con una sonrisa—. Y nunca aprendió a nadar.

Comencé a hablar de aquellos días de playa, nadando, haciendo castillos en la arena, paseando mientras recogíamos conchas de la orilla. Por la tarde salíamos a dar una vuelta por el pueblo y cenábamos en aquellos restaurantes pequeños con olor a sardinas asadas, y luego íbamos a ver una película en un cine al aire libre.

—¿Te acuerdas de lo que le gustaba todo aquello?

Noté su respiración profunda y constante. Había vuelto a quedarse dormido. Yo velaba su sueño como él había hecho tantas veces conmigo. Cuando era pequeño, cuando mi madre ya me había acostado, él entraba a darme un beso de buenas noches. Yo siempre le pedía que me contara una historia, un cuento para poder dormir y daba lo mismo que hubiera trabajado diez horas y estuviera reventado: él se sentaba en la cama y cada noche inventaba una historia. A veces eran historias de héroes y malvados, a veces de intriga, otras veces divertidas. Y yo me dormía escuchando el rumor de su voz. Y de una forma mágica, cuando volvía a abrir los ojos ya era de día.

Me despertó la enfermera de guardia. Estaba haciendo la última ronda, comprobando los sueros y el estado de los pacientes. Miré hacia la ventana. La oscuridad se aclaraba. Amanecía. Eran las seis y media de la mañana. Mi padre seguía durmiendo tranquilo. Bajé hasta el exterior del hospital. Sonreí. Me había dormido pensando en los cuentos que me contaba mi padre cuando era pequeño. Fumé un par de cigarrillos, me tomé un café y cuando subí de nuevo a la habitación, él estaba despierto. A pesar de la barba blanca y dura que le había crecido en la cara, tenía mucho mejor aspecto que el día anterior.

—Tengo que afeitarme —dijo pasándose la mano por las mejillas—, creo que tu hermana me ha traído un neceser con cosas de aseo.

—Está en el baño. ¿Quieres que te afeite yo?

Negó con la cabeza. Le cogí la mano.

—¿Por qué no nos dijiste nada? Sobre la fábrica —le pregunté.

Hizo un gesto de preocupación.

—Vosotros tenéis vuestras vidas y yo no quiero ser un problema.

—Por Dios, papá —le contesté—, ¿no crees que podríamos haberte ayudado?

—No quería que os implicarais.

—¿Qué pasó?

—Ya te lo conté —dijo con un gesto de cansancio—, yo… Para qué vamos a hablar de eso ahora. La fábrica es un asunto cerrado. Ya no tiene remedio.

Un par de enfermeras entraron en ese momento en la habitación. Acababan de empezar su turno y parloteaban alegremente. Saludaron a mi padre y le preguntaron qué tal había pasado la noche. Bromeó con ellas. Le di un beso y me fui.

Conocer íntimamente a otra persona supone saber cuándo te oculta algo, saber cuándo te engaña, saber cuándo te miente, saber cuándo guarda un secreto. En algunos casos funciona como una intuición. En otros es más bien un recuerdo de lo aprendido, del resultado de la experiencia de situaciones idénticas que se han vivido en el pasado. Sea como sea, ese momento es similar al de recibir una noticia impactante, angustiosa y terrible. La respiración y el ritmo del corazón se aceleran, el cerebro empieza a producir hormonas que revolucionan nuestro organismo y que lo ponen inmediatamente a la defensiva, preparado para responder a cualquier peligro. A veces no ocurre en el acto. A veces es algo así como una pequeña luz que se enciende mortecina dentro de nuestro cerebro. Pero con el paso del tiempo esa luz comienza a brillar cada vez más y llega el momento en el que lo único que percibimos es esa luz y ya no podemos prestar atención a ninguna otra cosa. Aquella mañana en el hospital a mí se me encendió esa luz. Y durante todo el día, mientras Cris y yo leíamos varios periódicos, tomábamos un aperitivo en una de las tabernas de nuestra calle, comíamos en un restaurante modesto pero romántico, hacíamos el amor y veíamos la televisión tumbados en el sofá, la intensidad de esa luz fue creciendo hasta que al final de la tarde se convirtió en un resplandor cegador. Mi padre me había mentido.

En el despacho de su taller había una agenda con tapas de cuero negro. Allí tenía apuntados teléfonos y direcciones de clientes, directores de oficinas de bancos y también de todos los que habían trabajado con él en la fábrica. Y yo sabía a quién tenía que llamar. Se llamaba Javier Santos y le conocía desde pequeño. De la mano de mi padre había ascendido desde auxiliar en su pequeño taller hasta convertirse en primer oficial de la fábrica. Nos encontramos en un bar. Era un hombre no muy alto, grueso y con bigote. Nos dimos un apretón de manos.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Mejor —le dije—, parece que todo va a quedar solo en un susto.

—¿Cuándo podría ir a verle?

—Es un poco pronto —le contesté—. Los médicos no quieren que reciba muchas visitas.

Santos quería a mi padre. Él le había enseñado todo de la profesión y siempre le estaría agradecido. Le conté que habíamos descubierto que la fábrica ya no existía, que nuestro padre nos lo había ocultado todos esos meses y le pedí que me contara qué había pasado. Al fin y al cabo, él estaba allí, a su lado.

—Desde la muerte de tu madre ya no era el mismo. Cambió. Estaba allí, pero era como si no estuviera. —Y después de un pequeño silencio añadió—: Y además, hay algo que deberías saber. Yo creo que sus socios le estafaron.

Ese presentimiento que llevaba días royéndome por dentro se materializó de repente de una forma diáfana ante mis ojos. Odié sentir que tenía razón. Se me revolvieron las tripas y a pesar de que la boca se me había secado en un segundo, conseguí pronunciar unas pocas palabras para preguntarle a Santos qué significaba aquella frase. La fábrica tenía encargos y trabajo, y sin embargo Pastor hablaba de que las cosas no iban bien. Los trabajadores de confianza de mi padre sabían que no era cierto y trataron de avisarle, pero no hizo caso o no quiso hacerlo. Un lunes llegaron a trabajar y las máquinas y el material habían desaparecido. Durante el fin de semana se lo habían llevado todo. Les cerraron la boca con las indemnizaciones y las promesas de futuros trabajos. Sabía que algunos se habían instalado por su cuenta y hacían encargos para Pastor. Le pregunté qué había hecho mi padre.

—No hizo nada —me respondió.

Cuando la fábrica cerró, le había aconsejado que acudiera a un abogado y demandara a sus socios, pero no le había escuchado. Un tiempo después, mi padre le había contado que pensaba abrir de nuevo el pequeño taller y que le llamaría para volver a trabajar juntos, aunque eso no había ocurrido nunca, y al final Santos había encontrado un empleo en otra fábrica de joyería. Seguía oyendo rumores, en especial sobre Pastor. Se decía que había ganado una fortuna invirtiendo en propiedades en la costa, y nadie se explicaba cómo había conseguido recuperarse en tan poco tiempo. Seguía manteniendo la tienda en la zona centro de la ciudad. Seguía viviendo de lujo.

—Estuve hablando con Pastor hace solo dos días —le confesé con algo de vergüenza.

—No va a reconocerte la verdad —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Y el otro socio? —le pregunté—. Quirós, el director del banco.

—Si quieres hablar con él, vas a tener que ir a la cárcel. En el banco descubrieron que les había hecho un agujero de cientos de millones de pesetas. Le han acusado de malversación y estafa.

Le pedí que me llamara si se enteraba de algo más. Antes de irse me dijo que mi padre no se merecía lo que le había pasado.

—Esta es una profesión de canallas, Miguel. Un hombre honrado como tu padre es una excepción.

Mis hermanas estaban en el pasillo del hospital esperando a que las enfermeras arreglaran la habitación. Les dije que debía hablar con ellas y que era mejor que lo hiciéramos en otro lugar. Bajamos a la cafetería. Lancé mi chaqueta sobre una silla y les conté lo que había averiguado. Teresa suspiró profundamente.

—No puede ser —dijo.

—Conozco a Santos. ¿Por qué iba a mentirme? No tiene sentido.

—Mira —me repitió—, devolveremos las máquinas. Tiene la casa y la pensión y podemos alquilar el taller como local comercial y sacará algo de dinero. Haremos lo que dijimos.

Me sorprendió mucho su respuesta. Era como si no hubiera escuchado lo que acababa de contarle.

—Sus socios le estafaron, ¿no vamos a hacer nada?

—No, no vamos a hacer nada —replicó—. Hace casi un año de eso. No te metas. Si es verdad, sus socios no van a decírtelo, y si se hubiera podido hacer algo, papá lo habría hecho. ¿Qué crees que puedes hacer tú que él no hubiera hecho ya?

—Tengo que hablar con él.

—¿Quieres que sufra una recaída? —preguntó con sarcasmo—. Los médicos dicen que su situación todavía no es estable. Se le han descompensado un montón de valores. Un disgusto podría provocarle una subida de tensión y entonces tendría un nuevo infarto que le rompería las paredes del corazón.

Me tapé la cara con las manos. Teresa me acarició la cabeza.

—Ha preguntado por ti. Entra a verle, dale un beso, no le cuentes nada.

Entré en la habitación y fingí que todo estaba bien. Me guardé lo que sentía en aquellos momentos de furia bajo una máscara de cordialidad y me mostré amable y cariñoso e hice bromas. Encendí la televisión y leí un rato el periódico. Teresa volvió algo más tarde y se quedó con él y yo me marché a mi apartamento.

Le conté a Cris mi conversación con Santos. Cris era una prolongación de la sensatez de Teresa, como una réplica de mi hermana mayor.

—Ayúdame —le dije—, dime qué es lo que tengo que hacer.

—Para demostrar que le estafaron, lo primero que necesitas encontrar es la documentación de la empresa, los balances de los últimos años, hacer una auditoría de las cuentas. —Y después de un silencio añadió—: Si es verdad que le engañaron, ¿por qué no hizo nada, Miguel?

—No lo sé.

—Está bien —dijo—. Mañana trataré de averiguar cómo se realizó el cierre de la empresa.

—Voy a volver al taller. Quizá la documentación está allí.

—Es muy tarde.

—Cris, por favor. Necesito hacer algo.

Volví al taller. Vacié todos los cajones del escritorio del despacho, busqué entre las carpetas de la estantería y revolví entre todos los papeles, pero la documentación no estaba allí. Al salir, en la calle, me encontré con Sastre. Yo caminaba hacia mi coche, él subía por nuestra calle. Silbó como solía hacer cuando éramos pequeños. Levanté la cabeza. Su figura apareció debajo del haz de luz que proyectaba una farola. La cabeza entre los hombros, las manos metidas en los bolsillos, su andar bamboleante.

—¿Cómo está tu padre?

—Le han pasado a una habitación en planta. Según los médicos «evoluciona favorablemente», pero ya sabes, nunca se mojan.

Sacó un paquete de tabaco y me ofreció un cigarrillo. Miraba sobre su hombro de vez en cuando y daba pequeñas patadas con la punta de la bota al bordillo de la acera.

—¿Qué haces en el barrio a estas horas? —dijo.

—¿Quieres una cerveza? —le pregunté.

Fuimos a un bar del barrio. Apenas quedaban un puñado de borrachos en el local, viendo la televisión y bebiendo. Nos quedamos en un extremo de la barra, alejados de todos ellos. Le expliqué todo lo que había averiguado en los últimos días. La quiebra de la fábrica, el intento de mi padre por reflotar su pequeño taller, la estafa que había sufrido a manos de sus socios. Sastre dio un golpe en la barra con la palma de la mano.

—Debería haberme dado cuenta de que algo funcionaba mal. —Chasqueó la lengua y se golpeó la cabeza con la palma de la mano.

En los últimos meses le había visto muchas mañanas por el barrio. También había visto el cierre metálico del taller abierto en más de una ocasión. Le contesté que no debía sentirse culpable, nosotros, que éramos sus hijos, tampoco sabíamos nada de todo lo que había pasado. Le dije lo que mi hermana Teresa me había dicho en la cafetería del hospital y que Cris iba a averiguar, a través del despacho de abogados en el que trabajaba, qué era lo que podíamos hacer

—¿Cuándo te has vuelto idiota? —me preguntó—. ¿De verdad crees que esa panda de abogados amiguitos de tu novia le van a devolver a tu padre lo que le han robado?

Por supuesto, Sastre quería ir a ver a Pastor y abrirle la cabeza. Machacarle hasta que le devolviera el último céntimo de lo que le habían robado. Yo sentía tanta rabia en aquel momento que me hubiera encantado poner en práctica esa idea, pero una parte de mí, la parte civilizada y domesticada, me decía que ese no era el camino.

—No creo que así solucionáramos gran cosa —le dije—. Lo único que conseguiríamos sería meternos en un lío.

—Ese pájaro, Pastor —dijo Sastre—, tiene una joyería en el centro, ¿no?

—Cerca de Colón.

—Vamos a darle un palo —me propuso con total convencimiento—. Entramos en la puñetera tienda, le vaciamos los escaparates, arramblamos con todo lo que haya y ajustamos cuentas. ¿Que no sacamos lo suficiente?, le estamos metiendo palos hasta que pague su deuda.

Miré a Sastre con cara de incredulidad. Allí, tan tranquilo, con un cigarrillo en los labios y una mano apoyada en la barra del bar, me estaba proponiendo que asaltáramos una joyería en el centro. Era como volver diez años atrás.

—No, no voy a meterme en algo así —le dije.

—¿Por qué no? —insistió.

—Porque es un delito.

—¿Y no es un delito lo que han hecho con tu padre? —dijo Sastre alzando las manos al aire.

De nuevo volví a guardar silencio.

—Yo no puedo hacer eso, Sastre.

Las incursiones apaches habían pasado hacía mucho tiempo. Entonces éramos unos críos que no tenían plena conciencia de las consecuencias de sus actos. Aquello era pura diversión, pura exploración de los límites del bien y del mal. Pero yo ya no era la misma persona. Sastre asintió con la cabeza y me hizo un gesto con las manos pidiéndome tranquilidad.

—Vale, dime dónde está esa tienda y yo lo haré.

—No, no vas a hacer nada. No quiero que hagas nada, en serio. Te lo agradezco. Todavía no sé si de verdad ha habido una estafa —le dije—. Tendría que encontrar las cuentas de la empresa, tener una prueba que lo demuestre.

—No me hacen falta papeles. Su palabra me vale.

—El problema es que él no nos ha contado nada —le contesté.

—Si fuera mi padre —dijo—, te juro que esa gente iba a pagar por lo que le han hecho. Se iban a enterar de con quién se están jugando los cuartos. Piénsatelo.

Acabamos nuestras cervezas y nos marchamos del bar. Caminamos en silencio hasta el lugar donde tenía aparcado mi coche. Sastre dijo que le gustaría ir un día a ver a mi padre al hospital. Le dije que me llamara y que iríamos juntos. Se despidió con ese movimiento que hacía llevándose los dos dedos a la frente y le observé mientras caminaba por la calle desierta.

Cris investigó en el registro y en los juzgados y no encontró ninguna prueba de que hubiera ocurrido algo sucio o ilegal con la empresa: era una quiebra más, como otras muchas que se habían producido el año anterior en el país.

—Seguramente el negocio no funcionó como debería o quizá fue un problema de solvencia. No lo sé. Pero estas cosas pasan sin que tenga que haber necesariamente una estafa de por medio. Habéis tenido…, tu padre ha tenido mala suerte —me aseguró.

Me opuse con todas mis fuerzas a esa idea.

—Sé cómo te sientes, Miguel —dijo—, pero tu hermana Teresa tiene razón.

—Tengo que saber qué pasó.

Me revolví en la cama toda la noche, de un lado a otro, pensando en cómo sería ese momento en el que enfrentara mis ojos a los de mi padre. Me atenazó la angustia y el miedo. Sí, tenía miedo. Tenía miedo de enfrentarme con mi padre. Tenía miedo a la verdad.

Capítulo 04

Mi padre siempre fue mi héroe. Tenía todos los atributos de los protagonistas de los tebeos que cuando era pequeño solía comprarme los domingos en un quiosco de nuestra calle. Era un hombre muy fuerte, de constitución atlética, con músculos poderosos en los brazos y las piernas, un pecho y una espalda muy anchos, todo coronado con una gran cabeza. También era muy valiente. Le vi enfrentarse en muchas ocasiones a matones de bar, borrachos pendencieros y chusma de la peor calaña. Dar un paso al frente cuando todo el mundo se escondía. Afrontar los riesgos de unas decisiones en las que no tenía nada que ganar, salvo quizá salvaguardar su sentido de la justicia. Él siempre se ponía del lado de los más débiles, de los que necesitaban que alguien los defendiera, sin pensar en las consecuencias. También otros contribuyeron a levantar esa leyenda. Muchas veces escuché a vecinos o amigos contarme historias sobre mi padre, relatos épicos en los que se había jugado el tipo por salvar a alguien, o se había enfrentado a un hombre armado con un cuchillo, o había hecho algo asombroso.

Supongo que cualquier hijo ve a su padre de esa forma hasta que los telones que cubren los ojos infantiles caen y la realidad desplaza a la fantasía. Sin embargo, cuando me hice mayor y entendí lo dura que había sido la vida con él —una infancia perdida por la guerra, el asesinato de su padre, el hambre, la miseria y las privaciones por las que había pasado—, me di cuenta de que lo verdaderamente heroico fue el modo en el que se sacrificó por sacar adelante a su madre y a sus dos hermanos pequeños, su pelea diaria para salir de aquella pobreza, el valor que había tenido para levantarse después de todas las veces que le habían tumbado. Y sobre todo que, castigado y maltratado por la vida de aquella forma, no perdió nunca su alma.

Era un hombre honesto y generoso. Amigos, compañeros de profesión y vecinos le pedían favores y él hacía todo lo posible por ayudarlos. Recuerdo sobre todo su generosidad con los que no estaban en la mejor situación o con esos a los que la vida les había dado un golpe fuerte. Uno de nuestros vecinos se quedó sin trabajo, con cuatro hijos que mantener y una mujer enferma. Una situación dramática. Decidió ponerse a vender libros por las casas. Todas las Navidades, mi padre le compraba varias cajas de libros: novelas y un par de enciclopedias sobre cosas raras. Recuerdo una sobre razas humanas y otra sobre las mil maravillas del mundo, y otra sobre música clásica, aunque la mayor parte de los libros eran de saldo, de esos que nadie quiere comprar en las tiendas, best sellers de tercera fila que habían salido al mercado dos años atrás y que quizá estaban cogiendo polvo en los almacenes de las editoriales. Mi hermana Teresa siempre le preguntaba por qué nos regalaba esos libros que ni habíamos pedido ni queríamos leer, y mi padre le contestaba que seguramente encontraríamos algo que nos gustase. En realidad, lo hacía por echarle una mano a aquel vecino que lo estaba pasando mal. «Todo el mundo necesita que en un momento dado de su vida alguien extienda la mano y te mantenga a flote hasta que tú puedas hacerlo solo», decía.

Tenía pocos amigos de verdad. No quiero decir que no fuera sociable, que no se parara a charlar con el que fuera unos minutos en mitad de la calle o a la hora del aperitivo en el bar de la esquina. Pero no cultivaba las amistades. Nunca le vi quedarse en los bares bebiendo y charlando hasta tarde, o irse a jugar a las cartas los fines de semana, o salir por las noches a tomar unas copas con otros colegas de su profesión. Las únicas veces que pisaba un bar era a la hora del aperitivo, entre semana cuando nos invitaba a Sastre y a mí, después de regresar del colegio, a un vermut y unas patatas fritas, o los fines de semana, cuando al salir de la iglesia, mi madre y él se tomaban una cerveza y unas gambas a la plancha en uno de los bares de la calle principal del barrio. Toda su vida estaba centrada en su familia, en su mujer y en sus hijos. Cuando éramos pequeños siempre nos dedicaba la mañana de los sábados. No había nada más importante para él que estar con sus hijos. Era como un ritual sagrado y ese día, mientras mi madre hacía la comida o iba a la peluquería o se quedaba en casa leyendo una de esas novelas de amores imposibles que tanto le gustaban, él se hacía cargo de nosotros y nos llevaba a montar en barca al parque del Retiro o al Museo de Ciencias Naturales para ver la colección de animales disecados y nos invitaba a tomar un refresco en el quiosco que todavía está a la salida del museo, frente a la estatua de Isabel la Católica.

Caminando a su lado me sentía seguro de que nada ni nadie podría hacerme ningún daño. Esa era la misión que se había encomendado en la vida. Cuidar y proteger a su familia contra cualquier amenaza, contra el resto del mundo. Cuidó de mi madre, cuidó de nosotros. Por encima de cualquier otro deseo personal nos entregó su tiempo, procuró que tuviéramos la infancia más feliz posible, luchó para sacarnos, como dijo una vez mi hermana Vicky, de un mundo en el que todo era gris y sin sal.

Era mejor padre que ninguno de los que tenían mis amigos, más fuerte, más valiente, más cariñoso. El mejor.

Unos días después de que sufriera el infarto le dieron el alta. Vicky fue quien le llevó a casa. Desde allí mi padre me telefoneó para contarme que estaba bien, y que si quería, podía ir a verle a última hora de la tarde cuando saliera del trabajo. Durante el resto del día estuve haciendo acopio de valor para cuando llegara ese momento. Yo tenía que hablar con él. Necesitaba la verdad. Dicen que la gente no quiere saber la verdad. La verdad es dolorosa. Por eso la mayoría sobrevive viviendo medias mentiras, cuentos que se fabrican para poder soportar el dolor o la visión de las cosas que no les gustan y que la verdad iluminaría con todo su brillo. Pero yo no soy de esas personas. No puedo vivir una mentira. Durante las horas siguientes estuve mentalizándome para hacer las preguntas y también para escuchar las respuestas. Estaba convencido de que si era verdad que sus socios le habían estafado, él tenía que haber sido consciente del engaño. Y conociéndole como le conocía, me preguntaba cómo podía haber dejado que ocurriera una cosa así. ¿Cómo era posible que no hubiera luchado? Le había visto romperle la cabeza a un hombre por mucho menos. Tenía amigos, conocidos y contactos que hubieran podido ayudarle. Y sin embargo, nada de eso había sucedido. La única explicación que se me ocurría era que aquello no había pasado, que Javier Santos, su primer oficial, estaba equivocado; que Cris y Teresa tenían razón. Deseaba que esa fuera la verdad.

Vicky me abrió la puerta. Nuestro padre estaba en el salón viendo la televisión, le di un beso y me senté a su lado. Hablamos un poco de su estancia en el hospital, de las ganas que tenía de volver a casa, de lo largos que se le habían hecho los días allí, de lo simpáticas que eran las enfermeras con él, de las bromas que había gastado, de las recomendaciones de los cardiólogos y de la medicación que tendría que tomar a partir de ese momento.

—Voy a apagar la televisión un segundo —le dije—. Necesito hablar contigo.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó mi padre con la frente fruncida.

Vicky salió del salón, se alejó por el pasillo y se encerró en su dormitorio.

—Me gustaría que me contaras qué pasó con la fábrica.

—Ya hablamos de eso en el hospital —me contestó.

—Bueno, me gustaría que me lo contaras con más detalles. Solo me dijiste que las cosas no habían salido bien.

Encima de la mesa había una jarra con agua de limón. Se sirvió un vaso.

—¿Para qué? —preguntó.

—Quiero saber qué pasó, eso es todo.

—No sé qué decirte. Hicimos una serie de inversiones en maquinaria y personal esperando aumentar el volumen de trabajo, pero lo cierto es que nos empezaron a fallar contratos. Clientes de toda la vida dejaron de hacer pedidos y los créditos empezaron a ahogarnos. Al final trabajábamos solo para pagar las deudas. Intentamos aguantar la situación unos meses, pero al final tuvimos que cerrar.

Allí estaba la explicación que yo había ido a buscar. No había engaño. Sus socios no le habían estafado manipulando las cuentas de la fábrica para justificar la quiebra y arrebatarle lo que era suyo. No le habían arruinado la vida.

—¿Guardas algún tipo de documentación de la empresa? —le pregunté—, los balances de los últimos años o algo así.

—Miguel, ¿a qué viene este interrogatorio?

—He escuchado otra historia. Una sobre tus socios. Dicen que te estafaron. Que te engañaron.

Se quedó en silencio.

—Es cierto, ¿verdad? —le pregunté con un nudo enorme en la garganta.

Vi en sus ojos que ya no podía seguir mintiéndome. Mi padre afirmó con la cabeza.

—Necesito cualquier cosa que nos sirva para demostrar que cometieron un delito. Quizá recuperemos el dinero, papá, y haré que paguen por ello.

Mi padre me miró a los ojos, guardó silencio durante unos instantes y dijo que no se podía hacer nada.

—¿Tienes las llaves del taller? —me preguntó.

Yo llevaba las llaves en el bolsillo. Se levantó con gesto cansado, bajamos a la calle, descorrí el cierre metálico y entramos. Encendió las luces y los fluorescentes parpadearon en el techo. Se dirigió a la pequeña caja fuerte, la abrió y extrajo una carpeta con unos papeles: eran los documentos de la empresa, de la fábrica.

—Esto es lo que quieres —dijo—. No va a servirte de mucho.

Me lanzó la carpeta y se sentó en su taburete, en su puesto de joyero. Me contó cómo sus socios le habían engañado. Él era el tesorero de la empresa. Le habían hecho firmar algunos papeles, aunque no lo recordaba bien porque en aquellos momentos estaba trastornado por la muerte de mi madre. Lo cierto es que todo le daba lo mismo, también la empresa. Él confiaba en sus socios, pero ellos le habían traicionado y se habían comportado como unos canallas. Manipularon las cuentas, sacaron dinero de la empresa y lo invirtieron en otros negocios en los que mi padre no participaba. La empresa empezó a dar pérdidas y después de unos meses quebró. Se dio cuenta de lo que había pasado, pero no podía acudir a los tribunales: le advirtieron que si lo hacía iría a la cárcel porque estaba tan implicado como ellos. Habló de mi madre, que le pidió antes de morir que rompiera la sociedad, que volviera a trabajar en su taller, que abandonara la fábrica, que recuperara su dinero. Entonces tenía ofertas para vender sus acciones. Pero no la escuchó.

—Tu madre tenía esas intuiciones y nunca fallaba. Si le hubiera hecho caso… —se lamentó—. Ahora ya no tiene remedio. Ya no puedo hacer nada. Lo siento mucho porque esa era vuestra herencia y lo he echado todo a perder.

—Eso da lo mismo —dije—, pero ¿por qué no me lo contaste?

—Cómo os iba a decir, cómo os iba a contar que me habían engañado como a un bobo, que me habían timado, que se habían burlado de mí. No es fácil contarle a tus hijos una cosa así.

Aquel hombre fuerte y sólido como una montaña se estaba resquebrajando ante mí, le veía hundirse en el taburete, deshaciéndose como un bloque de hielo al sol, volviéndose más frágil que el cristal. Tuvo que ser muy duro para él mirar a su hijo a los ojos y confesar lo que había pasado de aquella manera, tragándose su orgullo. El orgullo de un hombre que durante muchísimos años había cuidado de su familia, nos había protegido, nos había defendido del resto del mundo.

Llevaba meses intentando poner en marcha su pequeño taller de joyería. Había salido a buscar trabajo, había pedido dinero prestado, había pedido favores… Día tras día había peleado. Al final, las fuerzas le habían fallado y se había derrumbado. Y sin embargo, mantenía el aliento de la esperanza.

—Saldremos adelante —repitió—. Tengo un negocio en marcha.

De la caja fuerte sacó una bandejita con unas cadenas de oro y unos colgantes. Los colgantes tenían la forma de rombo de los troqueles que yo había visto en su cajón. Tenían grabado un símbolo del horóscopo. Había doce colgantes, uno por cada signo del zodiaco.

—Son bonitos —le dije.

Debería haberle dicho que ya no podía seguir trabajando, que había estado sentado en la mesa de su despacho, que había visto las facturas, los créditos y todo lo demás. Pero no tuve valor. Haberle dicho esas cosas en aquel momento hubiera sido hundirle aún más, arrastrarle por el suelo, destrozarle el poco orgullo que le quedaba. Quizá, siendo honesto tendría que haber hablado, pero yo mismo me había quedado sin fuerza, y solo sentía ganas de llorar. Aun así me contuve. Él a pesar de todo mantenía el tipo y yo traté de imitarle. La pena, la tristeza que me embargaba en ese momento, era enorme.

—No haré nada que pueda perjudicarte, pero quiero llevarle los documentos a Cris. Ella conoce a abogados que pueden examinar esos papeles.

—Haz lo que quieras.

Cris estaba en la cocina, preparando algo de cena, con una copa de vino. Dejé la carpeta con la documentación encima de la mesa. Le expliqué lo que era, cómo lo había encontrado y lo que me había contado mi padre. Le pedí que llevase la documentación de la sociedad a su despacho y que alguien que supiera del tema le echara un vistazo. No quería cenar, no quería beber. Me fui a la cama, me metí entre las sábanas y me hice un ovillo. La posición de un bebé en el útero materno. Y así me quedé toda la noche.

Al día siguiente, me telefoneó desde el despacho de abogados. Cualquier acción legal que emprendiésemos sería inútil. Simplemente nos consumiríamos esperando una sentencia que fuera favorable y si eso ocurría alguna vez, lo más probable sería que el dinero se hubiese evaporado y no podríamos recuperarlo.

—Y además, existe la posibilidad de que tu padre acabe en la cárcel.

Lo que sus socios le habían advertido que ocurriría si les denunciaba era verdad.

—¿Cuánto dinero crees que le han estafado?

—Unos cincuenta millones, quizá algo más.

Colgué el teléfono y salí a la calle a tomar un poco el aire y fumar un cigarrillo. Nos habían robado lo que era nuestro y no podíamos hacer nada para recuperarlo. Volví a mi mesa, pero ya no pude seguir trabajando. Dentro de mí se fue formando una especie de masa viscosa negra, algo que notaba cómo crecía cada minuto que pasaba, algo que se iba desarrollando y extendiéndose por mis venas y mis arterias, ocupando todo el espacio, algo que se situó entre mi estómago y mis pulmones y me oprimió el pecho y tuve dificultades para respirar con normalidad. Esa masa viscosa era rabia. Pura Rabia.

Teresa me llamó por teléfono. Vicky le había contado que la noche anterior había estado con nuestro padre, sabía que había bajado al taller con él, sabía de lo que habíamos estado hablando. Quería verme. En su casa. Teresa vivía en un chalet adosado en una urbanización a las afueras de la ciudad. Había sido un apeadero hasta que las políticas de desarrollo lo convirtieron en una ciudad de cuarenta mil habitantes. A pesar de su rápido crecimiento, lo cierto es que había sido diseñada con un cuidado urbanismo, buscando la racionalidad de las construcciones, respetando espacios para parques y jardines. Era un lugar agradable para vivir y para criar a dos niñas pequeñas. Un mundo muy diferente al barrio. La casa seguía el diseño de las construcciones de muchas ciudades inglesas de la periferia, con una pequeña entrada, tres alturas y un pequeño jardín trasero.

Luis, el marido de mi hermana Teresa, era un hombre alto, delgado aunque fibroso, hacía ejercicio, corría por las mañanas por los alrededores de su casa y se mantenía en buena forma. Tenía el pelo espeso muy negro, aunque comenzaban a salirle ciertas canas prematuras. Llevaba gafas de montura de metal y vestía siempre con pantalones de pinzas y camisas de cuadros o rayas. Era ingeniero en una empresa de automoción y ocupaba un puesto ejecutivo intermedio dentro de la cadena de producción.

—Está bañando a las niñas —dijo—. ¿Quieres una cerveza?

En el equipo de música sonaba el concierto número 1 de Chopin. Luis era un enamorado de la música clásica, tenía cientos de discos de vinilo de todos los compositores desde el Barroco hasta el siglo XX. Salió de la cocina con dos botellines y me pasó uno.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó.

—Jodido.

—¿Qué ha pasado con la fábrica?

—Le han estafado —le dije—. Ha perdido todo aquello por lo que ha estado trabajando toda su vida.

—Qué puta es la vida, joder —comentó ahogando un gesto de rabia.

Al cabo de un rato, Teresa bajó por las escaleras que llevaban a la planta superior. Vicky bajaba detrás de ella. Luis apagó el equipo de música, sacó el disco de vinilo y lo guardó con cuidado dentro de su funda.

—Voy a ver qué hacen las niñas —dijo, y se retiró con discreción escaleras arriba.

Los tres hermanos nos fuimos a la cocina y nos sentamos alrededor de la mesa.

—Por Dios, Miguel —dijo Teresa—, me lo prometiste.

—Tenía que saber lo que había ocurrido —le dije—. Todo lo que Santos me contó es verdad. A papá le estafaron, le engañaron.

En ese momento me giré hacia Vicky y la miré directamente a los ojos.

—¿Y tú? Es imposible que no te dieras cuenta de lo que estaba pasando.

—Papá me contó que iba a volver a trabajar en el taller —repitió Vicky—. Que los de la fábrica le seguirían pagando su sueldo y nada más.

—Vamos —le repliqué—, no me jodas. ¿Crees que soy idiota?

—Miguel, baja la voz —empezó a decir Teresa.

—¿Te imaginas cómo han sido estos meses para papá? —continué casi gritando—. ¿Te imaginas su desesperación, su frustración cuando todas las puertas se cerraban? ¿Tú no te hubieras dado cuenta de que algo malo pasaba? ¿Cómo es posible que ella no viera todas esas señales? Ella estaba allí.

Vicky reaccionó con furia. Herida por las acusaciones, elevó la voz tan alto como yo.

—Y tú, ¿dónde estabas? ¿Por qué vosotros no estabais allí? Yo estaba viviendo mi vida, pero vosotros estabais viviendo la vuestra. ¿Alguna vez le preguntaste a papá qué tal iba el negocio? Cuando te dijo que todo marchaba bien, tú también quisiste creerlo. ¿Por qué tú no viste las señales?

Teresa nos repitió de forma imperativa que bajáramos la voz y que dejáramos de discutir.

—Basta —dijo—, vais a asustar a las niñas.

Vicky salió de la cocina. Teresa hizo un gesto para que me sentara junto a ella. Unos cuantos meses antes, mi padre le había pedido que le avalara con unas letras de descuento de un banco. Necesitaba hacer una inversión, le dijo. Ella le hizo algunas preguntas y mi padre le contestó como hacía siempre, con evasivas, con bromas. Le aseguró que no había nada de lo que preocuparse. Él pagaría las letras de descuento y ni ella ni su marido tendrían ni un problema. Le juró que si hubiera otra salida, la habría escogido, y que no le causaría ningún perjuicio. Mi hermana y su marido firmaron el aval.

—Pudo haberme contado lo que había pasado con la fábrica, pero no lo hizo. Así es como se comporta papá. Y Vicky no tiene la culpa de nada. Estoy segura de que papá ha sabido fingir estupendamente que todo seguía igual, que las cosas marchaban bien. No estás enfadado con Vicky, estás enfadado con papá. O quizá estás enfadado contigo mismo, Miguel.

¿Dónde estaba yo cuando mi padre me necesitaba? ¿Dónde estaba mientras mi padre, el hombre más importante de mi vida, se hundía? No estaba. Me había mantenido al margen, fuera de campo, concentrado en mi vida, en mi trabajo, en Cris. Ni una sola vez se me había ocurrido preguntar qué tal le iban las cosas. Quizá, si durante alguna de aquellas esporádicas comidas familiares me hubiera acercado a él, me hubiera sentado a su lado y en lugar de hablar de temas superficiales, de la política del país, de la marcha de nuestro equipo de fútbol, le hubiera preguntado por él, por cómo se encontraba, por la situación de la empresa, quizá, solo quizá, me habría dado cuenta de que las cosas no iban bien, de que tenía problemas. Y quizá, solo quizá, le habría podido ayudar. O al menos podría haber estado a su lado, uniendo mi hombro con el suyo y haciendo fuerza para sacar las cosas adelante. No habría tenido que luchar solo, no habría perdido solo.

Vicky estaba sentada en los escalones del patio delantero. Fumaba un cigarrillo y movía una de sus piernas de forma nerviosa. Me senté a su lado y le pedí perdón. Teresa tenía razón: yo estaba buscando un culpable, alguien a quien castigar, y ella no se lo merecía. Teresa se asomó a la puerta y nos dijo que nos quedáramos a cenar. Iba a preparar patatas a la importancia. Esa era una de las recetas de nuestra madre y comenzamos a hablar de lo que comíamos de pequeños y de la forma en la que ella cantaba mientras preparaba la comida y de que nos peleábamos por probar los guisos antes de que se pusiera la mesa. Vicky dijo que nuestro padre había cocinado para ella esos dos últimos años, desde que mamá no estaba, y de cómo se esforzaba por cocinar igual que mi madre, y mi hermana se había esforzado por que cenaran los dos juntos y entonces me contó una conversación que había escuchado una noche durante una cena. Mi padre se había levantado de la mesa y había cogido el teléfono y había estado hablando largo rato con alguien, discutiendo, le había oído gritar y también amenazar a alguien y los días siguientes estuvo atenta y se lo encontró ensimismado con los hombros caídos, llegando a casa a unas horas en las que debería haber estado en la fábrica, llamando a gente que no le cogía el teléfono. Se había dado cuenta de que algo no iba bien. Pero había decidido mirar hacia otro lado, ocultarse debajo de la cama como cuando había tormenta. Comenzó a llorar de una forma desconsolada. La abracé. Le dije que no tenía culpa de nada.

—¿Qué va a pasar ahora?

—No te preocupes —le contesté—. Lo arreglaremos.

—Hablas como papá —dijo limpiándose las lágrimas que resbalaban por las mejillas.

Cuidar y proteger. Eso era lo que me había enseñado.

Una tarde al salir de la agencia me acerqué hasta el centro y llegué a la tienda de Pastor unos minutos antes de que cerrara. Me detuve delante del escaparate. Allí, detrás de los cristales, estaban los Cartier de oro y brillantes de señora, los Certina extraplanos, los Omega de caballero fabricados en oro rojo, los Longines con caja de acero y oro amarillo. Aquellos eran los relojes que fabricaba mi padre. Una de las dependientas, la de las piernas largas y sinuosas, me dijo que Pastor estaba con unos clientes en el salón privado. El salón privado era la trastienda en la que le había visto la primera vez. Le sonreí con toda la afabilidad que pude y le dije que no tenía prisa y que esperaría. Ella respondió a mi sonrisa con la misma cordialidad y dijo que le avisaría de que estaba allí. En la tienda había una pareja de mediana edad a la que en esos momentos atendía la otra dependienta, mayor, con gafas de pasta y un recogido de pelo. Estuve curioseando por los mostradores acristalados y las vitrinas. Tenía un buen catálogo de anillos, pendientes, pulseras, cadenas, gargantillas y relojes. Incluso en una de las vitrinas, realzada por luces halógenas, tenía una bonita tiara de oro blanco y brillantes.

La dependienta de las piernas bonitas se acercó a mí y me preguntó si veía algo que me interesara. Le conté que mi padre también era joyero y que durante toda mi vida había visto piezas como aquellas en mi casa. Y sin embargo, nunca me habían llamado la atención. Pero dentro de aquellos mostradores, iluminadas por los haces de luz de los halógenos, las joyas brillaban de una manera especial. La dependienta me preguntó si no había alguien al que yo quisiera regalarle un anillo o alguna otra cosa. Le dije que me gustaría ver cómo quedaban algunas de esas joyas sobre el cuerpo de una chica bonita. Casi se ruborizó, exhibió una gran sonrisa de dientes blancos perfectos y me dijo que eligiera cuál de aquellas joyas quería que se probara para mí. Comenzamos con un anillo sencillo pero bonito y a medida que nos íbamos acercando hacia el final de la tienda, las piezas que sacaba de los mostradores eran cada vez más caras. La otra dependienta nos observaba con el gesto serio por encima de sus gafas de montura de pasta negra. Acompañó a los clientes hasta la puerta y después volvió al expositor y se entretuvo colocando el muestrario, lanzándonos de vez en cuando miradas reprobatorias. Sin embargo, la dependienta de las piernas bonitas no se daba por aludida y seguía probándose pendientes y anillos y mirándose en los espejos de la tienda. Al final le dije que me gustaría que se probara la tiara para mí. Dijo que no podía hacer eso: era una pieza muy valiosa y si su jefe se enteraba, se buscaría un problema. Le dije que era la pieza que se merecía una princesa como ella.

Cuando Pastor salió del «salón privado» acompañando a una mujer de unos cincuenta años con un abrigo de piel y a un hombre alto y moreno, vestido con un traje de raya diplomática, la dependienta y yo charlábamos amigablemente y ella sonreía. Giré la cabeza y sonreí a Pastor.

—En un segundo estoy contigo —dijo devolviéndome la sonrisa.

Pastor acompañó a la pareja hasta la salida y se despidieron con una profusión de cumplidos y palabras amables. Después sacó unas llaves del bolsillo del pantalón y cerró la puerta.

—Quería venir a darte la noticia personalmente. Mi padre se ha recuperado del infarto y ya está en casa.

—Me alegro muchísimo, muchísimo —dijo Pastor—. ¿Quieres tomar algo?

Le guiñé un ojo a la dependienta de las piernas bonitas y acompañé a Pastor a la trastienda.

—Bueno, y ¿cómo ha ido todo? —preguntó mientras abría un botellín de agua.

—Bien. Le han puesto una medicación para prevenir subidas de tensión y tendrá que realizar una dieta un poco más severa.

—Todo ha quedado en un susto. Bueno, tu padre siempre ha sido un hombre muy fuerte.

—Mucho. Lo que no ha sido nunca es muy hábil para los negocios. Ni siquiera se dio cuenta de que sus socios le estaban engañando.

Pastor se apoyó con toda su espalda en el respaldo del sillón y su expresión se tornó en un gesto serio y preocupado.

—Realizamos unas inversiones con el dinero de la empresa. Unas inversiones en bienes inmuebles. El mercado se desplomó y no pudimos hacer frente a los pagos. Yo no he estafado a nadie. Tu padre sabía todo desde el principio.

—No trates de engañarme.

—Podríamos haber ganado mucho dinero, pero la cosa salió mal. A todo el mundo le gusta el dinero fácil y tu padre no es diferente al resto. Todos perdimos.

—Mi padre no viste con trajes hechos a medida ni tiene un Mercedes en la puerta. He llevado los documentos a un despacho de abogados. Los han estudiado. Sé que manipulasteis las cuentas. No sé cómo le convenciste para que firmara, pero lo que sí sé es que hay que ser muy canalla para aprovecharse de la muerte de la esposa de uno de tus socios para estafarle.

—Escucha, muchacho, mucho cuidado con lo que dices. Ya te he dicho que tu padre estaba tan metido en esto como cualquiera de nosotros.

—No me vas a convencer, Pastor. Quiero lo que es de mi padre. Los abogados dicen que nos has robado más de cincuenta millones. Quiero todo el dinero. Hasta el último céntimo.

—Me parece que no sabes lo que dices. ¡Cincuenta millones! —exclamó, y después añadió—: Estás loco. Acude a tus abogados y diles que me denuncien. Será tu padre quien acabará en la cárcel.

—Lo sé. Por eso no te voy a denunciar. Pero esto no va a quedar así.

—Cuidado con las amenazas, muchacho.

—No sabes con quién te la estás jugando. Todavía no sé cómo mi padre no te rompió el cuello, pero yo estoy dispuesto a hacerlo. O nos devuelves ese dinero, o te juro que te arruinaré la vida como tú se la has arruinado a él.

—Será mejor que te vayas de aquí.

—He estado viendo lo que tienes en la tienda. ¿Crees que entre todo suma cincuenta millones?

Pastor se levantó de la silla e intentó ir hasta la puerta, pero yo era mucho más ágil que él y le corté el paso. Le agarré por el cuello y lo empujé contra la pared. Levanté el puño y lo descargué contra su pómulo derecho. Su cabeza gorda rebotó contra la pared. Pidió ayuda a gritos. La dependienta de las gafas de pasta oscura entró en el salón privado a la carrera y al ver la escena dijo que llamaría a la policía.

—Te voy a joder la vida, Pastor. Te juro que te voy a destrozar la vida igual que tú has hecho con mi padre.

Le solté del cuello y cayó de rodillas junto a la pared. Me alisé el traje, me coloqué bien la corbata y salí de allí. Llegué hasta la puerta, pero no conseguí abrirla. Retrocedí hacia la dependienta de las piernas bonitas, que me miraba asustada desde un rincón de la tienda.

—¿Me abres, o quieres que vuelva?

Ella abrió la puerta. Le guiñé un ojo y me fui caminando por la acera tranquilamente.

Un par de días más tarde recibí un telegrama de los juzgados de la plaza Castilla. Pastor me había denunciado por agresión y amenazas. Debía presentarme en los juzgados antes de tres días o me declararían en busca y captura. Lo cierto es que me sorprendió. No pensé que Pastor sería tan cobarde para hacer una cosa así, pero debía haber supuesto que esa era la madera de la que estaba hecho. Le di el telegrama a Cris. Me miró como si se tratase de un error.

—Fui a la tienda de Pastor y le agarré del cuello y le di un puñetazo.

—Miguel, te has vuelto loco.

—Le ha arruinado la vida a mi padre. ¿Qué querías que hiciera?

—Solo te has metido en un lío. Lo que has hecho es un delito. Seguro que tendrás que ir a juicio.

—¿Quieres ser mi abogada?

—No digas tonterías, no tengo ni idea de derecho penal.

Nunca llegué a juicio. Unos días después mi padre me llamó por teléfono y dijo que quería hablar conmigo. Estaba esperándome en la puerta de su taller.

—¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa así? —me preguntó furioso—. ¿En qué estabas pensando?

—Solo he hecho lo que tú me enseñaste. Cuidar y proteger a mi familia por encima de todas las cosas.

Se quedó en silencio un momento y de sus ojos desapareció la ira. Bajó la mirada. Creo que se sentía avergonzado, dolido, cansado, frágil. Superado. Se dejó caer sobre el sofá del salón. Había hablado con Pastor: retiraría la denuncia a cambio de que yo no me volviera a acercar a él.

—Le he dado mi palabra —dijo—. No vuelvas a hacerlo, por favor.

Asentí con la cabeza y le dije que me había equivocado y que lo sentía.

—Todo ha terminado, Miguel. ¿Lo entiendes? Se acabó.

Ojalá hubiera sido verdad. Ojalá todo hubiera terminado. Pero lo cierto es que acababa de empezar.

Capítulo 05

A principios del mes de marzo, comí con mi hermana mayor en un restaurante cerca de la agencia. Me había llamado unas horas antes y, a pesar de que yo había tratado de explicarle que estaba hasta arriba de trabajo, ella insistió tanto en que debíamos comer juntos —me propuso un lugar cercano a mi oficina para que no perdiera mucho tiempo— que no pude negarme. Su necesidad de verme ese mismo día con urgencia me alertó de que algo no andaba bien y fui a la comida con mucha precaución. En un primer momento pensé que iba a recibir otra de sus famosas regañinas a causa del episodio con Pastor, pero no se trataba de eso.

—Vicky dice que por las mañanas baja al taller y que se pasa allí todo el día. Está trabajando. No se ha tomado en serio las órdenes de los médicos. Tenemos que hacer lo que dijimos en el hospital.

—Cerrar el taller, alquilar el local y arreglar su pensión.

—Y tenemos que estar juntos en esto, Miguel.

Cuando llegué a la casa de mis padres, con algo de retraso respecto a la hora a la que habíamos quedado, mis hermanas ya estaban allí. Teresa le dijo que teníamos que hablar. Mi padre detuvo su mirada en mí.

—Supongo que ya os lo habrá contado vuestro hermano —dijo—. Perdí la fábrica o más bien se fue a la quiebra. Mis socios, Pastor y Quirós, me estafaron. Fui un idiota.

—Ya sabemos lo que pasó —dijo Teresa—. Eso ya nos da lo mismo.

—No os preocupéis. He puesto en marcha otra vez el taller. Las cosas irán bien. Todo será como antes.

—Es de eso de lo que queremos hablar, papá. Los médicos nos advirtieron que no puedes hacer la vida de antes. No puedes volver a trabajar. Si tuvieras otro ataque, podrías morir.

Él hizo un gesto con la mano para que dejara de hablar.

—Me encuentro bien, incluso mejor que antes del infarto. Ahora ya no estoy tan cansado. Esta mañana he hecho casi una hora de gimnasia. Hago la dieta que me pusieron, tu hermana lo sabe, y me tomo la medicación.

—Y eso está bien —comentó Teresa tratando de ser conciliadora—, pero los médicos dijeron que…

—Yo también hablé con los médicos —le interrumpió—. He sufrido un infarto, pero no soy un inválido. Ellos no dijeron que tuviera que dejar el trabajo.

—Sí que lo hicieron —dijo—, yo estaba delante.

—¿Y qué quieres que haga? —le preguntó nuestro padre—. Quedarme en casa sentado en este sofá, viendo la basura que ponen en televisión, todo el día sin hacer nada. ¿Es a eso a lo que quieres condenarme? No voy a hacerlo. Trabajo desde los diez años. No sé hacer otra cosa.

Guardamos silencio. Sabíamos que no sería fácil, sabíamos que sería duro, sabíamos que no se rendiría al ver la primera bandera del enemigo.

—Vosotros no lo entendéis. Tengo que hacerlo.

Lo dijo con una vehemencia tal que por un instante sentí que había algo nuevo que trataba de ocultarnos e intenté calmarme diciéndome que era imposible, que no podía haber más secretos. Se hizo un silencio. Mi hermana Teresa me miró pidiéndome apoyo.

—Escucha, papá —le dije—, sabemos que durante estos meses, desde que cerró la fábrica, lo has intentado, has comprado máquinas nuevas, pedido préstamos y gastado gran parte de tus ahorros. He visto el estado de tus cuentas y no has ganado el suficiente dinero para hacer frente a los pagos. El taller no funciona.

Me miró directamente a los ojos. Me di cuenta de que se sentía herido por lo que consideraba un gesto de deserción.

—Tú no sabes nada. Y no me gusta que hayas estado husmeando entre mis cosas mientras estaba en la cama del hospital —afirmó.

—No nos dejas otra opción —le replicó Teresa—. Tú nunca nos cuentas nada. Nos sigues tratando como si fuéramos unos niños pequeños y ya no lo somos.

—Lo que queremos hacer —le dije retomando la idea— es devolver las máquinas, hacer frente a los pagos de las facturas, alquilar el local y resolver el tema de tu pensión de jubilación. De esa forma puedes vivir cómodamente sin preo-cupaciones. Nosotros nos ocuparemos.

—No vais a hacer nada de eso —dijo categórico—. Yo pagaré los créditos que he pedido. Yo sacaré el taller adelante. Tenéis que confiar en mí.

—Ese es el problema —señaló mi hermana mayor—, que no podemos confiar en ti. Durante todos estos meses todo han sido engaños, medias verdades o directamente mentiras. ¿Cómo quieres que confiemos en ti?

No reaccionó bien. Le vi revolverse en el sofá, agachar la cabeza, consumir el oxígeno de la habitación rápidamente. Entendí cómo se sentía. De alguna forma sus hijos le estaban reprendiendo por las decisiones que había tomado, por los errores que había cometido, por las cosas que había hecho mal.

—Si cuando ocurrió lo de la fábrica nos lo hubieras contado —continuó—, podríamos haberte ayudado. Y desde luego, estoy segura de que ahora no te verías así.

—No quiero que os metáis en mis asuntos.

—Hace unos meses, cuando viniste a pedirme ayuda para que te avalara en un crédito, no me contaste nada de que la fábrica hubiera cerrado —le presionó Teresa—. Esos créditos son también cosa mía porque fui yo quien te avaló. Estoy dispuesta a perder dinero, pero no me digas que no me meta en tus asuntos, porque el día que viniste a pedirme los avales fuiste tú quien me metió de lleno en esos asuntos.

Mi padre se levantó del sillón como un resorte. La crispada expresión de su rostro daba miedo. Yo le había visto enfrentarse a hombres en las tabernas y las calles y al verle poseído por la furia todos daban un paso atrás. Sin embargo, mi hermana no se acobardó, no le tenía miedo, aguantó sin inmutarse su mirada furibunda.

—Te devolveré hasta el último cochino céntimo que me has prestado —le respondió nuestro padre mascando las palabras—. Mañana iré al banco y pediré otro crédito y así zanjamos el asunto. Pero te recuerdo que no me he retrasado ni un solo día con los pagos y te aseguro que me ha costado un gran esfuerzo hacerlo.

—Eso es lo que no queremos —dije para tratar de resolver el conflicto—. Ya has trabajado bastante, ya te has esforzado bastante, ya lo has pasado mal demasiadas veces.

—No —gritó—. Yo me he metido en esta situación y yo saldré de ella y si tiene que darme otro infarto en mitad de la calle, pues que me dé, porque no pienso rendirme.

—Haz lo que te dé la gana —dijo Teresa—. Yo no puedo hacer nada más por ti.

Recogió su bolso y su abrigo y se marchó. Escuchamos la puerta cerrarse y sus pasos bajando rápidamente por las escaleras. Mi padre volvió a sentarse en el sofá y todos nos quedamos en silencio.

—Se le pasará —dijo reflexionando con más calma—. Tu hermana tiene mucho carácter, pero es buena persona. Sé que no hace esto por mala voluntad, sino porque me quiere y quiere lo mejor para mí, pero se equivoca.

—No lo creo, papá —le dije—, todavía estamos a tiempo de solucionarlo. He visto los créditos, no es demasiado dinero, entre todos nosotros podríamos liquidarlos.

—Hijo, llevo treinta años trabajando con los mismos bancos. Unos días de retraso no me asustan. Los directores de esas sucursales son amigos míos, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Confían en mí.

—Papá…

—En cuanto el taller arranque, todo estará solucionado. Tengo un antiguo conocido. Uno que me debe algún favor —me repitió una vez más—. Vamos a poner en marcha un negocio. Estoy pensando en contratar a alguno de los chicos de la fábrica para que venga a trabajar aquí.

—Pero los médicos…

—Por favor, no vuelvas otra vez con eso —me rogó—. Voy a seguir trabajando, digan lo que digan los médicos. Me encuentro bien. Ya te lo he dicho. Esto no ha sido nada. Hablé con el médico y me dijo que haciendo un poco de dieta y tomándome unas pastillas estaré como siempre. Solo tengo que tomarme unas pastillas.

Me quedé en silencio. Vicky salió de la habitación.

—Me he levantado otras veces. —Y me dio una palmada en la cara—. Escucha, lo que tienes que hacer es centrarte en tu trabajo y cuidar a Cris. Es una chica estupenda. Vete a casa, anda, debes de estar cansado.

Llamé a Teresa desde mi apartamento. Fue su marido quien cogió el teléfono y me contó que había llegado a su casa sofocada y con un ataque de angustia, que apenas habían cruzado unas palabras y que entonces ella se había roto, había empezado a llorar y se había metido en la cama. Al día siguiente hablé con ella. Se encontraba mejor, tenía menos ansiedad y poco a poco iba asumiendo lo que había ocurrido en el salón de nuestra casa.

—Él dice que puede hacerlo —le dije—. Tiene un negocio en marcha. Por lo visto, un amigo suyo…

—No puedo seguir hablando. Tengo una reunión. —Y colgó.

Creo que no solo estaba enfadada con mi padre, sino también conmigo. Esperaba que yo me hubiera alineado sin ninguna duda junto a ella, que hubiera apoyado con más fuerza y decisión sus argumentos, que, y ahora he de reconocerlo, era lo más sensato y sin ninguna duda lo que deberíamos haber hecho. Pero el corazón no entiende de razones. Yo no podía imponer una decisión a la fuerza a mi padre sin ir en contra de mí mismo y de la lealtad que sentía por él. Yo tenía fe, yo quería creer. Quería creer en sus palabras, quería creer que realmente esos futuros trabajos se realizarían, que pondría en marcha de nuevo su taller, deseaba con todo mi corazón que aquello fuera cierto. Y cada día llamaba para interesarme por él, aunque realmente lo que deseaba era recibir noticias de sus progresos en el taller. Siempre obtenía la misma respuesta, «todo va bien», y después desplazaba la conversación hacia temas triviales, hacia los resultados de nuestro equipo de fútbol, la información política o mi trabajo. Por eso me sorprendió que un día me pidiera que fuera a verle al salir de la agencia.

Las luces del taller estaban apagadas y el cierre metálico echado. Llamé al timbre y fue Vicky quien me abrió.

—¿Dónde está papá? —le pregunté.

—Ha salido esta tarde. Me dijo que tenía una reunión, pero que estaría aquí para la hora de cenar. Debe de estar a punto de llegar.

—¿Vas a salir? —le pregunté.

—Voy a darme una vuelta —dijo—, lo necesito.

Lo cierto es que no se había tomado un respiro desde que nuestro padre había sufrido el infarto. Le dije que estaba bien.

—Todos necesitamos alejarnos de todo esto. Y coger un poco de oxígeno. ¿Te estás poniendo tan guapa para alguien en especial?

Ella lo negó con la cabeza y una sonrisa enorme en la cara.

—Al menos antes estabas saliendo con un chico, ¿cómo se llamaba?

No, ya no estaba con él. Lo dejaron. Esa noche iba a salir con unas amigas de la universidad.

—Lo mismo me ligo a un joven heredero de una fortuna de la industria farmacéutica y nuestros problemas están solucionados.

—Si eso es lo que pasa —le dije—, pregúntale si tiene una hermana.

Sentimos el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta. Mi padre entró en casa y yo salí de la habitación de mi hermana. Llevaba una bolsa y se dirigió a la cocina. Le seguí. Sacó unas cervezas y me ofreció una.

—Pensé que te gustaría —dijo—. Aquí no tenemos nada para beber, ya lo sabes.

Nos sentamos en las sillas de la cocina.

—Necesito tu ayuda.

—¿Qué ocurre?

—Necesito que me prestes algo de dinero. Esto del infarto y el tiempo que he estado en el hospital me ha fastidiado bastante. Resulta que he dejado algunas cosas sin pagar. No son de gran importancia, ya lo sabes, pero debo pagarlas o tendré problemas. Y además, está el crédito que tu hermana Teresa me avaló. No me gustaría que la llamaran del banco, ya sabes.

Mi padre limpiaba la superficie de la mesa con las palmas de las manos. Le conocía, hacía eso cuando estaba nervioso.

—He estado en una reunión con ese antiguo compañero de la fábrica. Tú tienes que conocerle. Se trata de ese negocio del que te hablé. Voy a volver a producir cajas de oro como antes. Dejaré lo de los horóscopos, apenas me da beneficio. Pero necesito algo de dinero para comprar oro. Necesito una ayuda. He estado visitando a los directores de los bancos, pero no me conceden el crédito. Resulta que soy demasiado mayor y no pueden hacerlo.

—¿Cuánto dinero te hace falta?

—Con un millón me arreglaría. Con eso sería suficiente.

—La verdad es que no tengo casi nada ahorrado —le contesté—. Cris y yo vivimos al día.

—Tú podrías pedir un préstamo —me dijo—, a ti te lo concederían. He hablado con el director de una sucursal, le he dicho que trabajas en la agencia y que tienes un trabajo estable y me ha dicho que si tú fueras a verle, no habría ningún problema. Te lo concederían casi de inmediato. ¿Querrías hacerlo por mí?

—Hay otras maneras —dije—. Déjame ver los créditos que has pedido, esas deudas que tienes y lo mismo encontramos una solución para financiarte sin tener que pedir un préstamo.

—No, no —repitió—, tiene que ser así.

Se levantó de la silla y se acercó a la nevera. Siempre tenía preparada una jarra con agua de limón. Se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago, luego lo dejó encima de la mesa.

—Miguel, tú eres la única persona que puede ayudarme.

Las cosas no habían salido como él esperaba. Los bancos se habían negado a darle ni un solo crédito más; había pedido ayuda a antiguos compañeros, para que le dejaran algo de dinero o de oro, pero todos le habían dado la espalda; había llamado por teléfono a gente que nunca estaba, había hecho visitas a lugares donde no le habían recibido. Había llamado a todas las puertas y todas se habían cerrado.

—Solo me hace falta material y un poco de suerte.

Entonces, me pareció que se ponía a gimotear. Creo que esa es una de las situaciones más terribles que puede verse obligado a afrontar un hijo. Uno no puede imaginar el dolor que se siente al escuchar a tu padre gimoteando como un niño, implorándote ayuda, pidiéndote que le eches una mano cuando tiene el agua al cuello. Uno no puede imaginar la tristeza que te invade al ver a tu padre, que lo ha sido todo para ti, tan derrotado, tan hundido, tan machacado que apenas reconoces al hombre que fue. Le prometí que le apoyaría, que haría todo lo que estuviera en mi mano para sacarle del agujero en el que se encontraba. Le juré que no le dejaría solo y que le ayudaría a poner en marcha su taller. Le di mi palabra. Hice un juramento.

—Conseguiré ese dinero —le dije—. Pero tienes que darme un poco de tiempo.

—Gracias —dijo—, no sabes cómo te lo agradezco. Eres un buen hijo.

—Está bien, papá —le contesté—. Tranquilízate. Todo saldrá bien.

Esa noche le comenté a Cris que iba a pedir un crédito para ayudar a mi padre. Sabía que a mí solo no me lo concederían, así que necesitaba su ayuda. Con dos nóminas que lo respaldasen, el banco no se negaría.

—¿Un crédito de cuánto?

—Ha dicho que con un millón de pesetas es suficiente.

—No creo que sea una buena idea.

Discutimos. La verdad es que con nuestros dos trabajos llegábamos bastante justos a final de mes. Algunas veces incluso teníamos que tirar de las tarjetas de crédito, o ella le pedía pequeños préstamos a sus padres para hacer frente a gastos inesperados. Desde luego, no nos sobraba el dinero, y hacer frente al pago mensual de un crédito nuevo podía ser un problema.

—No lo vamos a pagar nosotros —le dije—, lo pagará él. En cuanto empiece a trabajar se hará cargo de los recibos.

—Por favor, Miguel —dijo—, sé realista. Tu padre lleva meses intentando poner en marcha un negocio y no ha llegado a ninguna parte. ¿Sabes en lo que se convertirán todos esos impagos dentro de unos meses? En embargos.

—Eso es lo que trato de evitar.

—No lo conseguirás así. Lo único que harás será tirar ese dinero a un pozo sin fondo.

Lo cierto es que no me extrañaba que no quisiera meterse en un asunto como ese, que no quisiera ayudarme, que no quisiera hipotecar su futuro por una causa que no era la suya. Pero por otro lado me sentía traicionado, sentía que Cris no jugaba en mi equipo, sentía que cuando necesitaba su ayuda en un asunto de importancia me daba la espalda. Eso me hacía dudar de nuestra relación, de la naturaleza de su amor por mí, de mi seguridad en sus sentimientos. Ella realmente tenía todas las razones para negarse; quizá lo mejor sería que mi padre se quedara en casa, que disfrutara de una jubilación modesta y que no se metiera en más líos.

—Joder, se lo debo —exploté—. ¿No eres capaz de entenderlo?

Creo que aquella fue la primera de las grandes discusiones que tuve con Cris. Un conflicto que se alargó durante días y que tuvo su explosión final durante el cumpleaños de una de mis sobrinas en la casa de Teresa. Era un sábado por la tarde y mi hermana había invitado a toda la familia, a los padres de mi cuñado, a sus hermanos, a Vicky y a nosotros. A todos excepto a nuestro padre, al que no había llamado. La situación ya era muy incómoda y la verdad es que mi intención era estar un rato allí y después marcharme con cualquier excusa. En un momento de la fiesta, mientras me fumaba un cigarrillo en el jardín, Teresa se acercó.

—¿Vas a meter a Cris en esto? —dijo—. Eres más tonto de lo que pensaba.

Cris le había contado todo, de hermana mayor a hermana mayor, buscando una aliada en el conflicto que manteníamos. Me sentí tan traicionado que el dolor y la rabia me subieron desde las tripas hasta la cabeza y allí estallaron y se repartieron por todo el cuerpo. Aparté la vista para no mirarla.

—¿No le vamos a dar la oportunidad de que se levante? —dije.

—Está enfermo.

—¿Ni siquiera le vamos a dejar morir con un poco de orgullo?

—Su problema es el orgullo. ¿Por qué no nos contó lo de la fábrica? ¿Por protegernos? No. Lo hizo para no perder esa imagen del hombre que todo lo podía.

Sentí el duro comentario de mi hermana clavándose en mi propia carne.

—Papá no ha sido nunca un buen empresario. Ha sido un buen trabajador, pero no tiene ni idea de negocios. ¿Cómo puede ser tan tonto para arruinarse tres veces en la misma vida?

—Vale. Le han tumbado tres veces, pero siempre se ha levantado.

—Por favor, Miguel —dijo—. Despierta. Tiene sesenta y cuatro años.

—Tendremos que confiar en él.

—Ya no confío en él —me contestó—, no puedo confiar en él. Nos ha estado engañando durante todos estos meses. Me mintió para que fuera avalista de sus créditos. Si los deja de pagar, seré yo la que tenga que asumirlos.

—Lo haremos juntos —le dije—, no voy a dejarte sola. Si al final resulta que no los puede pagar, lo haremos a medias.

Teresa continuó hablando con voz serena.

—Miguel, sé cuánto quieres a papá, pero no te dejes engañar. Papá ya está muy mayor, lo ha intentado y ha perdido, se acabó, ha llegado al final del juego. Tú estás empezando, vive tu vida, con Cris, crea algo con ella. Que no hagas lo que papá quiere no significa que no le quieras. Él ha estado siempre a nuestro lado. Esto es lo mejor para él, también. Piénsalo, le ha dado un infarto, ¿quieres que se pase los últimos días de su vida trabajando desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche, día tras día? Durante toda la vida nos ha guiado, nos ha acompañado, nos ha dicho qué era lo mejor y ha tomado las decisiones. Ahora es el momento de que las decisiones las tomemos nosotros por él. Miguel, madura, papá ya no puede tomar las decisiones por ti. Dile que no puedes hacerlo. Dile que no te conceden el crédito.

—No puedo dejarle tirado.

Teresa suspiró profundamente y movió la cabeza de un lado a otro.

—Ten cuidado, Miguel —dijo—. Si no tienes cuidado, te arrastrará con él.

Cris y yo dejamos la fiesta un poco después de que mi sobrina soplara las cinco velas de su tarta. Luis insistió en que nos quedáramos a tomar una copa, pero le dije que tenía cosas que hacer y Cris me miró de una forma extraña aunque guardó silencio. El mismo silencio que se extendió dentro del coche cuando volvimos a nuestro apartamento.

—¿Has hablado con tu hermana? —me preguntó Cris.

—Sí que lo he hecho —le contesté—. Muchas gracias por ponerme en esa situación y por ir con el cuento a mis espaldas.

—Ella piensa lo mismo que yo. —Y añadió con un tono casi suplicante—: ¿No te das cuenta de que tu postura no es nada razonable?

—No hay nada de razonable en todo esto. Eso es lo que no entiendes.

Me encerré en nuestro dormitorio. Al cabo de unas horas Cris abrió la puerta y se sentó a mi lado en la cama.

—Si tú crees que esa es la solución, lo haremos. Pediremos ese crédito.

Cris dijo que podía hablar con su padre para que nos prestara algo de dinero y que se lo podríamos devolver poco a poco, o incluso podría pedir un préstamo a un banco que nosotros pagaríamos. En aquel momento la quise muchísimo. Le acaricié el rostro y la besé.

—Te quiero, Miguel —dijo—. Te quiero mucho más de lo que crees.

—Lo sé. Lo sé.

—Mañana mismo iremos al banco. No sé cuánto tiempo tardarán, pero…

—No, no lo vamos a hacer —le contesté—. Lo he pensado mejor. No voy a meterte a ti ni a tus padres en los problemas de mi familia. Encontraré otra solución.

Esa noche en la cama, mientras Cris dormía a mi lado, pensé en esa solución que le había dicho que encontraría. Y la única imagen que aparecía entre las sombras era la del hombre causante de todo ese dolor que dormía plácidamente en su cama y que a la mañana siguiente se levantaría y cogería su Mercedes e iría a su bonita joyería y sonreiría a sus elegantes clientes y disfrutaría de la vida mientras que para nosotros cada segundo se había convertido en un infierno. Nunca nos devolvería el dinero que le había robado a mi padre, nunca tendría un gesto de honradez, nunca reconocería que se había comportado como un canalla, nunca pediría perdón por el daño infligido. Imaginé que asaltaba la tienda de Pastor, que vaciaba sus ricos escaparates y mostradores; que le apuntaba con un arma a la cara, que él sacaba de su caja fuerte gruesos fajos de billetes nuevos y encintados y me los entregaba. Y aquel dinero era el final de todos nuestros problemas y mi padre volvía a empezar o dejaba de trabajar porque había recuperado lo que era suyo.

Y entonces recordé las últimas palabras de Sastre en la barra de aquel bar roñoso habitado por los últimos borrachos que se resistían a volver a sus oscuros agujeros.

«Si fuera mi padre —había dicho—, te juro que esa gente iba a pagar por lo que le han hecho.»